Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales 
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9796]
Nº 143, 9 de marzo de 1999

GIGOSOS, P. y SARAVIA, M., Arquitectura y urbanismo de Valladolid en el siglo XX. Valladolid: Ateneo de Valladolid, 1997, 464 pp.

Rafael Serrano García
Profesor de Historia Contemporánea. Universidad de Valladolid


 Para quienes hemos conocido y padecido la historia urbanística de Valladolid en la segunda mitad de este siglo, el libro de P. Gigosos y M. Saravia colma un vacío que desde hace tiempo precisaba llenarse para lograr una comprensión adecuada del proceso de crecimiento y diversificación espacial seguido por la vieja ciudad castellana en esta etapa más contemporánea, un proceso que se erige más bien en contra-ejemplo de política urbanística. El caso vallisoletano, aunque no sea excepcional en el contexto de la España franquista, parece destacarse por lo extremoso y contradictorio de las actuaciones seguidas como ya apuntó Chueca Goitia. De ello da da testimonio la circunstancia, señalada por los autores, de que "en los últimos años, cuanto se ha escrito sobre las transformaciones de Valladolid en este siglo gira en torno a las ideas de destrucción y de pérdida".

Es justo, por otra parte, que este volumen se inserte en una colección de historia de la ciudad del Pisuerga, ya que lo ocurrido en los planos urbanístico y de vivienda durante la dictadura franquista constituye un elemento muy importante de la memoria que los vallisoletanos tienen de esta etapa de su historia, de su memoria vivida. Y es que en Valladolid, como en otras ciudades españolas, las contradicciones generadas por el anárquico crecimiento urbano que se inicia ya en la década de 1950, orientado por un capitalismo rapaz y que no encontraba ningún obstáculo en la persecución de una rentabilidad inmediata, constituyeron un elemento crucial en el proceso de concienciación política de muchos ciudadanos respecto del régimen franquista.

De poco le valió a Valladolid, tras finalizar la Guerra Civil, su rico y glorioso pasado, su condición de asiento muy frecuente de la corte castellana, sobre todo en los siglos XV y XVI, la presencia de importantes instituciones del Estado del Antiguo Régimen, como la Real Chancillería ni, por supuesto la existencia hasta fechas recientes de todo un rico tejido urbano en el que se plasmaba ese legado histórico -que contrastaba con la decadencia contemporánea- poblado de palacios de nobles y dignatarios cortesanos, de fundaciones religiosas, hospitales, etc.: los autores, teniendo en cuenta la burda desconsideración hacia ese legado por parte de la elite de poder franquista proponen como explicación la de que "Valladolid es una ciudad de naufragios".

Tampoco el cultivo privilegiado de la historia ciudadana traducido en un grado de conocimiento, muy superior al logrado para otras ciudades, de la trayectoria seguida por la de Valladolid, de sus fases de bonanza y declive, de las peculiaridades amasadas a lo largo de todo ese proceso, que deberían haber fundado una conciencia de los valores distintivos de la ciudad -de la "vallisoletaneidad"-, llegó a calar en dicha elite, incitándola a impulsar un crecimiento mínimamente ordenado, que conciliara la preservación del legado histórico -de ese patrimonio que los políticos hoy en el poder, tanto en la ciudad como en la administración autonómica, provinientes en muchos casos del Franquismo, gustan tanto de invocar, convirtiéndolo casi en un objeto de culto y en seña de identidad de la derecha castellana- con las reglas y principios de la modernidad arquitectónica y urbanística que la ciudad necesitaba para dar un cauce adecuado a la fuerte expansión económica que acompañó al final de la autarquía y que se dejó notar con especial intensidad en Valladolid.

Es verdad que la lamentable evolución urbana seguida por esta vieja urbe castellana quedó prefijada en el planeamiento ejecutado en 1938 por el urbanista alcoyano César Cort, en el que junto con algunas ideas fecundas como la de extender la urbanización por la margen derecha del río Pisuerga (que operó largo tiempo como una barrera para el crecimiento urbano), se mostraba una completa incomprensión respecto de la estructura del centro histórico vallisoletano señalando la imposibilidad "de cualquier mejora que no parta del principio de la destrucción total de lo existente". En relación con este drástico dictamen, que se procuraba paliar mediante el proyecto de terminación de la catedral herreriana, Cort proponía la apertura de grandes arterias que tajaban el viejo casco (la Gran vía del Rosario y la de las Angustias), y que debían enlazar con las carreteras que llegaban a Valladolid, o con los puentes que asegurarían la conexión con la otra orilla del río, la realización de una "avenida de las fábricas", que facilitase la movilidad de la población trabajadora, la zonificación de la periferia en manzanas industriales, residenciales o agrícolas.

Lo cierto es que, a pesar de que el propio Ayuntamiento se dió cuenta en seguida de la impracticabilidad del plan en sus estrictos términos debido a los enormes problemas que entrañaban las nuevas alineaciones a que conducía una reforma tan radical del callejero, durante las tres décadas siguientes las directrices de Cort condicionaron las actuaciones urbanísticas, procediendo el Ayuntamiento a soluciones provisionales consistentes en la reforma del proyecto original (así, la de 1950 y las no menos importantes Ordenanzas de 1945) que aunque con una formalización distinta acabaron produciendo "una realidad donde el plan pudo por fin reconocerse". Además, y éste es un aspecto que los autores destacan, este primer documento de ordenación general legitimó una falta de sensibilidad antes los valores históricos y culturales de la vieja urbe castellana la cual iba a impregnar la actuación posterior de políticos, técnicos municipales, arquitectos y promotores privados.

Una actuación tendente a lograr el máximo de edificabilidad que tendría su concreción especialmente desde la segunda mitad de la década de 1950 y que vino facilitado por cambios en las alineaciones, por la apertura de nuevas calles al objeto de revalorizar los solares colindantes, por la alteración de los usos previstos por Cort en la periferia, todo con vistas a lograr una fuerte densificación de los nuevos barrios construidos con subvención oficial, como el de Rondilla. A todo esto, la oposición manifestada por la comisión provincial de monumentos (luego continuada por la de protección del patrimonio histórico artístico, en la que J.J. Martín González tuvo un fuerte protagonismo) poco pudo hacer para evitar la destrucción, orientando sus esfuerzos a conseguir que una vasta zona del centro urbano fuera declarada conjunto histórico-artístico, esfuerzos meritorios pero que los autores interpretan como una solución de compromiso que no evitó la destrucción de numerosos edificios antiguos, algunos de cuyos elementos singulares se incorporaban a las nuevas edificaciones, dando lugar a híbridos muy poco afortunados que no preservaban realmente lo antiguo y ponían al propio tiempo cortapisas a una expresión adecuada de fórmulas constructuvas modernas.

Tampoco el denominado "Plan Mesones", de larga tramitación, pero aprobado finalmente en 1969, proporcionó el instrumento que permitiera una corrección sustancial de la política urbanística seguida hasta entonces (a pesar de que contenía aspectos fecundos, como el principio de los planeamientos parciales para el desarrollo del suelo situado fuera del perímetro sancionado por la práctica anterior): de hecho, la década de 1970 contempló las mayores destrucciones y la continuidad del proceso de densificación, avalado y facilitado por la municipalidad. Resulta claro, a la luz de todo lo expuesto, que en Valladolid el urbanismo, entendido como ciencia de la administración de los valores urbanos (en definición de G.C. Argan cuya autoridad los autores invocan repetidamente), no tuvo cabida.

No desearíamos sin embargo, transmitir al lector la idea de que este libro se centra principalmente en los avatares seguidos por el viejo casco vallisoletano. Los autores, arquitectos urbanistas con una larga experiencia profesional y académica se han propuesto ofrecer una imagen globalizadora de la evolución urbana, prestando una gran atención al análisis de las importantes promociones inmobiliarias de carácter social que llevaron a cabo organismos estatales, en los tiempos de la autarquía (Obra Sindical del Hogar, Instituto Nacional de la Vivienda, junto con algún patronato surgido en la ciudad, como el de S. Pedro Regalado) y constructores particulares, en la época del desarrollo y que se tradujeron en una ampliación sin precedentes del parque de viviendas existente cuyas características constructivas y distribución interna son analizados con extremo detalle, poniendo de relieve la mayor calidad de las edificadas por los organismos estatales (se destaca, por ejemplo, la originalidad y acierto del Barrio Girón) y el hecho de que no comprometieran el desarrollo urbanístico de la ciudad, cosa que sí hicieron, en cambio las masivas promociones privadas de los años sesenta y setenta en las que, además, la calidad de la vivienda fue ínfima.

Los autores estudian asimismo la tímida apertura a los esquemas urbanísticos propiciatorios de una ciudad moderna, que irrumpieron plenamente en fecha tardía con la urbanización de la Huerta del Rey, se ocupan extensamente de los equipamientos, de las exigencias impuestas a la ciudad por el incremento del tráfico automovilístico, realizan un estudio prosopográfico del pequeño grupo de personas que tuvo responsabilidades, desde el ámbito público o privado (a veces, como ocurría con los arquitectos municipales, desde ambos al mismo tiempo) en la política urbana, analizan detalladamente, como hemos señalado, los diferentes planes vigentes, el tipo de arquitectura que se ha empleado en la ciudad, etc.

Y lo hacen sin renunciar a inscribir el urbanismo y la arquitectura dentro de una dimensión social, histórica y, por ello, política, y recogiendo como es lógico las aportaciones del ya importante conjunto de estudios realizados por geógrafos, historiadores del arte, urbanistas, etc., que desde comienzos de los años 1970 (en que aparecieron trabajos pioneros, como los de A. Begines, E. Fernández de Diego o J. García Fernández) han puesto el dedo en la llaga acerca del empobrecedor y caótico desarrollo que estaba siguiendo la vieja ciudad castellana pero cuyo meritorio legado ha puesto en exceso el acento (sobre todo los historiadores del arte) en la pérdida y la destrucción acogiéndose a un enfoque de lo urbano que, simplificando mucho, privilegia lo antiguo y mira con cierta prevención a lo moderno (cabría citar a este respecto los por otro lado valiosos estudios de JJ. Martín González, M.A. Virgili, J. Urrea, M.A. Fernández del Hoyo, entre otros autores). Un enfoque que Saravia y Gigosos no suscriben, a pesar de su probada sensibilidad hacia los valores históricos y culturales del hecho urbano, ya que opinan que los responsables de la política municipal y los arquitectos y urbanistas que la ejecutaron podrían haber puesto en práctica un urbanismo que conciliara la preservación de lo antiguo (que aportaba un ingrediente primario de la identidad urbana) con las necesidades de una ciudad en expansión, algo que sólo se procuró cuando gran parte del mal estaba hecho por medio de planes como el de 1980-84. En cualquier caso, el texto no está exclusivamente motivado por el lamento y la añoranza de lo perdido, sino que mira también hacia el futuro, hacia las posibilidades y perspectivas que se abren a Valladolid y que el freno por los ayuntamientos democráticos de buena parte de los desafueros urbanísticos de la época franquista permiten encarar con mayor confianza (no total, desde luego, como evidencian algunas actuaciones preocupantes avaladas por el actual Ayuntamiento de mayoría popular, como el derribo del Convento de las lauras, de la Posada de Porta Coeli, etc.).

© Copyright: Rafael Serrano García, 1999
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