SEGUNDA PARTE

 
Capítulo Cuarto.

DIAGNÓSTICO (1).
 

Con la exposición de los síntomas hecha en el precedente capítulo, poco se necesita discurrir para fijar el diagnóstico de la enfermedad que estudiamos.

Este afecto, que en la nosología social se denomina prostitución, es de carácter maligno, por entrañar en sí el germen de enfermedades que, como el venéreo y la sífilis en el orden material y el libertinaje más desenfrenado en el orden moral, propenden a desgastar las fuerzas físicas e intelectuales del individuo, turban la armonía de las familias, relajan los vínculos de la amistad, aflojan los lazos del amor y destruyen los cimientos de toda sociedad civilizada.

Para conocer con más exactitud el diagnóstico de la prostitución y poner de relieve el carácter, hábitos y sentimientos de las prostitutas, vamos a extraer de nuestras notas médico-higiénicas, algunos casos clínico-sociales, tomados al vuelo, con el deliberado propósito que concebimos de estudiar un día la patología de ese lupus implantado en la faz de nuestra ciudad Condal.

Al practicas, luego de nuestro ingreso en la Comisión de Higiene especial, los primeros reconocimientos facultativos, llevábamos el ánimo predispuesto a encontrar en las mujeres sometidas a nuestra visita, una resistencia pasiva, cuando menos.

Creíamos sinceramente, que el desempeño de nuestra misión iría acompañado de una serie de actos violentos, en los que sería necesario hacer frecuente uso del fuero autoritario, y nos equivocamos por completo.

La mujer pública, en general, se somete al examen médico con buena voluntad, y no deja de conocer el inmenso bien que ha de reportarle, bajo todos los conceptos, la visita sanitaria bisemanal, a la que, por excepción, falta una que otra de aquellas infelices.

Es cierto que algunas, no comprendiendo su propio interés, —quizás por el temor de ser conducidas al Hospital,— procuran ocultar al médico su enfermedad, ora tapando con los dedos una úlcera implantada en el borde de sus partes sexuales, ora exprimiendo y lavándose el conducto de la uretra, momentos antes del reconocimiento, para disimular un flujo gonorreico, o bien vistiendo medias altas y calzoncillos con el intento de esconder una sifílides. Esto hemos notado de vez en cuando; pero las más, son francas en dejarse reconocer todas las regiones asequibles al contagio, y experimentan verdadera satisfacción después de la visita, dando las gracias al médico, a quien guardan toda clase de consideraciones.

La mujer pública, a pesar de que se la ve alegre, tranquila, risueña, amable y como satisfecha de sí misma, siente horror hacia su profesión y no hay día, ni momento, en que no piense abandonar su abyecto estado, lo cual efectuaría si no temiese el desprecio de la sociedad que la ha visto salir del lodazal del vicio.

La vista de la mujer honesta, enardece su sangre. Tiene celos de su honradez y envidia de su posición.

La prostituta, por más que aparentemente se presenta descarada, avergüénzase de su deshonra, y sufre de una manera atros, cuando encuentra a su paso una persona con la que hubiese tenido relación antes de pisar los umbrales de una casa pública.

En una visita a las salas de venéreo del Hospital, hemos observado a varias prostitutas pertenecientes a nuestro distrito cubrirse el rostro con la sábana al objeto de no ser reconocidas, y otras evitar todo lo posible el ser vistas, al encontrarlas, a nuestro paso, por la calle.

Es que al mirar al fondo de su conciencia la forma en que vive, siente la ramera remordimiento por su abyección.

El siguiente caso, como uno de tantos, viene a corroborar la verdad de nuestras aserciones.

Una mañana se presentó a nuestra visita para ser reconocida, en una casa pública, Francisca N., joven de 18 años, demostrando gran repugnancia a dejarse reconocer.

—¿Por qué te resistes al reconocimiento? le preguntamos.

—Es vergüenza señor médico, y no resistencia.

—No comprendo el motivo...

—Le conozco a usted demasiado, de cuando era yo una mujer honesta, y esto me da pena.

—¡Ah! es cierto; tú cosías de blanco en casa D. F. de T. ¿Y cómo has venido a parar aquí?

—Le contaré a usted mi historia en breves palabras.

"El Srto. B., que usted conoce, me llevó el año pasado a los bailes del Liceo, en compañía de mi mamá y hermana. Al final de cada danza, aprovechando la confusión, nos dirigíamos a un palco, mientras mi familia reposaba en unas butacas del anfiteatro.

Mi seductor empleó, para lograr su fin, toda clase de medios, incluso el juramento de casarse conmigo, y vencida mi débil resistencia, al empezar unos lanceros, me llevó al palco, en donde me entregué a su completa voluntad.

Desde aquel día no he vuelto a ver al Srto. B., quien partió inmediatamente para París, a finalizar sus estudios —me dijeron.—

A los pocos días me sentí mala; fui a consultar mi dolencia a un farmacéutico, que con sus ungüentos y depurativos agravó la afección, en términos, que casi no podía andar. Consulté a un médico y me dijo que mi enfermedad era grave y de larga curación. Era una afección sifilítica que me había comunicado el Srto. B., el primer hombre con quien había tenido relaciones.

Agotados mis recursos, convenimos con mi madre la entrada en el Hospital, ignorando aquella mi clase de enfermedad y yo lo que era un departamento de venéreos. Allí me dirigí y ¡cuál fue mi sorpresa al verme en una sala rodeada de mujeres públicas, escoria de la prostitución, en medio de una atmósfera viciada, y oyendo las sangrientas chanzonetas de practicantes y enfermas que, conociendo mi estado, escarnecían el pudor que aún conservaba!

Adquirí amistad con el número 3, —en el Hospital el apellido se convierte en número, que es el correspondiente a la cama que ocupa la enferma— una desgraciada en vías de curación, y al salir me ofreció su casa, diciéndome, que si después de curada quería ir a ella, estaba segura de que su ama me admitiría gustosa y ganaría mucho dinero.

Salí, por fin, del Hospital, en donde estuve tres meses incomunicada, sin saber de la familia, y me dirigí a mi casa.

Mi madre había fallecido de pena al saber mi deshonra y mi enfermedad; mi hermana acababa de ingresar en un convento para ocultar su vergüenza; habiendo contribuido a la muerte de mi madre, —supe por una vecina— la noticia que recibieron de que yo había fallecido en el Hospital en la sala de prostitutas.

Bajo el peso de tales revelaciones, y recordando las señas que me diera en el Hospital mi compañera de enfermedad, me dirigí a esta casa, no habiendo sufrido otro reconocimiento que el de la Inspección."

La joven cuya historia acabamos de referir era, antes de su enfermedad, una mujer hermosa, de carácter linfático-nervioso, tez morena, ojos grandes rasgados, buena estatura, graciosa en el vestir y amable en el trato.

Al encontrarla en nuestra visita, se hallaba desfigurada física y moralmente, no conservando de su hermosura más que la gracia de sus ojos.

Pronto adquirió los hábitos de la corrupción, y seis meses después le expedíamos la baja para el Hospital, en donde falleció al poco tiempo, víctima de una tisis pulmonar.

Respecto a los sentimientos religiosos, los siguientes hechos revelan el arraigo que aquellos tienen en el corazón de la prostituta:

Durante nuestra visita médica se sintió la campanilla del Viático, y como movidas por un resorte, corrieron las prostitutas al balcón, que no obstante hallarse cerradas con llave las persianas, se arrodillaron tras éstas con todo el fervor y compunción de la mujer más creyente.

Muchas son las casas cuyas mujeres veneran a tal o cual Santo, al que elevan sus oraciones para que interceda por su salud, pues les horroriza pasar al Hospital.

A una joven le preguntamos por qué tenía encendida la lámpara a San Daniel, y nos contestó con toda la sencillez e íntima convicción: "porque he observado que no encendiéndola, apenas viene ningún hombre."

Otra joven quemaba una vela al Santo dos horas diarias, desde el día en que se hacía a la mar su amante, hasta que por los periódicos sabía la feliz arribada del vapor a Filipinas.

Es que la semilla de las creencias religiosas sembrada por las madres, echa profundas raíces en el corazón de la niña, quien, cuando mujer, aun en medio de su degradación, practica intuitivamente los actos religiosos que le recuerdan una época de pureza y de felicidad suprema.

La mujer pública, aun cuando se muestra altiva y orgullosa con los que la denigran, escucha benévola los consejos de la persona que le haba con cariño; y si en la cárcel, en el hospital y aún en su misma casa, se le habla del error en que vive, si se le hace comprender la posibilidad de renacer a la virtud, abandonando el vicio, siéntese conmovida, su pecho se dilata y llega a verter lágrimas de arrepentimiento. ¡Cuántas víctimas se arrancarían al desorden, si la caridad llevara su bálsamo de consuelo al interior de esos antros de libertinaje!

La causa que decide a la mujer a abrazar la degradante profesión de prostituta, es algunas veces muy leve, y estamos convencidos de que un centro benéfico bien organizado, lograría por medios suaves sacudir el afrentoso yugo de una gran parte del personal de la prostitución.

La siguiente historia que nos refirió una joven inscrita, es palpable muestra de lo que acabamos de decir: la causa de su deshonra fue asaz débil, atendidos los medios que el seductor había empleado, y con facilidad, por un acto benéfico, pudo arrancarse a la prostitución aquella víctima, aun después de ocho años de libertinaje:

Luisa M. es una joven rubia, de temperamento linfático, constitución endeble, con tendencia al escrofulismo. Su edad frisa en los 25 años, y hace 6 que ingresó en la prostitución, inscribiéndose en el padrón de mujeres públicas de esta capital hace 4 años, después de haber ejercido más o menos tiempo la prostitución clandestina. Como veremos luego, hará 18 meses se dio de baja para vivir honestamente.

Sus padres eran sencillos labradores, y la educación que dieron a su hija estaba basada en una pureza de sentimientos propios de esa gente rural, cuyo bienestar le cifran en el trabajo del campo, y que sin afectación ni fanatismo cumplen con los deberes de la religión cristiana.

Luisa ayudaba a su padre en las labores del campo y a su madre en los quehaceres domésticos, y no se le conocía ningún vicio, como no fuese un desmedido afán por las golosinas. "Nunca quería comer —nos ha dicho— más que arrope, carne de membrillo, miel y uvas pasas."

Luisa contaba ya 17 años, cuando el día de la fiesta mayor del pueblo, hablando con una moza natural del mismo, sirvienta en la capital de la provincia, le preguntó si le tendría mejor cuenta servir que no trabajar en el campo; a lo cual contestó la interpelada, que le sería mucho más ventajoso lo primero.

Desde luego determinó Luisa buscar una casa en la capital, a cuyo efecto obtuvo de sus padres permiso, sin obstáculo alguno, ya que les quedaba otra hija de catorce años.

Instalada en la ciudad, cumplía Luisa las órdenes de sus amos, que eran un empleado del Gobierno, con su consorte e hija, los cuales estaban celosos del buen comportamiento de su nueva sirvienta. Ésta, cifraba su afán tan sólo en tener contentos a sus señores.

Frecuentaba la casa un militar de mediana edad, buen mozo, amigo de la familia, quien desde luego empezó a requebrar de amores a la joven Luisa, cosa que tanto ésta como sus amos tomaban a broma.

Al poco tiempo el militar convirtiose en un loco enamorado, y procuró por todos los medios posibles seducir a Luisa; pero ésta resistía a todo ardid y violencia, y ni a una legua dejaba que su perseguidor se le aproximara.

El hijo de Marte hallábase violentado al ver que a Luisa no le tentaba ni el oro, ni los vestidos, ni las joyas, ni nada. Un día por casualidad llevaba el seductor unas almendras de azucaradas, y al despedirse de Luisa se las ofreció, quien, sin ni siquiera darle las gracias, las devoró con afán.

Sospechó el militar que la parte flaca de Luisa era la afición a los dulces y decidiose a atacar por este flanco. Hoy la llevaba pastelillos, mañana almibarados dulces, el otro rica gragea, hasta conseguir por este medio el que Luisa se mostrara mucho menos esquiva.

Enterados los amos de lo que ocurría y temiendo un compromiso, despidieron desde luego a Luisa, que pasó desde la casa del empleado a servir en una de huéspedes, estudiantes casi todos.

El militar no cesó de perseguir a Luisa, y le vino el cambio como pedrada en ojo de boticario, pues se trasladó de huésped a la casa donde servía su adorada.

La joven continuaba resistiendo las seducciones; pero golosa en extremo, no podía desechar una caricia de su amante, si ésta iba acompañada de un pastelillo o de una pera cándida.

Una noche, por fin, logró el militar vencer la fortaleza, disparando sobre la misma con bala rasa en forma de ricas almendras de Arenys.

A los nueve meses Luisa expiaba su falta en el hospital, con un alumbramiento que le tuvo en el dintel de la muerte.

La pérdida de su hijo, por una parte, y la enfermedad puerperal, por otra, agostaron en flor las ilusiones de Luisa, y al verse, a la salida del benéfico Asilo, abandonada de su seductor y señalada como blanco, por su deshonra, se dedicó a la prostitución clandestina y luego fue inscrita por orden gubernativa.

Después de contarnos la precedente historia, rodaron dos gruesas lágrimas por las pálidas mejillas de Luisa, y terminó su narración, manifestando vehementes deseos de volver a una vida honesta.

Hace dieciocho meses que una señora viuda, sabedora de las vicisitudes de aquella infeliz, la sacó de la abyección, y poniéndola a su lado, hizo educarla convenientemente, y hoy Luisa es la camarera de la casa, portándose de una manera digna y ejemplar, como si jamás hubiese conocido el vicio.

Respecto a la decencia pública, las prostitutas conservan generalmente instintos de pudor, por más que algunas se hallan tan pervertidas, que sólo por la fuerza obedecen las leyes del decoro. Con el médico que practica los reconocimientos se muestran muy recatadas, pues a pesar de que en el acto no suele haber más que el ama y muchas veces tan sólo el profesor, antes de presentarse se calzan las medias y se tapan los pechos, que sólo descubren por mandato de aquel, cuando conviene practicar un escrupuloso registro.

Parece extraño que las prostitutas sean más recatadas con su propio sexo que con los hombres. Sobre todo al lado de la mujer honesta, procura la ramera ser pudorosa en el vestir. El registro sanitario no les gusta sea presenciado por sus compañeras, pero no ponen obstáculo alguno en enseñar las partes sexuales ante uno o más hombres, médicos, practicantes u ordenanzas que acompañen al profesor higienista.

El carácter de la mujer pública es veleidoso, inconstante y holgazán. Divide el día en tres períodos: la mañana la pasa durmiendo, la tarde componiéndose y la noche en vela.

Como son pocas las que sepan leer, apenas veréis en las casas públicas libros de ninguna clase. Por el mismo motivo, como no sean casas de primera categoría, no pidáis tintero, pluma ni papel; si algunas lo poseen se halla en estado inservible.

Las que saben leer son aficionadas a la novela. Este género de literatura —según expusimos al ocuparnos de las causas de prostitución— prevalece muchísimo en las casas de tolerancia. En una de éstas, existía una joven que llamaba grandemente nuestra atención por hallarse embebida en la lectura siempre que íbamos a practicar el reconocimiento facultativo. Un día le preguntamos si su afición a las novelas databa ya de cuando era mujer honesta, a lo cual nos respondió: ¡Ojalá mis padres no me hubiesen enseñado a leer, que yo no habría conocido el suplicio de la prostitución!

Siendo nuestro más bello ideal la instrucción de la mujer, precisamente como medio de extirpar la prostitución, nos desconcertó la interjección de aquella joven, que afirmaba todo lo contrario.

Comprendiendo nuestro atonismo ante tal afirmación, nos contó juia su historia, para probar la verdad de lo que acababa de decir.

"El día 15 de abril del año 1856 —empezó diciendo— vi la luz en la hermosa ciudad de Valencia; y siendo mis padres honrados comerciantes, que ocupaban una posición bastante desahogada, excusado es decir la educación esmerada que me darían. Hija única, pasé la infancia en medio de toda suerte de mimos y contemplaciones. Llegué a la pubertad, época en que deseando mis padres darme una instrucción bastante sólida, fui llevada a un colegio, en donde me colocaron a media pensión.

Adquirí relación con tres señoritas pensionistas de mi edad y todo nuestro afán era hablar de amores y de casamientos, dando rienda suelta a nuestras ilusiones juveniles.

Al salir, a los dos años, del colegio, conocí a un joven estudiante de medicina, que empezó a requebrarme de amores, y en el paseo, en el teatro y en la calle buscaba todas las ocasiones de dirigirme la palabra; pero yo no podía corresponderle francamente, pues por mi poca edad mis padres se oponían a nuestras relaciones.

No contrariada en lo más mínimo, como no fuera en mis amores, dábanme todos los cumplimientos y se me dejaba malgastar el tiempo como mejor me pluguiera. Así es, que todo mi afán era copiar modelos de cartas amorosas y leer cuantas novelas llegaban a mis manos.

La amistad que había contraído con Aurora, Paquita y Cosuelo en el colegio, se reanudó en una tertulia que todos los jueves se celebraba en casa de la primera, y a la que me acompañaba mi madre.

Siendo aquellas jóvenes hijas de familias acomodadas de Valencia, ningún obstáculo puso la mía en que nos frecuentáramos a menudo. Así es que, hoy en casa de Aurora, mañana en la de Paquita, otro día en la de Consuelo o bien en la mía, nos reuníamos las cuatro amigas; todas alimentábamos en nuestro pecho una pasión que tenía más de ilusoria que de real, y más de sensual que de platónica.

Aficionadas extremadamente a la lectura, por mediación de un joven dependiente de la casa de Consuelo nos proporcionábamos cuantas novelas eran de nuestro gusto. La mayor parte de estos libros, por ser altamente inmorales, los leíamos a escondidas.

Cuando el dependiente le entregaba a Consuelo un libro inmoral, ella nos lo facilitaba después de haberlo leído, con la mayor reserva; y usted comprenderá, señor doctor, el efecto que produciría en nosotras aquella literatura, cuyos autores no quiero a usted citar.

Bástele decir que algunos libros estaban plagados de las láminas más obscenas y en sus páginas se aplaudía el más desenfrenado libertinaje. Puedo asegurarle que si en medio de aquella voluptuosa lectura, cualquier hombre se hubiese acercado a mí con intenciones seductoras, me tenía a su completa disposición; lo que fatalmente no tardó en suceder.

Durante mi estancia en el colegio aprendí, entre otras cosas, la música y me dediqué al piano; pero después de algún tiempo lo había casi olvidado, cuando un día manifesté a mis padres el deseo de reanudar mis lecciones. Se me compró un rico piano Erard y se me facilitó un profesor que venía todas las mañanas a tomarme la lección.

Frisaba el maestro de piano en los 50 años; de figura arrogante, alto, rubio, sedoso bigote, elegante en el vestir y de un trato dulce y afable; presto cautivó mis simpatías. El señor X, no tardó en leer en mis ojos los sentimientos eróticos que me dominaban, pero atendida mi posición, guardaba conmigo las más delicadas y honestas atenciones.

Embebida una mañana en la lectura erótica de un libro francés vertido al español, en el acto de llegar el señor X, sentí una desazón en mi cuerpo que no sabía a qué atribuir, pero que mi imaginación exaltada tradujo por una pasión amorosa de carácter impúdico.

Ante la vista del maestro procuré dominarme. Mas él, aprovechando mi estado, empezó por lanzarme algún requiebro, que, en medio de mis lúbricos pensamientos, tomé por una declaración. Él avanzó; yo intenté retroceder, y no pude. Sentí como un vértigo y me eché en brazos del señor X. Restablecida en el momento, aún podía evitar las consecuencias de aquel acto, pero no me fue posible; presa de un ardor febril, incité, en vez de calmar, al maestro del piano, que se gozó en dar pábulo a mis instintos, tronchando la flor de mi inocencia.

Desde aquel día la lección de piano se convertía en un acto de libertinaje. Y no es que sintiera por el señor X una pasión amorosa; veía tan sólo en él a la persona que satisfacía mis deseos y nada más.

Por una coincidencia, mi madre nos sorprendió una mañana en mitad de aquella escandalosa escena.

El asombro no pudo ser más grande. El maestro fue arrojado en el acto y yo encerrada en un convento, del que logré evadirme gracias a mi seductor, señor X, quien se fugó conmigo y me llevó a Italia, estableciéndonos en Turín.

Mi familia logró que abandonara aquella vida licenciosa —conste que al señor X le era sumamente infiel— y volví al lado de mis padres.

Un revés de fortuna causó la muerte del autor de mis días, y mi madre sobrevivió poco tiempo a aquella catástrofe, que nos dejó sumidos en la miseria.

Muerta mi madre, me amancebé con un músico de regimiento, quien me abandonó por infidelidad mía. Entonces me entregué a la prostitución en Zaragoza y luego aquí, en donde hace ocho meses me hallo inscrita en el padrón de la Higiene.

A mis amigas les sucedió poco más o menos lo que a mi. Aurora fue seducida por un capitán de lanceros, con quien caso y enviudó al año. Ahora vive amancebada, pero a disposición de tres o cuatro amigos. Su familia la abandonó por completo.

A Paquita la sedujo un pintor; luego se entregó al primero que solicitaba sus favores y murió loca en un manicomio.

Consuelo, cuyos padres, del comercio, sufrieron, como los míos, un revés en sus intereses, se halla al frente de una casa pública en Madrid, después de haber pasado dos años haciendo vida de cortesana, en medio del lujo más fastuoso.

Ya ve usted, señor médico, a lo que conduce la lectura inmoral y cuán cierto es lo que le dije al principio, de que la instrucción fue la causa primordial de nuestra perdición."

Respecto al sentimiento de afectividad, no carecen de él las prostitutas. A pesar de su carácter veleidoso, no se muestran insensibles al amor, aun cuando obedezca generalmente esta pasión a un extraño capricho. La mayor parte de las mujeres públicas se someten incondicionalmente al amante que eligen y aguantan de él todas las impertinencias y malos tratos.

En el hombre que aman no buscan la virtud ni tampoco la hermosura varonil; prefieren, a un joven timorato y de costumbres austeras, uno valiente, jugador y calavera. Esto es lógico: la abyección en que vive la ramera necesita un equivalente, que es el vicio, y la cobardía propia de aquellas mujeres, ha de buscar apoyo en el valor físico del hombre.

El deseo de lucrar hasta los últimos tiempos del embarazo es causa, entre las prostitutas, de multiplicados abortos. Por más que exista una absoluta necesidad de trabajar para atender al sustento, nunca le podrá servir a la mujer pública este motivo, como circunstancia atenuante del acto criminal que ejecuta al provocar el aborto o parto prematuro, que si puede ser espontáneo y constituir un proceso patológico cuya causa radique en los brutales atropellos de que es víctima la mujer durante su gestación, algunas veces se verifica dicho acto con premeditación y alevosía. Este crimen es, por desgracia, más frecuente aún en la prostitución privada que en la pública, y particularmente entre las cortesanas.

Con menos frecuencia se observa el infanticidio, por dos motivos muy poderosos. El primero, por el fundado temor que se tiene a la justicia, y en segundo lugar, porque la mujer, sin distinción de clases ni condiciones, al ser madre, concentra su vida toda en el nuevo ser; la fuerza de este motivo sobrepuja casi siempre a la del primero

Tan sólo la imposibilidad de atender a su subsistencia, obliga a la prostituta, con todo el pesar de su alma, a desprenderse del recién nacido para llevarlo a la Inclusa, alimentando la esperanza de que un día quizás aún pueda acariciar al hijo de sus entrañas.

La mujer pública se halla sujeta, como todas la de su clase, a enfermedades especiales que tienen su asiento en el delicado órgano gestativo; pero relativamente —aun cuando parece debiera suceder lo contrario— la mujer honesta, sobre todo si es casada, se halla más propensa a enfermar de la matriz que la prostituta.

La causa de este hecho radica —según nuestro criterio— en que la mujer honrada concentra su vida toda en el útero, en cuyo órgano se reflejan así las emociones que experimenta en los estros conyugales, como las pasiones deprimentes debidas a un puerperio delicado, a una lactancia difícil, a la pérdida de un hijo, a la muerte del esposo o a las mil contrariedades que pueden surgir en el seno de la familia; de cuyas vicisitudes hállase exenta la prostituta, que procura dar reposo al órgano gestador a fin de evitar toda clase de enfermedades que la inhabilitarían para continuar ejerciendo su degradante oficio.

La mujer pública —observa Parent-Duchâtelet— a pesar de sus excesos se halla menos predispuesta a enfermar que las otras mujeres, y cuantos hayan tenido ocasión de visitar a un determinado número de prostitutas, han de haber observado que son raras en ellas las congestiones cerebrales, las dispepsias y otras enfermedades graves del sistema nervioso, tan comunes en la mujer honesta; lo cual le hace exclamar al higienista francés: ¿será tal vez más nociva a la salud una vida sedentaria que una vida de desorden y de actividad?

Creemos, con dicho autor, que para apreciar debidamente la influencia de la prostitución sobre la salud de las mujeres, sería preciso seguir observando durante largos años la naturaleza de aquellas desgraciadas; cosa imposible, pues en la mayor parte, la prostitución es tan sólo un episodio de su vida, un estado pasajero; desapareciendo de nuestra vista la ramera, luego que cesa en el ejercicio de su profesión y muchas veces antes. Por lo tanto, a ningún resultado práctico puede conducirnos la supuesta inmunidad patológica de la prostituta.

Reasumiendo el presente capítulo, hemos de confesar que la fisonomía de las costumbres públicas en Barcelona, revela una gravedad en el diagnóstico de la prostitución, tanto más temible, cuanto que siguiendo esta plaga por los senderos actuales, las consecuencias han de dar lugar, forzosamente, a la depauperación de las fuerzas vivas de nuestra capital.
 
 
Notas bibliográficas.

(1) La palabra diagnóstico (derivada de d i a , a través, y de g i n v s k w t a , yo conozco) se aplica a la parte de la Patología que tiene por objeto la distinción de las enfermedades.— (Tratado de Patología general, por el Dr. García Solá.— 3ª edición, 1882)


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