Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
(Serie documental de Geo Crítica)
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. 
Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XI, nº 695, 25 de diciembre de 2006 

DE MÉTODOS MORUNOS Y PEDAGOGÍAS SALVADORAS:
EL PROFESOR EN LA NOVELA ESPAÑOLA  ENTRE 1875 Y 1939

EZPELETA AGUILAR, F. . El profesor en la literatura. Pedagogía y educación en la narrativa española (1875-1939). Madrid: Biblioteca Nueva, 2006. 223 p. [ISBN 84-9742-562-6]

Alberto Luis Gómez
Jesús Romero Morante

Universidad de Cantabria


Palabras clave: literatura española, currículum, escuela

Key words: spanish literature, curriculum, school


El pasado nueve de noviembre Antonio Viñao nos remitió un correo electrónico a los miembros de la Sociedad Española de Historia de la Educación en el que se resumía brevemente el contenido de una publicación donde se hacía un detallado análisis del tratamiento que se había dado al docente en más de un centenar de novelas y una treintena de cuentos editados en España entre 1875 y 1939, indicándonos la utilidad de este tipo de aportaciones para conocer la “intrahistoria o la etnohistoria de las instituciones educativas y de la enseñanza”. Esta llamada de atención no era baladí, pues la realizaba ahora alguien que, hace ya un cierto tiempo y tras haber manejado fuentes similares –autobiografías, memorias y diarios de distinta autoría–, resaltaba su interés tanto para el estudio de los procesos de profesionalización docente como para el de la “génesis y evolución de las disciplinas y currículum escolares”.

Al estar interesados por estos asuntos nos hicimos con un ejemplar comprobando que la obra se estructura en cinco grandes capítulos y se remata con un resumen de las ideas más relevantes; hay también una bibliografía ordenada en dos grandes bloques: primaria –listado de novelas y cuentos– y secundaria. En la introducción, además de situar la “novela pedagógica” en el contexto de una tradición que, al menos, se remonta al Erziehungsroman dieciochesco, se apunta el objeto de la investigación –obras en las que los proyectos educativos tienen gran peso, pivotando sobre un personaje que actúa a modo de portavoz y defensor de los mismos­–; el marco temporal del análisis y una breve descripción del contenido con el que se encontrará el lector a lo largo del libro. Finalmente, y ello no deja de tener su relevancia para comprender el tipo de mirada con la que se ha leído el material trabajado, se indica al lector que el libro es una reelaboración de una tesis doctoral dirigida por Leonardo Romero y –suponemos– presentada en la Facultad de Filología de la Universidad de Zaragoza hace escaso tiempo: el 27 de junio de 2005.

En el primero de los capítulos se analiza el tratamiento dado a la figura del maestro, usando a modo de rejilla temática siete epígrafes con títulos muy significativos: “Apóstol y mártir”, “Víctima política”, “Pasas más hambre …”, “Pedantería, ignorancia y locura”, “Siembra coscorrones y recogerás sabios”, “La nueva pedagogía” y “La maestra de escuela”. De la lectura de estas páginas se desprenden varias cosas: la influencia de la prensa profesional en la caracterización de ciertos personajes –como, por ejemplo, los galdosianos de El amigo Manso (1882) y El doctor Centeno (1883)–; el impacto en algunas narraciones de determinados momentos de gran tensión política –el caso “Ferrer Guardia”–; las pésimas condiciones de vida ejemplificadas en don Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias –protagonista de El caballero encantado, obra que Benito Pérez Galdós publicó en 1909–, un profesor tan agotado que, en lugar de enseñar algo a sus alumnos, “les entretenía para que adormecieran el hambre, o salía con ellos al atrio de la iglesia para jugar al chito” (pp. 31-32). Dejando de lado el tema de la ignorancia –bien reflejado en otra novela galdosiana a través de un maestro al que se le había olvidado casi todo, puesto que solamente recordaba “algunas cosas de Geografía, por ejemplo, cuántas son las partes del mundo y cómo se llaman” (p. 35)–,  en muchas de las obras trabajadas, como en La Barraca (1898) de Vicente Blasco Ibáñez, se critica humorísticamente la arcaica manera con la que se trataba de enseñar en unas aulas donde imperaba “el método moruno: canto y repetición hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas” (p. 45). Ante tal situación no extraña la aparición de voces discrepantes que propusieran múltiples remedios. Como es sabido –y aquí se indica remitiéndonos al Congreso Nacional Pedagógico de 1882– desde la Institución Libre de Enseñanza se hicieron abundantes reflexiones y ciertas apuestas prácticas orientadas a partir de los supuestos de una enseñanza progresiva que, además de integral, debería preparar para la vida. En esta tarea, y junto a los maestros, la mujer –sobre todo en los primeros niveles– debía desempeñar un papel fundamental. Y, justamente por ello, al calor de las nuevas ideas expresadas también en ese importante evento que acabamos de mencionar, la maestra se convertirá poco a poco en la protagonista de algunas de las novelas que aquí se estudian.

Las ideas relevantes referidas al profesor de Instituto se articulan en torno a siete apartados: “Prestigio profesional”, “Profesores institucionistas”, “Otros tipos profesorales”, “Los escolares: vestidos y juegos”, Las oposiciones”, “El instituto por dentro” y “Los exámenes”.

Echando un simple vistazo a la estructura de los edificios o a los sueldos percibidos por los enseñantes de estos centros nos damos cuenta enseguida de su gran prestigio. Algo que, al menos de indirectamente, parece reflejarse igualmente en la escasez de fuentes con tono crítico similar al de las manejadas en el capítulo anterior. De todos modos, en el ya citado El amigo Manso o en La ley del embudo (1907) de Pascual Queral puede comprobarse la defensa de algunos de los principios clásicos de la escuela nueva: la educación integral, el método intuitivo, etc.

En el contexto de preocupaciones higienistas bien resumidas por P. L. Moreno en un largo artículo que acaba de publicarse en Paedagogica Historica, se resaltaba también la utilidad de la gimnasia, una materia que luchaba por encontrar un hueco en el currículum escolar usando como principal argumento la positiva correlación que existía entre la práctica ordenada de ejercicios y –en el caso de Manso– la buena salud y el estar en forma (p. 67). En esta misma línea, el protagonista de la novela de P. Queral, poseía no solamente altas cualidades morales sino que, en buena parte gracias a que “no desdeñaba los ejercicios corporales”, era de “varonil hermosura” (p. 69).

Junto a esta clase de profesores, el manejo de Silencio, un trabajo editado en 1918 por Wenceslao Fernández Flórez, y de memorias y recuerdos firmadas por Unamuno y Baroja, permite la aparición de otros docentes a los que se les presenta de modo divertido en sus clases de Aritmética, Física o Historia. En este último caso, se señalaban ciertas manías del catedrático respecto a cómo había de hacerse los gráficos: “con los colores azul, verde y rojo; ¡Ay del que los lleve de negro o de amarillo!”.  Junto a esta preocupación –digamos– estética por la presentación de los trabajos, había otro asunto fundamental que deberían tener muy presente los que deseasen aprobar esta materia, a saber, que “lo principal en la Historia son las fechas y las dinastías. ¡Ojo con el año en que cualquier Rey nació, subió al trono, dio una gran batalla y murió” (p. 73). En Pío Baroja las impresiones iban en otra dirección ya que, refiriéndose a los años comprendidos entre 1881 y 1886, indicaba cómo el profesor de Geografía, Historia de España e Historia Universal insultaba a sus alumnos llamándoles “pigres, gorriones mojados, (y) calientabancos” (p. 75).

En fuentes como las manejadas en este libro no podían estar ausentes dos temas: el de los exámenes y el de las oposiciones. Respecto a lo primero, usándose las Memorias del bachiller Aiscrim, una importante novela publicada en 1924 por Celso García, se critica el que la enseñanza deje de lado la vida y se oriente totalmente hacia un tipo de pruebas con preguntas absurdas que son presentadas de manera jocosa. Los chalaneos y las recomendaciones son el pan nuestro de cada día, si bien, a modo de islote en un gigantesco océano, no deja de reflejarse la presencia de hombres honestos que, como Marcos del Hierro, el catedrático de Historia Natural, se oponían radicalmente a esta clase de componendas al no deber nada a unos camaradas agrupados en dos Secciones –Ciencias y Letras– con intereses específicos pero que, siempre, unían sus fuerzas para cerrar el paso en lo referido al reconocimiento de méritos y remuneraciones “a los profesores del área práctica” (p. 84).  Los universitarios (1898) de José Esteban García Fraguas sirve a F. Ezpeleta para abordar el relevante tema de unas oposiciones que jamás alcanzaban las metas previstas por los legisladores pues –de un modo muy parecido a lo que acontece ahora en muchas áreas de conocimiento– el éxito en las mismas no dependía tanto del saber como de la suerte y, sobre todo, de las influencias que uno tuviese. Los opositores se clasifican en tres grupos: las personas que, como Don Liborio Gutiérrez, se habían hecho a sí mismas; los eternos aspirantes que, como es el caso de Don Aniceto, “ya había firmado dieciocho oposiciones en once años”; y los amantes de la ciencia pura como Don Sinforoso de la Gándara y Tururé, también definido como “ratón de biblioteca” (p. 81).

Para el tercer capítulo se escogen obras donde la actividad de enseñar se desarrolla en centros privados de titularidad eclesiástica.  Las ideas fundamentales del material seleccionado se hilvanan en torno a seis puntos: “Las órdenes religiosas: falsificaciones pedagógicas”; “El profesor amigo”; “Primeras impresiones: amigos, confidencias, penas, sexo”; “Los ejercicios espirituales”; “La actividad académica: aula, estudios y exámenes” y “Actividades extraescolares. Reparto de premios y visitas”.

Aunque no deja de haber autores que, como Rafael Pérez y Pérez –en una novela publicada en 1934– defiendan los métodos pedagógicos usados por los miembros de una orden que son vistos como “caballeros del ideal” (p. 98), lo cierto es que, en general, este tipo de espacios educativos se pintan muy negativamente; y, al revés que lo acontecido en otras ocasiones, los profesores son tratados de una manera global.  Los jesuitas y su “Ratio Studiorum” se llevan las mayores críticas. Algo mejor paradas salen otras congregaciones: los Paules en Barrabás, una novela que José Zahonero publicó en 1890; las Escuelas Pías, retratadas de modo ambiguo por Azorín en Las confesiones de un pequeño filósofo (1904); o en el internado que los agustinos tenían en El Escorial cuya vida interna recreó M. Azaña en El jardín de los frailes (1927).

Es sabido que Dios aprieta pero no ahoga y, por ello, junto a los repartidores de cachetes de los que se nos habla en Barrabás, en muchas obras aparece retratado el profesor amigo, es decir, una especie de confidente cuyos consejos aliviaban las penas de sus alumnos: el padre Atienza en AMGD (1910) de R. Pérez de Ayala, el padre Carlos en  Las confesiones de Azorín, el padre Magalhaes de R. Sánchez Mazas en sus Pequeñas memorias de Tarín (1915) o el “sedante” padre Valdés descrito por M. Azaña como una persona que, entre otras cosas, “tenía más experiencia de corazón que sus cofrades” (p. 101).

En esta clase de novelas encuentra el lector otras informaciones significativas sobre rituales de primera inmersión en espacios que, como puede verse en la descripción del comedor que hace Alejando Sawa en su Criadero de curas (1890), se usan no solamente para saciar el hambre sino también para alimentar el alma oyendo lecturas provechosas presentadas como catalizadores digestivos.  Idea que, con total rotundidad, se expuso en AMGD al decírsenos en su descripción del refectorio que la comida material servida en este ámbito no valdría para nada en el caso de que no fuese complementada por un lector que derrama desde el púlpito “sazonado y provechoso alimento para los espíritus” (p. 106). Además no dejan de tener su relevancia apuntes sobre algunas materias devaluadas que se encuentran en obras de diferentes autores –Psicología, Lógica y Nociones elementales de Ontología, Gimnasia, impartida por un profesor, el Señor Hugo, que tenía el “pecho de un herculismo profesional”, o la de Música, cuyo titular don Roger, “profesor de solfeo y bajo solista”, llevaba ya –según apuntaba Gabriel Miró en El obispo leproso (1926)– nueve años en la ciudad ­ pero “todos creían haberle visto desde que nacieron y con las mismas prendas, como si las trajese desde el principio y para siempre” (p. 117-118). En el trabajo de Azaña encontramos ejemplos de profesores que abandonaban la clase para preparar sus sermones. Y Benjamín Jarnés nos recuerda en El convidado de papel (1928) como un “sesudo profesor de historia”, el doctor Ropón, se identificaba totalmente con la época que explicaba a sus alumnos: “durante la época arriana le consume el fuego de Nicea, y durante la época de Lutero, la llama aséptica de la Santa Inquisición” (119).

Al tratamiento dado a la enseñanza universitaria se dedica el capítulo cuarto, usándose para ello media docena de epígrafes: “Tahúres, tunos, donjuanes y prostibularios”, “Profesores viejos: fosilización de las enseñanzas”, “El profesor auxiliar”, “Krausismo e Institución Libre de Enseñanza”, “La mujer en la Universidad” y “El ritual académico”.

Dejando de lado el contenido de obras que, al menos parcialmente como algunas de las firmadas por el Marqués de Figueroa o por Gerardo Roquer, entroncan con una vieja tradición de discursos costumbristas sobre la vida universitaria, F. Ezpeleta ha sintetizado el contenido de variados trabajos en los que se pone de relieve el carácter caduco de las enseñanzas transmitidas por el profesor viejo: el Onarro de Química en la primera novela de E. Pardo Bazán; el Don Servando de la narración de Alejandro Pérez Lugín, quien tras pasar lista el primer día concedía fiesta a sus alumnos no sin haberles recomendado antes –diciéndoselo seguramente al revés para que le entendiesen bien– que no se aprendiesen de carrerilla el manual del curso pues entre un alumno que se quedase callado el día del examen y otro que recitase perfectamente el contenido del libro daba “sobresaliente a aquél y suspendo a éste” (p. 134).  En otros relatos, como El secreto de Barba Azul (1923) de W. Fernández Flórez, se apuntaba el apego al escalafón y la falta de sustancia del contenido impartido a lo largo de un curso en el que había mucho asueto y pocos días de clase. Miguel de Unamuno, en su De la enseñanza universitaria en España (1899), clamaba contra unas clases del todo rutinarias; y, en Los universitarios (1898), José Esteban García Fraguas resaltaba la terrible ignorancia de una universidad en la que, personajes como Guedeja, el decano de Derecho, seguían fabricando y difundiendo “ideas muertas, frases huecas, principios anacrónicos, extravagancias infinitas”. Todo ello se hacía en una “escuela cárcel … donde se despreciaban las razones para argüir con las palabras de una lengua que no era la materna” (p. 138).

Como es sabido, una parte fundamental de las críticas a esta situación partieron de personas vinculadas de una u otra manera a la Institución Libre de Enseñanza. Sus ideas aparecieron reflejadas a través de los personajes incluidos en varias obras que aquí se comentan. En primer lugar, de un modo sistemático y escasamente novelesco, en la reflexión general sobre el sistema educativo y diversas disciplinas –Religión, Derecho, Ética, Política y Sociología– hecha por Gumersindo de Azcárate en su Minuta de un testamento, obra a la que, en el contexto de una amplia biografía, acaba de prestar detallada atención Gonzalo Capellán. La síntesis del pensamiento krausista aparece al hilo de la trama escrita por Joaquín Costa en Justo de Valdediós –bosquejado entre 1874 y 1883–; en esta misma línea no dejan de tener interés las reflexiones galdosianas no exentas de crítica incluidas en El amigo Manso y, sobre todo, el humor con el que Clarín, en su cuento Zurita (1883), presenta burlonamente las ideas expuestas por el catedrático que impartía un curso de doctorado a Aquiles Zurita, un apocado provinciano que llegó a la capital española buscando modernidad y quedó atrapado por el krausismo. Las ideas de la Institución Libre de Enseñanza y su puesta en práctica aparecieron también en Un camarada más (1921), una obra escrita por Manuel Rivas Cherif y en la que, usando como ejemplo al “maestro don Rubén, abstraído en la pura contemplación de su propia obra”, se siembran ciertas dudas sobre la eficacia real de tanto discurso sobre la mejora de la enseñanza. Evidentemente, no podían faltar las pullas contra la gran cantidad de profesores irresponsables representados aquí por Don Estupendo, un catedrático universitario que tras su primera lección decía –bajando el tono de su voz y con gran cinismo– a uno de sus alumnos, el hijo del conde de Valdenebro, que no se preocupase por asistir a algo que no le reportaba ventaja alguna: “puedes hacer lo que te venga en gana. Harto hacéis con venir a orear la Universidad” (p. 152).

Dado el ámbito temporal usado en este libro no extraña nada que algunas novelas reflejasen las ambiciones de mujeres españolas que, al hilo del discurso de la modernidad, reivindicaron salir del clásico rol determinado por la biología según se decía en un discurso hecho mayoritariamente por hombres. Entre otras cosas que no podemos abordar aquí, y como condición necesaria, eso significaba luchar por su derecho a cursar toda clase de estudios: primero en la segunda enseñanza, como hizo valientemente en Huelva durante el curso 1870-1871 Antonia Arrobas Pérez. Y después en los universitarios, nivel en el que, según mostró C. Flecha hace ya tiempo, había en 1881 nueve alumas –algunas de ellas excelentes como Matilde Padrós y Manuela Solís– en diversas Facultades. Ya apuntamos hace unas páginas que el Congreso de 1882 dio un gran empujón a las ideas que defendían muchas mujeres, aunque no hay que olvidar que otras con gran influencia –como Carmen Rojo, directora de la Escuela Normal Central de Maestras– defendieron puntos de vista muy conservadores. De todos modos, la lenta penetración de las ideas de los institucionistas en diversos ministerios originó la publicación entre 1888 y 1910 de normativas que mejoraron las oportunidades de la mujer para acceder el desempeño de determinadas profesiones, muchas de ellas en el ámbito de lo público. La lucha por alcanzar la igualdad en diversos ámbitos originó multitud de polémicas, conflictos y situaciones embarazosas que no podían quedar al margen de la novela. En una de ellas, El amor catedrático (1910) –escrita por María Lejárraga pero firmada por Gregorio Martínez Sierra, un marido que la usaba como negra que escribía todo lo que luego se representaba y publicaba como si fuese suyo, sin que ella, y por razones complejas, ofreciese clara resistencia a pesar de conocer sus relaciones extramaritales con la joven actriz Catalina Bárcena; véase, entre otros, el capítulo undécimo de la reciente biografía de la Normalista riojana escrita por Antonina Rodrigo–,  aparece Don Raimundo, un clásico catedrático de Cristalografía del que se enamorará Teresa, sorprendido por la existencia de alumnas como Beatriz, “rubia, con lentes, un poco contrahecha y muy flaca”, que, además, era terriblemente aplicada, muy preguntona y a la que, pese a ello, aprobó simplemente “para lograr la delicia de no volverla a ver” (p. 140). En la obra citada de M. Rivas Cherif el narrador se fija en el atuendo de la protagonista, una muchacha moderna –“con una falda de sastre azul marino y levita, dejando ver la camisa de hombre, con puños, cuello blando y corbata, calzada con recias botas, y bajo el brazo el libro de texto”– que acabará sus estudios universitarios, ejercerá la profesión de abogada y, rindiendo tributo a un discurso biologicista sobre la mujer ya puesto en solfa por Emilia Pardo Bazán en 1882, se casará con un antiguo compañero de aula representante de la España arcaica. En esta misma línea, Fernando Mora nos presenta en El amor pone cátedra (1924) a Ana María (Anarí) una joven profesora consciente de las insuficiencias del funcionamiento de las Escuelas Normales y del abismo existente entre la teoría y la práctica cotidiana en las aulas donde ella impartía clases de Historia.

El capítulo quinto, dedicado al pedagogo particular, está subdividido en cuatro epígrafes: “La “pareja pedagógica””, “El pedagogo total o maestro filósofo”, “Las enseñanzas del amor” y “Las enseñanzas del artista: la literatura”.

En el primer epígrafe se señalan los antecedentes europeos de un subgénero novelístico en el que tiene una gran relevancia el personaje del pedagogo o del profesor. Tras exponer los antecedentes del Telémaco (1699) de Fenelón y de la “novela pedagógica germana”, F. Ezpeleta, siguiendo a R. Granderoute, comenta los rasgos estructurales de este género señalando cómo la finalidad didáctica de esta  clase de novelas  exige como criterio hermenéutico para entenderlas que se tenga presente la transposición de la pareja de personajes mentor-discípulo o “pareja pedagógica” a la de escritor-lector.  Los antecedentes de trabajos españoles con ingredientes educativos se remontan a Gracián. El auge del krausismo quedó reflejado en la Minuta de Gumersindo de Azcárate, pero en la novela europea –con la importante excepción germana– aparecerán cada vez con mayor frecuencia actores cuyo discurso pondrá de relieve la enorme brecha existente entre las grandes alternativas filosófico-educativas y lo que acontece realmente en el aula. O, dicho de otra manera, la inutilidad de lo enseñado para organizar de modo exitoso el ámbito de la vida cotidiana en el aspecto profesional y afectivo-vital.

Este proceso se refleja con claridad en la diferente caracterización de los personajes, puesto que de los “prenietzscheanos” –llenos de fe regeneracionista como León Roch, Justo de Valdediós,  Gonzalo Espartaco y hasta Máximo Manso– se pasará a otros –creados por Azorín, etc.– que, bajo la influencia de pensadores como F. Nietzsche o A. Schopenhauer, exteriorizan ya fuertes dudas con respecto a la capacidad de la educación para cambiar el mundo y otorgan diferente papel al individuo a la hora de contribuir a esta misión. En su Amor y pedagogía (1902) Unamuno criticaba el carácter vacío de las grandes propuestas arremetiendo, como puede verse en el texto de la nota veintisiete, contra el fondo escolástico de propuestas –como las krausistas– empeñadas a toda costa en “clasificar, aunque luego esa clasificación no sirva para maldita de Dios la cosa. ¡Clasificar por clasificar! No han salido de la Escolástica” (p. 177).

Como habrán podido comprobar nuestros lectores, en muchas de estas novelas uno de los motores más importantes de la pedagogía es el amor, si bien en ocasiones las cosas no se desarrollan tal y como se había pensado. Esto puede comprobarse siguiendo las peripecias del personaje de una de las obras de A. Ganivet –Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898)– que intentaba gobernar a “amazonas” usando como método el clásico diálogo socrático a pesar de que una de ellas, Consuelo, es la típica mujer (de buena familia) moderna que disfrutaba cabalgando y, sobre todo cuando estaba en París, montando “todos los días en bicicleta”. Sin condenar totalmente estas nuevas actividades recreativas, su mentor llamaba la atención sobre cómo su práctica exagerada podía “aturdir nuestro espíritu y privarle de su facultad más elevada: la contemplación” (p. 185).  De las insuficiencias de la ciencia  para planificar las relaciones interpersonales se enteró bien Mauricio, el protagonista de El secreto de Barba Azul que intentó engendrar siguiendo métodos eugenésicos y,  siguiendo al pie de la letra sus pautas, puso el despertador a la hora exacta sin fijarse en que, como así fue, lo intempestivo del momento exigido lo fastidiaría todo. Con sentido del humor, la firma Martínez Sierra –es decir, María Lejárraga y su marido Gregorio– señalaban en el Amor catedrático cómo, algunas veces al menos, el amor atonta;  ya que, a pesar de ser una alumna muy buena, Teresa estaba tan colgadita por su catedrático que cuando tuvo que examinarse ante el correspondiente Tribunal se quedó en blanco suspendiendo la asignatura. Esta clase de relaciones las abordó también Benjamín Jarnés en El profesor inútil (1926) relatando los esfuerzos del docente por ayudar a Carlota, una adolescente que le gustaba mucho y a la que, a pesar de ello, solamente quería ver “como geometría” (p. 189).

Aunque existen otros trabajos que se han ocupado del tema abordado por F. Ezpeleta en este libro, lo cierto es que no conocíamos hasta el momento un análisis tan exhaustivo del tipo de fuentes que maneja.

Lógicamente, y a pesar de lo que se desprende del título de una obra donde la narrativa española aparece en una posición subordinada con respecto a la pedagogía, el interés del autor por el tratamiento dado al profesor y a la escuela en la novela española escrita entre 1875 y 1939 se pone claramente de relieve cuando se echa un vistazo a la bibliografía secundaria usada para elaborar el marco teórico que ha guiado la investigación. Con respecto a los procedentes del ámbito de la historia de la literatura, los trabajos histórico-educativo e histórico-curriculares están poco representados. Y, salvo escasísimas excepciones ­como la referencia a un par de comunicaciones enviadas a congresos celebrados en el año 2005, solamente se mencionan al hilo de determinados asuntos las clásicas monografías de V. Cacho, D. Gómez Molleda, L. Batanaz, R. Mª Capel,  C. Flecha, etc. Es verdad que se ha incluido algún título más reciente, como La educación en la España contemporánea, un libro publicado por A. Escolano en el año 2002, pero su uso sirve solamente para hilvanar de un modo linealmente evolutivo el clásico discurso sobre el secular atraso de la sociedad española en general y, por supuesto, de su sistema educativo tanto en su dimensión estructural como pedagógico-didáctica.

Tras echar una mirada a la situación existente en ciertos países europeos, cierto sector minoritario de la sociedad española –muy bien representado en las voces de los personajes principales de las novelas analizadas– defendió con ahínco la creación de una escuela moderna cuyo currículum se construiría a partir del canon disciplinar propuesto por los defensores de un entendimiento liberal de la educación. Es verdad que las alternativas de los diversos autores tenían aspectos que las diferenciaban entre sí, como puede verse por ejemplo en las críticas que hizo Unamuno a los discursos excesivamente pedagogistas de los miembros de la Institución Libre de Enseñanza, resumidas en cuatro puntos en la nota treinta del capítulo quinto. Pero no lo es menos que ninguno de ellos –ni tampoco otros estudiosos como Clarín, etc–, puso en cuestión la orientación de un currículum entendido como hecho y articulado en torno a unas materias cuyo aprendizaje, teórico-libresco y desconectado de una acción que podría darle sentido ciudadano, haría que el alumno se apropiase de una cultura entendida de un modo esencialista.

Desde el punto de vista formal echamos en falta en este libro dos cosas. Por un lado, y dada la clientela que lo adquiere y la colección que lo acoge, cuesta entender la ausencia de un índice onomástico para facilitar la lectura. Junto a ello, y debido al número de obras que se manejan y al tratamiento de las mismas en varios capítulos, debería haberse indicado siempre en el texto –tras el título– la fecha original de la novela usada. Puesto que esta información tampoco se encuentra detrás del nombre en la bibliografía final, el lector acaba algo mareado tratando de recordar el año de aparición de una obra que, si bien es cierto que en muchos casos ya le suena, puesto que apareció en un capítulo anterior, no lo es menos que, atento a otros asuntos, perdió su pista y ha de retomarla con las molestias que ello conlleva. Es del todo evidente que estas cuestiones secundarias no empañan el interés de un texto bien escrito y cuya lectura es recomendable para personas con intereses muy diversos.
 
 
 

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Ficha bibliográfica

LUIS GÓMEZ, A. ROMERO MORANTE, J. De métodos morunos y pedagogías salvadoras: el profesor en la novela española entre 1875 y 1939.Biblio 3W, Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XI, nº 695, 25 de diciembre de 2006. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-695.htm>. [ISSN 1138-9796].