Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVI, nº 969, 30 de marzo de 2012

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

MEMORIA, PATRIMONIO, RENOVACIÓN EDUCATIVA Y CIUDADANÍA: A PROPÓSITO DE UN VIAJE POR LAS ESCUELAS DE CANTABRIA

GONZÁLEZ RUIZ, Juan. Viaje apasionado por las escuelas de Cantabria. Prólogo de Agustín Escolano Benito. Santander: Ediciones de Librerías Estudio, 2010a. 301 p.

 

Alberto Luis Gómez
luisal@unican.es

Jesús Romero Morante
romeroj@unican.es

Departamento de Educación, Universidad de Cantabria


Recibido: 15 de abril de 2011. Devuelto para revisión: 30 de abril de 2011. Aceptado: 15 de julio de 2011.
  


Memoria, patrimonio, renovación educativa y ciudadanía: a propósito de un viaje por las escuelas de Cantabria (Resumen)

Una reciente publicación sirve a los autores para reflexionar sobre la memoria escolar.  En una primera parte se resalta la relevancia de las fundaciones, del Estado y de las órdenes religiosas en la creación de centros escolares en Cantabria desde mediados del siglo XVIII. A continuación se pone de relieve el valor arquitectónico de unas construcciones que, en muchos casos, surgieron como exponente del cambio educativo y cobijaron prácticas renovadoras de inspectores y maestros. Unas consideraciones finales resaltan la importancia del patrimonio perdido así como la urgente necesidad de luchar por conservar el que todavía nos queda.

Palabras clave: memoria, renovación educativa, patrimonio, ciudadanía.


Historic memory, heritage, educational innovation and citizenship: speaking of a journey around the Cantabrian schools (Abstract)

A recent publication helps the authors to reflect on the school memories. In the first part, the relevant role of the state and religious institutions in the creation of educational centers in Cantabria, since the mid-eighteenth century, is highlighted. Then, the emphasis is placed on the architectural value of certain buildings that emerged as a consequence of educational changes and also provided shelter to innovative teaching practices carried out by supervisers and school teachers. To end, some final considerations support the idea of the importance of the lost cultural  heritage as well as the urgent need of fighting for preserving the remaining one.

Keywords: historic memory, educational innovation, (cultural) heritage, citizenship.


Desde hace ya casi dos décadas, las investigaciones educativas españolas se han visto enriquecidas por la llegada a nuestro país de aproximaciones histórico-culturales que, junto a nuevos enfoques, han redefinido objetos de estudio como el de la “cultura escolar” y han estimulado investigaciones sobre el amplio patrimonio cultural (material e inmaterial) de las instituciones educativas, convirtiéndolas en un cautivador foco de interés[1] que ha atraído a estudiosos equipados, sin embargo, con herramientas conceptuales y heurísticas ciertamente variopintas.

Sin lugar a dudas, una de las personas que aquí en Cantabria ha dedicado buena parte de su larga trayectoria profesional a este tema –aprovechando sobre todo su labor como inspector desde el año 1974 hasta su reciente jubilación– ha sido Juan González Ruiz (JGR), autor de un reciente libro en el que, al menos en cierta manera, sintetiza sus preocupaciones (y aficiones) básicas a lo largo de casi un cuarto de siglo[2]. La obra, con varios cientos de fotografías tomadas con mayor o menor calidad a lo largo de muchos años, está articulada internamente en catorce capítulos; tiene, además, un prólogo firmado por Agustín Escolano –antaño inspector en estas tierras montañesas– y unas escuetísimas consideraciones a modo de “fin del viaje”.

Las reflexiones introductorias del catedrático soriano apuntan en un doble sentido: general o histórico-educativo –señalando la relevancia de la institución escolar como ámbito en el que se empieza a formar la identidad narrativa de los sujetos; poniendo de relieve la importancia de la memoria de la escuela como componente fundamental de nuestro patrimonio personal y público; e indicando cómo los nuevos paradigmas educativos han originado miradas sobre la escuela que han revalorizado la contribución del análisis del patrimonio escolar a la educación histórica de la ciudadanía– y específico, al relacionar la trayectoria profesional de JGR –en ciertos aspectos similar a la suya y conectada con el ya antiguo uso que la Inspección escolar ha hecho de los viajes desde hace más de ciento cincuenta años– con una búsqueda de lugares y objetos de la memoria fuertemente imbricada con la defensa del rico patrimonio material e inmaterial de la escuela.

En el primer capítulo –Viajar y ver escuelas– de la obra que usamos a modo de pretexto para nuestras consideraciones, el lector encuentra una batería de ideas que permiten entender la genealogía de este libro así como sus supuestos y finalidad básica: “suscitar la curiosidad, enriquecer el conocimiento acerca del pasado y presente de nuestras escuelas, fomentar la conciencia y la actitud positiva del respeto y la conservación del patrimonio histórico escolar y… promover la afición de viajar para ver escuelas” (p. 19; véanse también las p. 23-24). Este estudio, con un sesgo conscientemente divulgativo y en el que se desea dar noticia “sin mayores pretensiones… de un buen puñado de escuelas distribuidas por todo el territorio de Cantabria” (p. 20), sigue la estela de trabajos realizados por dos maestros: el inspector José Arce Bodega (1814-1878), que desarrolló su labor en la actual Cantabria a mediados del siglo XIX, y un relevante periodista, Luis Bello Trompeta (1872-1935), iniciador de lo que, no sin disculparse por el bárbaro tecnicismo, JGR denomina “reporterismo pedagógico”.

Es verdad que el viaje, o mejor dicho, los múltiples viajes que están detrás de la redacción de este libro, nos llevan hasta un pasado relativamente lejano (digamos que hasta mediados del siglo XVIII). Pero no lo es menos que, en última instancia y debido a que la mirada del viajero sobre nuestras escuelas no es en absoluto nostálgica, la justificación del trabajo realizado descansa en ofrecer al lector siquiera “una meditación sobre lo que fue y dejó de ser más o menos injustificadamente; o sobre lo que pudo ser, no fue aún, y sin embargo ofrece alguna esperanza de que pueda llegar a ser. Al fin y al cabo, toda auténtica recuperación es un viaje al futuro más que una vuelta al pasado” (p. 32-33).

Como es sabido, los desplazamientos pueden responder a motivaciones muy diversas. Pues bien, ya desde el comienzo, JGR indica con total claridad su interés por el conocimiento de los edificios escolares como parte de lo que, justamente en el contexto de esas nuevas orientaciones historiográficas a las que nos referíamos al inicio de nuestras reflexiones, se conoce como cultura material de la escuela. Las abundantes fotografías incluidas en este libro, junto con los comentarios de su autor, se han hecho teniendo muy presente aquella idea –“un edificio no son piedras, es plan”– con la que el inspector Juan Llarena Luna justificaba en 1912 su solicitud a la Junta para la Ampliación de Estudios (JAE) de una ayuda económica que le permitiese estudiar la arquitectura escolar de los países europeos. El conjunto de imágenes de edificios escolares ofrecidas a los lectores permite tomar conciencia de “la realidad pasada ya inapresable. Fotografiar escuelas es una forma de apresar lo que queda de algo en muchos casos ya petrificado, de inmortalizar lo moribundo, de refosilizar lo fosilizado” (p. 41).

Después de esta declaración de intenciones, el viajero-guía inició un periplo plasmado, como acabamos de apuntar, en trece capítulos y unas escuetísimas consideraciones finales. Tras iniciar su recorrido por Las Asturias de Cantabria partiendo de la capital montañesa –capítulo segundo–, el viajero se dirigió hacia su última meta –Santander, ciudad y capital, capítulo 14– siguiendo un itinerario, por lo general de norte a sur y de oeste hacia el este, que le llevó por La península de Liébana –capítulo 3–; Saja y Nansa: ríos, valles y puertos –capítulo 4–; Besaya, el eje norte sur –capítulo 5–; Mirando a otros mares –capítulo 6–; Los valles pasiegos –capítulo 7–; La gran bahía –capítulo 8–; De la ría de Cubas a las fuentes del Miera –capítulo 9–; El laberinto de Trasmiera –capítulo 10–; Al pasar la barca –capítulo 11–; Soba y Asón, dos valles son  –capítulo 12– y El extremo oriente cántabro –capítulo 13–.

Hemos indicado hace escasas líneas que la obra comentada es uno de los productos de varias décadas de trabajo. Debido a ello, en el libro se incluye abundantísima información sobre lo que, en otro lugar y en un texto redactado en 1992 publicado con bastante retraso[3], Juan González Ruiz –pese a ser bien consciente de las similitudes existentes entre lo acontecido aquí y lo que había sucedido en otras regiones españolas– proponía denominar como tradición escolar en Cantabria: “una realidad educativa más espontánea aunque más oculta, más diferenciada y, sin duda alguna, más auténtica y propiamente nuestra” (p. 670) que podía percibirse a través de variados testimonios. Para acercarse a ella, nuestro autor la desglosó en tres grandes momentos temporales que, en cierto modo, siguen las clásicas periodizaciones histórico-educativas: una primera fase (todo el siglo XVIII y hasta la creación en 1838 del Instituto Cántabro de Santander) caracterizada por la aparición de las primeras iniciativas públicas (no necesariamente estatales) para la instrucción de la infancia; otra segunda –desde el último tercio del siglo XIX hasta los inicios del XX– en la que el florecimiento de las escuelas se debió sobre todo a las fundaciones creadas por indianos; en la tercera fase, desde 1900 hasta la Guerra Civil –y debido a la confluencia de la acción estatal y a la labor de grandes indianos como el Marqués de Valdecilla–, la oferta escolar aumentó espectacularmente tanto en cantidad como en calidad.

Aunque fuese a vuelapluma, una presentación detallada capítulo por capítulo del contenido del trabajo firmado por JGR sería algo tediosa. Para paliarlo, los firmantes de este artículo hemos optado por seguir con cierta libertad estas pautas ofrecidas por JGR hace casi dos décadas ya que, al menos en cierto modo, estuvieron presentes en la recopilación de la información que le sirvió de base para la redacción del estudio que nos ocupa. Justamente por ello, y a pesar de que espiguemos nuestros comentarios sobre las escuelas a partir de lo que estimemos relevante en los sucesivos capítulos, vamos a proponer en estas páginas otros guiones de lectura diferentes, construidos con un criterio más temático. Uno primero, y sencillo, remite a la titularidad de los centros. Conforme a él, en esta primera parte de nuestro trabajo seguiremos la pista a tres grandes tipos: fundaciones, centros públicos y colegios privados religiosos.

Fundaciones, administraciones públicas y órdenes religiones: la configuración del patrimonio escolar

La relevancia de las fundaciones es palpable desde el inicio del recorrido de nuestro peculiar viajero y guía.

En SuancesLas Asturias de Cantabria, capítulo 2– JGR narra las vicisitudes del actual Instituto de Educación Secundaria José Quintana, que tiene sus antecedentes en una donación en 1911 de Juan José Gómez Quintana, cuyos albaceas testamentarios –como sucederá en otros muchos casos– dieron el encargo de la docencia a una congregación religiosa (en esta ocasión, a los Hermanos Marianistas, de origen galo). La joya del áreapuesto que en sus inicios se deseaba construir un centro de segunda enseñanza y de formación profesional para los vecinos de la localidad; la primera piedra se puso en 1883, año del fallecimiento del primer Marqués de Comillas, Antonio López– está en Comillas. Donde, finalmente, los jesuitas lograron que su hijo cambiase de opinión y se financiara la construcción de un impresionante edificio, la Universidad de Comillas, para ser usado como seminario de la orden citada.

Siguiendo su recorrido, pero ya en La península de Liébana en el capítulo tercero, JGR recomienda a sus lectores hacer una parada en Espinama para rememorar la Obra Pía fundada en 1779 por el indiano Alejandro Rodríguez de Cosgaya Fernández de la Vega, una institución, junto a alguna otra que comentaremos en su momento, con objetivos utópicos que “iban muy por delante de la realidad social y cultural en el que su promotor la concibió” (p. 75). El viajero manifiesta aquí su pesar ya que, lamentablemente, no queda nada de ella tras el incendio de su capilla en la guerra civil y la construcción sobre su solar en 1967 de la moderna iglesia.

El viaje a través de los cursos del Saja, Nansa: ríos, valles y puertos –capítulo cuarto– depara igualmente gratas sorpresas: la escuela de Primeras Letras y Cátedra de Gramática creada en Villapresente hacia finales del siglo XVIII por el residente en México Francisco Ruiz Peredo; apoyándose en su hermana Luisa “construyó en los últimos años del siglo XVIII un espléndido edificio con torre dotada de reloj y campana junto a la iglesia parroquial” (p. 83). Ya en Cos, dentro del término municipal de Mazcuerras –patria chica de la escritora Concha Espina–, nos topamos con una monumental escuela en un edificio regalado a su pueblo en el año 1926 por Antonia del Rivero y de la Vega. Muy cerca de aquí, aunque en Cabezón de la Sal, llama la atención un grupo escolar construido en 1904 gracias a la generosidad de Petra Ygareda Balbás; inicialmente funcionó como Escuela de Comercio gestionada por los religiosos franceses Hermanos Maristas.

El ámbito incluido en el capítulo quinto –Besaya, el eje norte sur– tiene muchas cosas de interés, entre las que se incluye una detallada información (p. 111-112) sobre la hermosa casa –actualmente “Museo Escolar de Cantabria”[4]– que se construyó en 1872 el famoso escritor montañés José María de Pereda (1833-1906). De todos modos, al menos para quienes suscriben estas líneas como lectores-viajeros, destaca la existencia en Barreda/Torrelavega de dos edificios escolares creados por grandes empresas –Solvay y Sniace– que se asentaron aquí respectivamente en 1908 y 1941. La Solvay construyó en 1914 con modernos criterios pedagógicos un magnífico edificio escolar que, si bien con la escuela ya clausurada, se mantiene todavía en un razonable estado. Aproximadamente treinta años más tarde, Sniace introdujo con la “Casa de los Niños” “las corrientes pedagógicas de inspiración montessoriana” (p. 110). Una cooperativa de profesores se hizo cargo del edificio que esta empresa creó para alumnos  mayores y, bajo el nombre de “El Salvador”, sigue funcionando hoy en día.

El recorrido por los Los valles pasiegos –capítulo séptimo– merece la pena pues en esta ruta hay dos edificios de enorme interés. Ya en 1746, el indiano Antonio Gutiérrez de la Huerta y Güemes creó en Villacarriedo una Casa-Colegio en la que podrían cursarse, gratuitamente en sus primeras intenciones, estudios de primera y segunda enseñanza. Por diversas razones que no procede comentar aquí, las cosas fueron por otros derroteros y en esta relevante institución cursaron estudios (y hasta se alojaron como colegiales en habitaciones anejas) los hijos de la vieja hidalguía y de la burguesía ascendente: desde Emilio Botín hasta Augusto González de Linares, pasando por el que luego se convertiría en el cardenal de la Lastra. El colegio de los Escolapios, concertado ahora, sigue abierto hoy en día y Juan González Ruiz se sorprende ante la “magnífica colección de instrumentos científicos, modelos, mapas, carteles, libros y otros recursos didácticos” que se almacenan en esta institución en lugar de estar depositados y debidamente catalogados “en lo que podría y debería ser el necesario museo que reflejara los recuerdos y testimonios de tan larga y fecunda trayectoria docente” (p. 160). No lejos de aquí, en Vega de Pas, nuestro viajero-guía sufre nuevamente otra enorme decepción al contemplar el lastimoso estado en el que se encuentra la “grandiosa iniciativa del doctor Madrazo” que, de modo similar a lo ocurrido en Espinama, construyó en su pueblo natal un sanatorio (1894) y una escuela (1910) siguiendo las tendencias más actuales de la medicina y de la ciencia pedagógica. Sus planteamientos innovadores fueron incomprendidos y frontalmente atacados por sectores integristas que frenaron un proyecto que “no pudo realizarse según las intenciones de su promotor y quedó fantasmagóricamente inconcluso”  (p. 147)[5]; los sectores progresistas, sin embargo, admiraron su labor política, médica y educativa[6]. El ánimo de nuestro viajero mejoró mucho cuando en Santibánez de Carriedo se topó con una estupenda escuela costeada en 1927 por Francisco Pérez Venero –indiano que hizo su fortuna en Cuba–, que la equipó con material pedagógico y servicios complementarios coherentes con las modernas corrientes educativas. La prueba de todo ello es que, en un ámbito genuinamente rural con múltiples carencias, los alumnos sorprendieron en el acto de inauguración al propio general Primo de Rivera ejecutando “una tabla de gimnasia en pantalón corto seguida de una ducha” (p. 161).

Recorriendo La Gran Bahía –capítulo octavo– JGR llega a Revilla de Camargo y disfruta de “una de las joyas de nuestra arquitectura escolar” todavía en uso. El colegio público Agapito Cagiga –Agapito de la Cagiga Aparicio (1863-1938), indiano que hizo su fortuna en Cuba– es un hermoso edificio de estilo regionalista, obra del arquitecto Javier González de Riancho que fue inaugurado el dos de septiembre de 1926 tras el recorrido que, un par de semanas antes, hizo por sus instalaciones el rey Alfonso XIII.

Dejando de lado en La Cavada De la ría de Cubas a las fuentes del Miera, capítulo noveno– el estupendo colegio público construido en 1887 gracias a una donación de José del Valle, nuestro viajero-guía nos presenta en el capítulo undécimo –Al pasar la barca– el actual Instituto Marqués de Manzanedo de Santoña. Este edificio, objeto de una donación por parte del primer Marqués –Juan Manuel Manzanedo y González (1803-1882)–, se transformó en centro de segunda enseñanza en 1933. Hasta esa fecha fue un colegio, el “San Juan Bautista”, regido por los Hermanos de la Salle. De aquí el viajero-lector se desplaza a Laredo para contemplar las Escuelas del Doctor Velasco, edificadas en el año 1908 gracias a la ayuda económica suministrada por Federico Velasco Barañano (1859-1921), indiano que hizo su fortuna en Uruguay y defensor de las ideas y prácticas educativas de la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Fue clausurado como centro docente en 1968, pero, tras su restauración, el ayuntamiento laredano dedica hoy el edificio a actividades culturales. Siguiendo a JGR, los firmantes de estas líneas viajan hacia El extremo oriente cántabro –capítulo 13– y se encuentran en Rioseco con las escuelas Ubilla-Núñez, “una de las más espléndidas y menos conocidas construcciones escolares de Cantabria” (p. 249), fundadas en 1930 por Modesto Ubilla Fernánez y su esposa que hicieron su fortuna en Argentina. Llegados a Castro Urdiales, el viajero-guía dirige nuestra atención hacia un edificio de gran interés –el antiguo Colegio Barquín, hoy Instituto de Educación Secundaria Ataúlfo Argenta– construido en 1924 gracias al apoyo de la familia Barquín (Patricio y su esposa Antonia Hermosa), que encargó inicialmente la institución docente a los religiosos claretianos (Colegio Barquín del Corazón de María).

Junto a la labor de benefactores en la creación de edificios escolares, la obra que comentamos sirve para seguir la –lenta, como ha puesto de relieve A. Llano Díaz en su trabajo sobre los grupos escolares en Cantabria[7]– implicación del Estado en esta tarea.

Ya en su primera etapa –capítulo segundo– JGR apunta la existencia en Liencres de un edificio que albergó hace tiempo dos escuelas unitarias de la Segunda República.

En Torrelavega –capítulo quinto, p. 106–, los grupos escolares tardaron en llegar, pero entre 1925 y 1933 se construyeron tres: Menéndez Pelayo (1925)[8], Cervantes, inicialmente del Oeste (1931) y el José María de Pereda (1933)[9]. Un año antes se había creado en esta ciudad el segundo de los institutos públicos de Cantabria: el hoy denominado Marqués de Santillana.

En el sur de nuestra región –Mirando a otros mares, capítulo sexto– Juan González Ruiz se detiene a contemplar en Reinosa el espléndido colegio público Concha Espina que, casualmente y tras tres años de trabajo, fue inaugurado el 14 de abril de 1931, es decir, el mismo día en el que se proclamó ilusionadamente la Segunda República[10]. No muy lejos de aquí, en San Martín de Elines –una localidad ubicada en el valle de Valderredible–, JGR disfruta de su hermosa colegiata románica así como de una “interesante escuela” construida en 1929 siguiendo las pautas marcadas por la Oficina Técnica de Construcción de Escuelas (OTCE), una institución creada por Real Decreto a finales de 1920 y a través de la cual la construcción de edificios escolares se realizó siguiendo criterios modernos que ya se habían aplicado en otros países europeos.

En torno a la bahía santanderina –capítulo noveno, p. 181– las localidades de Pedreña, Elechas y Pontejos conservan edificios –antaño escuelas y ahora con otros usos– costeados por el Marqués de Valdecilla, un excepcional donante que financió centros educativos en otras muchas localidades: Tresviso y Piñeres –capítulo tercero, p. 66-67–, Marrón –una escuela de 1925, véase capítulo noveno, p. 234– y, sobre todo, en su pueblo natal: Valdecilla. Aquí, no lejos de su casa, se construyó en 1911 un grupo escolar –inaugurado en 1912, y todavía en uso– y un comedor con el que se atendían urgentes necesidades sociales. El rey Alfondo XIII visitó este centro educativo en 1913. Tres años más tarde (véase la p. 189), se construyeron casas para maestros que todavía cumplen su función.

Siguiendo su recorrido –capítulo 12, p. 232–, nuestro viajero-guía se detiene en Ampuero para contemplar otra “joya escolar”: el grupo Miguel Primo de Rivera. Su construcción se inició en 1916 y, tras mucha oposición puesto que los gastos fueron grandes, se inauguró nueve años más tarde en 1925.

Ya en Castro Urdiales –capítulo 9, p. 253-254– JGR no deja de manifestar su pesar por la “triste sucesión de desatinos urbanísticos propios del desarrollismo de los últimos años de la dictadura franquista” que, junto a otras cosas –el teatro, la estación de ferrocarril, …– destruyeron en la década de los años sesenta de la pasada centuria “el edificio de las escuelas públicas de Castro, que formaban un equilibrado conjunto con el mercado municipal en el centro de la ciudad, construido en 1911 sobre los terrenos que ocupaba el convento de San Francisco”. A modo de compensación, en 1964, y en el contexto de una gran campaña propagandística, se levantó el grupo escolar “25 años de Paz” (actualmente colegio público “Miguel Hernández”) “escaso de patios y pasillos pero dotado, según los más rancios cánones de la dictadura, de dos escaleras: una para los niños y otra para las niñas”. No lejos de aquí, en Ontón, nuestro guía visita otra típica escuela de la Segunda República; y en Talledo (p. 257) señala la presencia de un edificio “de su mismo origen y época” que, tras su abandono, se usa ahora como vivienda familiar.

Después de un largo recorrido por nuestra región no dejando de lado en Laredo el colegio público Miguel Primo de Rivera, cuya construcción se inició en 1927 y fue inaugurado en los primeros días de la Segunda República –capítulo 11, p. 224–, JGR llega en su última etapa a Santander, ciudad y capital (capítulo 14). Aquí, como no podía ser menos, se fija en el instituto histórico de Santander –actualmente Santa Clara y antaño Instituto de Santander e Instituto Cantábrico; el edificio actual se construyó entre 1911 y 1916– creado en 1838 aprovechando el edificio desamortizado del Convento de Santa Clara, el profesorado del colegio de los escolapios de Villacarriedo y, no sin alguna triquiñuela legal, los fondos de la Obra Pía de Espinama.

La época de la dictadura del general Primo de Rivera dejó en Santander y su cinturón rural varios grupos escolares. No lejos del instituto se inició la construcción en 1924 de un interesante edificio, el colegio público Menéndez Pelayo, que fue inaugurado cinco años más tarde y funcionó como escuela graduada mixta. El proyecto del grupo escolar Ramón Pelayo –es decir, el Marqués de Valdecilla; actualmente es Colegio de Primaria y sede de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Cantabria– se redactó en el año 1928. Fue financiado por el Estado, por el Ayuntamiento de Santander y por suscripción popular. La construcción del edificio, “significativa obra del regionalismo montañés… y muestra de la aplicación de los conceptos higienistas y pedagógicos más avanzados del momento” (p. 275-276), se dilató en el tiempo por falta de presupuesto hasta que el gobierno de la Segunda República se hizo cargo de todos los gastos de edificación y equipamiento y pudo ser inaugurado en 1932. En el Barrio Obrero del Rey, al final del Paseo del Alta, JGR señala la presencia de un edificio que en 1929 –hoy se dedica a usos comunitarios– albergó una “escuela para dos aulas, niños y niñas” (p. 279) y que estuvo funcionando hasta finales del pasado siglo XX[11]. En 1927 se proyectó la creación en el extrarradio santanderino –en Peñacastillo– del Grupo Escolar Marqués de Estella. De estilo moderno, fue inaugurado en 1929 con la presencia de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia; también estuvo presente en el acto el Marqués de Estella, es decir, el general Primo de Rivera.

La política educativa republicana, en la que influyó notablemente Antonio Angulo, Inspector Jefe de Primera Enseñanza, primer teniente de alcalde y presidente de la Comisión Municipal de Instrucción, dejó en Santander dos grupos escolares: el de la Calle del Sol –en el centro de la capital; luego se llamaría José María de Pereda, pero popularmente se ha conocido como Escuelas Verdes– y el de Peñaherbosa (después Calvo Sotelo). Las obras del primero –el proyecto lo firmó también Javier González de Riancho, pero en un estilo racionalista– comenzaron en 1931 y duraron cuatro años. Las del segundo –con el mismo arquitecto y similar orientación estilística– se iniciaron algo más tarde, en 1932, y no se acabaron hasta finales de 1935. Entró en funcionamiento después de la guerra civil y, como veremos más adelante, fue derruido hace poco tiempo, no sin cierta polémica.

Un viaje por las escuelas de Cantabria sería del todo incompleto si no se hiciera mención a edificios creados por las órdenes religiosas y que están diseminados por toda la región.

A Unquera –capítulo segundo– llegaron en 1914 las monjas filipenses de San Felipe Neri para fundar un colegio escolar en un “coqueto edificio” que se conserva sin uso escolar. Como capital comarcal, Cabezón de la Sal –capítulo cuarto– atrajo a las Hijas de la Caridad que en 1888 crearon un colegio privado. En Polanco, no lejos de Torrelavega –capítulo quinto– las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl crearon en 1924 un centro –La Milagrosa– que cuenta con “una clientela … de acreditada fidelidad” (p. 111). Y en Madernia, sin salir del valle de Iguña, las Carmelitas de la Caridad tuvieron desde 1873 hasta hace un par de años un colegio para niñas cuya existencia fue positivamente mencionada en una monografía regional presentada en el año 1920 por Daniel Luis Ortiz Díaz[12]; lamentablemente, este histórico edificio ha sido derribado recientemente en su totalidad “para construir en su solar una residencia de ancianos” (p. 121). Como capital de los valles de Campoo, Reinosa –capítulo sexto– ha tenido desde hace largo tiempo dos centros privados: uno, el colegio San José –que sigue funcionando desde que en 1904 los frailes menesianos se hicieron cargo de una escuela, el colegio de San Sebastián, que el ayuntamiento estableció en 1869 como centro de segunda enseñanza–, y otro que ha sido cerrado recientemente: el colegio del Niño Jesús, puesto en marcha en 1893 por las monjas Hijas de la Caridad. En la localidad de Isla, perteneciente al municipio de Arnuero –capítulo décimo– las monjas Carmelitas de la Caridad crearon en 1884 el colegio privado de la Inmaculada Concepción; a este mismo pueblo, “aunque para quedarse por escaso tiempo” (p. 207) ya que muy pronto concentrarán su labor principal en Santander[13], habían llegado unos años antes desde Francia los Hermanos de las Escuelas Cristianas, o de la Salle. En Laredo –capítulo 11– funciona todavía el antiguo colegio San Vicente de Paúl de monjas Hijas de la Caridad, antaño solamente para niñas.

Los ejemplos que acabamos de indicar, una pequeñísima muestra de los que aporta nuestro viajero-guía, ponen de relieve la relevancia que ha tenido en Cantabria la enseñanza impartida desde hace más de un siglo por unas congregaciones religiosas que, enseguida, eligieron a la capital, Santander, como centro de su actividad.

Ya desde el año 1859 las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl gestionaron el colegio San José en un edificio que albergó también, durante muchos años, un asilo de ancianos. Esta misma congregación puso en marcha cuatro años más tarde otro centro, La Purísima, que sigue todavía en funcionamiento en un lugar diferente tras haber pasado por diversas vicisitudes.

Dos años después de su llegada a Santander, los padres Salesianos encargaron en 1894 la construcción de un edificio que, tras superar muchas dificultades económicas, se inauguró en 1908 bajo la dirección del polémico padre Carballo. Junto a este centro educativo, de gran prestigio todavía, Juan González Ruiz llama la atención de los lectores sobre la creación en 1953 –en el barrio de Nueva Montaña y como obra social de una empresa metalúrgica– de unas escuelas de niños y otras para niñas, en 1959, gestionadas respectivamente por los Hermanos de la Doctrina Cristiana (Lasalle) y por las Hijas de María Auxiliadora (Salesianas). En 1962 los Salesianos se hicieron cargo del colegio masculino al que, muy pronto, se le añadió una rama de Formación Profesional conformándose “así un complejo religioso-docente que durante casi cuatro décadas dotó a esta barriada del extrarradio santanderino, rodeada de instalaciones industriales y portuarias, de unos servicios educativos de calidad, el colegio de Nueva Montaña, y de una envidiable vida cultural.” Lamentablemente, hace poco más de una década, cambios en las instalaciones industriales y recalificaciones urbanísticas, han convertido esta zona en un área comercial y residencial. De sus centros educativos, se queja JGR, “no quedó piedra sobre piedra; fueron derribados totalmente, diríase que con saña” (p. 289).

Algunos padres Agustinos llegaron a Santander en 1902 para hacerse cargo de unas escuelas ubicadas en la calle de Ruamayor que habían sido fundadas por Rogelia Urigüen y Ansótegui. Buscando más  espacio se trasladaron en 1907 a la actual calle Alcázar de Toledo, donde se construyó un complejo de edificios que albergaron el colegio de los agustinos hasta 1975; fecha en la que, gracias a una operación urbanística, se trasladaron al moderno y prestigioso centro que esta orden gestiona hoy en día en el barrio de El Sardinero. Como bien señala con amargura nuestro viajero-guía, ello conllevó la “ominosa desaparición” de todos los testimonios materiales: “del colegio de la calle Alcázar de Toledo, sólo quedan unos bloques de viviendas sobre el solar donde se encontraba” (p. 287).

Nuestros lectores conocen ya el prestigio de los padres Escolapios desde que, en 1746, abrieron el colegio de Villacarriedo. A Santander tardaron en llegar, pues la construcción de un centro en la calle Canalejas –el San José de Calasanz que funciona todavía y goza de gran predicamento– no comenzó hasta 1926.

La impronta de Pedro Poveda Castroverde (1874-1936), el padre Poveda, preocupado especialmente por la formación de maestras a través de la Institución Teresiana aprobada en 1924 por el papa Pío XI, se nota en Santander desde hace tres cuartos de siglo. En 1926 se fundó la Academia Internado Femenino Santa Teresa, que fue transformada en colegio de Primera Enseñanza en 1951. Veinte años más tarde se convirtió en el actual colegio Castroverde o de las Teresianas, ubicado en un chalet del paseo de Menéndez Pelayo; actualmente, tras varias ampliaciones, se ha extendido hacia el sur y tiene su entrada principal en la calle de Tetuán.

Las monjas de la orden de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús llegaron a Santander en 1935 y, gracias a una donación de Soledad de la Colina y de la Mora, viuda del fundador de una empresa metalúrgica en Los Corrales de Buelna, se instalaron en El Sardinero. Tras la guerra civil, en 1939 pusieron en marcha un colegio –Sagrado Corazón de Jesús– con el nombre de Escuela Particular de Bachillerato. Fue reconocido siete años más tarde como Centro de Enseñanza Media, y en 1949 como Centro de Enseñanza Primaria. Actualmente desarrollan su tarea en un edificio construido por Javier González de Riancho con “una estética más cercana al clasicismo herreriano resucitada por el franquismo (iglesia de San Francisco, Plaza Porticada), frente al regionalismo de sus primeros diseños o sus tímidos intentos racionalistas de la época republicana” (p. 292).

Arquitectos, inspectores y maestros: materialidad y renovación educativa en las escuelas montañesas

Quienes nos hayan seguido hasta el momento habrán podido comprobar el interés de una obra en la que, por primera vez, se presenta de modo peculiar –es decir, sin plan previo, salvo el de ver escuelas– y en el contexto de la aparición del sistema educativo español la genealogía del patrimonio escolar cántabro, si bien visto exclusivamente desde su dimensión material externa. Aunque la presentación del discurso siga el interés de un viajero preocupado por el complejo proceso de gestación de las construcciones escolares, enmarcadas en el más amplio campo de la configuración del patrimonio histórico-educativo, en el libro firmado por JGR se pueden rastrear también otras vetas temáticas de interés.

Puesto que para construir un edificio hace falta un proyecto firmado por alguien, no extraña nada que JGR no haya dejado de lado a los arquitectos, no solamente cántabros, que levantaron[14] tanto escuelas como los prestigiosos grupos escolares e institutos de enseñanza.

En el artículo que acabamos de mencionar en la última nota, V. Cabieces, colaboradora en un calendario temático sobre construcciones escolares publicado en 2004 por el combativo Colegio Oficial de Arquitectos de Cantabria y sobre el que luego volveremos, analiza la obra de once arquitectos montañeses nacidos entre 1820 y 1900: Antonio Ruiz de Salces (1820-1899), autor del diseño del Colegio San Juan Bautista de Santoña (actual Instituto Marqués de Manzanedo); Atilano Rodríguez Collado (1843-1893), que proyectó el santanderino Colegio San Vicente para las Hijas de la Caridad de San Vicente Paúl; Joaquín Rucoba Octavio de Toledo (1844-1919), conocido por sus Escuelas de Albia (en Bilbao y hoy desaparecidas) así como por el Colegio de los Sagrados Corazones (en Santander y también derruido) y, sobre todo aquí en Cantabria, por haber levantado en Laredo las escuelas del Dr. Velasco; Emilio de la Torriente y Aguirre (1859-1949), que dejó su impronta en grupo escolar Miguel Primo de Rivera de Ampuero; Valentín Ramón Lavín Casalís (1863-1939), autor de las escuelas de Pámanes y de las Escuelas municipales del Centro y del Este en Santander; Eladio Laredo Carranza (1864-1941) proyectó en 1911 las Escuelas Públicas de Castro, en uso hasta mediados de los años sesenta de la pasada centuria y luego derribadas; Gonzalo Bringas Vega (1880-1943), que firmó en 1926 el proyecto para construir en Heras un grupo escolar promocionado por el Marqués de Valdecilla; Javier González de Riancho (1881-1953), a quien ya conocen nuestros lectores, y que, desde mediados de la década de los años veinte de la pasada centuria y hasta casi 1950, rubricó muchísimos proyectos financiados por donantes ­–el grupo escolar Agapito Cagiga en Revilla de Camargo–, el Estado –varios grupos en Santander: Menéndez Pelayo, José María de Pereda, Peñaherbosa; también dirigió la construcción de escuelas en pueblos como Maliaño, Escobedo, Puente Viesgo...– y particulares: el Colegio de las Esclavas de Santander en 1931; Ramiro Sainz Martínez (1887-1934), autor del grupo escolar Marqués de Estella inaugurado en Peñacastillo (Santander) en 1929; Deogracias Mariano Lastra (1889-1955), que edificó la mayor parte de su obra (incluidos los grupos escolares Menéndez Pelayo y Cervantes) en Torrelavega; y José Manuel Bringas Vega (1900-¿?), director de los proyectos de escuelas construidas en los barrios de Ahedo y Bernales de Ampuero.

La lectura del libro que comentamos amplía la relación de arquitectos procedentes de otras zonas españolas que construyeron edificios escolares en nuestra región: Alfredo de la Escalera dirigió la edificación en 1911 del actual Instituto de Educación Secundaria –José Quintana– en Suances y de las famosas escuelas de Valdecilla. Bajo el mando del aragonés Mariano del Pueyo Pujol se construyó (1861) en Terán de Cabuérniga una escuela, hoy “ya cerrada y medio ruinosa”, pero que sigue llamando la atención por su “bella factura neoclásica con monumental porche con columnata y pequeña espadaña” (p. 95) cuya imagen puede verse en la portada –y también en la portadilla, capítulo cuarto– del libro que comentamos. Manuel Vías Sánchez-Díaz, que trabajó para el Ayuntamiento de Torrelavega en los primeros años de la Segunda República, fue el autor del colegio público de estilo racionalista José María de Pereda. A Joaquín Muro se le recuerda en Reinosa por haber proyectado –las obras fueron dirigidas por el ya citado Gonzalo Bringas– el colegio público Concha Espina, “una muestra muy representativa de los estilos regionalistas e historicistas del primer tercio del siglo XX propiciados desde la Oficina Técnica de Construcción de Escuelas”, y al que no se le ha prestado suficiente atención “como obra arquitectónica de noble presencia y de un estilo muy significativo de su época” (p. 131); también fue suyo el proyecto del colegio público laredano Miguel Primo de Rivera, iniciado en 1927 e inaugurado en los primeros días de la Segunda República. No muy lejos de la capital campurriana Manuel López de la Mora dirigió en 1929 las obras de la escuela de San Martín de Elines, a partir de unos planos diseñados también por la OCTE. El arquitecto bilbaíno Ricardo Bastida firmó en 1924 los planos para la construcción del actual instituto castreño Ataúlfo Argenta. Aparte del ya conocido Pedro Ispizua, bajo cuya dirección se levantó el edificio escolar de los Hermanos de La Salle, en Santander dejaron obra escolar otros tres arquitectos: Francisco P. de los Cobos y Lorenzo Gallego fueron los responsables de la construcción entre 1911 y 1916 del actual Instituto de Santa Clara. Jorge Gallegos, de la OTCE, firmó el proyecto del grupo escolar Ramón Pelayo –inaugurado en 1932 pero puesto en marcha un año más tarde–, muy interesante por dos tipos de razones: estilísticas, pues “dio a su obra un porte contenido y equilibrado, dotado del carácter cabal que podría esperarse de la más acabada y significativa obra del regionalismo montañés”; y educativas, ya que “el edificio es una muestra de la ineludible aplicación de los conceptos higienistas y pedagógicos más avanzados del  momento”  (p. 275-276)[15].

Junto a la reivindicación de la relevancia arquitectónica de las construcciones escolares en Cantabria, Juan González Ruiz llama también la atención en su libro sobre las difusas conexiones existentes  entre ciertos edificios y los movimientos de renovación educativa. Ya desde el inicio de su periplo viajero –capítulo segundo, p. 55-56– nuestro autor resalta el papel desempeñado por Juan Domingo González de la Reguera[16], arzobispo de Lima, en la creación en Comillas en 1802 del Real Seminario Cántabro “como aglutinante de las numerosas y precarias “escuelas de latinidad” que habían proliferado a la sombra de muchas parroquias rurales en los últimos años del siglo XVIII”. No lejos de aquí (capítulo cuarto, p. 95-97), como si la semilla de las ideas pestalozzianas hubiera fructificado, Mariano del Pueyo Pujol construyó en 1861 en Terán de Cabuérniga, siendo alcalde constitucional Gervasio González de Linares[17], la hermosa escuela pública de estilo neoclásico que ya conocen nuestros lectores. Es verdad que solamente quedan “un par de ruinas sobre un prado estratégicamente situado encima de la ría”, pero esto muestra que las ideas de la ILE, en este caso con la primera colonia escolar veraniega,  llegaron también pronto –en 1887, capítulo segundo, p. 58-59– a San Vicente de la Barquera de la mano de Rafael Torres Campos (1853-1904). Y, de un modo más laxo –capítulo 11, p. 224–, a través de varios mecenas, como fue el caso del Federico Velasco Barañano (1859-1921) que financió en Laredo las escuelas que llevan su nombre, “preocupado por extender las teorías y las prácticas educativas de la Institución Libre de Enseñanza, así como las concepciones higienistas que se abrían paso en la construcción de edificios escolares durante los primeros años del siglo XX” (p. 224).

En una historia acerca de las construcciones escolares aparecen también nombres de personas que las visitaron o habitaron de uno u otro modo y a las que JGR no ha marginado en su extenso libro. Conectado con la veta renovadora que ahora nos ocupa, deseamos llamar la atención sobre la labor desarrollada por algunos inspectores y maestros.

Al ser citado en el capítulo introductorio como uno de sus “mentores”, a los lectores-viajeros no les extraña nada la pronta aparición en el libro de José Arce Bodega. De este “maestro de viajeros pedagógicos” (p. 218), nacido en Bárcena de Cicero, se citan –capítulo tercero, p. 79– sus impresiones sobre la escuela de Avellanedo en el Valle de Liébana tras su visita en 1845. Junto a otras autoridades –capítulo quinto, p. 103– este dinámico personaje formó parte del tribunal que, en un acto público, juzgó al alumnado masculino de las escuelas públicas de Torrelavega en una sesión celebrada el 9 de agosto de 1845.

Junto al inspector montañés –muy bien valorado por A. Maíllo en su Historia crítica de la inspección escolar en España[18]–, los lectores del libro firmado por JGR se encuentran a lo largo de sus capítulos con varias menciones a otros dos: Daniel Luis Ortiz Díaz y Antonio Angulo Gómez.

El primero de ellos nació en Santander en 1885 y, como ya vimos, presentó en 1920 su Memoria de fin de carrera en la Escuela Superior del Magisterio. JGR señala en la p. 120 que, desde León –su primer destino como inspector– solicitó en 1921 a la JAE una pensión para ver escuelas y otras instituciones educativas. Tras serle concedida viajó por diferentes países europeos y difundió sus experiencias en dos charlas en foros profesionales: el dos de abril de 1922 en la Escuela Normal de Maestros de León[19] y el 12 de julio de 1928 en un Cursillo Pedagógico celebrado en Valdecilla. Mediante una permuta, D. L. Ortiz llegó a la inspección santanderina en 1923. Cinco años más tarde, y gracias al apoyo de otros dos colegas –Dolores Carretero y Antonio Angulo– nuestro inspector participó en el cursillo citado para exponer, “a grandes rasgos, no apreciaciones y comentarios subjetivos, que mis oyentes pueden hacer por sí mismos, sino el más fiel reflejo de la realidad observada, de cómo trabajan en sus Escuelas los Maestros extranjeros.”[20] Seguidamente ofreció a sus oyentes una síntesis de los principios y procedimientos defendidos por el movimiento conocido como Escuela Nueva, apoyándose tanto en visitas a centros ginebrinos como el Instituto Rousseau –dirigido por aquel entonces por Pierre Bovet–, a la universidad –en donde escuchó atentamente conferencias de E. Clapàrede, J. Piaget y del “eminente geógrafo suizo” W. Rosier en una disertación en la que defendió la conveniencia de usar en la enseñanza el método topográfico[21]–, y a  una escuela graduada dirigida por R. Dottrens y en la que D. L. Ortiz se fijó también en cómo, “teniendo abierto en la mano el libro de Mr. W. Rosier”, una maestra explicaba en el tercer curso de primaria “una lección de Geografía sobre el plano de Ginebra” (p. 9).

Nuestros lectores conocen ya a Antonio Angulo Gómez, puesto que en las páginas anteriores hemos apuntado sus elogiosos comentarios sobre la obra educativa del Dr. Madrazo y su importante labor en la política educativa municipal santanderina durante la época republicana, hechos en 1926 en un diario local, El Cantábrico, y firmando como Antonio Maestro según apunta JGR en la nota 137 de su libro. Afortunadamente, la existencia de un artículo[22] sobre su tarea como Inspector Jefe de Primera Enseñanza en Santander entre 1923 y 1936 nos ha permitido una rápida aproximación a las preocupaciones de este santoñés –aquí nació accidentalmente en 1896– que obtuvo los títulos de Maestro Elemental y Superior en Bilbao y Valladolid. En el mes de junio de 1916 ingresó –octava promoción de Ciencias– en la madrileña Escuela Superior del Magisterio donde obtuvo brillantísimas calificaciones ya que fue el número uno en la lista de ingreso y durante los tres cursos de su promoción.  En abril de 1920, con destino en Santa Cruz de Tenerife, pasó a formar parte del Cuerpo de Inspectores de Primera Enseñanza. De aquí se fue a Zamora y a finales de 1922 llegó a Santander, una provincia con índices de alfabetización y número de escuelas relativamente altos. A. Llano indica cómo enseguida entró en contacto con los que serían sus grandes amigos: el maestro de las Escuelas Graduadas del Oeste (Numancia) Jesús Revaque Garea y su colega Vicente Valls Anglés[23], “el primer promotor de la renovación pedagógica de la enseñanza cántabra acaecida en los años 20 y 30” que obtuvo su primer destino en Santander tras haber cursado estudios en la Escuela Superior del Magisterio[24].

La marcha a Madrid de V. Valls y el fallecimiento del Inspector Jefe Tomás Romojaro originaron el correspondiente concurso y el asentamiento en la capital de Daniel Luis Ortiz Díaz, un “perenne inconformista durante la Dictadura” del general Primo de Rivera “que llegaría a ser uno de los políticos más destacados de Izquierda Republicana”. Durante los años 1923 y 1924, y de  la mano de V. Valls, Antonio Angulo participó en Conversas Pedagógicas celebradas en Torrelavega, Gama, Ramales, Ontaneda y Potes. En mayo de 1924, junto con el maestro J. Revaque y otros inspectores se fueron pensionados por la JAE hasta julio a visitar escuelas europeas en un viaje colectivo que partió de Madrid.  Tras su regreso impulsaron con fuerza aires de cambio que, sumados a los de Daniel Luis Ortiz, convirtieron la Inspección “en el motor de la renovación pedagógica y educativa, en general, de Cantabria”. Antonio Angulo volvió tan ilusionado que, con mucho éxito, recaudó dinero públicamente para otro nuevo desplazamiento. En 1927 tres inspectores y catorce maestros volvieron a visitar escuelas e instituciones educativas europeas. Entre tanta agitación –A. Llano expone lo impresionado que salió J. Revaque de su visita a la escuela de Iniciación Profesional de Morichar (Bruselas)– la expedición montañesa sacó tiempo en París para chalar un rato nada menos que con Agapito Cagigas quien, “hospedado en el Ritz, recibió encantado a los maestros montañeses”[25].

Durante el convulso clima de la Dictadura y la Segunda República se agriaron las relaciones personales en la Inspección santanderina no solamente entre el grupo conservador y el sector progresista sino, también, entre personas que, como los dos inspectores que nos interesan, fueron críticos o muy críticos (como D. L. Ortiz) con la Dictadura. La victoria del Frente Popular en 1936 conllevó depuraciones, el cese de A. Angulo como Inspector Jefe y el nombramiento de D. L. Ortiz para ocupar ese puesto. La entrada de los rebeldes en Santander provocó la detención de A. Angulo, su encarcelamiento y condena a muerte. En agosto de 1939 salió de la cárcel. Y, gracias a los buenos oficios de Víctor de la Serna –hijo de la novelista Concha Espina, residente en Madrid desde hacía ya varios años y famoso por su obra periodística– que había llegado a la inspección de la capital montañesa el mismo año que D. L. Ortiz, a finales de 1949 se reincorporó a la inspección asturiana; seis años más tarde volvió a Santander donde se jubiló en 1966.

Junto a los inspectores que las visitaban, las escuelas tuvieron maestros que con sus modos de entender la profesión –y la vida– les daban una impronta peculiar. La preocupación de Juan González Ruiz por este último colectivo no es reciente, pero, en cierto modo, ha aparecido sistematizada hace escaso tiempo en dos publicaciones[26].

En la primera de ellas, utilizando una periodización histórico-educativa tradicional, el camino hacia la dignidad profesional de los enseñantes se estructura en dos grandes momentos temporales: de 1857 a 1939, “un largo viaje a ninguna parte”, y los sesenta años transcurridos desde esa fecha hasta la actualidad. Usando pautas de la historiografía clásica, este último período se subdivide en tres etapas: una de autoritarismo, otra marcada por criterios tecnocráticos y otra –ya muerto Franco– en la que los enseñantes adquieren un mayor protagonismo a través de la participación en la programación y en la gestión del hecho educativo. Aunque no mecánicamente, puesto que “los límites entre estas etapas no vienen marcados por fechas concretas y únicas sino por períodos de transición que muy bien pueden abarcar un par de lustros”[27], nuestro autor atribuye a cada una de ellas una generación de maestros. En el segundo trabajo, aprovechando el 75 aniversario de la puesta en marcha del grupo escolar Ramón Pelayo, JGR pone de relieve las fructíferas relaciones que existieron entre el Magisterio y la Inspección en Santander entre 1923 y 1936, participando “en sus realizaciones pedagógicas por encima de diferencias ideológicas tanto profesionales y sindicales como religiosas y políticas”[28] y practicando una “pedagogía en la frontera”, entendida esta última no como barrera sino como espacio abierto en el que “confluyen personas, ideas y cosas de distintas procedencias, donde tienen lugar la colaboración, el intercambio. Donde pueden estar unos y otros, donde incluso la ambigüedad está permitida”[29].

Lo que acabamos de exponer es del todo relevante pues JGR usa –capítulo 14, p. 279– el término de “pedagogía fronteriza” en la obra que comentamos para poner de relieve cómo, a pesar de sus diferencias, muchos excelentes maestros –y otros profesionales– “coincidieron en el entusiasmo por la tarea educadora y en un interés por la renovación pedagógica a prueba de desalientos y superando las limitaciones de una posición social y económica muy por debajo de sus merecimientos”. Una preocupación que nuestro viajero-guía deja reflejada en sus repetidas menciones al Boletín de Educación publicado por la Inspección santanderina durante la época republicana y, también, a modo de caso concreto, en su referencia a la labor desarrollada por el Centro de Colaboración Pedagógica ubicado en Bárcena de Cicero y que, como se indica en la p. 225 del libro que nos ocupa, “funcionó con notable eficacia”.

Como ejemplo, puesto que en otros lugares el listado es más amplio[30], JGR resalta el trabajo realizado por “los directores de los dos grupos escolares más destacados en las iniciativas de mayor trascendencia pedagógica y social”: Jesús Revaque Garea y Antonio Berna Salido.

Afortunadamente, sobre el primero de ellos los interesados por estos temas tienen a su disposición desde hace ya media docena de años un estudio introductorio firmado por Vicente González Rucandio donde se puso de relieve la labor periodística desarrollada por Jesús Revaque Garea, un maestro republicano nacido en la vallisoletana villa de Serrada en 1896 y fallecido en México D. F. en 1983 tras haber sido durante muchísimos años director de un centro, el Colegio Madrid, al que asistían los hijos de republicanos españoles exiliados[31].

La vida y la obra de Antonio Berna Salido es más desconocida y, como señala JGR en la nota 239 de su libro, se echa en falta un estudio similar al de V. González Rucandio sobre J. Revaque “que sirva además para compensar la ignominia del olvido”. Según nos cuenta este colega[32], el maestro aragonés estuvo destinado en Sosas de Laciana, un pueblo leonés donde conoció la obra de Sierra Pambley y la Institución Libre de Enseñanza; seguramente, de una u otra manera, aquí pudo haber entrado en contacto con los inspectores Vicente Valls –que tras sus destinos en Santander y Guadalajara pasó a dirigir la fundación Sierra Pambley– y Daniel Luis Ortiz, que estuvo en León antes de regresar a su tierra. Antonio Berna pasó como maestro por el Grupo Escolar Marqués de Estella (en Peñacastillo) y en 1932 fue nombrado primer director del Grupo Escolar Ramón Pelayo. Aquí desempeño una relevante labor social y política que, lamentablemente, se truncó con la guerra civil. Tras la entrada en Santander de los sublevados, sufrió no solamente por ver convertido su centro en cárcel sino, también, porque “su profesión se truncó, y su vida cambió radicalmente: arrastrando un exilio forzado e ignominioso, pasó por Francia y por Túnez, y acabó sus días en México en unas condiciones que deberían provocar la vergüenza de unos y de otros”[33].

Memoria, patrimonio escolar y ciudadanía

Nuestro viajero-guía se ha preocupado igualmente por suministrar al lector información sobre construcciones escolares que, por un motivo u otro, han desaparecido; y nosotros mismos, al hilo de otros asuntos, hemos señalado ya algunos de sus ejemplos: desde la Obra Pía de Espinama hasta el colegio religioso de Madernia en el Valle de Iguña, pasando por las escuelas del Doctor Madrazo en Vega de Pas, por el edificio de las escuelas públicas de Castro Urdiales –véase la portadilla del capítulo 13– y por los centros educativos ubicados en Nueva Montaña (Santander).

Puesto que una de las finalidades del libro que comentamos es la recuperación de la memoria escolar, no extraña nada que JGR haya mencionado edificios ya lamentablemente desaparecidos a pesar de su interés, y otros que se encuentran en trance de derribo o en muy mala situación.

En Los Corrales de Buelna –capítulo quinto, p. 116–, JGR se queja ante el vergonzoso estado de abandono en el que se hallan unas escuelas graduadas públicas, “de magnífica y funcional traza racionalista”, construidas en 1933 por el arquitecto Deogracias Mariano Lastra y de las que se ocupó en uno de sus números de 1936 el Boletín de Educación publicado por la Inspección santanderina. En Reinosa –capítulo sexto, p. 131–, la vieja “pero acreditada” escuela de Carlos de Hoyos se convirtió hace tiempo en una droguería “y hoy está en trance de ser derribado el humilde edificio que la albergó”. Sin embargo, hay construcciones como la escuela de La Matanza en el Valle de Trucíos –capítulo 13, p. 251–, un “magnífico ejemplar de los de torre con reloj y campana”, que tuvieron más suerte pues fueron rehabilitados y ahora se utilizan como espacios culturales. A veces, como en La Cavada, las penas de JGR se convierten en alegrías pues aquí se topa con un colegio público que, bien conservado y con las pertinentes modificaciones, funciona todavía en un edificio construido en 1887 –véase la portadilla del capítulo noveno y la p. 192– gracias a la ayuda económica concedida por Leopoldo y Josefa del Valle. Y también en Casar de Periedo –capítulo cuarto, p. 89– sigue cumpliendo su labor convenientemente reformada una escuela pública construida en 1888 gracias a la colaboración de las administraciones nacional, regional y local[34].

El estado de ánimo de Juan González Ruiz sufre un bajón considerable al llegar a “la capital de los desatinos escolares”: Santander. Ya que en esta ciudad, y por diferentes razones, echa en falta “una considerable cantidad de escuelas y otras instituciones educativas, abandonadas primero y desaparecidas después”, no como consecuencia de dos grandes desastres –explosión de un barco en 1893 e incendio de 1941– sino, y debido a ello le duele mucho más, “por decisiones de gobierno, muchas veces tomadas con terca prepotencia, en las que el relumbrón de lo novedoso” (p. 263) importa mucho más que el cuidado del patrimonio cultural heredado.

Las Escuelas de Numancia, construidas por Valentín Lavín Casalís e inauguradas en el mes de septiembre de 1900 por la Reina Regente y el futuro Alfonso XIII, desaparecieron hace ya mucho tiempo tras haber funcionado como como una doble escuela graduada, de niños y niñas, junto con un aula de párvulos[35]. Las Escuelas del Este –las de la calle Peñaherbosa– fueron levantadas igualmente por el arquitecto citado en 1910. Unas décadas más tarde se demolieron para edificar en su solar otro centro educativo del que nos ocuparemos enseguida. Las de Numancia citadas al inicio de este párrafo sirvieron asimismo como Anejas de la Escuela Normal de Magisterio construida en sus inmediaciones en 1915. También esta última fue derruida y en su lugar se levantó otro edificio más funcional que, tras el traslado hace un par de décadas de los estudios de magisterio al campus de la Universidad de Cantabria, fue ocupado por la Escuela Oficial de Idiomas.

En los años setenta de la pasada centuria, y para dar paso a un enorme bloque de viviendas, Santander perdió el colegio de los Agustinos que ocupaba “un despejado recinto en la calle Alcázar de Toledo, con sus edificaciones sembradas de patios de recreo e instalaciones deportivas en el centro de la capital” (p. 264). Unos años antes, sigue lamentándose JGR, pasó algo parecido con el colegio Sagrados Corazones ubicado en el paseo de Menéndez Pelayo. El centro escolar desapareció totalmente. Como testigo queda un pabellón deportivo “cuya instalación ha sido asignada por el Ayuntamiento a una asociación privada dedicada el noble y educativo deporte del boxeo” (p. 265).

Dejando de lado el triste destino de los edificios de La Maternidad –un hospital materno-infantil y un Jardín de Infancia construidos en el antiguo Paseo del Alta (hoy calle del General Dávila) gracias a las aportaciones económicas de María Luisa Gómez Pelayo (1869-1951), sobrina y heredera del Marqués de Valdecilla–, nuestro viajero-guía se indigna ante “el más reciente e ignominioso de los derribos sufridos por un edificio escolar”: el del colegio público de la calle Peñaherbosa (también se llamó Calvo Sotelo, como ya dijimos) levantado en tiempos de la Segunda República por Javier González de Riancho. La destrucción de este relevante edificio originó una protesta ciudadana que, al menos en parte, quedó reflejada en un interesante calendario (2004) dedicado monográficamente a las construcciones escolares montañesas. En la contraportada, y en un texto que enmarca una fotografía del Calvo Sotelo, los coordinadores del calendario editado por el Colegio Oficial de Arquitectos de Cantabria, Pablo Fernández Lastra y Eduardo Cabanas Moreno, justificaron la elección de las construcciones escolares con tres razones: su valor individual y global como patrimonio cultural, su papel como símbolo material del conocimiento y “en recuerdo por la pérdida del Colegio Calvo Sotelo en la calle Peña Herbosa de Santander, … recientemente demolido”, cuya estampa puede verse también en la hoja correspondiente al mes de noviembre[36]. Como señala JGR con bastante enfado en la p. 264, “ni su valor histórico ni el hecho de que albergara en sus últimos tiempos dos instituciones de tan alto interés educativo como el Centro de Profesores y el Centro de Educación de Personas Adultas le libró de la piqueta ya entrado el siglo XXI”[37].

Un viaje que incita a otros viajes

Hasta aquí, y utilizando criterios propios a la hora de organizarlas, hemos presentado a nuestros lectores las vetas temáticas más significativas de una obra de evidente interés y en la que JGR refleja las preocupaciones más relevantes que le han acompañado durante un largo periplo profesional.

En una historia de vida publicada tras su jubilación en un volumen colectivo[38], nuestro autor nos cuenta que nació en 1943 en Marchena, en una casa en la que su madre vivía con su tía Adelina que era maestra. JGR obtuvo en Palencia el título de Maestro de Primera Enseñanza con 17 años. Enseguida, tras superar la correspondiente prueba, se hizo con su primer destino definitivo en la escuela palentina de San Cebrián de Campos, en un edificio –véase la p. 130 del trabajo citado en la nota anterior– de 1929 proyectado por la OTCE. Después estudió en Valencia Filosofía y Pedagogía, licenciándose en 1968 con la primera promoción de Pedagogía. En 1974, y ante un tribunal presidido por José Fernández Huerta, aprobó la oposición al Cuerpo de Inspección. Eligió como destino la provincia de Santander ese mismo año y llegó aquí, nos dice en la página que acabamos de mencionar, siendo bien consciente de “que hacer de inspector no es sino una forma de hacer de maestro; que ser inspector no es sino una forma de educar. Así al menos lo entendí yo siempre, y así me tuve no más que por un maestro de escuela un poco ilustrado y venido a más”. Su labor visitando centros en muy distintas zonas de Cantabria y sus responsabilidades como Inspector-Jefe (1982-1996), como Director de la Alta Inspección del Ministerio de Educación y Ciencia (2004) o como fundador y Director (2005-2008) del Centro de Recursos, Interpretación y Estudios de la Escuela le proporcionaron, sin lugar a dudas, un buen conocimiento sobre la genealogía del sistema educativo montañés en lo relacionado con sus dimensiones material o externa e interna.

El libro que comentamos, cuyo contenido hemos tomado como punto de partida en nuestras reflexiones, es una síntesis de toda su labor, ya que la información suministrada sobre más de seiscientas escuelas –con sus correspondientes imágenes– se teje con ideas –de ayer y de hoy– sobre esta institución que Juan González Ruiz ha ido perfilando y puliendo a lo largo de su dilatada carrera profesional. Esto es algo que hemos tratado de resaltar al trenzar nuestras glosas sobre el contenido de la obra que nos ocupa con puntos de vista defendidos por JGR hace ya cierto tiempo en otras publicaciones. Y es que, como no podía ser menos, el último libro de JGR tiene como antecedente fundamental el hilo conductor en torno al cual se hilvanó el contenido y la mayor parte de sus fotografías, reproducidas entonces con gran calidad, de los seis primeros capítulos del catálogo ya mencionado en la cuarta nota. Dicho esto conviene no dejar de lado algo fundamental que marca igualmente las diferencias entre una y otra publicación: mientras que la mirada sobre La escuela de ayer en Cantabria de 1988 no dejaba de lado aquello que sucedía en el interior de la institución educativa –lo que en el capítulo séptimo, p. 33-34,  se denomina “La cotidianidad  escolar”, prestándose atención en diversos capítulos o apuntando al menos ideas referidas a la estructura del aula, al lugar de trabajo del alumno o pupitre y a las materias escolares[39]– en el trabajo que se editó el pasado año se ha relegado esta segunda dimensión para concentrar minuciosamente la mirada en la genealogía de las construcciones escolares.

Lo expuesto hasta el momento no pretende devaluar ni un ápice el laboriosísimo trabajo hecho por JGR, un autor, por otro lado, que ya desde el inicio de su libro indica que esta obra ha sido escrita por puro placer y con la finalidad de animar a sus lectores a visitar escuelas. Es, además, un texto que no se ha redactado con criterios académicos; lo cual, en nuestra opinión, no significa en modo alguno que carezca de rigor. Y, finalmente, es  también un viaje acometido por alguien a quien le importaba mucho menos la meta hacia la que se dirigía que el camino transitado y, por supuesto, todo aquello de interés –especialmente escuelas– que podía verse directamente o rememorarse gracias al buen conocimiento de fuentes bibliográficas demostrado por nuestro guía-viajero. Esa inconcreción inicial y el haberse elegido las tradicionales rutas geográficas –los valles, de sur a norte– para el recorrido hecho por JGR no hubiera planteado problemas si, después de sus viajes, el material se hubiera reorganizado para ser presentado a los lectores-viajeros siguiendo algún criterio analítico o temático. Y es que, la abundantísima información recogida en el libro, habría podido ser reestructurada a partir de otras pautas: naturaleza de las instituciones escolares, arquitectos y estilos arquitectónicos, conexiones con la renovación educativa, memorias de agentes educativos –maestros, inspectores…–, utopías, y, por supuesto, “lo que el viajero ya no podrá ver”. Somos conscientes de lo complicado de esta labor. Pero la inexistencia de criterios organizadores de la multitud de escuelas visitadas y de la abundantísima información gráfica y documental suministrada en torno a ellas –la obra tiene 273 notas a pie de página–, sesga excesivamente el conjunto del libro hacia la descripción. Y, además, dificulta la labor de un lector que a veces se “pierde” en un laberíntico viaje con múltiples idas y vueltas.

Amén de la relegación de criterios temático-problemáticos en la formalización textual de las rutas, sorprende comprobar cómo en las 301 páginas del libro no se ha incluido ningún mapa. Dándose por evidente que los destinatarios de este estudio tienen ya en su cabeza la estructura geográfica de Cantabria y, por ello, que son capaces de seguir las vicisitudes de un parsimonioso caminante que, aproximadamente, visita en su peregrinaje casi ¡medio millar! de localidades con escuela. Quienes deseen cierta comodidad en su lectura echarán igualmente en falta otras dos cosas: un índice alfabético de localidades con escuela –que, en nuestro caso, hemos podido obtener fotocopiado con posterioridad a la adquisición del trabajo firmado por JGR– y una bibliografía ordenada alfabéticamente para poder consultar con rapidez y eficacia, tal y como hicimos con las notas situadas a pie de página, los numerosos trabajos que se han utilizado en la elaboración de este estudio.

Quienes nos hayan seguido hasta aquí habrán podido comprobar cómo, al igual que a Juan González Ruiz y a su prologuista Agustín Escolano Benito, a nosotros también nos gustan las escuelas. Y, a modo de viajeros imaginarios hemos seguido con atención las andanzas de nuestro guía, soportando molestias de orden menor como las que acabamos de mencionar. Cuenta nuestro autor con el ejemplo de la escuela lebaniega de Avellanedo la preocupación que tenía José Arce Bodega por mostrar en sus visitas todo aquello que le parecía de interés: bien para reforzarlo en el caso de las valoraciones positivas o para mejorarlo cuando detectaba alguna insuficiencia. Al trasladar sus impresiones a la Memoria que ya conocen nuestros lectores, el puntilloso inspector montañés solía finalizar sus informes –que luego leerían sus superiores– con un Lo dejé advertido. En la recapitulación de toda su trayectoria profesional que hemos mencionado en la nota 40, y tras la reivindicación del “pensamiento calmoso” y de otras sugerencias que hace a todos los interesados por el mundo de la enseñanza, JGR nos recuerda nuevamente que José Arce Bodega fue uno de sus maestros; justamente por ello, y de cara a la posteridad, cierra su historia de vida con su “Lo dejé advertido”. Si se nos permitiera, también nosotros desearíamos advertir a nuestros lectores sobre la conveniencia de disfrutar –y de aprender– leyendo cuanto antes este Viaje apasionado por las escuelas de Cantabria.

 

Notas

[1] Véase a este respecto el monográfico sobre Patrimonio Histórico publicado el pasado año por la revista murciana Educatio Siglo XXI (http://revistas.um.es/educatio/issue/view/9581), en el que, junto a una presentación de su coordinador P. L. Moreno, se recogen contribuciones de especialistas como A.Viñao, A. Escolano, E. Collelldemont, etc.

[2] Puesto que JGR fue Comisario de la primera exposición celebrada en España (Torre de Don Borja, Santillana del Mar, noviembre-diciembre de 1988) sobre el Patrimonio Histórico Escolar. La Escuela de Ayer en Cantabria. Esta misma muestra pudo verse en la primavera del año siguiente en el Centro Cultural Municipal Dr. Madrazo de Santander. Los interesados por su catálogo pueden consultar González Ruiz 1988.

[3] González Ruiz 1995. En cierto modo, estas periodizaciones se usaron en los capítulos 3, 4, 5 y 6 del catálogo citado en la nota anterior.

[4] Creado en el año 2005. JGR fue su gran impulsor y primer director hasta su jubilación. Sobre este asunto, véase González Ruiz 2008. Y, en otro contexto, léase igualmente González Ruiz 2010b.

[5] Enrique Diego-Madrazo Azcona (1850-1942) fue encarcelado entre 1937 y 1941 debido a sus ideas progresistas. Los interesados por su pensamiento pueden consultar Madrazo 1998. En el extenso estudio preliminar que abre dicha obra, el historiador Manuel Suárez Cortina pone de relieve los fundamentos (positivismo y darwinismo) de las ideas de un regeneracionista que deseaba ordenar la sociedad a partir de dos pilares básicos: la ciencia (eugenesia) para la mejora de la raza (la meta sería la sociedad eugénica) y una escuela (estatal) obligatoria, única, graduada, cíclica y coeducativa orientada hacia la mejora moral de la sociedad. El lector tiene también a su disposición un reciente y descriptivo trabajo en el que se glosa su ideario educativo: Ricondo Torre 2009.

[6] JGR menciona en la p. 157 la valoración positiva que hizo de su proyecto, en uno de sus artículos periodísticos publicado en El Cantábrico en 1926, el inspector Antonio Angulo –sobre el que luego volveremos– en una de sus visitas a las escuelas de la provincia santanderina.  El paso por Vega de Pas, decía a sus lectores este inquieto funcionario, le sirvió para ofrecer sus respetos al “admirable e incomprendido apóstol de la educación, y visitar siquiera durante breves momentos, este santuario pedagógico”.

[7] Llano Díaz 2009. Tras presentar escuetamente la genealogía de las disposiciones legislativas que configuraron en España el local-escuela, el autor analiza con cierto detalle la evolución de los grupos escolares en Cantabria desde el último tercio del siglo XIX hasta 1936. En una primera fase (1884-1923) se buscó la definición de un nuevo tipo de edificio escolar. En la segunda (1923-1936), una vez encontrado, el Estado consolidó y difundió por toda la provincia santanderina grupos escolares graduados. Véase también Llano Díaz 2002.

[8] Sobre este centro, véase Tazón Ruescas (coord.) 2000. Lo relacionado con su historia puede consultarse en el capítulo segundo, p. 39-61.

[9] Conocido popularmente como Escuelas Graduadas del Este o Escuelas del Mortuorio. Los interesados por más detalles pueden consultar una reciente publicación sobre este centro: Arce Díaz (coord.) 2009.

[10] Las conocidas como “Escuelas de la Villa” pasaron a denominarse Grupo Escolar “Concha Espina” a finales de diciembre de 1948. Véase sobre este asunto Llano Díaz 2004 y 2006.

[11] Nuestro guía-viajero indica en la p. 277 cómo similares afanes sociales (e higienistas), muy conectadas con movimientos preocupados por el bienestar de los niños, originaron un movimiento de apoyo a la construcción en la capital –la solicitud se hizo en 1922– de una institución asistencial: Gota de Leche. Durante varias décadas funcionó como escuela pública de Educación Infantil Guillermo Arce. El edificio, obra de Javier González de Riancho, fue remodelado a comienzos de la centuria actual para que pudiera usarse como ludoteca municipal “perdiendo de paso el nombre y la memoria del prestigioso pediatra”  que fue director de la institución citada.

[12] Ortiz Díaz 2004. Cuando presentó esta Memoria, en el mes de mayo de 1920 –fue redactada un par de años antes bajo la dirección de Luis de Hoyos Sainz–, el autor cursaba Tercer curso de la Sección de Letras de la Escuela Superior del Magisterio. Al pasar por la llanura de Madernia, el futuro (y progresista) inspector señalaba en la p. 103 cómo “a este lugar de placidez, tan atrayente y tranquilo, acuden las niñas de los pueblos vecinos a recibir educación cristiana que las Hermanas Carmelitas de la Caridad saben infundir en los tiernos corazones de las alumnas, dulcificando sus sentimientos y embelleciendo sus almas con el brillo de la piedad, de la instrucción y de la virtud. Las niñas, que pueden aprovechar tal educación, serán sin duda, más tarde en la sociedad, el sostén de las buenas costumbres, y, en la vida doméstica, la felicidad de sus familias: las delicias del hogar son tanto más dulces y estimables, cuanto más delicada y bella es el alma de la mujer.” En la página citada y en la siguiente pueden verse una imagen del colegio y dos interesantes fotografías de grupos de alumnas.

[13] JGR nos cuenta en la p. 286 de su libro que vinieron a Santander en 1901 llamados por los jesuitas para hacerse cargo de las escuelas que el Círculo Católico de Obreros deseaba abrir en la calle de San José. Tras la guerra civil los Hermanos de La Salle compraron una finca en el paseo del Alta –hoy calle del General Dávila– donde, en 1943, un famoso arquitecto vasco –Pedro Ispizua (1895-1974)– “construyó el espléndido edificio que el viajero admira desde su entrada principal por la calle del general Camilo Alonso Vega.” Actualmente, este colegio sigue teniendo buena fama y por sus aulas han pasado hasta el momento más de once mil alumnos.

[14] Con planteamientos estilísticos muy diversos: neoclásicos, modernistas, regionalista y racionalistas. Los interesados por este tema pueden consultar dos recientes trabajos: Cea Benito 2009 y Cabieces Ibarrondo 2010. Si bien con otros intereses, A. Llano Díaz se había ocupado de la labor de los arquitectos que firmaron los proyectos de las escuelas públicas santanderinas en un trabajo publicado en el año 2002, ya mencionado en la nota 9 de esta reseña. 

[15] JGR señala que Jorge Gallegos era cuñado del director del centro y, seguramente por ello, el arquitecto sería sensible a las ideas sobre la relevancia pedagógica de los espacios escolares en concordancia con los modernos discursos higienistas que le transmitiría una persona vinculada a la ILE. Los interesados por conocer algunos datos sobre el aragonés Antonio Berna Salido pueden consultar las p. 27 y ss. de un trabajo incluido en un libro publicado con motivo de la celebración del 75 aniversario de este centro educativo: González Ruiz 2009a.

[16] El arzobispo creó aquí en Comillas “una magnífica escuela” en un “espléndido y pétreo caserón (de 1794), que aún se conserva dedicado a otros usos” (p. 54). Justamente por ello, en el Diario Montañés del 16 de agosto del pasado año se señalaba cómo la alcaldesa de la localidad –que ejercía de anfitriona–, Julio Neira Jiménez –Director de Educación en Cantabria entre 1986 y 1983– y José María Pérez  presentaron el libro que nos ocupa en este singular edificio conocido como “El Espolón”. El último de los citados, “Peridis”, participó no como arquitecto rehabilitador sino como compañero escolar de JGR hasta el final del Bachillerato en Palencia.

[17] Como es sabido, su hermano Augusto González de Linares fue uno de los introductores en España de las teorías darwinistas y miembro activo en la fundación de la ILE. Francisco Giner de los Ríos pasó algunas de sus vacaciones en Valle de Cabuérniga. Sobre los antecedentes del Instituto de Educación Secundaria que lleva su nombre en Peñacastillo (Santander), véase la p. 281 del libro firmado por JGR. En esta misma página –nota 243– se incluyen algunos rasgos biográficos sobre este comprometido personaje.

[18] Maíllo 1989, p. 59-61. En el libro que estamos glosando, González Ruiz 2010a, p. 22, menciona elogiosamente la significativa Memoria sobre la visita general de las escuelas (de 1844) que J. Arce Bodega publicó de su propio bolsillo cinco años más tarde. Maíllo había conocido parte de esta “importantísima joya bibliográfica” a través de JGR. Detalle que el inspector cacereño agradeció en un par de líneas incluidas en la nota 37 de la obra mencionada.

[19] En la nota 109 JGR la cita así: ORTIZ DÍAZ, D. L. Impresiones y recuerdos de un viaje al extranjero. Conferencia pronunciada por don Daniel Luis Ortiz Díaz, inspector de Primera Enseñanza el día 2 de abril de 1922, en la Escuela Normal de Maestros de León, invitado por la Asociación de Alumnos. Santander: Imprenta de Benito Hernández, 1924. Ángel Llano Díaz ha localizado otra Memoria profesional –inédita todavía– sobre el estado de la enseñanza en los partidos judiciales de Torrelavega, Cabuérniga y Reinosa

[20] Ortiz Díaz 1928, p. 4. Usando apuntes de su diario de viaje, el conferenciante se centró en Suiza dejando para otra ocasión lo acontecido en Francia.

[21] El primero habló “ante unos 150 oyentes” sobre los límites de la Psicología. El segundo se ocupó de los caracteres del pensamiento del niño. Y el tercero, “en una muy interesante conferencia sobre metodología de la Geografía”, señaló como se habían abandonado en la enseñanza de esta materia las secuenciaciones de contenidos que seguían el método deductivo –de lo general y abstracto a lo particular concreto– “y se sigue en cambio, actualmente, de lo conocido a lo desconocido, empezando por la geografía de la localidad, que debe ser el punto de partida, por medio de los paseos y de las ilustraciones apropiadas” (p. 7). La defensa de estas ideas en lo relacionado con la organización de los contenidos debía de ser algo ya conocido por D. L. Ortiz, siquiera porque estas mismas tesis las apoyaba en León en los inicios de los años veinte de la centuria pasada un inspector, Modesto Medina Bravo, a quien ya prestamos atención en su momento. Véase Luis y Romero 2007a, p. 202 y ss.  

[22] Llano Díaz 2005.

[23]JGR señala –capítulo sexto, p. 138– su participación como “misionero” en la única actuación  de las Misiones Pedagógicas de la Segunda República en la provincia de Santander desde el 2 hasta el 10 de abril de 1934. El inspector y otros miembros del equipo encabezado por Julia Gómez Olmedo llevaron a diversos pueblos de Valderredible actividades de teatro, coro, cine y música. En 1923 se trasladó a Guadalajara. Sobre esta relevante iniciativa, léase Luis y Romero 2007b.

[24] Llano Díaz 2005, p. 151.

[25] Llano Díaz 2005, p. 152, 154 y 157.

[26] González Ruiz 2009a y 2009b.

[27] González Ruiz 2009b, p. 133.

[28] González Ruiz 2009a, p. 26.

[29] González Ruiz 2009a, p. 21.

[30] En la p. 26 el trabajo citado en la nota anterior se mencionan los nombres de nueve maestros (todos ellos varones): Jesús Revaque Garea, Dionisio García Barredo, Jaime Serna, Isabelino Cea, Moisés Ibáñez, Isaac de la Puente, Leoncio Suárez, Antonio Berna y José Manuel Cabrales.

[31] Véase nuestra reseña (Luis y Romero 2006) de REVAQUE GAREA, J. Periodismo educativo de un maestro republicano (1922-1936). Estudio preliminar de Vicente González Rucandio. Santander: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria, 2005, 209 p. (existe una versión catalana de dicha reseña, traducida por Conrad Vilanou y publicada en Educació i Història. Revista d'Història de la Educació, nº 9-10, 2006-2007, p. 510-514). Como indicábamos en ella, J. Revaque obtuvo con brillantísimas calificaciones en 1913 el título de Maestro de Primera Enseñanza Superior en la Escuela Normal de Valladolid. Llegó a Rascón-Ampuero en 1918 y, tras estar en Santoña, acabó en Santander siendo maestro y director de varias escuelas graduadas y del Grupo Escolar Menéndez Pelayo. Preocupado también por la formación permanente participó en los años veinte de la pasada centuria  en varias actividades promovidas por un dinámico inspector, V. Valls; igualmente, si bien ya en época republicana, estuvo implicado en tareas desarrolladas por los Centros de Colaboración Pedagógica. Pensionado por la JAE, viajó a Francia y Bélgica en el verano de 1924; como ya vimos, tres años más tarde –y con otra financiación– formó parte de un grupo de 13 maestros montañeses que, acompañados por dos inspectores, visitó centros escolares suizos, belgas y franceses. Al igual que otras personas preocupadas por la renovación de la escuela, J. Revaque utilizó sus colaboraciones en la prensa entre 1922 y 1936 para exponer todos los viernes a dos columnas y en la primera página de El Cantábrico –aquí publicó desde 1927 388 de sus 466 artículos– sus críticos puntos de vista sobre los variados y profundos males que, en distintos ámbitos, aquejaban a nuestra enseñanza primaria: falta de escuelas, formación inicial y permanente de los maestros, metodología didáctica, instituciones circum-escolares, Misiones Pedagógicas, Asociaciones de Maestros y Sindicatos, etc.  Desde su aparición en 1934, y al lado de V. Valls, Rosa Sensat, María Zambrano… fue redactor de la revista Escuelas de España. Un par de años más tarde, como ya se ha apuntado, tuvo que exiliarse. Lógicamente, la labor de J. Revaque no ha pasado desapercibida a JGR. Véase el apunte incluido en la nota 215 y, sobre todo, lo que se dice en la p. 279.

[32] González Ruiz 2009a, p. 27 y ss.

[33] González Ruiz 2009a, p. 27-28.

[34] A esta escuela del Valle de Cabuérniga le ha dedicado atención recientemente Carbonell Sebarroja 2009, si bien con otros intereses que los de JGR. Véase en particular el capítulo octavo, p. 133-146. En contraposición con el libro de JGR lo que preocupa aquí no es el edificio o la materialidad de la escuela, por mucho que en el ejemplo de este capítulo se haga una referencia a este asunto, sino lo que –respecto a la enseñanza y al aprendizaje– acontece dentro de ella.

[35] JGR indica que debieron entrar en funcionamiento en una fecha no lejana a la de su inauguración. Por ello, y esto no deja de ser baladí, podrían haber sido la primera escuela graduada española. Título que, como es sabido, ostentan las escuelas de Cartagena que se abrieron el 5 de octubre de 1903 bajo la dirección de Félix Martí Alpera.

[36] La abundancia y variedad de edificios hizo que, en esta primera convocatoria, el calendario se dedicase solamente a construcciones escolares con diferentes planteamientos estilísticos construidos antes de 1950. Las fotografías, de Jorge Fernández, son magníficas: Escuelas de Pomaluengo y Terán de Cabuérniga (enero); Escuela de Terán (febrero); Universidad Pontificia de Comillas, Escuela de Villaverde de Trucíos, Instituto San José y Colegio de Suances (marzo); Escuelas de La Cavada, Valdecilla y Peñacastillo (abril); Institutos Santa Clara (Santander) y Colegio Barquín en Castro Urdiales (mayo) ; Escuela de Solvay y Cía (junio); Escuelas de Revilla de Camargo y de Anero (julio); Instituto José María Pereda y Colegio Menéndez Pelayo, en Torrelavega (agosto); Escuelas de Santullán y Hoz de Anero (septiembre); Escuela de Villanueva de la Nía e Instituto de Los Corrales de Buelna (octubre); Escuela de Hoznayo y Colegio Calvo Sotelo en Santander (noviembre) y Escuelas de Heras y de La Cavada (diciembre). A modo de síntesis, la hoja de enero (2005) recoge imágenes de doce edificios ya vistos señalándose en ella los nombres de sus arquitectos, fecha de construcción  y –así se dice–promotores.

[37] Los firmantes de este trabajo recuerdan bien el antiguo edificio del Calvo Sotelo ya que en su Centro de Profesores, siendo su director Ramón Ruiz, se presentó en Santander hace ya bastantes años la Federación Icaria y su anuario Con-Ciencia Social. En el año 2006 regresamos al nuevo edificio con motivo de la presentación del libro Escudero y Luis (eds.) 2006.

[38] González Ruiz 2009c.

[39] “Los primeros pasos: “letras y números”,11; “Lectura”,12; “Escritura y caligrafía”,13; “Contar, medir y calcular”, 14; “Conociendo el mundo social” 16; “Geografía”, 17; “Historia”, 18; “Comportamiento y urbanidad” y “Aprender religión”, 22 y “Conociendo la naturaleza”, 23. El capítulo 15, “Todo el saber en un libro: la enciclopedia”, nos introduce en el mundo de los manuales escolares. El capítulo 19, detrás de las dos materias referenciales, está dedicado a “El tema de España”. En los capítulos 24 –“El cuerpo humano y su higiene”– y 21 –“De niña a mujer” se refleja la problemática incluida en la materia Higiene y Economía Doméstica. Finalmente, si bien este asunto no se deja de lado en la obra que nos ocupa, el capítulo 10 está dedicado a “La administración educativa”.

 

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[Edición electrónica del texto realizada por Miriam Hermi Zaar]

 

Ficha bibliográfica:

GÓMEZ, Alberto Luis y MORANTE, Jesús Romero. Memoria, patrimonio, renovación educativa y ciudadanía: a propósito de un viaje por las escuelas de Cantabria. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 30 de marzo de 2012, Vol. XVII, nº 969. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-969.htm>. [ISSN 1138-9796].


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