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Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
(Serie documental de Geo Crítica)
Universidad de Barcelona
ISSN: 1138-9796.
Depósito Legal: B. 21.742-98
Vol. XIII, nº 771, 5 de enero de 2008

CUEVAS-VIVIENDA Y “CUEVEROS” EN MORAL DE CALATRAVA (CIUDAD REAL), 1957

Luis Arias González (Doctor en Historia, investigador)
Juan José Andrés Matías (profesor de Enseñanza Secundaria, investigador)


Cuevas-vivienda y “cueveros” en Moral de Calatrava (Ciudad Real), 1957 (Resumen)

En 1957, el mismo año en que se creó en España el Ministerio de la Vivienda, seguía siendo difícil para muchos el acceder a una vivienda digna. En Moral de Calatrava (Ciudad Real), las cuevas-vivienda intentaron ser una pobre alternativa a la falta de casas y a la crisis habitacional a pesar del rechazo a este sistema marginal por parte del Estado y de los demás poderes públicos de la Dictadura.

Palabras clave: Ministerio de la vivienda, Ciudad Real, cuevas-vivienda, crisis habitacional, Dictadura.


“Cueveros” and cave-homes in Moral de Calatrava (Ciudad Real), 1957 (Abstract)

To reach an apropriate house was very difficult for many people when the Spanish Housing Office was created in 1957. In Moral de Calatrava (Ciudad Real), the cave-homes tried to become a modest alternative to the general housing crisis, although the Franco’s Dictatorship Govern and the other national authorities were oposed to them.

Key words: Housing Office, Ciudad Real, cave-homes, housing crisis, Franco’s Dictatorship.


Actualmente, las cuevas-vivienda constituyen en España un patrimonio arquitectónico muy apreciado por su originalidad y por los beneficios económicos que producen tanto su rehabilitación en sí como su, cada vez mayor, explotación y reconversión en alojamientos turísticos. La mayoría de ellas, restauradas convenientemente, ofrecen  ahora en distintos puntos de Canarias, Andalucía, Levante, Aragón, Navarra, Castilla y León, Madrid y  Castilla-La Mancha, todo tipo de comodidades que las han transformado en la imagen floreciente –y muy rentable- de un sistema hostelero alternativo que aúna la calidad más moderna con los aspectos ecológicos de moda –“construcción bioclimática”- y la pervivencia, a la vez, de una pintoresca tradición constructiva. Desde hace unas tres décadas, la alta consideración alcanzada por la cueva-vivienda ha puesto en marcha un peculiar proceso de “gentrificación”, es decir, que son ahora las clases sociales más altas quienes han revalorizado y transformado en lugares “chic”, zonas anteriormente sumidas en la depresión y el abandono. Pero, al margen de estos nuevos usos habitacionales privados, constatamos un renovado interés entre los mismos poderes públicos por sumarse a esta recuperación arquitectónica y cultural. Sin embargo, hasta los años 70,  las casas troglodíticas eran consideradas en nuestro país un foco de poblamiento marginal y un sinónimo inequívoco de “subvivienda” o de infravivienda de la más baja estofa. Sus mismos ocupantes, las autoridades políticas del momento y el grupo de arquitectos y demás expertos en el tema de la habitación popular, coincidían al verter sobre ellas una inequívoca consideración peyorativa y despreciativa. Debemos señalar que  muy pocos veían, por aquel entonces, las indudables ventajas de las cuevas-vivienda que ahora en tanto se estiman; asuntos como el ahorro energético y la isotermia que procuran sus paredes a lo largo del año al mantener temperaturas medias de entre 15º y 19ºC a una profundidad de 1’5 o 2 metros. Otras aportaciones interesantes son la baratura de la edificación y conservación posterior y las facilidades para la autoconstrucción, etc., pero todas ellas apenas provocaban a lo sumo unos muy tímidos y contadísimos elogios por parte de una minoría[1].  Por eso, cuando en 1957, el alcalde de Moral de Calatrava, D. Elías Coll Nieto[2] decidió acabar con el enclave de cuevas-vivienda establecidas en su  municipio, no hacía otra cosa que incorporarse a una tendencia generalizada que se estaba aplicando ya en el resto de España[3] y de la cual este enclave sólo constituyó un eslabón más, aunque los avatares de tal iniciativa y sus desiguales resultados pueden considerarse como paradigma y reflejo, a la vez, de todo este complejo proceso histórico que imbrica el estudio de este singular modelo de vivienda con lo que podríamos denominar “la vida cotidiana” o “la mentalidad colectiva” de toda una localidad.

No debería obviarse que una casa es mucho más que un mero amasijo de materiales o de formas constructivas, puesto que la vivienda condiciona nuestra propia vida a la vez que la exterioriza y, por eso, quisiéramos que estas páginas fueran un homenaje a todos los habitantes que pasaron por las cuevas y un recordatorio generalizado para que tal situación de precariedad y marginación no vuelva a repetirse jamás.

A mediados del siglo pasado, Moral de Calatrava, englobada en el partido judicial de Valdepeñas, provincia de Ciudad Real, era una población en pleno crecimiento, con un total de 8.129 habitantes[4]. Había conseguido alcanzar –paralelamente con Valdepeñas-, la categoría de ciudad sesenta años antes en 1895, durante la regencia de Dª María Cristina, madre de Alfonso XIII, usando para ello como argumento justificativo el gran desarrollo económico y poblacional logrado por la localidad. Los pilares de este esplendor eran, en primer lugar, una agricultura floreciente de viñedos, olivos, tierras de pan llevar y huertas abastecidas por pozos que más tarde serían regadas -tras la Guerra Civil- por el canal del río Jabalón con sus dos embalses de Marisánchez-La Cabezuela y el de Vega del Jabalón. Estas obras de ingeniería, englobadas en el ámbito de la confederación hidrográfica del Guadiana proporcionaron agua a más de 1.000 hectáreas y extendieron la electrificación por toda la zona. Pero el cambio de siglo había traído, además, la proliferación de pequeñas y medianas industrias relacionadas con el sector alimenticio y con el agropecuario; destacaban, muy especialmente, las bodegas vitivinícolas y las almazaras de aceite cuyo incremento y mecanización incipiente fueron potenciados por los altos precios que alcanzaron ambos productos durante todos estos años (Sánchez Sánchez, 1986). El tercer hecho decisivo, sin lugar a dudas, fue la construcción del trazado ferroviario de vía estrecha que unía Valdepeñas con Puertollano y que se conoció popularmente como el “trenillo” (figura 1). En 1890 se autorizó  a Pedro Ortiz de Zárate la construcción de un ferrocarril entre Valdepeñas y La Calzada de Calatrava, con un ancho de 750 milímetros, en lugar del ancho métrico -1.000 mm.- más  habitual de esta modalidad; siendo inaugurado el día 22 de diciembre de 1893 para luego prolongarse hasta Puertollano en 1903, completándose los 76 kilómetros finales utilizados especialmente para transportar la producción de vino, aceite y cereal de la finca de “Montanchuelos” –propiedad personal del mencionado Ortiz de Zárate- y de otras grandes explotaciones similares en las que los raíles entraban hasta las mismas bodegas; por el contrario, el tráfico de viajeros no superó en ningún año los 80.000 efectivos. A partir de 1919, su rentabilidad cayó progresivamente hasta que llegó el cierre definitivo en 1963, coincidiendo de forma harto sintomática con el propio abandono de nuestras cuevas.

Figura 1
El “trenillo” con su personal en 1917


 Por último, las referencias documentales nos apuntan otro producto que tuvo un cierto peso en la economía de Moral, vinculado en este caso en exclusividad al empleo femenino; tal fue la elaboración del bordado de encaje, que vivió su etapa dorada hasta que se mecanizó masivamente en los años 60 (figura 2).

Figura 2
Encajeras de Moral de Calatrava (años 60)

Por eso, justo cuando se empezaba a esbozar el inicio del desarrollismo español –recordemos que el Plan de Estabilización, considerado el hito inicial de este proceso, es de 1959- Moral de Calatrava era el prototipo del sitio rural floreciente, estaba a punto de lograr la consideración oficial de “enclave de 1ª categoría” –para ello se necesitaba un mínimo de 9.000 habitantes empadronados- lo que le hubiera abierto las puertas a la recepción  de más ayudas oficiales y de toda una serie de claras ventajas de orden estructural y social. Pero al lado de toda esta sonriente prosperidad y del indudable crecimiento económico logrado, surgió un gravísimo problema habitacional debido a lo exiguo del parque inmobiliario existente incapaz de absorber este aluvión. Ciertamente, una situación así no era algo exclusivo de Moral; toda España estaba sumida en una grandísima y generalizada crisis de falta de viviendas que afectaba, sobremanera, a los sectores sociales más necesitados (Semanas Sociales, 1954). La sexta Conferencia Nacional de Arquitectura de 1954, hacía públicos unos datos realmente estremecedores: un 10’25 por ciento de la población en España no tenía casa de ningún tipo –en torno a 800.000 familias-, el 60 por ciento de las familias vivían con menos de una habitación por persona, el 70 por ciento de todos los edificios tenían más de 50 años y sus condiciones eran deficientes hasta el extremo (sólo un 34 por ciento disponía de agua corriente, un 25 por ciento tenía retretes o inodoros, un  exiguo 9 por ciento baño o ducha y un 22 por ciento lavadero). En nuestra localidad,  el primer censo de vivienda hecho por el Instituto Nacional de Estadística -1950- contabilizaba 1.814 hogares, lo que suponía ya de por sí una media de residentes por vivienda muy alta, con casi 5 ocupantes. Esta falta manifiesta de habitaciones hizo recurrir, al igual que sucedió en otros muchos lugares, a distintas fórmulas sustitutivas de carácter provisional; soluciones que iban desde los consabidos subarriendos y el hacinamiento por saturación de los inmuebles –no era extraño que vivieran dos o tres familias en una sola casa-,  pasando por el chabolismo y terminando por la recuperación de un tipo de hábitat que ya parecía casi olvidado como era el de las casas-cueva tal y como también pasó en la población de Tielmes y su comarca en la ribera del Tajuña en Madrid o en la localidades albacetenses de Chinchilla y Hellín.

Este tipo de “subvivienda” –infravivienda, quizás sería el término más acertado- contaba ya con precedentes históricos anteriores en Moral, puesto que desde finales del siglo XIX, grupos de transeúntes los habían usado esporádicamente a modo de refugios temporales para pasar la noche. Será la anteriormente mencionada construcción del ferrocarril la que generalizó la ocupación de las cuevas convirtiéndolas en algo totalmente estable y permanente; las primeras familias aquí asentadas de forma definitiva, lo hicieron en 1904 y estaban íntimamente ligadas a las obras en la vía férrea como luego veremos; lo sorprendente, es que tras un periodo de cierto estancamiento se produjera un rebrote del hábitat troglodítico, reutilizándose algunas cuevas abandonadas desde hacía tiempo y procediendo a construir otras de forma totalmente nueva o que, a lo sumo,  aprovechaban parcialmente los trabajos previos efectuados en el subsuelo para procurarse greda y caliza, materiales básicos de la albañilería local al usarse, respectivamente, para hacer tapiales y como revestimiento de paredes y obtención de cal. En su momento de mayor ocupación –también 1957-, se llegaron a contabilizar 53 cuevas-vivienda en Moral de Calatrava, lo que representaba casi un 3 por ciento del parque total existente; un número tan alto que sólo se explica por la escasez de viviendas disponibles y por la baratura de este alojamiento, constituyendo así la única solución posible para aquellas familias más humildes y los sectores de población considerados en buena medida marginales y que llegaron aquí al arrimo de los jornales y de  los trabajos de temporada abundantes. En el informe oficial, se hablaba de hasta 132 cuevas, una cifra a todas luces excesiva, aumentada a propósito para incidir más en la necesidad inmediata de solución y que se obtuvo incluyendo en ella las oquedades  provisionales y algunas bodegas vinculadas a las casas que circundaban a la barriada.

 De manera anárquica, sin luz eléctrica y sin la más mínima infraestructura sanitaria o urbanística, fue surgiendo un barrio completo –“Barrio de las cuevas”, era su denominación oficial y también la popular- situado en la parte sur de la población, a tan sólo unos 150 metros de la emblemática línea del ferrocarril de Valdepeñas a Puertollano, en la “tercera sección del tercer distrito” según  rezaba la división administrativa de entonces.

Las causas que explican el porqué de este emplazamiento son múltiples aunque hay dos de peso. Por una parte debe tenerse en cuenta que estos terrenos formaban parte de una era dedicada a la limpieza de cereales y propiedad de la familia conocida como “los Pascasios”; éstos habrían hecho dejación completa de su uso al ver cómo se iba hundiendo paulatinamente la superficie, socavada en su función de “sacatierras”. Se convirtió así en un territorio de nadie de trazado triangular limitado por las actuales calles de D. Quijote y Cuevas; en el vértice estaba el transformador de luz –instalado en 1904-. Tal renuncia de facto a la propiedad propició la instalación de una gran calera u horno de cal en el centro de la zona, que se alimentaba con el carbonato cálcico de los alrededores lo que a su vez incrementó el número de pozos y galerías extractivas en un proceso creciente de degradación. Este horno era explotado por dos familias de origen portugués –apellidadas Da Silva y Coelho- y es que hubo una aportación de emigrantes portugueses relativamente importante cuando se produjo la construcción del trenillo. Precisamente, la cercanía de las vías férreas por el sur, limitando el triángulo inicial, reforzó este carácter de territorio baldío, poco atractivo, lleno de escombreras. El segundo hecho decisivo tiene relación con la estructura geológica de esta área que permitió la perforación de  galerías autoportantes, sin que fueran necesarios elementos entibadores o de refuerzo a base de posteos y similares.

Tal peculiaridad ya se conocía de manera empírica a través de las extracciones de las arcillas y la cal antes mencionadas. Geológicamente, el Barrio de las Cuevas se aprovecha de una estratigrafía que en superficie está compuesta de arcillas y arcillas rojas que van haciéndose más blanquecinas en altura y que a medida que se profundiza alojan en su interior cantos rodados de caliza oquerosa blanca –usados en los hornos de cal- y una vena de caliza blanca continua de hasta dos metros de potencia según las zonas. A pesar de recibir distintos nombres según las zonas (“légano”, “légamo”, “lacha”…), son el mismo tipo de materiales, consistentes pero dúctiles a la vez, que aparecen, por ejemplo, en Hita (Guadalajara) y en los que se efectuaron los “bodegos” –así se denomina allí a las cuevas-vivienda- o los que se buscaban para excavar las cuevas de Granada.  La acción combinada de estas dos circunstancias –la indefinición de la propiedad y la geología propicia- permitieron el crecimiento sin control del barrio desde 1904, hasta convertirse en un fenómeno local verdaderamente preocupante y una afrenta para la actuación municipal y sus evidentes pretensiones de desarrollo y modernización. Además, aunque el sitio correspondía a la zona más elevada del lugar, esto no le puso a salvo de sufrir periódicamente las inundaciones y algún que otro hundimiento de las falsas bóvedas cuando se producían los temporales típicos que se desatan con frecuencia en el otoño y la  primavera;  muchas cuevas no habían tenido la precaución de hacer un patio proporcional al agua que podía recoger el pozo-aljibe y tampoco se preocuparon por excavar las habitaciones por encima del nivel del patio lo que las condenaba a tener que achicar con cierta frecuencia e incluso a recurrir para ello a la ayuda de los vecinos y al uso de las bombas que les proporcionaban las bodegas vinícolas cercanas. Por último, hay que considerar que la lacerante imagen del entorno y de sus habitantes como una muestra permanente de pobreza, miseria y atraso constituía todo un reto para las autoridades del momento empeñadas en demostrar ante los ciudadanos una preocupación social y justiciera a la que se daba categoría de primer grado dentro del imaginario propagandístico identificado con el Régimen del 18 de julio. 

Las cuevas: descripción y análisis

No quedan apenas vestigios materiales de las cuevas en la actualidad, así que tenemos que contar exclusivamente para su estudio con la información oral de los testigos supervivientes[5], algunas fotografías de particulares, pinturas –entre ellas la magnífica del pintor local Jesús Velasco (figura 3)[6] y otra de Francisco Ruiz Castro (1931-1963), seguidor de éste-  y, sobre todo, con el expediente incoado al efecto.

Figura 3
Cuadro de Jesús Velasco sobre las cuevas (1931)

Este cuadro formó parte de su primera exposición efectuada en el salón de Plenos del Ayuntamiento de Moral de Calatrava. El cuadro nos recuerda los rasgos costumbristas de José Gutiérrez Solana, aunque con una paleta menos sombría y una visión menos dramática y desgarrada.

Dicho expediente informativo se abrió a instancias del entonces gobernador provincial de Ciudad Real,  D. José Utrera Molina, por cierto una de las figuras políticas más señeras del franquismo[7], que cumplía de esta forma la orden emanada por el  flamante Ministerio de la Vivienda recién creado ese mismo año -a instancias de Luis Bañares Manso para centralizar todas las actuaciones dispersas en torno a este asunto e impelidos por unas circunstancias de falta de viviendas preocupantes hasta el extremo y que amenazaban con un estallido social imparable. Se encargó de la dirección de este ministerio al arquitecto falangista José Luis de Arrese Magra (Diego, 2001). Siguiendo, en buena medida, la línea iniciada con anterioridad por el Instituto Nacional de la Vivienda perteneciente al Ministerio de Trabajo presidido por el incombustible José Antonio Girón de Velasco, se llevó a cabo un ambicioso plan de erradicación del chabolismo -“Plan de Urgencia Social” de 11 de julio de 1957- que se extendió de forma muy rápida a toda España[8] y que fue el que motivó, en última instancia, todo este expediente (figura 4).

Figura 4
Impreso del Instituto Nacional de la Vivienda

-En la primera página del informe se puede apreciar cómo todavía se usan los impresos originarios del Instituto Nacional de la Vivienda (Ministerio de Trabajo) a los que se superponen las nuevas denominaciones burocráticas oficiales.

De todas formas, la preocupación por este asunto venía dándose con anterioridad, como demuestra que el alcalde ya había elevado su denuncia, en torno a este tema, al Instituto Nacional de la Vivienda por lo menos un mes antes (28 de junio de 1957) de la orden del gobernador, dando todo tipo de justificaciones y explicaciones del asunto y poniendo a disposición del I.N.V. los terrenos públicos necesarios para construir los realojos alternativos que se propusieron. El documento recoge de forma minuciosa una completa relación de todas y cada una de las cuevas, con descripción exacta de las mismas y  unas fichas clasificatorias interesantísimas por lo que tienen de información social y de muestra de la mentalidad asistencial de beneficencia existente por entonces. Tan importante –o aún más- que los datos escritos, son los documentos gráficos que acompañan el expediente en forma de fotografías, planos y dibujos explicativos que permiten una reconstrucción bastante aproximada de lo que fue este conjunto. A diferencia de otros focos de cuevas, que sólo lo fueron de una forma parcial o que aprovecharon grutas naturales y abrigos que luego se agrandaban artificialmente, todas las construcciones de Moral de Calatrava estaban totalmente excavadas, siguiendo un modelo más o menos común. Primeramente, se hacía un pozo vertical de unos 4 o 5 mtrs. de profundidad que constituía la zona de entrada para una o varias de las viviendas, ensanchándose y aplanándose su base hasta conformar un patinillo de planta en embudo a modo de plazuela o antefachada a la que se accedía por una rampa o por unos pasos de escaleras someramente tallados en el suelo natural. Hubo hasta 12 de estos patios, la mayoría de de los cuales contaban con un pozo superficial –no más de medio metro de profundidad-, llamado “pozancón”, para recoger las aguas sobrantes de las lluvias y los posibles manaderos internos a fin de evitar las inundaciones; en otros lugares de España, se denomina a los pozancones como “rebosaderos”. Aunque lógicamente no eran potables, se utilizaban estas aguas para usos domésticos auxiliares. Podemos encontrar ciertos paralelismos con el sistema de entrada usado en los famosos “silos” de Villacañas (Toledo) excavados también en el llano, pero en tierra no en roca, y con unos accesos más o menos similares denominados “cañadas”, de 2 mtrs. de altura por 10 o 12 mtrs. de largo (Maldonado, 1982). A continuación se iban abriendo una o –a lo sumo dos- galerías en las que se hacían las habitaciones según la dureza y facilidad del terreno con los que se fueran encontrando los constructores. La ventilación se conseguía mediante la puerta –casi siempre abierta y tapada con una tela de arpillera o cortina- y una chimenea vertical denominada “lumbrera” que permitía también salir los humos y entrar la luz a modo de claraboya; un procedimiento muy habitual en todas las construcciones subterráneas, fueran éstas los “silos-quintería” –refugios en el campo en Castilla-La Mancha-, las “chinforreras” –excavaciones parciales-, las “cabañas” –denominación propia de  la Depresión del Ebro- o las “bodegas” del norte Castellano-leonés –en Zamora estas chimeneas reciben el nombre de “zarceras”-. En los famosos silos de Villacañas, servían también para poder introducir la paja y el pienso de los animales domésticos alojados en las cuadras interiores. El principio de funcionamiento era muy similar al que se aplica a los actuales “shunts” pensados para evacuar el aire en los cuartos de baño interiores de los bloques de pisos verticales, si bien sus resultados no siempre fueron satisfactorios puesto que las quejas de malos olores, falta de luz y humedades eran una constante.

La estructura arquitectónica resultaba de una gran simplicidad puesto que,  en la mayor parte de los casos, se trataba de huecos dispuestos unos a continuación de los otros, obligando a pasar sucesivamente por cada uno de ellos para ir desde el fondo a la entrada o viceversa; la forma de estas habitaciones variaba desde las circulares a las totalmente cuadrangulares con esquinas marcadas en ángulo, aunque por lo general eran dominantes las de forma paralepípeda con las aristas redondeadas, sin que esto excluyera alguna que otra de difícil encuadramiento geométrico, hecha mediante la adición sucesiva de  oquedades circulares. Esta misma variedad de formas también se muestra de forma patente en las dimensiones de los habitáculos que iban desde los casi 20 metros cuadrados hasta menos de 3, si bien es cierto que existía una tendencia mayoritaria a reservar las mejores habitaciones para la cocina-estancia básica y se dejaban las  más pequeñas para despensas o depósitos de aperos y herramientas. Precisamente, en la dependencia más grande solía horadarse el techo con un tubo para crear el ventiladero-claraboya antes mencionado, siendo esta última una de las operaciones más delicadas de todo el proceso de construcción pudiendo producirse derrumbes en el techo abovedado. Al exterior, resultaban fácilmente visibles estas chimeneas-respiraderos que se solían fabricar de obra, cubrir con tejas y revestirlas de cal –los “humeros”- lo que permitía identificar sobre el terreno cada una de las viviendas individualmente. De todas formas, era bastante habitual emplazar un fogón auxiliar al aire libre (figura 5), en los pequeños patios comunes,  para no tener que cocinar en el interior los días de buen tiempo.

Figura 5
Fogón al aire libre a la entrada de tres viviendas


Fuente: A.M.V.PV. 154

Está claro que el diseño final de las viviendas no correspondía a ningún plano preconcebido, ni se utilizaban medidas concretas, sino que se iban realizando según la naturaleza geológica del subsuelo, el saber empírico del constructor, sus posibilidades materiales y sus necesidades de espacio, con lo que se podían aumentar en el tamaño y disposición  en un momento dado, siendo sus únicas limitaciones las condiciones naturales del terreno y el evitar entrometerse en las cuevas vecinas adyacentes, todo lo cual daría lugar a un abigarrado y laberíntico conjunto (figura 6).

Figura 6
Plano levantado en 1957 por D. Jesús Velasco

Fuente: A.M.V. PV.154.

La autoconstrucción fue, sin duda, el procedimiento más habitual y no hay constancia de la presencia de albañiles especializados en esta modalidad, conocidos como “cueveros”. Como mínimo se necesitaban dos personas para llevar a cabo la obra; una era la que cavaba con el pico y la otra, provista de un capazo y una azada , sacaba la tierra que, normalmente, se echaba a un lado de la plataforma de entrada o bien se ponía como refuerzo encima de la propia construcción dotándola, de esta forma, de una apariencia cónica inconfundible, ya que el montículo hacía las funciones de un verdadero techo a medida que se iba compactando con el tiempo (figura 7).

Figura 7
Los “techos” de las cuevas-viviendas y los  “humeros”


Fuente: A.M.V. PV.154.

La rapidez de este sistema, permitía crear mediante infinitos “piques” –nombre dado al golpe de extracción y su marca en la obra- un espacio habitable (de entre 25 a 40 metros cuadrados) en poco más de dos o tres semanas, aunque hay que pensar que muchas de estas cuevas-viviendas no se hicieron de una sola vez, sino que se iban excavando durante las escasas horas de ocio, en los días de descanso obligatorio o en las épocas con menor carga de trabajo o sin ningún trabajo –invierno, especialmente-. Es más que probable, que en esta fase se aplicaran los mecanismos de solidaridad y de ayuda mutua tan propios de las sociedades agrícolas y tan presentes entre los vecinos cueveros, siempre a la espera de devolver el favor prestado en un futuro mediante la aportación de un trabajo similar a la familia vecina o amiga que lo había proporcionado con anterioridad. Lo último de todo, en esta tarea, era edificar la entrada de la cueva que procuraba imitar la apariencia, al menos, de una casa terrera normal; en dicha labor, se empleaban los pocos materiales alógenos –en muchos casos reutilizados o procedentes de derribos- que entraban en estas construcciones: piedras, adobes, ladrillos y yeso para hacer los muros, cal para enjalbegar las fachadas, maderas para las puertas y los escasos ventanucos que se abrieron, cubiertos con vidrios fijados con puntas y rejas de hierro (figura 8).

Figura 8
Entrada a una de las cuevas

Se aprecia perfectamente el gran agujero previo, la rampa de acceso y la apariencia de fachada.
Fuente: A.M.V. PV.154.

Los interiores presentaban en general, un acabado más que defectuoso, lo que confirma, además de la miseria reinante, que no eran precisamente albañiles profesionales los constructores y que se concibieron siempre las cuevas con un carácter marcadamente provisional, lo cual no quiere decir que fueran sensiblemente peores que las casas terreras de la localidad. Fuera de la chimenea ya mencionada y de alguna hornacina y estantes auxiliares excavados en las propias paredes, las habitaciones contaban con un mobiliario muy sucinto: sillas bajas de enea, el ajuar más indispensable de la cocina, un par de camas y poco más. Siguiendo las palabras del informe, sabemos que estaban “[…], por supuesto sin embaldosar, con las paredes sin enrasar ni enyesar, en bruto, sin pintar, ni desinfección alguna. No tenían servicios algunos y tendían a la promiscuidad […]”. La iluminación resultaba, además, muy escasa porque había muy pocas que tuvieran una entrada adelantada o que presentaran algún hueco añadido al de la puerta; por otra parte, al no estar las paredes de las galerías y de las habitaciones encaladas, tampoco reflejaban la luz, algo que sí sucedía en otros lugares de España, de ahí la tendencia natural que tenían sus habitantes a permanecer en el exterior, la mayor parte posible de su tiempo. Una excepción a esta penuria generalizada va a ser la cueva grande de Matías Busto, hecha entre él y su hijo Álvaro, a la que dotaron de paredes de adobe y de una confortabilidad que no fue precisamente lo habitual; de manera esporádica, también, se dejó en ella un pilar de refuerzo en la estancia que hacía las veces de cocina-comedor muy similar al que se puede encontrar en algunas cuevas-vivienda turolenses.

Los “cueveros”

Tras un incierto periodo de ocupación temporal por parte de trabajadores temporeros y de oficios trashumantes, el asentamiento comenzó a consolidarse en 1904, vinculado al “trenillo”, como ya hemos dicho y se inició con la llegada de las primeras familias con carácter definitivo: la familia Gascón (procedente del núcleo minero de Puertollano), los Avellán (artesanos hojalateros), los Moya, los “Pelusa”…a los que se irían uniendo otras (Busto, Salvador…). A lo largo de estos 60 años de permanencia, si bien el número de grupos familiares no fue nunca muy grande, se produjo un fenómeno de endogamia muy habitual en todo este tipo de poblamientos marginales (Jimeno Coronado, 2003) y que se puede documentar fácilmente al repasar los apellidos que recoge  la lista[9]. Como en otros muchos sitios –Tielmes y Hellín, por ejemplo-, las dificultades y carencias de la posguerra, unido en nuestro pueblo a un crecimiento poblacional significativo, motivaron un rebrote del trogloditismo agravado por la falta de construcción de viviendas. El carácter residual y la marginalidad característica desde sus orígenes, lastrada por la presencia de quincalleros y ambulantes en un primer momento, fueron en clara progresión; los “cueveros” formaban, en cierto modo, un grupo social aparte, casi un gueto, no siempre integrado ni tampoco bien visto con su idiosincrasia y peculiaridades que sobrevivieron durante décadas y que se vieron reforzados por la endogamia casi permanente a que hemos hecho alusión junto con un espíritu de solidaridad grupal muy fuerte que les ligaba a una forma de vida específica y un tanto apartada. La mayoría de los habitantes del barrio, no figuraban como inscritos en el padrón municipal hasta que en 1931, el alcalde consigue que se les registre, pero 26 años después, muchas familias de las “covanchas” seguían aún sin tener el preceptivo “libro de familia”. Estas apreciables diferencias entre los habitantes del pueblo y los de las cuevas podemos encontrarlas en otros lugares e incluso en un mayor grado que el que está presente en Moral de Calatrava. Algunos estudiosos han querido retrotraer este distanciamiento y confrontación al presunto origen medieval de raigambre bereber de esta forma de hábitat, apoyándose en la toponimia que nos habla de sitios como Covetes dels moros en Bocairent, la casas-cueva de Hinojares (Jaén) en el Barranco de los Moros, etc. De hecho, en Hellín se les tildaba de “cabileños”, comparando a sus moradores –y a su forma de vida- con las salvajes tribus rifeñas marroquíes enfrentadas contra España y, por antonomasia, contra la civilización. Algo similar ocurrió en el barrio malagueño de “El Ejido” tras la Guerra Civil, donde se ocuparon antiguos refugios y se abrieron nuevas cuevas hasta un número que superó el centenar, siendo finalmente un enclave temporal gitano.

El espíritu inherente al barrio de las cuevas se tradujo en una cierta tendencia a la rebeldía manifiesta en los enfrentamientos contra los poderes locales, los personajes políticos de la época y la Iglesia como institución, hasta el punto que, después de 1939, se denominó al enclave con el nombre de “barrio de los rusos”, achacando a sus habitantes una desproporcionada simpatía con los revolucionarios soviéticos y lo que ellos representaban.

En el expediente custodiado por el Ministerio de Vivienda se incluyen  cincuenta y tres cuevas habitadas por cincuenta y siete familias, lo que indica que había al menos seis casos en que se llegaron a juntar más de una familia en tan reducidos espacios; si bien, también se dio la circunstancia contraria en que una misma unidad familiar -la de Luis Villaoslada Gómez, en este caso- ocupó dos viviendas contiguas a la vez.

Cada una de las unidades familiares tuvo que rellenar un impreso (figura 9) que era exactamente igual al que se utilizó en el resto de España para fichar y clasificar a los posibles beneficiarios del primer Plan Nacional de la Vivienda; debido a que muchos de ellos eran total o parcialmente analfabetos, en realidad lo que hicieron fue responder de forma oral a las preguntas. La clase de información que se recoge en esta denominada “ficha familiar” permite formarse una idea muy aproximada de quiénes eran los habitantes del “barrio de las cuevas”, en qué precarias condiciones se desarrollaban sus vidas y qué imagen pública era la que se tenía de ellos, puesto que hay que reconocer que se les consideraba a casi todos como unos excluidos sociales, carentes de la más mínima moralidad y educación y sin muchas posibilidades para salir de este ambiente miserable por sí solos, tal y como expresan fidedignamente las palabras textuales del informe:  “[…]las mismas personas consideran que por vivir en este sitio se encuentran exentas de todo decoro personal a que nos obliga el hogar”.

Figura 9
Ficha familiar para la recogida de datos de las personas que,  presuntamente, iban a ser realojadas

Fuente: A.M.V. PV.154.

El impreso recogía todos estos términos:

A) Cabeza de Familia. Su filiación. Nombre/ Apellidos/ Natural de/ Edad/ Estado/ Profesión u oficio (casi siempre jornalero)/ Empresa/ Provincia de donde procede/ Fecha en que se trasladó a este alojamiento

B) Familia,su composición, situación laboral y social: Parentesco/ Nombre/ Apellidos/ Edad/ Sexo/ Trabajo u oficio/ Jornal o sueldo. Número total de miembros/ Tiene libro familiar (no, mayoritariamente)/ Clasificación familiar (“Se clasificará con las letras B), R) y M) según el ambiente y costumbres sean B bueno, R regular y M malo”)

C) Vivienda información: a)Calificación (Chabola, cueva, etc.)/ reseña (calle, manzana, Zona, polígono, número)/ c)situación familiar (propiedad o alquilado) / renta  d)Condiciones: comparte la vivienda / Número de familias/ servicios higiénicos / defectos que sufre (humedad, ventilación, hacinamiento) (figura 10).

Figura 10
Niño jugando


Fuente: A.M.V. PV.154.

Los datos recopilados nos hablan de familias bastante amplias, con una media superior a los seis miembros, encabezadas por varones en una franja de edad dominante de entre 30 a 40 años, de profesión mayoritaria “jornalero” y sin mayores especificaciones, aunque también aparecen ocupaciones típicamente marginales (lañador, hojalatero, estañador, mendigo, etc.) relacionadas tradicionalmente con los gitanos o con los quinquis. Sabemos que más de las dos terceras partes seguían siendo todavía de origen foráneo, aunque la procedencia geográfica radicaba en localidades de la misma provincia y siempre en zonas muy cercanas a Moral de Calatrava. El desarraigo, parece así un factor evidente y muy extendido lo que incrementaba, ante los ojos de las autoridades, las connotaciones negativas que ya de por sí arrostraban; esta circunstancia, unida a lo que entonces se consideraba cierta “irregularidad” familiar –madres solteras, parejas sin casar…-, hizo que casi el 80 por ciento de todos ellos fueron motejadas –con un sistema que recuerda en mucho al de las “clasificaciones morales de las películas” de la época- con las letras “R” (raro) y “M” (malo) al referirse al ambiente y a las  costumbres de los moradores. La obsesión por utilizar la casa como un vehículo moralizante estaba muy generalizada como evidencian estas palabras del discurso del director general de Arquitectura en estos años: “La casa es, por esencia el cobijo de la familia; la familia constituye la célula matriz de la sociedad. Si la casa está al servicio de la familia, debe integrarse con la misma no sólo en el orden material, sino en el espiritual. Análogamente diríamos por lo que respecta al Municipio, como integrador de los conjuntos de viviendas y tutor de las necesidades del espíritu, derivados de la convivencia de las familias en la sociedad”.

Con estas circunstancias, resulta difícil precisar en mayor grado el verdadero nivel de ingresos económicos de los habitantes. La columna existente a tal fin en el cuestionario, se dejó -quizás intencionadamente o quizás debido a  lo irregular de los mismos- sin rellenar; de todas formas, tenían que ser todos ellos muy bajos si tenemos en cuenta que la renta mensual de alguna de las cuevas -sorprendentemente existió esta modalidad del alquiler-, oscilaban en 1957 entre 30 y 50 pesetas mensuales, en unos momentos en que los salarios agrarios de la zona estaban en torno a las 30-40 pesetas por día (Barciela López y López Ortiz, 1977), bastante altos si comparamos que el salario base de un minero barrenista era de 51 pesetas por jornada de trabajo, el de un mozo de estación 37,50 y el de una oficiala costurera se establecía en las 33,50 ptas. diarias según el Anuario Estadístico correspondiente a 1958. Por término medio el gasto habitual dedicado a la vivienda en estos años en las zonas rurales rondaba entre el 5 y el 10 por ciento,  con unos alquileres mensuales que iban de las 150 a las  200 pesetas de media. Con estas cifras, es muy difícil justificar que fuera ésta una modalidad de vivienda escogida de forma consciente y a la que sus vecinos se aferraban por costumbre, amor a la tradición u otros motivos irracionales; además, la totalidad de los preguntados se quejan constantemente de sus precarias condiciones y señalan la humedad, el peligro de derrumbe y el hacinamiento, entre otros,  como penosos inconvenientes habituales. Al hilo de esta circunstancia,  conviene aclarar que el derecho de propiedad de las cuevas lo confería, de forma consuetudinaria y nunca discutida por nadie, la primera ocupación, produciéndose, en trasmisiones sucesivas, ventas y alquileres realizados siempre de manera particular y privada al margen del registro de la propiedad o de las escrituras notariales.

Lo que no pudieron resolver todas las actuaciones político-administrativas de los distintos poderes, es decir el acabar con el núcleo troglodítico, lo resolvió finalmente el progreso imparable y el cambio económico. A finales de los 50 y principios de los 60, el cierre del trenillo, el desarrollismo urbano y la crisis agrícola empujaron a muchos moraleños a emigrar a otros sitios en busca de mejores perspectivas de futuro. Los lugares elegidos fueron desde la capital de la provincia, pasando por Madrid, Barcelona y, de forma muy significativa, el Levante –hubo un núcleo de cierta consideración en Bocairente, Valencia[10]- y, por supuesto, el atrayente “El Dorado” europeo de Francia, Alemania y Suiza. La presión demográfica y la falta de viviendas consiguiente, se alivió de forma inmediata y todos los ocupantes de las cuevas fueron abandonándolas paulatinamente, hasta que en 1963 salieron sin pena ni gloria sus últimos habitantes, entre ellos los cuatro hermanos –dos varones y dos mujeres- Sancho Felipe, que cerraron con llave para siempre las cuevas numeradas como 16, 35, 39 y 44 en el inventario.

Un proyecto fallido para acabar con las cuevas

Hasta 1957 –nuestro hito cronológico de referencia-,  la intervención del Estado en el tema de la vivienda popular, adoptó, sobre todo, una actuación legislativa tan profusa como poco práctica. Hubo algunas actuaciones esporádicas municipales antes del siglo XIX, incluso algunas afectaron a las cuevas-vivienda (Fernández Vinuesa, 1990)[11], pero debemos esperar a la creación del Instituto de Reformas Sociales –1907- para constatar una presencia importante en el fomento y la construcción de las Casas Baratas (Ortego Gil, 2006). Esta orientación fue asumida también por el populismo inherente a  la Dictadura de D.Miguel Primo de Rivera que,  a pesar de suprimir el IRS y traspasar sus funciones al Consejo de Trabajo primero y a la Dirección general de Trabajo y Acción Social después, asumió muchos de estos supuestos que plasmó en el Estatuto Municipal de 1924 y en toda una retahíla de decretos que permitieron un crecimiento espectacular de la construcción de la llamada “vivienda obrera” y un panorama de ayudas y facilidades a la misma, como no se dio nunca y no se dará ni tan siquiera durante la IIª República. A partir de 1930 coincidiendo con el año de la gran regresión económica española que afectó especialmente al sector de la construcción con las secuelas de suspensión de obras e incremento espectacular del paro, salieron entonces a la luz el mal uso que se había hecho de las generosas ayudas estatales y toda la serie de debilidades y falsedades que caracterizaron al cooperativismo de Casas Baratas. Sin embargo, la República no fue capaz de articular una estrategia válida que solucionara este problema candente y se limitó en buena parte a proseguir la inercia marcada por la Dictadura y a burocratizar aún más el sistema de permisos y licencias. Sus mayores aportaciones lo fueron, sorprendentemente, más en el campo de la urbanización y en el de las comunicaciones internas de las grandes ciudades -creación del gabinete técnico de accesos y extrarradio de Madrid (1932-1936) y la Ley Municipal de 1935- que en una actuación a gran escala por la mejora de la vivienda obrera (Arias, 2003). Tras la Guerra Civil, el Franquismo optará por una política en la que se entremezclan el paternalismo primorriverista con la actuación totalitaria inspirada en los macroproyectos experimentados en la Italia de Mussolini y en la Alemania de Hitler, junto con la labor social y asistencial de la doctrina eclesial católica. Diversos organismos –Regiones Devastadas, Instituto Nacional de la Vivienda, Obra Sindical del Hogar…- y distintos planes –Viviendas protegidas, Viviendas Bonificables, I y II Plan Nacional de la Vivienda, Viviendas Sociales, Viviendas de renta limitada…- se fueron solapando y creando tal complicación de funcionamiento que en 1957 se decide centralizar todo a través de un Ministerio de la Vivienda con sus correspondientes delegaciones provinciales. Fue precisamente, como sabemos,  la delegación provincial de Ciudad Real la que decide encararse con las cuevas-viviendas de Moral, que ya llevaban medio siglo largo de ocupación, en el marco del IIº Plan Nacional de la Vivienda y dentro de la actuación que tenía por ambicioso título “Absorción de zonas insalubres” (Sosa, 1973). Dicha línea de trabajo  fijaba como objetivo prioritario acabar con todas las formas de chabolismo a través de la construcción en terrenos de propiedad pública o municipal -o expropiados al efecto- de grupos de viviendas provisionales, poblados de absorción o poblados rurales, sistemas éstos que muchas veces,  más que solucionar el problema,  lo que hicieron fue diferirlo o crear en realidad otro enclave marginal sustitutorio. Éste era el “modus operandi” que se quiso llevar a cabo en Moral de Calatrava, pero que no llegó a aplicarse probablemente porque al final, el barrio se disolvió por sí sólo sin necesidad de intervención alguna a gran escala como sí se tuvo que hacer en los cercanos focos de cuevas radicados en Tielmes y Carabaña.

En Moral de Calatrava, al final de la vida del barrio, hubo algunas personas que acabaron aceptando las indemnizaciones disuasorias que se les dieron –entre 10.000 y 15.000 ptas.- por abandonar las cuevas, mientras que los hermanos Sancho Felipe con sus respectivos cónyuges prefirieron la fórmula de la autoconstrucción en los terrenos edificables de la “Carretera de Bolaños” también denominado como “Viña Navarro”. El Alcalde, D.Miguel Ernesto Marín Ramírez, se atuvo a un sistema potenciado por el Ministerio de la Vivienda que consistía en vender por parte del Concejo -a muy bajo precio- el terreno –unos 185 metros cuadrados- y dando además grandes facilidades; el pago se efectuaba con un préstamo a quince años vista proporcionado por los “Patronatos Provinciales para la mejora de la vivienda rural”. Estas instituciones se constituyeron en los gobiernos civiles provinciales con la finalidad de conceder subvenciones a fondo perdido, anticipos y préstamos a bajo interés a todas aquellas personas cuyas viviendas rurales no reunían las condiciones mínimas de habitabilidad; en realidad, constituyeron un intento por parte del Movimiento por conservar una cierta autonomía en el tema de la vivienda rural frente al Ministerio que iba acaparando de hecho todas las anteriores competencias (Gómez, 2006). Casi todos ellos tuvieron nombres relacionados con el fundador de la Falange o con el Jefe del Estado, si bien en Ciudad Real se optó por el del santo nacido en Fuenllana y que ya había dado su título a un influyente círculo católico social radicado en Valdepeñas antes de la Guerra. Así, las familias que se acogieron a esta fórmula estuvieron pagando la devolución de este préstamo desde 1969 hasta 1984, fecha en la que el patronato dejó de existir al transferirse sus funciones al gobierno autonómico por el Decreto 15/84 de 24 de enero de 1984 (figura 11).

Figura 11
Recibo del Patronato “Santo Tomás de Villanueva” para mejora de la vivienda rural. 1969

Las pequeñas casitas –no más de 55 metros cuadrados,- de planta baja construidas en hilera, eran muy modestas, seguían el modelo tradicional de las casas terreras –aunque ya estaban hechas en ladrillo revocado- con un tejado a dos aguas de teja árabe y una fachada simple de puerta en  medio y ventanas laterales (figura 12). Tenían electricidad, pero no dispusieron de agua corriente hasta 1984. 

Figura 12
Estado actual de las viviendas que en los años 60 se construyeron para alojar a los últimos “cueveros”

Fotografía de los autores

Estas casas arrostraron el problema de la carencia de aceras y la falta de legalización, habida cuenta de que no se pudieron escriturar y registrar de forma oficial hasta 1983 debido a un problema burocrático. Ambas cuestiones, las solucionó finalmente el alcalde D.Adolfo Salvador, antiguo cuevero él mismo, que además urbanizó el barrio de las cuevas, construyendo encima una plaza y un parque público. Parece como si las cuevas se resistieran a este olvido en que se encuentran y, de vez en cuando, producen hundimientos a propósito en la zona con el único fin de que las tengamos presentes en la memoria al igual que lo hemos intentado hacer con estas líneas.

 

Notas

[1]Recordemos el interés despertado en antropólogos como Julio Caro Baroja o Evans-Pritchard o los elogios hechos por el escritor británico Gerald Brenan tan enamorado de sus Alpujarras. 

[2] Fue alcalde desde el 15 de enero de 1951 hasta el 30 de diciembre de 1963.

[3] De los 800.000 habitantes que tenía Madrid en 1945, casi la mitad vivía en condiciones poco dignas.

[4] Esta fecha supuso un techo demográfico jamás superado. En el 2006, el censo arrojaba una cifra de 5.221 habitantes, casi la mitad de la de entonces.

[5] Hacemos público nuestro agradecimiento a D. Adolfo Salvador Gómez, ex-alcalde de Moral, nacido en las cuevas, estudioso y testigo fiel de la historia de su localidad; sin su ayuda desinteresada y sus testimonios hubiera sido imposible este trabajo que siempre estará en deuda con él. Extendemos este agradecimiento también a D.Vicente López de Sande y su valiosa colaboración.

[6] Jesús Velasco Espinosa (1907-1998),  fue un pintor autodidacta de gran oficio y profesionalidad que, aunque se especializó sobre todo en pintura religiosa,  fue un enamorado de su tierra y sus colores.  Efectuó también con gran maestría el plano incluido en el expediente y las vistas de portadas e interiores dibujadas al margen del mismo.

[7] De origen andaluz, de ideario falangista y abogado de profesión, fue gobernador de Ciudad Real desde 1956 hasta 1962 y, curiosamente, ocupó con posterioridad la cartera de ministro de Vivienda en 1973 con Arias Navarro como presidente del gobierno. Fue su ministerio muy corto –apenas un año al ser nombrado después ministro general del Movimiento- pero es indudable que esta labor previa en materia habitacional contribuyó a la larga en su designación para dicho cargo.

[8] El delegado provincial del Instituto Nacional de la Vivienda en Ciudad Real comunica esta nueva circunstancia al alcalde de Moral, así como le insta a que ponga en marcha el mecanismo informativo y ejecutivo necesario con fecha de 7 de octubre de 1957.

[9] Básicamente son éstos los apellidos más frecuentes –por orden alfabético- y que se encuentran luego combinados entre sí de una forma u otra: Avellán, Barahona, Bravo, Bustos, Castro, Felipe, Fernández, García, Gómez, Moreno, Ontiveros, Ruiz, Sánchez, Sancho y Valle (del).

[10] Es curiosa la coincidencia de que en Bocairente existiera también otro significativo núcleo de cuevas-viviendas. Sobre los problemas de alojamiento con que se encontraron estos emigrantes manchegos en Valencia resultan muy esclarecedoras las descripciones de D. José María de Haro:” Es una población, principalmente de origen manchego […] Buena parte de ella –casi toda- campesina y de escasísima cultura; carne de peonaje que apenas puede combatir con el peonaje o el bracero indígena. Es una población –por otra parte- dispuesta a permanecer allí; aunque sea vivaqueando; que si es devuelta a su procedencia, revierte pronto –a veces al tren siguiente-; y, sobre todo, que, para vivir, no sólo se ampara bajo cualquier techo –por miserable que sea- que encuentra, compartiéndolo, a menudo, con otras muchas familias, sino que levantó ese techo sobre un metro de terreno que halló libre, o en el cauce del río, en la orilla de la carretera, junto a la pared de otro edificio. Y llenó la ciudad y sus alrededores de chavolas (sic). Un género que pronto se vende, se traspasa, se negocia, se alquila. Pero que cercó a la ciudad de un cinturón de miseria moral y material que la abochornaba” (Haro, 1954).

[11] En Yepes (Toledo), tenemos un temprano caso de reabsorción en el siglo XVIII, 1785. Por entonces,  de los 800 vecinos que tiene la villa, 600, que son pobres, viven en cuevas. El Archivo Municipal de Yepes conserva un documento del 10-III-1781 en el que se da noticia de ciertas obras y del reconocimiento del “sittio adonde se han de construir las 19 casas para los vecinos que habitan las cuebas”.  

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Ficha bibliográfica

ARIAS GONZÁLEZ, L. ANDRÉS MATÍAS, J. J. Cuevas-vivienda y “cueveros” en Moral de Calatrava (Ciudad Real), 1957. Biblio 3W Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol.XIII, nº 771, 5 de enero de 2008. [http://www.ub.es/geocrit/b3w-771.htm]. [ISSN 1138-9796].


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