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X Coloquio Internacional de Geocrítica

DIEZ AÑOS DE CAMBIOS EN EL MUNDO, EN LA GEOGRAFÍA Y EN LAS CIENCIAS SOCIALES, 1999-2008

Barcelona, 26 - 30 de mayo de 2008
Universidad de Barcelona


CUANTO MÁS LÍQUIDO ES EL MUNDO... 1998-2008. DIEZ AÑOS –O ASÍ—DE CAMBIOS EN RELACIÓN A LA (IN)SEGURIDAD CIUDADANA

Jesús Requena Hidalgo
Licenciado en geografía y sociología
requenahj@hotmail.com


Cuanto más líquido es el mundo... 1998-2008. Diez años –o así— de cambios en relación a la (in)seguridad ciudadana (Resumen)

En las últimas décadas, la ciudadanía se manifiesta perpleja y abrumada por una sensación de inseguridad no conocida anteriormente que parece tener su origen en la forma en que se organizan y funcionan las sociedades posmodernas. En ellas, el terrorismo internacional o la criminalidad organizada global, fenómenos de visibilidad bien distinta que tienen poco que ver con otras formas de violencia anteriores, desbordan las capacidades de los Estados, que todavía funcionan según lógicas de tipo territorial ahora que el mundo se hace cada vez más líquido... y ante esta situación, el populismo punitivo avanza en el seno de una ideología de la seguridad ciudadana que arrincona peligrosamente el modelo de seguridad democrático, plasmado en la Constitución de 1978, proporcionado y socializador.

Palabras clave: sociedad invisible, terrorismo internacional, crimen organizado global, populismo punitivo.

As the World is more liquid ... 1998-2008. Ten years of changes -or so- relating to the urban (un)safety (Abstract)

In the last decades, citizenship is being shocked by a new sensation of insecurity that has its origin in the form in which post-modern societies are organized. In these invisible societies, international terrorism and the global organized criminality overflow the capacities of the states, which run according to territorial logics, now when the world becomes liquid… Before this situation, punitive populism advances into a ideology of security that lay aside the democratic pattern of security, based on the Spanish Constitution of 1978, proportioned and socializator.

Key words: invisible society, international terrorism, global organized crime, punitive populism.

En los últimos diez años, las cuestiones relacionadas con la seguridad y la inseguridad han experimentado cambios substanciales de importancia.

A escala global, dos fenómenos que destacan por la novedad que representan respecto de décadas anteriores contrastan, en sentido literal, enormemente. Por un lado, el desarrollo organizaciones criminales internacionales, cuyos efectos son, en buena parte, vergonzosamente invisibles. Por otro, el terrorismo transnacional, extraordinariamente visible a partir de acciones tan espectaculares como terribles. Ni el llamado “Crimen Organizado Global” es una variación de las mafias tradicionales ni el terrorismo que se conoce a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York son un simple cambio de escala respecto de las diferentes formas de terrorismo conocidas hasta entonces. Los estados, los medios de comunicación y la opinión pública valoran de forma bien diferente la gravedad de ambos.

A escala local, un fenómeno que viene llamando poderosamente la atención, tanto por su gravedad potencial como por su relativa discreción, es el afianzamiento de la llamada ideología de la seguridad en detrimento del actual modelo garantista. El derecho penal, que desde hace algunos años adelanta su intervención ante las continuas demandas de seguridad en la opinión pública y publicada, está vehiculando el avance de una política de “ley y orden” que está condicionando seriamente el desarrollo de aquel ideal democrático plasmado en la Constitución española de 1978, proporcionado y resocializador.

Sin duda, la pretensión de señalar cambios sociales, en este caso en relación a la seguridad, para un período de tiempo tan relativamente corto como el que toma como referencia este Congreso, no permite ir mucho más allá del esbozo de unas tendencias o el apunte de algunas intuiciones, por más que algunas de ellas puedan estar ya bastante consolidadas. 

Antes de referirme a esos fenómenos concretos que en los últimos años han podido suponer un cambio respecto de épocas pasadas, creo que es necesario detenerse en lo que podría denominarse una mutación contextual general en la que situarlos posteriormente, en la segunda parte de este artículo.

Nuevas experiencias de la inseguridad en una sociedad invisible

La Modernidad heredó de la Ilustración el convencimiento de que la realidad social debía ser iluminada y, ciertamente, el empeño en el combate de la ocultación y el misterio ha llegado hasta nuestros días hasta tal punto que pienso que no es exagerado decir que ninguna sociedad ha estado tan obsesionada con lo visual como la nuestra, en la que para creer hay que ver y en la que la visibilidad es un valor inequívoco al que se asocian otros indiscutibles como la transparencia o la sinceridad.

En este sentido, sostener que hoy, en plena posmodernidad, cuando se generaliza el acceso a las tecnologías de la comunicación y la información, vivimos en una sociedad cada vez más invisible puede resultar chocante pero lo cierto es que hay razones para pensar que, efectivamente, es así.

Invisibilidad

Por más que los medios de comunicación nos acercan a todo y a todos hasta el punto que todo nos resulta familiar y a todo nos sentimos próximos, lo cierto es que apenas nos permiten ver la otra cara de la realidad, su manufactura menos inmediata. Da la sensación que, en la experiencia cotidiana actual, esta inmediatez generalizada de todo cuanto pasa no hace sino alejar, extrañar y banalizar la misma realidad social y es en este sentido que, en estos días, más que estar preocupados por lo que se nos oculta, parece más razonable y prudente estar preocupados por lo que se nos presenta como demasiado visible.

Parece que todo esté a la vista, que desde la televisión e Internet podamos llegar a todo, pero esta sensación coincide con otra no menos cierta: cada vez somos menos capaces de saber porqué nos ocurre lo que nos ocurre, a quién se debe que nos pase lo que nos pasa, que nos sintamos como nos sentimos. Cada vez más, o al menos hoy mucho más que hace algunos años, aquello que sea que determina o condiciona nuestra existencia es meno visible, meno identificable.

Que nuestra sociedad es cada vez más invisible y que cada vez es más difícil encontrar explicaciones a los fenómenos que nos afectan y de los que formamos parte es algo que podemos constatar cuando tenemos experiencia de la enorme movilidad de las personas, las cosas o la información; de la volatilidad de ciertas realidades, incluso físicas, así como del poder, que ha dejado de residir en unos pocos puntos para distribuirse más uniformemente. Podemos constatarlo también cuando nos cuesta tanto determinar las causas e imputar responsabilidades; cuando no sabemos a quien dirigirnos para pedir o reclamar.

Son rasgos de esta invisibilidad la creciente aparición de espacios y relaciones virtuales; y en cuanto a los físicos, la pérdida de límites que ha traído la globalización ha acabado configurando unos espacios que ya no sirven para ordenar el mundo e identificar sus partes, con lugares borrosos y de estatus poco definido en los que proliferan Estados semisoberanos, organismos internacionales de escasa representatividad, como la ONU o el FMI, ONG, sujetos con identidades múltiples, emigrantes, terroristas, ejes del mal...

Creo que si ideas y expresiones como la de “sociedad del riesgo” han tenido cierto éxito en este final de siglo XX es porqué ha reflejado bien esa invisibilidad en nuestras sociedades. Poniendo el acento en la centralidad de las realidades latentes como los efectos secundarios, la confianza, las expectativas o la inseguridad, ha reflejado bien una sociedad en la que el futuro está funcionando como un factor determinante del presente, de sus acciones y vivencias. Hoy, a diferencia de ayer, los riesgos escapan a la percepción inmediata y las amenazas no son tan visibles y concretas para las personas afectadas. En palabras de Habermas, la causa de la nueva opacidad es la “inabarcabilidad” de lo social, la dificultad de tener una visión de la realidad social en un simple golpe de vista debido a su complejidad creciente, debido a la multilateralidad creciente de agentes y actores diversos, una trama cada vez más densa e ingobernable desde un único punto que responde a un esquema de causalidades circulares.

Lamentablemente, ya no podemos decir que detrás de todo lo que está pasando hay algo determinante (el capital, los malos, etc.). Sería bastante tranquilizador que siguiese siendo así porque su identificación sería cierta y sabríamos qué hacer si es que lo que pasa nos molesta o nos amenaza. La incomodidad de la situación actual radica precisamente en que cualquier identificación es parcial y sospechosa. Porque, como sostiene Foucault, el poder es bastante más difuso de lo que suponemos: si no hay quien lo detente por completo, tampoco hay quien no tenga nada de poder.  Por la propia naturaleza de nuestras sociedades, debido al avance de las posibilidades tecnológicas, el poder, como la responsabilidad, se distribuye de manera difusa y, en este sentido, es más invisible, más inalcanzable, más inimputable. Podemos protestar ante las conferencias internacionales, o podemos echar abajo cuantas Torres Gemelas queramos, porque lo que llamamos “el sistema” continúa funcionando precisamente debido a que no está gobernado desde un único centro visible. Y si protestar es difícil, gobernar no lo es menos, y por los mismos motivos.

Inseguridad y vulnerabilidad

Si, como dije más arriba, podría resultar chocante referirse a una sociedad como la nuestra como una sociedad cada vez más invisible, pienso que no lo es menos afirmar que cada vez hay más sensación de vivir expuestos a más riegos, que la cuestión de la seguridad está más presente, que nuestras demandas y exigencias al respecto no disminuyen y que aumenta, en cambio, nuestra sensibilidad en relación con el entorno.

¿Por qué puede estar pasando esto cuando el progreso científico ha configurado unas posibilidades que pueden hacer de este mundo, con todos sus problemas, el más seguro de cuantos hemos conocido?

Marquard ha explicado esta paradoja por medio de una “ley de penetración creciente del resto” según la cual cuantas más molestias, amenazas o peligros desaparecen de la realidad, más insoportable resulta lo negativo que permanece[1]; cuanto mejor nos va, peor consideración tenemos de aquello gracias a lo cual nos va bien, ya sea la tecnología o las técnicas de gobierno. Más temerosos o no, lo cierto es que parecemos menos dispuestos a aceptar el riesgo que hace algunos años y ello se debe a ciertos rasgos sociales de configuración reciente. Respecto de la inseguridad, entre estos nuevos rasgos sociales yo destacaría dos. Por un lado, lo extraño que nos resulta el mundo en el que vivimos y, por otro, la pérdida de territorialización de nuestra forma de vida.

Nos sentimos menos seguros porque no podemos encajar los cambios sociales, a la velocidad a la que se producen, en el marco de nuestra experiencia. Objetivamente, antes estábamos expuestos a más y mayores peligros objetivos pero teníamos una experiencia más estable de nuestras condiciones de vida. Parece que hoy sabemos bastante menos de esas condiciones, tanto en lo físico como en lo social. Dicho de otro modo, “la complejidad creciente del mundo no es tramitable por el individuo”[2], y la incertidumbre que esta situación provoca no remite con el incremento de información disponible; al contrario, la información está generando un tipo específico de angustiosa impotencia en la medida que cada vez tenemos más conocimiento de más situaciones de las que podemos o debemos ser responsables.

En términos objetivos, nuestra seguridad, en lo referente a las condiciones de vida, es mayor ahora que hace décadas. Sin embargo, ha avanzado cierta sensación de pérdida de control sobre esa seguridad, de que esa seguridad depende de terceros, y esta situación, obviamente, genera inseguridad. A la vez, ello hace que nuestras exigencias de seguridad a esos otros de los que dependemos sean mayores, sabiendo que debemos confiar necesariamente en ellos. Este es otro rasgo de la sociedad actual: ante la complejidad creciente y ante la propia falta de competencia, los expertos han pasado a hacerse cargo de cada vez más asuntos de nuestra vida cotidiana y esto crea cierto malestar subjetivo, especialmente cuando esa confianza obligada se ve, por los motivos que sean, defraudada.

Por otra parte, hay una dimensión de la inseguridad que responde a la desespacialización de la vida,  al hecho de que la experiencia cotidiana está cada vez menos territorializada[3]. Antes, la territorialización confería una estabilidad de domicilio, una memoria colectiva de barrio; los lugares no estaban tan especializados funcionalmente y había una gran permeabilidad de la vida pública y la privada en el barrio, una conciencia de pertenecer a un espacio social común. Actualmente, el tipo de sociedad en la que vivimos ha alterado de forma sustancial las funciones que cumplían las relaciones interpersonales territorializadas, que se han sustraído de los sistemas de seguridad y de control. Precisamente, el incremento de la demanda de seguridad tiene mucho que ver con el hecho de que se hace necesario sustituir activamente formas sociales de control que se han debilitado en nuestros días. Los claros espacios de representación de antaño nos permitían vivir bajo una relativa seguridad pero es innegable que la globalización, en estos últimos años, ha ido erosionándolos, debilitando sus límites, y esta pérdida de significación de los límites, tan celebrada en algunos aspectos, ha provocado pérdida de estabilidad y de certeza, al tiempo que ha provocado la aparición de esos espacios difusos a los que ya me he referido, tierras de nadie al margen del Derecho, espacios sin protección, como los que habitan los ilegales, como Guantánamo, con sus presos a los que nadie ha sabido qué considerar o cómo tratar, o como el llamado Eje del Mal.

El nuevo desorden del mundo, la inestabilidad internacional o la degradación de algunos espacios urbanos son, efectivamente, realidades preocupantes cuyo análisis debe realizarse necesariamente en el contexto histórico y mundial de la  movilidad, de la redes y de la fragmentación territorial. Cuando se desdibujan las fronteras y se tornan borrosas las distinciones, la demanda de seguridad aumenta en la misma medida en que crecen la desorientación y el sentimiento de vulnerabilidad. Cuanto más líquido es el mundo, como diría Bauman, cuando el espacio y el tiempo son cada vez menos referencias de identidad, o referencias más indeterminadas, el individuo reclama algún tipo de resguardo que realice las antiguas funciones protectoras. Y esta es una exigencia que se plantea precisamente desde hace relativamente poco tiempo, en un momento en el que el espacio ya no tiene la antigua capacidad defensora, en el que no hay lugares invulnerables ni protecciones absolutas.

Otra sensación que podríamos considerar como relativamente reciente es la de vulnerabilidad, sobrevenida sobre todo a consecuencia de los atentados de Nueva York, Madrid y Londres. Perplejos y desorientados, con estos sucesos hemos podido asistir a la disolución de ciertas ideas y mitos sobre la fortaleza y la solidez de nuestras instituciones. Pero, ¿hasta qué punto somos tan vulnerables? ¿En qué medida podemos hablar de vulnerabilidad en estas sociedades enredadas, de poderes limitados, pluralistas, multiculturales, complejas? Creo que podemos decir que hemos superado o estamos superando aquellos shocks y parece que nuestras instituciones, después de la conmoción, se han mostrado bastante eficaces a la hora de absorber la inseguridad y restablecer la estabilidad.

Las sociedades actuales son vulnerables porque se caracterizan por haber puesto el poder a disposición de muchos, porque muchos pueden más bien poco, a diferencia de otras sociedades no democráticas en las que pocos pueden mucho. Las personas que planean y cometen acciones terroristas o que dirigen organizaciones criminales, a las que me referiré más adelante, han aprovechado las posibilidades que ofrece esta sociedad: desde los avances en materia de transportes y telecomunicaciones hasta  las libertad de expresión o circulación.

En este sentido, nuestras sociedades democráticas son dispositivos que entrañan una gran vulnerabilidad porque funcionan en un umbral de gran inestabilidad. El equilibrio entre la libertad y la seguridad está siempre en entredicho y se ajusta cuando la sensación de inseguridad se hace intolerable, momento en el que aparecen disposiciones que intentan limitar aquellas posibilidades. Pero ante la evidente complejidad de las cosas, que impide la protección absoluta, no parece razonable adoptar otra postura que no sea la de primar la libertad.

Este continuo desequilibrio --o la precariedad de este equilibrio--, parece ser el contexto más adecuado para gestionar el continuo cuestionamiento al que asistimos de los valores y las formas de vida tradicionales, la continua modificación de consensos y acuerdos; dicho de otro modo, la situación actual parece ser la mejor para gestionar la crisis, que no deja de ser, en función de lo que acabo de decir, el habitual estado de las cosas en sociedades como la nuestra.

Con todo, las cuestiones arriba planteadas sobre esta sensación de vulnerabilidad relativamente nueva en la sociedad actual parecen tener respuesta en una paradoja: la vulnerabilidad deriva de aquello que las hace fuertes, de su propia complejidad y su indeterminación, en la convicción de que el poder absoluto es imposible y, además, un fracaso de la política. La aspiración a la invulnerabilidad absoluta, a la protección absoluta contra el conflicto o las crisis, o contra todos los enemigos, es además de imposible, una vía segura al empobrecimiento social. Teniendo esto en cuenta, en nuestros días no parece que la seguridad pueda pensarse sino sabiendo que la mejor seguridad posible no será la seguridad completa, porque no existe, sino la seguridad obtenida en el inestable equilibrio democrático, con toda su contingencia y su indeterminación.

En este orden de cosas, parece que la seguridad viene ocupando lugares principales en todas las agendas políticas y públicas. El aumento de nuevas formas de delincuencia o el llamado terrorismo internacional, de los que me ocuparé a continuación, pueden explicar este ascenso del interés por la seguridad pero ambos fenómenos, entre otros, son vividos en el marco de esa sensación general de desprotección que nace de la forma en que se organiza y funciona nuestra sociedad.

Las nuevas demandas de seguridad, con todas sus diversas reivindicaciones, parecen exigir respuestas que superen las clásicas demandas de más policía, juicios más rápidos o penas más duras. En la palestra de la contienda política, los diferentes partidos han dado lugar a un clima de opinión, al que también me referiré más adelante, en el que la justicia acaba importando menos que el orden, los procedimientos que el resultado y la seguridad jurídica que la seguridad en general. Sin embargo, los “imaginarios de la inseguridad”[4] se alimentan de los rasgos que definen la forma del mundo actual.

Si la inseguridad está tan de moda y se nos hace presente de esa manera tan polémica, generando tanto desconcierto y, con frecuencia, de una forma tan demagógica, es porque el resto de demandas sociales son bastante más fáciles de satisfacer. Y las personas con responsabilidad política y técnica lo saben bien, que las demandas que surgen de la inseguridad son las que más quebraderos de cabeza les producen, porque los riesgos y las amenazas han dejado de atender a lógicas territoriales, mientras que los Estados para los que trabajan siguen respondiendo a lógicas de tipo territorial. Aún así, cuando los Estados nacionales pierden competencias y capacidad para ordenar la vida de las personas, especialmente en los campos económico y social, parece que la seguridad ha de ser un potente aglutinante ideológico.

Crimen organizado global, terrorismo internacional e inseguridad ciudadana

Si hay dos fenómenos que han supuesto un cambio en el panorama de la seguridad en los últimos años, éstos son la globalización del crimen organizado y el terrorismo internacional.

Desde el punto de vista de su visibilidad social, estos dos fenómenos responden a lógicas diferentes.  Mientras que el efecto del primero parece pasar desapercibido tanto para los responsables políticos y técnicos en materia de seguridad como para la opinión pública en general, el impacto del segundo, con sus manifestaciones tan espectaculares como devastadoras, han generado el pánico, el desconcierto y, sobre todo, la sensación de que nuestra sociedad no está tan segura ni tan protegida como se suponía. Y esta visibilidad diferencial también se produce en relación a sus víctimas: mientras que las víctimas de las acciones terroristas son elevadas a todos los ámbitos de la atención pública (a la política, a la televisión, al cine), las innumerables y anónimas víctimas del crimen organizado global parecen no existir.

A juzgar por los consensos, los acuerdos y la colaboración efectiva entre las diferentes policías y servicios de inteligencia, así como por la cantidad de recursos y medios que dedican, parece que los Estados afectados están más y mejor dispuestos a hacer frente al terrorismo global que al envite del crimen organizado. También los medios de comunicación reflejan esa prioridad a la lucha antiterrorista sobre el combate de la criminalidad organizada a escala mundial.  Con ello, da la impresión de que ambos fenómenos logran sus propósitos: el primero logrando la máxima publicidad y difusión de sus acciones y el segundo manteniendo en la más absoluta discreción su depredación global.

Estos fenómenos violentos, que se han configurado en los últimos años como un verdadero reto global para la seguridad, han sido fijados por Eugenio Trías en la intersección de tres planos de la realidad[5]. En el primero de ellos, la realidad se mostraría como un “casino global” en el que, sin control cívico alguno, los hechos o sucesos interaccionan entre sí en el marco de la economía global. En el segundo plano, más particular, la dinámica del primero daría lugar a un desarraigo generalizado que explicaría, a su vez, los fenómenos de particularismo excluyente, de carácter nacional o religioso, en los que la alteridad se configura como el enemigo. Finalmente, en el tercer plano, la coincidencia traumática de las dinámica de ese “casino global” y del “santuario local”, explicaría el “individualismo de la desesperación”, que estaría en la base de la “lucha por la vida” a la que obliga la dinámica neoliberal del capitalismo actual, con sus graves desequilibrios, desigualdades e injusticias.

En la última década del siglo pasado, en ese primer plano antes mencionado, hemos podido asistir a la constitución de lo que Castells denominó “Crimen Organizado Global”, a la progresiva expansión de la economía criminal impulsada por la desregulación y la globalización financiera.

“En las dos últimas décadas, las organizaciones criminales han realizado sus operaciones cada vez más a escala transnacional, aprovechándose de la globalización económica y de las nuevas tecnologías de comunicación y transporte. Su estrategia consiste en ubicar sus funciones de gestión y producción en zonas de bajo riesgo, donde tienen un control relativo del entorno institucional, en tanto que buscan sus mercados preferentes en las zonas de demanda más rica, a fin de cobrar precios más altos. Éste es claramente el caso de los cárteles de la droga, pero también es el mecanismo esencial en el tráfico de armas o de material radioactivo (...). Esta internacionalización de las actividades criminales hace que el crimen organizado de diferentes países establezca alianzas estratégicas a fin de colaborar, en lugar de combatirse, en los ámbitos de cada uno, mediante acuerdos de subcontratación y empresas conjuntas, la práctica comercial de las cuales sigue muy de cerca la lógica organizativa de lo que he denominado ‘empresa red’, característica de la era de la información. Es más, el grueso de las operaciones de estas actividades están globalizadas por definición, a través del blanqueo en los mercados financieros globales”[6].

Configuradas en red, las mafias tradicionales se han transformado en actores destacados del nuevo orden mundial y, como consecuencia de esta transformación estratégica, los principales mercados criminales –básicamente de drogas, armas y seres humanos—experimentan un crecimiento desconocido hasta el momento. En su Atlas Akal de la criminalidad financiera, Jean de Maillard (2002) hace referencia a que, a mediados de los años noventa, el dinero procedente de actividades ilícitas de las diferentes organizaciones criminales en el mundo, lo que vendría a ser el producto criminal bruto, no sería inferior a los 800.000 millones de dólares  anuales, es decir el 15% del total de comercio mundial[7].

No creo que la capacidad de influir en la economía y la política por parte de este tipo de criminalidad pueda compararse con la de las formas más tradicionales conocidas hasta ahora por más que los métodos de éstas (la coacción, la corrupción o el blanqueo de dinero)  sigan bien presentes en el imaginario colectivo. En nuestros días, las redes globales del crimen se sustentan en complejísimos entramados financieros que mueven ingentes cantidades de dinero (miles de millones de dólares) en todos los mercados financieros, con la con la inmediatez y el anonimato que permiten las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y con el asesoramiento experto  de los mejores especialistas con firma en las más destacadas instituciones de crédito e inversión. Desde luego, no se trata ya del clásico blanqueo de dinero de  aquellas actividades mafiosas.

Incomprensiblemente –o quizás no tanto— un fenómeno de estas características pasa desapercibido o, en muchos casos, presentado como una anomalía o una externalidad más del propio proceso globalizador. Ahora bien, aún a falta de datos empíricos contrastables y contrastados, es necesario preguntarse hasta qué punto la actividad de estas redes criminales no está mediatizando la economía nacional en determinados países, o en qué medida el enorme flujo monetario impulsado por el Crimen Organizado Global no determina la deriva especulativa del sistema financiero internacional[8]. Y en el plano político, tampoco es fácil deslindar la actividad criminal de muchos ámbitos de gobernabilidad en determinados países en los que la nueva mafia global ha podido llegar a comprar organismos públicos al completo, como la policía, o participa activamente en la formación de la opinión pública a través de su participación en los consejos de administración de los medios de comunicación.

Ante esta nueva realidad, que no puede definirse en términos de mero cambio incremental respecto de la criminalidad tradicional conocida en los entornos locales de las ciudades contemporáneas y de la que, inquietantemente, no pueden señalarse límites en sus interferencias en la economía y la política nacionales, es comprensible que los esfuerzos de la policía y la justicia sean tan limitados. En general, nuestras sociedades se ven impotentes ante un poder que ha nacido de sus propias entrañas, que no puede ser contenido en sus fronteras, que no parece intimidarse ante la represión penal en uso. Es como si hubiese dos velocidades en uno y otro campo y la distancia, obviamente, se hace cada vez mayor. Y es que, como señalan algunos autores, las posibilidades de estas instituciones en su lucha contra esta nueva forma de criminalidad organizada pasan por el cuestionamiento de los principios que rigen la globalización financiera en tanto que sistema autorregulado al margen de cualquier control cívico[9]. El nuevo Crimen Organizado Global se ha acomodado perfectamente a esta situación en la que el desarrollo del capitalismo global ha minado las posibilidades de regulación y de acción de los Estados y, en este contexto, los poderes públicos, por sí mismos, se manifiestan escandalosamente impotentes ante las redes flexibles del crimen organizado que aprovechan a la perfección las ventajas competitivas propias de la nueva economía global; por un lado, unos entornos locales propicios (dominados por las mafias locales) y, por otro, la rigidez de las normativas nacionales y los protocolos de colaboración policial y judicial.

Maillard ofrece datos elocuentes al respecto:

“¿Qué resultados ha dado la lucha contra el blanqueo de dinero sucio, la columna vertebral del crimen? La respuesta es devastadora. Sólo se han detectado e instruido los métodos de blanqueo más rudimentarios, en un número ínfimo además. Es muy raro que se descubra una red importante de blanqueo (...). La INTERPOL evalúa entre 1.000 y 2.000 millones de dólares el valor de lo que se ha incautado en el mundo en 20 años de lucha antiblanqueo, a lo que hay que añadir un único embargo importante de 1.200 millones de dólares en una operación montada contra una organización de blanqueo del cártel de Medellín. Por tanto, en veinte años han sido incautados 3.000 millones de dólares, es decir, el equivalente a 3 días de blanqueo de dinero sucio... ¡Tres días de represión por cada 7.300 de blanqueo sin problemas! ¡El fracaso es total! Ni siquiera es un fracaso, es una ruina”[10].

En definitiva, la emergencia del Crimen Organizado Global, en las últimas dos décadas, ha conseguido hacer tambalearse a dos de los pilares básicos del viejo Estado-nación, a saber, la regulación cívica de la economía y el monopolio de la violencia, y, en este último caso, como señala Curbet, no se trata de una fanfarronada pues entre 1971 y 1992 fueron asesinados por las organizaciones criminales 26 magistrados europeos[11].

Con el avance globalizador de los últimos años, la capacidad que el Estado había venido teniendo desde mediado el siglo XX para adecuar la economía a los intereses generales y para ejercer el monopolio de la violencia se ha visto progresivamente disminuida y, si bien esto no es una novedad, sí que pueden resultar más novedosas las experiencias que en el campo de la seguridad pública han sido llevadas a cabo para intentar contener el ascenso de la delincuencia en nuestras ciudades. En los últimos veinte años se han desarrollado políticas de prevención social en este sentido[12] y se han desarrollado, con un éxito más bien escaso por su limitada plasmación práctica, reflexiones como la de la proximidad del trabajo policial, que no deja de ser, en el fondo, una aspiración del Estado a constituirse en una institución más sensible a las demandas y necesidades de la ciudadanía en materia de seguridad pública, una pretensión de volver a reaparecer a pesar del envite glocalizador, que implica la transferencia de competencias de seguridad y justicia a la Unión Europea, por un lado, y a los diferentes ámbitos locales, por otro[13].

Y a esta doble tensión que erosiona las competencias del Estado en materia de seguridad, se añade otro fenómeno también reciente como es el de la privatización de la seguridad, un fenómeno cuyo imparable avance en las últimas décadas ha venido a cuestionar el bien público mismo de la seguridad[14]. Parece que el Estado, ante las dificultades antes mencionadas, no puede sino dejar en manos de los individuos parte de la responsabilidad de su protección.

Sometidas como están a las tensiones de la glocalización y la privatización, las políticas de seguridad parecen peligrosamente expuestas a una tendencia hacia un “populismo punitivo” que vincula la seguridad a la intensificación de la represión penal de aquellas formas de delincuencia a las que se atribuye la responsabilidad de la inseguridad ciudadana. Se trata, en realidad, de una reacción más simbólica que eficaz pero da muestra de que lo que se intenta restablecer es la idea de un Estado fuerte.

La inseguridad ciudadana y el populismo punitivo en España

Efectivamente, en los últimos años, la ideología de la seguridad ciudadana se está consolidando, tanto en los desarrollos legislativos como en la opinión publica y publicada, frente al modelo garantista y orientado a la reinserción social que arranca con el advenimiento de la democracia.

A mi juicio, éste es otro fenómeno relativamente nuevo cuyos rasgos -- entre ellos el uso abusivo de un derecho penal cada vez más riguroso y más extenso como respuesta a las manifestaciones de sensación de inseguridad; la anticipación de la intervención penal en situaciones de mera sospecha; el incremento de la criminalización de la delincuencia más marginal, la delincuencia de la desesperación, que no la de la prepotencia[15]; la relativización de las garantías penales universales en la constitución de un verdadero “derecho penal del enemigo”, distinto del que merece la buena ciudadanía— pueden leerse en las últimas reformas de nuestro Código Penal.

Este uso simbólico de la acción penal, del que se sabe de antemano que no producirá efecto alguno, ha permitido al poder político responder a la inquietud social relacionada con la seguridad y, como sostiene Mercedes Garcia Arán, si la respuesta es en estos términos es porque se sabe que hay una concepción del Estado y del derecho ampliamente extendida –una concepción autoritaria-- y un consenso social igualmente amplio sobre la necesidad de un Estado fuerte[16].

Si se leen las exposiciones de motivos de las principales leyes de reforma de nuestro sistema penal de los últimos años, puede comprobarse que el legislador se atiene a una presunta demanda social de más rigor penal. Por la poca concreción que se ofrece en la literalidad de tales textos, cabe pensar que, de hecho, el legislador lee esa demanda social en los diferentes medios de comunicación.

Así, por ejemplo, la Ley orgánica 7/2003, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, elimina el régimen abierto y la libertad condicional en condenas muy graves y limita el régimen abierto en condenas superiores a cinco años. En su Exposición de Motivos puede leerse: “la sociedad demanda una protección más eficaz frente a las reformas de delincuencia más graves, en concreto, el terrorismo, los procedentes del crimen organizado y los que revisten una gran peligrosidad...” La Ley orgánica 11/2003, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros, convierte la reincidencia en faltas en delito y establece como regla general la expulsión  de los extranjeros no residentes legalmente si son condenados a penas inferiores a seis años. En su Exposición de Motivos se afirma: “La realidad social ha puesto de manifiesto que uno de los principales problemas a los que tiene que dar respuesta el ordenamiento jurídico penal es el de la delincuencia que reiteradamente comete sus acciones o, lo que es lo mismo, la delincuencia profesionalizada...”. Y más elocuente resulta el caso de la Ley Orgánica  8/2006, por la que se modifica la 5/2000, de responsabilidad penal del menor, en la que, entre otras cosas, se suprime definitivamente la posibilidad de aplicar el derecho juvenil a los jóvenes de entre 18 y 21 años porque “...debe reconocerse que, afortunadamente, no han aumentado significativamente los delitos de carácter violento, aunque los realmente acontecidos han tenido un fuerte impacto social” y, en atención a dicho impacto social, establece una ampliación de las medidas de internamiento cerrado para los delitos graves.

En este nuevo modelo de seguridad ciudadana, hay una serie de rasgos destacados por diversos autores[17]. Yo quiero destacar dos de ellos.

En primer lugar, el paso a un primer plano de la concepción aflictiva del derecho penal, con la insistencia de que la única respuesta frente al delito ha de ser la prisión. En estos nuevos planteamientos, de más prisión y prisión de más duración, hay un trasfondo en el que la responsabilidad individual se desvincula por completo del contexto social en el que tienen lugar las acciones. Además, las dudas sobre la reinserción social de los delincuentes vienen a sumarse a lo anterior para propiciar, en la práctica, demandas de inocuización del delincuente al que se considera incorregible y al que se pretender segregar definitivamente de la sociedad.

 En segundo lugar, el creciente protagonismo de las víctimas. Últimamente, las víctimas –como las del terrorismo o la violencia de género o los accidentes de tráfico- están apareciendo como verdaderos grupos de poder que reclaman al Estado el endurecimiento de las penas y se están haciendo visibles porque su discurso está teniendo un lugar de privilegio en los medios de comunicación.  Obviamente, la opinión pública es especialmente sensible a este discurso y se identifica fácilmente con él. El problema es que la posición de la víctima es, por definición, parcial y muy probablemente afectada de falta de racionalidad. Sin duda, éste es un factor que determina las fuertes presiones que recibe el derecho penal desde los medios de comunicación para que adopte fórmulas autoritarias que tienden a ampliarlo y a privar a los delincuentes de derechos individuales básicos. Sin embargo, dicho esto, cabe preguntarse hasta qué punto existe, en realidad, esa demanda de rigor penal y hasta qué punto es, en realidad, necesario porque obedece a una situación objetiva de más inseguridad. Planteado de otra manera: hasta qué punto no son los medios de comunicación los que crean o incitan esa demanda y hasta qué punto esa demanda no obedece más que a una construcción mediática sin correspondencia con la realidad? Ciertamente, siguiendo a García Arán[18], parece que la demanda existe pero que los medios de comunicación la amplifican porque no parece razonable pensar que el discurso de los medios esté al margen de la sociedad en la que desarrollan su trabajo y porque hay razones de tipo estructural que hacen pensar que, efectivamente, esa demanda existe.

Por un lado, porque como ya se ha dicho, el Estado del bienestar está en retroceso y aumenta la desigualdad, es decir la pobreza y la marginación. Con ello --quiérase aceptar o no-- cada vez hay más sectores de población que compiten por unos recursos públicos cada vez más limitados y, desde esa competencia, es más posible que se pida que se deje de prestar atención a los que delinquen o a las causas que pueden estar detrás de las conductas desviadas de cualquier tipo, y que, al mismo tiempo, se reivindique, directamente, la intervención represiva.

Por otro, porque la denuncia de la inseguridad en la llamada “sociedad del riesgo” se traduce en reivindicación de seguridad frente a la delincuencia[19] y, en un momento en que aumenta la disponibilidad de información sobre los riesgos que amenazan la sociedad, el principio de precaución se antepone a otros en la necesidad de anticiparse al peligro, informa la opinión pública que demanda la anticipación de la intervención penal y, tal y como se ha señalado anteriormente, justifica reformas penales que formarían parte de la instauración más o menos explícita de políticas de “ley y orden”.

En definitiva, este fenómeno que yo juzgo como relativamente novedoso, remite una vez más a aquella idea de un Estado en retroceso planteada en el apartado anterior, un Estado desorientado y extraordinariamente limitado frente al terrorismo internacional y la criminalidad organizada a escala global. En este caso, en el del ascenso de un populismo punitivo que arrincona el proyecto proporcionado y resocializador de la Constitución, quiero llamar la atención sobre la cristalización, en el imaginario colectivo, de un Estado débil e ineficaz por garantista que no puede atajar las amenazas que, según se dice, se ciernen sobre esta sociedad en crisis.

 

Notas

[1] Macquard, 1994, 105; citado en Innenarity, 2004: 151.

[2] Innenarity, 2004: 156

[3] Weber, 1996

[4] Ackermann, Doulong y Jeudy, 1983

[5] Trías, 2001.

[6] Castells, 2001: 201-202.

[7] Castells (2001) da otras cifras que sirven para calibrar el volumen de esta “economía canalla”. En 1994, La Conferencia de Naciones Unidas sobre el Crimen Organizado Global estimó que el tráfico de drogas suponía en torno a 500.000 millones de dólares anuales; es decir, era mayor que el comercio global del petróleo. Los beneficios generales de toda clase de actividades ilegales se situaron en los 750.000 milloes de dólares. Por otro lado, otra cifra: el presupuesto del ministerio del Interior para 2008 es de 9.284 millones de euros.

[8] Maillard, 2002: 74.

[9] Entre ellos, Curbet, 2005 (a).

[10] Maillard, 1998: 132-133

[11] Curbet, 2005 (b).

[12] Sobre la experiencia de Barcelona, véase  Lahosa y Molinas (2004) y Antillano (2002).

[13] En esta línea estarían, por ejemplo, los contratos locales de prevención y seguridad establecidos en ciudades francesas, cuyo objetivo es mejorar la tarea policial en el ámbito local, el acercamiento de la policía comunitaria a los ciudadanos y el impulso de proyectos de prevención, eminentemente situacional, de la delincuencia.

[14] El negocio de la seguridad privada en España mueve anualmente unos 3.300 millones de euros en cuatro áreas de actividad: la vigilancia, sistemas, transporte de fondos y centrales receptoras de alarma. El peso de la facturación recae sobre el servicio tradicional de las empresas de seguridad, pero en los últimos años, ha cobrado especial relevancia la instalación de alarmas en los hogares. Especialmente, a raíz del boom inmobiliario que se inició a principios de la década (existen más de un millón de conexiones en todo el territorio nacional, de las que 700.000 son particulares).

[15] La distinción es de Segovia (2003). La delincuencia de la prepotencia sería la de los poderosos, la que coloniza la política y la economía hasta confundirse en ellas, mientras que la delincuencia de la desesperación sería la delincuencia común, la pequeña delincuencia dedicada sobre todo a la depredación económica en las ciudades, alimentada por el aumento de la desigualdad social y la pobreza.

[16] García Arán, 2007.

[17] Por ejemplo, Díez, 2004, y Larrauri, 2006.

[18] Garcia Arán, Opus cit., p. 8

[19] Mendoza, 2003.

 

Bibliografía

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Referencia bibliográfica:
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