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UNIVERSIDAD DE BARCELONA
ISSN:  0210-0754 
Depósito Legal: B. 9.348-1976
Año XVIII.   Número: 99
Noviembre de 1993

LA TEORÍA DE LOS CLIMAS Y LOS ORÍGENES DEL AMBIENTALISMO

Luis Urteaga



 
Nota sobre el autor
 
Luis Urteaga es Profesor Titular de Geografía Humana en la Universidad de Barcelona. Especialista en geografía histórica, ha dedicado una parte de sus investigaciones a la historia de las ideas ambientales. Sobre este tema ha publicado diversos artículos, y el libro La tierra esquilmada. Las ideas sobre la conservación de la naturaleza en la cultura española del siglo XVIII (Barcelona, Ediciones del Serbal/CSIC, 1987). Miembro de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias, ha dictado conferencias e impartido cursos en la Universidades de Buenos Aires, Lisboa y Copenhage. Ha sido "Visiting Fellow" en el Instituto Universitario Europeo (Florencia) y en York University (Toronto). En la actualidad trabaja sobre historia de la cartografía y sobre la geografía histórica de los recursos naturales. Entre sus publicaciones recientes citamos:

URTEAGA, Luis: "Lucas Mallada y la Comisión del Mapa Geológico", Boletín de la Real Sociedad Gográfica, Madrid, vol. CXXIV-CXXV, 1989, págs. 213-231.

URTEAGA, Luis y NADAL, Francesc: "La formación del Mapa de España", Mundo Científico, Barcelona, nº 97, diciembre 1989, págs. 1190-1197.

NADAL, Francesc y URTEAGA, Luis: "Cartografía y Estado. Los mapas topográficos nacionales y la estadística territorial en el siglo XIX", Geo Crítica, Barcelona, nº 88, 1990, págs. 7-93.

URTEAGA, Luis: "La política forestal del Reformismo Borbónico", en M. Lucena (ed.): El bosque ilustrado. Estudios sobre la política forestal española en América, Madrid, ICONA/Instituto de la Ingeniería de España, 1991, págs. 17-43.

MURO, José Ignacio; NADAL, Francesc y URTEAGA, Luis: "Los trabajos topográfico-catastrales de la Junta General de Estadística, 1856-1870", Ciudad y Territorio, Madrid, nº 94, 1992, págs. 33-59.

URTEAGA, Luis y MURO, José Ignacio: "Una serie histórica sobre producción pesquera: las almadrabas de la bahía de Cádiz, 1525-1763", Estudios Geográficos, Madrid, nº 211, abril-junio de 1993, págs. 323-353.



"El calor del clima es la causa principal del color negro: cuando el calor es excesivo, como sucede en Senegal y en Guinea, los hombres son enteramente negros: donde ya empieza a ser un poco más templado, como en Berbería, en el Mogol, en Arabia, los hombres no son sino morenos; finalmente, donde el calor es muy templado, como en Europa los hombres son blancos, y únicamente se advierten en ellos algunas variedades que sólo dependen del modo de vida" (Buffon, 1749).

"Las necesidades en los diferentes climas han dado origen a los distintos modos de vida, y éstos, a su vez, han dado origen a los diversos tipos de leyes" (Montesquieu, 1748).

Buffon y Montesquieu daban forma a mediados del setecientos a una de las más antiguas y persistentes ideas en el pensamiento occidental: la de que el hombre es reflejo del ambiente en el que vive. Históricamente, esta presunción ha podido referirse tanto al hombre como ser biológico, como a la naturaleza social de la humanidad. En el primer caso, la diversidad física de los hombres, los carácteres peculiares de cada raza, vendrían a expresar la cualidad adaptativa del ser humano a los diferentes climas en que habita. En el segundo, la diversidad geográfica de la Tierra sería la clave para comprender la diversidad cultural de los pueblos, sus distintos modos de vida, costumbres, leyes y creencias.

Desde la cultura griega el problema de la relación del hombre con el entorno físico-natural, y del posible influjo del ambiente en la sociedad humana, venía siendo objeto de muy diversas especulaciones. Médicos fieles a la tradición hipocrática, eruditos  y viajeros curiosos formularon ingeniosas teorías sobre la influencia del suelo, de la topografía o del clima sobre la salud de los hombres, sobre su tipo físico, o sobre el carácter moral de los pueblos. Sin embargo, durante siglos estas doctrinas arrastraron una existencia discreta, fructificando sólo intermitentemente en obras de vasta erudición como la Apologética Historia Sumaria del padre Las Casas (Capel, 1992), o la gran síntesis renacentista de Jean Bodin, Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566).

Por ello, encontrar la convicciones ambientalistas revitalizadas y vigorosamente formuladas en dos obras tan destacadas de la cultura ilustrada como De l`Esprit des Lois (1748) de Montesquieu y la Histoire Naturelle (1749) de Buffon puede resultar sorprendente. ¿Se trata acaso de referencias ocasionales, de vagos ecos del pasado que perviven en medio del esfuerzo racionalizador de la Ilustración?

En absoluto. Montesquieu encontró en la naturaleza del clima y del suelo una de las causas más poderosas de la diferenciación cultural y política del género humano, y las referencias directas al clima y al medio geográfico son uno de sus pensamientos conductores para demostrar el contraste de las leyes e instituciones. A ello dedicó explícitamente numerosas páginas del Espíritu de las Leyes, su obra más conocida e influyente, y una de las piezas claves de la teoría política del setecientos.

El caso de Buffon es distinto, porque distinta es su formación y el propósito de su obra. La Historia Natural es una monumental enciclopedia de la naturaleza, en la que el científico francés pasó revista a toda suerte de temas combinando erudición, originalidad y claridad expositiva. No obstante, entre los factores de su pensamiento naturalista, el ambientalismo desempeña igualmente un papel capital. Concretamente, la teoría de los climas sirvió a Buffon para explicar la diversidad física de los hombres y la distribución geográfica de las "variedades" de la especie humana.

En realidad, la consideración de la influencia del clima fue un lugar común entre los tratadistas europeos del siglo XVIII. Aun cuando nunca llegó a existir un consenso completo sobre estas cuestiones, y las reservas suscitadas por las explicaciones ambientales fueron numerosas y crecientes, lo cierto es que el ambientalismo desempeñó un papel crucial en tres campos de la Ilustración: la teoría etio-patológica, la teoría de las razas y la reflexión histórico-política.

El propósito de este ensayo es decribir el origen y el desarrollo de tales ideas en la cultura europea del siglo XVIII. Las referencias más tempranas y persistentes a la teoría de los climas aparecen en el pensamiento médico, y a ello nos referiremos en primer lugar.

El legado hipocrático

La voz clima mantenía durante la época de la Ilustración la significación que le habían asignado los geógrafos griegos y latinos. Por clima se entendía tradicionalmente una zona de la Tierra paralela al ecuador. Esta es, por ejemplo, la primera definición que ofrece, en 1763, el Diccionario Geográfico de Juan de la Serna: "Clima es un espacio de la tierra comprendido entre dos círculos paralelos al ecuador".

Puesto que los climas, así definidos, abarcan zonas del planeta de una misma latitud, y por tanto de características térmicas y biogeográficas homogéneas en amplios dominios, las áreas climáticas, por extensión, fueron asimiladas a "regiones" o "países". El mismo Diccionario de La Serna nos aclara que puede entenderse vulgarmente por clima "una tierra diferente de otra, ya por las diferentes temperies, ya por las cualidades, ya por los moradores, o pueblos diferentes que la habitan" (Juan de La Serna, 1763). De este modo, el concepto setecentista de clima acabó adquiriendo una notable elasticidad, llegando a denotar el conjunto de factores geográficos que condicionan el "temple" o "temperie" de cada región.

Este sentido amplio y comprensivo es el que acabó imponiéndose en la mayor parte de las obras ilustradas que tratan del influjo del clima. Buffon tuvo cuidado de expresarlo con claridad, señalando que "por clima no debemos entender únicamente la mayor o menor latitud, sino también la elevación o depresión de las tierras, su proximidad o alejamiento de los mares, su situación respecto a los vientos"; en resumen, "todas las circunstancias que concurren a formar la temperie de cada región". Para agregar a continuación que de tal temperie, fría o cálida, humeda o seca, "depende no solamente el color de los hombres, sino también la existencia de las especies de animales y plantas, que caracterizan ciertas regiones y no se encuentran en otras". Y de esa misma temperie dependerá, por consiguiente, la diversidad de alimento de los hombres, "segunda causa -agrega Buffon- que influye mucho en su temperamento, en su naturaleza, en su estatura y en su fuerza" (Buffon, Oeuvres Complètes, II, 677).

Estas mismas correspondencias, latitud y clima, clima y temperie, temperie y constitución humana, reaparecen una y otra vez, como referencias causales en los tratadistas del setecientos. Así ocurre, por poner otro ejemplo, en la disertación sobre el clima de España, escrita por Masdeu en 1783, como pórtico a su Historia crítica de España. Acogiéndose a una fórmula familiar, nos dice este autor que "entendiendo por clima no sólo el aire (que es los principal) sino el agua, la tierra, y los alimentos, es necesario que estas cuatro cosas hagan su impresión notable en los órganos y en toda la máquina del hombre, comunicándole, o este, o aquél temperamento, dándole una u otra composición de humores" (Masdeu, 1783, 59).

He reproducido literalmente las palabras de Juan Francisco Masdeu ya que su razonamiento nos remite no sólo en el espíritu, sino también en la letra ("temperamento", "humores", "agua", "aire" y "tierra") al verdadero orígen de la teoría de los climas. Porque, en efecto, ¿de dónde nació la idea de una solidaridad íntima entre el medio geográfico y la naturaleza humana? ¿qué tipo de convicciones pudieron animar a los científicos y eruditos del siglo XVIII a explorar decididamente las variables geográficas y ambientales?

La respuesta remite al pensamiento médico, y tiene que ver con la reactualización setecentista de dos viejas ideas. La primera es que las condiciones meteorológicas son uno de los determinantes de la salud humana; que las variaciones de tiempo y clima condicionan al hombre de modo que es más susceptible ante la enfermedad; que determinadas dolencias tienen carácter estacional, y que cambian de un clima a otro. La segunda es que las enfermedades difieren según la situación geográfica; que unos lugares son más saludables que otros, y que cada localidad ofrece un patrón de morbilidad y mortalidad característico.

Para encontrar el orígen de estas convicciones hemos de remontarnos a la cultura clásica, y en particular a las doctrinas médicas asociadas con el nombre de Hipócrates. Tal como señaló Clarence Glacken (1973), de la teoría científica y filosófica de la Grecia clásica pueden derivarse los esquemas de razonamiento ambientalista, basados en la doctrina humoral o en la posición geográfica, que alcanzaron su plenitud en el siglo XVIII.

La primera exposición amplia de las convicciones ambientalistas está contenida en el Corpus Hippocraticum, y especialmente en el tratado Sobre los aires, las aguas y los lugares (siglo V a. C.). La parte primera de dicho tratado, escrito como consejos a un médico que se desplaza a una ciudad desconocida, desarrolla una teoría ambiental basada en la doctrina de los humores. Para la medicina hipocrática el cuerpo humano está formado de los mismo elementos que componen cualquier fenómeno natural: agua, aire, tierra y fuego. Sin embargo, estos elementos no aparecen en el hombre en su forma exterior familiar, sino en la forma de humores. El humor viene a ser el elemento del cuerpo humano que actúa como soporte material de las cualidades elementales de Empedocles. Cada uno de los humores sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra, sería una mezcla variable de los cuatro elementos primigenios. A su vez, la combinación y el predominio fisiológico de estos humores daría lugar a los distintos temperamentos básicos: sanguíneos, flemáticos, coléricos y melancólicos.

Dado que, según el ideal hipocrático, el estado de salud consiste en un armonioso balance entre los diferentes humores, algunos aspectos del medio físico, principalmente la humedad y la temperatura, fueron considerados como decisivos para explicar el predominio de un humor sobre otro. Este dominio podría variar con las diferentes zonas climáticas, y también con el cambio estacional en una misma región. De este modo, la doctrina humoral abrió paso a una teoría ambiental de la salud y la enfermedad, e impulsó las posteriores elaboraciones sobre la influencia climática.

En concreto, de la doctrina humoral del Corpus Hippocraticum podían desprenderse tres implicaciones básicas: primero, que las peculiaridades somáticas y psíquicas de los hombres dependen en muy amplia medida del medio geográfico en que viven; segundo, que los hombres difieren entre sí por el modo como están atemperadas en cada ser humano las distintas cualidades elementales o humores, es decir, difieren según su temperamento; tercero, que las condiciones topográficas, climáticas y atmosféricas deben ser escrutadas con el fin de conocer y prevenir las dolencias.

El tratado sobre los aires comienza, precisamente, con estas palabras: "El que quiera investigar con buen sentido el arte médico, debe hacer lo siguiente: en primer lugar, estudiar detenidamente las estaciones del año y su influjo respectivo y en que difieren entre si en si mismas y en sus propias variaciones; en segundo lugar, la importancia de los vientos cálidos o frios, principalmente los comunes a todo el mundo y luego los peculiares de una región determinada; es igualmente preciso el conocimiento de las aguas y sus propiedades, que son bien diferentes, como lo son su sabor y su peso" (Aires, I). Y continúa recomendando examinar la situación de la localidad respecto a los vientos, su orientación, la procedencia de las aguas, las características del suelo, y los detalles de su emplazamiento, "pues quien conozca bien estos datos al llegar por primera vez a una ciudad desconocida no ignorará las enfermedades endémicas ni la naturaleza de las que allí son comunes".

Hay así en la medicina hipocrática un crudo ambientalismo de base fisiológica, que a través de contínuas reformulaciones pervivió en la medicina medieval y renacentista. El aspecto más influyente de este pensamiento es la noción de que un estado particular de la atmósfera, o una combinación del clima y las circunstancias locales pueden producir determinadas dolencias. Dada la hipótesis de que la atmósfera y el clima eran causas eficientes de la enfermedad y la muerte, no es sorprendente que médicos y filósofos naturales propusiesen realizar observaciones y medidas sistemáticas de los factores meteorológicos y de la morbilidad. Esta propuesta adoptó dos direcciones principales en el siglo XVIII (Sargent, 1982). En primer lugar, se realizaron estudios longitudinales que registraban los cambios meteorológicos diarios y estacionales, utilizando nuevos instrumentos de medida como barómetros y termómetros. Las Ephemerides barométrico-médicas de Francisco Fernández de Navarrete, publicadas en 1737, son un ejemplo temprano de este género de observaciones, muy frecuentes en el setecientos. En segundo lugar, se desarrolló un vivo interés por la distribución geográfica de las enfermedades, estimulado en parte los viajes y la colonización de nuevas tierras. Este interés impulsó los estudios de geografía médica.

El clima y las epidemias

A lo largo del setecientos la etiología de las enfermedades, y en particular de las enfermedades infecciosas, ofreció un amplio margen para la duda y la especulación. ¿Cual era el origen de la fiebre amarilla, o de las fiebres tercianas? ¿Eran realmente enfermedades contagiosas? Siendo así, ¿cuales eran los vehículos de contagio? En realidad, hasta la octava década del siglo pasado, con el desarrollo de la microbiología, no empezó a haber respuestas concluyentes a estas preguntas. No era sólo que se dudase de la terapéutica adecuada. Era la misma naturaleza de la enfermedad, o su carácter contagioso, lo que estaba en entredicho.

En aquellas circunstancias, los factores ambientales brindaban un amplio campo para intentar validad viejas teorías etiológicas. Los brotes epidémicos afectaban a individuos de toda edad, clase y condición; a cientos de personas y al mismo tiempo. En buena lógica, la causa de la epidemia debía ser algo que todos ellos tuviesen en común. La respuesta era casi obvia: lo que todos compartimos inevitablemente es el aire que respiramos, la constitución atmosférica. Por tanto, habían de ser las condiciones cambiantes de temperatura, humedad, presión atmosférica o precipitación las responsables del brote epidémico. Este el el núcleo de lo que se llamó la medicina de las constituciones.

En 1733 en médico y matemático inglés John Arbuthnot (1667-1735) publicó la primera gran síntesis de la doctrina aerista: An Essay Concerning the Effects on Air on Human Bodies. El libro tendría un éxito notable (fue traducido al francés en 1742) y llegaría a convertirse en una obra clásica del credo ambientalista. Defendía Arbuthnot una versión escasamente matizada de las generalizaciones hipocráticas sobre la influencia del clima. En su obra describe las cualidades del aire, e intenta correlacionar diferentes dolencias con las propiedades atmosféricas. En determinadas circunstancias -sugería Arbuthnot- los cambios inusuales de la atmósfera podían dar lugar a brotes epidémicos. Además, la temperie de cada localidad estaría afectada por exhalaciones procedentes del suelo: los terrenos elevados producirían aires saludables, los suelos llanos y pantanosos una atmósfera malsana. El viento trasladaría tales exhalaciones a las comarcas vecinas, afectando las condiciones de morbilidad de toda la región.

El propio Arbuthnot era consciente de que las observaciones disponibles sobre la "constitución atmosférica", las epidemias y el clima eran todavía muy escasas y poco concluyentes. Por el momento era preciso apelar a la "Razón y la Experiencia" para sostener que el aire operaba sensiblemente en la constitución de los hombres en su complexión y temperamento, y consecuentemente -así lo creía el médico inglés- en la variación de usos y costumbres según los distintos climas.

En la línea indicada por Arbuthnot, y contribuyendo en parte a rellenar ese vacío de observaciones fidedignas, trabajaron numerosos médicos en toda Europa a lo largo del setecientos. Este es el caso de Friedrich Hoffmann, autor de otra obra clásica: A dissertation on Epidemical Diseases; or those disorders which arise from particular climates, publicada en Londres en 1746, y de Joseph Ravlin (Des maladies occassionnés par les promtes et fréquentes variations de l'air, París, 1752). En la misma senda está el ensayo sobre las enfermedades de Dunkerque, publicado por Tully en 1760 y que se basa en un buen conjunto de observaciones meteorológicas compiladas entre 1754 y 1758, y también la obra más ambiciosa de Louis Lepecq de la Cloture sobre Normandía, que se apoya en los registros atmosféricos recogidos a lo largo de quince años (Collection d'observations sur les maladies et constitutions épidémiques, Rouen, 1778).

Paralelamente a este esfuerzo de investigación en el campo de la meteorología médica, del que las obras citadas constituyen un buen ejemplo, se estaba operando un cambio profundo en los métodos de registro y medida del tiempo atmosférico. En efecto, el siglo XVIII marca el tránsito desde la observación visual del tiempo a la obsrvación instrumental de las variables meteorológicas. A mediados del XVII Huygens y Sebastiano Brentano habían introducido los puntos de congelación y ebullición del agua como índices de referencia en la observación termométrica. A lo largo de la primera mitad del setecientos fueron apareciendo las escalas termométricas tal como hoy las conocemos. Fahrenheit introdujo la escala de 180 puntos en 1716; la escala de Reaumur data de 1733, y en 1741 Celsius desarrollaba la escala centesimal cuyo uso iría generalizándose en las décadas siguientes.

Termómetros de vidrio y barómetros permitieron establecer registros estandar de la temperatura y la presión atmosférica. La observación de otras variables como la humedad y la velocidad del viento evolucionó más lentamente, pero también en este caso se ensayaban soluciones cada vez más satisfactorias. En 1775 James Lind diseñó un anemómetro para medir la velocidad del viento, y en 1783 Saussure utilizaba cabello humano en la construcción del higrómetro que lleva su nombre.

En las décadas finales del siglo XVIII la medida de las principales variables atmosféricas podía realizarse ya con bastante precisión. El nuevo instrumental científico permitió pasar de la observación cualitativa al registro cuantitativo. La presentación tabular de los resultados de las observaciones meteorológicas se generalizó en la misma época; una práctica paralela a la seguida con las tablas de mortalidad y morbilidad compiladas por John Graunt y otros "aritmético-políticos" desde el siglo XVII, con las que algunos médicos estaban familiarizados.

Disponer de instrumentos fiables de medida era desde luego el primer paso para que las hipótesis ambientalistas pudiesen llevar a algún lugar. Faltaba entonces reunir una masa seriada de observaciones climáticas, con una cobertura territorial lo más amplia posible. Faltaba también el personal cualificado para realizar tales observaciones con regularidad y rigor. Los propios médicos intentaron satisfacer esta demanda, tal es la lección que se desprende de la gran encuesta sobre las epidemias y el clima impulsada en Francia por la Société Royale de Médicine entre 1776 y 1792.

Bajo los auspicios de Turgot, el 29 de abril de 1776 una orden del Consejo de Estado creaba una "Comisión de Medicina" en París con el cometido de establecer una comunicación regular con los médicos de provincias relativa a las enfermedades epidémicas. El anatomista Vicq d'Azyr fue nombrado secretario de la Comisión, que pronto pasaría a integrarse en la Société Royale de Médicine fundada el mismo año por F. de Lassonne, primer médico del Rey (Meyer, 1972, 9). Vicq d'Azyr, con la ayuda del meteorólogo Louis Cotte, diseñó una encuesta meteorológico-médica que debía extenderse a todo el territorio francés. Los médicos provinciales serían los encargados de realizar las observaciones meteorológicas y epidemiológicas en base a un cuestionario preestablecido. Los cuestionarios debían ser remitidos periodicamente a la Société Royale donde serían tabulados y analizados.

El propósito de la encuesta era estudiar la naturaleza de las diferentes epidemias y epizootias que afectaban al país. Se trataba, en primer término, de buscar la relación que podía existir entre la sucesión de las estaciones y las epidemias, y también de establecer un catálogo de particularidades geográficas que más adelante permitiese desarrollar una geografía de las enfermedades. Paralelamente, se pretendía esclarecer en qué medida las epidemias afectaban de modo diferencial a los distintos grupos humanos. En base a todo ello se esperaban poder precisar reglas sanitarias específicas.

La encuesta de Vicq d'Azyr contenía un cuestionario general sobre la situación, naturaleza del suelo, calidad de las aguas, duración de los períodos de sequía y precipitación, y signos clínicos de las epidemias y epizootias. Y un cuestionario muy específico relativo a las condiciones meteorológicas. Los corresponsales de la Société Royale debían registrar diariamente en este último cuestionario la evolución de las temperaturas (tres observaciones diarias en dos termómetros, uno interior y otro exterior), la presión atmosférica, las variaciones higrométricas, la dirección del viento y el estado del cielo. Todas las observaciones debían repetirse tres veces al día, utilizando barómetro, higrómetro y termómetros graduados con la escala de Reaumur. Cotte y Vicq d'Azyr proporcionaron instrucciones precisas sobre el modo de realizar las medidas y el tipo de instrumental requerido.

Desde 1776 a 1786 las medias mensuales obtenidas a partir de los datos recogidos por los observadores provinciales fueron publicados en las Memorias de la Société Royale. La campaña de observaciones meteorológicas prosiguió ininterrumpidamente hasta 1792 aun cuando los últimos registros no llegaron a publicarse ni siquiera parcialmente. La ingente masa de información meteorológica acopiada por la Société Royale de París, que actualmente constituye una preciosa documentación de base para estudios de climatología histórica (Desaive, et. al., 1972), prueba la enorme importancia de las creencias ambientalistas en la medicina del siglo XVIII.

Sin embargo, el enfoque estrictamente "aerista" de la medicina de las constituciones, es decir, la convicción de que las epidemias pudieran estar determinadas primariamente por el cambiante estado de la atmósfera, abría no pocos interrogantes. Muy a menudo las alteraciones térmicas o higrométricas no presentaban una clara correlación con la violencia de la epidemia. Por otra parte, las mismas enfermedades aparecían en los más diversos climas y se extendían por todo tipo de localidades. Así pués parecía forzoso indagar en alguna otra dirección complementaria. Debía existir algún tipo de substancia, efluvio o emanación que contaminase el ambiente y que originase las pandemias. Es lo que se llamó doctrina miasmática: algún elemento de la constitución atmosférica, imprecisamente identificado como miasma, malaria o emanación pútrida sería la causa última de las epidemias. Tales substancias invisibles podrían originarse bien por la putrefacción de materia orgánica, bien por el mismo cuerpo humano en el curso de la vida diaria.

Muy frecuentemente los miasmas se asociaron con las zonas pantanosas y con la atmósfera urbana. El aire corrompido de las ciudades, con sus diversos focos de pestilencia -mercados, mataderos, cementerios y cloacas- era para la mayoría de los médicos, el caldo de cultivo ideal para todo tipo de efluvios malignos. Puesto que el ambiente contaminado de tales lugares causaba frecuentes dolencias, el aire debía ser malo y se denominó malaria.
A lo largo del siglo XVIII la "malaria" no pudo ser reconocida como una entidad clínica específica. Tampoco el cólera, la fiebre amarilla ni muchas otras afecciones contagiosas. Tal como ha indicado Friedrick Sargent (1982) la literatura clínica de la época difícilmente podía individualizar los distintos brotes epidémicos. Las fiebres eran las fiebres ("intermitentes", "agudas", "recurrentes"), y sus diversas manifestaciones clínicas estaban determinadas más por factores como la constitución atmosférica, la estación, el clima o la dieta, que por las reacciones corporales ante un contagio específico. Puesto que los efluvios eran responsables de una gran variedad de fiebres, cuya intensidad mudaba dependiendo de circunstancias locales, la doctrina miasmática venía a poner en primer plano el problema de la distribución geográfica de las enfermedades.

Los orígenes de la geografía médica

La atmósfera, la estación y el clima aparecen en la literatura médica del siglo XVIII como elementos de una amplia constelación de factores sociales y geográficos relacionados con la morbilidad. Aunque muchos autores destacaban el carácter causal de los factores atmosféricos, poco a poco se hizo evidente que los procesos morbosos podían ser consecuencia de la interacción entre el hombre y un medio ambiente muy complejo. Por ejemplo, resultaba obvio que la dieta alimentaria influía en el estado de salud de la población. Pero en una época de escasa articulación de los mercados, la dieta dependía críticamente de los recursos locales. Por tanto era necesario compilar información sobre el estado de la agricultura. Determinadas profesiones padecían dolencias específicas, resultaba pués conveniente recabar datos acerca de la industria y de las condiciones de trabajo en las manufacturas. La mortalidad y la morbilidad diferían según la edad y el sexo de los individuos, y también entre la población rural y la urbana. Se hacía indispensable entonces contar con información demográfica fidedigna.
Los médicos se situaron así frente a un problema característico: como organizar una masa de información creciente que se podía referir tanto a los factores geofísicos como a las condiciones sociales, económicas y sanitarias de la población. En la época de la Ilustración dos disciplinas clásicas ofrecían modelos de descripción territorial suficientemente contrastados: la historia natural y la geografía.

Durante el setecientos la historia natural fue formalmente el principal modelo de referencia para la medicina a la hora de organizar la información ambiental. La conocida obra de Gaspar Casal sobre Asturias lleva por título Historia natural y médica de el Principado de Asturias (1762). Y en el plan de ocupaciones de la Real Academia Médica de Madrid, publicado en 1797, puede leerse que la primera tarea de esta institución debía ser la realización de la "Historia natural y médica de España".

¿De qué se trataba? La historia natural propuesta debía comprender la descripción topográfica de los lugares, la determinación astronómica de la longitud y la latitud, el exámen de los vientos, observaciones meteorológicas y sobre la naturaleza del terreno, la descripción de las producciones animal, vegetal, y mineral, la cria de ganado, las epizootias y los medios de curarlas, las herborizaciones necesarias para la formación de Floras metódicas, el estudio de fósiles y minas, el análisis de las aguas potables y minerales, el carácter y educación física y moral de la población, el cómputo de nacimientos, y los cálculos de la probabilidad de vida y de la mortalidad.

Tal era el impresionante programa de estudios que pretendía llevar a término la Academia de Medicina. Un plan que debía tanto a la historia natural como a los esquemas de descripción territorial ensayados desde el Renacimiento: en particular las Relaciones geográficas y los procedimientos descriptivos de Diccionarios geográficos y geografías de países.

De hecho en las últimas décadas del siglo XVIII comienza a acumularse en diferentes países europeos un cuerpo de literatura médica, con el nombre de geografía o topografía médica, que alcanzaría un gran desarrollo en la siguiente centuria (Urteaga, 1980). La diferencia esencial entre geografía y topografía era la escala. Las topografías médicas se refieren a localidades, comarcas o regiones. El término geografía solía reservarse para escalas más amplias, por ejemplo países, o para aquellos estudios que pretendían cubrir todo el mundo.

Ejemplo del primer tipo de trabajos son la Topografía médica de Sabadell escrita por Bosch Cardellach en 1789, las descripciones topográficas de Andraitx y Palma, debidas respectivamente a Miguel Pelegrí Serra (1790) y J. Bosch Barceló (1797), así como la Topografía médica de Alcira y de las Riberas del Xúcar presentada por Llansol ante la Real Academia de Medicina de Barcelona en 1797. Tal tipo de descripciones locales fueron comunes también en Francia e Italia por la misma época. El primer intento de abordar una geografía médica con alcance global lo constituye, según Sargent (1982), la gran enciclopedia de Leonhard Ludwig Finke, Versuch einer allgemeinen medicinisch-praktischen Geographie, aparecida entre 1792 y 1795.

Geografía y topografía médicas ofrecían detallados estudios sobre localidades o regiones, que comprenden descripciones de la geología, la hidrología, el clima, la vegetación, las características demográficas, la actividad económica, la alimentación, los modos de vida, y, por supuesto, las enfermedades asociadas al entorno local. La idea subyacente a tales descripciones era que las variaciones locales de la morbilidad podían ser satisfactoriamente explicadas considerando las características del medio: en particular, la influencia de las condiciones climáticas y atmosféricas, y la salubridad de cada lugar.

En una época en que la información demográfica, ambiental y epidemiológica era muy precaria, las monografías médico-geográficas pueden entenderse como expresión de un doble esfuerzo: en primer término, documentar el estado sanitario de pueblos y ciudades; junto a ello, indagar en qué medida las variaciones del ambiente pueden influir en el organismo humano, bien modificando su resistencia ante la enfermedad, bien actuando como marco propicio al desarrollo de las epidemias.

¿Qué pretendían obtener concretamente los médicos con tal género de encuesta geográfica? Pues bién, por de pronto una imagen cabal de las condiciones sanitarias y de los patrones de distribución de la morbilidad. Tal información, en sí misma, podría resultar de utilidad para decidir sobre medidas preventivas o de reforma sanitaria. Desde luego podía indicar los lugares y climas saludables y aquellos otros con mayor frecuencia de infección y contagio. Las descripciones topográficas ofrecían también un auténtico test sobre los avances o retrocesos de la higiene pública en cada localidad.

Pero hay más. Los médicos encontraron en la geografía no sólo una herramienta adecuada para presentar los patrones cambiantes de la morbilidad, o un medio para organizar la información territorial. Para los defensores de la doctrina miasmática la organización espacial de la actividad humana era un asunto capital. El vínculo entre organización espacial e higiene pública era el problema de la densidad de población. En las concentraciones urbanas aumentaba la producción de "miasmas", mientras el espacio disponible para su disipación se reducía. Puesto que en las áreas de mayor densidad de población crecían las posibilidades de contagio, se sugiró una relación directa entre densidad y morbilidad. Una relación que, por otra parte, parecía estar sólidamente apoyada por estudios demográficos, que mostraban reiteradamente la sobremortalidad de las ciudades respecto a la población rural. La descripción médica de pueblos y ciudades parecía así una tarea inaplazable.

El empleo de la doctrina miasmática de dejaba de presentar algunos interrogantes. A diferencia de otros elementos atmosféricos, los "miasmas" no podían ser identificados, ni medidos, ni analizados, ni correctamente caracterizados. No es extraño pués que algunos médicos dudasen de su existencia. Sin embargo, la teoría atmosférico-miasmática fue más influyente que cualquier otra teoría médica del contagio hasta finales del siglo XIX cuando la transmisión microbiana de la enfermedad pudo demostrarse experimentalmente. De hecho, estas concepciones ambientalistas desempeñarían un papel crucial en el desarrollo del higienismo, y de sus propuestas de mejora de la salud pública durante todo el ochocientos (Urteaga, 1986).
Los viajes de exploración y la colonización de nuevas tierras constituyeron el segundo factor de impulso para la geografía médica en el siglo XVIII. Los médicos que viajaban a ultramar pudieron realizar estudios comparativos sobre los tipos de enfermedades predominantes en los distintos países y climas, y sobre la morbilidad diferencial entre los colonos y la población autóctona. Algunas de la regiones de colonización reciente resultaban muy saludables para la población europea, cuando se establecían comparaciones con la morbilidad característica en los países de origen de los colonos. Otros lugares, por el contrario, acumulaban amenazadoras enfermedades endémicas, y brotes epidémicos recurrentes que diezmaban la población.

La geografía de las enfermedades tropicales atrajo un interés creciente. William Hillary (1697-1763), un médico inglés, describió el patrón climático de las Indias Occidentales en Observations on the changes of the air and the concomitant epidemic diseases in the Island of Barbados (1759), y las enfermedades asociadas al calor húmedo del trópico. El médico naval James Lind, comparó la morbilidad existente en la India, en Java y en algunas partes de Africa, realizando las primeras generalizaciones sobre la medicina tropical en Essays on diseases incidental to Europeans in hot climates (1768). En una línea ya clásica por entonces, Moreau de Saint-Mery acometió en 1797 la descripción topográfica de la Isla de Santo Domingo.

La situación médica de las tierras norteamericanas fue explorada por Lionel Chalmer, autor de una obra pionera: An account of the weather and diseases of South Carolina (1776). Pocos años más tarde, William Currie, basándose en sus propias observaciones y en las noticias brindadas por médicos residentes en distintos estados, publicaba A historical account of the climates and diseases of the United States of America (1790): un modesto pero significativo intento de sistematizar la geografía médica de norteamérica.

En los últimos años del siglo XVIII los estudios de geografía médica sobre los países de ultramar habían acumulado un respetable cuerpo de información sobre la situación geográfica, el clima, las enfermedades endémicas y epidémicas, y los métodos de tratamiento de las mismas en muy diferentes latitudes. Muchas de estas obras añadían información abundante sobre la población, los usos del suelo, la dieta, los modos de vida y las costumbres de la población nativa.

Un fenómeno resultaba particularmente intrigante. Al comparar los patrones de morbilidad y mortalidad de la población autóctona, de los colonos blancos y de sus esclavos negros, resultaban diferencias muy notables. Más aún, los desplazamientos de un país a otro, de un clima a otro, parecían implicar en determinadas circunstancias importantes riesgos para la salud. El término aclimatación fue acuñado hacia 1790 (Sargent, 1982, 288) para designar el proceso de adaptación a las condiciones ambientales de una nuevo país. Los médicos exploraron a partir de entonces con detenimiento un problema que había preocupado tradicionalmente a botánicos y naturalistas. ¿Qué ocurría al trasladar las plantas y animales de un país a otro? ¿Era posible la aclimatación de la fauna y la flora a cualquier circunstancia ambiental? Parecía probado que el clima y las condiciones ambientales eran determinantes de la salud humana; ahora bién, ¿cómo afectaba el clima a las distintas razas humanas? ¿Tenía el color de la piel, u otros rasgos físicos, alguna relación con la naturaleza del suelo o la latitud? ¿Cómo explicar, en definitiva, la diversidad física del género humano y su desigual adaptación a los distintos climas?

Tal género de preguntas desbordaban el terreno de la medicina, para adentrarse en el campo de la antropología física y la historia natural. Y los naturalistas pugnaron a lo largo del siglo XVIII para ofrecer respuestas convincentes a estos interrogantes. Buffon, el gran naturalista francés, desarrolló en su Histoire Naturelle una de las más completas e influyentes explicaciones sobre la distribución de la vida en la Tierra y sobre la diversidad del género humano. De ello nos ocuparemos en la páginas que siguen.

El clima en la "Historia Natural" de Buffon

Entre las grandes obras científicas del siglo XVIII pocas fueron tan populares e influyentes como la Histoire Naturelle de Buffon. Una verdadera enciclopedia del mundo natural que George-Louis Leclerc, conde de Buffon, comenzó a publicar en 1749, y que en 1788, a la muerte de su autor había alcanzado nada menos que treinta y seis volúmenes. En esta obra monumental, tempranamente vertida al castellano (Josa, 1990), Buffon describió toda suerte de criaturas de la naturaleza combinando erudición y originalidad en el enfoque de numerosos problemas. Sus puntos de vista, en ocasiones polémicos y heterodoxos, pesaron grandemente en la reflexión ilustrada sobre el mundo natural.

Buffon rechazó abiertamente los esquemas taxonómicos y sistemáticos de su contemporáneo Linneo. Frente a las elaboradas taxonomías de la naturaleza edificadas por Linneo, el naturalista francés pretendió ofrecer una historia exacta, una descripción completa de cada especie. La aversión de Buffon por la nomenclatura y la sistemática linneana procedía en buena medida de su original visión de los procesos naturales. La mayoría de los naturalistas del setecientos contemplaban la naturaleza como un mundo estático, poblado de entidades inalterables que habían sido prefiguradas desde la Creación. Frente a esta imagen fijista de la naturaleza Buffon percibió con claridad en dinamismo del mundo viviente, subrayó el carácter mudable de las especies, registró la desaparición de grandes animales de la faz de la Tierra, e insistió repetidamente en la capacidad humana para moldear y modificar el entorno natural. En las páginas de la Historia Natural la naturaleza no es un mundo estático de formas rígidas y entidades fijas, sinó un mundo cambiante, de materia en movimiento, de individuos plásticos y variables. Ahora bién, si la naturaleza no es un proceso acabado que expresa la perfección del plan divino, sinó un proceso en el tiempo, un movimiento de flujo contínuo, la obsesión taxonómica y sistemática sólo puede conducir al error. Errores que, según Buffon, "en ninguna parte se hallan en tan gran número como en las obras de nomenclatura, porque queriendo comprenderlo todo en ellas, es forzoso reunir todo lo que se ignora con lo poco que se sabe" (Buffon, Historia Natural, vol. V, 399. Tanto esta cita literal como las siguientes relativas a la H.N. están tomadas de la edición castellana de Francisco de Paula Mellado publicada en 1847).

¿Cómo debe proceder el naturalista que pretende abordar la historia natural de los animales y del hombre? Buffon responde sin dudarlo: consignando escrupulosamente las características de cada animal, sus costumbres, instinto, alimentos y procreación. Y ofreciendo junto a ello el hábitat de cada especie, puesto que "cada animal tiene su país, su patria natural, en que una necesidad física le retiene: cada uno es hijo de la tierra en que habita; y en este sentido decimos que tal o cual animal es originario de tal o cual clima" (H.N., V, 403).

Al afirmar que cada ser es hijo de la tierra en que vive, Buffon retomaba una vieja tradición erudita: la de los compendios y enciclopedias que presentaban las propiedades de las cosas en relación con la naturaleza de los lugares. Según una arraigada tradición, que puede remontarse sin dificultad hasta los compendios medievales (Glacken, 1973), cualquier lugar de la Tierra, y sus moradores, hombres, animales y plantas, difiere de los otros precisamente por la influencia de las condiciones ambientales. A esta tradición ambientalista Buffon agrega, tal como ha señalado Antonello Gerbi (1982, 41), la tendencia de su siglo a interpretar "como una relación rígida, necesaria, causal, la conexión orgánica de los viviente con lo natural, de la criatura con el ambiente".

Tal género de relaciones causales entre el ambiente físico y los seres vivos aparecen formuladas reiteradamente y con mucho vigor en la Historia Natural. "La tierra hace las plantas -escribe Buffon- y las plantas hacen a los animales, y la tierra, las plantas y los animales hacen al hombre, pues las cualidades de los vegetales proceden inmediatamente de la tierra y del aire: el temperamento y las demás cualidades de los animales herbíboros tienen mucha conexión con la de las plantas de que se nutren; y finalmente, las cualidades de los animales que se alimentan de otros animales tanto como de las plantas dependen, aunque con menos inmediación, de estas mismas causas, cuya influencia se extiende hasta su índole y costumbres. La prueba más convincente de que todo se templa en un clima templado y todo es exceso en un clima excesivo, es que el tamaño y la forma, que parecen cualidades absolutas, fijas y determinadas, dependen sin embargo, como las cualidades relativas, de la influencia del clima" (H.N., V, 408).

El clima será precisamente el primer factor causal manejado por el naturalista francés para explicar la distribución geográfica de la vida en la Tierra. Cada región, cada grado de latitud, tienen su propio tipo de plantas. Y la diferencia entre las especies animales dependerá igualmente de la diversidad climática. Unas especies no pueden propagarse sinó en climas cálidos; otras no pueden subsistir en climas fríos. El león no ha habitado nunca en las regiones del norte, ni el reno en las de mediodía (H.N., V, 402). "Parecería que la naturaleza ha hecho el clima para las especies o las especies para el clima" sentencia Buffon, subrayando que las condiciones climáticas determinan la naturaleza de la fauna y la flora.

Pese a estas premisas, Buffon no llegó a elaborar una geografía de las plantas y los animales basada en las zonas climáticas. Su misma ambición enciclopédica de ofrecer una descripción individualizada de cada ser vivo chocaba con esta opción. Sin embargo, sus ideas influyeron muy poderosamente en autores como August Wilhelm Zimmermann, autor de uno de los primeros mapas con la distribución de los mamíferos en el globo, y de una de las primeras geografías zoológicas (Specimen zoologiae geographicae, Leiden, 1777). Por otra parte, podemos inferir las convicciones de Buffon considerando su modelo descriptivo. Algunas de las mejores páginas de la Historia Natural están pensadas para ofrecer al lector una cuidadosa y evocadora imagen del ambiente en que vive cada animal. Esta es, por ejemplo, su clásica descripción del desierto: "Imaginad una tierra sin vegetación y sin agua, un sol abrasador, un cielo siempre seco, llanuras arenosas, montes aún más áridos que la vista recorre en vano y donde la mirada se pierde sin poder fijarse en un objeto viviente; una tierra muerta, descortezada por los vientos, la cual sólo presenta huesos, guijarros y peñascos; un desierto enteramente desnudo, en el que nunca el viajero ha logrado respirar a la sombra, donde nada le hace compañía, y nada le recuerda la naturaleza viviente; soledad absoluta, mil veces más aterradora que la de los bosques" (H.N., VI, 229). Ese mundo inhóspito, ese clima desértico, es la patria del camello: "El más sobrio de todos los animales", capaz de resistir muchas jornadas sin agua, y adaptado para caminar por los arenales interminables de Arabia. "Casi no puede equivocarse el país nativo de los animales -concluye Buffon- si se les juzga por estas relaciones de conformidad. Su verdadera patria es el terreno a que se asemejan, esto es, al que su naturaleza parece ser enteramente conforme".

Así pués las especies animales varían de un continente a otro, de un clima a otro, diversificándose según las condiciones del ambiente al que deben adaptarse. ¿Y qué ocurre con aquellas especies cuyo habitat se extiende por distintas latitudes y regiones? También en este caso, nos dice Buffon, "se encontrarán en ellas variedades notables en el tamaño y la figura, tomando todas cierta tintura más o menos fuerte del clima" (H.N., V, 9). Como ya se ha dicho, para Buffon ni la naturaleza es un producto acabado ni las especies entidades fijas. Y el factor ambiental debe ser invocado para dar cuenta de la variabilidad de los animales. "Estas mudanzas -resume Buffon- no se hacen sino lentamente y de un modo imperceptible: el gran artífice de la naturaleza es el tiempo, el cual, caminando siempre con paso igual, uniforme y arreglado, no hace nada a saltos, sino por grados y sucesivamente; y estas mudanzas, imperceptibles al principio llegan poco a poco a ser notables, y se manifiestan en fin por resultados en que no cabe equivocación ni engaño" (H.N., V, 9).

Las influencias climáticas que afectan a toda la naturaleza viviente incluyen también al hombre. El volúmen tercero de la Histoire Naturelle, publicado en 1749, contiene una completa relación de los pueblos de la Tierra bajo el título de "Varietés dans l'Espèce Humaine". A diferencia de las plantas y los animales, cuya variedad aparece rígidamente moldeada por las condiciones de hábitats específicos, la especie humana se ha extendido por todo el orbe, adaptándose a las más diversas condiciones climáticas. No obstante, como veremos a continuación, el clima también deja su huella en el hombre.

El clima y la diversidad de la especie humana

La antropología de Buffon se mantiene fiel al principio monogenista, que hasta finales del siglo XVIII fue dominante en la cultura europea y moldeó durante centurias cualquier reflexión sobre la diversidad física de los hombres (Stepan, 1982; Capel, 1989). En la tradición cristiana el axioma monogenista nace de la literalidad del relato bíblico. Postulado un linaje común para los hombres, los diferentes pueblos y razas deben ser, en lo esencial, iguales, y formar una única humanidad. Buffon reiterará de modo inequívoco su adhesión a esta tesis: "Todo concurre a probar -afirma el naturalista- que el linaje humano no se compone de especies esencialmente diferentes entre si: que, por el contrario, no ha habido originalmente sino una sola especie de hombres, la cual habiéndose multiplicado y esparcido por toda la superficie de la Tierra, ha experimentado diversas alteraciones por la influencia del clima, por la de los alimentos, por el diverso modo de vida, por las enfermedades epidémicas, y también por la mezcla variada a lo infinito de individuos más o menos parecidos" (H.N., III, 219).

El género humano compartiría así una identidad básica, la que da un origen común. Pero además, la condición humana difiere de la condición de los animales en diversos aspectos. Uno de ellos es que el hombre es la única criatura de la Tierra que puede adaptarse y sobrevivir en cualquier condición climática. Está dotado de una naturaleza fuerte y flexible, que le permite "multiplicarse en todas partes y acomodarse a las influencias de todos los climas de la Tierra". A la postre, y aquí Buffon retomará un lugar común en la cultura occidental, el hombre ocupa un lugar aparte en la naturaleza, puesto que ha sido creado para reinar en la Tierra y para extender su dominio por el globo. En consecuencia: "El hombre, blanco en Europa, negro en Africa, azafranado en Asia, y tostado en América, es siempre el mismo hombre, teñido del color del clima" (H.N., V, 402).

Ciertamente postular un linaje común no equivale a ignorar el intrigante problema de la diversidad racial. El cabello, el color de la piel, la estatura, y tantos otros rasgos físicos ofrecen un llamativo contraste cuando se procede a comparar las distintas naciones. ¿Cómo explicar satisfactoriamente tanta diversidad?

La pauta descriptiva adoptada por Buffon ofrece la primera respuesta. Al escribir Varietés dans l'Espece Humaine Buffon adopta un estricto criterio geográfico para presentar al lector los distintos pueblos de la Tierra. La estructura latitudinal orienta la descripción siguiendo una rígida secuencia narrativa: equivalencias entre las naciones que se sitúan en la misma latitud; contrastes y antagonismos entre septentrionales y meridionales. Tal tipo de sistematización espacial de la información etnográfica, deudora quizá de la empleada por Jean Bodin en Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566), remite inequívocamente a teoría de los climas.

La descripción antropogeográfica de Buffon arranca con los pueblos que habitan las zonas árticas. Lapones, samoyedos, groenlandeses y esquimales americanos pertenecen todos a una variedad común, extendida en las costas de los mares septentrionales, "bajo un clima inhabitable para las demás naciones". Los pueblos del norte comparten unos mismos rasgos físicos: rostro largo y achatado, naríz roma, boca grande, labios gruesos, pelo negro y lacio y cutis moreno. Y también modos de vida y costumbres: viven de la caza, se alimentan de pescado crudo y carne de reno; carecen de pudor y religión, y son "agrestes, supersticiosos y estólidos". 

Ciertamente, se ve obligado a reconocer el naturalista, existen diferencias entre unos y otros, tanto por su procedencia como por sus formas de vida. Sin embargo, sea cual sea su origen, el clima influirá tanto que al cabo de algunas generaciones hasta los pueblos más distantes se acabarán asemejando. Así, "ya sea que los groenlandeses procedan de los esquimales de América o de los islandeses; que los lapones tengan su origen de los finlandeses, de los noruegos o de los rusos; y que los samoyedos vengan o no de los tártaros, siempre será cierto que todos estos pueblos, distribuidos bajo el círculo ártico, han venido a ser hombres de la misma especie en toda la extensión de aquellas tierras septentrionales" (H.N., III, 34). Tal es el poder homogeneizador del clima.

Al sur de los "feos" y "lonjevos" hombres que habitan los hielos, se encuentra "la más hermosa casta del género humano". Daneses, noruegos, suecos, rusos; todos distintos entre sí, pero suficientemente parecidos como para componer con polacos, alemanes y demás pueblos de Europa "una sóla e idéntica especie de hombres, infinitamente diversificada con la mezcla de diferentes naciones" (H.N., III, 42). Al este de los Urales, y desde el Mar Caspio hasta el extremo oriental de Siberia, tártaros y chinos mezclan su sangre y comparten un mismo suelo. Sus costumbres son opuestas: los tártaros, fieros, belicosos y cazadores, son "ásperos y rústicos"; los chinos, por el contrario, son voluptuosos, pacíficos, indolentes y más civilizados. Pero "si se les compara con los tártaros en la figura y las facciones, se encuentran en ellos carácteres de una semejanza nada equívoca".

Aún más al sur, los pueblos que habitan desde los veinte hasta los treinta y cinco grados de latitud norte, desde el Ganjes hasta la costa occidental de Marruecos, difieren poco entre sí, "si se exceptúan las variedades producto del cruce de sangres". Examinando los pobladores de las zonas templadas, Buffon encuentra que "los habitantes de las provincias septentrionales de Mogol y de Persia, los armenios, los turcos, los pueblos de Georgia y Circasia, los griegos y todos los europeos, son los hombres más hermosos, blancos y bien dispuestos de toda la Tierra, y que, pese a la gran distancia que hay desde Cachemira a España, o de Circasia a Francia, no deja de haber una semejanza muy notable entre estos pueblos tan lejanos unos de otros, pero situados a igual distancia del Ecuador" (H.N., III, 87).

Rudimentario y desconcertante para el lector actual. Sin duda. Reune Buffon todo el desapego de su siglo respecto a los matices geográficos con todo el atrevimiento generalizador de una época de generalizadores. El criterio latitudinal actúa como soporte de una homogeneidad natural y cultural presupuesta. Y también como criterio de organización para una masa de información etnográfica que Buffon arranca trabajosamente de crónicas y libros de viajes, y para la cual resulta harto díficil encontrar un patrón satisfactorio. La teoría de los climas tiene la virtud de la simplicidad.

Tras realizar una prolija descripción de los diferentes pueblos de Asia y Europa, en la que Buffon no ahorra al lector disgresiones y comentarios maliciosos acerca de los "extravagantes" usos y costumbres de algunos pueblos, el naturalista realiza un generalización de sus observaciones. ¿Cuales son, en definitiva, las causas de la diversidad física de la especie humana? La primera el clima, responsable del color de la piel, del cabello, del color de los ojos y de otros rasgos físicos. La segunda, la alimentación; la tercera, las costumbres y el modo de vida. Pero los alimentos dependen de la temperatura y del suelo; y el modo de vida, a su vez, de la dieta y el clima. El factor climático será a la postre el asunto capital de la antropología buffoniana.

¿Y cual de las variables climáticas tiene un efecto más elocuente? Sin duda, la temperatura. Buffon encuentra en Africa el banco de pruebas ideal para su tesis: "El calor del clima es la causa principal del color negro: cuando el calor es excesivo, como sucede en Senegal y en Guinea, los hombres son enteramente negros: cuando es menos intenso, como en las costas orientales de Africa, los hombres son menos negros: donde ya empieza a ser un poco más templado, como en Berbería, en el Mogol, en Arabia, etc., los hombres no son sino morenos; y finalmente, donde el calor es muy templado, como en Europa y en Asia, los hombres son blancos, y únicamente se advierten entre ellos algunas variedades que sólo dependen del modo de vida" (H.N., III, 198).

Uniendo los extremos, el frio puede producir los mismos efectos que el calor. Lapones y groenlandeses muestran una tez oscura. ¿A qué puede deberse? Un frio muy intenso, y un calor excesivo, responde Buffon, producen idéntico resultado: "tanto el frio como el calor deben secar la piel, alterarla y darle el color oscuro que tienen los lapones". Por añadidura, el frio condiciona también la talla física: "El frio comprime, apoca y reduce a menor volúmen todas las producciones de la naturaleza; y por esto los lapones que están expuestos al rigor de un clima sumamente rígido, son los hombres más pequeños que se conocen" (H.N., III, 199). No hay para Buffon prueba más contundente de la influencia del clima que la pequeñez de los lapones.

En el mosaico racial de Buffon, el blanco, el amarillo, el rojo y el negro dependen esencialmente del calor. Pero la temperatura no lo es todo. El naturalista francés cree saber que a ambas riberas del Senegal se encuentran dos naciones distintas: una cuyos habitantes tienen piel oscura; la otra enteramente negra. La razón de tal diferencia -sugiere Buffon- debe estar en la alimentación, "la cual no sólo debe influir en el color, sinó también en la complexión, figura y demás accidentes del cuerpo" (H.N., III, 130). ¿Cómo se verifica tal influencia? Aquí Buffon debe echar mano de la analogía y recuperar la doctrina humoral. Las liebres que se crian en terrenos llanos y parajes húmedos tienen la carne más blanca que las de las montañas y suelos secos. Ello se debe a que "el color de la carne procede del de la sangre y de los demás humores del cuerpo, en cuyas cualidades debe necesariamente influir el alimento" (H.N., III, 130).

Con todo, la geografía de la alimentación no tiene, en la obra del naturalista francés, unos límites definidos. Parece más bién una hipótesis ad hoc destinada a complementar aquellos casos en los que la teoría climática presenta complicaciones. Y otro tanto ocurre con el modo de vida y las costumbres, en tanto que posibles agentes de la diferenciación racial. Un pueblo civilizado, que disfruta de una vida arreglada y tranquila, se compondrá, por esa sola razón, "de hombres más robustos, hermosos y bien formados que una nación salvaje". El esquematismo de Buffon puede resultar exasperante. Y también su eurocentrismo y prejuicios raciales. Entre los cuarenta y cincuenta grados de latitud, nos informa el autor de la Historia Natural, se encuentra el clima más templado; justamente entre esos paralelos habitan los hombres más hermosos y mejor proporcionados: el verdadero color del hombre y el auténtico patrón de belleza.

Es difícil simpatizar con los prejuicios de Buffon, y también lo es aceptar una línea argumental tan reduccionista. Pero vale la pena intentar comprender la lógica de su antropogeografía porque resume admirablemente el horizonte intelectual de toda una época. Para Buffon cada "variedad" de la especie humana posee unos carácteres físicos distintivos, como el color de la piel o la estatura, que permiten individualizar con bastante claridad a unos y otros grupos. Tales carácteres se transmiten hereditariamente. Nazcan donde nazcan los hijos de padres blancos serán blancos, y los hijos de padres negros serán negros. Sin embargo, los carácters físicos no son inmutables y eternos. Al contrario, resultan algo plástico y maleable.

Consideremos un problema característico: ¿qué ocurre al cambiar de clima? ¿cómo opera el fenómeno de la aclimatación sobre los rasgos raciales? Aquí Buffon, falto de observaciones contrastadas en que apoyarse, debe proceder deductivamente. En las primeras generaciones nacidas en un clima distinto los cambios serán insensibles, pero a la postre acabarán por manifestarse. Así, si los negros mudan a un clima más frio, su color mudará al cabo de diez o doce generaciones: al proceder el color negro del ardor del clima y de la acción continuada de las altas temperaturas, poco a poco se irá disipando debido al distinto temple de un clima frio. Y, por lo mismo, escribe Buffon: "hay apariencias de que un pueblo blanco, trasladado del norte al ecuador, podría con el tiempo llegar a ser moreno, y aún enteramente negro, sobre todo si el mismo pueblo cambiase de costumbres y se sustentase de las producciones del país cálido al que se hubiera trasladado" (H.N., III, 132). Esta es la lógica ingenua pero inflexible de la aclimatación.

En definitiva, para Buffon el clima es más fuerte que la herencia. Las razas o "variedades" de la especie humana no son una entidad esencial y definida, sino el producto superficial y mudable del clima y los modos de vida. El ambientalismo climático pudo ser, como escribió Benedetto Croce, un cómodo expediente para teorizar desde la ignorancia. Pero en el siglo XVIII era, sobre todo, la vía que permitía reconciliar el monogenismo con una percepción cada vez más aguda de la heterogeneidad de la especie humana.

El problema de la población americana

La teoría de la causación climática presentaba ciertas dificultades, algunas de las cuales no escapaban al propio Buffon. La primera de estas dificultades tenía que ver con la persistencia hereditaria de rasgos físicos distintos al color de la piel. Las facciones del rostro, el color de los ojos, y el tipo de cabello, por ejemplo, ofrecen contrastes tan agudos y persistentes como la pigmentación de la piel. Y estos contrastes no pueden ser facilmente ensamblados en la malla latitudinal. La respuesta de Buffon a este tipo de objecciones consiste en minimizar el alcance de tales diferencias y considerarlas puramente accidentales. Así, para el naturalista, "hay menos diferencia entre las facciones de un negro que no ha sido desfigurado en su infancia, y las facciones de un europeo, que entre las de un tártaro o un chino y las de un circasiano o un griego" (H.N., III, 132). En cuanto al cabello humano, "su naturaleza depende tanto de la textura de la piel, que su influencia debe considerarse como muy accidental". En un mismo país, como Francia, hay hombres que tienen el pelo "tan corto y retorcido como los negros".

La segunda dificultad era más enjundiosa. América, un continente entero, extendido de polo a polo, presenta todo tipo de climas: de los más frios a los más tórridos. Pero su población originaria, "roja", "cobriza" o "aceitunada", en ningún caso era negra. Ahora bién, si el clima o la distancia al polo determinan el color de la piel, ¿cómo no se han encontrado pueblos negros en México, en las Antillas, en Perú o en la Amazonia, cuando aquellas tierras tienen la misma latitud que Senegal, Guinea o Angola? La singularidad de la población americana constituye así la gran anomalía de la teoría de los climas y, tal como había ocurrido en el siglo XVI (Capel, 1989), el debate sobre el origen y naturaleza de los indios polarizará la reflexión antropológica.

Buffon intenta sortear este obstáculo con un argumento ad hoc: tanto la población como el clima americano son más uniformes que los del viejo mundo. La parte más septentrional de América se encuentra poblada por esquimales, semejantes en figura, color y costumbres a los lapones europeos. Próxima a los esquimales vive otra especie de hombres "bien formados, bastante blancos, y de facciones muy regulares". El resto de América, afirma Buffon, está ocupada por pueblos entre los cuales existe muy poca diversidad. Todos tienen una procedencia común y comparten casi el mismo modo de vida. Así, la mayor parte de la población americana viene formada por pueblos "jóvenes" entre los cuales la civilización ha hecho muy pocos progresos. Las culturas de México y Perú son "recientes" y no constituyen, por lo tanto, una verdadera excepción. Que los americanos son pueblos jóvenes lo prueba la escasez de su población respecto al inmenso territorio que ocupan, y el escaso progreso de las artes y la industria en el nuevo continente. En definitiva, los americanos son "ramas de un mismo tronco" que han conservado hasta entonces los carácteres de su raza sin variación notable, ya que "hallándose recientemente establecidos en aquella tierra, no han podido las causas que producen variedades obrar el tiempo necesario para que resulten de ellas efectos muy notables" (H.N., III, 185). A la inmadurez y escasa diversificación de la población americana añadirá Buffon lo peculiar de su clima.

El temple del clima de América es también más uniforme que en el viejo continente. La elevada altitud media del Perú y Nueva España hace que en aquellas regiones el calor nunca sea excesivo. La nieve que cubre las montañas enfria el aire y atempera el clima. En la Amazonia, el viento húmedo de levante, y la abundancia de precipitaciones hacen que la atmósfera sea húmeda y mucho más fresca que en las latitudes equivalentes de Africa. En resumen, en la zona tórrida de América el clima es más templado y suave de que que cabría esperar por su posición latitudinal. Por ello, concluye Buffon, no ha de extrañar que no enontremos allí hombres negros como en Africa.

Tras haber publicado en 1749 el volúmen dedicado a la historia natural del hombre, en el que se contienen las ideas arriba esbozadas, Buffon regresará una y otra vez a lo largo de la Histoire Naturelle sobre el problema de la naturaleza, el clima, y la población aborígen de América. Un tema que parece atraerle como un imán, y sobre el que irá desgranando un buen número de tesis polémicas.

Una de sus más polémicas observaciones se refiere a la fauna americana. Nota Buffon que el nuevo continente posee menos especies de cuadrúpedos que el viejo mundo. No existen en América elefantes, ni hipopótamos, ni rinocerontes, ni camellos, ni jirafas, ni, en general, animales de gran tamaño. Las especies autóctonas, como el tapir, el puma o la alpaca, no pueden compararse por su corpulencia a los grandes cuadrúpedos del viejo continente. Paralelamente, a decir de Buffon, los animales domésticos que han podido aclimatarse en América, han devenido menos suculentos o se han achicado y empequeñecido. La naturaleza viviente parece ser en América menos diversa, y menos fuerte que en el viejo mundo. Debe haber allí en "la combinación de los elementos", especula el naturalista, alguna cosa contraria al engrandecimiento de la naturaleza.

Esta apreciación bien poco bizarra de la naturaleza americana será trasladada por Buffon a la población originaria del nuevo mundo. El "salvaje" americano tiene casi la misma estatura que el hombre europeo, pero es mucho más débil, carece de pelo y de barba, y también de ardor sexual. Más ligero que el europeo, ya que está habituado a correr, el indio es, en cambio, apático, indolente y poco sensible. Su escaso número y su misma debilidad física han impedido a los americanos someter el territorio en que viven, domesticar a los animales, domeñar los ríos y trabajar la tierra. En consecuencia, sin apenas sentir la mano activa y creadora del hombre, la naturaleza y el paisaje americano siguen en un estado bruto y primitivo. Domina por doquier una atmósfera húmeda, fría y malsana; tierras pantanosas pobladas de reptiles y de insectos. Un mundo impotente para producir y mantener los "gérmenes activos" de los más grandes animales que precisan la acción vivificante del sol y del calor. En suma, el americano es un hombre débil en un medio hostil. La naturaleza americana, madrastra más que madre, le ha negado el sentido del erotismo y el deseo de multiplicarse. Tal viene a ser el implacable lazo que la pluma de Buffon trazó entre el hombre del nuevo mundo y su ambiente.

Esta sesgada y singularísima evocación del medio americano, arropada por el prestigio de Buffon, cautivó la imaginación de algunos europeos. Particularmente de aquellos menos sensibles a la retórica roussoniana del "buen salvaje" o a la entusiasta apología misionera de la bondad del indio y la maravilla de la naturaleza americana. Este es el caso de Corneille de Pauw, autor de unas célebres por lo polémicas Recherches philosophiques sur les Américans (Berlín, 1768). De Pauw, más ignorante que Buffon en materia de historia natural, pero con mucho mayor empeño polémico, exageró y deformó la tesis buffoniana de la debilidad del continente americano. En las Recherches, la supuesta inmadurez de la naturaleza del nuevo continente se convirtió en decadencia y corrupción. La debilidad del aborígen en "degeneración".

Las divagaciones de Corneille de Pauw sobre el nuevo mundo y sus pobladores, vulgarizadas por Raynal en su Histoire philosophique et politique des establissements des Européens dans les deux Indes (Ginebra, 1775 y París, 1820), y difundidas en el mundo anglosajón a través de The History of America de William Robertson (1777) dieron lugar a una extraordinaria polémica científica, que ha sido brillantemente reconstruida por Antonello Gerbi en su libro La disputa del Nuevo Mundo (1982). En aquél apasionado debate se mezclaron tesis naturalistas con argumentos historiográficos, influencias climáticas con elucubraciones sobre las creencias o la conducta sexual de los indios aborígenes; leyendas, prejuicios y también observaciones de primera mano.

Los jesuitas expulsados de Hispanoamérica y radicados en Italia, acometieron una encendida defensa de la dignidad de los indios e intentaron mostrar en Europa la diversidad y excelencia de las tierras americanas. Francisco Javier Clavigero escribió una miniciosa Historia antigua de México (1780-81) mostrando la profundidad del pasado azteca y la riqueza de su civilización. Juan Ignacio Molina y José Solís publicaron sendos ensayos sobre la historia natural de Chile (1782) y de la provincia del Chaco (1789), poniendo de manifiesto los errores y simplificaciones de De Pauw. Por su parte, científicos criollos como José Manuel Dávalos, y más tarde Hipólito Unanue y Francisco José Caldas, vindicaron su patria nativa acometiendo estudios sobre el clima y la naturaleza del nuevo mundo (Peset, 1987). Entre los norteamericanos, Franklin, Adams y Thomas Jefferson (Notes on Virginia, 1785), tomaron la pluma para criticar las fáciles generalizaciones de sabios europeos de gabinete, que sin haber puesto nunca un pié en América simplificaban una realidad natural y humana rica y diversa. En el saldo final del debate, además de muchas diatribas jugosas, quedó un conocimiento más cabal de la auténtica geografía e historia natural del nuevo mundo, así como de la etnografía y el pasado de los pueblos americanos.

Leyendo a Gerbi, o a los protagonistas de la polémica a los que Gerbi cede generosamente la palabra, una de las cosas que más llama la atención es la extensión y calado de los argumentos ambientalistas que se fueron trenzando en el debate. Lo esencial, para la mayoría de los defensores del hombre americano, parece ser dar la vuelta al argumento inicial. El clima de América no es, como había sostenido Buffon, húmedo, hostil y malsano; al contrario, el aire es salubérrimo y la naturaleza feraz y benigna. En consecuencia, el aborígen no es débil y apocado, sino sano, robusto y diligente. La dignidad del indio reposa así, a la postre, en la bondad de su tierra natal. El entusiasmo climático de los apologístas del Nuevo Mundo es una prueba adicional de la vigencia del ambientalismo en la segunda mital del setecientos.

La polémica sobre la población americana encierra otra lección de interés. Ninguno de los participantes en la misma, ni siquiera los más cargados de prejuicios etnocéntricos, pusieron en duda el principio monogenista. Pueblos "jóvenes" o "degenerados" los indios americanos eran hijos de la misma especie y formaban parte de una única humanidad. Lo mismo podría decirse de los demás pueblos de la Tierra. En realidad, la cultura del setecientos ofrecía escasas alternativas al viejo axioma humanista.

Isaac de la Peyrère había resucitado en el siglo XVIII la tesis de los "preadamitas" sugerida por Paracelso en 1520. Según esta tesis los indios americanos no serían descendientes de los primeros padres, sino de un segundo Adan, excluido del relato bíblico, cuya descendenia habría poblado América. En el debate teológico de los preadamitas se manejaron argumentos poligenistas: las diferentes razas humanas no procederían de un tronco común, sino que constituirían especies biológicas distintas, caracterizadas cada una de ellas por unos atributos físicos, mentales y morales específicos. Pero el poligenismo, una doctrina herética para cualquier Iglesia, encontró escaso eco en el setecientos (Stepan, 1982, 29).

Edward Long, en un alegato racista y proesclavista titulado History of Jamaica (1774) intentó demostrar que negros y europeos pertenecían a distintas categoría biológicas. Años más tarde, Charles White argumentaba en la misma dirección, basándose en supuestos resultados anatómicos. Ciertamente, la anatomía comparada ofrecía a finales del setecientos un nuevo campo en el estudio sistemático de las razas humanas. En la década de 1770 Peter Camper había introducido la medida del ángulo facial como criterio para clasificar las razas. La medidas de Camper, extendidas desde los pigmeos al hombre, sugerían una gradación de las formas craneales: el ángulo facial de los negros se alejaba del característico en el hombre blanco. Las diferentes razas humanas podían así ordenarse según una escala pretendidamente "natural" y "científica". Estamos en realidad ante los primeros escarceos de un acercamiento al problema de la diversidad de los hombres, típico del XIX, que se alejará cada vez más de los presupuestos ambientalistas. Pero su alcance en la época de la Ilustración es ciertamente limitado.

Johann Friedrich Blumenbach, destacado anatomista y uno de los fundadores de la antropología física, rechazará abiertamente los planteamientos de Camper en De generis humani varietate nativa (1775). El cerebro humano es idéntico para toda la especie, argumentará Blumenbach. Las diferencias en la formas craneales son menores que la profundas similaridades que se encuentran entre todas las razas humanas. ¿Cual es pues el origen de la diversidad de los hombres? Los cambios en el clima, la dieta y las costumbres inducen variaciones que transmitidas hereditariamente dan lugar a la formación de nuevas razas.

La ortodoxia ambientalista fue significativamente reafirmada por Lorenzo Hervás y Panduro (1735-1809) en su Historia de la vida del hombre. En esta auténtica "enciclopedia" católica, el experto linguista y bibliotecario papal dedicó todo un capítulo de claras resonancias buffonianas al color de los hombres y a explicar "la negrura de los etíopes". Las naciones tienen un color más o menos oscuro según se acerquen o alejen de la región ecuatorial; el color negro se encuentra entre los pueblos africanos de la zona tórrida, y el blanco "más perfecto" se halla entre los europeos y los asiáticos que habitan la zona templada. Así pués, la variedad de los climas, repetirá Hervás, tiene gran relación con el color de la piel (Hervás, 1798, V, 157).

Ahora bién, en países de una misma latitud pueden hallarse contrastes. Mientras los africanos de la zona tórrida son enteramente negros, los americanos que viven entre indénticos paralelos son "aceitunados o morenos". En consecuencia, y tal como había propuesto Buffon, sobre el color de la piel influye no sólo la variedad de climas, sinó también la "constitución física de cada país" y sus producciones. Los cabellos y la barba, a su vez, tienen relación con el color de la piel: "Los americanos, dispersos por climas diferentísimos, convienen en distinguirse de los europeos en el color bronceado, y en tener poca o ninguna barba, y el pelo grueso. Se infiere pués, que los humores que alteran o varían el color de los hombres, causan también variedad en la naturaleza y el color de su pelo (Hervás, 1798, V, 159). La doctrina humoral sigue vigente en 1798.

Dos cuestiones en particular retienen la atención de Hervás y Panduro: el efecto de la aclimatación y el exacto origen del color negro. El color originario de la especie humana es el blanco, ya que -razona Hervás- ese es el color de los descendientes de Noé que no han abandonado su tierra natal. La causa de la negrura debió ser "una enfermedad desconocida a los físicos" o la alteración de los humores: "Una desconocida alteración de humores bastardeó el color de algunos blancos, por razón del alimento, o de la actividad del sol, o por efecto de enfermedad; y el color bastardeado produjo por relación natural la calidad varia del pelo" (Hervás, 1798, V, 162). Al igual que ocurre con otros achaques, cuyos efectos son hereditarios, el color negro se extendió después de generación en generación "y se hizo natural lo que en un principio fue efecto regular de la naturaleza". Se comprenden así algunos "raros fenómenos", como que algunos etíopes hayan concebido hijos blancos, o que excepcionalmente algúna pareja de blancos tenga hijos negros. Pero, señala Hervás, comunmente el hijo de negros debe ser negro en todo clima y país, "porque hereda la alteración de humores que dió principio a la negrura".

¿Qué efectos puede causar una larga aclimatación? Aquí la respuesta de Hervás, al igual que en su día la de Buffon, es más dubitativa. Ha reflexionado sobre el problema y consultado con los jesuitas expulsados de América. Gaspar Juárez y Francisco Iturri le informan que los jesuitas de la provincia de Paraguay tenían en 1767 más de tres mil esclavos negros, todos ellos descendientes de algunas familias africanas llegadas a las haciendas jesuíticas hacía más de ciento cincuenta años. Pese al tiempo transcurrido los negros seguían conservando enteramente su color. Por otra parte, la literatura disponible parecía contradictoria. Leyendo De l'Amerique et des Américains, una de las numerosas impugnaciones de De Pauw, publicada en 1771, encuentra Hervás que las familias árabes establecidas en las costas tropicales de Africa siguen manteniendo su color y rasgos faciales; que los descendientes de holandeses afincados en las proximidades del cabo de Buena Esperanza siguen pareciéndose a sus progenitores, y que los esclavos negros de norteamérica siguen siendo tras varias generaciones tan oscuros como sus antepasados. Por el contrario, algunos autores sostienen que los descendientes de los portugueses que en 1540 penetraron en el interior de Africa "se confunden ya con los negros en el pelo, color y fisonomía". Parece ser también, lee Hervás, que los descendientes de los hebreos que tras la destrucción de Jerusalén huyeron a los países meridionales de Africa y Asia, se han transformado todos según el grado de calor de los países en que fijaron su residencia.

Hervás reconoce de buen grado que por el momento se carece de las observaciones pertinentes para verificar los efectos de la aclimatación, y que, en cualquier caso, se ignora el tiempo que debe transcurrir para que tal efecto sea sensible. En definitiva, piensa nuestro autor, el color blanco puede permanecer durante siglos en las tórridas tierras africanas, pero "probablemente no podrá durar millones de años", pues el calor de las naciones se va oscureciendo "a proporción que éstas están vecinas a la linea equinoccial". ¿Lograrán los africanos establecidos en climas fríos adquirir una tez blanca? Es difícil, contesta Hervás, ya que "más facilmente se pasa de lo bueno a lo malo, que de éste a lo bueno". Sin embargo, todo es cuestión de tiempo: "no aparece difícil que el etíope se pueda blanquear después de muchos más años de los que el blanco necesita para ennegrecerse" (Hervás, 1798. V, 164). A la postre, la teoría de los climas acaba una vez más por imponiendo su lógica.

Pese a episódicos altibajos, la opción dominante durante el siglo XVIII para explicar la diversidad física de los hombres puede resumirse como sigue: la especie humana es una; las variaciones que puede advertirse entre los distintos pueblos tienen un origen externo, ambiental. Los carácteres así adquiridos se transmiten hereditariamente y se perpetuan por generaciones. Los rasgos raciales son son algo inmutable: el clima, la constitución de cada país, acabarán moldeando a sus pobladores. Así, la taxonomía "racial" del setecientos acaba remitiendo siempre a una matriz geográfica: "lapones", "etíopes", "europeos" o "asiáticos", los originarios de un mismo país deben tener carácteres físicos semejantes.

Hemos visto hasta aquí como la construcción hipocrática y la doctrina humoral fueron generosamente aplicadas durante el setecientos a la elucidación de dos grandes problemas: el origen y distribución geográfica de la enfermedad, y la variabilidad de la especie humana. ¿Podría aplicarse también en otros campos? ¿Acaso la diversidad de leyes, costumbres, creencias e instituciones tenía algo que ver con la influencia del medio geográfico?

Clima y civilización

Al considerar el problema de la diversidad cultural, el pensamiento ilustrado hubo de afrontar un desafío hasta cierto punto análogo al de explicar la diversidad racial. El axioma de la identidad básica del género humano afectaba tanto a lo físico como a lo moral. La naturaleza humana es única y los hombres nacen iguales en cualquier lugar de la Tierra. Tal es el mensaje de la tradición cristiana, basado en una definición espiritualista del ser humano. Tal es el mensaje también, desde Hobbes y Locke, de la filosofía empirista y del liberalismo. Al igualitarismo normativo de la tradición cristiana se agrega en el setecientos el igualitarismo analítico característico de la Ilustración. Los proyectos universalistas se asientan justamente en la presunción de que las capacidades físicas y mentales de los hombres son aproximadamente equivalentes. La igualdad del género humano resulta la única hipótesis reconciliable con la idea de progreso tan cara a los ilustrados.

Ahora bién, postulada la igualdad, y un horizonte de progreso común para todos los pueblos, ¿cómo explicar la desigualdad efectiva entre las naciones? ¿cómo dar cuenta del abismo que parece separar a pueblos "salvajes" y "civilizados"? ¿cómo razonar, a la postre, el abigarrado contraste de leyes, costumbres e instituciones?
Los ilustrados contestarán a estas preguntas oscilando entre dos polos (Grau y López, 1984): bien atribuyendo la desigualdad de las sociedades humanas a causas morales e históricas, es decir a factores dependientes de la voluntad del hombre, bien considerando la influencia del medio natural como factor causal de la desigualdad observada entre los pueblos.

La coexistencia de ambos enfoques, y también la ambiguedad y eventual contradicción que entraña combinar explicaciones ambientalistas con otras puramente históricas, tienen su reflejo en De l'Esprit des Lois, el gran tratado de teoría política publicado por Montesquieu en 1748.

Montesquieu es justamente recordado hoy por los estudiosos del derecho y la ciencia política por su teoría de la división de poderes, y también por su ambicioso intento de fundar el conocimiento social sobre bases racionales y científicas. Tiende a olvidarse, en cambio, que en su pretensión de hallar explicaciones causales, Montesquieu reintrodujo en la reflexión político-social la teoría de los climas. En efecto, la tercera parte de Del espíritu de las leyes (libros XIV a XVIII) desarrolla un crudo ambientalismo climático que sirve como pauta explicativa de fenómenos tan diversos como las religiones, los impulsos sexuales, la esclavitud, la poligamia, y en general, todo tipo de contrastes culturales.

¿Como es posibles que un tratado de teoría legal pudiera dar cabida a divagaciones sobre el clima? Para Montesquieu las leyes que regulan la convivencia social muestran su bondad o adecuación a través de las costumbres de los pueblos. El análisis del derecho debe apoyarse así en el estudio de las costumbres. Ahora bién, añadirá Montesquieu: "Si es verdad que el carácter del alma y las pasiones del corazón son muy diferentes según los distintos climas, las leyes deberán ser relativas a la diferencia de dichas pasiones y de dichos carácteres" (Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Libro XIV, Cap. I. En esta cita literal y en las siguientes utilizo la traducción castellana de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, Madrid, 1985). En definitiva, el objetivo final de la teoría legal debería ser el adecuar las leyes e instituciones sociales a la diversidad de culturas y temperamentos.

Que los hombres y sus temperamentos difieren según los climas lo deduce Montesquieu de una teoría fisiológica del "carácter", derivada presumiblemente de Arbuthnot (Glacken, 1973, 568). Anota Montesquieu que: "El aire frío contrae las extremidades de las fibras exteriores de nuestro cuerpo; ello aumenta su actividad y favorece el retorno de la sangre desde las extremidades al corazón. Disminuye además la longitud de dichas fibras, por lo que su fuerza queda aumentada. El aire cálido, por el contrario, relaja las extremidades de las fibras y las alarga, por lo que su fuerza y su actividad disminuyen" (E.L., Lib. XIV, Cap. II).

Por lo tanto, el hombre tiene más vigor en los climas fríos, ya que: "la acción del corazón y la reacción de las extremidades de las fibras se realizan con más facilidad, los líquidos se equilibran mejor, la sangre fluye con más facilidad hacia el corazón, y recíprocamente el corazón tiene más potencia". El incremento de vigor de la temperie fría debe producir, a su vez, efectos morales: mayor valentía, confianza, seguridad y franqueza. De tal explicación fisiológica acabará derivando Montesquieu un animado contraste de carácteres: los pueblos de los países cálidos son tímidos como los ancianos; los de los países fríos valientes como los jóvenes.

El argumento fisiológico intenta ser reforzado por el filósofo francés con un experimento típico del cientifismo ingenuo del siglo XVIII. Este es el paso en que Montesquieu nos relata sus hallazgos con el microscopio:

"He examinado el tejido exterior de una lengua de carnero por la parte en que aparece, a simple vista, cubierta de papilas. Con un microscopio he visto sobre dichas papilas unos pelillos o una especie de pelusilla; entre las papilas había unas pirámides que formaban en su extremo como pequeños pinceles. Es muy posible que dichas pirámides sean el principal órgano del gusto.

Hice congelar la mitad de la lengua y, a simple vista, he notado que las papilas habían disminuido notablemente; algunas filas de ellas se habían metido incluso en sus fundas. Examinando el tejido al microscopio ya no se veían las pirámides. Pero a medida que la lengua se fue deshelando, las papilas se fueron elevando a simple vista, viéndose reaparecer los mechones al microscopio.

Esta observación confirma mi opinión de que en los países fríos los hacecillos nerviosos están menos desplegados, semiocultos en sus fundas, donde quedan a cubierto de la acción de los objetos exteriores. Las sensaciones son, pues, menos vivas.

En los países fríos se tendrá poca sensibilidad para los placeres; pero dicha sensibilidad será mayor en los países templados y muy grande en los países cálidos. Del mismo modo que se distinguen los climas por el grado de latitud, se podrían distinguir también, por así decirlo, según los grados de sensibilidad" (E.L., Lib. XIV, Cap. II).

Toda una lección de experimentalismo estéril. Montesquieu, como otros filósofos de su época, tenía una comprensión bien peculiar de la ciencia moderna. Sin control alguno del experimento, sin contrastación de los resultados, el teórico francés avanzará una arriesgada serie de conjeturas sobre la influencia del frío o del calor en la sensibilidad. Y siguiendo esta arriesgada lógica, el experimento le sugerirá en el paso siguiente una abusiva serie de generalizaciones:

"En los países del Norte, una máquina sana y bien constituida, pero pesada, encuentra el placer en todo aquello que puede poner el espíritu en movimiento: la caza, los viajes, la guerra y el vino. Encontraréis en los climas nórdicos pueblos con pocos vicios, bastantes virtudes y mucha sinceridad y franqueza. Pero si nos acercamos a los países del Sur nos parecerá que nos alejamos de la moral: las pasiones más vivas multiplicarán los delitos y cada uno tratará de tomar sobre los demás todas las ventajas que puedan favorecer dichas pasiones. En los países templados veremos pueblos inconstantes en sus maneras y hasta en sus vicios y virtudes; el clima no tiene una cualidad lo bastante definida como para hacerlos más constantes" (E.L., Lib. XIV, Cap. II).

Lo cierto es que Montesquieu no precisaba del microscopio para recorrer esa senda. Bastaba leer los escritos clásicos, cosa que sin duda hizo, para construir el núcleo de sus ideas. Desde Hipócrates a Bodin, una ininterrumpida línea argumental venía sosteniendo que el clima influye en el estado físico del cuerpo humano, que estas influencias físicas, a su vez, determinan el temperamento, carácter y estado mental de los hombres, y que tales condiciones de los individuos pueden aplicarse también a los pueblos en tanto que colectividades.

Hemos visto con anterioridad como de la medicina griega y en particular de los escritos hipocráticos podían derivarse un conjunto de tesis ambientalistas de base fisiológica, que se refieren primariamente a la constitución de los individuos y a sus condiciones de salud. Unido a ello, en la segunda parte del tratado Sobre los aires (XII-XXIV) se desarrolla un auténtico ensayo acerca de las influencias ambientales en la cultura humana; de hecho uno de los primeros intentos de explicar la diversidad cultural.

Trata esa segunda parte del tratado hipocrático de razonar sobre los contrastes entre los pueblos de Asia y los de Europa (Aires, XII). La comparación tiene el máximo interés, ya que se refiere a razas o pueblos y no a individuos, y pretende justamente mostrar las razones de la profunda diferencia entre asiáticos y europeos. El contraste entre unos y otros tiene por fundamento la naturaleza que les constituye. Todo en la physis de Asia es más bello, dulce y floreciente: sus hombres, en consecuencia, se hallan bien nutridos y son de figura hermosa, al menos en los parajes equidistantes del frío y del calor. Europa, en cambio, es desigual y pobre de suelo; su clima es bronco y cambiante. De ahí el acusado contraste entre las virtudes y carácter de los pobladores de una y otra región. Los asiáticos se caracterizan por la apatía, la debilidad y la voluptuosidad, ya que "el coraje, la resistencia a las fatigas y el trabajo no pueden manifestarse en tales naturalezas" (Aires, XII). Los europeos, por el contrario, están dotados de los rasgos que definen un carácter laborioso y tenaz: coraje viril, resistencia a la fatiga y diligencia constante. La tierra, el aire y el clima determinan así no sólo la salud de los individuos, sino también la peculiaridad de los pueblos.

Junto a esta argumentación ambientalista se desarrolla otra de tipo cultural. Europeos y asiáticos no difieren sólo por su physis sino también por sus leyes, convenciones y costumbres. Los asiáticos, sometidos a gobiernos despóticos, carecen de autonomía y capacidad de iniciativa (Aires, XVI). Los europeos, gobernados por sus propias leyes, son más belicosos e independientes, "pues afrontan los peligros en su propio interés y son ellos los únicos en recibir los premios al valor o el vilipendio por la cobardía".

Pese a la importancia de los argumentos de carácter cultural, los sucesivos lectores de la obra hipocrática tendieron a subrayar el peso de las influencias geográficas. Tal como indicó Glacken (1973), muchas de las aserciones más repetidas en la cultura europea acerca del influjo del medio pueden encontrarse insinuadas, o claramente expresadas en la segunda parte del tratado Sobre los aires: los climas cálidos producen naturalezas apasionadas; el frío carácteres duros y resistentes. Los suelos fértiles dan sustento a pueblos débiles; las tierras áridas y montañosas producen pueblos fuertes y belicosos.

Las ideas hipocráticas se mantuvieron vivas en la época clásica y durante la edad media, y recibieron un renovado impulso en el Renacimiento merced a los trabajos de Jean Bodin (1530-1596). Bodin fue autor de dos obras decisivas para asentar la tradición ambientalista moderna. En Methodus ad facilem historirum cognitionem (1566) realizó un auténtico "tour de force" con el saber de su tiempo para sistematizar los principios generales de la teoría climática. En Les six livres de la République, publicado diez años más tarde, llevó explícitamente la reflexión sobre el clima, el temperamento, el carácter moral y el genio de los hombres al terreno de la política y las formas de gobierno. La difusión de ésta última obra fue extraordinaria: en 1629 había alcanzado veintidós ediciones en francés y doce ediciones latinas; se había vertido también al italiano, al castellano (en 1590), al inglés y a la lengua alemana.

El problema esencial para Bodin es el del "carácter nacional". Dada la diversidad de pueblos y culturas, ¿pueden gobernarse del mismo modo todas las naciones? ¿deben adecuarse las leyes a la naturaleza de los pueblos?. Estas cuestiones aparecen netamente recogidas en el libro quinto de la República, que constituye un pequeño tratado de pedagogía política dirigido a exponer las reglas del "arte de gobernar". Según Bodin, de la conjugación de factores geográficos, como la latitud, la longitud, el régimen de los vientos, la altura y la fertilidad del suelo, resultan "inclinaciones naturales de los pueblos". El medio geográfico opera así como un elemento inercial en la historia de las sociedades humanas. La aplicación de esta tesis a los problemas prácticos de gobierno es la lógica, dadas las premisas de la teoría de los climas: la variedad de temperamentos y carácter de los pueblos explica y justifica la diversidad de sus instituciones, leyes y formas de gobierno.

No es pues originalidad lo que hemos de buscar en la teoría climática de Montesquieu. Los mimbres de su tejido argumental llevaban tejiéndose mucho tiempo. Si algo destaca en el ambientalismo de Montesquieu es su diáfana claridad y, sobre todo, el tono brioso y provocativo empleado en Del espíritu de las leyes para formular juicios y opiniones  sobre temas muy controvertidos en su época. Veamos algunos de ellos.

Montesquieu da por probado que el clima gobierna temperamento y costumbres. La misma condición ambiental puede ser aducida para explicar la aparición y persistencia de formas culturales; incluso de las formas culturales más elevadas como la religión. El motivo elegido parece derivarse de la literatura de viajes: la aparente inercia de las culturas orientales, tratada desde el apartado que lleva por título "Causa de la inestabilidad de la religión, de las costumbres, de los hábitos y de las leyes en los países de Oriente" (E.L., Lib. XIV, Cap. VII).

¿Cual es el origen del budismo? En los países en que el calor excesivo enerva y agovia, escribirá Montesquieu, es tan agradable el reposo y tan penoso el movimiento que cualquier sistema metafísico que sacralice la inacción será natural. La doctrina budista nacerá así de la "pereza del clima". Y otro tanto ocurrirá con instituciones como el monacato originado según el filósofo francés en los países calidos de Oriente, donde existe poca disposición para la acción: "En Asia el número de derviches o monjes parece aumentar con el calor del clima; la India, donde el calor es excesivo, está llena de ellos. La misma diferencia hallamos en Europa" (E.L., Lib. XIV, Cap. VII).

La alusión final a Europa dista de ser casual. Aunque formulado con lógica cautela, el argumento de Montesquieu tiene un destino inequívoco: la crítica de una institución básica de la Europa católica. El monacato, según Montesquieu, permite una vida muelle e induce la ociosidad. El legislador, por tanto, no debe reforzar, sino intentar contrarestar los efectos indeseables del clima: "Para vencer la pereza propia del clima sería preciso que las leyes tratasen de suprimir todos los medios de vivir sin trabajar. Pero en el sur de Europa se hace todo lo contrario: a aquel que quiere vivir ocioso le dan destinos apropiados para llevar una vida especulativa y a los cuales van unidas riquezas inmensas" (E.L., Lib. XIV, Cap. VII).

La crítica del monacato, que tocaba un punto muy sensible de la ortodoxia católica, costaría a Montesquieu múltiples críticas y censuras. Pero de su argumento general sobre las creencias religiosas podían inferirse ideas potencialmente aún más heterodoxas. Entre ellas la siguiente: el origen y persistencia de las convicciones religiosas y morales tiene causas físicas que pueden descubrirse. Al igual que las leyes o las costumbres, también la diversidad de las religiones expresa la necesaria adaptación de los hombres al territorio y el clima en que viven.

El relativismo cultural aplicado a la religión podía extenderse con mayor facilidad a otros ámbitos del comportamiento humano. En los países cálidos, sostiene Montesquieu, "la parte acuosa de la sangre se evapora mucho por la transpiración". El consumo de agua es así necesario para substituir el líquido evaporado; mientras que el consumo de licores sería perjudicial, ya que "coagularían los glóbulos de la sangre que quedan después de la evaporación de la parte acuosa". En los países fríos, en cambio, los licores fuertes "que dan movimiento a la sangre", pueden ser convenientes. Ocurre, por tanto, que: "La embriaguez se encuentra establecida en toda la tierra en proporción a la frialdad y humedad del clima. Si se va del ecuador al polo norte se verá aumentar la embriaguez con los grados de latitud" (E.L., Lib. XIV, Cap. X).

L os efectos de ingerir alcohol varían en los diferentes climas; así, las leyes que prohiben el alcohol en los países cálidos son razonables, mientras que tales prohibiciones carecen de sentido en los fríos. En definitiva, concluye Montesquieu: "Las distintas necesidades en los diferentes climas han dado origen a los diferentes modos de vida, y éstos, a su vez, han dado origen a las diversas especies de leyes" (E.L., Lib. XIV, Cap. X).

La hipótesis de las influencias climáticas es utilizada de nuevo en el libro XV ("Cómo se relacionan con la naturaleza del clima las leyes de la esclavitud civil") y en el XVI ("Cómo se relacionan las leyes de la esclavitud doméstica con la naturaleza del clima"). Mantiene Montesquieu ante la esclavitud una posición contradictoria, que nos dice mucho de las dificultades e incongruencias del pensamiento ilustrado. Hay en Del espíritu de las leyes una condena racional de la esclavitud en base al principio de la igualdad natural de los hombres. Los hombres nacen, subsisten y mueren del mismo modo. Su naturaleza es igual, por tanto es conforme al derecho natural que los hombres sean iguales. Tal igualdad es la base de la libertad. A ello añade el pensador francés una explícita condena moral del esclavismo. La condición de esclavo es degradante para el esclavo y envilecedora para el amo. Al someter a alguien a la esclavitud reducimos su estatura humana, degradamos su condición. Pero junto a ello, hay asimismo en Montesquieu una justificación despreciablemente racista de la esclavitud de los negros, y casi un intento de explicación ambiental del esclavismo: "Hay países -escribe Montesquieu- donde el calor enerva el cuerpo y debilita tanto los ánimos, que sólo el temor del castigo puede impeler a los hombres a realizar un deber penoso; en estos países, la esclavitud repugna menos a la razón" (E.L., Lib. V, Cap. VII).

En el tratamiento de la "servidumbre doméstica", el ambientalismo es manejado con mayor desenvoltura. En los países meridionales la desiguadad entre los dos sexos es natural y puede explicarse por el clima. En los climas cálidos la mujer alcanza la madurez sexual mucho antes que la madurez mental; cuando alcanza la razón ha perdido la belleza y el encanto. De ahí que las mujeres de tales países deban vivir en dependencia, y que sea muy fácil "que un hombre deje a su mujer para tomar otra y que se introduzca la poligamia, cuando la religión no se opone a ella". Por el contrario, en los países templados la belleza, la razón y el entendimiento caminan a la par. Cuando la mujer alcanza la madurez todavía conserva su atractivo. Por ello, agrega Montesquieu, "la ley que sólo permite tener una mujer, es más propia del clima de Europa que del clima de Asia" (E.L., Lib. XVI, Cap. II).

Establecido el carácter ambiental de pautas culturales tan diversas como la religión, la poligamia, o el monacato, Montesquieu aborda en el libro XVII ("Cómo se relacionan las leyes de la servidumbre política con la naturaleza del clima") una nueva generalización que se refiere primariamente a las formas de gobierno. Encontamos aquí de nuevo los lugares comunes de toda la tradición ambientalista. Los pobladores de tierras frías poseen coraje, fuerza y valor; los de países cálidos son débiles y de natural cobardes. En los primeros reina la libertad; en los segundos el gobierno despótico.

En un paso muchas veces citado, Montesquieu pone en perspectiva los climas y la historia de Europa y Asia. Según su interpretación, Asia carece de zona templada: un continente de extremos climáticos sin matices intermedios, en el que las tierras frías limitan directamente con los países cálidos. En Europa, en cambio, predomina la zona templada y la suave transición entre climas; los países vecinos mantienen diferencias climáticas insensibles. La conclusión salta como una chispa:

"De esto se deduce que, en Asia, las naciones son opuestas unas a otras; la fuerte está junto a la débil: pueblos guerreros, valientes y activos están al lado de pueblos afeminados, perezosos y tímidos; de aquí que unos sean conquistados y otros conquistadores. En Europa, por el contrario, las naciones están en oposición de fuerte a fuerte; las limítrofes tienen aproximadamente el mismo valor. Esta es la causa de la debilidad de Asia y de la fuerza de Europa, de la libertad de ésta y de la servidumbre de aquella, causa que creo no se había puesto de relieve hasta ahora" (E.L., Lib. XVII, Cap. IV).

Si en Buffon el clima es más fuerte que la raza, con Montesquieu la geografía parece sobreponerse a la historia. Los mil avatares de la historia de Asia, la sucesión de invasiones, guerras e imperios, son drásticamente hilvanados en el hilo causal de la teoría climática. El libro XVIII "(De las leyes en relación con la naturaleza del suelo") matiza un tanto la rigidez argumental de los libros anteriores. La latitud o la temperatura no pueden dar cuenta de la enorme diversidad de situaciones observadas. La fertilidad o la aridez del suelo, la insularidad, las características del relieve, los géneros de vida, y la relación entre población y subsistencias son invocados por Montesquieu como otros tantos factores causales de la diversidad de leyes e instituciones. Y, desde luego, considerando la globalidad de Del espíritu de las leyes, y no sólo los libros citados de la parte tercera, el lector encontrará un extraordinario caudal de observaciones sutiles y de razonamientos histórico-sociales muy matizados, que atenuan o contradicen abiertamente el fatalismo determinista que hemos glosado.

Ciertamente, tal como nos recuerdan los mejores analistas de su obra (Iglesias, 1984), sería un error considerar a Montesquieu como a un autor prisionero de una idea. Y, muy posiblemente, la parte dedicada a las influencias climáticas dista de reunir las páginas más inspiradas de Del espíritu de las leyes. Pero las hipótesis rotundas tienen un extraño poder de seducción. Montesquieu hizo florecer de nuevo un cuerpo de pensamiento que contaba con centenares de precursores, pero que casi nunca se había aplicado con tal empeño a la elucidación de cuestiones históricas y culturales. Los contemporáneos del pensador francés encontraron en sus generalizaciones climáticas una auténtica fuente de inspiración. Algunos leyeron una demostración autorizada de que el comportamiento humano y las leyes sociales, al igual que cualquier otro fenómeno, están sometidos a las leyes de la naturaleza. Otros hallaron en las sentencias de Montesquieu una buena provisión de estereotipos acerca del carácter y los efectos "morales" del clima, que hacían más llevadera la tarea de teorizar sobre la diversidad cultural. Otros, en fin, juzgaron que sus teorías ambientalistas eran dogmáticas e inadmisibles y se apresuraron a combatirlas.

Es difícil decidir si los seguidores e imitadores de Montesquieu fueron más numerosos que los impugnadores. Desde luego fueron muchos. Los ecos de la teoría climática resuenan en la obra de Jean-Nicolas Démeunier, Esprit des usages et coutumes des différens peuples (1776), y en un buen número de relaciones y libros de viajes publicados en la segunda mitad del siglo XVIII. Otro tanto puede decirse del más ambicioso intento setecentista de explorar sistemáticamente las relaciones entre sociedad y medio ambiente: el libro de William Falconer, publicado en 1781 con el largo y expresivo título de Remarks on the Influence of Climate, Situation, Nature of Country, Population, Nature of Food, and Way of Life, on the Disposition  and Temper, Manners and Behaviour, Intellects, Laws and Customs, Form of Government and Religion of Making. La obra está dividida en seis libros que estudian respectivamente la influencia en la sociedad de otros tantos factores diferentes: el efecto del clima, la influencia de la situación, la naturaleza del suelo, las ventajas de una población grande o reducida, el efecto de la dieta y, finalmente, la influencia del modo de vida. Las ideas de Montesquieu, matizadas por su propia formación médica y por las lecturas de Arbuthnot, Buffon y los autores clásicos, proporcionan el armazón conceptual del tratado de Falconer.

Significativamente, el problema de la causalidad climática reaparece repetidamente no sólo en tratados sobre las costumbres o en la literatura médica, sinó también en la historiografía setecentista. E incluso entre aquellos historiadores que a priori cabría suponer menos proclives a aceptar las tesis ambientalistas. Este es el caso de Adam Ferguson (1713-1816), una figura menor de la escuela escocesa, pero autor de un texto programático de la historiografía ilustrada: An Essay on the History of Civil Society (1764). Ferguson comparte con las primeras figuras de la escuela escocesa -Adam Smith, David Hume, William Robertson y John Millar- la convicción de que el gobierno, la propiedad, y en general los factores morales, son el asunto decisivo para la organización social y el devenir histórico. Su Essay tiene la forma arquetípica de la historiografía setecentista: una historia conjetural sobre el desarrollo de la sociedad civil. La primera parte estudia las características de la naturaleza humana, aplicando la teoría de los sentimientos morales de Hume. La segunda se detiene en la historia de las sociedades primitivas, trazando el surgimiento de la propiedad. La tercera parte de la obra de Ferguson, volcada ya sobre el problema de la organización política, se abre sintomáticamente con una sección dedicada a "La influencia del clima y la situación". Ferguson no cita directamente a Montesquieu, ni confia plenamente en la teoría de los climas. Las sociedades modernas se distinguen por la primacía de la ley y las formas de gobierno. Pero los factores climáticos son necesarios para explicar los rasgos peculiares y el atraso de las sociedades de Africa, Asia y América. Incluso en la cuna de la escuela liberal, la historia de la civilización debía rendir su pequeño tributo a la geografía.

Ferguson era un historiador británico, liberal y protestante. Juan Francisco Masdeu era un jesuita español, formado en una tradición intelectual bien distinta. Sin embargo, su monumental Historia crítica de España y de la cultura española, programada en nueve tomos, se abre con un volúmen preliminar (!de 339 páginas!) dedicado enteramente a desarrollar un Discurso histórico filosófico sobre el clima de España (Madrid, 1783). Sería seguramente inútil repetir aquí los argumentos de Masdeu. También el jesuita se siente obligado a tomar alguna distancia respecto a los juicios más categóricos de Montesquieu, pero en su vindicación de la historia y la cultura española desfilarán casi cada uno de los tópicos ambientalistas. Para demostrar la excelencia de las letras españolas cree Masdeu que debe razonar primero sobre la bondad del clima patrio.

Como se ha dicho, las hipótesis climáticas fueron ciertamente populares en el siglo XVIII. En buena medida por lo universal de su aplicación. Los razonamientos ambientales autorizaban una explicación unitaria de gran variedad de fenómenos: desde el carácter y costumbres de los pueblos hasta el genio de los hombres. Pero sería un error considerar que tales ideas gozaron de una estima general. De hecho, las proposiciones ambientalistas creaban incomodidad en algunos círculos ilustrados, y fueron objeto de críticas directas y rotundas desde mediados del setecientos. En las páginas que siguen se consideran los fundamentos de este criticismo.

La crítica del ambientalismo

Para los intelectuales racionalistas de la Ilustración, la teoría de los climas presentaba algunas incongruencias tanto de orden lógico como observacional. El clima, la situación o el relieve de los países son datos aparentemente inmutables, o con un insensible margen de cambio. Pero sobre cualquier país de la Tierra se han operado cambios muy profundos en la civilización y formas de gobierno. Lo único que permanece de la Atenas de Pericles es justamente el medio geográfico en que se desarrolló la cultura clásica. Todo lo demás fue barrido por el viento de la historia. La imposible reconciliación de la variabilidad histórica de costumbres, modos de vida y formas de gobierno con la perennidad del clima constituye la primera inconsistencia del ambientalismo. La segunda puede deducirse de la propia experiencia viajera de los ilustrados. Sobre un mismo suelo y clima conviven pueblos y razas cuyo "carácter" y pautas culturales presentan tantos contrastes como semejanzas. Paralelamente, leyes e instituciones similares se difunden de un país a otro, de un continente a otro, con aparente independencia de la latitud o la distancia.

En consecuencia, parece más plausible buscar en las causas morales la razón última de la diversidad de formas de vida y costumbres. Esta es precisamente la via seguida por David Hume en su ensayo sobre el carácter nacional (Of National Characters, 1748) escrito el mismo año en que se publicaba Del espíritu de las leyes. Para Hume las causas físicas no constituyen una explicación satisfactoria ni de la naturaleza de la sociedad, ni de las diferencias culturales entre los pueblos. El carácter nacional es producto de las condiciones políticas y sociales. Las semejanzas entre naciones son resultado de la difusión cultural. Las diferencias deben atribuirse al aislamiento y la pervivencia secular de tradiciones autóctonas.

Hume especificó una buena gama de razones para demostrar la primacía de las causas morales sobre la influencia del clima en las formas de vida habituales. Anota Hume que en países de gran extensión, y aún en vastos imperios, si el poder se ejerce de modo estable y duradero, el gobierno acaba comunicando a todo el país cierta semejanza en las costumbres y modos de vida. Así lo demuestra la historia de China, donde a pesar de los grandes contrastes climáticos puede apreciarse un carácter nacional uniforme. En cambio, entre países vecinos pueden registrarse fuertes contrastes en las costumbres, si las formas de gobierno son distintas. Atenas y Tebas en el pasado, Francia y España en el siglo XVIII, son los ejemplos aducidos por Hume para mostrar el efecto diferenciador de las fronteras políticas. La experiencia colonizadora permite reforzar el mismo argumento. Las colonias españolas, inglesas, holandesas o francesas de ultramar muestran que cada nación acomoda y recrea en cualquier lugar de la Tierra sus propias leyes, costumbres y formas de vida, con casi absoluta independencia del clima o la situación.

La identidad linguística y religiosa retiene asimismo la atención de Hume. Los grupos humanos que, como los judíos, mantienen fuertes vínculos culturales y asociativos, tienen costumbres y estilos de vida semejantes, aun cuando vivan en países muy diferentes. Por el contrario, tal como demuestra la experiencia de griegos y turcos, las diferencias de lengua y religión pueden mantener casi completamente separadas a naciones que habitan el mismo territorio.

En definitiva, para David Hume el carácter nacional cambia a través de la historia debido primariamente a la variabilidad de las formas de gobierno, a la comunicación y el contacto cultural. Si en un mismo país, como en Inglaterra, en el que existe identidad de lengua y gobierno, se aprecian contrastes en el carácter y formas de vida, ello se deberá a la diversidad de creencias religiosas, a la estructura de clases y a las relaciones políticas.
La bien trabada argumentación de Hume hizo mucha mella en la tradición intelectual de lengua inglesa, que se fue mostrando cada vez más escéptica respecto a la virtualidad de las explicaciones climáticas aplicadas a fenómenos sociales. Podemos encontrar también el mismo escepticismo en autores de lengua francesa tan destacados como Voltaire, Helvetius o Volney.

Voltaire mostró escasa paciencia con las especulaciones climáticas de Montesquieu. En su Dictionnaire Philosophique (1764), llegado a la voz "Clima", anotará que el clima tiene alguna influencia en la sociedad, "pero el gobierno cien veces más, y la religión unida al gobierno más todavía". Pocos años antes Helvetius había dedicado el tercer discurso de De l'Esprit (1758) a criticar abiertamente las bases del determinismo climático. De existir algún tipo de influencia geográfica esta sería constante a través del tiempo. Resulta totalmente vano pues, buscar en el plano físico las causas del cambio cultural. Constantin Francois Volney, un inquieto viajero ilustrado, tendrá ocasión de plantearse el mismo género de reservas con ocasión de su viaje a Egipto y Siria (1782). Según Volney, ni la naturaleza del suelo, ni el clima pueden ser explicaciones satisfactorias de la pretendida indolencia de los orientales, o del talante peculiar de cualquier pueblo. Las verdaderas causas radican en instituciones sociales como el gobierno o las religiones.

Si el librepensador Volney tenía buenas razones para apartarse de la teoría de los climas, los intelectuales fieles a la tradición católica encontrarán problemas adicionales en el naturalismo de Montesquieu. En efecto, el dictado del clima parecía entrañar una limitación de la capacidad de actuación humana, difícil de reconciliar con las creencias cristianas sobre el libre albedrío. Desde tal premisa, autores muy influyentes como Lorenzo Hervás y Panduro acometieron una sañuda crítica de las tesis deterministas y de su portavoz Montesquieu.

Tal como hemos visto con anterioridad, Hervás acepta de buen grado el ambientalismo de Buffon para dar cuenta de la diversidad física de la especie humana. Acepta también, sin grandes reparos, los enunciados básicos de la doctrina humoral (Hervás, 1798, V, 181). En consecuencia, le parece probado que los climas tienen gran influencia sobre "la calidad de las enfermedades y el desconcierto de los humores. Y aún se avendrá a reconocer que el clima puede influir en el vigor, disposición y maneras de los pueblos. Pero aquí acaban las concesiones. El clima puede influir en las pasiones, pero su influjo es muy limitado, y "dista mucho del que Montesquieu establece en su cuerpo muerto de leyes" (Hervás, 1798, 186). Las correspondencias que se suponen entre climas, humores y costumbres le parecen inciertas y sospechosas. De la uniformidad del clima no puede deducirse la uniformidad del temperamento, ni de su variedad la diversidad, puesto que se encuentran gentes de idéntico temperamento en los más diversos climas, y en una misma ciudad conviven los temperamentos más contrastados. Por lo mismo, de la identidad o diversidad de climas tampoco puede deducirse nada seguro acerca de la uniformidad o contraste de costumbres. En definitiva, para Hervás: "Lo más que se puede conceder al clima en orden a las costumbres, es que influye remotamente en ellas, en cuanto influye en el temperamento. En realidad el clima no toca inmediatamente a las costumbres, siendo mero agente extrínseco y lejano de las pasiones de los hombres" (Hervás, 1798, 196). En particular, las pasiones "puramente espirituales" en nada dependen del clima o del temperamento. Y ni el frio ni el calor pueden hacer que los hombres sean industriosos o indolentes. Lo físico no puede preponderar sobre lo moral.

¿Cuales son pues las causas de la diferencia de costumbres? La primera son las leyes y su observancia, la segunda es la religión, la tercera la educación. La educación viene a constituir la "segunda naturaleza" de los hombres, capaz de modificar las inclinaciones naturales y sobreponerse al ambiente. Hervás retomaba así casi literalmente las tesis que Helvetius había opuesto cuarenta años atrás al determinismo climático.

Johann Gottfried Herder resumió toda la insatisfacción del final de la época ilustrada ante el reduccionismo y afan generalizador de Montesquieu. En Auch ein Philosophie der Geschichte (1774) escribió estas inequívocas palabras: "¡Qué panorama de conjunto, como sobre un mapa o sobre una tabla filosófica! Principios desarrollados por boca de Montesquieu, a partir de los cuales y según los cuales cien regiones y pueblos distintos son evaluados en un instante, improvisadamente, según la tabla de multiplicar de la política" (Herder, Otra filosofía de la historia, trad. cast. de Pedro Ribas, Madrid, 1982, 324).

De hecho, el ambientalismo en su formulación clásica, es decir aquél cuerpo de ideas que establece nexos directos y causales entre el clima y la constitución de los hombres, entre la geografía, las razas y la organización social, sobrevivió con muchas dificultades a la crítica setecentista. A lo largo del siglo XIX las teorías climáticas fueron siendo modificadas, reelaboradas y finalmente abandonadas.

La historiografía romántica reformuló resueltamente el problema de la relación entre el medio natural y la sociedad humana, poniendo énfasis en el destino singular de cada nación (Grau y López, 1984). Finalmente, las atrevidas generalizaciones sobre el clima, el gobierno y las costumbres quedaron eclipsados a medida que se ensanchó el horizonte de la reflexión histórica y la teoría social. Por supuesto, siguieron realizándose especulaciones sobre el carácter nacional, y acuñándose estereotipos que todavía hoy perviven en la cultura popular. Pero en el mejor de los casos tales especulaciones fueron consideradas desde la alta cultura como un pasatiempo ingenuo.

En el estudio de las razas humanas se operó una inversión aún más profunda. En las primeras décadas del siglo XIX el poligenismo fue reafirmado con gran vigor, y la antropología física acabó por asentar un nuevo concepto de raza (Stepan, 1982). Los estudios craneométricos, y la proliferación de taxonomías raciales desembocaron en nuevas teorías sobre la especie humana muy alejadas de las dominantes en el setecientos. Se afirmó entonces la idea de que la humanidad puede dividirse de modo inududable y científico en grupos raciales distintos a partir de rasgos físicos como la capacidad craneal, que tales rasgos físicos son prácticamente inmutables, y que podía establecerse una jerarquía entre las razas humanas, existiendo por tanto unas razas superiores y otras inferiores. Poco importa que desde la perspectiva actual cadas una de estas suposiciones resulte falsa. Lo significativo es que la teoría antropológica del XIX, invirtiendo el camino de la centuria anterior, pasó a subrayar la singularidad, disimilaridad y desigualdad de los hombres y las razas. En este nuevo marco de ideas, el peso argumental pasó del ambiente a la herencia, y las teorías climáticas quedaron arrinconadas.

Por último, la geografía médica siguió ofreciendo durante buena parte del ochocientos un respetado patrón metodológico para analizar la frecuencia y distribución de las enfermedades. Las topografías médicas se multiplicaron en un sistemático esfuerzo para elucidar las relaciones entre las condiciones ambientales y sanitarias de la población (Urteaga, 1980), y la doctrina miasmática siguió constituyendo la guía etiológica para tales estudios. Sin embargo, en la octava década del siglo XIX los espectaculares avances de la microbiología aportaban nuevas y vigorosas explicaciones acerca del origen y difusión de las enfermedades contagiosas. El descubrimiento del bacilo de la tuberculosis, y de otras afecciones infecciosas, y la afirmación científica del origen microbiano de las epidemias configuraron una nueva mentalidad etiopatológica. A partir de entonces las coordenadas científicas de la medicina y de la higiene se alteraron substancialmente. La moderna microbiología desacreditó las principales hipótesis ambientalistas que hasta entonces se admitían en el campo médico. Las topografías médicas aparecieron cada vez más como conceptualmente irrelevantes frente a los nuevos modelos etiológicos, y la masa de información compilada en estas obras confusa y redundante.

Se cerraba así un largo ciclo histórico, durante el cual para hablar del hombre, de sus dolencias, del color de su piel, de su índole y costumbres, había que hablar también de la tierra en que vivía. Un ciclo durante el cual el pensamiento médico, la reflexión antropológica y la teoría de la sociedad aparecen entretejidas por la teoría de los climas.
 

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