PRIMERA PARTE
 
 
Capítulo Sexto

ERRORES DE CONCEPTO RESPECTO A LA NOCIÓN DE PROSTITUCIÓN

Hemos visto ya —en el capítulo segundo— cómo entendían los antiguos la prostitución. En exceso inflexibles eran los Patriarcas y Profetas en cuanto tenía relación directa o indirecta con las mujeres públicas. Los hijos de éstas eran anatematizados y el estigma alcanzaba a las futuras generaciones. ¿Qué culpa pudo tener el mamzer, el hijo de la prostituta, para no poder entrar en el templo del Señor? Sólo un fanatismo religioso, llevado hasta la superstición, es capaz de dar vida a semejantes aberraciones.

No negaremos existieran en aquellos remotos tiempos mujeres que, iguales en defectos a las de hoy, hiciesen de su cuerpo un comercio vil, al exclusivo objeto de eludir la ley natural, revelada en las sublimes palabras de Jesucristo: "ganarás el pan con el sudor de tu frente."

Mas de ejercer la prostitución como un oficio, a cumplir el precepto religioso de ofrecer la virginidad en holocausto de una falsa diosa, o bien sujetarse a la ley establecida por el pueblo que obligaba a las doncellas pobres a prostituirse para ganar una dote (véase el capítulo tercero), media una distancia inmensa y consideramos un verdadero error de concepto calificar de prostitutas a las doncellas del templo de Astarté.

¿Puede calificarse de prostituta la tierna virgen sacrificada por su propio padre a los lujuriosos instintos de un poderoso protector?

"...Neque ego hanc superbiæ causa.

Repuli ad meretricium quæstum nisint ne esuriam."

(Plaut. Cistellaria, 44.)

"Ni yo la induje al oficio de prostituta llevado de la soberbia, sino para no sufrir hambre"

¡Cuántas criaturas no vemos sacrificadas hoy a la prostitución por la holgazanería de sus padres o tutores!

Y la doncella Ooliva, citada por el profeta Ezequiel, que se entregaba a los hijos de los Asirios, a los caudillos y magistrados que venían a ella vestidos de varios colores, a los caballeros montados en caballos y a todos los buenos mozos, ¿no pudo ser, más que una causa de lucro, una soberbia erótica, el móvil que la inspiraba?

¿Qué se dirá de la enamorada doncella que, contrariada en sus amores, corre voluptuosa en pos de su amante, arrostrando las consecuencias de la deshonra?

¿Qué de la casada con marido a quien aborrece, que al entregarse en brazos de un seductor, escucha la voz del sensualismo y se convierte en adúltera?

Finalmente, ¿qué concepto nos formaremos de la mujer soltera, casada o viuda que, presa de furor uterino —estado patológico desconocido al principio por ella misma y por los que aceptan sus caricias,— aprovecha todas las ocasiones para unirse a cualquier hombre en repetido coito?

Todos estos ejemplos son para el vulgo otros tantos casos de prostitución, lo cual negamos rotundamente. La acepción dada generalmente a esta palabra, es a todas luces errónea; entraña un desconocimiento completo de la verdadera noción de la prostitución.

No es esto decir que aprobemos la vanidad erótica ni el adulterio. Deploramos, sí, las causas que inducen a ello; nos estremecen las consecuencias de un amor contrariado, por la funesta terminación que suele tener, el infanticidio; y nos horrorizan los multiplicados casos de furor uterino, que sólo se templan en un manicomio.

La prostituta, según el criterio más ajustado a la ley natural y a la lógica, es únicamente la mujer que se prostituye por el lucro, sin mediar en la cópula otro estímulo que el interés.

Se nos objetará, que aceptando esta definición, la prostitución ha de alcanzar hasta el tálamo conyugal.

No hay duda; velando la legalidad que el contrato matrimonial presta a la mujer, tan prostituta consideramos, en el fondo, a la inscrita gubernativamente y con cartilla, como a la distinguida cortesana que se entrega en brazos del marqués A. o del conde B. al exclusivo objeto de participar del fastuoso lujo de su amante, como a la casada con marido rico y viejo, mientras no perciban —y es lo más común— otras sensaciones que las de un amor metalizado.

La costumbre de no llamar prostituta más que a la mujer pública se halla tan arraigada y es tan general, que se considera como una calumnia y una ofensa a la moral y al pudor, aplicar aquel calificativo a cualquiera mujer que no se le pueda probar el ejercicio de un comercio público con su cuerpo. La justificación es bastante difícil... hasta en infinidad de casos de prostitución pública.


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Dedicatoria Introducción Carta prólogo de Juan Giné y Partagás
PRIMERA PARTE Cap. I Cap. II Cap. III Cap. IV Cap. V      
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Conclusiones Índice general
 
 
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