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Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98
Vol. VIII, nº 439, 10 de abril de 2003

KAGAN, R.L. Imágenes urbanas del mundo hispánico: 1493-1780. Madrid: El Viso, 1998, 347 páginas. ISBN 84-86022-94-0

Joan Capdevila Subirana


Palabras clave: cartografía de ciudades, imágenes urbanas, mundo hispánico

Key words: cities cartography, urban images, hispanic world


La ciudad bien podría considerarse como el objeto más complejo creado por el hombre. Es el resultado de un largo proceso constructivo, que la diferencia de su entorno y genera paisajes densos, intrincados, difíciles de representar. Pero la ciudad también es un lugar de convivencia, un producto humano que con el tiempo adquiere identidad propia, un punto de encuentro y civilización para sus habitantes, que sentirán la necesidad de transmitir de alguna forma el carácter de su comunidad. Hoy en día tenemos constancia que la ciudad ha sido representada casi desde sus inicios de diversas formas y  con diversas finalidades, una veces de forma más artística, más cercana al mundo de las ideas y de los gustos,  y otras de forma más técnica, más preocupada por el detalle y el realismo topográfico.

Richard L. Kagan es catedrático de historia y director del programa de estudios ibéricos y latinoamericanos de la universidad John Hopkins, de Baltimore (Maryland, Estados Unidos). Interesado por las vistas urbanas españolas a partir de la contemplación de las representaciones de Toledo hechas por El Greco, es autor de Ciudades del Siglo de Oro: las vistas españolas de Anton Van den Wyngaerde (Ediciones El Viso, 1987). Con la presente obra extiende su campo de estudio a las ciudades hispanoamericanas, haciendo especial hincapié en cuatro de ellas: México, Lima, Cuzco y Potosí. Se trata de un libro profusa y bellamente ilustrado, de agradable lectura, donde se ha hecho un estimable esfuerzo para explicar el contexto técnico, social e intelectual en que se desarrollaron las imágenes objeto del trabajo. Cada uno de los siete capítulos que forman la obra viene acompañado por un importante número de notas aclaratorias. El libro se remata con un índice onomástico y una extensa bibliografía, dividida en tres secciones: (1) atlas, libros de viajes y otras fuentes cartográficas; (2) fuentes impresas y (3) estudios.

¿Qué diferencia hay entre ver una ciudad y conocerla? Esta cuestión resume las dos formas de concebir la imagen gráfica de una ciudad que el autor propone y que servirán de eje principal del libro: las vistas corográficas -resultado de ver una ciudad con la pretensión de ser preciso cartográficamente- y las vistas comunicéntricas -resultado de conocerla y querer ofrecer una imagen simbólica, personal y única de ella-. El libro se centra en las imágenes urbanas de España e Hispanoamérica anteriores a 1800 y es resultado del dilatado compromiso del autor con la historia y la cultura del mundo hispano, de la fascinación del contraste entre imágenes precolombinas e imágenes posteriores, y entre representaciones debidas a autores autóctonos y autores foráneos. Con la larga lista de agradecimientos, el lector puede hacerse una idea del esfuerzo invertido.

En el primer capítulo, titulado "Urbs y civitas", se plantean toda una serie de preguntas para delimitar el ámbito de estudio: ¿cómo deben tratarse las imágenes urbanas, como representaciones fieles del aspecto físico de la ciudad o como creaciones artísticas que van más allá? ¿qué imágenes pertenecen propiamente al género de las vistas urbanas? ¿cuales son las diferencias entre vista y paisaje urbano? Además, establece una serie de definiciones previas para facilitar la descripción de las obras: la vista de perfil, la vista caballera, la vista oblicua, la a vista de pájaro, la planta o vista icnográfica, la vista cartográfica o en perspectiva, la vista de ojo de pez, las vistas icónicas y las typus. La indefinición existente en la terminología es directamente achacable a la falta de interés por estudiar las vistas urbanas, demasiado poco significativas desde el punto de vista artístico y demasiado poco científicas para los cartógrafos. Kagan constata los pocos trabajos de conjunto dedicados a su estudio[1]. El autor pretende tratar conjuntamente aspectos formales -estilo, soporte, técnica- y los significados que se les dieron. Destaca las grandes diferencias existentes entre la producción hecha por foráneos con respecto a la de los autóctonos, dado que cada cual concibe el espacio urbano de forma diferente, relativizando así la veracidad de las representaciones.

Subyacente al planteamiento que desarrolla el autor está la diferenciación que debe hacerse entre la ciudad entendida como urbs unidad física- y la ciudad como civitas asociación humana-. Esta distinción ya fue considerada por Tucídides en el siglo V a.C. Aristóteles ahondó en ella y en esa línea se manifestaron autores cristianos tales como San Isidoro de Sevilla. El arquitecto renacentista Alberti difundió la idea de que la nobleza y la grandeza residía en el diseño y la parte construida de la ciudad mientras otros afirmaban que tales características eran achacables a la calidad de su gobierno y las virtudes de sus ciudadanos. Esta distinción es importante para comprender las formas en que se han pintado las ciudades. La vista corográfica toma su nombre de la corografía, estudio de los lugares, tal como lo definió Ptolomeo y fue interpretado por sus "redescubridores" renacentistas. Frente a lo científico, representado por la geografía, la corografía está interesada en la representación naturalista de los lugares, evocándolos más que confeccionando réplicas exactas. Un ejemplo de esta postura es la obra de Anton van den Wyngaerde[2]. La vista comunicéntrica, por su lado, tiende a reproducir la civitas, es decir, la idea de la ciudad como comunidad única, especial, caracterizada por sus recuerdos, costumbres, etc. Esta forma de vista representa los lugares como espacios vividos, recordados, por lo que utiliza una importante carga metafórica, frecuentemente con connotaciones religiosas e históricas.

El segundo capítulo se titula "Piedad y policía: villas y ciudades en el mundo hispánico". Para comprender la popularidad de las vistas urbanas en el renacimiento, Kagan considera importante entender cual era la "idea de la ciudad" y otros significados implícitos en el término "ciudad" de la época. En el habla común, una ciudad era cualquier municipio de cierta importancia, donde, además, hubieran murallas y contara con obispo e iglesia catedral, fuera centro comercial y sirviera como base para determinadas funciones gubernativas, tales como la recaudación de impuestos y la administración de justicia. Su definición jurídica tenía origen en la época romana, que caracterizaba a una ciudad por su interés común o gobierno, es decir, tenía el privilegio del derecho al autogobierno, cosa que se ejercía a través de un concejo municipal. Durante el renacimiento, humanistas como Alberti y Flavio Biondo intentaron comprender la comunidad humana, civitas, de una ciudad antigua a partir del estudio de sus monumentos, la urbs. Su concepción de la ciudad hundía sus raíces tanto en las aportaciones aristotélicas como en las del pensamiento cristiano, especialmente en la Ciudad de Dios de San Agustín, es decir, una comunidad ideal basada sobre los principios del orden, la justicia y la fe, a la que las ciudades terrenales (corruptas) sólo podían acceder por medio de la fe, lo que exigía, a su vez, la existencia de un buen gobierno. Estas cualidades, por otro lado, se manifiestan en el aspecto físico de las ciudades. La urbs hace visible la civitas. Ello explica el porqué el comentario de calles, edificios y monumentos fuera de tanto interés para los múltiples encomios urbanos, los laus urbiam, que empezaron a aparecer en el siglo XV. Del mismo modo ocurría con las vistas urbanas, tales como la Vista de Florencia con cadena (ca. 1470) y la Vista de Venecia (1504). En ellas se destacan los elementos de la ciudad –palacios, iglesias- que simbolizan la civitas, es decir, utilizan la urbs como metáfora de la civitas.

 En el pensamiento español esta idea de ciudad también tuvo gran importancia. Acostumbraban a describirla en términos de una "comunidad natural"; o "patria primordial", en oposición a la región o reino. Ello queda reflejado en una importante tradición de laudes que ensalzaban las "antigüedades y grandezas" de determinadas ciudades: el Regiment de la cosa publica (1383) de fray Francesc d'Eiximenis, la Descritio Cordobae (1485), la Barcino (1493) de Jeroni Pau, el Epílogo de cosas memorables de Ávila (1520) de Gil de Ayora, la Historia o descripción de la imperial ciudad de Toledo (1554) de Pedro de Alcocer, etc. Estas historias presentan los municipios individuales como si fuesen las ciudades ideales de Aristóteles, San Agustín y Alberti fundidas en una sola: populosa, autosuficiente y próspera; saludable y limpia, piadosa, bien gobernada, llena de edificios públicos y de iglesias de noble diseño y habitada por ciudadanos trabajadores, nobles y virtuosos. La descripción del urbanismo de la ciudad se limitaba a reseñar la plaza central y las principales vías, con una breve mención de los monumentos más sobresalientes.

 Hay que destacar, pero, que en el mundo hispánico se puso especial énfasis en la ciudad como fuente de civilización, noción surgida durante la Reconquista en la península. De la misma forma que los romanos, los españoles esperaban que la fundación de ciudades, o municipios, sirviera para imponer sus leyes, instituciones, costumbres y religión en los territorios que iban conquistando. Así, las ciudades hicieron el papel de "civilizador" en la lucha contra la hegemonía musulmana: era el estamento más bajo del gobierno real y la institución a través de la cual los monarcas tomaban posesión de tierras sobre las que tenían reclamaciones legítimas, además de ser una forma de poblamiento de las nuevas tierras. Éstas solían adquirir un alto grado de autonomía local garantizada mediante derechos y privilegios escritos (fueros) que eran celosamente guardados por los gobiernos municipales y que los sucesivos monarcas se veían obligados a aceptar. Ello quedaba simbolizado en lo que los autores españoles llamaban policía, es decir, la vida en una comunidad cuyos ciudadanos se organizaban formando una república, lo que equivalía a un buen gobierno y, en especial, al orden, la paz y la prosperidad que ese gobierno presuntamente generaba. Además, el concepto también se aplica a la habilidad, refinamiento, maneras de los habitantes de las ciudades, la "policía moral", y contenía un importante elemento religioso, la "policía cristiana". Este modelo fue el que implantaron los españoles en América, un "imperio de ciudades" todas ellas dotadas de "buena policía".

 Una década después de la llegada española a tierras americanas se habían fundado más de una docena de ciudades. El poblamiento requería fundar un pueblo, cosa que hicieron todos los grandes conquistadores, desde Cortés a Pizarro. En algunas zonas la creación de ciudades era un mero formulismo, pues había que pacificar a los nativos antes de su verdadera fundación y que los soldados pudieran convertirse en colonos. Algunas veces la ciudad debía trasladarse a otra ubicación mejor. Ello era posible porque la ciudad estaba constituida básicamente por sus ciudadanos, no su urbs. Como se puede observar, una ciudad podía existir incluso antes de decidir el lugar de su asentamiento. Ello se llevaba a cabo mediante la ceremonia llamada "acta de fundación", que convertía a aventureros y soldados en ciudadanos e investía, por tanto, a los capitanes españoles de la autoridad legal que necesitaban para ejercer la jurisdicción sobre los nativos del distrito o provincia asignado. Al designar una corporación municipal, gobierno o república, este acto creaba la institución que la policía necesitaba para arraigar. Kagan pone como ejemplo la fundación de Asunción, capital del actual Paraguay, en 1539. Por otro lado, la policía incluía también un elemento arquitectónico: la ciudad "ordenada". Ésta era aquella que estuviera trazada a manera de cuadrícula, con una serie de calles rectas que partieran de una plaza central en la que estarían la iglesia, el cabildo, la cárcel y la picota, elementos todos ellos que constituían una parte distinta pero esencial de la policía. Cuando por cuestiones orográficas no podía desarrollarse una planta en forma de damero, los cronistas urbanos de épocas posteriores siempre solicitaban excusas cuando su comunidad presentaba lo que solía denominarse desigualdades. La cuadrícula pasó a ser incluso un símbolo en la cartografía para representar las ciudades, pues no contaban con murallas como las europeas. La plaza también pasó a ser un símbolo cartográfico, dado que era el centro geográfico y simbólico de la ciudad. Otros autores utilizaron iglesias pequeñas para señalar las comunidades en las que había arraigado la policía. En las Américas, la ciudad fue el mecanismo a través del cual la población indígena se convertía y culturizaba al modo de vida español, cosa que en la terminología de la época se denominaba "reducción". Desde el principio, la monarquía española impulsó el reasentamiento de la población autóctona, programa que implicaba la "reducción" de miles de nativos a una vida urbana, con la esperanza además de convertirlos al cristianismo.

 Hacia 1580 el geógrafo de Felipe II, Juan López de Velasco, calculó que los españoles habían fundado ya en el Nuevo Mundo más de doscientos municipios, aunque en muchas zonas también se adoptaron sistemas tributarios y de linaje indígenas, lo que hizo que los conquistadores aprovecharan algunos asentamientos indígenas previos. Kagan compara el patrón español del imperio de ciudades con los de otros imperios creados por sus principales rivales europeos. Los portugueses crearon factorías comerciales, puntos comerciales con soldados permanentes, en África Occidental y en Asia. En Brasil siguieron el precedente español y crearon municipios, aunque siempre con un interés comercial, fundamentalmente en la costa e invirtiendo básicamente en fortificaciones, almacenes y muelles. Los holandeses organizaron su imperio colonial en torno a factorías comerciales y fuertes, dándose cartas de municipalidad en algunos casos y muy tardíamente. El estatus de las ciudades de las primeras colonias inglesas era ambiguo. Se las llamaba "plantaciones" y fueron pensadas en términos agrícolas, pero hubo algunos intentos de crear redes de ciudades que no dieron fruto hasta mediados del siglo XVII, aunque los derechos que adquirían no les concedía el grado de autonomía de las ciudades de origen español, que estaba limitado tan sólo por la obediencia debida a altos cargos reales y el Consejo Real de las Indias de Madrid, además de competir con un clero con importantes competencias más allá del ámbito espiritual.

 El capítulo tercero se titula "España y América: ¿encuentro cartográfico?" y trata de las similitudes y diferencias entre la cartografía autóctona americana y la europea de los españoles. La primera es muy compleja, los nahuas y otras culturas de Nueva España representan el espacio de forma más simbólica que topográfica. La segunda es considerada habitualmente como "científica", aunque el autor considera que la tradición cartográfica importada por los españoles estaba casi tan alejada de la de los grandes cartógrafos europeos como la que practicaban los propios tlacuilos (los artistas-escritores autóctonos). Han sobrevivido pocos ejemplos de mapas prehispánicos, los investigadores han tenido que inventarse una tradición cartográfica a partir de documentos que se conservan de la época colonial, muchos de los cuales fueron destruidos por los españoles para evitar que perviviera la idolatría entre los nativos. En los Andes, al carecer de papel, los conocimientos sobre cartografía inca se apoyan únicamente en la información que cabe deducir de las pruebas arqueológicas y los testimonios aportados por diversos cronistas. Es el caso de los comentarios del escribano español Juan de Betanzos que se asentó en Cuzco hacia 1542, los testimonios de 1552 de nativos residentes en el valle de Yuacay o las declaraciones de Garcilaso de la Vega, nacido en Cuzco, que en 1609 publicó sus Comentarios reales. En la zona de Nueva España quedan algunos códices y mapas producidos por los indígenas con motivo de litigios fronterizos. Hay pruebas de la presencia de agrimensores en los trabajos de construcción de Tenochtitlán, varias palabras en la lengua náhuatl hacen referencia a ellos, Fernando de Alva Ixtilxóchil habla de tlacuilos especializados en "pinturas de términos, límites y mojoneras", a las que también alude Alonso de Zorita en 1560 y fray Juan de Torquemada en su Monarquía indiana de 1615. Se trataba, por tanto, de mapas de propiedad realizados en un estilo que los europeos podían reconocer y comprender. Tan sólo se conserva un número de estos informes catastrales pictóricos y todos ellos son posteriores a la conquista: el Códice de Santa María Asunción y el Plano de Maguey son buenos ejemplos. Otras representaciones cartográficas servían de memoria colectiva, registrando la historia de sus guerras, el calendario de sus devociones religiosas y el tributo debido a sus dirigentes por los pueblos súbditos. Para ello se usaban los glifos que constituían la escritura nahua, complejas series de símbolos ideográficos y pictográficos de vivos colores. Estos glifos, sin embargo, no representaban situaciones exactas dentro de un determinado campo geográfico. Antes bien, evocaban la idea genérica de un elemento geográfico, matizado por otros emblemas (los afijos). La geografía no tenía una existencia abstracta independiente sino que se la presentaba en relación con la historia y las tradiciones de una comunidad concreta. Así debe entenderse, por ejemplo, el famoso Códice Mendoza (ca. 1542) que alude a la fundación de Tenochtitlán. Los tlacuilos interpretaban el mundo más en términos humanos que geográficos. Con la invasión de las técnicas europeas, durante una temporada se desarrolló una forma de cartografía híbrida única y original, cosa que se observa, por ejemplo, en las pinturas realizadas en conjunción con las Relaciones geográficas de las décadas de 1570 y 1580.

 Observamos que hubo un importante retraso en la aparición de cartografía de estilo europeo en México, lo que Kagan achaca a que la producción en el siglo XVI no era tan abundante como pueda pensarse. Durante ese tiempo convivieron dos tradiciones, una científica, relacionada con las aportaciones debidas de la traducción al latín de la Geographia de Ptolomeo en 1412, y otra simbólica, relacionada con el legado medieval. En España, la cartografía científica se circunscribía a los cartógrafos y cosmógrafos adjuntos a la Casa de Contratación de Sevilla, tales como Juan de la Cosa y Alonso de Santa Cruz. Como ejemplo del modo de trabajar de la época, basta citar la elaboración del Atlas de El Escorial responsabilidad de Pedro de Esquivel, encargado por Felipe II y acabado en 1580. Da idea de la complejidad y costo exigido por la elaboración de mapas de calidad. Las plantas urbanas requerían aún más, tanto conocimientos matemáticos como del uso de instrumentos de agrimensura, por lo que eran obra de expertos. Esta tradición llegó a Nueva España de la mano de Cortés, a quien acompañaba Alonso García Bravo, un teniente que poseía cierto talento para hacer mapas. Sin embargo, exceptuándole, en la Nueva España del siglo XVI no abundaban los cartógrafos hábiles, tal como se observa en las deficiencias de la cartografía científica realizada, muy por debajo del nivel de calidad exigido por la Casa de Contratación. De hecho, casi todos los mapas españoles de la época se encuadran en la segunda categoría cartográfica, la simbólica, donde, además de la topografía, primaban también la historia, la religión, la memoria, la época y el acontecimiento notable. Fue una forma de cartografía popular despreciada por los cartógrafos profesionales, seguramente muy parecida a la que recopiló Tomás López, a finales del siglo XVIII, para la confección de un atlas que tuvo que abandonar. Según Kagan, estos mapas podrían compararse con los preparados por los tlacuilos en los códices pues, aunque con un lenguaje diferente, utilizaban un modo de "descripción" del territorio alejado de su "aspecto" real.

 Las vistas de la época pretenden más transmitir la "idea" de una ciudad que retratar el aspecto que podía tener esa ciudad. Un ejemplo es la vista de Tenochtitlán, La gran ciudad de Temixtitan (1524), publicado junto con la segunda carta que Cortés envió a Carlos V.  Las discrepancias entre texto e imagen apuntan a que bajo el aspecto europeo de la vista hubo una mano indígena, por lo que seguramente fue hecha a partir de un plano entregado por Moctezuma a Cortés, tal como éste le había pedido, y redibujada posteriormente en Nuremberg. Esta vista pretendía transmitir la idea de Tenochtitlan como capital grande e ilustre, necesaria para el control de la zona y para mayor gloria del emperador. Cabe decir que en la carta Cortés defensaba sus actos (se enfrentó al gobernador español de Cuba) y quería despertar el interés de Carlos V para la reconquista de la ciudad. Otro ejemplo son las primeras vistas de Cuzco, la más famosa de las cuales es la publicada por Ramusio en el tercer volumen de sus Viaggi et navegationi (1556). Está basada en las descripciones detalladas en diferentes textos, entre ellos el de Pedro Sancho, secretario de Pizarro, de 1535 y publicado por Ramusio. En ésta, Sancho quiere transmitir a los lectores el refinamiento y la riqueza de los incas responsables de la construcción de la ciudad. El grabador tuvo que afrontar el reto de convertir la narración en vista, cosa que hizo bajo el patrón europeo. Obviamente, el Cuzco representado en su trabajo no se parecía en nada al que Sancho contempló en realidad. En ambos casos, los puntos de mira y las técnicas de perspectiva usados estaban pensados para transmitir una sensación de exactitud cartográfica. Sin embargo, su intención subyacente era fundamentalmente emblemática y consistía en presentar esas ciudades como iconos las cotas de civilización alcanzados por sus respectivos pueblos.

 El capítulo cuarto se titula "La mirada del viajero" y trata sobre las representaciones urbanas realizadas durante los siglos XVI y XVII de las ciudades americanas. Poco a poco, estas fueron apareciendo en diferentes publicaciones ilustradas –atlas, libros de ciudades y otras publicaciones geográficas-. Solían tratarse de representaciones habitualmente recicladas de las antiguas, debido al coste, lo cual congelaba la ciudad (por ejemplo, la imagen de Santo Domingo se mantuvo inalterada durante 150 años desde su publicación en 1588), y sesgadas, pues los editores estaban interesados en mostrar lo exótico, aunque frecuentemente caían en un importante eurocentrismo, mostrando ciudades basadas en patrones arquitectónicos y urbanísticos del viejo mundo, es decir, demostrando el dominio europeo. En las primeras décadas posteriores a la llegada de Colón al Caribe, las pocas imágenes de ciudades americanas que se publicaron se basaban sobretodo en como se las imaginaban los artistas y grabadores europeos a partir de los relatos de conquistadores y viajeros, tal como se puede apreciar en el mapa de La Española que sirvió de portada a la Epístola Christophori Colombi impresa en 1493. La siguiente imagen se publicó en 1524 con la crónica de la conquista de Tenochtitlan por Cortés, acompañada por una vista célebre de esta ciudad. La Crónica de la conquista de Perú de Pedro Cieza de León, publicada en 1553, incluía una vista de la ciudad minera española de Potosí y varias de Cuzco. Tres años más tarde Giovanni Battista Ramusio publicó otra vista de Cuzco. Esta penuria de representaciones urbanas debe atribuirse tanto a la falta de artistas capaces entre los conquistadores como al secretismo que la monarquía española impuso a todo lo que podían ser datos susceptibles de ser aprovechados por sus enemigos. Todas las plantas fundacionales tendían a ser consideradas documentos estratégicos: Felipe II guardó bajo llave todo lo recogido en las Relaciones geográficas, los planos militares de Giovanni Battista Antonelli, las Descripciones geográficas e hydrográficas de muchas tierras y mares del norte y sur en las Indias (1632) de Nicolás de Cardona y otros. Por tanto, la tarea de publicar mapas e imágenes detalladas de las Américas correspondió a los rivales imperiales de España, principalmente franceses, ingleses y holandeses. Las expediciones de René de Laudonnière en 1564, de Drake en la década de 1580 y de lord Grenville en 1585 llevaban cartógrafos. En 1590 Theodore De Bry reunió algunos de sus imágenes en el primer tomo de Grands voyages, al que le seguiría un segundo en 1599. Además, al ser elaboradas por protestantes hostiles a los gobernantes católicos de España, estaban claramente pensadas para abochornar a la monarquía española y demostrar la debilidad y la vulnerabilidad de su imperio ultramarino. Otra publicación importante fue Las Indias Orientales y Occidentales de Joris van Spilbergen editada en 1619, capitán de un barco pirata que luchó contra los españoles y cuyas hazañas tuvieron un importante éxito editorial. Una fuente más rica fueron obras tales como el atlas marítimo empezado por Willem Blaeu y terminado por Johannes Vingboons, pero que no llegó a publicarse. Otro proyecto de Blaeu, un atlas del Nuevo Mundo, fue terminado por Arnoldus Montanus en 1671 con el título Die nieuwe en obekende weerlde, cartógrafo adjunto a la Compañía de las Indias Occidentales. La descongelación en el tiempo de muchas imágenes editadas por los holandeses obedeció a la demanda por parte de los comerciantes y capitanes de barcos ingleses, de cartas de navegación y perfiles costeros del litoral occidental de América del Sur. A finales del siglo XVII William Hack publica su recopilación The Great Waggoner of the South Seas y la Hydrographia de Philip Lea aparece en Londres hacia 1700, precursor de otras publicaciones destinadas a fomentar los intereses comerciales ingleses. Por su parte, los franceses llevaron a cabo varias expediciones científicas, tales como la de Père Louis Feuillée, que publicó su Journal des observations physiques, mathématiques et botaniques en 1714, los estudios de Amadée François Frézier en la década de 1710 y, sobretodo, la de Charles-Marie de la Condamine en 1735 para efectuar medidas de la longitud del meridiano y al que acompañaron Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia, dos científicos españoles impuestos por Felipe V como condición para autorizar la expedición. De esta expedición se publicó la Rélation abrégée d’un voyage fait à l’interieur de l’Amérique méridionale (París, 1745) por La Condamine y Relación histórica del viaje a la América meridional (Madrid, 1748) de Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Este fue el punto de transición entre la política del secretismo y la del apoyo a la ciencia, tal como lo atestiguan el permiso dado a Tomás López para publicar su Atlas geográfico de la América Septentrional y Meridional (Madrid, 1758).

 Kagan se detiene aquí para revisar las primeras imágenes urbanas de tres ciudades americanas: México, Cuzco y Potosí. Durante casi dos siglos la vista cartográfica de Cortés fue la única imagen de Tenochtitlan/ciudad de México que pudieron ver los europeos, que fue reproducida de múltiples formas y modificaciones. La primera ruptura importante llegó con la publicación en 1671 de una vista de pájaro de la ciudad de México por Arnoldus Montanus. En algunas publicaciones se mezclaron elementos de ambas imágenes, según los gustos de editores, que solían añadir templos y nativos idólatras semidesnudos. El autor propone como explicación a este retardo en la actualización de las vistas urbanas americanas, por un lado el coste de financiar la visita de un artista al lugar y, por otro, el interés de los autores protestantes para presentar una civilización destruida por los conquistadores españoles. La planta dibujada en 1748 por Jorge Juan y Antonio de Ulloa fue motivada, en buena parte, por el interés de contrarrestar esta imagen. Cosa parecida pasó con Cuzco, la imagen de la cual quedó establecida por el grabado de 1556 realizado por Ramusio, a la cual se le añadieron escenas de nativos ataviados con trajes típicos y realizando actividades pretendidamente locales en publicaciones posteriores. Esta imagen se mantuvo hasta 1671, cuando Montanus publicó su atlas de América, donde simplemente se modificó el lugar desde donde se ve la ciudad y cambió algunos elementos de lugar, además de representar una serie de ídolos cuya finalidad era recordar al espectador que se encontraba ante una capital pagana. Durante el siglo XVII estuvo vigente la idea de que todas las sociedades, a partir del Diluvio, evolucionaron a lo largo de una única vía de desarrollo: quedaba claro, pues, que Cuzco, y por extensión toda una sociedad, sólo había recorrido parte de ese trayecto que ya había realizado Europa. Potosí no fue tratada de forma diferente. A principios del siglo XVII esta ciudad minera era la más habitada en América después de México, gracias sobretodo a los avances técnicos en la amalgama de la plata. Exceptuando la planta general de Potosí (ca. 1600), la imagen que llegó a Europa fue la publicada en Primera parte de la conquista de Perú (Sevilla, 1553) por Cieza de León, una imagen convencional, un typus, aunque se sabe que este autor la habitó durante dos años, del que sólo destaca el Cerro Rico, con una altura exagerada deliberadamente. Esta vista europeizada se mantuvo durante mucho tiempo, durante el cual aumentó el tamaño del cerro y los edificios fueron cada vez más convencionales. En 1671 Montanus publicó una imagen nueva pero igualmente inventada, incluso con molinos de viento holandeses. Esta situación duraría hasta finales del siglo XVIII al aparecer nuevas imágenes impresas más exactas, cosa provocada, por un lado, a raíz del espíritu de curiosidad científica asociado a la Ilustración y, por otro, de la propia América, donde los criollos fueron haciéndose conscientes de su propia identidad, que vincularon a la imagen de las comunidades en que vivían.

 En "La vista comunicéntrica" (capítulo 5), Kagan comenta las diferentes categorías de imágenes urbanas en que ha dividido las numerosas vistas comunicéntricas americanas. La diferencia entre estas y las vistas corográficas tratadas en el capítulo anterior es similar a la diferencia entre "conocer" y "ver" ya establecida por Aristóteles y aplicada al estudio de los cuadros y mapas por el humanista Juan Luis Vives. Las vistas corográficas ofrecen algo parecido a una "visión general lejana", lo que les da un aspecto un tanto aséptico. Las vistas comunicéntricas no están tan interesadas en la objetividad y la exactitud, sino más bien en la representación de la comunidad, por lo que incurre en numerosas distorsiones topográficas, destinadas a realzar el tamaño y la importancia general de la ciudad. Además, se interesa por imágenes en primer término centradas en estructuras concretas a modo de símbolos de la ciudad, lo que Kagan llama "representación metonímica", que usualmente eran los "edificios representativos" (por ejemplo, la Giralda como símbolo de Sevilla). Las vistas corográficas están pensadas para el público de atlas y libros de viajes, mientras que las comunicéntricas son para consumo local, para un público ya familiarizado con la ciudad, por lo que el mensaje implícito es más importante que la parte descriptiva.

 La historia de la vistas comunicéntricas del Nuevo Mundo comienza mucho antes de 1492. Como vistas indígenas, Kagan considera:

 Modelos: estatuillas en barro de carácter funerario entre incas y mayas, representando estructuras arquitectónicas tales como casas y conjuntos de edificios seguramente más imaginarias que "reales". Existe la posibilidad de que también tuvieran o se realizaran con carácter político, tal como se desprende de alguna crónica. Su construcción desapareció con la conversión de los nativos al cristianismo.

 Lienzos e historias cartográficas: telas pintadas que en las distintas comunidades de toda Nueva España dejaban constancia de datos genealógicos y geográficos relacionados con su historia. Esta tradición pervivió hasta bastante después de la conquista, fundamentalmente porque los jueces españoles los aceptaban como prueba legal. Un ejemplo comentado es el Lienzo de Tequixtepec. En esta categoría también pueden encasillarse los libros desplegables o códices de la Nueva España del siglo XVI por ser su función parecida. Pensados para ser leídos en voz alta e interpretados por personas adiestradas, estos códices debían transmitir a las sucesivas generaciones los logros de sus antepasados, las deidades que los protegían y también la forma en que llegaron a una determinada localidad. Como ejemplo se comenta el Codex Vindobonensis.

 Mapas: los más famosos son los que formaron parte de las Relaciones geográficas ordenadas por Felipe II, realizados por artistas indígenas ante la falta de cartógrafos preparados entre los conquistadores. Estos transmiten mensajes parecidos a los lienzos utilizando las mismas técnicas, tales como glifos, que no tienen por qué tener carácter topográfico, como es el caso del Mapa de Teozacoalco. En algunos casos, estos mensajes conviven con técnicas europeas, como la proyección ortogonal, generando verdaderas obras híbridas tales como el Mapa de Texupa.

 Durante la era colonial cabe considerar:

Planos fundacionales, adjuntos a las actas de fundación de ciudades, usualmente obra de notarios. Ofrecen una imagen idealizada de lo que definían como ciudad los españoles en la América del siglo XVI: no reflejaban ninguna realidad existente ni servían necesariamente de pauta para su ulterior desarrollo. Los más antiguos se remontan a 1561 (Plano fundacional de Mendoza, Argentina) y se hallan en el Archivo General de Indias. LA finalidad primordial de tales imágenes era asegurar al Consejo que las ciudades que se construían se atenían a la legislación real, por lo que suelen ser ciudades de carácter ordenado y planta cuadriculada.

Nueva coronica y buen gobierno de las Indias (1613-1615) de Felipe Guamán Poma de Ayala es un manuscrito de 1.200 páginas organizado en forma de carta a Felipe II, donde solicita al monarca que haga valer su autoridad para realizar las reformas legislativas necesarias para erradicar los malos tratos infligidos por España a la población indígena del Perú. Incluye someras descripciones de 38 ciudades con una visión urbana más española que incaica, llenas de contradicciones provocadas, por un lado, por su interés en denunciar abusos y desórdenes y, por otro, por su sentido estético y ético, que le hacía dibujar una ciudad reflejo de la ciudad celestial. El resultado es una curiosa yuxtaposición de ciudades "buenas" y "malas".

La comunidad criolla reflejó el surgimiento de su identidad, vinculada a localidades concretas, en forma de vistas de distintas villas y ciudades a partir del siglo XVII, cuando se cuestionó por parte de la metrópoli su gran autonomía tanto laica como religiosa. Estas vistas fueron los equivalentes a las historias y panegíricos municipales habituales en España y adoptaron una forma de carácter religioso, seguramente debido al influjo de las órdenes mendicantes, interesadas en confeccionar imágenes tanto para fines educativos como litúrgicos.

Vistas retratísticas, que solían unir retratos de personajes con vistas urbanas y que aparecieron a partir de la segunda mitad del siglo XVII, principalmente en las grandes ciudades. Un ejemplo es la pintura Virgen de Montserrat (finales del siglo XVIII) de la Iglesia de Chinchero (Cuzco).

La comunidad santa, título que se refiere a las vistas comunicéntricas realizadas en forma de exvotos y otras pinturas destinadas a transmitir la idea de la ciudad como comunidad santa o sagrada, realizadas principalmente por artistas criollos. Ello se podía plasmar a partir de la representación de determinados edificios para que sirvieran de símbolos, en forma de representación metonímica, o bien a partir de la representación de peregrinaciones, procesiones religiosas y otras fiestas que exhibían la fe y la piedad de los ciudadanos locales.

Vistas cívicas, encargadas para fines históricos o cívicos, centradas en la plaza mayor de la comunidad o en algún otro lugar destacado que denote la paz y la prosperidad del municipio, aunque muchas de ellas fueron proyecciones de una forma urbana idealizada.

El último capítulo, titulado "Cuatro ciudades y sus imágenes", repasa la imaginería relacionada con Ciudad de México, Cuzco, Lima y El Potosí. Ciudad de México fue concebida por un franciscano español, fray Juan de Torquemada en su obra Monarchia indiana publicada en 1615, como nueva Jerusalén o nueva Roma en el Nuevo Mundo. Esta imagen fue la que adoptaron los criollos locales, cada vez más enfrentados a los "verdaderos españoles" y distanciados de la corona española por sus nombramientos de cargo y sus cargas impositivas. El desarrollo de la identidad local pasó también por la integración de su pasado azteca. Se sustituyó el culto a la Virgen de los Remedios, acusada de haber ayudado a los conquistadores, por el de Nuestra Señora de Guadalupe, que supuestamente se apareció al indio Juan Diego en una colina cercana. Este proceso fue largo, los seguidores de Guadalupe fueron básicamente indios durante el siglo XVI pero a partir de principios del siglo siguiente obtuvo varias adhesiones criollas, ya que algunos clérigos creían que era la forma de crear una única trama espiritual en una población tan heterogénea. A la Virgen se le atribuyó la salvación de la ciudad durante las grandes inundaciones de 1629-1634. Tras poner fin, según parece, a una devastadora epidemia en 1736 fue declarada patrona oficial de la ciudad. Estos hechos servirán de argumento explicativo a Kagan para entender las imágenes urbanas de Ciudad de México. Las primeras en alejarse de la vista idealizada asociada a Cortés fueron el plano y la vista de Juan Gómez de Trasmonte de 1628, preparada con motivo de las obras hidráulicas para prevenir inundaciones. Espectaculares son las pinturas sobre grandes biombos de finales del siglo XVII, tales como la llamada La muy noble y leal ciudad de México (1690-1692), donde se combina una vista artificiosa de la ciudad en el verso y una narración de la conquista de Tenochtitlan en el reverso. Pero las imágenes más populares fueron las que utilizaron alguna parte de la ciudad como referencia metonímica a esta. Uno de esos lugares fue la Alameda, lugar de reposo muy popular entre los ciudadanos más pudientes, tal como se muestra en la Vista de la Alameda de México de principios del siglo XVIII, en la Alegoría de Nueva España de la misma época o en De Alvina y Español produce negro torna-atrás (ca. 1775), donde se destaca el uso del lugar por la élite criolla. El Zócalo, la gran plaza central, fue usado como representación de la piedad, policía y prosperidad de la ciudad, tal como se puede observar en la Vista del Zócalo de México (1695) de Cristóbal de Villalpando. Pero el lugar que representó mejor la "imagen pública" de la ciudad fue la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en Tepeyac, afirmación avalada por pinturas tales como el Traslado de la imagen de la Virgen de Guadalupe a su nueva basílica del siglo XVII o por imágenes devotas tales como Las cuatro apariciones de la Virgen de Guadalupe (1616), la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe (principios del XVII) de José de Arellano o Regreso de San Francisco del Monte Alverna (finales del siglo XVII) de Cristóbal Villalpando, todas ellas con referencias gráficas a la ciudad. Mientras estas y otras vistas comunicéntricas se hacían cada vez más populares, el cabildo empezó a encargar nuevas plantas a partir del siglo XVIII, tanto para modificar la visión de ciudad de México como para ser utilizadas para finalidades administrativas.

Después de México, Lima era la ciudad más importante del Nuevo Mundo hispano, aunque su historia no es comparable. Fundada en 1535 a partir del traslado de la ciudad de Jauja, creció rápidamente a partir de ser nombrada capital del nuevo virreinato del Perú en 1543, la creación de una nueva audiencia y el descubrimiento de plata en Potosí. A partir de 1560 su puerto, El Callao, pasó a ser punto de escala obligatorio para todo el comercio de la costa del Pacífico. En 1615 su población ascendía a 25.000 habitantes y el aspecto de la ciudad había cambiado considerablemente, ampliándose. Su centro ceremonial era la plaza mayor, espacio amplio con fuente, catedral, palacio virreinal, palacio episcopal y cabildo. Pero la imagen de la ciudad era bastante pobre a principios del siglo XVII, cosa que se constata en muchas de las críticas vertidas por sus visitantes. Algunos de sus habitantes se propusieron corregir esta situación, como la defensa de la ciudad y de sus gentes que hizo el jesuita Bernabé Cobo en su Historia del Nuevo Mundo (publicada en 1639) o fray Buenaventura de Salinas y Córdoba en su Memorial de las historias del Nuevo Mundo: Perú (1630). Algunas ocasiones especiales también sirvieron para este fin, tales como la canonización de Isabel de Herrera en 1671 (Santa Rosa de Lima) y la beatificación de fray Toribio de Mongrovejo en 1679. Las primeras imágenes de la capital peruana no aparecieron hasta 1685, con el Plano de Lima de Juan Ramón Koninick, con una finalidad meramente militar, y su versión mejorada de 1688, la Planta de Lima publicada por Francisco Echave y Assu, que fue rápidamente apropiada por los editores europeos. En otras obras se representa la ciudad desde su Plaza Mayor, tal como se puede observar en el cuadro Plaza Mayor de Lima (1680), metáfora de armonía y prosperidad de la ciudad, o en los dos cuadros que componen la Procesión en la Plaza Mayor de Lima (principios del siglo XVIII), que representa la comunidad como civitas christiana. Pese a estos esfuerzos, los arquetipos configurados alrededor de la ciudad de Lima y sus gentes perduraron durante mucho tiempo.

Cuzco, la antigua capital de los incas Qosqo, mantuvo para sus habitantes el sentido de ciudad "santa" a pesar de la pérdida progresiva de importancia, tanto religiosa como política, a favor de Lima. Fundada por Pizarro en 1534, se construyó sobre el antiguo entramado urbano, aprovechándolo y transformándolo. La transformación no fue fácil, hubo enfrentamientos con los indígenas, abusos por parte de los encomenderos y diversas epidemias de sarampión, viruela y otras enfermedades contagiosas. Hacia principios de siglo XVII mejoró la situación, puesto que se controlaron a los encomenderos y Cuzco se convirtió en parada para las caravanas de mulas que iban de Potosí al puerto de El Callao. En esa época, la ciudad tenía un aspecto nativo, estaba habitada básicamente por indios, pero una élite criolla se interesó por forjar una identidad criolla, independiente no tan sólo de España sino incluso de Lima. En este grupo estaba Vasco de Contreras y Valverde, quien escribió varias peticiones a Felipe IV y la Relación de la ciudad de Cuzco, terminada en 1650, una historia claramente comunicéntrica de la ciudad. La analogía visual es el monumental cuadro Cuzco después del terremoto de 1650 (ca. 1650-60) que relata las destrucciones producidas por el terremoto y a los habitantes unidos en la oración, un mensaje espiritual directo sobre los poderes protectores inherentes en el cristianismo. De finales del siglo XVII se han conservado varios cuadros relacionados con la idea de Cuzco como república cristiana y que utilizan para ello representaciones de la celebración del Corpus Christi, la procesión más importante del calendario litúrgico de la ciudad. Los más conocidos son los que forman la serie El Corpus de Santa Ana realizados entre 1674 y 1680 por varios artistas cuzqueños y la Procesión del Corpus Christi (ca. 1700). Como edificios representativos de la ciudad cabe destacar la catedral, que aparece en el cuadro La muerte de San Agustín (ca. 1750) de Basilio Pacheco, y la ruinosa fortaleza incaica de Sacsayhuamán, que llamó la atención a varios cronistas y fue motivo de la Vista de Sacsayhuamán (Cuzco), 1778.

Potosí, famosa por su legendaria opulencia, apenas suscitó comentarios favorables a lo largo de su historia: localización remota, clima desapacible, pobre edificación y habitantes codiciosos, libertinos y pendencieros. Era tenida por una gran máquina de hacer dinero, que había enriquecido a la monarquía y ayudado a la Iglesia católica, pero también se consideraba un gran foco de pecado, cosa reconocida incluso por el primer historiador de la ciudad, Bartolomé de Arzáns de Orsúa y Vela en su Historia de la villa imperial de Potosí (ca. 1750). Durante los siglos XVI y XVII los artistas y grabadores europeos tendieron a equiparar Potosí al Cerro Rico, fuente de su inmensa riqueza mineral. Como ciudad les merecía poco interés. Los artistas locales adoptaron una perspectiva más comunicéntrica, donde la civitas gozaba de la misa importancia que el cerro. Es el caso de la vista dibujada por Guamán Poma de Ayala en su Nueva crónica y buen gobierno de las Indias (ca. 1614), el cuadro Entrada del arzobispo virrey Morcillo a Potosí (ca. 1716) de Melchor Pérez de Holguín o la Descripción del Cerro Rico y la villa imperial de Potosí (ca. 1758) de Gaspar Miguel de Berrio. Algo diferente es la obra de principios del siglo XVIII conocida como Virgen del Cerro de Potosí, que otorga tanto al cerro como a Potosí un significado espiritual ausente en otras obras, relacionado tanto con la leyenda del descubrimiento del Cerro Rico en 1545 por un indio llamado Gualpa de forma casual o providencial, como con el hecho de que el artista convierte al cerro en la Virgen María, indicando que este reservó sus riquezas para beneficio de la Iglesia.

En el capítulo dedicado a las conclusiones, Kagan compara dos representaciones de la ciudad española de Toledo. Una debida a Anton van den Wyngaerde y otra debida a El Greco. El primero, artista de origen flamenco a servicio de Felipe II, realiza una descripción realista de la ciudad, una vista corográfica. El segundo, que vivió largo tiempo en la ciudad y cuya clientela fue básicamente del entorno eclesiástico, realizó vistas claramente comunicéntricas, donde se permitió la licencia de reorganizar la topografía urbana para representar sus monumentos más importantes, incluso los desaparecidos. Desde la Edad Media, tanto los mapas como las vistas, además de aportar datos geográficos, llevaban implícitos mensajes de índole ideológica, tanto espiritual como política. Se dice que este tipo de "geografía moralizada" desapareció durante el siglo XVI al ponerse de moda la "cartografía científica", pero tal como se ha visto parece ser que esta tendencia perduró bastante más de lo previsto.

Como se puede observar, la belleza y el número de imágenes urbanas durante el periodo considerado no es ni mucho menos baladí. Su comprensión implica entender el pensamiento contemporáneo con respecto al hecho urbano y al hecho colonial; esclarecer el papel social de sentimientos tan profundos y enraizados como la distinción de clases, la distinción racial, el fervor religioso o las señas de identidad; percatarse que la necesidad de comunicar supera el interés por representar fehacientemente una realidad física. Podemos volver a la pregunta inicial: ¿Qué diferencia hay entre ver una ciudad y conocerla? La diferencia es sentirla.
 

Notas
 

[1] Citamos las obras que considera más relevantes: Links, J.G. Townscape Painting (1972); Elliot, J. The City in Maps: Urban Mapping to 1900 (1987); Nuti, L. Ritratti di città (1996); Buisseret, D. (ed.) Envisioning the City: Six Studies in Urban Cartography (1998) (reseñado en http://www.ub.es/geocrit/b3w-352.htm)
[2] Su obra está perfectamente catalogada en Galera i Monegal, M. Antoon van den Wijngaerde, pintor de ciudades y de hechos de armas en la Europa del Quinientos. (http://www.ub.es/geocrit/b3w-356.htm)


© Copyright: Joan Capdevila Subirana, 2003.
© Copyright: Biblio 3W, 2003.
 

Ficha bibliográfica

CAPDEVILA SUBIRANA, J.  Kagan, R.L. Imágenes urbanas del mundo hispánico: 1493-1780. Biblio 3W, Revista  Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad  de Barcelona, Vol. VIII, nº 439, 10 de abril  de 2003. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-439.htm> [ISSN 1138-9796]
 


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