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Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVI, nº 947, 30 de octubre de 2011

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

 

McNEILL, J. R. Mosquito Empires. Ecology and War in the Great Caribbean, 1620-1914.Nueva York: Cambridge University Press, 2010. [ISBN 978-0-521-45286-1]


Antonio Buj Buj

Doctor en Geografía Humana

Catedrático de Enseñanza Secundaria 



Recibido: 20 de enero de 2011. Aceptado: 26 de febrero de 2011.


Palabras clave: Gran Caribe, ecología humana, historia ambiental, geografía médica, epidemias, fiebre amarilla, malaria o paludismo.

Key words: Greater Caribbean, human ecology, environmental history, medical geography, epidemic, yellow fever, malaria. 


 

Las enfermedades epidémicas han condicionado la marcha de las sociedades a lo largo de la historia. Hoy en día incluso en los manuales escolares se hace hincapié en el peso de la enfermedad en ese desarrollo. La Peste Negra medieval, el denominado intercambio colombino, el azote del cólera y la tuberculosis en el siglo XIX o la epidemia de gripe de 1918 son algunos de los acontecimientos que aparecen integrados en la explicación histórica académica. A ello han contribuido los trabajos que se han realizados preferentemente desde la Medicina, la Historia ambiental o la Geografía de las calamidades. Los precedentes contemporáneos de estas disciplinas habría que buscarlos a finales del Ochocientos con el cambio de paradigma médico. El paso de la explicación miasmática de la enfermedad epidémica a la bacteriológica fue un cambio radical para la medicina pero también para la comprensión social de la enfermedad.

 Algunos de los nombres propios que ayudaron a gestar ese cambio estuvieron en sus orígenes relacionados con la Medicina, la Geografía o el medioambientalismo; la Historia académica fue por otros derroteros hasta fechas relativamente recientes. Los que mejor representan los orígenes de esa tradición intelectual son científicos de primer orden como Louis Pasteur o Robert Koch, pero también otros científicos que comprendieron el significado de la fiebre amarilla o el paludismo, las dos enfermedades epidémicas principales estudiadas por J. R. McNeill en el libro que reseñamos. En el tránsito del siglo XIX al XX destacaron científicos médicos como Alphonse Laveran, Ronald Ross, Angelo Celli, William C. Gorgas o Gustavo Pittaluga, este último fundador de la malariología en España en los inicios del siglo XX. También cabe señalar a W. H. S. Jones, autor de Malaria and Greek History en fecha tan temprana como 1909. 

En el terreno no estrictamente médico hay que apuntar el nombre de Raoul Montandon, alma de los Matériaux pour l’Étude des Calamités, revista de la Société de Géographie de Ginebra. En esta publicación, en los años veinte del siglo pasado se editaron numerosos artículos sobre las enfermedades epidémicas y otras calamidades. Por pionero, el grupo de trabajo de Montandon merece una mención específica. La culminación de los trabajos de la revista fue la Première Conférence internationale pour la protection contre les calamités naturelles, celebrada en París en setiembre de 1937. Dos años antes, el bacteriólogo Hans Zinsser había publicado Rats, Lice and History (1935), sobre las implicaciones del tifus en la historia. Aquellos fueron años también de intensa lucha contra las plagas agrícolas, especialmente contra la langosta. Todo ello en un contexto imperialista muy acentuado; especialmente, África se convirtió en un laboratorio para la ciencia occidental. Las guerras de aquel momento histórico pospusieron la aplicación de políticas contra las calamidades naturales. Pocos años más tarde, a partir de la década de 1960, en el terreno médico las elites intelectuales occidentales creyeron que había llegado el momento de erradicar las enfermedades epidémicas. Aunque la batalla contra la viruela se hizo efectiva, los acontecimientos posteriores desinflaron aquella perspectiva. Hoy en día, sólo la tuberculosis, el paludismo o el sida siguen llevándose la vida de varios millones de personas cada año. 

De otra tradición epistemológica dentro de las ciencias sociales, pero igualmente imprescindible para entender la tradición ambientalista occidental, son los trabajos ya clásicos de G. Perkins Marsh, Patrick Geddes, Lewis Mumford, Woodrow Borah, Sherburne F. Cook o Carl O. Sauer, pioneros en explicarnos cómo se han modificado los paisajes naturales o humanizados, sus plantas, sus animales o sus habitantes, en definitiva cómo ha interactuado la naturaleza y la sociedad. Un preclaro hijo intelectual de esa tradición geográfica historicista, Clarence J. Glacken, publicó en 1967 Traces on the Rhodian Shore. Nature and Culture in Western Thought from Ancient Times to the End of the Eighteeen Century, posiblemente una de las obras más importantes que nunca se hayan publicado sobre la influencia del medio en la sociedad y la del hombre como agente modificador de la naturaleza. Con algunos de esos poderosos mimbres se fue gestando en las últimas décadas del siglo XX la tradición intelectual de una nueva disciplina, llamada en los Estados Unidos de América Environmental History y en Europa Historia Ecológica o Ambiental, y en la que debemos insertar el trabajo Mosquito Empires de J. R. McNeill. Uno de los creadores de esa disciplina fue William McNeill, padre de J. R. McNeill, quien en Plagues and Peoples (1976) estudió el impacto dramático que las enfermedades infecciosas ejercieron sobre el ascenso y caída de las civilizaciones. De la misma escuela historiográfica son los trabajos de Alfred W. Crosby, en especial The Columbian Exchange. Biological and Cultural Consequences of 1492 (1977), cuya expresión “intercambio colombino”, narrando las consecuencias biológicas y culturales del intercambio transoceánico entre el Viejo y el Nuevo Mundo, ha tenido un éxito más que notable y se ha convertido en un concepto clásico de la materia.

Desde la Historia, pero también desde otras disciplinas se han ido introduciendo en las últimas décadas las reflexiones históricas medioambientalistas. Éstas han marcado ya definitivamente no sólo la agenda intelectual sino también la política de nuestro tiempo. Sin ánimo de presentar una lista completa, vale la pena mencionar los nombres propios de Ramón Margalef, John Passmore, Donald Worster, Peter Gould, J. Martínez Alier, Jared Diamond, Luis Urteaga, Horacio Capel, Marcos Cueto, Massimo Livi Bacci, José Manuel Naredo o Ramachandra Guha, en general pensadores críticos frente a la gravedad de la crisis ambiental y reflexivos sobre la necesidad de encontrar un nuevo equilibrio que restituya la unidad entre los seres humanos y la naturaleza. Algunos de esos autores son citados por J. R. McNeill en el libro que pasamos a reseñar. Antes hay que decir que la obra intelectual de J. R. McNeill es extensa e incluye títulos como The Mountains of the Mediterranean Worl (1992), Something New Under the Sun: An Environmental History of the Twentieth-Century World (2000) o bien, en colaboración con William McNeill The Human Web: A Bird´s-Eye View of World History (2003), todos ellos traducidos al castellano.

El propósito de Mosquito Empires. Ecology and War in the Great Caribbean, 1620-1914, se apunta en la entrada de la obra, es explorar las relaciones entre ecología, enfermedad y política internacional en el contexto de lo que McNeill llama el Gran Caribe, el territorio atlántico y caribeño comprendido entre Surinam y Chesapeake (Virginia, USA), desde el Seiscientos hasta los inicios del siglo XX. Según el autor, los cambios ecológicos crearon un territorio favorable para los mosquitos vectores de la fiebre amarilla y de la malaria, ayudando a estas enfermedades a hacer estragos de manera sistemática tanto entre los ejércitos invasores como entre los colonos. Debido a que la fiebre amarilla otorga inmunidad a los supervivientes de la enfermedad y la malaria resistencia, las dos patologías desempeñaron un papel importante en las luchas imperiales y revolucionarias al atacar a algunas poblaciones de manera más severa que a otras. La obra de McNeill consta de tres partes. En la primera se fija su escenario y se dan las razones metodológicas de la misma; a continuación se analiza el papel de la fiebre amarilla y del paludismo en la defensa de los imperios coloniales americanos establecidos desde finales del siglo XV; y por último, la tercera parte estudia el papel de esas mismas enfermedades en la caída de los imperios metropolitanos y consiguientes triunfos revolucionarios a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. 

El punto de partida de McNeill es la ya conocida tesis sobre la devastación demográfica de las poblaciones amerindias, en especial en el Caribe. Hacia 1650 sólo el diez por ciento de la población aborigen sobrevivía. Las turbulencias demográficas y geopolíticas generaron intensas transformaciones ecológicas. El Nuevo Mundo se transformó ecológicamente debido a las nuevas plantas y animales llevados preferentemente de Europa y África. Según nuestro autor, la caña de azúcar lideró el cambio ecológico en el Caribe, creando lo que bautiza como ecología criolla. Esta planta, llevada por los holandeses de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales hacia 1640, necesitaba mucha mano de obra. Por esas fechas, la población caribeña no llegaba a las 200.000 personas; cien años más tarde, se sobrepasaba el millón, tres cuartos de los cuales eran esclavos.

Según J. R. McNeill, las luchas geopolíticas en el Gran Caribe tuvieron lugar en territorios que experimentaron rápidos cambios ecológicos, con deforestación, erosión del suelo y la instalación de plantaciones agrícolas basadas en cultivos como el azúcar y o el arroz. Esta inestabilidad ecológica generó una incubadora ideal para las especies de mosquito de dos de las más letales enfermedades humanas, la fiebre amarilla y el paludismo. El vector de la fiebre amarilla es la hembra de la especie Aedes aegypti. El del paludismo son distintas hembras de Anopheles, y en la zona del Caribe el An. quadramanculatus. Las dos patologías son originariamente africanas. Por lo que se refiere a la fiebre amarilla, se sabe que el virus causante de la misma tiene alrededor de 3.000 años y es nativo de África. Aunque hoy en día mata a algunos miles de personas en todo el mundo, históricamente tenía una letalidad del ochenta y cinco por ciento. La cepa americana está genéticamente cercana a la del occidente africano y llegó presumiblemente al Nuevo Mundo en los barcos de esclavos. El mosquito vector A. aegypti necesita gente, recipientes de agua y calor. El barco cargado de esclavos ofrecía un nicho ecológico perfecto para la enfermedad. En el mismo sentido, la extensa red de puertos caribeños, barcos y marineros enfermos sirvieron  para transportar el virus de un mosquito a otro y de un puerto a otro. En definitiva, la revolución del azúcar creó un nuevo mundo de plantaciones, incremento de población y barcos, un mundo hecho a medida para el vector y el virus de la fiebre amarilla.

McNeill escribe que fue una cruel ironía que en sus cuerpos los esclavos llevasen nuevas epidemias a América, como la fiebre amarilla, la malaria y otras, y que también llevasen en muchos casos la resistencia o la inmunidad a las mismas, lo cual incrementaba su valor respecto a otras formas de trabajo. Las plantaciones de azúcar y de arroz desempeñaron el mismo papel para la transmisión de la malaria. Los cambios en el paisaje, con la creación de acequias, canales, tierras irrigadas, aguas estancadas o la existencia de rebaños de ganado, crearon involuntariamente un hábitat ideal para la cría anofelina. Las anomalías climáticas, como la de El Niño, también afectaron, y afectan, a la frecuencia y severidad de las plagas de mosquitos. La malaria está entre las más antiguas y más mortales enfermedades de la humanidad. Todavía hoy mata a más de dos millones de personas al año, sobre todo niños africanos. La mayoría de los esclavos del África occidental, apunta McNeill, llevaba el plasmodio del paludismo en la sangre; de esta manera, con el comercio de esclavos la enfermedad era constantemente reintroducida entre las poblaciones anofelinas del Nuevo Mundo. Su introducción en ese territorio seguramente tuvo lugar en los inicios del siglo XVI. Por otro lado, muchas personas entre el Sahara y el desierto de Kalahari son inmunes al Plasmodium vivax, uno de los microorganismos que generan la enfermedad. Esto es debido a una característica genética, la ausencia del antígeno llamado de Duffy en los glóbulos rojos de la sangre. Este carácter es hereditario y ha generado inmunidad en generaciones expuestas a la enfermedad.

Las conclusiones de la primera parte de la obra de McNeill, la que plantea las cuestiones metodológicas, son las siguientes. Los esfuerzos de las distintas tradiciones médicas en el contexto histórico estudiado frente a las enfermedades mencionadas, en especial la fiebre amarilla, fueron vanos. La inmunidad diferencial frente a esta patología pesó más entre la población invasora e inmigrante que entre la nacida y crecida en el Caribe. Las poblaciones rurales fueron menos castigadas que las urbanas por la fiebre amarilla, al igual que las más alejadas de las plantaciones de azúcar y las zonas más frías y secas, debido a la ecología del Aedes aegypti. Los cambios en el clima, la creciente inmigración europea, la difusión del cultivo del azúcar por el Caribe, el tráfico de esclavos, hizo ascender el riesgo de fiebre amarilla. Por otro lado, la malaria fue más una enfermedad rural que urbana, más prevalente en las tierras deforestadas y cultivadas, especialmente en las zonas de arroz. Muchos esclavos, y sus descendientes, portaban un poderoso escudo genético contra la malaria. Otras personas adquirieron resistencia frente a la enfermedad. En general, los cambios ecológicos efectuados por la economía de plantación en el Gran Caribe a mediados del siglo XVII crearon una ecología propia  que mejoró las perspectivas epidémicas de la fiebre amarilla y de la malaria. La plantación de azúcar tenía tres pilares básicos: el comercio esclavista como fuerza de trabajo, la plantación como unidad de producción y la ciudad portuaria como organizadora de la exportación. Los tres juntos crearon unas excelentes condiciones para el vector de la fiebre amarilla. Esta revolución ecológica y demográfica del azúcar también ayudó en el establecimiento de la malaria, pero no fue tan crucial. Los mosquitos anofelinos ya existían antes de la llegada de Colón pero los plasmodia seguramente llegaron poco después de 1492. El cultivo del arroz fue también un firme apoyo para la malaria. La región del Gran Caribe se fue colonizando de la enfermedad conforme fue llegando gente, especialmente africanos portadores de plasmodia.

La segunda y tercera parte de Mosquito Empires analiza los casos empíricos que sirven a nuestro autor para desarrollar su tesis. En la segunda se establece el papel de la fiebre amarilla en la defensa de los imperios coloniales. Por ejemplo, el Recife pernambucano fue territorio codiciado por la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales desde los inicios del siglo XVII. Eran los años en que la región era la capital del azúcar del mundo atlántico. Fundada en 1621, la Compañía fue creada con el propósito expreso de enriquecerse a costa de los dominios de los Habsburgo en el Nuevo Mundo. El ataque holandés de 1630 con 7.000 hombres tuvo éxito y cinco años después el dominio se había extendido por todo el noreste de Brasil, excepto Bahía en manos portuguesas. El éxito se debió a la ausencia de fiebre amarilla. Finalmente, la aventura brasileña supuso para la Compañía la pérdida de unos 20.000 hombres a lo largo de un cuarto de siglo. La revuelta de 1645 de los propietarios de las plantaciones, portugueses nacidos en Brasil, mejor aclimatados a las enfermedades locales que las fuerzas holandesas, acabó con la aventura holandesa. En 1654 la Compañía perdía su último bastión en Recife. La primera gran epidemia de fiebre amarilla en la región se desataría algunos años más tarde, en 1685. En general, lo mismo puede decirse de la experiencia inglesa en Jamaica a partir de 1655; la malaria y la disentería castigaron duramente al ejército inglés en su conquista de la isla en aquel momento española, pero la ausencia de fiebre amarilla propició la conquista.

Casos muy distintos fueron el intento escocés de fundar una colonia en el Darién panameño y el esfuerzo francés por repoblar Kourou en la Guayana. En Escocia, decenas de miles de jóvenes salían en tropel para luchar para los monarcas europeos a finales del siglo XVII, espoleados por las luchas civiles, el hambre o la exclusión del lucrativo comercio atlántico. En ese contexto, se entiende la aventura del presbiteriano escocés William Paterson. Uno de los fundadores del Banco de Inglaterra (1694), Paterson soñó con hacer del Darién un emporio comercial, una “llave del universo”, uniendo el comercio del Atlántico y el Pacífico. En 1698 cinco barcos con 1.200 hombres y 175 cañones partieron hacia Panamá. La localización del fuerte militar y la ciudad de Nueva Edimburgo no fue especialmente feliz; estaba en una zona palúdica. Entre los ataques de los mosquitos y las fuerzas españolas menos de trescientos escoceses consiguieron regresar vivos. Antes de que la primera expedición regresara, salió de Escocia otra de 1.300 colonos incluyendo unas cien mujeres.  Llegó a la región en noviembre de 1699 pero su suerte fue la misma. La aventura escocesa del Darién acabó con unos 2.000 de los 2.500 colonos que habían navegado al istmo. La explicación ecológica de lo que sucedió es la siguiente. Los colonos escoceses padecieron una fatal combinación de paludismo y de fiebre amarilla, al tener la región un hábitat ideal para el Anopheles albimanus y para el Aedes aegypti. Las fuentes primarias que maneja McNeill confirman que sólo la fiebre amarilla mató al setenta por ciento de los que se internaron en el Darién.

El caso de Kourou en la Guayana francesa es también parecido, y según nuestro autor es el escenario de la colonización europea más mortífera en América. Los hechos ocurrieron en el periodo 1763-1765. A iniciativa del ministro francés Duc de Choiseul, a partir de 1763 fueron enviadas diversas expediciones con el fin de ayudar a contener el creciente dominio británico de la región. Cerca de 14.000 colonos de diferentes nacionalidades salieron en barcos desde Rochefort, en la región de Poitou-Charentes. En diciembre de 1764 alrededor de 6.000 de ellos estaban enfermos de fiebres malignas. En total, alrededor de 11.000 murieron en Kourou y alrededores preferentemente entre junio de 1764 y abril de 1765. La causa principal fue  la fiebre amarilla. Aunque en momentos históricos separados, concluye McNeill, los dos ejemplos de Darién y Kourou representan el poder de las enfermedades importadas, de manera especial después de que en la década de 1640 se estableciera la fiebre amarilla en la región del Gran Caribe.

Por otro lado, desde finales del siglo XVI la monarquía española había ido construyendo una amplia red de fortificaciones en sus territorios americanos, especialmente en Cartagena de Indias y La Habana, según las más modernas técnicas del ingeniero francés Vauban. La disposición ideal para su defensa consistió en construir sólidas fortificaciones que obligasen a los atacantes a permanecer durante semanas montando el sitio, combinado con guarniciones militares compuestas de milicias y de tropas regulares. Hacia 1760, afirma McNeill, los españoles habían ajustado sus defensas al nuevo régimen ecológico y epidemiológico de las Indias Occidentales. Veamos cómo. Cartagena de Indias había sido fundada en 1533 y en pocas décadas se convirtió en un puerto estratégico para la defensa del imperio español. Sufrió los ataques de John Hawkins (1568) y de Francis Drake (1586), en unos años en que las fortificaciones eran escasas y no había episodios de fiebre amarilla. Durante la Guerra de los Nueve Años (1688-1697), Cartagena fue tomada por el Baron de Pointis a principios de mayo de 1697. En la toma de la ciudad perdió a unos sesenta hombres, pero en pocos días, y según testimonio del mismo militar francés, la suerte cambió. Vinieron las lluvias intensas, y seguramente también la plaga de Aedes aegypti y con ella la fiebre amarilla. La enfermedad afectó a más de 800 hombres y en menos de una semana la mayoría habían muerto. A finales del mes, lo que quedaba de la flota francesa partía en dirección a Brest. Cartagena permaneció española; Pointis pudo saquear la ciudad pero no pudo permanecer en ella.

A partir de los estudios de climatología histórica se sabe que durante los años 1694-1696 actuó la corriente El Niño, creando unas condiciones ideales para la incubación y el crecimiento del A. aegypti. Fueron momentos en los que probablemente se estableció el virus de la fiebre amarilla entre la población de primates y entre los mosquitos de las regiones boscosas caribeñas, especialmente en las tierras interiores con grandes masas forestales, y en las grandes islas. A partir de aquellas fechas, la fiebre amarilla se convirtió en endémica en la región. Como puerto de llegada de la mayoría de esclavos africanos, Cartagena hospedó una considerable población africana occidental. Entre 1714 y 1726, la compañía que tenía el monopolio del negocio, la Compañía Británica del Mar del Sur, importó oficialmente más de 10.000 esclavos. El tráfico ilegal multiplicó por tres esa cifra.  Con el tráfico vino también el A. aegypti y así Cartagena siempre estuvo abastecida del vector de la fiebre amarilla. Al ser además una ciudad con una enorme población flotante, especialmente cuando paraban los galeones, la ciudad era un cruce de caminos para otras enfermedades contagiosas. La topografía local de Cartagena, con marjales, ciénagas y lagos, también favorecía la implantación del paludismo. Los esclavos llevaron los parásitos palúdicos a la región, convirtiéndolo en endémico.

Después de un cuarto de siglo de paz entre Gran Bretaña y los Borbones, la guerra estalló otra vez en 1739. La restricción del comercio con América fue la excusa para atacar Cartagena de Indias. El oficial Edward Vernon llegó a principios de marzo de 1741 con unos 29.000 hombres en total, la aglomeración militar más numerosa vista nunca en aquellas aguas, según nuestro autor. Las escasas fuerzas de defensa de la ciudad estaban dirigidas por Blas Lezo y Olavarrieta y por Sebastian de Eslava. Aunque no se distinguía por su disciplina, la milicia cartagenera estaba compuesta por hombres en su mayoría africanos o descendientes de africanos, con sistemas inmunitarios frente a la fiebre amarilla. Ayudando a esas tropas resistentes a la fiebre, Lezo y Eslava pronto tuvieron de su lado incontables escuadrones de A. aegypti. Al poco de empezar las escaramuzas, con lluvias de primavera, la fiebre amarilla y la disentería se extendieron entre las tropas británicas. Después de un mes de asedio, Vernon escribía que la empresa debía ser abandonada “por el estado general de enfermedad del ejército”.  Hacia el 28 de abril habían muerto unos 8.000 soldados y marineros británicos. Por contra, la defensa de Cartagena costó entre 200 y 600 hombres, según una u otra fuente. No existen menciones al vómito negro, o sea la fiebre amarilla, entre los asediados.

Estos hechos de Cartagena de Indias le hacen afirmar a J. R. McNeill que la fiebre amarilla “quizás salvó al imperio español en América”. Sea como fuere, nadie puede dudar de su importancia. Lo mismo puede decirse del empeño también británico de quedarse con Santiago de Cuba con lo que quedaba del ejército de Vernon, y más tarde con La Habana, “la llave de las Indias” según William Pitt, en 1762. A pesar de que la ciudad fue tomada el 14 de agosto de ese año y que el tesoro capturado fue enorme, las tropas británicas sufrieron más de 7.000 muertos por fiebre amarilla. La Paz de París de febrero de 1763 devolvió la ciudad a la corona española. Como concluye McNeill, la fiebre amarilla hizo su trabajo para España en Cartagena, Santiago de Cuba y tardíamente en  La Habana. Los oficiales españoles eran conscientes de ello y aprendieron el valor de la enfermedad; hacia 1760 escribían explícitamente de ella como un elemento más de su sistema de defensa.

Si en la segunda parte de Mosquito Empires J. R. McNeill pone la atención en el papel desempeñado por la fiebre amarilla y otras enfermedades en la defensa de los imperios existentes en la región del Gran Caribe, la tercera parte de su obra sirve para entender cómo esas mismas enfermedades ayudaron al éxito de las revoluciones americanas al diezmar a las fuerzas enviadas desde Europa para pararlas. Este es el argumento de los capítulos seis y siete de Mosquito Empires. Dos de los ejemplos de nuestro autor para confirmar esa tesis son la rebelión de esclavos en Surinam contra el dominio holandés, y la independencia de los Estados Unidos de América con unas tropas británicas más susceptibles al paludismo. Tanto los esclavos de Surinam como los rebeldes norteamericanos gozaban de una resistencia adquirida al paludismo más fuerte que la de los ejércitos enviados para reprimirlos. En el caso de Estados Unidos de América, los mosquitos y el paludismo no consiguieron la revolución por sí mismos, pero sí que ayudaron a marcar la diferencia. Con el mimo propósito, McNeill analiza la importancia de la fiebre amarilla y el paludismo en las revoluciones de Haití, el Virreinato de Nueva Granada y Cuba. Aunque abarcan un periodo de un siglo el modelo es el mismo para las tres: las armadas revolucionarias que lucharon contra las tropas enviadas desde Europa tenían peores armas y peor disciplina militar pero disfrutaban de una mayor resistencia a las enfermedades locales, en especial inmunidad contra la fiebre amarilla. Para no repetir argumentos, nos centraremos en uno de los casos, el de Nueva Granada a principios del siglo XIX, con Cartagena de Indias todavía como enclave defensivo del comercio español en América.

Sin olvidar los hechos principales del desmoronamiento del imperio español con la invasión napoleónica y la rebelión criolla, McNeill carga las tintas en el fracaso de Pablo Morillo. Este competente general español fue enviado con 12.250 soldados curtidos en la guerra contra Francia y 1.800 marineros a fin de reconquistar Nueva Granada. Esta expedición de 1814 contaba además con 1.430 soldados de caballería y 600 artilleros, pero con un solo oficial médico. Nueva Granada incluía gran parte de lo que hoy es Venezuela, Colombia, Ecuador y parte de Panamá. La región, pero de manera especial los llanos venezolanos,  fue hasta mediados del siglo XX la más afectada por paludismo de toda Sudamérica. Las costas caribeñas de la región albergaban como ya se ha dicho la fiebre amarilla. Según testimonio del mismo Morillo sus tropas tenían más miedo a los mosquitos que a los hombres de Nueva Granada. En efecto, señala McNeill que los soldados españoles tenían una gran desventaja en el Caribe: un sistema inmune poco preparado frente a ciertas enfermedades. A pesar de la competencia militar del general español, que capturó Cartagena de Indias y que ganó numerosas escaramuzas a los rebeldes, Morillo no pudo imponerse con rapidez y sus tropas tuvieron que hacer frente a una muerte lenta. Según McNeill, perdió todas las batallas contra el paludismo y la fiebre amarilla y por tanto casi todos sus hombres. En 1819, Pablo Morillo escribió a España indicando que le quedaban menos de la cuarta parte de los 12.000 soldados que habían llegado con él.

Los retornados del ejército de Morillo expandieron en España la sedición y la fiebre amarilla. La primera al crear las condiciones para la rebelión que dio lugar al Trienio Liberal; la fiebre amarilla se expandió por toda la Península Ibérica importada de América. En total, de los 17.000 hombres que sirvieron a Fernando VII entre 1813 y 1821 en el Caribe únicamente sobrevivieron unos 1.700, de los cuales unos 700 retornaron a España. Las enfermedades aniquilaron lentamente al ejército de Morillo. Consciente del papel de la enfermedad en aquella guerra, McNeill recoge el testimonio de Simón Bolívar de junio de 1816: “Nosotros debemos lamentar los numerosos enfermos que han reducido considerablemente nuestras tropas; pero estamos consolados porque el enemigo sufre pérdidas más graves, en parte debido a la naturaleza de sus soldados, y en parte a las posiciones que ocupa”, más propensas a las enfermedades ya mencionadas. 

En el último y breve capítulo ocho que sirve de conclusión, McNeill recapitula los argumentos. El propósito de Mosquito Empires es el de afirmar los lazos entre ecología y política, y de manera particular el poder de la fiebre amarilla en la colonización, la construcción de imperios, las rivalidades imperiales y las revoluciones en el Gran Caribe entre 1640 y 1910. Su virulencia, transmisibilidad y capacidad para otorgar inmunidad total entre los supervivientes abrió un abismo entre los individuos susceptibles a la fiebre y los que estaban a salvo, lo cual adquirió una gran importancia militar y política. Lo mismo ocurrió con la malaria pero en menor medida, al ser menos letal y al existir diversas gradaciones de resistencia a la enfermedad. Repite una vez más que los mosquitos que cargaban con la fiebre amarilla y la malaria apuntalaron el statu quo geopolítico en el Gran Caribe antes de 1770, y después ayudaron a socavarlo. Sólo bastante más tarde, a partir de los trabajos de la incipiente microbiología de finales del siglo XIX, pudo extenderse la idea de que los insectos expandían enfermedades. Los trabajos pioneros del cubano Carlos Juan Finlay y del norteamericano William Gorgas sirvieron para entender los mecanismos de control de la fiebre amarilla. Hacia 1930 la enfermedad era rara en el Caribe, aunque unos años antes la construcción del canal de Panamá, inaugurado en 1914, significó la muerte de varios miles de trabajadores por fiebre amarilla, malaria y otras enfermedades infecciosas.

Para curarse en salud contra posibles acusaciones deterministas, J. R. McNeill escribe en las primeras páginas de su libro que la humanidad y la naturaleza hacen su propia historia juntos, pero ni la una ni la otra son completamente autónomas. Su trabajo no es, escribe, un ensayo sobre el determinismo ni de los mosquitos ni del medio ambiente;  la historia humana es un proceso de coevolución que implica a la sociedad y a la naturaleza. Sea como fuere, Mosquito Empires tiene un argumento muy sólido: el enorme trabajo empírico que tiene detrás. McNeill lo empezó a gestar en el invierno de 1979-1980 en el Archivo General de Indias de Sevilla y  ha tenido un largo recorrido por archivos tanto europeos como americanos. La extensa bibliografía tanto de fuentes primarias como secundarias tiene más valor si se le añade la virtud de la poliglosia. Trabajar con documentación en varios idiomas no es lo más común en el campo de las ciencias sociales, especialmente en el mundo anglosajón. Por nuestra parte, añadir que esperamos que la obra sea traducida al castellano. Por interés y por proximidad del tema debería poder ser leída por un público amplio.

 

© Copyright Antonio Buj Buj, 2011
© Copyright Biblio3W, 2011

 

[Edición electrónica del texto realizada por Anna Solé]

 

Ficha bibliográfica:

BUJ BUJ, Antonio. McNeill, J. R. Mosquito Empires. Ecology and War in the Great Caribbean, 1620-1914. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 30 de octubre de 2011, Vol. XVI, nº 947. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-947.htm>. [ISSN 1138-9796].