Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVII, nº 995, 5 de octubre de
2012
[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

LITERATURA Y GEOGRAFÍA SE DAN LA MANO. A PROPÓSITO DE LA NOVELA “EL MAPA Y EL TERRITORIO”.

HOUELLEBECQ, Michel. El mapa y el territorio. Barcelona: Anagrama, 2011, 384 p. [ISBN: 978-84-339-7568-3]

Josep Vicent Boira
Universidad de Valencia

Recibido: 30 de marzo de 2012. Aceptado: 10 de mayo de 2012


Palabras clave: novela, mapa, territorio, geografía humana, paisajes.

Key words: novel, map, territory, human geography, landscapes.


Sólo la lectura del título de esta obra del poeta, ensayista y novelista Michel Houellebecq (1958) debería llamar la atención del geógrafo. Imagínense por un momento una novela que fuera “El fonendoscopio y la pulmonía” o “El Aranzadi y el Código penal”. ¿No serían miradas, al menos, con curiosidad por médicos y abogados?  Y más si hubieran obtenido, como lo hizo ésta, el premio Goncourt en 2010,  distinción otorgada por primera vez en 1903 y que recibieron, entre otros, Simone de Beauvoir o más recientemente Jonathan Littell. Por cierto, otro ganador del Goncourt fue Julien Gracq (geógrafo también) quien escribió en su misteriosa, densa y opresiva novela “El Mar de las Sirtes”, el siguiente párrafo (párrafo que debería enmarcar el trabajo de cualquier geógrafo sensible ante el mapa y, si me apuran, ser recitado de carrerilla por los estudiantes de nuestros grados al comenzar las clases): “De pie, inclinado sobre la mesa, con las manos extendidas sobre el mapa, me quedaba a veces horas enteras sumido en una inmovilidad hipnótica de la que no me arrancaba ni el hormigueo de mis palmas entumecidas. Un leve susurro parecía ascender de aquel mapa, invadiendo la estancia cerrada y su silencio de acechanza…”.

La carte et le territoire” (cuya traducción española en la editorial Anagrama de septiembre de 2011 se toma como base para las referencias que hago a páginas determinadas) es una novela que se debe leer, pues, por un doble motivo. En primer lugar, por el gusto de leerla: buena trama, cercana a la novela negra, amena lectura e ironía. Pero en segundo lugar, por las constantes referencias del autor a la ciencia geográfica, a la cartografía, a los paisajes de la Francia globalizada (no tan diversos de los de la España modernizada) y a las reacciones de sus ciudadanos ante ellos. Esta proximidad de la obra literaria al tema disciplinar de nuestro interés es la que motivó, por ejemplo, que el geógrafo mexicano Daniel Hiernaux ya publicara el 13 de junio de 2011, en su blog [1] una reseña altamente recomendable de este libro.

Pues bien, la virtud de la novela de Houellebecq (apellido no sólo impronunciable sino difícil de escribir dos veces sin equivocarse) no sólo reside en estas virtudes. He leído reseñas del libro que, obviando la cuestión cartográfica y geográfica, resaltan la aproximación del autor a la crítica del mercado del arte contemporáneo (véase la de Estrella de Diego en el suplemento cultural Babelia de “El País” de 3 de noviembre de 2011), al mundo de la estética (la de Calvo Serraller en el suplemento de libros del “ABC”, 1 de octubre de 2011) o a la “reconstrucción irónica” del mundo de los marchantes, de los artistas actuales y de sus obras. Me viene a la memoria ahora aquella grieta gigante de 167 metros excavada en el suelo de la Tate Gallery de Londres, obra (¿de arte?) de la colombiana Doris Salcedo en la que, por cierto, quince visitantes del museo cayeron y tuvieron que ser atendidos por lesiones (con sus correspondientes denuncias, espero). En estas crónicas y en otras semejantes, no encontraremos ni una palabra sobre la dimensión geográfica de esta obra, lo que bien visto, es un factor más a su favor: cada lector ve lo que quiere ver, o lo que está predispuesto a ver. Faceta multidimensional, pues, de una novela rica en contenidos e interpretaciones.

Pero volviendo a la geografía y a la literatura, una relación desgraciadamente abandonada en los últimos años, desde la obra de Almudena Grandes de 1998, Atlas de Geografía Humana, no había habido tal vez otra novela de tan directo guiño a la profesión. Para mí, el libro ejemplifica de una forma evidente el spatial turn, el giro espacial que el geógrafo norteamericano Edward Soja viene anunciando desde hace unos años (en su obra más reciente, por ejemplo, Seeking Spatial Justice, 2011, cuya traducción al castellano aparecerá próximamente en la editorial valenciana Tirant Lo Blanch), es decir, la vuelta al espacio que nuestras sociedades están protagonizando tras un prolongado dominio de la dialéctica sociohistoricista. La renovada atención por los procesos territoriales, las fronteras, las infraestructuras, los paisajes, las ciudades, la ruralía, el espacio, en definitiva en sus múltiples formas, se aprecia en esta novela como un epifenómeno de mayor calado.

No sé si tiene demasiado interés comentar el contenido de la obra o es mejor entrar directamente en las posibilidades geográficas que esta novela ofrece para la reflexión  y para la acción (docente y social). Baste decir que la novela gira en torno a Jed Martin, un artista que, a partir de la fotografía de mapas de carreteras Michelin, entra en el mundo exitoso del circuito de exposiciones, protagonizando directa o indirectamente episodios amorosos y cruentos, de aquí la referencia a la novela negra (el 13 de enero de 2012, Judith Shulevitz, en la edición de libros del “New York Times”, titulaba significativamente su reseña Michel Houellebecq’s version of the American thriller). Y aunque sería reduccionista y contrario a las leyes de la relación entre geografía y literatura seleccionar temas a la carta de la novela, la orientación práctica de este comentario nos permite ofrecer un breve resumen de algunos temas que aparecen, de manera explícita o subrepticia, en las páginas de este libro.

Por ejemplo, y antes que nada, el renovado interés por el territorio de nuestras sociedades, pero de un territorio contrapuesto al dominante, al urbano. El gusto por la buena y vieja tierra de Francia… Así interpreta el autor la moda de los cursos de cocina, las creaciones locales de charcutería o de quesos (con su marca propia, su sello del terruño, su denominación de origen), de las excursiones y caminatas (la huida, aunque temporal, de la ciudad) o la nueva percepción de lo “rural”. Dejemos hablar  a Houellebecq: “por primera vez en Francia desde Jean-Jacques Rousseau, el campo se había convertido en una tendencia (…) y el mapa Michelin, objeto utilitario, inadvertido por excelencia, se convirtió en el plazo de esas mismas semanas en el vehículo privilegiado de iniciación a lo que Libération llamaría sin vergüenza la magia del terruño” (p.78). Houellebecq, fino observador de la realidad, materializa en uno de sus personajes, la pasión occidental por la no-ciudad: así, muestra la voluntad de un directivo de la empresa Michelin, a la vista del éxito de su cartografía tradicional, de crear una cadena TDT, de nombre Michelin TV, “centrada en la gastronomía, la tierra, el patrimonio, los paisajes franceses, etc.” (p.115).

Con todo, Houellebecq es capaz de mostrar ambas caras de la vida humana: en su novela, son constantes las referencias al paisaje (post)moderno de la ciudad, que no queda, eso sí, muy bien parado (tampoco el otro, sometido a una banalización profunda). Un Carrefour es el símbolo de nuestro tiempo: es el lugar donde el protagonista compra su comida (p.37) y donde, casi al final de la novela (p.360), ese mismo protagonista cree que encontraría la felicidad si dispusiera del hipermecado sólo para él. La anomia de los barrios periféricos europeos queda retratada en algunas memorables descripciones: “pasaban coches a toda velocidad salpicando, hacía frio y llovía a cántaros, era lo único que se podía conceder aquella noche al boulevard Vicent-Auriol. Un hipermercado Casino, una gasolinera Shell eran los únicos centros de energía perceptibles, las únicas ofertas sociales que podían suscitar deseo, felicidad, alegría…” (p.171). ¿Qué ciudad estamos construyendo cuando los elementos susceptibles de causar felicidad y alegría son un hipermercado y una gasolinera? Como en los cuadros solitarios y melancólicos de Edward Hopper, Houellebecq muestra los rasgos más duros y despersonalizados de nuestras urbes.

La temática de geografía urbana del novelista continúa con fragmentos sobre la segregación urbana (p.17 y 62), los cambios de uso de los locales comerciales por una nueva función o por la especulación (p.99), el concreto paisaje urbano de zonas de alto standing (p.101), la idea de que basta para describir el paisaje humano actual una buena fotografía (y no una hermosa acuarela, como en el siglo XIX, pues la belleza se ha perdido en nuestros entornos humanos, p.126), la banalización de los lugares (en la mejor línea de Marc Augé, como cuando se explica que en los hoteles “con encanto” de Borgoña se sirven salchichas en los desayunos para contentar a la clientela anglosajona y china en un proceso galopante de pérdida de identidad gastronómica) o la rehabilitación de amplias zonas urbanas y regionales ligada a la gentrificación o a las nuevas demandas de una sociedad del ocio (p.376). Llama la atención, en esta última página, la descripción cuasi geográfica del itinerario entre Duisburg y Dortmund, en Alemania, pasando por Bochum y Gelsenkirchen, donde “la mayoría de las antiguas fábricas siderúrgicas habían sido transformadas en centros de exposiciones, espectáculos, conciertos, al mismo tiempo que las autoridades locales intentaban implantar un turismo industrial fundado en la reconstrucción del modo de vida obrero a principios del siglo XX. Toda la región, de hecho, con sus altos hornos, sus escoriales, sus vías férreas abandonadas, donde terminan de oxidarse los vagones de mercancías, sus hileras de barracones idénticos y bastante pulcros, a veces amenizados por jardines fabriles, se asemejaba a un conservatorio de la primera era industrial europea”. Sí, la rehabilitación de numerosas fábricas estaba en marcha, pero sólo de aquello que podía hacerse valer (aquello que rendía beneficios) en el seno de esta sociedad capitalista sin límite: “Sólo habían rehabilitado las que podrían adaptarse a su nueva función cultural; las demás se desintegraban poco a poco. Aquellos colosos industriales, donde antaño se concentraba el grueso de la capacidad productiva alemana, ahora estaban herrumbrosos, medio derruidos, y las plantas colonizaban los antiguos talleres, se infiltraban entre las ruinas y las envolvían gradualmente en una selva impenetrable” (p.376).

En este sentido, algunas páginas de la obra de Houellebecq se asemejan, actualizadas, a descripciones de Charles Dickens de la ciudad industrial. ¿Se citarán algunos fragmentos de esta novela en un futuro para caracteritzar el paisaje europeo de este momento como se citan las páginas del novelista británico para definir la urbe obrera del siglo XIX? 

Pero junto a la ciudad, el libro muestra espléndidas páginas dedicadas al neoruralismo (y a sus defectos): “La cocina creativa, así como la asiática, eran unánimamente rechazadas. La cocina del norte de África sólo la apreciaban en  el Gran Sur y en Córcega. Fuera cual fuera la región, los restaurantes que ostentaban una imagen tradicional o a la antigua se embolsaban cuentas superiores a un sesenta y tres por ciento al promedio de las cuentas. Los embutidos y los quesos eran valores seguros, pero alcanzaban cifras extraordinarias sobre todo los platos a base de animales raros, de connotación no sólo francesa sino regional…”. ¿No ocurre lo mismo en España?

¿Y qué decir de las páginas dedicadas a la globalización espacial, definida por el autor como “la política de flujos tensos” (p.106)? ¿O del transporte aéreo como instrumento de la misma (p.118) o de la influencia de los vuelos low cost en la nueva geografía del turismo (p.133)?: “[Los vuelos desde el aeropuerto irlandés de Shannon] no tocaban ninguna capital de Europa occidental, excepto París y Londres (…) No había en cambio menos de seis líneas con destino a España y las Islas Canarias: Alicante, Gerona, Fuerteventura, Málaga, Reus y Tenerife. Todos estos vuelos los hacía Ryanair. La compañía low cost volaba igualmente a seis destinos de Polonia…”. La pregunta de Houellebecq es oportuna: Beauvais y Carcassonne “eran dos destinos particularmente turísticos? ¿O se volvían turísticos por el simple hecho de que Ryanair los había elegido? Meditando sobre el poder y la topología del mundo, Jed se sumió en una ligera somnolencia”.  En esta línea, estaremos de acuerdo con una frase contundente del autor, una reflexión de tono claramente académico. Permítanme el punto y aparte:

“El liberalismo modificaba la geografía del mundo en función de las expectativas de la clientela, ya se desplazase para hacer turismo o para ganarse la vida. A la superficie plana, isométrica del mapa del mundo la sustituía una topografía anormal en la que Shannon estaba más cerca de Katowice que de Bruselas, de Fuerteventura que de Madrid”.

También la novela muestra algunas consecuencias políticas de la globalización, como el débil resultado electoral de una izquierda que predecía no hace mucho el fin del capitalismo (en 2008 incluso Nicolás Sarkozy se atrevió a predecir su reforma). En España este hecho puede pasar desapercibido, pero no lo pasaría para geógrafos, por ejemplo, norteamericanos, colegas que están recobrando a marchas forzadas la importancia de las ideas (¿de las ideologías?) como elemento fundamental de sus análisis: “… la última crisis financiera, mucho peor que la del 2008, que había acarreado la quiebra del Crédit Suisse y de la (sic) Royal Bank of Scotland, por no hablar de otras entidades de menor importancia (…) De un modo más general, era un período ideológicamente extraño, en el que todo el mundo en Europa occidental parecía convencido de que el capitalismo estaba condenado, e incluso condenado a corto plazo (…) sin que por ello los partidos de ultraizquierda consiguieran seducir a alguien más que a su clientela habitual de masoquistas huraños” (p.349) (ya que hablamos de política, no se pierdan la definición de François Hollande en la página 88). Y por último, ¿podemos dejar de leer una novela, premio Gouncourt en Francia, que en sus páginas refleja la ley de costas española y su relación con la burbuja inmobiliaria? (p.115): “En principio pasa del dinero, vive como un monje, pero su divorcio le ha dejado sin blanca. Además, había comprado unos apartamentos en España a la orilla del mar y van a expropiárselos sin indemnización, debido a una ley de protección del litoral con efecto retroactivo, una historia de locos”. En realidad, no fue una historia de locos, sino de ayuntamientos que, saltándose la  legislación, urbanizaron lo que pudieron y más todavía, quejándose amargamente cuando se les instó a cumplir la ley.  

Por último, en este repaso al contenido “geográfico” de la novela, merecen atención las consideraciones sobre la geografía social (¡y perceptual!) de Francia, por ejemplo, la lejanía entre capitalinos y habitantes del campo: “Para ellos, un parisino era más o menos tan extraño como un alemán del norte o un senegalés” (p.358). Por cierto, este fragmento es casi calcado, en orientación, al de la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez, Flor de Mayo (1898), en la que Tona, una de sus protagonistas, nos transmite su mapa mental de España, bien diferente al que cuelga de algunas de nuestras aulas: “Huelva era tierra remota que por su cuenta debía estar en los alrededores de Cuba o Filipinas” (p.69). La vigencia de la geografía de la percepción (y de la percepción de la geografía) nunca se pierde, ni en nuestra ciencia ni en la literatura, como fiel reflejo de la vida. En este sentido, el autor muestra extraordinariamente bien lo difícil que es delimitar territorios si de percepción hablamos: ¿dónde acaba París y dónde comienza el resto de Francia? En un área de servicio de la autopista (paisaje de nuestros tiempos que el novelista evoca varias veces), el protagonista se siente todavía en “tierra” parisina: revistas y souvenirs de la Torre Eiffel y el Sacré Coeur así lo atestiguan, pero pronto cambiará al territorio de las “regiones”, pues aparecen los primeros productos regionales a la venta (miel del Gâtinais, chicharrones de conejo): “En suma aquella área de servicio se negaba a tomar partido…” (p.314).   

La complicidad de Houellebecq con la geografía es más que casual. ¿Lo es que una de sus protagonistas, Marylin, haya realizado estudios de geografía humana? ¿Lo es que Houellebecq le haga afirmar (p.69) que “Al principio estudié geografía. Luego me bifurqué hacia la geografía humana. Y ahora me dedico a lo humano a secas”. ¿No es un juego de palabras que resume una tesis que nos debería hacer pensar? ¿Qué hemos hecho mal para que siga dándose la idea que la geografía y lo humano  son dos categorías contrapuestas? ¿Provocación de Houellebecq, boutade, constatación de un hecho dramático que deberíamos revertir de inmediato?

Si todos estos temas pueden  mover a la lectura del libro, todavía falta el motivo central: la relación que el autor establece entre mapa y territorio, entre cartografía y realidad. La tesis del libro es clara, al menos sobre el papel. Houellebecq prefiere la ficción a la realidad, el mapa al territorio. No es una postura nueva, pues ambos conceptos han sido relacionados en algunas ocasiones fuera de las fronteras de la disciplina. Para Alfred Korzybski, “the map is not the territory”, frase pronunciada en el contexto de sus investigaciones, hacia 1933, sobre semántica y la forma en que experimentamos el mundo mediante nuestros sentidos y el uso de datos externos para construir nuestras propias representaciones: A map is not the territory it represents, but if correct, it has a similar structure to the territory, which accounts for its usefulness", lo que viene a indicar que nuestra percepción de la realidad no es ésta en sí misma, sino nuestra versión de la misma, es decir, nuestro “mapa”. Es, en teoría semántica y cognitiva, lo que el surrealista René Magritte quiso decir, en el arte, con su representación de una verista pipa de fumar bajo la que se podía leer “Ceci n’est pas une pipe”.

Por su parte, más modernamente, Jean Baudrillard ya señaló que, en contra de lo que comunmente se piensa, es el mapa el que precede al territorio y no al revés. En su artículo “Simulacra and Simulations” (de 1994, una traducción parcial al español se encuentra en [2], podemos leer: “La abstracción hoy no es ya la del mapa, el doble, el espejo o el concepto. La simulación no es ya la de un territorio, una existencia referencial o una sustancia. Se trata de la generación de modelos de algo real que no tiene origen ni realidad: un hiperreal. El territorio ya no precede al mapa, ni lo sobrevive. De aquí en adelante, es el mapa el que precede al territorio, es el mapa el que engendra el territorio; y si reviviéramos la fábula hoy, serían las tiras de territorio las que lentamente se pudren a lo largo del mapa. Es lo real y no el mapa, cuyos escasos vestigios subsisten aquí y allí: en los desiertos que no son ya más del imperio, sino nuestros. El desierto de lo real en sí mismo”. Por último, Máximo Gorki ejemplifica la dominación del mapa sobre el territorio, como ha recogido recientemente el geógrafo Oriol Nel.lo en su blog [3], al rememorar al escritor ruso que, en su obra Los Bajos Fondos, narró la parábola del “país justo”, en la que se cuenta la historia de un hombre sujeto a una tremenda explotación que sueña, sin embargo, con llegar al “país justo” donde se resolverían sus problemas. Un día, al encontrarse con un sabio (¡espero que no fuera un geógrafo!), le preguntó cómo llegar a tal lugar: tras revolver en sus libros y mapas, el sabio le contestó que ese país no existía. Y ante la incredulidad del explotado, el sabio le respondió ofendido que sus mapas eran los más exactos que había. Ante tal respuesta, no es de extrañar que el hombre, desesperado, se suicidara.

En realidad, Michel Houellebecq no afirma la superioridad de uno sobre otro, sino sencillamente que “el mapa es más interesante que el territorio” (p.72). El protagonista, Jed Martin, se extasía ante el mapa (“revelación sublime”, dice el novelista, p.47). Después de circular por la autopista A20 (“una de las más bellas de Francia, una de las que atraviesan los más armoniosos paisajes rurales; la atmósfera era diáfana y suave, con un poco de bruma en el horizonte”), Martin compra el mapa de carreteras “Michelin Departamentos” de la Creuse, Haut-Vienne. Tras retirarle el celofán que lo protegía, Jed tuvo una revelación: “Era un mapa sublime; Jed, alterado, empezó a temblar delante del expositor. Nunca había contemplado un objeto tan magnífico, tan rico de emociones y de sentido, como aquel mapa Michelin a escala 1/150.000 de la Creuse. Haute-Vienne”. Houellebecq formula  a continuación una de las más encendidas y efectivas defensas de la geografía humana que yo he visto, fuera, al menos, de la profesión:

“En él [en el mapa] se mezclaban la esencia de la modernidad, de la percepción científica y técnica del mundo, con la esencial de la vida animal. El diseño era complejo y bello, de una claridad absoluta, y sólo utilizaba un código de colores restringido. Pero en cada una de las aldeas, de los pueblos representados de acuerdo con su importancia, se sentía la palpitación, el llamamiento de decenas de vidas humanas, de decenas o centenares de almas, unas destinadas a la condenación, otras a la vida eterna”.

¿No debería figurar este fragmento en los manuales de la Geografía Humana? ¿No es una definición eficaz de la trasposición entre mapa y territorio que hacemos diariamente los geógrafos? ¿No muestra la riqueza humana, humanista y humanística, que caracteriza la profesión? ¿No mueve a desarrollar el impulso social de nuestra disciplina en contra de visiones asépticas y tecnicistas del mapa, es decir, del espacio abstracto, frío y cartesiano?

Con estos mimbres, las palabras del autor permiten elaborar una teoría no exenta de cierta base: contra la concepción abstracta del espacio (el mapa es el alfa y omega de todo proyecto o intervención), contra también la “a-espacialidad” de la sociedad (es decir, la sociedad sin expresión espacial, una nueva forma de “hombre sin atributos” de Robert Musil), surge una tercera dimensión que es capaz de combinar espacio y sociedad, representación y realidad, mapa y territorio. Como Houellebecq, yo también creo más interesante el mapa que el territorio porque desde el mapa se observa el territorio (eso sí, el territorio vivo, dinámico, palpitante, humano, como lo entendemos los geógrafos), mientras que, desgraciadamente, desde el territorio resulta a veces difícil observar el mapa. ¿Cuántos libros de historia, de viajes, de sociología o antropología, de urbanismo o de economía no tienen un solo mapa? ¿Cuántos análisis de base social e histórica no tienen jamás en cuenta la dimensión espacial? ¿Por qué hablamos tanto de justicia “social” y nos cuesta tanto, al menos hasta Edward Soja, hacerlo de justicia “espacial”?

Houellebecq nos propone una novela con profundas incursiones geográficas y con humor (comparto su ironía sobre los restaurantes de moda y el inmoral sibaritisimo gastronómico al que hemos llegado, símbolo sin duda de decadencia). Por mi parte, me permito recomendar su lectura como actividad obligatoria para los alumnos de primero de Geografía Humana: si no somos capaces de enseñarles geografía, ¡al menos que aprendan literatura! Y si pudieran aprender algo de ambas cosas a la vez, entonces seguro que nuestro esfuerzo habría valido la pena.

Notas

1http://cronicasgeograficas.blogspot.com.es/2011/06/el-mapa-y-el-territorio.html

2http://www.13t.org/decondicionamiento/forum/viewtopic.php?t=46

3http://oriolnello.blogspot.com.es/2012/02/no-hi-ha-pais-just-de-la.html

 

© Copyright Josep Vicent Boira, 2012
© Copyright Biblio3W, 2012

[Edición electrónica del texto realizada por Anna Solé]


Ficha bibliográfica:

BOIRA, Josep Vicente. Literatura y geografía se dan la mano. A propósito de la novela "El mapa y el territorio". Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 5 de octubre de 2012, Vol. XVII, nº 995. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-995.htm>. [ISSN 1138-9796].