Biblio 3w. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales.
Universidad de Barcelona, nº 33, 1 de junio de 1997

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Libros y lectura en el Renacimiento : el caso de Barcelona

PEÑA, M.. Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas. Lérida: Editorial Milenio, 1996. 372 p.

PEÑA, M.. El laberinto de los libros. Historia cultural de la Barcelona del Quinientos. Madrid: Fundación Sánchez Rupérez, 1997. 547 p.

José Pardo Tomás
(Departamento de Historia de la Ciencia.
Institución "Milà i Fontanals" CSIC, Barcelona)


Barcelona, 1502. En la plaza pública se procede a la venta en almoneda de los libros poseídos en vida por el difunto cirujano Miquel Climent. En la subasta se dan cita un grupo de personas de variada condición. Dada la profesión del antiguo propietario de los libros, no extraña ver reunidos a tres barberos, dos cirujanos, un médico y dos estudiantes; pero también acuden otras personas no pertenecientes al ámbito de las profesiones y ocupaciones sanitarias (seis notarios, tres presbíteros, dos canónigos); incluso, se halla gente de mucha más modesta extracción social, como un chatarrero y un peletero. Cuando termina la subasta y cada uno vuelve a sus quehaceres con alguno de los libros de Climent bajo el brazo, el resultado no deja de ser sorprendente para nosotros espectadores de cinco siglos después: el médico compró una obra de Séneca, uno de los barberos se quedó con las apostillas de Nicolás de Lira al Salterio y una obra de Egidio Romano en latín, por el contrario uno de los canónigos se llevó a casa un Regiment de sanitat de Arnau, un presbítero compró una de las obras de cirugía y el chatarrero adquirió uno de los pocos libros de medicina de Climent.

Esta breve narración de un suceso real, recogido por Manuel Peña en la p. 216 de su primer libro, no es solamente una anécdota curiosa para desenmascarar alguno de los prejuicios más sólidamente establecidos sobre nuestra ignorancia. Ciertamente, superada la primera perplejidad, no faltan argumentos para elaborar con rápidez explicaciones que vuelvan las aguas a su cauce y todo pueda seguir como estaba. Pero si un historiador al uso se quedara simplemente en esta primera lectura superficial del suceso y como toda conclusión extrajera una condescendiente explicación dirigida más al no iniciado que a él mismo, buena parte del esfuerzo de Manuel Peña para rescatar de los archivos notariales toda una riquísima documentación sobre el mundo del libro de la Barcelona renacentista, habría caído en saco roto. Por otra parte, no tendría nada de extraño, tratándose del tema que se trata. Me explico. Entre la historia de la ciencia y la historia del libro se ha establecido una larga relación de encuentros y desencuentros en la que claramente han prevalecido estos últimos, a pesar de lo fructíferos y apasionantes que han resultado siempre los primeros.

Dentro de pocos meses se cumplirán cuarenta años de la publicación de L'aparition du livre, la obra de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin que marcó sin duda un antes y un después en los estudios acerca de la historia del libro. La importancia de esta obra se dejó sentir no sólo en el mundo historiográfico de lengua francesa, sino también en otros ámbitos, incluido el de habla hispana, pues, como se recordará, Agustín Millares Carlo preparó una edición en castellano de la obra de Febvre y Martin, que se publicó en México, en 1962. Desde entonces, naturalmente, ha llovido mucho sobre el mundo historiográfico interesado por el libro impreso y se han ido añadiendo nuevas perspectivas y nuevos planteamientos, aunque es de justicia señalar que una parte no despreciable de esas novedades pueden considerarse resultado de la directa incitación a seguir caminos no trillados, apuntados a veces con apenas unas lúcidas frases, por Lucien Febvre y su entonces joven discípulo Henri-Jean Martin. De hecho, la posterior producción de Martin no hizo sino confirmar los excelentes resultados que se podían obtener siguiendo algunas de las rutas señaladas en 1958. Baste recordar su Livre, pouvoirs et société à Paris au XVIIe siècle, aparecido en 1969 y la dirección de la monumental obra Histoire de l'édition française, publicada entre 1982 y 1985, junto con Roger Chartier.

La historia francesa del libro fue desarrollando a lo largo de todo ese tiempo un enfoque original, "apoyado en la cifra y en la serie, [...] centrado en la coyuntura de la producción impresa, en su desigual distribución en el seno de la sociedad, y en los medios profesionales de la imprenta y de la librería", como la ha definido en pocas líneas el propio Roger Chartier, autor que prologa (y sintetiza tan lúcidamente el contenido, que quizá debería haber situado su escrito como un epílogo al libro) el segundo de los libros de Peña. El éxito que acompañó al desarrollo de esta historia serial del libro, al socaire de la moda cuantitativista y con el beneplácito de la siempre poderosa revista Annales, produjo también a mediados de los años ochenta la necesidad de una profunda renovación, que encabezaría precisamente Chartier, sin duda la persona mejor situada para efectuar dicha renovación sin perder la enorme visibilidad de que gozaban los estudiosos más tradicionales. De hecho, puede decirse que la nueva historia del libro "a la francesa", que sus cultivadores prefieren denominar "historia de la lectura" para señalar así hacia donde han evolucionado sus planteamientos, goza de una excelente difusión no sólo en Francia, sino también en otros países. Incluso en el mundo de habla hispana, donde en los primeros años noventa se ha editado buena parte de la producción de Chartier y donde se han realizado trabajos de enorme interés y perfectamente homologables a los mejores de los producidos en el mundo francófono.

La lectura de los dos libros de Manuel Peña aquí reseñados puede resultar una excelente puesta al día, ya que la primera característica reseñable de las monografías de Manuel Peña es su óptima asimilación de las más tradicionales y las más innovadoras aproximaciones procedentes del mundo de la historia del libro y muestran hasta qué punto la aplicación de determinados supuestos teóricos y de una serie de técnicas de análisis a un caso concreto permiten un conocimiento profundo y casi exhaustivo del mundo de la producción y el consumo del libro (impreso sobre todo, pero también manuscrito) en la ciudad de Barcelona entre las décadas finales del siglo XV y la primera del siglo XVII.

Comienza Peña su Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas con un capítulo historiográfico en el que demuestra ese buen conocimiento de la producción ajena que señalábamos antes. Unido al excelente prólogo de Ricardo García Cárcel, los dos textos facilitan al lector una puesta al día de los principales debates en torno a la historia del libro y de la lectura, fuera y dentro del ámbito hispánico.

El segundo capítulo nos ofrece un panorama acerca del mundo profesional del libro en Cataluña, desde los primeros pasos de la imprenta hasta la consolidación corporativa y económica de los diferentes libreros e impresores catalanes del siglo XVI. Las estrategias editoriales y los imperativos del mercado, que rebasa ampliamente desde sus inicios las demarcaciones políticas de la Europa del momento, configuran una producción catalana con unas características concretas. Todo ello permite situar adecuadamente los análisis meramente cuantitativistas de la producción impresa y evitar interpretaciones apriorísticas hechas exclusivamente desde la cifra desnuda.

A partir del tercer capítulo entramos de lleno en los resultados más nuevos que Peña ha elaborado a partir de su detenido estudio de una fuente excepcional: la documentación notarial y, especialmente, los casi 3500 inventarios post-mortem que ha vaciado y que constituyen la columna vertebral de todo su estudio. El análisis de esta ingente documentación rigurosamente inédita en su inmensa mayoría, no se ha limitado al análisis de las bibliotecas particulares que se hallan en dichos inventarios. Porque este tipo de fuente informa acerca de la posesión del libro (y a ello dedica Peña el capítulo cuarto de su libro), pero si la sometemos a una lectura más completa e intencionada, ofrece respuestas también acerca de aspectos no menos importantes, como son el ámbito de la lectura, la familiaridad con la escritura, las prácticas de los lectores, la circulación del libro mediante el préstamo o la venta en almonedas, etc.

A estos otros aspectos dedica Peña tres capítulos. Así, encontramos en el capítulo tercero un buceo muy interesante y novedoso sobre la cultura escrita y las prácticas urbanas de escritura; en el capítulo quinto, titulado siginificativamente, "el libro en movimiento" se nos introduce en los espacios urbanos dedicados al libro, desde las librerías y sus clientes a los encantes y los bancos en las calles, pasando por los mecanismos de préstamo, herencia u otras formas de circulación del libro; y en el capítulo sexto se reconstruye, siempre a través de los inventarios, "el entorno de la lectura", desde los ámbitos de la casa, hasta el mobiliario, pasando por el imprescindible mundo de la imagen impresa, a través de las estampas y grabados.

En cuanto al ya enunciado tema de la posesión del libro, tratado en el capítulo cuatro, Peña analiza las cifras de bibliotecas particulares en los inventarios, su volumen, sus características y la distribución social de los poseedores de libros, desde el clero hasta las mujeres, pasando por el mundo intelectual y el menestral. Toda la sociedad barcelonesa de la época desfila con sus libros por entre las páginas de este capítulo.

Para concluir este su primer libro, Peña aborda en el capítulo siete una cuestión de primera importancia en el debate acerca de la cultura catalana del Renacimiento: la cuestión de la lengua. Mejor sería decir, de las lenguas, porque lo que Peña muestra es que no puede reducirse la cuestión a un escenario simplista entre lengua catalana y lengua castellana. La producción, circulación y consumo de impresos permite dibujar un panorama lingüístico complejo en la Barcelona renacentista: el latín, el italiano y el francés, junto con el catalán y el castellano, son las lenguas en contacto en la sociedad barcelonesa. Hablar de castellanización sin más o de 'decadencia' del catalán son etiquetas simplistas, que facilitan poco la comprensión de lo que fue la cultura escrita en Cataluña. La producción editorial, por obvias razones de mercado, castellanizó buena parte de su producción en la segunda mitad del siglo XVI. Pero el mundo de los lectores estaba, al iniciarse la centuria, más italianizado que castellanizado, al menos en la géneros de la literatura de creación. En última instancia, el catalán siguió siendo la lengua escrita e impresa para gran parte de los géneros literarios o científicos no estrictamente académicos, en los que el latín era y seguiría siendo la lengua de intercambio.

Por lo que respecta al segundo libro de Manuel Peña, El laberinto de los libros, cabe decir que resulta complementario del anterior. El mismo arsenal de fuentes inéditas que Peña ha trabajado con exhaustividad le permite en este segundo libro abordar la edición en la Barcelona del Quinientos (capítulo 1) y entrar de lleno, en los capítulos posteriores en los contenidos temáticos, tanto de la producción, como del consumo de libros en la ciudad. Así, comienza por la literatura de creación en las diferentes lenguas que, como se ha señalado anteriormente vehiculizaban la cultura escrita en aquel momento: el capítulo 2 dedicado a la literatura catalana, el 3 a la castellana y el 4 a la italiana: la poesía, el teatro, las novelas y relatos caballerescos, van configurando, a su paso por las manos de los lectores barceloneses, los gustos y los ocios de los diferentes grupos sociales. Conocemos así, por ejemplo, la permanente afición de los lectores catalanes por la historia de su país a través de las crónicas en catalán, pero también por las historias de España en castellano y, en mayor grado a medida que avanza el siglo, por las crónicas de Indias; sin dejar de lado el enorme éxito de obras como el Orlando furioso de Ariosto o las poesías de Petrarca.

Pero además de las tres lenguas "vulgares", la cultura clásica grecolatina ocupó un amplio espacio en las bibliotecas particulares y en los bancos de las librerías, como no podía ser de otro modo. A este aspecto dedica Peña los capítulos 5 ("Humanismo y gramáticas: en busca del buen latín") y 6 ("Griegos y latinos"). La literatura religiosa, doctrinaria o de devoción, es analizada en el capítulo 7 en sus múltiples géneros, desde la Biblia a las vidas de santos, pasando por los "artes de bien morir" y los libros de horas. El análisis de Peña es minucioso, planteándose, en cada caso, "la posibilidad de distinciones entre grupos sociales por la posesión de una determinada literatura religiosa y no de otra" (p. 393) y, naturalmente, el impacto que los sistemas de control y censura puestos en marcha a lo largo del periodo estudiado pudieron tener.

Estrechamente vinculado a esta cuestión, estuvo, como es sabido, el tema del erasmismo. El capítulo 8 que Peña dedica monográficamente al erasmismo en Barcelona me parece una de las aportaciones más brillantes. El hecho de tratarse de un tema "clásico" en la historiografía de la cultura hispana desde los ya lejanos tiempos de Bataillon y en el que se han realizado aportaciones de todo tipo, permite hacer mucho más patente la novedad que aportan las fuentes y el método de análisis e interpretación usado por Peña. A la vez que se corrige la visión "castellanocéntrica" de Bataillon y sus seguidores (ya señalada hace algunos años por Ricardo García Cárcel), nos presenta un erasmismo barcelonés rico y complejo, aportando novedades como su análisis de los vínculos de sociabilidad e intercambio, como el préstamo de libros, no sólo entre los personajes más destacados de los círculos intelectuales barceloneses, sino también entre otros hasta ahora anónimos frecuentadores de las lecturas de Erasmo.

Los dos últimos capítulos están dedicados a los otros dos grandes ámbitos del saber letrado: el mundo del libro jurídico (capítulo 9) y el de la literatura científico-técnica (capítulo 10), donde se engloban los libros de medicina, los de matemáticas, los cosmografía, o los de geografía. A tenor de los libros que de estas últimas materias poseyeron los barceloneses del Renacimiento, es patente el "juego de fuerzas, de equilibrio y tensión entre la tradición y la renovación" científicas (p. 511) y se confirma la existencia "de una restringida pero brillante élite cultural que participó plena y activamente en las corrientes científicas renacentistas" (p. 512). Algo que suele quedar oculto en la interpretación historiográfica tradicional, que ha hecho de la "decadencia cultural" la etiqueta que, como una losa, ha caído irremediablemente sobre la Cataluña de esta época.

La lectura disloca el texto, modifica la del que lo escribió y la del que lo publicó, fragmenta y descontextualiza; la que hemos realizado de estas obras no escapa a ello, al contrario, parte de la aceptación de esa dislocación. El lector ha sido, en este caso, un historiador de la ciencia, por lo que no ha evitado leer los dos libros a la búsqueda del reto de estudiar de un modo distinto el libro y la lectura del texto científico en la Edad Moderna. Ese modo distinto está por construir y no conviene ir demasiado deprisa, como enseña la máxima que repite una y otra vez el propio Roger Chartier: rester prudent. Tomando, pues, el reto de Chartier, tan bien aplicado por Manuel Peña, sin olvidar sus propias cautelas y sus valoraciones del camino ya andado, pueden apuntarse algunas propuestas de investigación que traten de incorporar algunos de los últimos planteamientos de la historia del libro y de la lectura.

A la hora de abordar el análisis de la producción del libro científico en la Europa moderna, deben tomarse en consideración aspectos como las estrategias discursivas del propio texto hacia el lector potencial; las formas materiales del libro como soporte del texto científico; el patronazgo a la hora de aportar la financiación de la edición o el sostén del autor; las condiciones técnicas y económicas de la producción editorial y la distribución comercial, la venta, los precios; la cuestión del autor y la autoría en el libro científico; la permanencia de la fabricación y circulación del manuscrito; la incidencia de los aparatos de censura en los autores potenciales, entre otros aspectos.

Imprescindible complemento de este primer análisis relativo a la producción sería el del consumo del libro científico, donde se integrarían variables como: la presencia o ausencia del mismo en las bibliotecas particulares de distintos grupos, no sólo definidos por la distinción socioprofesional, sino también teniendo en cuenta grupos transversales a ésta de acuerdo a edad, género o religión (por citar tres ejemplos planteados por el mismo Chartier); la circulación del libro en préstamos, alquileres, listas de lectores, reseñas, etc.; la huella del censor en los ejemplares y la eficacia del aparato de control; las huellas del lector en su ejemplar que nos aproximan a las prácticas de lectura y a las estrategias de apropiación del texto; la diferenciación entre los rasgos de distinción o de divulgación otorgados por el autor o conquistados por el lector, etc.

La elaboración de estudios atendiendo a estos aspectos y la comparación de sus resultados debería llevar, en última instancia, a repensar el eterno problema de los géneros de la literatura científica sin los apriorismos habituales con los que nos hemos venido manejando a duras penas y de modo insatisfactorio hasta ahora. Una tarea compleja, que necesita de las aportaciones de muchos, pero que, sin duda, puede resultar apasionante.

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