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Ar@cne
REVISTA ELECTRÓNICA DE RECURSOS EN INTERNET
SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
134, 1 de junio de 2010
ISSN 1578-0007
Depósito Legal: B. 21.743-98

 

ALGUNOS PRECEDENTES DE LA PLANIFICACIÓN FÍSICA DE LA CIUDAD Y EL TERRITORIO A TRAVÉS DE GOOGLE EARTH

 

Gerard Jori
Universidad de Barcelona
<gerardjori@gmail.com>

 


Algunos precedentes de la planificación física de la ciudad y el territorio a través de Google Earth (Resumen).

Como función pública y disciplina científica, el urbanismo y la planificación del territorio son invenciones recientes cuyo origen puede situarse a caballo de los siglos XIX y XX, momento en el que tuvo lugar la industrialización de las ciudades. Con todo, para comprender por qué planificamos la ciudad y el territorio del modo en que lo hacemos debemos situar los hechos contemporáneos en una perspectiva histórica amplia, remontándonos en el pasado tanto cuanto sea necesario. En este trabajo se estudian algunas experiencias de representación, control y modificación del territorio desarrolladas durante los siglos XV a XVIII y que constituyen claros precedentes de la ordenación territorial contemporánea, pues anticipan determinadas actitudes y prácticas mantenidas por los actuales planificadores de la ciudad y el territorio. El tema se aborda empleando imágenes de satélite extraídas de la versión gratuita de Google Earth, que se ha convertido en una herramienta de gran utilidad para la investigación y la enseñanza de las ciencias sociales y naturales.

Palabras clave: planificación física, Revolución Científica, jardinería barroca, ingeniería militar, Google Earth.


Some precedents of the physical planning of the city and the territory through Google Earth (Abstract).

As public function and scientific discipline, urban and regional planning are recent inventions whose origin can be located straddling the nineteenth and twentieth century with the industrialization of cities. However, it is possible and necessary to place contemporary events in a broad historical perspective. We must go back in the past as much as necessary to understand why we plan cities and territories in the way we do it. In this paper we study some experiences of representation, control and modification of land developed during the fifteenth to eighteenth centuries and which are clear precedents of contemporary spatial planning because they anticipate certain attitudes and practices followed by the current city and territory planners. The issue is raised using satellite images taken from the free version of Google Earth, which has become an important tool for research and teaching of social and natural sciences.

Key words: physical planning, Scientific Revolution, baroque gardening, military engineering, Google Earth.



De la geografía se ha dicho que tiene un largo pasado y una breve historia[1]. El largo pasado hace referencia a los más de dos mil quinientos años de su existencia; la breve historia al periodo de aproximadamente ciento veinticinco años en que ha constituido un cuerpo de conocimientos y de métodos dotado de una cierta coherencia[2]. Algo parecido se puede decir de las distintas facetas que integran la ordenación territorial. Los contenidos y las metodologías del planeamiento urbano y la planificación del territorio sólo se han sistematizado recientemente[3], pero ambas materias engloban actividades que el hombre ha desarrollado y perfeccionado a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. Bien es cierto que en la mayoría de las ocasiones se trata de actividades desplegadas de forma aislada y sin una referencia teórica y legal concreta. Sin embargo, ello no impide que puedan situarse en el origen de determinadas actitudes y prácticas de la ordenación territorial actual. De la misma manera que la geografía contemporánea no podría explicarse sin las aportaciones de Alejandro de Humboldt, que ni fue geógrafo ni se dedicó a hacer geografía, algunos fundamentos de la ordenación territorial se encuentran en experiencias de representación, control y modificación del territorio llevadas a cabo mucho antes de su institucionalización.

En este trabajo explicamos algunas de dichas experiencias centrándonos en el periodo comprendido entre los siglos XV a XVIII. En primer lugar argumentamos que el cambio en la idea de ciudad que tuvo lugar en los inicios de la Edad Moderna se encuentra en la génesis del deseo de controlar, ordenar y modificar grandes áreas. A continuación hablamos de las implicaciones de la Revolución Científica en la ordenación de la ciudad y el territorio, haciendo hincapié en las consecuencias que comportó la nueva teoría del espacio y la mayor conciencia de la capacidad humana para introducir mejoras en la naturaleza. En el tercer apartado examinamos algunas influencias de la construcción de jardines palaciegos en la ordenación urbana y extraurbana. Por último, abordamos las implicaciones de la ingeniería militar destacando la labor de los ingenieros militares del siglo XVIII. Obviamente, se podrían analizar otros muchos aspectos, como por ejemplo el papel de la medicina en las intervenciones urbanas del Antiguo Régimen, la influencia de la ciencia de policía en la reflexión contemporánea sobre la ciudad o las implicaciones territoriales del programa reformador de la Ilustración. Sin embargo, el propósito de este artículo es, únicamente, llamar la atención sobre la necesidad de estudiar los orígenes del urbanismo y la planificación territorial con una perspectiva histórica amplia.

En la medida de lo posible apoyamos nuestras explicaciones con imágenes de satélite extraídas de la versión gratuita de Google Earth, siguiendo, con ello, una línea de trabajo que ya ha dado lugar a varias publicaciones en esta misma revista. Desde que en 2007 el Equipo Urbano diera a conocer sus trabajos sobre las potencialidades y las limitaciones de Google Earth para el estudio de la morfología urbana[4], se han publicado diversos artículos que utilizan esta tecnología para clasificar paisajes urbanos[5], analizar los cambios de usos del suelo en los espacios rurales[6] o examinar tipologías concretas de edificios[7]. Con este trabajo queremos contribuir a esta serie de artículos mostrando la utilidad de Google Earth y de otros recursos digitales para el estudio de los precedentes de la actual planificación física de la ciudad y el territorio.

 

Idea y representación de la ciudad en la cultura renacentista

El filósofo José Luis Ramírez (1998) ha analizado las dos dimensiones que siempre han ido unidas a la forma de concebir la ciudad. Siguiendo la definición ofrecida por San Isidoro en las Etimologías (627-630), Ramírez señala que la ciudad puede ser entendida como estructura física (paradigma geométrico) o como vida urbana (paradigma histórico). Los romanos eran claramente conscientes de esta dicotomía y utilizaban los términos urbs y civitas para aludir, respectivamente, a una y otra perspectiva. Los griegos, en cambio, ponían el acento en los ciudadanos y, así, en el siglo V a. de C. el general ateniense Nicias pudo decir a sus soldados que “son los hombres, no los muros, los que forman la ciudad”[8]. Durante la Edad Media esta última concepción también parece haber sido dominante, lo que explicaría que nostálgicos de este periodo como John Ruskin o William Morris hicieran una exaltación tan radical de la idea de comunidad[9]. Así, por ejemplo, en la General Estoria (c. 1272) de Alfonso X la ciudad aparece definida como “cuanto tienen de tierra los ciudadanos y los moradores que se juntan a morar, y vienen a ella a fuero, ellos y los otros moradores de sus pueblas”[10]. Con todo, el enfoque geométrico no era desconocido, como se constata en la definición ofrecida en Las Siete Partidas (1256-1265): “que [por ciudad] se entienda todo aquel lugar que es cercado por los muros, con los arrabales y los edificios que se tienen con ellos”[11].

La adscripción a una u otra perspectiva conceptual comporta grandes implicaciones desde el punto de vista de la ordenación del espacio urbano. El paradigma geométrico implica el predominio del cientificismo de los expertos –ingenieros y arquitectos fundamentalmente–, cuyo cometido reside en crear las estructuras físicas que han de dar cabida y hacer posible la vida urbana. En cambio, el paradigma histórico presupone que la estructura física de la ciudad es el resultado del sistema organizado de actividades humanas, por lo que aquí ya no prevalece la retórica de los expertos. Según Ramírez, a partir del Renacimiento se produjo un traslado semántico en la idea de ciudad hacia su dimensión física, lo que contribuiría a explicar que desde el siglo XVI comenzaran a proliferar las actuaciones urbanas unitarias y con unas dimensiones que, hasta entonces, habían sido inconcebibles.

El deseo de orden constituyó el rasgo más característico del urbanismo renacentista, lo que se concretó en tres actitudes básicas frente a los procesos de urbanización: 1) la preocupación por la simetría, 2) la conclusión de perspectivas visuales y 3) la integración de los edificios en conjuntos arquitectónicos únicos y coherentes[12]. Detectamos estas tres actitudes en las descripciones de ciudades ideales globalmente planificadas que se realizaron en el siglo XVI[13]. Y, lo que es más importante, también las detectamos en numerosas ejecuciones prácticas del periodo. A partir de este momento la construcción de la ciudad se realizará con arreglo a los principios sentados y fundamentados en los tratados de arquitectura. En 1452 León Battista Alberti publicó De re aedificatoria (ed. cit. 1975), donde ya aparecen descritas muchas de las características del diseño urbano renacentista: ortogonalidad, axialidad, simetría, etc. Posteriormente, éstas serían desarrolladas por otros teóricos y aplicadas en numerosas actuaciones urbanas, primero en Italia y después en el resto de países europeos. Como dice Paul Zucker, con Alberti “se inicia el urbanismo consciente”[14].

Por otro lado, a partir del siglo XV la representación de la ciudad se hizo cada vez más precisa y detallada, lo que también tuvo importantes implicaciones para la ordenación del espacio urbano[15]. En 1472 Francesco Roselli dibujó su famosa vista de Florencia –el Plano della Catena–, la primera del conjunto de una ciudad en la que se combinaba un conocimiento preciso de la planimetría con la aplicación de los principios de la perspectiva (Figura 1.a). Durante el quinientos se realizaron excelentes vistas urbanas que dan muestra de un dominio creciente de las técnicas de representación tridimensional. En 1572 Georg Braun y Frans Hogenberg publicaron en Colonia el Civitates Orbis Terrarum (ed. cit. 1961), una antología de planos y vistas de ciudades que cosechó un gran éxito y que, merced a la invención de la imprenta, fue ampliamente difundida en Europa. Las imágenes que contiene esta obra revelan una nueva forma de representar la ciudad. Si durante la Edad Media los dibujos eran poco realistas y solían ceñirse a edificios aislados, en el Renacimiento se formalizó un estilo preciso y el protagonismo pasó a recaer en la masa edilicia. Además, las vistas urbanas comenzaron a incluir, junto al recinto amurallado, el traspaís de la ciudad, hecho que se constata, por ejemplo, en la vista de Barcelona publicada en el Civitates (Figura 1.b).

 

Figura 1. Vistas renacentistas de ciudades
 
a) Plano della Catena realizado en 1472 por Francesco Roselli
 
http://www.stg.brown.edu/projects/catasto/florence_scene_big.gif
 
b) Vista iluminada de Barcelona realizada en 1535 por Joris Hoefnagel
 
figura 1b_Barcelona-1535
 
Fuente: Hebrew University of Jerusalem 2009.

 

Entre otras cosas, los avances en las técnicas de representación volumétrica permitieron a los arquitectos e ingenieros prever la percepción que producirían sus edificios, con lo cual el espacio se convirtió en “una especie de sustancia estructurada mediante la geometría y descrita visualmente mediante la perspectiva”[16]. Como subraya José Luque, “el dibujo permitió valorar y comprender aspectos y posibilidades de la realidad que antes resultaban velados”[17] y, entre estas nuevas posibilidades, podría encontrarse la de ordenar áreas extensas. Ciertamente, en la Antigüedad se habían acometido grandes ordenaciones urbanas y extraurbanas, como por ejemplo la construcción de la Villa Adriana en el siglo II. Sin embargo, como apunta Leonardo Benevolo, dichas ordenaciones se circunscribían a recintos visualmente segregados, no siendo posible la aprehensión visual de todo el conjunto[18]. Por el contrario, el urbanismo renacentista aspiró a llevar el umbral de la visión lo más lejos posible mediante el ensamblaje de la arquitectura con la naturaleza. Una buena muestra de ello la encontramos en la ordenación del parque Wilhelmshöhe ubicado en un monte próximo a Kassel y realizada por el arquitecto romano Giovanni Francesco Guerniero a comienzos del siglo XVIII[19]. En la cima del monte se construyó un monumento piramidal coronado por una gran estatua de Hércules Farnesio, de donde parte una inmensa cascada escalonada que recorre toda la pendiente hasta llegar al palacio (Figura 2). En el conjunto de la ordenación, que adquiere un área de visión de unos siete kilómetros y medio, los objetos arquitectónicos se hallan íntimamente asociados al paisaje natural. Ya no se trata de un conjunto de espacios intencionalmente cerrados, sino de una disposición unitaria de un cuadro geográfico extenso.

 

Figura 2. Parque Wilhelmshöhe. Estampa del siglo XVIII (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 51°18’55.50’’ N; Long. 9°24’18.05’’ E.

 

Fuente: Bek 2003, p. 119 y Google Earth 2010.

 

Pero mucho antes de esta realización, Leonardo da Vinci ya había concebido en el plano teórico auténticos programas de ordenación a escala regional. Tras la plaga de peste que asoló Milán en 1484-1485 Leonardo aconsejó a Ludovico Sforza, duque de la ciudad, que redujera la densidad de población, acomodando al resto de habitantes en diez nuevas ciudades proyectadas para treinta mil personas. En ellas habría dos niveles conectados por escaleras; el primero serviría para el tráfico peatonal y el segundo para el tráfico de vehículos[20]. En otra ocasión el polifacético italiano sugirió la canalización del Arno con el fin de volverlo navegable, dotar a Florencia de un puerto con salida al mar e irrigar los alrededores de la ciudad. En 1503 Nicolás Maquiavelo, responsable de la política militar florentina, ordenó la ejecución de las obras con el objetivo añadido de privar del agua del río a la enemiga ciudad de Pisa, aunque finalmente el proyecto no pudo llevarse a la práctica[21].

Así pues, durante el Renacimiento surgió la voluntad de ordenar grandes áreas mediante actuaciones unitarias y basadas en principios geométricos. Hemos tratado de mostrar que la generalización de un concepto de ciudad que hacía hincapié en su estructura física, la cual, a su vez, era dibujada con precisión y detalle, es uno de los factores que explicarían la aparición de este deseo de controlar y ordenar ámbitos geográficos extensos. Con todo, los artistas renacentistas no se limitaron a proyectar utopías, sino que en muchas ocasiones ejecutaron sus propuestas teóricas. A continuación, argumentamos que el surgimiento de una nueva teoría del espacio y de una mayor conciencia de la capacidad humana para modificar la naturaleza fueron dos condiciones indispensables para que se pudiera acometer el intento de ordenar la ciudad y el territorio en el campo todavía inexplorado de las grandes dimensiones.

 

Implicaciones de la Revolución Científica en la planificación física de la ciudad y el territorio

Analizamos dos grupos de consecuencias de la Revolución Científica referidas, respectivamente, a la idea del mundo y del papel que en él ha de desempeñar el hombre.

 

Destrucción del cosmos aristotélico y geometrización del espacio

En un maravilloso libro titulado La captura del infinito (1984), Leonardo Benevolo ha confrontado el desafío renacentista de modificar el espacio físico por medio de la perspectiva con la secuencia de acontecimientos que condujeron a la idea de la infinitud del universo. Según este autor existe un paralelismo entre el desarrollo de la utilización de la perspectiva por parte de los artistas y el tránsito de la concepción de un mundo cerrado propia de la tradición medieval a la de un universo infinito de la ciencia moderna. La tesis que defiende Benevolo es la siguiente: el debate sobre los límites y la forma del espacio físico que llevó a la destrucción del cosmos aristotélico permitió a los artistas ambicionar la representación y el dominio de espacios infinitos mediante el empleo de la perspectiva. Ciertamente, ésta venía siendo utilizada desde mucho antes que Giordano Bruno proclamara con entusiasmo la infinitud del universo. Sin embargo, Benevolo sostiene que una vez afirmada esta idea la perspectiva perdió su tradicional función de encuadre en el sistema jerárquico tradicional para convertirse en una construcción geométrica neutral, que se desarrolla en el nuevo espacio indiferenciado y que puede ser descrita en términos puramente matemáticos[22].

No obstante su misticismo, el pensamiento neoplatónico contiene varios elementos que imprimieron una nueva dirección a la ciencia y la filosofía del Renacimiento. Concretamente, la idea de que las matemáticas encierran lo eterno y lo real frente al cambiante y corruptible mundo de la vida cotidiana llevó a los científicos a creer que el mundo podía reconstruirse de forma deductiva y apriorística, y a concebir el universo como un mecanismo regido por leyes matemáticas e inmutables[23]. Roberto Goycoolea ha señalado que los artistas se adhirieron rápidamente a esta cosmovisión matemática y mecanicista, dando origen al orden y la racionalidad tan característicos del pensamiento y el arte de la época[24]. En otro trabajo este mismo autor ha confrontado la arquitectura gótica con el pensamiento escolástico, mostrando que las catedrales de ese estilo son un claro reflejo de la concepción medieval del mundo[25]. Así, el principio de que todos los entes del universo se ordenan en el espacio según su morfología y espiritualidad se refleja en las catedrales de distintas maneras, como por ejemplo mediante un severo ordenamiento espiritual de las obras escultóricas. En cambio, para la ciencia moderna los entes del universo mantienen correspondencias matemáticas, y estas mismas correspondencias que gobiernan el funcionamiento de la naturaleza pasaron a ser consideradas por los arquitectos como relaciones esenciales de la construcción de la ciudad. Como dice Goycoolea, “el artista renacentista concibió la arquitectura como la encarnación plástica de las proporciones universales y trató de transformar los elementos espaciales en sistemas matemáticos similares”[26].

La utilización de la perspectiva ilustra claramente esta nueva concepción del arte y la arquitectura. Aunque los primeros en escribir sobre ella fueron dos arquitectos –Alberti y Brunelleschi–, el primer trabajo específico provino del terreno de la pintura. Se trata del De prospectiva pingendi (1974 [1472-1475]) de Piero della Francesca, donde el autor trató de establecer las reglas que gobiernan la forma en que el ojo humano capta el mundo. El manuscrito fue utilizado por pintores y arquitectos, quienes a partir de 1525 contaron, además, con el tratado De la medida (ed. cit. 2000), obra en la que Alberto Durero describió una serie de instrumentos que facilitaban la representación de objetos en perspectiva. El mismo Piero, que además de matemático fue un gran pintor, dibujó hacia 1455 un hermoso cuadro titulado Flagellazione di Cristo (Figura 3). La escena está dividida en dos partes claramente diferenciadas que, merced a la brillante utilización de la perspectiva, “se unen como si Piero hubiera creado una obra arquitectónica única”[27].

 

Figura 3. Flagellazione di Cristo (c. 1455) de Piero della Francesca

 

figura 3_la flagelación

 

Óleo y temple sobre tabla, 59 x 82 cm. Galleria Nazionale delle Marche, Urbino.

Fuente: Galleria Borghese s/f.

 

En España, las aportaciones al estudio de la perspectiva fueron escasas y, en la mayoría de las ocasiones, consistieron en copias o compilaciones de textos preexistentes. Durante el siglo XVI autores como Rodrigo Gil de Hontañón, Hernán Ruiz El Joven o Juan de Arfe versionaron algunos tratados y durante el XVII se publicaron varias obras que divulgaron la materia en nuestro país. Entre ellas, cabe destacar Los dos libros de geometría y perspectiva práctica (1616-1617) de Antonio de Torreblanca, Las dos reglas de perspectiva de Iacome Barrozzi de Viñola (1610-1636) traducidas y comentadas por Salvador Muñoz, el Libro de la perspectiva práctica de Jacome Barrozzi de Vignola (c. 1650) anotado por Luis Carduchi y Arte y excelencias de la perspectiva (1684) de Gómez de Alcuña[28]. Ninguno de estos trabajos superó el estado de manuscrito y todos ellos han pasado prácticamente inadvertidos hasta la actualidad. De todos modos, conviene recordar que durante el seiscientos parte de Italia formaba parte de la Corona Española, por lo que muchas personas cultas de la época eran capaces de leer el italiano. Por tanto, es posible que no se necesitaran traducciones de los tratados sobre perspectiva y que éstos fueran leídos directamente en italiano[29].

A medida que la ciencia moderna iba afirmando la estructura numérica del mundo, se fue afianzando la idea de que las obras artísticas debían regirse por las mismas leyes que gobiernan el funcionamiento de aquél. En un primer momento ello se planteó en el terreno de la pintura, donde existía un gran margen para la experimentación. Así, en 1525, Durero afirmó que “la única razón por la cual los pintores no son conscientes de su propio error se debe a que desconocen la geometría, sin la cual nadie podría ser o devenir un gran artista”[30]. La escenografía teatral fue otro de los campos artísticos en los que las reglas de la geometría se aplicaron tempranamente, y no por casualidad urbanistas como Servandoni, Iñigo Jones o Bernini fueron, simultáneamente, escenógrafos[31]. Posteriormente, el principio se trasladó al campo de la proyección de jardines y, cuando las dificultades políticas y económicas cedieron, al de la proyección urbana y extraurbana. A partir de este momento, la proporción, entendida como la relación matemática universal entre las partes, constituirá una de las bases fundamentales de la construcción de la ciudad. Evangelista Torricelli lo expresó con elocuencia en 1644 al escribir que “entre las disciplinas liberales sólo la geometría ejercita y agudiza la mente, y la capacita para ser ornamento de la ciudad en tiempos de paz y para defenderla durante la guerra”[32].

Por otro lado, la sustitución de la concepción aristotélica del espacio por la de la geometría euclídea también tuvo grandes repercusiones en el arte de construir ciudades. El cosmos de Aristóteles, que dominó el pensamiento europeo hasta el Renacimiento, era una esfera finita en cuyo centro se encontraba la Tierra, alrededor de la cual se disponían, concéntricamente, las tres esferas de los elementos terrestres –aire, agua y fuego–, las siete esferas de los “planetas” –Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno– y la esfera de las estrellas fijas. En una estructura jerárquica como ésta el espacio está formado por regiones físicamente cualificadas a las que los cuerpos tienden por naturaleza; es decir, cada cuerpo posee un lugar natural y un movimiento natural respecto a ese lugar[33]. Esta concepción del espacio fue radicalmente modificada por los científicos de la Edad Moderna[34]. Los avances en campos como la dinámica, que Galileo Galilei cultivó con especial dedicación, permitieron afirmar la idea de que el espacio es en todas partes homogéneo y neutro y que, por tanto, carece de direccionalidad y jerarquía.

Esta idea no tardó en ser transferida al arte, la arquitectura y la ordenación urbana. Como en el caso anterior la pintura y la escultura fueron precursoras y, así, en 1425 Donatello dejó vacío el centro de su Banchetto di Erode (Figura 4). Como no hay lugares naturales que atraigan a los cuerpos, nada impidió al escultor florentino localizar la escena en un punto distinto del centro, oponiéndose radicalmente a la tradición escolástica. Asimismo, la obra carece de direcciones preferentes, pues como dice Horst W. Janson “el movimiento centrífugo de las figuras nos persuade que el espacio pictórico no termina en el panel sino que continúa indefinidamente en todas direcciones”[35]. Para Donatello el espacio acoge y permite el movimiento de los cuerpos, pero no puede condicionar su comportamiento.

 

Figura 4. Banchetto di Erode (1425) de Donatello

 

figura 4_festín de herodes

 

Relieve de bronce dorado, 60 x 60 cm. Baptisterio de Siena.

Fuente: Locatelli 2004.

 

La aceptación de este principio de la homogeneidad y neutralidad del espacio podría explicar aspectos de la arquitectura renacentista como el tránsito de la cruz latina a la planta central –espacialmente neutra– en la organización planimétrica de los templos[36]. Y, en el campo de la urbanística, podría explicar el abandono de la idea de que el espacio urbano debe organizarse de forma jerarquizada. Goycoolea argumenta esta tesis confrontando los planos de la Roma imperial y la Roma renacentista. En la primera los palacios patricios y las viviendas populares encontraban su lugar natural en el Palatino y el Trastévere respectivamente. En cambio, durante el Renacimiento dejaron de ocupar áreas específicas y determinadas de la ciudad, con lo cual el espacio urbano tendió a adquirir el atributo de la homogeneidad. Aproximadamente dos siglos y medio después Thomas Jefferson haría lo mismo con los territorios situados al oeste de las colonias originales.

En efecto, mediante la Land Ordinance de 1785 se superpuso sobre un vasto territorio una malla ortogonal orientada según los meridianos y los paralelos con el objetivo de racionalizar la distribución y la organización de las tierras situadas más allá de los Apalaches. Cada una de las unidades mayores de la retícula (townships), de seis millas de lado, se subdividía en treintaiséis secciones de una milla cuadrada. En principio, en la sección número 16 debía localizarse la escuela pública, y las secciones 6, 11, 26 y 29 se reservaban para los veteranos de la Guerra de la Independencia (1775-1783). A su vez, las secciones se subdividían en varias unidades menores de tierra para ser distribuidas entre los colonos o para otros fines[37]. En la base de este dispositivo hay un concepto de espacio carente de cualquier tipo de diferenciación cualitativa. La malla de Jefferson es universal y completamente indiferente al modo de concretarse en el territorio, por lo que encierra un ejercicio de abstracción para hacer de éste un simple recipiente de estructuras físicas y de actividades humanas a las que no puede condicionar. Este mismo ejercicio también se detecta en el diseño del plano de Nueva York de 1811, cuando se superpuso sobre la isla de Manhattan una gran malla indiferenciada de calles longitudinales y transversales (Figura 5). Desde nuestro punto de vista, la capacidad para realizar este tipo de razonamientos constituye una de las principales condiciones para el surgimiento de la planificación contemporánea de la ciudad y el territorio.

 

Figura 5. Isla de Manhattan. Plano de 1811 (arriba) y vista aérea actual (abajo)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 40°45’58.15’’ N; Long. 73°58’32.40’’ O.

 

Fuente: Bridges 1811, s/p. y Google Earth 2010.

 

Conviene destacar un último aspecto referido a la nueva teoría del espacio por las implicaciones que tuvo en la ordenación urbana y territorial, cual es la idea, radicalmente disconforme con la cosmología anterior, de que el espacio es infinito. Aristóteles y los escolásticos rechazaron el infinito porque este concepto genera una serie de contradicciones. Una de las más conocidas es la denominada aniquilación de los números, según la cual para todo número finito a, a+∞ sería igual a ∞, de modo que a queda “aniquilado”[38]. El universo de Copérnico todavía se encontraba limitado por la esfera de las estrellas fijas, pero apenas unos años después de la publicación del De revolucionibus (1543) autores como Julio César Escalígero, Bernardino Telesio y, sobre todo, Giordano Bruno, afirmaron sin rodeos la tesis de la infinitud del universo. Inspirándose en Lucrecio, que había defendido la idea en De rerum natura (70 a. de C.), el Nolano escribió en La Cena de le Ceneri (1584) que “el mundo es infinito y, por tanto, no hay en él ningún cuerpo al que le corresponda simpliciter estar en el centro o sobre el centro o en la periferia o entre ambos extremos”[39]. En De l’infinito, publicado igualmente en 1584, Bruno presentó esta tesis con mayor contundencia y claridad al afirmar que “el espacio es infinito, puesto que ni la razón, ni la conveniencia, ni la percepción de los sentidos o la naturaleza le asignan un límite”[40]. Asimismo, predicó con regodeo la existencia de innumerables mundos en el espacio infinito y vacío –o, mejor dicho, lleno de ser– del universo.

Estas ideas ni mucho menos fueron asumidas por todos los científicos de la época, aunque seguramente en ello tuvo mucho que ver el temor al proceso de la Congregación del Santo Oficio. Así, por ejemplo, en 1600, año de la muerte de Bruno en la hoguera, Galileo rechazó la idea del infinito por paradójica; Johannes Kepler tampoco se adhirió a ella esgrimiendo varias consideraciones metafísicas y científicas; y René Descartes siempre se negó a emplear el término “infinito” en relación al mundo, reservándolo única y exclusivamente para Dios[41]. Sin embargo, poco a poco fue haciéndose menos extraña la idea del infinito y, ya en el siglo XVII, la curva lemniscata (∞) comenzó a ser utilizada en las cartas del Tarot. El británico John Wallis, precursor del cálculo infinitesimal, utilizó por primera vez la lemniscata como símbolo del infinito en su Arithmetica Infinitorum de 1656. Un cambio tan radical en la concepción del mundo no podía dejar indiferente a la sociedad de la época. En el terreno teológico el derrumbe de la cosmología medieval, que incluía una serie de objetos que unían al hombre con Dios, obligó a replantear las relaciones con la Divinidad. Y, en el terreno de la arquitectura y de la construcción urbana, la concepción del espacio infinito condujo al intento de ampliar conscientemente los límites de la perspectiva. Como dice Francisco Roque de Oliveira,

“el ejercicio artístico […] se propone a sí mismo como horizonte la captación emotiva de la misma referencia estructural que es cedida por la teoría, en un esfuerzo que no deja de ser paradojal si se piensa que pretende acceder a algo [el infinito] que, por definición, es en sí mismo inaccesible”[42].

Según Benevolo, en el mundo cerrado de la cosmología medieval la arquitectura presenta una limitación espacial relacionada con los límites de la visión binocular, que por hábito cultural se prolonga hasta unos trescientos metros de distancia[43]. Dentro de dicho umbral los objetos arquitectónicos mantienen su individualidad volumétrica frente al fondo paisajístico; fuera, se convierten en imágenes planas. No se trata de una simple cuestión de dimensiones. Por ejemplo, la cúpula que Brunelleschi diseñó para Santa Maria del Fiore de Florencia, levantada entre 1420 y 1436, tiene 45,6 metros de diámetro exterior y en la actualidad sigue siendo el domo de albañilería más grande del mundo. Sin embargo, carece de cualquier relación de perspectiva con una línea de tierra, de modo que a cierta distancia se divisa como una imagen plana insertada en el paisaje[44]. En cambio, a partir de la segunda mitad del siglo XVI la arquitectura comenzó a experimentar con la visión de puntos de fuga a distancias que superaban, con mucho, el límite tradicional de la capacidad de percepción y de movimiento. Las primeras realizaciones que trataron de aumentar la representación de la perspectiva fueron modestas y casi todas ellas se desarrollaron en Italia. Como ejemplo podemos mencionar las ordenaciones romanas que se llevaron a cabo a partir del pontificado de Pío IV, desarrollado entre 1559 y 1565, las cuales incluyeron la formación de ejes rectilíneos que, como la Vía Sixtina, eran visualmente abarcables desde distancias considerables.

Aunque tímidas, estas primeras realizaciones acostumbraron a la gente “a mirar más a lo lejos, y a unir visualmente lugares distantes de la ciudad y del territorio”[45]. A partir del siglo XVII, a las condiciones de partida –una nueva teoría del espacio– se añadieron otras de orden técnico, político y económico que permitieron inaugurar un nuevo ciclo de experiencias mucho más ambiciosas, cuyo propósito fue el de abarcar y dominar con la mirada ámbitos geográficos muy extensos. Esta vez será Francia la que proporcionará el modelo, pero antes de examinar los acontecimientos que hicieron posible esta revolución en el campo de la ordenación urbana y del territorio conviene destacar un segundo conjunto de consecuencias de la Revolución Científica.

 

El hombre como dueño y señor de la naturaleza

El abandono de la cosmología medieval, que ubicaba a la Tierra en el centro del universo y, por consiguiente, consideraba al hombre como la figura central de la Creación, hubiese podido conducir a algún tipo de actitud nihilista ante la vida. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario y una de las principales consecuencias de la Revolución Científica fue la transformación del hombre en auténtico dueño y señor de la naturaleza. Atendiendo a los dos ejes de la actividad humana descritos por Hannah Arendt (2005 [1958]), se puede decir que a partir de las postrimerías del siglo XV se produjo un tránsito de la vita contemplativa a la vita activa[46]. Aquélla, ámbito de dominio del pensamiento, se basa en el ideal griego de la contemplación, que según Aristóteles exige el abandono del esfuerzo físico[47]; ésta, por el contrario, es el lugar del trabajo y de la acción que llevan a la formación de ambientes culturales. Pensamos que la generalización de esta segunda actitud constituye un elemento esencial de la génesis de la ordenación territorial contemporánea.

Clarence J. Glacken ha narrado magistralmente la transformación del papel del hombre en relación al mundo que se produjo entre fines del siglo XV y fines del XVII[48]. Según este autor, durante dicho periodo comenzó a cristalizar la idea del hombre como dominador de la naturaleza, lo que se refleja en una serie de actitudes ante la misma que se detectan tanto en escritos científicos y filosóficos de la época, como en observaciones mucho más mundanas acerca de la minería, la irrigación o el maquinismo. Unos y otras denotan una mayor autoconciencia de la capacidad humana para modificar los entornos naturales, lo que se explica, ante todo, por la estrecha relación que se estableció durante el Renacimiento entre la ciencia y la tecnología. De ahí que Leonardo dijera que “el que se apasiona por la práctica sin la ciencia es como el piloto que sube al barco sin timón y sin brújula. […] La ciencia es el capitán, y la práctica, los soldados”[49]. Como argumenta Lewis Mumford el método de las ciencias físicas creó un hábito de pensamiento favorable a las invenciones prácticas, las cuales, a su vez, permitieron ampliar el dominio del hombre sobre la naturaleza[50]. Concretamente, este autor destaca tres características del método científico que facilitaron la proliferación de inventos: 1) la reducción de lo complejo a lo simple; 2) la concentración en el mundo externo; y 3) la especialización del interés y la subdivisión del trabajo.

Al mismo tiempo, durante el Renacimiento se produjo una destacada difusión geográfica de determinadas actividades humanas que introducían cambios sustanciales en la naturaleza, lo que también contribuyó a generalizar la conciencia sobre el control de la misma. Entre dichas actividades cabe destacar las que tienen que ver con el agua, tales como las desecaciones y rescates de tierras, el control de los cursos hídricos y la construcción de estanques, lagos y canales. A lo largo de toda su vida, Leonardo, a quien ya vimos proponer la canalización del Arno, mostró un gran interés por la planificación de los recursos hídricos, lo que le llevó a realizar diversas observaciones sobre la capacidad de erosión del agua y su función como agente nivelador. El desarrollo de la ingeniería hidráulica holandesa puede haber contribuido decisivamente a la generalización de actitudes optimistas ante la incidencia del hombre sobre la faz de la Tierra. Podría explicar, por ejemplo, la confianza exhibida por Descartes en las potencialidades del conocimiento para controlar a la naturaleza[51]. Este autor vivió en Holanda entre 1629 y 1649, y mostró un gran entusiasmo por los rescates de tierras que se realizaban mediante la construcción de polders.

La mayor conciencia de la capacidad humana para controlar y modificar la naturaleza se concretó en una serie de ideas acerca del papel del hombre en el mundo. Dichas ideas, que por lo general denotan un gran optimismo, poseen un extraordinario interés para la historia de la planificación territorial porque, en el plano moral, justificaban, o incluso alentaban, la intervención humana en el territorio. En el fondo, lo que se argumentaba de forma más o menos explícita era la necesidad de mejorar una obra de Dios, lo que, como es fácil de comprender, tuvo unas implicaciones formidables. Para los europeos del Renacimiento la Tierra había sido creada por Él hacía unos seis mil años y no había experimentado más cambios que los descritos en la Sagrada Escritura. Además, todavía permanecía arraigada la metáfora del mundo como libro de Dios, es decir, como reflejo del Creador, lo que exigía el deber de respetar y observar a la naturaleza. Del Génesis 1: 31, “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera”, se desprendía que el mundo había sido creado de forma perfecta según un plan bien diseñado y ejecutado por la Divinidad. En consecuencia, el hombre debía abstenerse de introducir cambios en la naturaleza y limitarse a contemplarla como vía de acceso a Dios.

Con todo, ya los primeros Padres de la Iglesia vislumbraron la posibilidad de que Dios, ex professo y como parte de su plan divino, hubiese dejado incompleto el acto de la Creación para que fuera completado por los hombres[52]. Según argumentaron autores como Orígenes o Lactancio en el siglo III, dejando inconclusa la Creación, Dios obligaba a los hombres a sentir necesidad, y ello les incitaba a la invención. Por tanto, las dificultades que el hombre encontraba en la Tierra no tenían porqué ser negativas, ya que permitían el progreso hacia estadios más avanzados. Esta idea de que la necesidad es la madre de la invención llegó, a través de continuas reformulaciones, hasta la Edad Moderna, y, por esta vía, varios autores trataron de justificar el control humano sobre la naturaleza.

En este sentido, resulta paradigmático el pensamiento de Matthew Hale, quien en The primitive origination of Manking (2006 [1677]) examinó las implicaciones religiosas del dominio del hombre sobre la naturaleza. Hale fue un afamado jurista que entre 1671 y 1676 ostentó el cargo de Chief Justice, una especie de Presidente del Tribunal Supremo. Su obra denota claramente este hecho, pues para él la función del hombre en el mundo era de índole legal. En efecto, Hale argumentó que, en razón de su posición superior en la escala del ser, el hombre podía ejercer un control efectivo sobre la naturaleza. Sin embargo, este derecho quedaba supeditado al cumplimiento de unas obligaciones que se concretaban en la tarea de ser el administrador de Dios. Como tal, el hombre tenía el deber de mantener a la naturaleza en orden y equilibrio pues sin su concurso éstos se perderían. Por ejemplo, el drenaje de tierras era una de las actividades que no podía dejar de realizar en tanto que superintendente de Dios. Hay otro elemento estrechamente relacionado con esto último que, desde nuestro punto de vista, mantiene una conexión directa con la actual planificación física del territorio. Se trata de la idea de que los cambios operados en la tierra a través del conocimiento y la tecnología no sólo benefician al hombre, sino también a la propia naturaleza. La suscribió, por ejemplo, John Ray, quien en The Wisdom of God manifested in the works of the Creation (1977 [1691]), obra que fue editada veintitrés veces entre 1691 y 1846, argumentó que una vez que el hombre modifica la naturaleza estos cambios pasan a formar parte de una armonía nuevamente creada.

Por otro lado, algunos autores abordaron este mismo tema haciendo hincapié, no tanto en la religión, sino en la sociedad humana. El pensamiento de Francis Bacon es, en este sentido, ejemplar, ya que para este autor el conocimiento debía antes que nada ponerse al servicio de la mejora de la sociedad. Según Bacon, la función del arte y la ciencia residía en mitigar las consecuencias de la Caída y, por ello, era importante fomentar el avance del conocimiento. Sin embargo, el autor criticó a quienes trataban de conseguirlo mediante el estudio de textos antiguos, abogando por la comprensión de las leyes generales que rigen el funcionamiento de la naturaleza. De ahí su conocido aforismo de que “el dominio del hombre sobre las cosas se basa sólo en las artes y las ciencias, porque a la naturaleza solamente se la manda obedeciéndola”[53].

Bacon y muchos otros pensadores de los siglos XVI y XVII no albergaron dudas sobre el éxito del hombre en su papel de modificador de la naturaleza. Mostraron un gran entusiasmo por los beneficios que acarreaban los cambios operados en la tierra, pues éstos eran el resultado de la aplicación intencionada del conocimiento teorético. No obstante, en la misma época otros intelectuales no compartieron esta visión tan optimista de los hechos. Concretamente, la observación de los efectos de la tala de árboles contribuyó a hacer patentes las consecuencias indeseadas del control humano de la naturaleza[54]. Hacia fines del seiscientos existía una preocupación bastante generalizada por la deforestación, hecho que queda reflejado en la obra de John Evelyn Silva, or a discourse of forest-trees and the propagation of timber (1825 [1669]), donde el naturalista inglés criticó la desproporcionada extensión de los cultivos en detrimento de las áreas boscosas. En otra obra titulada Fumifugium (1772 [1661]), Evelyn condenó el empleo del carbón por parte de la industria londinense y presentó los efectos perjudiciales del humo en la salud de los hombres, las plantas y los animales. Dicha obra ha sido considerada como el primer tratado sobre contaminación atmosférica urbana[55].

También reviste un gran interés la política forestal francesa impulsada bajo el reinado de Luis XIV, ya que por primera vez el Estado promovió una estrategia decidida y a gran escala para tratar de mitigar las consecuencias negativas del uso humano de la naturaleza. A la llegada de Colbert al gobierno los bosques franceses acusaban los efectos de una acentuada deforestación provocada por siglos de talas abusivas. El ministro de Luis XIV, consciente de la utilidad económica de los bosques y de su importancia estratégica para la marina civil y militar, acometió una espectacular reforma del marco legal vigente que, en esencia, incluyó cuatro acciones: 1) el inventario de los bosques de dominio real; 2) la modernización de la Maîtrise des Eaux et Forêts; 3) la reapropiación de 35.000 hectáreas de bosque fraudulentamente enajenadas; y 4) la promulgación de una legislación forestal aplicable y coherente[56]. Esta última medida se concretó, en 1669, en la aprobación de la Ordonnance sur le fait des eaux et forêts, un larguísimo texto legal que, si bien inicialmente sólo iba dirigido a los bosques de dominio real, acabó aplicándose también a los bosques señoriales, eclesiásticos y comunales[57]. La ordenanza sancionó varias medidas para asegurar la conservación de los recursos forestales y el cuidado de los bosques, medidas éstas que fueron aplicadas y que, rápidamente, cosecharon resultados positivos. Otra cosa es lo que sucedió tras la muerte de Colbert, cuando volvieron a generalizarse algunas de las prácticas que habían provocado la degradación de los bosques franceses.

Hemos tratado de mostrar que la actual planificación física de la ciudad y el territorio debe muchas de sus bases justificativas y operativas a la transformación del pensamiento europeo que se produjo a raíz de la Revolución Científica. Concretamente, hemos destacado dos grupos de implicaciones de dicha Revolución en la ordenación urbana y territorial. El primero está formado por las consecuencias del abandono de la cosmología aristotélica y su sustitución por una nueva teoría del espacio. Según hemos argumentado, tres ideas referidas, respectivamente, al funcionamiento, la forma y los límites del universo se trasladaron al campo de la ordenación de la ciudad y, más tarde, al de la planificación de áreas geográficas extensas. El segundo grupo de implicaciones lo conforman las ideas que, desde los inicios de la Edad Moderna, surgieron en relación al papel del hombre en el mundo. Cada vez fue más frecuente la afirmación de actitudes optimistas ante los cambios que el hombre estaba operando en la naturaleza, lo que justificaba su intervención en el territorio. También se formularon ideas sobre los efectos negativos del control humano del medio físico, lo que pudo traducirse en la adopción de medidas destinadas a mitigar estas consecuencias indeseadas.

 

Palacios y jardines para el rey. El culto a la autoridad monárquica

La cultura visual renacentista aspiró a representar los descubrimientos científicos sobre la forma y las dimensiones del universo. Sin embargo, un objetivo como éste no podía transferirse a la proyección urbana y extraurbana con los medios tradicionales. Las primeras ordenaciones urbanas que trataron de aprehender el infinito mediante el uso de la perspectiva fueron modestas, y hubo que esperar a que se produjera una concentración de poder político y económico adecuada a la magnitud del propósito. Esta condición comenzó a ser posible a partir de los albores del siglo XVII, con la consolidación del Estado absolutista. A falta de encargos privados, las monarquías absolutas patrocinaron las primeras experiencias de representación, dominio y modificación de ámbitos geográficos extensos, acostumbrando a los arquitectos a realizar proyecciones unitarias. Francia, donde reinó el monarca absoluto por antonomasia, fue el país que concentró las mayores realizaciones de este tipo. Sin embargo, en los territorios hispanos la monarquía también acometió ordenaciones a gran escala que reflejan tanto la nueva concepción científica del espacio, como la renovada confianza en la capacidad humana para mejorar la naturaleza.

Una de las consecuencias del culto a la autoridad monárquica fue la organización de pomposas y grandilocuentes ceremonias de enaltecimiento de la figura del rey. Mediante un rígido protocolo que se desarrollaba en fiestas y ceremonias públicas se pretendía mostrar la grandeza y la solidez de la corona, lo que en Francia llegó al paroxismo con la exaltación del Rey Sol. En España también fueron numerosas las manifestaciones de pompa organizadas para la glorificación del soberano. Tras la muerte de Felipe V, Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, pretendió forjar la imagen de una monarquía intemporal que permitiera borrar el recuerdo de las guerras civiles pasadas y afirmar la independencia española frente a la política francesa[58]. Para ello, Ensenada se sirvió de una gran maquinaria protocolaria que se puso en marcha con ocasión de la coronación de Fernando VI en 1746[59]. Se celebraron festejos públicos en diversas localidades españolas, siendo los de Sevilla los mejor documentados gracias a la serie de cuadros que pintó Domingo Martínez. El artista representó en varios lienzos el cortejo de siete carrozas alegóricas que recorrió el centro de la ciudad hispalense el 20 de junio de 1747 para celebrar la entronización de El Pacífico, plasmando con lujo de detalles la grandiosidad y teatralidad del acto (Figura 6).

 

Figura 6. El Carro del Parnaso (1748) de Domingo Martínez

 

figura 6_carro

 

Óleo sobre lienzo, 135 x 291 cm. Museo de Bellas Artes, Sevilla.

Fuente: Junta de Andalucía s/f.

 

El culto al poder regio exigió la proyección de escenarios acordes con el esplendor de las ceremonias, lo que dio lugar a algunas ordenaciones urbanas visualmente espectaculares aunque secundarias desde un punto de vista estructural. De hecho, no fue rara la construcción de arquitecturas efímeras para celebrar las festividades públicas, por lo que arcos triunfales, templetes o columnatas se combinaban con las estructuras fijas de la ciudad para componer espectaculares cuadros escenográficos en los que se desarrollaban las ceremonias más variopintas. Ello se conecta directamente con la idea de teatralidad, ya que el objetivo era impresionar y deleitar al público mediante un complejo sistema de dispositivos ópticos. Julián Gallego (1969) ha calificado al Madrid de los Austrias como un “urbanismo de teatro”, compuesto por estructuras provisionales ideadas, no tanto para perdurar, como para ser disfrutadas en el momento[60]. Seguramente, en ello tuvo mucho que ver la crisis económica del siglo XVII, que fue especialmente intensa en Castilla. La mayor parte de los ingresos del Estado debían destinarse al pago de las deudas contraídas por las guerras del reinado de Felipe II, a lo que hay que añadir los gastos ocasionados por el mantenimiento del vastísimo imperio colonial. Ello acentuó el carácter de decorado de la villa, que debía aparentar ser una gran capital europea. Con todo, creemos que estas ordenaciones efímeras revisten un gran interés para la historia del planeamiento urbano porque acostumbraron a la gente a mirar cuadros urbanos unitarios y visualmente coherentes.

Los ejemplos más sobresalientes del urbanismo renacentista parisino son, precisamente, claras muestras de la subordinación del espacio urbano a la glorificación de la figura del soberano. Se trata de las llamadas cinco plazas de estatuas reales, bien porque la disposición de una estatua ecuestre del rey era la condición para la ordenación de la plaza, bien porque, directamente, constituía el principal objetivo de la actuación[61]. Enrique IV –Place Dauphine–, Luis XIII –Place Royale, rebautizada como Place des Vosges–, Luis XIV –Place des Victoires y Place Vendôme– y Luis XV –Place Louis XV, rebautizada como Place de la Concorde– vieron sus efigies ubicadas en majestuosos emplazamientos construidos ad hoc en la capital francesa (Figura 7). También estuvo estrechamente relacionada con la realeza la expansión occidental de la ciudad que se desarrolló a partir de la segunda mitad del siglo XVI. En 1563 Catalina de Médicis encargó la construcción del palacio de las Tullerías, que se conectó con el Louvre mediante la Galerie du Bord de l’Eau y al que se añadió un gran jardín de estilo italiano. Posteriormente, en 1616, el conjunto se proyectó hacia el oeste a través de la Cours de la Reine, así denominada en honor de María de Médicis, y, en 1667, André Le Nôtre, a instancias de Colbert, comenzó la ordenación de los Campos Elíseos prolongando el eje de las Tullerías hacia el exterior. Como ha observado Edmund Bacon, con este plan “se introdujeron en el arte del diseño urbano conceptos de amplitud y libertad totalmente nuevos. El avance hacia fuera de los sistemas de movimiento con origen en las firmes masas de los edificios penetraba más y más en el campo”[62].

 

Figura 7. Plazas de estatuas reales de París. Detalle del Plano de Turgot (1739) (izquierda) y vista aérea actual (derecha)*

 

a) Place Dauphine

 

 

     
b) Place des Vosges

 

 

     
c) Place des Victoires

 

 

     
d) Place Vendôme

 

 


* No se incluye la Plaza Louis XV , o de la Concordia, porque su ordenación es posterior a la publicación del Plano de Turgot.

Fuente: Kyoto University Digital Library 2000 y Google Earth 2010.

 

En esta actuación Le Nôtre podría haber aplicado al diseño urbano las enseñanzas que le había proporcionado la proyección de jardines fuera de París, ya que las primeras experiencias de ordenación paisajística a gran escala no tuvieron como escenario el espacio urbano ni como objetivo la creación de edificios y calles, sino que se desarrollaron en espacios abiertos y consistieron en la disposición de plantas, prados, canales y lagos. A través de la jardinería los arquitectos ensayaron diversas prácticas que después trasladarían a la morfología de las ciudades y aprendieron a proyectar unitariamente ámbitos geográficos extensos. Los jardines son menos costosos de construir y más fáciles de ordenar, por lo que ofrecían mayor margen para la experimentación. Así, como se dijo anteriormente, la cosmovisión renacentista se reflejaría antes en el diseño de jardines que en el de formas urbanas, lo que, por ejemplo, podría explicar la costumbre de introducir autómatas hidráulicos en los jardines manieristas. En este sentido, es revelador que Descartes comparara el funcionamiento del organismo humano con el mecanismo de los autómatas de las fuentes y las grutas de Saint Germain-en-Laye[63].

La idea del jardín como Paraíso en la Tierra puede remontarse hasta las primeras civilizaciones. Nicolás María Rubió i Tudurí sostuvo en un ensayo titulado Del Paraíso al jardín latino (2000 [1953]) que en la génesis de la jardinería occidental se encuentra, primeramente, el mito de la felicidad edénica. Dicha identificación se mantuvo a lo largo de los siglos y adquirió un renovado impulso durante el Renacimiento, cuando los monarcas y los aristócratas más potentados trataron de simbolizar su poder construyendo espléndidos jardines que recreasen el paraíso. El nuevo Palacio del Retiro (1998 [1634], escrito por Calderón de la Barca para ser representado en el Retiro el día de Corpus de 1634, presentaba al palacio como un símbolo del reino de los cielos de cuyas puertas se expulsaba al judío errante. Y en una égloga de Gómez de Tapia, compuesta tras la reforma de los jardines de Aranjuez acometida por Felipe II a partir de 1564, se puede leer que

“En medio de este nuevo paraíso / una ancha huerta está en cuadro trazada, / de rojo y odorífero narciso, / y blanco lirio a trechos esmaltada. […] Los ruiseñores de los verdes senos / de los ramosos árboles sentados, / están siempre cantando dulcemente, / y hay nuevo paraíso en occidente”[64].

Asimismo, a partir del siglo XVI las monarquías europeas trataron de afirmar su dominio sobre el medio social creando jardines contra natura, esto es, subyugando a la naturaleza hasta tal extremo que se perdiera cualquier traza de espontaneidad. En la Edad Media los jardines tenían unas dimensiones modestas, se circunscribían a recintos cerrados y albergaban escasos artificios, tales como simples cenadores o pequeños estanques de agua. En cambio, los diseñadores renacentistas concibieron los jardines como grandes construcciones arquitectónicas trazando planos geométricos, utilizando hábilmente la perspectiva y la simetría e introduciendo numerosos elementos artísticos y arquitectónicos, como estatuas, fuentes y palacios. De este modo se reflejaba tanto la autoridad del hombre sobre la naturaleza, como el dominio del rey sobre la sociedad.

Es posible detectar numerosas conexiones entre el urbanismo, la planificación del territorio y el arte de la jardinería que se desarrolló a partir del siglo XVII. Muchas de ellas han sido señaladas por el profesor Horacio Capel en el primer volumen de La morfología de las ciudades (2002a), que por lo que sabemos es la obra que mayor énfasis ha puesto en este tema. Según el autor, construyendo jardines los arquitectos e ingenieros de la Edad Moderna aprendieron a considerar planos de conjunto[65]. La mayor flexibilidad que ofrece la jardinería permitió a los diseñadores ensayar distintas combinaciones de elementos concebidas según planes unitarios y coherentes, lo que después se transferiría al terreno del diseño urbano y de la planificación del territorio. Es posible que esta influencia se manifestase a partir del siglo XVI, ya que, según se ha sostenido, el famoso tridente de calles que convergen en la plaza del Popolo, construido durante la reforma de Roma orquestada por Sixto V, fue, primeramente, ensayado en el jardín de Villa Montalto, que el mismo Sixto encargó construir a Domenico Fontana cuando todavía era cardenal[66] (Figura 8).

 

Figura 8. Villa Montalto en un dibujo de Mathias Greuter (c. 1612) (izquierda) y vista aérea actual de la Piazza del Popolo (derecha)

 

 

 

Fuente: MacDugall 1994, p. 20 y Google Earth 2010.

 

El parque de Vaux-le-Vicomte, construido entre 1656 y 1660 y en cuya realización intervinieron Louis Le Vau y Charles Le Brun además de Le Nôtre, ha sido considerado como la primera ordenación paisajística a gran escala proyectada en su unidad[67]. El parque se concibió a una escala enorme y prueba de ello es que tres aldeas tuvieron que ser arrasadas para su construcción, en la que llegaron a coincidir hasta 18.000 trabajadores. Pero mayor interés reviste el hecho de que tan vasta ordenación se ejecutara según el principio básico de que “toda la extensión del enorme jardín debía ser visible de una ojeada”, de modo que “en caso de que pudiera existir cualquier diversidad entre las partes, éstas deberían estar siempre subordinadas al conjunto”[68]. De ahí la disposición alargada y relativamente estrecha que presenta el jardín (Figura 9).

 

Figura 9. Jardín de Vaux-le-Vicomte. Grabado de Israel Silvestre (c. 1661) (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 48°33’41.30’’ N; Long. 2°42’52.20’’ E.

 

Fuente: Mínguez y Rodríguez 2006, p. 190 y Google Earth 2010.

 

El 17 de agosto de 1661 Nicolás Fouquet, ministro de finanzas francés y dueño de Vaux-le-Vicomte, celebró una memorable fête a la que asistió el mismísimo Rey Sol. Tres semanas después Fouquet sería encarcelado y los tres artistas anteriormente mencionados se incorporarían a la superintendencia real para las obras públicas. Desde sus respectivos cargos, Le Vau, Le Brun y Le Nôtre intervinieron activamente en la construcción del complejo de Versalles, que rápidamente se convirtió en la mayor muestra de lo que el hombre era capaz de realizar con los medios adecuados[69] (Figura 10). La superficie del recinto alcanza las 6.500 hectáreas y el eje principal del jardín se prolonga a lo largo de unos diez kilómetros. Pero a pesar de estas dimensiones colosales, toda la composición es abarcable en su conjunto si se contempla desde las ventanas de los aposentos reales. De hecho, el tratamiento que Le Nôtre dispensó al paisaje denota una sensibilidad que se acerca más a la del pintor que a la del arquitecto, ya que todo el conjunto posee la coherencia de un cuadro bien realizado. Además, Versalles fue un inmenso laboratorio en el que arquitectos, ingenieros y artistas pudieron experimentar con la transformación a gran escala del paisaje natural. En 1678 el cortesano Roger de Rabutin escribió a Madame de Sévigné que lo que se estaba haciendo en Versalles era “dar a la tierra una forma distinta de la natural”[70] mediante la disposición geométrica de parterres, lagos, canales y otros elementos. En cierto modo, los jardines de Versalles pueden ser considerados como la máxima exaltación de la razón cartesiana.

 

Figura 10. Jardines de Versalles. Plano del Abad Delagrive (1746) (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

figura 8_versalles

 

 

Coordenadas: Lat. 48°48’36.40’’ N; Long. 2°06’0.60’’ E.

 

Fuente: BNF 2010 y Google Earth 2010.

 

La magnificencia de Versalles contribuyó a difundir por toda Europa el estilo francés en jardinería y numerosas cortes del continente trataron de imitar, en vano, los efectos visuales conseguidos por Le Nôtre[71]. Pese a la progresiva degeneración que experimentó el arte barroco de la jardinería, ésta continuó teniendo una gran influencia en el urbanismo y la planificación física del territorio. En primer lugar, proporcionó a los arquitectos la posibilidad de efectuar ordenaciones en el campo de las grandes dimensiones, lo que permitió ensayar una serie de instrumentos y de prácticas que, más tarde, se aplicarían a la proyección urbana y territorial. Al respecto, es muy significativo que la voz francesa aménagement, que actualmente se utiliza para designar a la ordenación del territorio, fuera primeramente empleada en relación a las operaciones de silvicultura, estrechamente vinculadas a la jardinería[72]. Una de las prácticas que se generalizaron fue el trazado de avenidas ortogonales en las plantaciones de árboles. Obviamente, ello no constituía ninguna innovación en el campo de la proyección urbana, pero es posible que permitiera a los arquitectos familiarizarse con este tipo de tramas y experimentar con la disposición de ejes axiales.

En este sentido, resulta asombroso el paralelismo entre el diseño de jardines y el diseño urbano que estableció Antonio Ponz en el tomo IV de su Viaje de España. Tras constatar la fealdad de las ciudades españolas, el autor señaló que

“Varias cosas se han de juntar para la belleza y magnificencia de una ciudad: entradas desahogadas; el número de puertas correspondientes a su grandeza; que tengan éstas el suficiente adorno de arquitectura; que sean muchas sus calles con comunicación entre ellas; que las principales sean rectas y anchas, con lo cual son más cómodas y breves para quien las anda; pero no deben ser todas iguales en anchura y rectitud, porque una ridícula y total uniformidad sería enfadosa”[73].

Una vez formuladas sus propuestas de reforma urbana, el ilustrado viajero sentenció: “calles hechas a cordel, canales en medio, árboles en sus riberas. Algo de esto hay en Aranjuez; pero Aranjuez no es más que uno”[74] (Figura 11). Un poco más adelante Ponz hizo hincapié en las fuentes ornamentales, a las que consideró como “un principalísimo adorno de las ciudades”, especialmente cuando contienen “adornos de escultura que representen figuras […] tomadas de la historia fabulosa o de la verdadera“[75]. Tanto las fuentes como el resto de elementos que propuso para el embellecimiento de las ciudades –estatuas, arcos, inscripciones, etc.– eran ampliamente utilizados por los diseñadores de jardines palaciegos que Ponz debía conocer bien, dada su condición de secretario del rey y de la Real Academia de San Fernando. Carlos III, el monarca a cuyas órdenes trabajó, tenía una visión parecida. A su llegada a España en 1761 también opinó que las ciudades españolas eran feas y sólo le agradaron algunos reales sitios, señalando la necesidad de llevar a las ciudades la imagen de éstos[76].

 

Figura 11. Real Sitio de Aranjuez. Plano de 1775 (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 40°02’10.50’’ N; Long. 31°36’36.00’’ O.

 

Fuente: BNE 2010 y Google Earth 2010.

 

Otra de las técnicas que pudieron ensayarse con el diseño de jardines fue el empleo de las diagonales, que encontramos, por ejemplo, en el Buen Retiro madrileño, donde en la década de 1630 se construyó, entre la ermita de San Antonio y la calle de Alcalá, un largo paseo diagonal que separaba el parque de los jardines acuáticos. De nuevo, la ordenación de Versalles fue paradigmática en este sentido ya que el plano del conjunto se basa en tres amplias avenidas radiales que confluyen en el centro del palacio. Pierre L’Enfant, ingeniero francés que a partir de 1791 se encargaría de la proyección de Washington D. C., pasó su infancia en Versalles, por lo que es posible que, entonces, se familiarizara con la combinación del trazado ortogonal y las calles diagonales para diseñar el plano de la capital estadounidense[77]. Su base es una trama en damero cortada por un sistema superpuesto de calles diagonales organizado en función de la avenida de Pennsylvania, que constituye el eje viario más importante de la nación porque, al conectar la Casa Blanca y el Capitolio, simboliza las relaciones entre el poder ejecutivo y el poder legislativo (Figura 12). La influencia de los diseños de Versalles y Washington también puede detectarse en ciudades latinoamericanas como Belo Horizonte y La Plata.

 

Figura 12. Washington D. C. Plano de Andrew Ellicott (1792) (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 38°53’22.50’’ N; Long. 77°00’39.00’’ O.

 

Fuente: Library of Congress 2010 y Google Earth 2010.

 

L’Enfant también pudo extraer de su estancia en Versalles valiosas enseñanzas sobre los efectos de la perspectiva, que fue utilizada hábil y profusamente por los diseñadores de jardines barrocos. Uno de los aspectos en los que más innovaron estos artistas fue la creación de efectos visuales a partir de la utilización de accidentes del relieve para emplazar construcciones arquitectónicas. Ya se ha apuntado que en 1700 Guerniero ordenó sabiamente una larga pendiente para conseguir que el parque Wilhelmshöhe adquiriese un área de visión de unos siete kilómetros y medio. En Versalles, el inmenso canal en cruz de 1,8 por 1,2 kilómetros se construyó en el fondo de un valle de tal modo que el espejo de agua que lo concluye reflejase las puestas de sol en verano. Los ejemplos podrían multiplicarse, mas no harían que corroborar la idea de que mediante la construcción de jardines los arquitectos e ingenieros aprendieron a ensamblar la arquitectura con la naturaleza. Sin duda, ello tuvo implicaciones muy importantes en el urbanismo. Así, el plano de Washington denota un cuidadoso uso de los edificios y monumentos para el cierre de las perspectivas visuales. El edificio del Capitolio, por ejemplo, se encuentra emplazado en la cima de Jenkin, a veintidós metros sobre el nivel del Potomac, siendo, por ello, un magnífico punto de fuga de las calles que confluyen en este edificio. Además, como el palacio de Versalles, la Casa Blanca se emplaza en un lugar estratégico, ya que hacia ella se dirigen las principales avenidas de la ciudad, de tal modo que, simbólicamente, el poder político parece irradiar hacia el conjunto del territorio[78] (Figura 13).

 

Figura 13. Versalles (izquierda) y Washington D. C. (derecha). Vistas desde el Palacio y la Casa Blanca

 

figura 9b_versalles

 

figura 9b_washington

     

Coordenadas: Lat. 48°48’15.55’’ N; Long. 2°07’17.85’’ E.

 

Coordenadas: Lat. 38°53’51.30’’ N; Long. 77°02’11.60’’ O.

 

Fuente: Equipo Urbano 2007b, s/p.

 

Asimismo, cabe destacar la colocación del Arco del Triunfo –propuesta en 1806 y concluida en 1836– en el centro de la parisina plaza de l’Étoile. Ésta se encuentra ubicada sobre la colina de Chaillot, cuyo desnivel respecto a las Tullerías era de sólo veinticuatro metros. Sin embargo, el perfil de la calle se elevó entre el Rond Point y l’Étoile, lo que incrementó la pendiente en el tramo final de los Campos Elíseos. Esta operación, unida a las colosales dimensiones del Arco –cincuenta metros de altura y treinta de arcada–, hace que constituya una de las perspectivas urbanas más bellas jamás logradas.

La construcción de jardines reales tuvo otras muchas consecuencias en la ordenación urbana y territorial. Nos limitaremos a señalar que a través de la jardinería los ingenieros podrían haber adquirido conocimientos técnicos sobre hidráulica que, posteriormente, aplicarían a la construcción de la ciudad[79]. La hidráulica experimentó un desarrollo muy considerable durante la Edad Moderna, especialmente en España, donde entre 1564 y 1575 se escribieron Los Veintiún libros de los ingenios y de las máquinas de Juanelo Turiano (ed. cit. 1983). Dejando de lado la polémica sobre la autoría de dicha obra[80], ésta constituye uno de los primeros y más importantes tratados de hidráulica de la Edad Moderna, lo que, dicho sea de paso, pone de manifiesto que durante los siglos XVI y XVII el conocimiento científico y técnico español no estaba tan rezagado como a veces se da a entender. Uno de los temas abordados en Los Veintiún libros es el aspecto lúdico del agua. Además de la representación de una fuente escalonada, el autor del manuscrito incluyó una exposición de cómo debían construirse los estanques y describió otros artificios para el ocio y el disfrute de la corte, tales como surtidores escondidos para gastar bromas acuáticas. Nicolás García Tapia ha señalado que el texto fue ampliamente utilizado por los fontaneros reales y los maestros mayores que trabajaron en los reales sitios[81], lo que contribuiría a explicar la espectacularidad de algunas obras hidráulicas realizadas en jardines españoles.

Entre ellas se pueden destacar los llamados estanques de la Fresneda de El Escorial, construidos a partir de 1566. El conjunto está formado por cuatro estanques conectados –Estanque de Arriba, de la Isla, de Neptuno y de Abajo– mas un humedal estacional denominado La Hijuela. Mayor complejidad tenía el sistema hidráulico del Buen Retiro, ideado, no sólo para el deleite de la corte de Felipe IV, sino también para mantener viva a la vegetación del parque (Figura 14). El poeta Fulvio Testi escribió, apostrofando al conde-duque de Olivares, “a vuestro mando las plantas crecen”[82], pues éste había conseguido crear un inmenso vergel en el centro de la reseca meseta castellana. En 1637 se terminó el denominado Estanque Grande, que los cortesanos utilizaban para pescar o para realizar excursiones en barca. Este estanque era alimentado por los ríos Chico y Grande, cuyas aguas también se utilizaban para regar las plantas del recinto. Cerca de Aranjuez se construyó el llamado mar de Ontígola, que además de servir de reserva de agua, en los siglos XVI y XVII fue utilizado para la escenificación de naumaquias (Figura 14). En el siglo XVIII continuaron realizándose importantes trabajos de ingeniería hidráulica en España[83]. Un buen ejemplo son las obras de suministro de agua al Real Sitio de Aranjuez, proyectadas en 1750 por el piacentino Giacomo Bonavia. La operación fue de una envergadura muy considerable, pues la canalización debía llevarse desde unos lejanos manantiales ubicados en las cercanías de Ocaña[84].

 

Figura 14. Obras hidráulicas españolas. Parque del Buen Retiro, con el gran estanque finalizado en 1637 (izquierda) y mar de Ontígola (derecha)

 

 

     

Coordenadas: Lat. 40°24’55.35’’ N; Long. 3°41’03.00’’ E.

 

Coordenadas: Lat. 40°00’56.70’’ N; Long. 3°35’40.90’’ O.

 

Fuente: Google Earth 2010.

 

Este tipo de experiencias tuvo un notable influjo en la planificación física de la ciudad y el territorio. En primer lugar, permitió realizar avances en las técnicas de traída del agua desde largas distancias, lo que pudo ser aplicado al suministro urbano. De hecho, se ha apuntado que los esfuerzos realizados en el siglo XVI para incrementar el abastecimiento de Roma no sólo estaban relacionados con la demanda de la población, sino también, e incluso de forma preferente, con las necesidades de agua de los jardines palaciegos[85]. Asimismo, cabe la posibilidad de que las obras hidráulicas concebidas para los jardines influyeran en el desarrollo de ideas sobre el saneamiento urbano[86], aunque, en todo caso, éstas poseen su propia tradición. La humedad que se originaba en los jardines obligó a los arquitectos, jardineros y médicos de las cortes reales a plantearse el problema de la salubridad de esos espacios y a proponer medidas para mejorar sus condiciones higiénicas. Es lo que sucedió, por ejemplo, en Aranjuez, donde Juan Antonio Álvarez de Quindós, cronista del Real Sitio, escribió que “se podría mejorar su temperamento […] arrancando los árboles de las faldas de los cerros del lado del mediodía, porque de esta suerte los aires serían más puros, y circularían con más libertad”[87].

En síntesis, durante la Edad Moderna la construcción de jardines proporcionó a los arquitectos la posibilidad de realizar las primeras ordenaciones a gran escala. Estas experiencias, que sólo pudieron llevarse a cabo gracias a la concentración de poder político y económico que propició el absolutismo, sirvieron de banco de pruebas de un conjunto de técnicas y prácticas que, posteriormente, se llevarían al terreno del urbanismo y de la planificación del territorio. Viene a colación apuntar una última influencia de la jardinería ya que enlaza directamente con el tema que abordamos a continuación. Ciertos aspectos de ésta se relacionan con el arte de la fortificación, por lo que también ha podido sostenerse que existen conexiones entre la jardinería y la ingeniería militar[88].

 

El arte de la guerra y la defensa del territorio

Las monarquías europeas gastaron ingentes sumas de dinero en la construcción de recintos palaciegos, lo que en muchas ocasiones propició las críticas de intelectuales y las quejas de un pueblo agobiado por la presión fiscal. En 1751 Voltaire lamentó en Le siècle de Louis XIV el desembolso realizado en la creación de Versalles, mientras que el pueblo madrileño se mostró indignado por la construcción del Buen Retiro, al que denominó, despectivamente, el “gallinero de Madrid”. Sin embargo, los presupuestos de ambas obras representaron una proporción ínfima de los gastos militares de Luis XIV y Felipe IV respectivamente. Los cien millones de libras que costó la construcción de Versalles fueron inferiores al desembolso militar francés del año 1689[89] y los dos millones y medio de ducados que se invirtieron entre 1630 y 1640 en el Buen Retiro sólo representaron una pequeña fracción de los gastos que acarreaba el mantenimiento del ejército y la armada. Jonathan Brown y John H. Elliott estiman que los gastos anuales del Real Sitio –unos 250.000 ducados aproximadamente– venían a suponer lo que costaba mantener una escuadra de doce galeras y sólo el ejército de Flandes representaba unos gastos fijos anuales de dos millones de ducados. De hecho, la Corona reconoció haber enviado a Flandes entre 1632 y 1638 la suma de veintiún millones y medio de ducados, cifra muy superior a la invertida en el Buen Retiro a lo largo de toda la década[90]. A ello habría que añadir el presupuesto destinado por la Monarquía Hispana para el mantenimiento del imperio colonial, que sin duda alguna era exorbitado. En consecuencia, las obras civiles ni mucho menos constituyeron la prioridad en la asignación de los recursos, sino que los gastos militares engulleron la mayor parte de los presupuestos reales.

En este apartado mostramos que las obras de ingeniería militar que se acometieron durante la Edad Moderna también constituyen importantes precedentes de la actual planificación física de la ciudad y del territorio. En primer lugar, las necesidades asociadas a la defensa obligaron a realizar grandes esfuerzos en la mejora del conocimiento geográfico, lo que propició avances muy notables en el campo de la cartografía. En segundo lugar, el perfeccionamiento de la artillería y de las técnicas poliorcéticas exigió el reforzamiento de los sistemas defensivos para asegurar la defensa de las plazas, lo que tuvo importantes implicaciones para el urbanismo. Finalmente, los movimientos de sublevación indígena y la competencia colonial de las distintas potencias europeas obligaron a las mismas a idear sistemas defensivos concebidos a escala regional y no ya de plazas fuertes, lo que permitió generalizar una serie de prácticas y de actitudes que luego se transferirían a la planificación territorial.

La admiración por los avances de la técnica y por la capacidad inventiva del hombre fue un hecho generalizado durante los siglos XVI y XVII, lo que se refleja en la literatura del Siglo de Oro. Así, por ejemplo, Gaspar Gil Polo escribió en La Diana enamorada que “cosas son maravillosas las que la industria de los hombres en las pobladas ciudades ha inventado: pero más espanto dan las que la naturaleza en los solitarios campos ha producido”[91]. En el Renacimiento los ingenieros adquirieron una gran importancia para el Estado, y muy especialmente aquéllos que se dedicaban a trabajos de ingeniería militar. Prueba de ello es que los ingenieros militares que trabajaron al servicio de los monarcas europeos se contaban entre los técnicos más reconocidos de la época. El sueldo anual de Juan Bautista Antonelli ascendía a 1.800 ducados, cifra muy superior a los 400 ducados que percibía Juanelo Turriano, el famoso ingeniero “civil” que ideó un mecanismo para elevar el agua del Tajo y proveer a la ciudad de Toledo. Antonelli se retiró en una finca de la albufera de Murcia que el rey le concedió por sus quince años de servicio a la Corona, mientras que Juanelo murió arruinado sin que el monarca le compensara por sus años de trabajo y dedicación[92].

Durante la Edad Moderna la ingeniería militar española fue una de las más avanzadas de Europa. Existe constancia de que en tiempos de Isabel la Católica un ingeniero llamado Eduardo Torta ostentó el cargo de “maestro de faser ingenios y bastidas”[93]. Asimismo, durante las campañas de los Reyes Católicos en Andalucía unos grupos especializados de trabajadores realizaban funciones de ingeniería. Se ha apuntado que, con el tiempo, estos grupos formarían los llamados Parques y Talleres del Cuerpo de Ingenieros del Ejército, entre cuyas funciones se encontraba la construcción de fortificaciones, de recintos amurallados y de líneas de circunvalación[94]. Desde los albores de la Edad Moderna las labores desempeñadas por los ingenieros militares estuvieron estrechamente relacionadas con la ordenación territorial. Por ejemplo, las Comandancias de Ingenieros, que aparecieron tras la Reconquista, se dedicaron a la construcción de caminos, canales y puentes. A partir del siglo XVI, a medida que se intensificaban las campañas de expansión militar, los ingenieros militares se hicieron cada vez más necesarios. De hecho, la demanda de este tipo de profesionales fue tal que un buen número de ingenieros extranjeros, principalmente italianos, fueron contratados por la Monarquía Hispana.

 

La labor geográfica y cartográfica de los ingenieros militares

Una de las funciones desempeñadas por los ingenieros militares fue la realización de mapas e informes territoriales que permitieran al rey y su consejo de guerra adoptar decisiones, por lo que se valoraba, especialmente, que estos documentos fueran fáciles de interpretar[95]. Un hecho relativamente novedoso del periodo renacentista fue que el mapa comenzó a ser considerado como un instrumento de gobierno. Los monarcas y sus asesores vieron en la cartografía una herramienta útil para gestionar sus dominios, lo que propició una serie de ambiciosos proyectos cartográficos. El caso de Irlanda resulta paradigmático en este sentido. En 1585-1586 el gobierno inglés acometió el primer intento de planificación de asentamientos rurales en Irlanda (Munster Plantation), para lo cual se dibujaron numerosos mapas. Posteriormente, durante la época del Protectorado (1653-1659), William Petty dirigió el Down Survey, una ambiciosa empresa de cartografía catastral que ha sido considerada como un precedente de los mapas de usos del suelo que se generalizarían mucho más tarde[96].

Los ingenieros militares contribuyeron a mejorar el conocimiento geográfico de los territorios de la Monarquía Hispana, aunque su producción apenas ha sido objeto de estudio. María del Carmen León (2006) ha reconocido seis tipos de cartografía realizada por los ingenieros militares en Nueva España durante el siglo XVIII: 1) mapas topográficos de grandes y medianas extensiones; 2) planos de fortificaciones; 3) planos de obras públicas; 4) planos de ordenamiento urbano; 5) planos de edificios para la administración y servicios públicos; y 6) mapas y planos de jurisdicción y estrategia militares[97]. Esta clasificación evidencia la riqueza y diversidad del legado cartográfico de los ingenieros militares, que no sólo elaboraron mapas y reconocimientos territoriales para trabajos de ingeniería militar, sino también para la ordenación de ciudades y grandes territorios, tanto metropolitanas como de ultramar. Carlos de San Antonio y Miguel Ángel León (2002) han estudiado la cartografía aplicada a la representación de obras públicas españolas en los siglos XVI y XVII, y muchos de los que trabajaron en la elaboración de estos mapas y planos provenían de la ingeniería militar. Entre los numerosos ejemplos que pueden citarse se encuentra el mapa del camino entre la ciudad de México y la Venta de Butrón, dibujado por Juan Bautista Antonelli en 1590. El también ingeniero militar Cristóbal Antonelli, sobrino de aquél, desplegó, igualmente, una notable actividad cartográfica, siendo buena muestra de ello la serie de dibujos que realizó para el proyecto de la presa de Tibi (Figura 15).

 

Figura 15. Embalse de Tibi. Dibujo de Cristóbal Antonelli (c. 1580) (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 38°30’01.75’’ N; Long. 0°33’27.75’’ O.

 

Fuente: San Antonio Gómez y León Casas 2002, s/p. y Google Earth 2010.

 

Uno de los rasgos más característicos de la cartografía ingenieril fue su absoluta supeditación a la realidad. En los mapas de los ingenieros militares no cabía la creación, sino únicamente la copia, y, de hecho, en alguna vista urbana del siglo XVI aplicaron la palabra “retrato”[98]. Para elaborar mapas que representaran la realidad con exactitud los ingenieros debían poseer conocimientos de geometría, razón por la que se les exigía conocer la obra de Euclides. Asimismo, debían aprender cosmografía, geografía y corografía, que, respectivamente, se ocupaban de la descripción del mundo, la tierra y las provincias. Si además estaban dotados para el dibujo los resultados podían llegar a ser verdaderamente brillantes. Este fue el caso de Tiburcio Spanochi, ingeniero militar que trabajó a las órdenes de Felipe II y Felipe III y que realizó excelentes dibujos que dan testimonio de su formación como pintor. Los ingenieros adquirían estos conocimientos en las distintas academias que fundaron y patrocinaron los gobiernos europeos. En España, Felipe II creó en 1583 la Academia de Matemáticas y Artillería de Madrid, que permaneció activa hasta 1696. En esta institución los estudios se dividían en una sección de conocimientos militares y otra de conocimientos generales, entre los que se incluían las matemáticas, la física y el dibujo[99]. La Monarquía Hispana fundó centros similares en Sevilla, Burgos, Valladolid, Cádiz, Milán, Palermo, Nápoles, Orán, Cerdeña y Bruselas. La academia de esta última ciudad, creada en 1675, adquirió un gran prestigio, pues fue dirigida por Sebastián Fernández de Medrano y en ella se formaron algunos de los mejores ingenieros militares de la época.

Así pues, durante los siglos XVI y XVII los ingenieros militares desarrollaron una notable, aunque poco conocida, actividad cartográfica que permitió ampliar el conocimiento del territorio y disponer de informaciones precisas para acometer proyectos de ordenación territorial. En ocasiones, dichos proyectos fueron verdaderamente ambiciosos, como por ejemplo las distintas propuestas y realizaciones para hacer navegables los ríos españoles[100]. El principal proyecto de navegación fluvial se debió al ingeniero militar Juan Bautista Antonelli, cuyo plan para hacer navegables los ríos Tajo y Duero no sólo perseguía objetivos económicos, sino también facilitar la anexión de Portugal. En 1586, tras más de cinco años de obras de acondicionamiento, Antonelli anunció a Felipe II que ya estaba abierta la navegación del Tajo entre Toledo y Lisboa y, al año siguiente, el ingeniero propuso al rey iniciar los trabajos para acondicionar el Duero desde Soria hasta Oporto. Sin embargo, Felipe II prefirió esperar a que se consolidara primero la navegación del Tajo, de modo que las obras no llegaron a iniciarse. La muerte del soberano en 1598, unida a la presión de los dueños de aceñas y molinos, que se veían perjudicados por las obras de las exclusas, determinó, finalmente, que no se consumara el ambicioso proyecto de Antonelli.

Con todo, fue a partir de 1711, año de la creación del Real Cuerpo de Ingenieros de los Ejércitos y Plazas, cuando realmente se dejó sentir la influencia de la ingeniería militar en la cartografía aplicada a la ordenación del territorio. Aunque meritoria, la labor cartográfica de los geógrafos “eruditos” resultaba claramente insuficiente para acometer la producción de mapas basados en medidas precisas de la superficie terrestre y en observaciones astronómicas minuciosas. Estas medidas y observaciones no podían ser llevadas a cabo por individuos aislados, sino que requerían de un arduo trabajo de campo y en equipo, así como de importante ayuda técnica y financiera. Ello determinó que el procedimiento cartográfico tradicional entrara en crisis a lo largo del setecientos, como ya advirtió Tomás López en su informe de 1797 sobre el mapa de América elaborado por Juan de la Cruz Cano: “solamente un soberano puede hacer estas obras, o un cuerpo de letrados ricos, que los hay en pocas partes; también lo puede ejecutar el brazo eclesiástico, que es poderoso y nunca muere; pero no un particular en quien faltan las circunstancias expresadas”[101]. Martín Sarmiento expresó una opinión parecida en 1789, cuando, al hablar del mapa topográfico de España, señaló que “ningún particular por sí solo podría hacer ese Mapa deseado; se precisa una Junta, o Academia de muchos Matemáticos, Ingenieros, Geodestas, que salgan a pasear, y patear todo el terreno de España, para describirlo con toda exactitud posible”[102].

Probablemente, el cuerpo de ingenieros militares constituyó la corporación técnica española más avanzada del siglo XVIII. Tanto en España como en los territorios de ultramar los ingenieros militares desarrollaron una ingente labor geográfica y cartográfica, que pudieron desarrollar con rigor gracias a su preparación técnica y científica. Recibían su formación en las academias de matemáticas de Barcelona, Orán o Ceuta. De acuerdo con el programa de estudios ideado por Pedro de Lucuce, director de la Academia de Barcelona entre 1739 y 1774, las enseñanzas se impartían a lo largo de tres años y se organizaban en cuatro clases. En la primera se cursaban matemáticas, topografía y minas, e incluía una lección extraordinaria semanal sobre geografía; en la segunda se estudiaba artillería, fortificación castrense, poliorcética y uso de representaciones topográficas y geodésicas; en el tercer curso se enseñaba mecánica, hidráulica, construcción y, en clase extraordinaria, uso de cartas hidrográficas; finalmente, la cuarta clase se dedicaba a la delineación, levantamiento de planos y mapas, y diseño y uso de instrumentos de gastadores[103]. Por tanto, la geografía y la cartografía tenían un peso muy significativo en el plan de estudios.

La Ordenanza de Flandes de 1718, la primera que reguló las funciones del cuerpo, asignó a los ingenieros militares competencias que rebasaban las que, tradicionalmente, les habían sido asignadas. Así, durante el siglo XVIII los ingenieros tuvieron que efectuar tareas de reconocimiento territorial, resultando documentos que, a veces, constituyen auténticas descripciones corográficas y cuyo estudio reviste un gran interés para el conocimiento de la geografía española del setecientos. Concretamente, la Ordenanza especificaba que los ingenieros debían realizar

“una descripción puntual de su situación y fortificación particular de cada plaza, en que se expresen sus defectos y ventajas, precedidas así del arte, como de la naturaleza del terreno [...] si el país circunvecino es abundante en forrajes, leñas y aguas, si éstas son permanentes todo el año, o si se secan, o agotan en alguna estación de él, de que género de víveres abunda en cada Provincia, o partes de ella, particularmente las del contorno de cada plaza y cuáles son las que le faltan notablemente [...] su población, jurisdicción, comercio, estado eclesiástico: si el temple es saludable, y siendo malsano si procede de alguna laguna, pantano u otras aguas detenidas, o de otras causas manifiestas que con alguna diligencia se puedan corregir: y generalmente, cualquiera otras ventajas y defectos que ofrezcan”[104].

Los informes territoriales redactados por los ingenieros militares reunían una gran cantidad de informaciones relativas a la geografía física y humana de los territorios que inspeccionaban. Un buen ejemplo de este tipo de trabajos lo encontramos en las descripciones efectuadas por Juan Muñoz de Ruesta en la década de 1710. Según una comunicación del Ingeniero General Jorge Próspero de Verboom fechada en 1717, este ingeniero fue destinado a Cataluña para visitar “las plazas, castillos y casas fuertes de algunos vegueríos a la parte de Montblanc, Cervera y Lérida”[105]. Su estancia le sirvió para redactar un mínimo de tres informes territoriales en los que, básicamente, consignó los siguientes aspectos de cada población que visitaba: 1) la distancia en horas a los núcleos de población más importantes; 2) la situación en relación a los principales caminos; 3) la orografía del terreno; 4) el propietario del lugar; 5) el número de familias que lo habitaban; 6) el estado de conservación de las murallas; y 7) las características de los edificios singulares[106].

Además de estos informes territoriales los ingenieros militares del siglo XVIII debían dibujar mapas. La primera parte de la Ordenanza de Flandes trata

“de la formación de mapas o cartas geográficas de provincias con observaciones y notas sobre los ríos que se pudieran hacer navegables, acequias para molinos, batanes y riegos y otras diversas diligencias dirigidas al beneficio universal de los pueblos y asimismo al reconocimiento y formación de planos y relaciones de plazas, puertos de mar, bahías y costas”[107].

Durante el setecientos los ingenieros militares españoles desarrollaron una intensa actividad cartográfica, especialmente en los dominios americanos, donde realizaron numerosos planos de plazas fortificadas y mapas de grandes territorios. Esta producción debe ser analizada a la vista de las enseñanzas impartidas en las academias de matemáticas y de las rígidas normas de funcionamiento de la corporación, dado que prácticamente todo estaba estrictamente reglamentado. La Ordenanza de 1718 contenía veintiséis artículos en los que se detallaba cómo debían ser dibujados los mapas y los planos. Por ejemplo, las escalas estaban reglamentadas según la extensión del ámbito territorial que se cartografiaba: 48 leguas por pie de Burgos para un reino, 24 para una provincia y 12 para un partido. Además, de cada original manuscrito debían realizarse tres copias: la primera para el Capitán General, la segunda para el Ingeniero General y la tercera se depositaba en el Archivo de la Secretaría de Guerra. Las Ordenanzas de 1768 y, particularmente, las de 1803, especificaron nuevas instrucciones relativas a la labor cartográfica de los ingenieros militares. Los directores-subinspectores de provincia o reino debían conformar un atlas que incluyese un mapa topográfico de su respectiva demarcación a la escala de 24 leguas por pie de Burgos y cuatro planos de cada plaza. El primero debía representar la plaza y sus alrededores; en el segundo debían aparecer todas las edificaciones; en el tercer plano se representaba la trayectoria del amparo; y en el cuarto tenían que consignarse las cotas de la plaza[108]. Para llevar a cabo toda esta cartografía se estableció que cada dirección dispondría del instrumental adecuado, se definió el método que debía observarse en los levantamientos y la planimetría y se reglamentaron los signos convencionales a emplear. Todo lo cual determina que la producción cartográfica de los ingenieros militares presente un elevado nivel de calidad y de homogeneidad[109].

La trayectoria de Félix de Azara constituye una muestra muy clara de que los ingenieros militares se situaron a la vanguardia del conocimiento geográfico y cartográfico hispano del siglo XVIII. Entre 1781 y 1801 este ingeniero militar llevó a cabo importantes trabajos de geografía y cartografía en el virreinato de la Plata, incluyendo en sus observaciones aspectos de la historia natural, la botánica, la zoología, la geografía física y la etnografía de las regiones que visitaba. Félix de Azara fue destinado a América en 1781 para formar parte de la Comisión de Límites con Portugal en Brasil. Al cabo de trece años pasó a Buenos Aires, donde recibió el mando de toda la frontera sur del virreinato de la Plata y la orden de hacer avanzar dicha frontera hacia la Patagonia, razón por la que desarrolló una intensa labor de reconocimiento del territorio. Posteriormente, participó en nuevos encargos y comisiones en el río de la Plata y recibió el mando de la frontera este del virreinato. En 1801 se le permitió volver a España, concluyendo dos décadas de extraordinario provecho para la ciencia de nuestro país dada la calidad y cantidad de los mapas y descripciones geográficas que realizó. De hecho, se ha sostenido que el tipo de observaciones efectuadas por Félix de Azara constituyen un claro precedente del darwinismo[110].

La producción científica de los ingenieros militares no solía pasar del estado de manuscrito, pues durante mucho tiempo pesó sobre los informes y los mapas un real decreto que prohibía su divulgación. Sin embargo, algunos de estos trabajos llegaron a alcanzar cierta difusión entre los círculos científicos de la época, como ocurrió con el mapa realizado por Miguel Constanzó y Diego García Conde en 1797 como parte de un proyecto de defensa para Nueva España. El mapa fue facilitado a Alejandro de Humboldt, quien lo publicó en el Atlas geographique et physique du Royaume de la Nouvelle Espagne (1969 [1811]). Asimismo, Humboldt conoció el Diario de un viaje a la antigua California y al puerto de San Diego escrito por Constanzó en 1769, ya que en el Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España citó este manuscrito[111]. En la misma obra el naturalista prusiano aludió a trabajos de otros ingenieros militares españoles, como García Conde[112] y Félix de Azara[113].

 

Los sistemas de defensa y su influencia en la planificación física de la ciudad y el territorio

Las informaciones que proporcionaban las descripciones y los mapas de los ingenieros militares sirvieron para realizar proyectos de ordenación territorial que, a menudo, fueron concebidos a una escala sin precedentes, y que, por ello, constituyen importantes antecedentes de la planificación territorial contemporánea. Aunque la defensa del territorio siempre constituyó la prioridad de la corporación, los ingenieros militares intervinieron activamente en la proyección y dirección de numerosas obras civiles[114]. La carencia de técnicos suficientemente preparados para desempeñar estas funciones obligó a los ingenieros militares a asumir tareas que no correspondía realizar a miembros del ejército. La institucionalización de la ingeniería civil española fue muy tardía, pues la primera escuela desvinculada del ejército, la de Ingenieros de Minas de Almadén, no se fundó hasta 1777, mientras que la Inspección General de Caminos y el cuerpo facultativo que de ella dependía sólo abrió sus puertas en 1799. Dos años después el Inspector General Agustín de Betancourt creó la Escuela de Ingenieros de Caminos y Canales de Madrid, que a partir de entonces se encargaría de formar a los técnicos que habrían de proyectar las obras públicas en España[115].

La participación de los ingenieros militares españoles en obras civiles se concretó, primeramente, en la proyección de numerosos edificios públicos, tales como cárceles, hospitales, fábricas, palacios, iglesias, tribunales o casas de moneda (Figura 16). Se ha señalado que sus diseños, de fuerte raigambre racional, anticiparon las composiciones y las formas que se generalizarían en España a partir de las postrimerías del siglo XVIII[116]. El cuerpo también contribuyó decisivamente a la política borbónica de ordenación del territorio diseñando caminos, puentes y puertos. Así, por ejemplo, las obras del camino entre Santiago de Chile y Valparaíso, iniciadas en 1792, fueron dirigidas por el ingeniero militar Pedro Rico. La ruta, de cien kilómetros de distancia, fue transitable en su totalidad a partir de 1797, y constituyó una de las obras públicas más importantes realizadas por los españoles en el Reino de Chile[117]. Asimismo, ingenieros como Eustaquio Giannini, que tuvo una participación activa en la construcción del cajón del muelle de Buenos Aires[118], intervinieron en la proyección de los puertos que hubo que construir en América para asegurar las comunicaciones entre la Península y las posesiones ultramarinas.

 

Figura 16. Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. Dibujos de la fachada del ingeniero militar Ignacio Sala (1728) (arriba) y vista aérea actual (abajo)

 

 

 

 

 

Coordenadas: Lat. 37°22’50.25’’ N; Long. 5°59’26.75’’ O.

 

Fuente: Rodríguez Gordillo 2005 p. 57 y Google Earth 2010.

 

Otros miembros de la corporación fueron destacados especialistas en ingeniería hidráulica, dedicándose a la proyección de canalizaciones para el abastecimiento de agua de las ciudades y los campos de cultivo. Este fue el caso de Fernando de Ulloa, hermano del reputado científico y marino. En 1756 fue nombrado director general del canal de Castilla y participó activamente en las obras de construcción de esta infraestructura. En 1767 escribió un Discurso político en que se trata de las utilidades que traen al Estado las acequias de riego y de los obstáculos que se les oponen, texto donde se analizan las dificultades que existían para la extensión del canal, particularmente, la oposición de los dueños de los molinos[119]. Otro ingeniero con responsabilidades en la política hidráulica borbónica fue Sebastián Feringán Cortés, que en 1741 elaboró un ambicioso plan para trasvasar agua de dos afluentes del Guadalquivir –los ríos Castril y Guardal– hasta la cuenca del Segura[120].

Los ingenieros militares también intervinieron activamente en el urbanismo del setecientos. La labor desempeñada en Barcelona por Juan Martín Cermeño y su hijo Pedro Martín constituye un buen reflejo de ello. El primero diseñó el arrabal de la Barceloneta, que empezó a construirse en 1753 (Figura 17). Aunque los planos originales se han perdido, el barrio debió formar un cuadrado de unas diez hectáreas con quince calles estrechas y paralelas al puerto y tres calles más anchas transversales a él, configurándose en uno de los ejemplos más sobresalientes del urbanismo barroco europeo[121]. Por su parte, Pedro Martín Cermeño realizó en 1768 el proyecto de la Rambla de Barcelona, paseo en el que también encontramos representadas algunas de las características fundamentales del urbanismo barroco: amplitud y rectitud, arbolado, formas y alturas homogéneas, etc.[122] Además de las reformas y ampliaciones urbanas, los ingenieros militares intervinieron en el diseño de nuevas poblaciones. Así, por ejemplo, en 1771 Antonio Álvarez Barba realizó una propuesta para construir un nuevo asentamiento en la bahía de Ocoa –actual República Dominicana. El ingeniero estimó que esta obra supondría grandes beneficios económicos y militares, dado que, de un lado, la ensenada era utilizada como escala por las embarcaciones mercantes que realizaban la navegación entre España e Indias, y, del otro, al estar despoblada, era utilizada como refugio por naves inglesas dedicadas al corso[123].

 

Figura 17. La Barceloneta. Detalle de un plano de 1788 (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 41°22’27.45’’ N; Long. 21°11’21.80’’ E.

 

Fuente: Galera et al. 1972, p. 108. y Google Earth 2010.

 

Con todo, la principal labor constructiva a la que se dedicaron los ingenieros militares fue la fortificación de ciudades. La caída de Constantinopla en 1453, cuyas murallas sucumbieron ante proyectiles de más de 350 kilogramos, determinó el inicio de una nueva era de la fortificación castrense. El perfeccionamiento de la artillería –fundamentalmente del cañón y de la pólvora– hizo inservibles las murallas medievales y, a partir de entonces, la defensa de las plazas exigió tanto de un progresivo aumento de la distancia entre el perímetro de la ciudad y el límite exterior de las fortificaciones, como de una multiplicación de elementos arquitectónicos que condujo a una creciente complejidad de los sistemas defensivos[124]. Desde el siglo XVI, numerosos teóricos escribieron tratados sobre fortificación militar y los esquemas renacentistas de ciudades ideales solían incluir complejos sistemas defensivos. Vicenzo Scamozzi fue uno de los principales especialistas en fortificación, ya que a su obra teórica, titulada L’idea dell’architettura universale (1615), se unió el diseño de la pequeña ciudad fortificada de Palmanova, cuyo perímetro es un polígono de nueve lados rodeado de un sistema envolvente de fortificaciones (Figura 18).

 

Figura 18. Ciudad ideal de Scamozzi (izquierda) y vista aérea de Palmanova (derecha)

 

 

 

Fuente: Evers y Thoenes 2003, p. 122. y Google Earth 2010.

 

En España la transición al nuevo sistema de fortificación se realizó tempranamente, lo que permitió el desarrollo de una tradición propia que comenzó a definirse con ocasión de las campañas de los Reyes Católicos en Andalucía e Italia. Las defensas de Fuenterrabía –actual Hondarribia–, San Sebastián, Pamplona, Jaca, Seu d’Urgell, Roses y Salses constituyen buenos ejemplos de aplicación de la moderna poliorcética (Figura 19), a lo que hay que añadir la publicación, en 1598, del libro Teoría y práctica de la fortificación, escrito por el ingeniero Cristóbal de Rojas. A través de la construcción de fortificaciones los ingenieros militares generalizaron una serie de prácticas y de actitudes que luego pudieron ser transferidas a la planificación física de la ciudad. Ante todo, dado que la fortificación de las plazas debía concebirse según planes unitarios, estos técnicos se acostumbraron a proyectar con una visión de conjunto. Uno de los objetivos de la poliorcética defensiva era retardar al máximo la aproximación del ejército enemigo al perímetro interno de las plazas fuertes, “de suerte que –según el ingeniero Jaime Sicre– antes de poderlas atacar y abrir trinchera directamente delante de ellas, sea preciso ocuparse primero de los sitios de los fuertes destacados que suelen colocarse cuando lo permite el terreno”[125]. De este modo, el espacio comprendido entre la fortaleza principal y el límite exterior del sistema defensivo –cuya anchura podía alcanzar, como en Neuf Brisach, los doscientos metros– se colmaba de una intrincada red de hornabeques, revellines, fortines, baluartes y otros elementos interdependientes cuya disposición y trazado obedecían a un plan unitario.

 

Figura 19. Fortalezas de Salses (izquierda) y Roses (derecha)

 

 

     

Coordenadas: Lat. 45°50’22.90’’ N; Long. 2°55’05.95’’ E.

 

Coordenadas: Lat. 42°16’01.60’’ N; Long. 3°10’12.50’’ E.

 

Fuente: Google Earth 2010.

 

La cantidad y la diversidad de obras principales y accesorias que debía albergar una fortificación acostumbró a los ingenieros militares a concebir proyectos sumamente complejos. La poliorcética defensiva obligó, por ejemplo, a tomar en consideración el subsuelo de las ciudades, pues debía preverse la construcción de contraminas para contrarrestar los ataques que pudieran perpetrarse a través de galerías subterráneas. También acostumbró a los ingenieros a tener en cuenta en sus ordenaciones el traspaís de la ciudad, ya que había que mantener sin edificación la zona polémica circundante. A menudo, para el amparo de las plazas costeras se optó por sistemas defensivos elásticos en virtud de los cuales las fortificaciones eran apoyadas por fuertes emplazados en el interior, lo que exigió a los ingenieros militares considerar áreas muy extensas. La defensa de Veracruz, por ejemplo, se encontraba reforzada por el fuerte de Perote, de modo que en caso de conquista de la ciudad las fuerzas defensivas podían replegarse y reorganizarse en el interior. En ocasiones, también hubo que prever determinadas servidumbres que afectaban al territorio circundante de la fortaleza. Así, tras la construcción del castillo de San Fernando de Figueres se tuvo que reservar un área exclusiva de montes y bosques para el aprovisionamiento de carbón a la Real Fábrica de Municiones de Artillería de San Sebastián de la Muga, que fabricaba los morteros y los obuses que se utilizaban en la fortaleza[126].

Además de las consideraciones técnicas, los ingenieros militares también tuvieron que atender a los aspectos económicos y logísticos de las obras. Levantar una fortaleza implicaba un desembolso enorme de dinero, que había que prever con precisión. También se tenía que buscar la forma de financiar los trabajos, contratar a numerosos facultativos y asegurar la mano de obra, que aunque fuera forzosa había que alimentar, alojar, vestir y desplazar. El proyecto de la Ciudadela de Barcelona presentado por Verboom en 1715 se acompañaba de un detallado estudio económico que presupuestaba en 111.331 doblones y 6 reales de plata los trabajos de construcción del cuerpo de la estructura y de las obras exteriores[127]. Además, la construcción de la fortaleza barcelonesa exigió el derribo de unas mil doscientas casas, por lo que el mismo Verboom tuvo que concebir un proyecto de arrabal –nunca ejecutado– para realojar a la población afectada.

La proyección y la dirección de obras de fortificación por parte de los ingenieros militares podrían haber tenido otras influencias en el urbanismo. Así, por ejemplo, mediante la construcción de fortalezas pudieron ensayarse distintas técnicas de adecuación del terreno. Mientras que durante la Edad Media era la fortaleza la que se acomodaba a las irregularidades del terreno, en la Edad Moderna fue éste el que tuvo que adaptarse a las reglas geométricas prescritas en los tratados de fortificación, lo que, a menudo, implicó que los trabajos de construcción acarrearan grandes movimientos de tierra. Otro ámbito en el que pudieron realizarse ensayos fue el del aprovisionamiento de agua, ya que las fortalezas debían albergar depósitos que permitieran la resistencia a asedios prolongados. En el subsuelo del castillo de San Fernando de Figueres se encuentra una de las muestras más importantes de la ingeniería hidráulica española del siglo XVIII. Se trata de un inmenso depósito de agua potable de doce mil metros cuadrados concebido para que la guarnición, que podía superar los diez mil efectivos, resistiera los asedios enemigos.

Lewis Mumford ha sostenido que el influjo de la ingeniería militar barroca también se deja sentir en los procedimientos de actuación del planeamiento urbano contemporáneo. Concretamente, este autor se refiere al “hábito mental de arrasar las cosas, en virtud del cual [el ingeniero] procuraba barrer los obstáculos del suelo, a fin de empezarlo todo de nuevo conforme sus inflexibles principios matemáticos”[128]. Otra influencia destacada por Mumford se refiere al orden extravertido que los ingenieros militares impusieron a los planos de las ciudades[129]. Dicho orden, caracterizado por una plaza abierta de la que irradian avenidas rectas que avanzan hacia el horizonte, tenía una clara función militar, dado que permitía a la artillería dominar todos los accesos desde un punto central. Las Leyes de Indias especificaron pormenorizadamente cómo debía organizarse el espacio interno de las ciudades americanas, y una de las primeras disposiciones establecía que “el plano de la ciudad, con sus plazas, calles y solares se trazará mediante mediciones con regla y cordel, empezando por la plaza principal donde deban converger las calles que conducen a las puertas y caminos principales”[130]. Como han subrayado varios autores, este tipo de trazado presentaba la ventaja militar de poder controlar desde dentro las ciudades sometidas[131]. Pero aun perdiendo esta función militar, continuó siendo utilizado para estructurar el plano urbano de numerosas ciudades del mundo. Mumford cita varios ejemplos, entre los que destaca el plan de Samarcanda de fines del siglo XIX, al que califica de “arquetipo del modo barroco”[132]. Este plan preveía la construcción de una ciudadela en el centro de la ciudad; al este quedaba la ciudad vieja y al oeste la ciudad nueva, cuyas calles y avenidas irradiaban desde la ciudadela (Figura 20).

 

Figura 20. Samarcanda. Plano de 1914 (izquierda) y vista aérea actual (derecha)

 

 

 

Coordenadas: Lat. 39°39’17.10’’ N; Long. 68°57’55.20’’ E.

 

Fuente: Morrison 2008, p. 29 y Google Earth 2010.

 

Durante la Edad Moderna las obras de fortificación no tenían únicamente por finalidad la defensa de las plazas fortificadas, sino que el principal objetivo era proteger el conjunto del territorio. Las decisiones relativas a la construcción de fortalezas o de amparos se concebían según estrategias unitarias y de alcance general, pues se debían preservar todas las posesiones. Lo que, en el caso de grandes potencias coloniales como la española, significaba que fuera “todo un imperio mundial lo que había de defenderse, con una visión global de los peligros y de los posibles apoyos”[133]. Una anónima propuesta de fortificación de la villa de Tremp fechada en 1721 ilustra claramente esto último[134]. El autor estimó que la villa debía fortificarse “para obligar a los enemigos a hacer un sitio formal […] como también para frenar, en ocasión de revolución, los sediciosos”. El autor tenía en mente tanto la invasión francesa de la Conca de Tremp (1719) que se produjo en el contexto de la Guerra de la Cuádruple Alianza (1718-1720), como la intensa actividad guerrillera anti-borbónica que se registró en el corregimiento de Talarn tras la Guerra de Sucesión (1700-1714). Francisco Pío de Saboya, a la sazón Capitán General de Cataluña, desestimó el proyecto esgrimiendo que, en razón de la situación de Tremp y de lo accidentado del terreno, la fortificación de la villa no permitiría defender todo el marquesado de Pallars, sino únicamente las cuencas de Tremp y Orcau. En cambio, donde sí consideró adecuado levantar una fortaleza es en València d’Aneu, población mucho más cercana a la frontera francesa. La propuesta y el documento que la rechazó son un testimonio de que las obras de fortificación se acometían con la finalidad de defender grandes territorios, lo que en algunos ámbitos del imperio dio lugar a la creación de auténticos sistemas regionales de fortificación.

Ante todo, fue preciso defender las costas de las agresiones externas, pues el ideal del momento era la llamada provincia cerrada, protegida por un armazón de torres y fortalezas. Las áreas costeras más estratégicas del imperio hispano se llenaron de una densa red de defensas. En la Península cabe destacar el sistema defensivo del litoral del Reino de Granada, que, como señala Antonio Gil, desde comienzos de la Edad Moderna “se erizó de estancias, atalayas, torres, reductos, fortalezas y plazas fortificadas, unas que ya existían y otras erigidas expresamente para formar parte del nuevo dispositivo defensivo”[135]. En las colonias también se implantaron sistemas de fuertes litorales para asegurar la defensa de los territorios. La isla de Cuba, por ejemplo, que era considerada como la llave geoestratégica del Caribe, fue objeto de una sostenida actividad de fortificación que se prolongó durante prácticamente cuatro siglos. Antonio Ramos Zúñiga ha contabilizado un total de 121 fortificaciones que se construyeron en la isla entre 1513 y 1868, excluyendo las obras temporeras[136].

Las demarcaciones terrestres también fueron objeto de atención en función de las rivalidades y las alianzas de cada momento, a lo que hay que añadir, en las posesiones americanas, la defensa de las fronteras internas. El caso chileno resulta paradigmático en este sentido ya que el continuado hostigamiento mapuche condujo, durante el siglo XVIII, a ejecutar un plan de creación sistemática de nuevas poblaciones y de fortalezas que, en muchas ocasiones, acabarían convirtiéndose en ciudades. Su principal teorizante fue el franciscano catalán Antonio Sors Lleonart, aunque varios ingenieros militares participaron activamente en la proyección y dirección de las obras: Pedro Rico, Carlos de Berenguer, Leandro Badarán, Manuel Olaguer Feliu y Agustín Caballero. El padre Gabriel Guarda estima que en el transcurso del setecientos se fundaron unos sesenta núcleos en regiones que, anteriormente, carecían de centros urbanos, a los que habría que añadir las treinta y nueve villas y los cuarenta “pueblos de indios” que fueron arrasados en 1767 durante un alzamiento indígena[137].

En realidad, los ingenieros militares no hicieron otra cosa que transferir al conjunto del territorio los mismos criterios que utilizaban para la fortificación de las plazas. El tratadista Cristóbal de Rojas lo expresó con claridad meridiana al señalar “que las fortalezas que se hacen en los confines tienen la correspondencia con el reino como los baluartes con las ciudades, y por ello se deben hacer tan vecinas que la una pueda socorrer a la otra y en las partes que más dañen al enemigo”[138]. Antes de que se escribieran estas palabras Juan Bautista Antonelli ya había comparado el litoral con el lienzo de una muralla, en el que las ciudades y las villas eran las puertas de entrada, los pueblos eran los baluartes y las torres de vigilancia eran las almenas[139]. Antonelli realizó este símil en numerosos escritos, entre los que destaca el ambicioso informe para la defensa de las costas valencianas que redactó en 1563[140]. Dicho proyecto constituye un claro ejemplo de la visión territorial de conjunto que tuvieron los ingenieros militares. El objetivo de Antonelli era crear a lo largo de todo el litoral una densa red de puntos fortificados situados a tal distancia que cada uno de ellos abastare con su tiro hasta donde llegara el tiro del siguiente. Además, el ingeniero italiano propuso reorganizar las tropas y las fortificaciones valencianas, estableciendo una jerarquización de sus componentes en razón de las características del terreno y del trazado viario. Josep Vicent Boira ha afirmado que este proyecto constituye una metáfora de la mentalidad moderna respecto al territorio, ya que

“La defensa darrere estructures analitzades i dissenyades sobre el paper per a maximitzar els esforços del defensor i amb uns elements fortificats jerarquitzats i interconnectats que obstaculitzen l’atacant es pot comparar amb la visió del territori, també estudiat i descrit amb detall, amb una jerarquització i vinculació de viles, ciutats i torres, tot sota un control centralitzat i servint els interessos polítics i estratègics de la monarquía”[141].

Con el diseño de sistemas defensivos a escala regional los ingenieros militares se acostumbraron a concebir el territorio de forma integral y jerarquizada. Ya no eran puntos concretos los que había que defender, sino que el conjunto del territorio pasó a ser objeto de atención, lo que exigía un conocimiento preciso de su configuración. Por ejemplo, a la hora de decidir la fortificación de una plaza se tenían que examinar los caminos que podían seguir las tropas enemigas, pero al mismo tiempo las fortalezas no podían ubicarse en lugares excesivamente húmedos, pues de lo contrario la pólvora se echaría a perder, ni tampoco podían emplazarse en depresiones rodeadas de montañas, ya que el invasor podría arrebatarlas con relativa facilidad. Atendiendo a la geografía física y humana de la Península, una serie de fortalezas se convirtieron desde el siglo XVI en las llaves de España, tal como las denominó Spanochi: Fuenterrabía, San Sebastián, La Coruña, la Barra de Lisboa, el castillo de Cádiz, Gibraltar, Cartagena, Perpiñán, Jaca y Pamplona[142]. En un nivel jerárquico inferior se situaban otras fortificaciones, como las de Ibiza y Mallorca para la defensa del Mediterráneo.

Obviamente, las decisiones estratégicas también dependían del juego de alianzas y rivalidades de cada momento, así como de los peligros que provenían del interior. Los conflictos entre las potencias europeas podían perfectamente ramificarse a América, de modo que la defensa de todo el imperio debía planificarse globalmente[143]. A ello había que añadir las consideraciones económicas, pues organizar un sistema defensivo a escala mundial era una empresa sumamente costosa. Un plan como el que Antonelli concibió para la defensa del litoral valenciano exigía un gran desembolso de dinero, lo que a la postre determinó que no se llevara a la práctica. El ingeniero cifró en siete u ocho mil ducados la contribución anual que debía realizar la Generalitat, suma a la que se añadiría un fondo específico de necesidad y el dinero aportado por la Corona[144]. Asimismo, los ingenieros tenían que atender a los avances de la artillería y de la táctica militar, por lo que las readaptaciones de los sistemas defensivos tuvieron que ser constantes. Como observó el estratega Karl von Clausewitz en 1832, a partir del momento en que las tropas atacantes adquirieron mayor capacidad para maniobrar “la defensa buscó protección detrás de los ríos o valles profundos o en las montañas”[145]. Por tanto, la organización de sistemas defensivos también obligó a tomar en consideración los elementos del paisaje natural, para lo cual se requería disponer de una buena cartografía.

 

Conclusión

A veces las cosas existen cuando todavía no tienen nombre, pues mucho antes de que Ildefonso Cerdá o Patrick Geddes realizaran sus aportaciones a la planificación de la ciudad y el territorio se habían desarrollado numerosas experiencias que sentaron algunas de las bases de la ordenación territorial contemporánea. Este trabajo se ha limitado a poner de manifiesto la influencia de determinadas experiencias llevadas a cabo durante la Edad Moderna, pero ello no significa que otras, incluso anteriores, carezcan de importancia ni de conexión con la situación actual.

Es innegable que el desarrollo de la sociedad industrial en el siglo XIX comportó la aparición de problemas urbanos que eran cuantitativa y cualitativamente distintos a los del Antiguo Régimen. La Revolución Industrial motivó una serie de transformaciones que cambiarían para siempre las formas de vida del hombre. Como es lógico, el espacio urbano no podía permanecer ajeno a estas mutaciones y Cerdá inventó el urbanismo para responder a la nueva oleada de problemas, sin comparación en la historia de la humanidad, que suscitó la industrialización de las ciudades. Aun así, no puede sostenerse que las nuevas formulaciones manaran de la nada, como parecen sugerir algunas concepciones rupturistas, pues durante toda la Edad Moderna se había gestado una riquísima tradición de pensamiento urbanístico y territorial que, en buena medida, heredarán los urbanistas del XIX y servirá de base a las nuevas ideas y realizaciones. Por tanto, debería reconsiderarse la vieja dicotomía entre arte urbano y urbanismo, distinción que, desde luego, no consideramos que sea tan clara como a veces suele presentarse.

 

Notas

[1] Esta investigación se ha financiado con fondos del Programa de Formación del Profesorado Universitario del Ministerio de Ciencia y Tecnología.

[2] Vilà Valentí 1982.

[3] Según una influyente monografía de Françoise Choay (1976), el urbanismo sólo apareció en la segunda mitad del siglo XIX para resolver el problema de la ordenación de la ciudad industrial. En este mismo sentido, Gaston Bardet (1964, p. 13) establece una distinción clara y unívoca entre el arte urbano, que sería lo propio de las sociedades preindustriales, y el urbanismo, característico de las sociedades contemporáneas. En cuanto a la planificación física de ámbitos regionales o subregionales, su aparición se supone todavía más tardía. Peter Hall (1996, p. 148-158) mantiene que su creador fue Patrick Geddes, autor que sostuvo que la región constituía una base esencial para la reconstrucción de la vida social y política, de modo que la planificación urbana debía abordar el estudio de los recursos regionales, las respuestas humanas a estos recursos y el paisaje cultural resultante.

[4] Equipo Urbano 2007a y 2007b.

[5] Castro y Vargas 2009.

[6] Heck Simon y Trentin 2009.

[7] Bonastra y Jori 2009a y 2009b.

[8] Historia de la Guerra del Peloponeso, VII, 78 (ed. cit.: Thucydides 1954 , p. 530).

[9] Para Ruskin (1859, p. 78) “merced a una ley divina y natural, tanto los placeres como las virtudes del hombre llegan a ser más preciosos cuando son fruto de una colaboración. La arquitectura urbana puede así adquirir un encanto y una santidad que falta incluso en el templo”. Por su parte, Morris (2008, p. 88) señaló en una conferencia pronunciada en 1883 que “el arte popular, el arte que resulta de la cooperación de numerosos espíritus, temperamentos y talentos, en el que cada cual subordina su actividad a la de la comunidad, sin perder su individualidad, ese arte es inestimable, e irreparable es su pérdida”.

[10] Cit. en Alfonso X el Sabio 1992, p. 440, n. 1.

[11] Las Siete Partidas, Partida 7, Título 32, Ley 6 (ed. cit.: Alfonso X el Sabio 1992, p. 439-440).

[12] Morris 1984, p. 178-179.

[13] Sobre las ciudades ideales del quinientos, véase Moreno Chumillas 1991.

[14] Zucker 1959. Cit. en Morris 1984, p. 189.

[15] Capel 2005a, p. 84-88.

[16]Norberg-Schulz 1983, p. 130.

[17] Luque 1996, s/p.

[18] Benevolo 1994, p. 72.

[19] Tomamos el ejemplo de Benevolo 1994, p. 62-63. Sobre la ordenación del parque Wilhelmshöhe, véase también Fariello 2004, p. 181-183.

[20] Capra 2008, p. 90-91.

[21] Los pormenores de este proyecto en Masters 1998.

[22] En este mismo sentido, Erwin Panofsky (1987, p. 133) señala que la perspectiva renacentista supuso la transición del espacio psicofisiológico al espacio matemático.

[23] Kuhn 1996, p. 177.

[24] Goycoolea Prado 2000, s/p.

[25] Goycoolea Prado 1998.

[26] Goycoolea Prado 2000, s/p.

[27] Sennett 2002, p. 225.

[28] Díaz Moreno 2003, p. 202.

[29] Navarro de Zuvillaga 1989, p. 731-732.

[30] Cit. en Mankiewicz 2005, p. 73.

[31] Mumford 1966, II, p. 518.

[32] Cit. en Koyré 1990, p. 271.

[33] Sobre la cosmología aristotélica, véase, por ejemplo, Crombie 1974, I, p. 76 y ss.

[34] En realidad, el camino venía gestándose desde 1277, año en que los doctores de la Sorbona afirmaron que Dios podía mover el universo con movimiento rectilíneo y crear infinitos mundos, contradiciendo, de este modo, a Aristóteles. El decreto condenatorio de las tesis aristotélicas ha sido traducido y estudiado por Francisco León (2007). Asimismo, deben señalarse las aportaciones de Nicolás de Cusa, que fue uno de los primeros filósofos que rechazó la concepción cosmológica medieval. Sobre la obra de este cardenal, véase, por ejemplo, Koyré 1979, p. 9-26.

[35] Janson 2003, p. 423.

[36] Goycoolea 2002, p. 412.

[37] Un trabajo sobre la política estadounidense de colonización del territorio durante los primeros años de la República en Ernst 1979.

[38] Ortiz 1994, p. 61.

[39] Cit. en Koyré 1979, p. 42.

[40] Cit. en Koyré 1979, p. 43.

[41] De todos modos, Galileo y Descartes mantuvieron posturas ambiguas respecto al infinito. El primero consideró frecuentemente segmentos de recta formados por infinitos puntos, mientras que el segundo afirmó que el universo es indeterminado, lo que significa que carece de fronteras. En cambio, Kepler sí que rechazó el infinito de forma unívoca. Para él, el mundo era expresión de Dios y, por tanto, debía tener una estructura ordenada que no podía hallarse en el universo infinito e informe. Sobre el concepto de espacio de los principales científicos y filósofos del Renacimiento, véase Pizarro 1995.

[42] Oliveira 1998, p. 199.

[43] Benevolo 1994, p. 16-17.

[44] Benevolo 1994, p. 17-18.

[45] Benevolo 1994, p. 28.

[46] Koyré (1979, p. 5; 1990, p. 2) apunta la idea, aunque no cree que constituya una explicación plenamente satisfactoria de la Revolución Científica.

[47] El sabio griego habló de ello en la Moral a Nicómaco, X, VIII (ed. cit.: Aristóteles 1873, p. 286-289).

[48] Glacken 1996, p. 427-459. El capítulo lleva el expresivo título de “El desarrollo de la conciencia del control de la naturaleza”. Nos basaremos en estas páginas para redactar este subapartado.

[49] Cit. en Sánchez Vázquez 2003, p. 51, n. 15.

[50] Mumford 2002, p. 60-66.

[51] En el Discurso del método (1637) el autor dijo que “averiguando la fuerza y acción del fuego, el agua, el aire, los cuerpos celestes y los cielos, y de todas las cosas físicas que nos rodean, tan distintamente como conocemos los variados oficios de nuestros artesanos, podemos aplicar el nuestro del mismo modo a todos los usos para los cuales es propio, y hacemos, por así decirlo, señores y dueños de la naturaleza” (cit. en Glacken 1996, p. 441).

[52] Capel 1985, p. 42-46.

[53] Cit. en Glacken 1996, p. 438.

[54] Glacken habló de ello en su contribución al simposio Man’s Role in Changing the Face of the Earth, que tuvo lugar en 1955 en Princeton. Una traducción castellana del texto en Glacken 2005 (sobre la tala de árboles, véanse las p. 456-457).

[55] Moreno García 1999, p. 10.

[56] Gaudin 1996, p. 12.

[57] Hemos consultado el texto de la ordenanza publicado en Baudrillart 1821, p. 41-92.

[58] Gómez-Centurión 2002, desplegable.

[59] Ensenada no se limitó a organizar espectaculares celebraciones públicas, sino que recurrió a otros medios para legitimar al nuevo monarca. Así, por ejemplo, organizó misiones a los archivos para hallar antecedentes y etimologías del nombre “Fernando”, esgrimiéndose que provenía de dos voces góticas que significan “paz” y “reconciliación”. Asimismo, la fecha de nacimiento de Fernando VI se hizo coincidir con la del emperador Augusto. Sobre ello, véase Gómez-Centurión 2002, desplegable.

[60] Véase también Biedma 1997, p. 117, que menciona como ejemplos representativos de este “urbanismo de teatro” el Puente de Toledo (1722), el Cuartel del Conde-Duque (1720) y el Hospicio (1722-1729).

[61] Sobre estas cinco plazas, véase, por ejemplo, Morris 1984, p. 218-223.

[62] Bacon 1982. Cit. en Morris 1984, p 225, quien describe, sintéticamente, el proceso de formación de los Campos Elíseos (p. 222-224).

[63] Elena 1989, p. 35.

[64] Cit. en Capel 2002a, p. 226.

[65] Capel 2002a, p. 254.

[66] Equipo Urbano 2007b, s/p.

[67] Benevolo 1996, p. 46.

[68] Clifford 1966. Cit. en Morris 1984, p. 238.

[69] Un trabajo sobre Versalles en el siglo XVII en Garrigues y Cornette 2001.

[70] Cit. en Benevolo 1996, p. 55.

[71] Entre los ejemplos más sobresalientes se pueden citar jardines construidos en los reinos y principados alemanes (Nymphenburg, Munich; Bruhl, Colonia; Wilhelmshöhe, Kassel; Ludwigsburg, Stuttgart); en Austria (Schonbrun, Viena); en Prusia (Charlottemburg, Berlín); en los Países Bajos (Heemstede, Utrecht; Het Loo, Apeldoorn); en Gran Bretaña (Hampton Court, Londres; Bandmington, Gloucester); en el Reino de Saboya (Stupinigi, Turín); y en el Reino de Nápoles (Caserta, Nápoles). En España la influencia francesa se dejó sentir en jardines como los de Aranjuez, Riofrío y la Granja de San Ildefonso.

[72] Capel 2002a, p. 248.

[73] Ponz 1972 [1772-1794], IV, p. 17-18.

[74] Ponz 1972 [1772-1794], IV, p. 18.

[75] Ponz 1972 [1772-1794], IV, p. 20.

[76] Capel 2002a, p. 259.

[77] Hablan de ello Morris 1984, p. 425; Benevolo 1996, p. 91; y Capel 2002a, p. 259-260. También se ha señalado la influencia del trazado versallesco en el diseño de Annapolis, fundada en 1694 (Capel 2002a, p. 259).

[78] Equipo Urbano 2007b, s/p.

[79] Capel 2002a, p. 243-245.

[80] Sobre esta polémica, véase García Tapia 1994, p. 203-205. Este autor sostiene que la obra fue escrita por Pedro Juan de Lastanosa, matemático e ingeniero aragonés, pero historiadores como José Antonio García Diego, quien se encargó de la edición del manuscrito en 1983, han negado la posibilidad de esta autoría. Lo que es seguro es que Los Veintiún libros no fueron escritos por Juanelo Turriano, relojero italiano que trabajó a las órdenes de Carlos V y Felipe II, dado que el texto se encuentra plagado de aragonesismos y de referencias a Aragón. La alusión del título a Juanelo se debe a la fama que adquirieron sus artificios. Por tanto, “máquinas de Juanelo” debe entenderse como “máquinas artificiosas”.

[81] García Tapia 1997, p. 232-233.

[82] Cit. en Brown y Elliott 1981, p. 283.

[83] Un trabajo sobre la ingeniería y la política hidráulica españolas del setecientos en Capel 1997.

[84] Tovar 2002, p. 156.

[85] Capel 2002a, p. 244.

[86] Capel 2002a, p. 244-245.

[87] Álvarez de Quindós 1804, p. 6.

[88] Capel 2002a, p. 247.

[89] Benevolo 1996, p. 55.

[90] Brown y Elliott 1981, p. 107.

[91] Gil 1802 [1564], p. 74.

[92] López Piñero (Dir.) 2002, p. 155.

[93] Tal como se desprende de un documento de 1478 conservado en el Archivo General de Simancas y citado en López Piñero (Dir.) 2002, p. 149.

[94] Fernández Cánovas 2001, p. 50.

[95] Cámara Muñoz 1991, p. 30.

[96] Sobre este proyecto cartográfico, véase, por ejemplo, Thrower 2002, p. 98-100.

[97] Sobre la cartografía militar española en América, véase también Paladini 1989.

[98] Cámara Muñoz 1991, p. 26.

[99] Fernández Cánovas 2001, p. 53.

[100] Sobre estos proyectos, véase García Tapia 1989, p. 57-72 y Suárez 2007.

[101] Cit. en Capel 1982, p. 334.

[102] Cit. en Casals y Capel 2002, p. 316.

[103] Sobre la formación de los ingenieros militares españoles en el siglo XVIII, véase Capel et al. 1988, p. 95-254.

[104] Cit. en Moncada 1993, p. 9.

[105] Cit. en Muñoz Corbalán 1993, I, p. 326.

[106] Un comentario y transcripción del primer informe en Jordá 2005; y de los otros dos en Jori 2005a.

[107] Cit. en Moncada 1993, p. 9.

[108] Capel 1982, p. 298.

[109] Con todo, no debe soslayarse que se trataba de mapas y planos elaborados, básicamente, como parte de una estrategia militar de defensa del territorio, por lo que, como ha señalado Miguel Alonso Baquer (1972, p. 36), “los principios matemáticos que darían lugar a las proyecciones equivalentes y conformes no tenían para [los ingenieros militares] especial utilidad”.

[110] Capel 2005b, s/p.

[111] Humboldt 1978 [1808], donde por ejemplo se hace referencia a observaciones zoológicas (p. 200) y mediciones pluviométricas (p. 521) efectuadas por Constanzó.

[112] Humboldt 1978 [1808], p. 464 y 537.

[113] Humboldt 1978 [1808], p. 263 y 265.

[114] Sobre la implicación de los ingenieros militares en la obra pública de los siglos XVII y XVIII, véase Capel 1991 y Nóvoa 2005.

[115] Fernández Cánovas 2001, p. 56. En Francia, por el contrario, la institucionalización del cuerpo profesional de ingenieros civiles fue mucho más temprana, pues desde 1747 existió una École des Ponts et Chaussées al margen de las escuelas militares. Sin duda, esta temprana desvinculación del ejército constituye uno de los factores que explican el que la ingeniería civil francesa fuera la más eficaz del mundo durante los siglos XVIII y XIX.

[116] Hernando 2004, p. 36-37.

[117] Ramón 1992, p. 144-145.

[118] Díaz-Marta 1975, p. 861.

[119] Un comentario y transcripción del documento en Capel 2002b.

[120] Sobre este proyecto, véase Capel 2001.

[121] Un trabajo sobre la formación y el urbanismo de la Barceloneta en Tatjer 1972.

[122] Un estudio histórico de la Rambla en Arranz 2003.

[123] Un comentario y transcripción del proyecto, que jamás llegó a ejecutarse, en Jori 2007.

[124] Morris 1984, p. 185.

[125] Cit. en Capel 2005c, p. 237.

[126] Baig 2008.

[127] Muñoz Corbalán 1993, I, p. 231.

[128] Mumford 1966, II, p. 528.

[129] Mumford 1966, II, p. 529.

[130] Recopilación de Leyes de las Indias, Libro IV, Título VII, Ley I.

[131] Entre otros, Stanislawski 1974 [1946].

[132] Mumford 1966, II, p. 531.

[133] Capel 2005c, p. 232.

[134] La propuesta se halla recogida en un documento titulado Descripción de la Villa de Tremp en la forma que está y la que se fortifica, que comentamos y transcribimos en Jori 2005b junto con la carta en la que se rechazó el proyecto.

[135] Gil Albarracín 2004, p. 25-26.

[136] Ramos Zúñiga 1993, p. 49.

[137] Guarda 1968, p. 71.

[138] Cit. en Capel 2005c, p. 232.

[139] Boira 1992, p. 186.

[140] Sobre este proyecto, véase, por ejemplo, Gil 2009-2010, p. 22-23.

[141] Boira 1992, p. 198.

[142] Capel 2005c, p. 232.

[143] Es lo que ocurrió, por ejemplo, con las guerras por el III Pacto de Familia (1762-1763 y 1779-1783) o la guerra por la alianza franco-española de 1796, que enfrentaron a España con Inglaterra, y que motivaron la organización de un vasto esquema de defensa litoral en las posesiones españolas de América.

[144] Boira 1992, p. 193-194.

[145] Cit. en Capel 2005c, p. 234.

 

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Gerard Jori, 2010.
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Ficha bibliográfica: 


JORI, Gerard. Algunos precedentes de la planificación física de la ciudad y el territorio a través de Google Earth. Ar@cne. Revista Electrónica de Recursos en Internet sobre Geografía y Ciencias Sociales. [En línea. Acceso libre]. Barcelona: Universidad de Barcelona, nº 134, 1 de junio de 2010. <http://www.ub.es/geocrit/aracne/aracne-134.htm>.


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