Número 20 - Septiembre 2010

Versión PDFBioética y Cine

La decisión de Anne: Sobre la autonomía bien entendida

Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho y Miembro del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona.

La decisión de Anne (My sister’s keeper). 2009. Dirigida por Nick Cassavetes. Interpretada por Abigail Breislin, Cameron Diaz, Sofia Vassilieva, Alec Baldwin, Evan Ellingson, Jason Patric y Joan Cusack.


La pequeña Anne Fitzgerald ha tenido una vida que haría las delicias de cualquier aficionado a la bioética. Fue concebida en el laboratorio, su embrión elegido de entre varios por ser el que contenía una secuencia genética ajustada a las necesidades de su hermana Keith, algo mayor, que padece leucemia, con la intención de que sus tejidos pudieran servir para curarla. No fue, y ella es consciente, el producto espontáneo del amor o del descuido de una noche loca, sino de la voluntad de sus padres de ayudar a sanar a Keith. Por eso existe, y desde muy pequeña ha cumplido con su destino a través de las diversas y recurrentes intervenciones que su cuerpo ha tenido que soportar. Anne se siente utilizada y ahora, a los once años, ha decidido decir basta de una manera peculiar: encargando a un abogado que solicite y consiga de un tribunal una declaración de “independencia médica” que le permita negarse, frente a sus padres, a seguir siendo el cuerpo que suministra las piezas de recambio para su hermana. Porque Anne no quiere seguir sufriendo el dolor que le causan esas intervenciones, ni seguir siendo asidua visitante del hospital, ni poner en riesgo su vida futura. Quiere ser una niña normal y no la guardiana de su hermana (el título original de la película es My sister’s keeper). El abogado se hace cargo de la pretensión de Anne y la presenta ante un tribunal. Solicita una especie de emancipación parcial que le permita tomar decisiones que afectan a su cuerpo con independencia de la voluntad de sus padres. La cuestión se vuelve perentoria porque ahora su hermana Keith necesita uno de los riñones de Anne para seguir viviendo, y lo necesita con urgencia. El proceso judicial se pone en marcha, la salud de Keith se deteriora con rapidez, el momento final se acerca y nos intriga saber qué pasará.

En ese momento de la película nuestros sentimientos estarán quizá divididos: simpatizamos con una niña tan maja, vivaracha y bien educada como lo es Anne, y comprendemos su deseo de salir de esa espiral inacabable de intervenciones quirúrgicas, de esa eterna dependencia de la evolución de la enfermedad de su hermana. Incluso puede que nos mueva a la lástima esa conciencia que ella tiene de haber nacido con ese fin ajeno a sí misma, y nos gustaría pensar que esa dependencia tendrá un final. Pero, por otra parte, nos alarma y nos apena, puede que hasta nos escandalice, su desinterés para con su hermana, esa aparente frialdad con la que decide dejar de ayudarla a sobrevivir. Y tanto más cuanto que los Fitzgerald resultan ser una familia bien articulada y, dentro de lo que cabe, casi feliz. No tenemos la sensación de que la vida de Anne haya sido tan mala si el resultado es esa niña tan risueña a la que sin duda sus padres quieren y cuidan; tampoco parece que donar un riñón vaya a perjudicar tan seriamente su vida, como su madre trata de explicarle. Vemos a una familia unida en la lucha por la vida y la salud de la hija mayor y nos asusta ese individualismo que asoma, ese egoismo y esa falta de piedad de la hermana pequeña. El contraste es tanto mayor porque la relación de Anne y Keith es cálida y estrecha. Hay algo que no acaba de cuadrar en todo esto y que, cómo no, constituye la médula de la trama narrativa de la película y de la intriga que nos mantiene en vilo y que tendrá que acabar por desvelarse en algún momento.

Ese momento tiene lugar en medio de la tensión propia de un proceso judicial, agudizada por el hecho de que la abogada que representa a la parte contraria, es decir, a los padres de Anne, es la propia madre de Anne, Sara, abogada de profesión que después de haber colgado la toga para ocuparse de su hija Keith, ha de volver a vestirla con ese mismo objetivo. Representándose a sí misma y a su marido, ha de interrogar a su hija pequeña en el estrado, y ahí es cuando se rompe el ánimo del hermano de Anne y Keith, Jesse, el protagonista oscuro de la película. Incapaz de soportar por más tiempo la pantomima que se representa ante él, desvela todo el intríngulis y, con su intervención, procesalmente extemporánea pero al fin beneficiosa, ilumina los motivos auténticos del modo de proceder de Anne. En realidad, entre los dos están llevando a cabo el designio de Keith. En realidad, es ella la que ha dicho basta y no su hermana. Ya no quiere seguir luchando y contemplando cómo su cuerpo y su vida se deterioran cada vez más y cómo la vida de cada miembro de su familia, y no sólo la de Anne, está hipotecada por la suya, una vida cada vez más dolorosa y abocada a un final no muy lejano. Para acabar con todo eso se le ocurre esta maniobra quizá algo rebuscada: pedirle a su hermana que se niegue a seguir colaborando, reclame su independencia médica, la ejerza, y asi precipite su final.

Anne acabará por ganar su batalla jurídica y conquistará su peculiar estatus de niña médicamente emancipada de sus padres, pero antes de eso habrá ganado ya la batalla más importante, la que consistía precisamente en ayudar a su hermana. Porque antes de que llegue la sentencia, sin la posibilidad de disponer del riñón de Anne, Keith morirá, antes también de que su deterioro siga adelante, antes de que sea incapaz de reconocerse a sí misma.

Ahora los sentimientos contradictorios desaparecen, desde que la intervención del hermano nos permite ver las cosas tal y como son, a nosotros los espectadores pero también al resto de los protagonistas, ante todo los padres de Keith, Jesse y Anne y también, claro, a la señora magistrada encargada del caso y al abogado de Anne. Así, lo que parecía un precoz ejercicio de autonomía individual de la hermana pequeña resulta ser otra cosa, parecida pero distinta: también un ejercicio de autonomía individual, pero por parte de la hermana mayor, y que es individual sólo en el sentido de que su sujeto lo es, pero no porque lo sean los intereses considerados, como, en cambio, nos habíamos imaginado en el caso de Anne, quien simulaba preocuparse sólo de sí misma. De este modo la película nos propone una sutil reflexión sobre el sentido de la autonomía individual que merece la pena desgranar.

En efecto, Keith, una adolescente de dieciseis años, es quien nos ofrece ese ejemplo de decisión autónoma, esto es, ese ejercicio de control sobre su vida. Su situación, de extrema debilidad y dependencia, no le impide tomar conciencia de la misma, distanciarse y verla en su contexto, que es el de la vida de su familia. Por eso, su decisión es plenamente autónoma, no sólo porque sea suya sino porque está bien informada y bien meditada y, lo que es más interesante ahora, porque tiene en cuenta los intereses de los demás tanto como los suyos propios. Su decisión, la de no seguir luchando y dejarse morir, puede compartirse o no; uno puede preferir la actitud de su madre, radicalmente contraria a la de su hija, pero habrá de convenir en que la decisión de Keith añade ese plus tan especial. Su madre, quizá porque lo es, sólo es capaz de pensar en Keith. En cambio ella piensa en todos, por supuesto en sí misma pero también en cada uno de los miembros de la familia, cuyas vidas se han visto tan condicionadas por la suya. La vida de su madre, que hubo de abandonar su prometedora carrera y que está dedicada en cuerpo y alma a cuidar de su hija; la de su padre, arrastrado por la dinámica protectora de su mujer y que no se dedica al trabajo que le gustaría; la de los dos juntos, cuya vida de pareja se ha visto resentida; la de Anne, quien, se mire como se mire, no puede llevar la vida normal de una niña de su edad y que presumiblemente habrá de seguir soportando intervenciones sobre su cuerpo; y la de Jesse, el que menos atención recibe de sus padres y que, quizá por esa razón, parece estimarse tan poco a sí mismo. Como dije antes, él es el protagonista oscuro de la película, porque, aunque sabemos que también forma parte de la conjura de los hermanos para liberar a Keith, su contribución apenas es apuntada con una serie de secuencias de significado dudoso. Lo que este espectador cree es que el chico decide prostituirse para conseguir el dinero necesario para pagar los honorarios del abogado contratado por Anne. La cosa es tratada con la máxima sutileza y en ningún momento se nos transmite ese mensaje de forma directa, ni con palabras ni con imágenes; pero ese parece ser el sentido de sus excursiones nocturnas a ciertos barrios de la ciudad. Si sus padres supieran… pero están demasiado concentrados en Keith y en Anne, y en todo caso quizá sea mejor que no lleguen a saberlo nunca. El chico es protagonista porque nos ofrece la medida del desequilibrio que reina en la familia Fitzgerald y nos hace ver que toda disposición, en este caso la de los padres de Keith con ella, tiene efectos sobre terceros que no deben ser descuidados a la hora de adoptarla.

La muerte de Keith, el resultado final de su decisión, cambiará la vida de toda la familia. Las escenas finales de la película nos hacen ver, de forma algo simplista eso sí, que la vida de todos mejora, y mucho. No se trata de un sacrificio: también la propia vida de Keith ha acabado bien. Porque de lo que se trata, como muestran los episodios del fugaz pero intenso romance de Keith con Taylor y la escapada de toda la familia a la playa, es de vivir bien, no sólo de sobrevivir o de reducir la vida a un agónico combate contra la muerte. Así que Keith tenía razón: su decisión era la mejor, no sólo por ser la suya. Era correcto dejarla decidir, pero era también bueno hacerlo, porque todos se verán favorecidos por su decisión.

De este modo, de la película podemos extraer una lección sobre el sentido de la autonomía individual. Una decisión autónoma es una decisión individual, pero es también una decisión que tiene en cuenta los intereres tanto propios como ajenos, sobre todo los de aquéllos que están en contacto directo con nuestra vida. Es justo que cada uno decida sobre los aspectos relevantes de su vida, pero sólo si al mismo tiempo uno es capaz, primero, de comprender que su vida y lo que haga con ella forma parte de la vida de los demás y, después, de actuar en consecuencia. No podemos pensar lo humano sin esas dos dimensiones, individual y comunitaria, luego no podemos renunciar a la autonomía ni a una particular forma de entenderla que la haga compatible con lo comunitario. Este es el ideal, y esta ha de ser también la regla general para los asuntos humanos, y particular para los bioéticos. Sin duda, habrá ocasiones en que el ideal no sea satisfecho, y el juicio individual no coincida con el bien de la comunidad (la pequeña comunidad que es la familia u otras mayores), y en ellas habrá que hacer prevalecer una de las dos dimensiones de lo humano en detrimento de la otra; pero lo que importa es tener claro el ideal y la regla general que de él deriva.

Si se mira con atención, la decisión de Keith no dista tanto de la que había tomado su madre, Sara. En realidad Keith decide de acuerdo con las pautas de conducta que ha aprendido en el entorno familiar, y nada más precioso que eso le habrá transmitido la actitud materna. Por eso, su decisión responde al mismo sistema de normas o de valores que la de Sara, sólo que una y otra han juzgado los hechos, o ponderado los intereses, de manera distinta, y por eso podemos decir que, aunque opuestas, las decisiones de Keith y de su madre tienen de común lo que permite que una pueda comprender a la otra y viceversa: ese mismo sistema axiológico. No cabe duda de que Keith entiende las razones que mueven a su madre a actuar como lo hace; y, viceversa, cuando se ve sacudida por la maniobra conjunta de sus tres hijos, Sara será capaz de entender el propósito de Keith, e incluso compartirlo y, al final, hacerlo suyo.

Dos tentaciones igualmente peligrosas se erigen a ambos lados de esta concepción comunitaria (¿kantiana?) de la autonomía individual. Ante las evidentes dificultades de llevarla a la práctica, los que carecen del necesario optimismo antropológico que requiere estarán listos para sucumbir ante una de las dos. Una (¿le podemos llamar la tentación liberal?) es la autonomía concebida como capacidad para tomar decisiones individuales en la que sólo cuenta la aptitud mental y la información del sujeto. La supuesta dificultad para juzgar objetivamente la bondad comunitaria de una decisión individual impide incluir esta bondad entre los requisitos de la acción autónoma, luego también impedirá garantizar que la acción autónoma promueva el bien comunitario. La otra (¿la tentación autoritaria? ¿o aristocrática?) parte de la desconfianza ante la capacidad de los individuos de juzgar sobre el bien comunitario y, no queriendo poner en peligro éste bien, fomenta una concepción pura y formalmente colectiva de la autonomía de acuerdo con la que, a menudo, unos pocos supuestamente esclarecidos deciden en el nombre y en el beneficio de todos. Ninguna de las dos tentaciones es, en verdad, muy atractiva, porque ninguna de las dos promete la armonía entre lo individual y lo colectivo, sino la supresión de uno de los dos: en los extremos, o el precomunitario estado de naturaleza hobbesiano o el postcomunitario gran hermano orwelliano. En realidad, el resultado es el mismo en los dos casos: sólo cuentan las decisiones de los poderosos, los que pueden imponer su respeto a todos los demás. Si estas son las alternativas, merece la pena intentar el camino del medio, el más difícil pero el más apetecible. En esta ocasión son Keith y sus hermanos, y al fin toda la familia Fitzgerald, quienes nos lo muestran.