Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales.
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9796]
Nº 92, 27 de mayo de 1998.

MONTANARI, Massimo. El hambre y la abundancia. Historia y cultura de la alimentación en Europa. Barcelona: Crítica, 1993, 206 p.

Joan Ràfols Casamada



No hace falta recordar, por su obviedad, que de entre las necesidades básicas y más elementales del hombre, destaca por su máxima importancia la de la alimentación. Sin comer, sin alimentarse, por más que uno tenga vocación de espíritu puro, por más que uno quiera asimilarse a la más simple materia angélica, no hay vida posible. Y sin ella no hay raciocinio, no hay estudio y no hay filosofía posible. Los clásicos bien que se habían percatado de todo ello y en su máxima de Primum vivere, deinde philosophare dejaban claramente establecidas las prioridades. Ocurre, sin embargo, que una vez solucionado el problema de "la supervivencia cotidiana [que] constituye la primera e ineludible necesidad del hombre"(p.11), sus capacidades --e inquietudes-- pensantes tienen muchos caminos entre los que escoger. Las clásicas preguntas del qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos son algunas de las que más atención han despertado en los humanos, y de las que más páginas y páginas han llenado, con resultados que son como mínimo decepcionantes en una inmensa mayoría de los casos, si es que no son descaradamente falaces y tendenciosos, al servicio, muy a menudo, de los poderes establecidos. En cierto modo, puede resultar más aséptico, correcto y honrado, y no por ello menos gratificante, dedicarse a lo que es precisamente condición necesaria, aunque no suficiente, para poder pensar, razonar y filosofar, es decir, pensar, investigar, razonar, y en definitiva filosofar sobre los alimentos y la alimentación humana. Esto es precisamente lo que ha estado haciendo desde hace ya muchos años Massimo Montanari, el autor del libro referenciado.

Massimo Montanari (Imola, Italia, 1949) enseña historia medieval en las universidades de Catania y de Bolonia, pero su interés por la alimentación humana y todos los aspectos con ella relacionados le lleva a menudo a traspasar los límites temporales de su medievalismo; así no nos ha de sorprender que también se ocupe del mundo romano y prerromano y que por el otro extremo alcance hasta nuestros días más actuales de las grandes superficies comerciales, los alimentos congelados, las hamburgueserías, y los fast-food.

Su producción bibliográfica es muy extensa e incluye, dejando aparte sus numerosos artículos de revistas, títulos de libros como los siguientes: L'alimentazione contadina nell'alto Medioevo (1979); Campagne medievali. Strutture produttive, raporti di lavoro, sistemi alimentari (1984); Alimentazione e culture nel Medioevo (1988); Convivio. Storia e cultura del piaceri della tavola dall'Antichità al Medioevo (1989); Nuovo convivio. Storia e cultura dei piaceri della tavola nell'età moderna (1991) y Convivio oggi. Storia e cultura dei piaceri della tavola nell'età contemporanea (1992).

Según nos explica el autor en la introducción (p. 11), el propósito de su libro es ambicioso:

"A través de las vicisitudes de la comida, de los sistemas de producción y de los modelos de consumo, pretende abarcar mucho más: posiblemente la historia de nuestra civilización, cuyos múltiples aspectos (económicos, sociales, políticos, culturales) han tenido siempre una relación directa y privilegiada con los problemas de la alimentación. [...] Pero la comida es también placer, y entre estos dos polos se desarrolla una historia difícil y compleja, muy condicionada por las relaciones de poder y por las condiciones sociales. Una historia de hambre y abundancia, en la cual el imaginario cultural desempeña también un papel decisivo".

El libro que ahora comentamos se enmarca en el contexto de una colección que lleva un título muy explícito: La construcción de Europa. Los libros de esta colección se editan simultáneamente en cinco editoriales de lenguas y nacionalidades distintas; son editoriales de Alemania, España, Francia, Gran Bretaña e Italia. Sus propósitos quedan claramente definidos con las siguientes frases que aparecen en el prefacio (p. 7):

"Europa se está construyendo. Esta gran esperanza sólo se realizará si se tiene en cuenta el pasado: una Europa sin historia sería huérfana y desdichada. Porque el hoy procede del ayer, y el mañana surge del hoy. La memoria del pasado no debe paralizar el presente, sino ayudarle a que sea distinto en la fidelidad, y nuevo en el progreso. [...] El futuro debe basarse en esa herencia que, desde la Antigüedad, incluso desde la prehistoria, ha convertido a Europa en un mundo de riqueza excepcional, de extraordinaria creatividad en su unidad y su diversidad".

Entre los títulos ya publicados de la mencionada colección, merecen citarse, por ejemplo, los de BENEVOLO, Leonardo. La ciudad europea; FONTANA, Josep. Europa ante el espejo; ECO, Umberto. Europa y la lengua perfecta; ROSËNER, Werner. La Europa de los campesinos, entre otros.

El libro de Montanari, que ha sido traducido por Juan Vivanco, está estructurado, aparte del prefacio, a cargo de Jacques Le Goff, en una introducción y cinco capítulos. Contiene numerosísimas notas (un total de 420), una extensa bibliografía general (239 títulos entre libros y artículos de revista) y un índice alfabético, que aunque no es muy extenso, siempre es de agradecer.

En el capítulo primero, que lleva por título "Fundamentos para un lenguaje común" se habla, en primer lugar, de "los tiempos del hambre" por los que ha tenido que pasar la población europea de los orígenes, y que fueron tiempos dificilísimos, larguisímos e interminables para muchos de nuestros antepasados. El autor trata también de los "bárbaros y romanos", poniendo de relieve sus distintos sistemas alimentarios: vegetales y verduras, gachas y pan, vino, aceite y quesos, pero muy poca carne, para los romanos, en contraposición con los alimentos de los bárbaros, estos extraños pueblos que no conocían ni el pan ni el vino, que no labraban la tierra --según dice César de los germanos-- "y que la mayor parte de su sustento consiste en leche, queso y carne" (p.18-19), sin olvidar, obviamente, las primitivas cervezas. Especial hincapié se hace en el consumo de carnes, "la carne de los fuertes". ¿Acaso el hombre no está hecho de carne? (p. 25) y es por esto que es su "alimento natural", sobre todo para los poderosos de costumbres bárbaras. Otro apartado del capítulo trata de "el pan (y el vino) de Dios", unos auténticos símbolos en la cultura romana, y más tarde en la cristiano-romana. En otro de los apartados se analizan las diferencias entre "la comilona y el ayuno". Así resulta que "para la cultura griega y romana, el ideal supremo era la mesura: acercarse a la comida con placer, pero sin voracidad, ofrecerla generosamente, pero sin ostentación" (p. 30), pero "en cambio, la tradición cultural céltica y germánica presenta al tragón como un personaje positivo, que justamente con ese comportamiento, comiendo y bebiendo con desmesura, expresa una superioridad puramente animal sobre sus congéneres" ( p. 31). En otros apartados del capítulo se consideran aspectos diversos del distinto enfoque con que romanos y bárbaros trataban el problema de la alimentación. Son los titulados "Terra et silva", "Usar la naturaleza" o "El color del pan" en el que se alude a la calidad de los distintos cereales con los que se puede elaborar.

Siguiendo un progresivo avance en el tiempo, con el capítulo dos llegamos a un conflictivo "Cambio de rumbo", consecuencia de tener que enfrentarse y decidir, sin demasiadas alternativas posibles, en "una elección forzada", que corresponde al gran dilema que se planteaba en Europa en aquellos momentos: "Cereales o carne. La alternativa depende del número de hombres" (p. 46). Ello significó una gradual extensión y expansión de los terrenos agrícolas y de la agricultura en sí misma, fenómeno que se dió en toda Europa de manera más o menos general. El objetivo, luchar contra las hambrunas cíclicas que sufría el pueblo, y que en algunas ocasiones habían llegado a provocar brotes de antropofagia, como los que describe el cronista Raoul Glaber, ocurridos allá por los años de 1032 y 1033. Eso es algo de lo que cuenta Glaber (p. 49):

"En aquel tiempo [...] la furia del hambre obligó a los hombres a devorar carne humana, [...] Los caminantes eran atacados por hombres más fuertes que ellos, descuartizados, asados y devorados. Muchos de los que se desplazaban a otros lugares huyendo de la inanición fueron degollados por la noche en las casas donde se alojaban, sirviendo de sustento a sus hospedadores. Muchas personas atraían a los niños con el señuelo de una fruta o un huevo, los llevaban a algún lugar apartado, los asesinaban y se los comían.[...] Un individuo, como si ya fuera cosa habitual el consumo de carne humana, llevó una porción ya cocida al mercado de Tournus para venderla [...] El hombre fue detenido y no negó su culpa, de modo que fue inmovilizado y quemado en la hoguera. La carne fue enterrada, pero otro la desenterró y se la comió, acabando también en la hoguera".

Sin llegar a estos extremos, tampoco las relaciones entre el pueblo y los señores feudales ("las razones del poder") eran fáciles en lo que se refiere a los usos de la tierra y a la explotación de los recursos del bosque. También en este capítulo se trata de los problemas del abastecimiento a las ciudades ("la garganta de la ciudad") y, aunque quede un poco fuera del contexto general dramático de su contenido, también tiene su lugar el mundo de las especies ("gastronomía y hambre"), prácticamente reservadas en exclusiva a los ricos a causa de su rareza y alto precio, y que los menos pudientes intentaban substituir ­recordemos que las especies se usaban por sus virtudes dietéticas, ya que ayudaban a una buena digestión-- por "hierbas aromáticas, auténticas especies de los pobres, que crecían profusamente en los huertos" (p. 71). Leyendo algunas de estas páginas, es fácil enterarse de hechos que cuestionan y desmitifican viejas ideas preconcebidas extensamente difundidas. Por ejemplo, cuando se lee que (p. 65-66)

"la opinión de que el uso generalizado de especies [...] se debía a la necesidad de tapar, encubrir, camuflar el sabor de viandas mal conservadas o incluso echadas a perder, sobre todo carnes. Y también se sostiene que las especies se usaban para conservar la carne. Pero las dos afirmaciones son claramente infundadas. En primer lugar, los ricos (al hablar de productos exóticos y carísimos como las especies sólo nos referimos a ellos) comían carne muy fresca: caza del día [...] o carne comprada en el mercado, también fresca, porque había la costumbre de matar todos los días [...] Por otro lado, los libros de cocina son muy explícitos cuando hablan de añadir las especies después de la cocción, lo más tarde posible. De modo que la hipótesis de la especie como conservadora no se sostiene" [...].

En el capítulo tres, con un título muy significativo, "A cada cual lo suyo", y que abarca el espacio temporal de los siglos XIII al XVI, se puede leer, entre otras muchas cosas, algunas verdaderamente curiosas, aunque no absolutamente sorprendentes, porque todavía hoy en día persisten algunas pautas de comportamiento alimentario que se asemejan bastante a las de aquellos tiempos. Por aquel entonces existía una concepción jerárquica de la alimentación, que obligaba a que cada uno se alimentara "con arreglo a la calidad de su persona" (p. 87), porque "hay alimentos para campesinos y alimentos para señores, y los que no se atengan a las reglas subvierten el orden social" (p. 89). Se justificaban las diferencias con criterios médicos, y así "comer con arreglo a la propia calidad es una necesidad fisiológica" (p. 88), que explica y justifica que "al estómago del gentilhombre le corresponden alimentos preciados, elaborados, refinados []; al estómago de los campesinos, alimentos corrientes y bastos" (p. 88-89). Para Jacques Dubois, médico conocido como Sylvius, con ejercicio en París, según publica entre 1542 y 1546, "los pobres tienen su dieta particular, sin duda pesada e indigesta, pero perfectamente apropiada a su constitución" (p. 90). Era cuestión, además, de no intentar traspasar los propios límites: "Giacomo Albini, médico de los príncipes de Saboya, amenazaba con dolores y enfermedades a todos los que comiera alimentos que no fueran propios de su rango" (p. 90). Si acaso, lo que podía hacer el pobre era únicamente contemplar la mesa del rico, para constatar su poder y así sentirse más dominado y sujeto a sus órdenes.

En el capítulo cuatro, "Europa y el mundo", se continúa insistiendo, aunque con enfoques nuevos y consideraciones distintas, en las diferencias geográficas y culturales de los comportamientos alimentarios, en las consecuencias que ello tenía en la agricultura del momento, y en la necesidad de poner en explotación nuevos espacios agrícolas. Y como siempre, "por un lado los pueblos del sur, sobrios y frugales, apegados a los frutos de la tierra y a los alimentos vegetales. Por otro, los habitantes del norte, voraces y carnívoros" (p. 111). Y en medio, las cuestiones religiosas: "La diferencia entre las distintas culturas alimentarias se hizo más profunda en el siglo XVI, cuando la reforma protestante rechazó, entre muchas otras cosas, la normativa dietética de la Iglesia romana" (p. 114). Y además, como también se comenta en el capítulo, aparecen nuevos productos, como son el chocolate, el té y el café, cuya incorporación a los hábitos alimentarios ayuda a complicar el panorama gastronómico y dietético de la época.

Progresando en el paseo por el tiempo, se llega al siglo XVIII, y con él al capítulo cinco, "El siglo del hambre", título ciertamente bien adjudicado porque en aquellos momentos a la expansión demográfica se correspondieron insuficiencias productivas y de desarrollo agrícola. Sin embargo, "se dice, con razón, que fue la época de una auténtica revolución agrícola. Desde el punto de vista técnico, significó el abandono de la práctica del barbecho y el empleo de leguminosas forrajeras en rotación regular con los cereales" (p. 129). El maíz presenta un nuevo auge y la patata se difunde como alimento de carestía, que llevará a situaciones de monofagia, de las cuales el ejemplo más trágico es el de la crisis alimentaria irlandesa de 1845-46, que fue la consecuencia más catastrófica de una tendencia plurisecular a la simplificación de las dietas populares. "Parece acertado, pues, afirmar que la población europea del siglo XVIII y bien entrado el XIX comió mal, o en cualquier caso, mucho peor que en los siglos anteriores" (p. 144). Y en este contexto, y en relación con el antiguo prestigio de la carne de los ricos (p. 148),

"la elección de un régimen alimentario higiénico, ligero e inteligente quiere ser también una alternativa al Antiguo Régimen y a su cultura alimentaria. La lucha contra el exceso, la opulencia y la pesadez de la comida forma parte de la lucha de los nobles y burgueses iluminados por acabar con las viejas formas sociales, políticas y culturales. [...] El apetito vigoroso y la abundancia de carne, antiguos rasgos de fuerza, poder y nobleza, ya no siguen contando con una aprobación social unánime."

El siguiente capítulo, y último del libro, el seis, lleva un título suficientemente explícito y significativo, "La revolución". El autor trata en él de "las inversiones de la tendencia", de "la revancha de la carne", de como "todos somos ciudadanos" y de como hemos llegado a tener "una comida para todas las estaciones". Y para acabar con la serie de títulos de los apartados del capítulo, también tienen sus comentarios "el placer, la salud, [y] la belleza". Hemos llegado ya al final del paseo, estamos ya en nuestra época, la que conocemos por nosotros mismos, o por el testimonio de nuestros padres o abuelos. Son los tiempos del vegetarianismo (o alimento pitagórico como lo llamaban) libremente aceptado, de las nuevas técnicas de conservación de alimentos (principalmente refrigeración, congelación y esterilización por calor), de la revolución de los transportes, de la deslocalización del sistema alimentario, que ha acabado con las dependencias entre alimento y territorio, e incluso con las dependencias de carácter estacional de la comida, típico de las culturas tradicionales. Ahora, nuestras relaciones con los alimentos se difuminan. Ya no sabemos de dónde vienen, ni cómo ni cuando han sido producidos. Ya casi olvidamos que la comida está relacionada con el clima y las estaciones, pero no podemos -o no debemos- ignorar que "superar las limitaciones del clima y las estaciones, independizarse de ellas, ha sido durante milenios un gran anhelo de los hombres, un importante objetivo de su organización alimentaria" (p. 159).

Para acabar finalmente con nuestros comentarios, recordaremos las consideraciones que, en cierta manera a modo de conclusiones, hace Montanari sobre cuestiones de salud y belleza: antes ser grueso era bello, era señal inequívoca de riqueza y de bienestar alimentario y --¿porqué no?-- sanitario. Ahora, inmersos en la abundancia, los nuevos poderosos comen poco y sobre todo vegetales, posiblemente porque, como señalaba Barthes, "comer poco es el rasgo y el instrumento de la eficiencia, y por lo tanto, del poder" (p. 167). Todo ello es también una consecuencia de lo que apunta el autor (p. 166):

"El modelo alimentario y estético de la delgadez, enriquecido con los consabidos motivos de salud, se difunde ampliamente por la Europa de la primera mitad del siglo XX. [...] Es indudable que en el plano cultural la relación con la comida se ha invertido. El miedo al exceso ha reemplazado el miedo al hambre".

Y de este modo, y con estos argumentos, podríamos decir con Montanari (p. 168) que "todavía está por inventar una relación cordial y consciente con la comida. [Precisamente ahora que] la abundancia nos permitiría hacerlo con más serenidad que en el pasado.

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