Scripta Nova.
Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. 
Universidad de Barcelona. [ISSN 1138-9788] 
Nº 32, 1 de enero de 1999. 

LOS IDOLA EDUCATIVOS DE LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN
 
Jesús Romero Morante1 



Resumen
 

El equipamiento de las escuelas con ordenadores, y actualmente su conexión a Internet, han sido urgidos por una batahola de soflamas, según las cuales la familiarización del alumnado con estas tecnologías es la principal y casi única garantía de una futura inserción sociolaboral óptima. Por añadidura, existiría poco menos que una relación suficiente y necesaria entre su aprovechamiento como recurso didáctico y la mejora cualitativa de los procesos de enseñanza-aprendizaje, gracias sobre todo a sus supuestas excelencias para impulsar el desarrollo intelectual de niños y adolescentes. Estos dispositivos son herramientas poderosas, con una utilidad educativa sin duda nada desdeñable. Pero su conversión en panacea supone una distorsión que oscurece dimensiones críticas del asunto. La renovación pedagógica parecería así un problema técnico, cuando la dinámica innovadora, de lograrse, no está inscrita en ningún artilugio sino en su contexto de uso. De igual manera, una lectura simplista de las relaciones entre producción, formación y empleo conduce a explicar las situaciones de inactividad forzada, o de actividad alienante y precaria, en términos de inadecuación o falta de preparación individual, "olvidándose" prestar atención a las características estructurales del mercado de trabajo y a las estrategias de los empleadores. En este artículo se procurará desvelar la falaz inconsistencia de estos discursos.



 

En noviembre de 1995 la Fundación Santillana celebró en Madrid --en la sede de la Organización de los Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura-- su X Semana Monográfica, dedicada en esta ocasión al tema "Aprender para el futuro: educación y desarrollo". Dirigía las jornadas Ricardo Díez Hochleitner, Presidente del Club de Roma, y en la lista de participantes figuraban, junto a expertos de varios países, algunas personalidades públicas destacadas como el Director General de la Unesco. Pues bien, en una de las ponencias sometidas a discusión, una representante de la Fundación Bertelsmann alemana lanzó a la audiencia afirmaciones de este tenor: "En el siglo XXI el futuro se nos vendrá encima antes de que nos demos cuenta. La sociedad y la economía experimentarán una importante transformación que tendrá lugar a velocidad asombrosa. Y ese cambio se verá impulsado por la tecnología de la información y la comunicación. (...) En este contexto, preparar a las próximas generaciones para los cambios que se nos vienen encima se convierte en una de las máximas prioridades de la educación". Para encarar este reto sería forzoso reconocer que "las herramientas de la información son las únicas que nos ayudarán a adquirir las cualificaciones que necesitamos", por lo cual las instituciones docentes habrían de adaptarse con apremio y sin vacilación a los emergentes escenarios definidos por ellas (Hamm, 1996: 91-92). En cualquier caso, debería quedar claro que "las nuevas tecnologías pueden conseguir mucho más. Pueden servir como motor para acelerar la reforma educativa. De hecho, pueden sentar las bases para un nuevo enfoque a la pedagogía y a una educación innovadora" (sic), dado que gracias a ellas se tornaría viable "ampliar e intensificar la experiencia de aprendizaje; mejorar los métodos de instrucción y enseñanza, y hacer que las estructuras y la comunicación resulten más eficaces" (p. 93-94).

La elección de tales declaraciones como pórtico de este artículo quizá parezca un tanto arbitraria, pero desde luego no es gratuita. Y no lo es por la sencilla razón de que esas palabras aciertan a resumir los términos principales del discurso dominante que ha presionado en favor de la entrada de los ordenadores en las aulas y, más recientemente, de la conexión de los centros a Internet. La propagación de este género de argumentos se ha visto favorecida, sin duda, por la fascinación social que despiertan todos estos inventos. Una fascinación alimentada por la insistencia publicitaria en sus enormes y cautivadores beneficios potenciales para todos los campos, incluido el formativo, y llevada de la mano por las abundantes profecías que imaginan saber cómo será el futuro y, en consecuencia, en dónde deben invertirse los esfuerzos en el presente para no perder el tren del "progreso". No obstante, el éxito de unas ideas no garantiza la consistencia de sus respaldos conceptuales. A mi juicio, las proclamas citadas constituyen un buen ejemplo de correlación negativa, demandadora de una discusión racional.

Me apresuro a anunciar, con el fin de evitar equívocos, mi pleno convencimiento de que los ordenadores y las redes electrónicas admiten usos muy provechosos para los y las estudiantes y sus profesores, que convendría no malograr. Mas si acepto esta premisa básica, ¿qué sentido tiene entonces la revisión crítica sugerida?. En defensa de su pertinencia apelaré a la necesidad de poner en cuestión esa operación consistente en transubstanciar problemas sociales (de ordinario complejos) en problemas técnicos, de tal suerte que buscando "soluciones" técnicas se cree poder atajarlos. Semejante conversión se me antoja perversa. En primer lugar, porque impide la formulación de preguntas que deberían ser planteadas. En segundo lugar, porque la ilusión de estar haciendo algo acaso oculte a la postre el escamoteo de dimensiones esenciales del problema. Al no enfrentarse a ellas, la secuela más probable es su mantenimiento indemne. Valgan como prueba las conclusiones de investigaciones emprendidas en diversos países, incluido el nuestro, con el propósito de evaluar la repercusión real alcanzada por los macroproyectos gubernativos de inserción curricular de estos artilugios (para el caso español, véase Escudero, 1992 o Cabero et al., 1993). En líneas generales se constata no sólo el escaso empleo de estos aparatos como medio didáctico en las distintas asignaturas escolares, sino también una incidencia innovadora muy limitada. Esta circunstancia debería ser suficiente para considerar en serio la posibilidad de que el acento se haya puesto, al menos parcialmente, en el lugar equivocado. La confirmación de la sospecha implicaría que se están malgastando energías preciosas; y la mera duda al respecto es ya un motivo sobrado para escudriñar con calma tales inclinaciones. Existe, empero, otro motivo tanto o más importante.

La simplicidad constitutiva de unas opiniones no quiere decir que su difusión sea asimismo ingenua. En especial si las administraciones las elevan a la categoría de eje retórico de sus políticas educativas, presentándolas sin mayores dispendios declarativos como certezas de sentido común, con la aquiescencia de grupos significativos de la colectividad. Las aparentes evidencias son el vehículo predilecto de la ideología, entendiendo aquí por tal la conexión de un significado con la legitimación de intereses sectoriales, con vistas a enturbiar la comprensión de las condiciones de la vida social. Cuando lo asumido como obvio supone la reducción unilateral de asuntos con múltiples aristas, el peligro de que el discernimiento de los agentes implicados sufra la constricción de distorsiones ideológicas se vuelve real. En esa tesitura, el debate en torno a los males que aquejan a la enseñanza puede verse grave y tendenciosamente tergiversado, de tal guisa que se consientan actuaciones cuya bondad dista de ser nítida. ¿Cómo explicar de otro modo --permítaseme adelantar un botón de muestra-- el énfasis de los responsables en ejercicio del Ministerio de Educación y Cultura en la capacitación computacional y telemática de los maestros, simultaneado con la poda de la red de Centros de Profesores y Recursos (CPR)2?.

Francis Bacon llamó idola a todas aquellas nociones que ofuscan la inteligencia y dificultan el pensamiento racional. Leídos los preliminares, no sorprenderá a nadie que encuentre en el discurso dominante del que hablaba más arriba la impronta de algunos ídolos vigorosos. En los párrafos posteriores procuraré dejar al descubierto su carácter delicuescente, cuando no mistificador.
 
 
1. Los ordenadores y la preparación para la vida socio-laboral
 
 
Las alocuciones tecnólatras resultan paradójicas en su superficie: a la par que profetizan bienaventuranzas edénicas, amenazan con el fuego eterno a los incautos que se descuelguen. Gilman (1985: 51), por ejemplo, asegura que si la escuela no responde adecuadamente a las "exigencias" del siglo XXI, sus actuales inquilinos se van a encontrar al abandonarla "desastrosamente huérfanos de los conocimientos, técnicas y actitudes esenciales para sobrevivir económica y socialmente en ese mundo. (...) El milenio va a empezar estemos o no preparados para ello, y los cambios que van a dominarlo han comenzado ya. Si no somos capaces en el corto espacio de tiempo que nos queda, de refundir nuestro sistema educativo en el molde que las corrientes avanzadas del cambio están ya abriendo en nuestro sociedad, acabaremos perdiendo la carrera del futuro, viéndonos relegados por las naciones avanzadas del mundo". Semejantes avisos, de tintes sombríos, que en verdad consiguen asustar a los padres de los alumnos, se han revelado como un eficaz procedimiento de presión en favor del equipamiento de los colegios, para satisfacción de fabricantes y vendedores de ordenadores. Situada esta tecnología --se nos dice-- en el centro de las grandes mudanzas a las que asistimos, la pericia con ella deviene imprescindible para afrontar con garantías la integración socio-laboral.

Según Alvin Toffler, uno de los visionarios de la nueva era, una imagen del mañana toscamente inapropiada empujará a la escuela por derroteros contraproducentes para la juventud. Con una intención bastante diferente a la suya, podemos escudarnos en la misma frase y examinar esa propaganda que vende la instrucción informática como la medicina ideal contra el hambre de empleos. Justo es advertir previamente sobre la inexistencia de certidumbres en un campo que tanta preocupación suscita, dada la imposibilidad de prever adecuadamente la posteridad: aunque no está libre de determinaciones, sólo adquirirá sus perfiles al construir el presente, y en esta encrucijada --no hace falta recordarlo-- coinciden visiones diferentes sobre el rumbo a tomar. Las prospectivas glosadas no describen lo venidero; intentan coadyuvar a su conformación de acuerdo con alguno de esos programas.
 

Augurios tecnológicos y realidades económicas
 

La discusión subsiguiente necesariamente ha de ser encuadrada en la problemática genérica que atañe a las relaciones entre la educación formal y el mundo del trabajo. Es ésta una cuestión recurrente, aunque sin duda su resonancia social ha ido amplificándose a medida que las cifras del paro juvenil se disparaban. Como bien apunta Apple (1992: 116), "en unos momentos de severos problemas económicos, los padres tienden a sobreestimar lo que las escuelas pueden hacer por sus hijos". De este modo, las miradas se giran a menudo hacia ellas en busca de responsabilidades. Es, en efecto, opinión muy extendida aquella que alude a la falta de adecuación entre la preparación impartida y los requerimientos del mercado laboral, encontrando en esa deficiente conexión uno de los desencadenantes fundamentales de la situación que sufren los jóvenes. Después de todo, algunos economistas no titubean al afirmar que "una parte importante del desempleo se puede achacar a reajustes de mano de obra, con excedentes de cualificaciones desfasadas y déficits en las nuevas" (Castaño Collado, 1994: 53). La receta se desprende por sí sola.

Sin embargo, sostiene Sanchis (1991: 108), tal creencia "no concuerda con las conclusiones de la mayor parte de la literatura especializada, al menos en dos sentidos: 1) la tasa general de paro tiene muy poco que ver con el nivel educativo medio de la población, por lo que las repercusiones del incremento del mismo sobre ella serían en todo caso muy modestas; 2) si pudiera lograrse el ajuste perfecto entre sistema educativo y sistema productivo --objetivo que queda fuera del alcance hasta de la economía planificada más eficiente que imaginarse pueda-- a lo máximo que se llegaría es a eliminar la demanda de trabajo insatisfecha, cuya entidad en relación con el excedente de oferta de trabajo resulta irrelevante"3. Abordando el asunto a nivel agregado, el tan difícil tránsito de un ámbito a otro no puede atribuirse a carencias en la formación inicial de este colectivo generacional, bastante superior a la de los adultos en activo. Por el contrario, el desajuste efectivamente existente entre ambos "denota más la incapacidad del sistema productivo para ofrecer puestos de trabajo satisfactorios a todos los jóvenes que abandonan el sistema educativo con titulaciones cada vez más altas, que la incapacidad de estos para ocupar empleos sofisticados" (p. 173). Ahora bien, este rasgo global podría ser compatible con la existencia de cuellos de botella en subsectores específicos, tal vez en los más afectados por la acelerada innovación tecnológica que acompaña a la internacionalización competitiva de las economías. Conviene detenerse entonces en este punto, pues a su través entramos de lleno en el tema que nos interesa aquí: el impacto del ordenador sobre las cualificaciones laborales, y los ecos que del mismo puedan llegar a la institución escolar.

La naturaleza de los efectos del cambio tecnológico sobre la estructura ocupacional ha sido objeto de una larga, y en absoluto cerrada, controversia, que arrastra tras de sí un número de estudios ya considerable4. Con tales antecedentes, no son admisibles las afirmaciones categóricas, unilineales y no apoyadas en evidencias suficientes. Cierto es que algunas de ellas, como las reproducidas más arriba, encuentran respaldo en una de las dos grandes interpretaciones que han dominado el panorama investigador durante las últimas décadas. Me refiero, en concreto, a una conocida aplicación del enfoque neoclásico: la teoría del capital humano, quizá la expresión más acabada de las visiones optimistas que constituyen uno de los polos del debate. Formulada en Estados Unidos a mediados de la década de 1950, viene a sostener básicamente que el crecimiento económico depende del desarrollo tecnológico, que a su vez eleva el nivel de destreza precisado por los puestos de trabajo. De ahí la necesidad de ampliar y mejorar la escolaridad, y de conminarla a seguir el ritmo de los adelantos.

No obstante, estos planteamientos quedaron muy pronto en entredicho al verse refutados por los propios hechos: el paro o subempleo de titulados que ha seguido a la masificación de la oferta educativa pública en los países industrializados; la constatable pérdida de complejidad de muchas tareas como consecuencia de la modernización técnica y, paradójicamente, su desempeño por personal con mayor bagaje formativo, etc. En este contexto, las obras de Braverman, Freyssenet y otros autores de inspiración marxista publicadas durante los años 70 dieron cuerpo a una tesis bien distinta. Su punto de partida era el "olvido" por parte de la teoría del capital humano de que el desarrollo tecnológico se inscribe dentro de unas relaciones sociales de producción dadas. Desde la perspectiva empresarial, la mayoría de las innovaciones ha perseguido parcelar los trabajos para simplificarlos e intensificar su control. Resulta así más sencillo encontrar mano de obra en el mercado y abaratar su coste, al tiempo que se debilita el poder de la plantilla ante la dirección, al ser fácilmente sustituible. Bajo estas coordenadas, el maquinismo y la automatización no enriquecen la actividad, sino que acentúan el proceso de descualificación en marcha bajo el capitalismo y la polarización que acarrea, esto es, la sobrecualificación de una minoría que acapara los saberes arrancados a una inmensa mayoría, relegada a labores repetitivas y de pobre contenido, con independencia de sus capacidades y de los requisitos fijados para su contratación.

Las transformaciones más recientes, en las que la informática tiene un especial protagonismo, han sido analizadas también con las herramientas conceptuales de ambos enfoques. De hecho, el primero ha vuelto a resurgir tras el duro varapalo recibido. Así, Castaño Collado (1994: 50) defiende que "la estructura de ocupaciones tiende a abandonar la forma de pirámide clásica, de amplia base descualificada y semicualificada, típica del taylorismo y la producción en cadena. La estructura de ocupaciones de los sectores de tecnología avanzada tiende a adoptar una forma de naranja como consecuencia del crecimiento de las ocupaciones de mayor nivel, la reducción de las de menor nivel y el hecho de que la mayor cantidad de empleos se sitúen en los niveles medios de cualificación. Los puestos descualificados se automatizan, predominan las ocupaciones de nivel intermedio y en general se requiere mayor nivel de formación (...). La polarización ocupacional entre los más cualificados y los descualificados es típica del sistema tecnológico anterior."

El argumento subyacente, expresado en términos un tanto esquemáticos, viene a ser el siguiente. No sólo están apareciendo nuevas profesiones directamente relacionadas con el tratamiento automático de la información, sino que además, dada su condición de innovación de proceso que se introduce asimismo en las maneras de producir los bienes y servicios tradicionales, va a ser muy común tener que tratar con ordenadores en un grado u otro. Al ser dispositivos altamente sofisticados en su funcionamiento interno, su manejo conlleva una mayor dificultad, por lo que se hacen necesarias mayores competencias, que debe asegurar fundamentalmente la escuela.

Las premisas son incuestionables. Lo que no está tan claro es que de ellas se deriven desempeños de complejidad creciente que demanden densos conocimientos de hardware y software para poder desenvolverse. En favor de esta conclusión se aduce el veloz engrosamiento de las filas de analistas, programadores, ingenieros de sistemas, etc.; sin embargo --recuerda Fernández Enguita (1992)--, suele pasarse por alto que, dado su carácter minoritario, tal incremento no altera sustancialmente la composición global de la fuerza de trabajo. De atender a las detalladas proyecciones de la Oficina de Estadísticas Laborales de los Estados Unidos, el paraíso de la high tech, el grupo de ocupaciones citado se encuentra, efectivamente, entre las de mayor progresión relativa prevista en ese país, pero su incidencia sobre el total es escasa. Las que más crecen en términos absolutos resultan ser de baja cualificación y salarios reducidos en su mayoría5. La imagen que se desprende de estos avances cobra un sentido más nítido si se repara en la situación de partida. Al respecto Apple (1992), amparándose en un estudio de Rumberger y Levin publicado en 1984, llama la atención sobre dos circunstancias. En primer lugar, las ramas de alta tecnología reunían a menos del 15 por 100 de los asalariados norteamericanos. En segundo lugar, y esto si cabe es más importante, dentro de ellas el porcentaje de colocados que requerían saberes tecnológicos relevantes no superaba el 25 por 1006. Es ilustrativo que a comienzos de los ochenta el sueldo medio de la manufactura en declive fuese significativamente superior al de las industrias en auge, un síntoma de la concentración de las nóminas en los extremos del abanico en detrimento de los tramos intermedios. Como se ve, identificar sin las debidas precisiones empresas "punta" con aptitudes máximas puede conducir a engaño.

La evolución del mercado laboral en España durante los últimos años parece ajustarse igualmente a esas tendencias. Entre 1985 y 1990 los puestos técnicos y profesionales experimentaron incrementos relativos muy notables; ahora bien, de los algo más de un millón setecientos mil empleos creados en ese quinquenio, casi un millón lo fueron tan sólo en la construcción, comercio al por mayor y al por menor, y hostelería7.

A la vista de estos indicios, diríase que la exigencia de una sólida formación en nuevas tecnologías no es ni mucho menos tan grande como a veces se piensa. Es verdad que en bastantes oficios tradicionales se está produciendo también una reconversión de las capacitaciones pedidas a causa de su presencia, pero para algunos autores se hace difícil valorar a priori estos cambios como un aumento general de las mismas. Si algo caracteriza a los ordenadores, viene a aseverar Fernández Enguita (1988, 1992), es simplificar las tareas, al descargar al operario de una parte del procesamiento de datos. Y aprender el manejo de un programa, cuando es imprescindible, no supone demasiado tiempo: muy a menudo basta con adquirir unas pocas habilidades operativas y rutinizarlas.

Lo cierto es que los resultados de las investigaciones empíricas siguen siendo contradictorios. No llegan al mismo puerto las que se centran en casos específicos que las que recurren a datos agregados, las que contemplan la economía como un todo que las que discriminan entre ramas industriales y de servicios o enfocan su atención en las empresas más avanzadas. Entre estas últimas ha emergido con fuerza la idea de que la rentabilidad de los modernos insumos y el óptimo aprovechamiento de sus posibilidades reclaman la integración real de la "inteligencia productiva" del elemento humano, lo que implica su recualificación. Se entiende además que es una vía muy adecuada para ganar en flexibilidad y capacidad de adaptación en aras de la eficacia competitiva en el nuevo orden económico internacional. El problema es el carácter muy localizado de las experiencias a las que se alude, y el hecho de que esa relajación en la división social del trabajo a menudo beneficia únicamente a un segmento de la plantilla, que se desmarca del resto.

En definitiva, buena parte de la literatura más reciente juzga arriesgado establecer grandes generalizaciones. Sin embargo, sí hay algo en lo que vienen a coincidir hoy la mayoría de las publicaciones, incluyendo las que defienden postulados deudores de las dos tradiciones descritas: las cualificaciones no están tecnológicamente determinadas. En palabras de Bidaux y Mercier (1992: 353), la aproximación esencialista, que ve aquellas como una medida inscrita en los bienes de equipo, está dejando paso a otra relativista, según la cual no podemos contentarnos con el examen aislado de este único factor y pensar en repercusiones unívocas del mismo.

La técnica debe ubicarse junto a otras variables concurrentes, cuya interacción puede conducir en una dirección o en otra. Y entre ellas las decisiones organizativas, muy dependientes a su vez de la cultura y la política empresariales, o de la fuerza y orientación de los sindicatos, desempeñan un papel fundamental. Básicamente porque "no están determinadas de manera simple por los cambios tecnológicos sino que se presentan como opciones para una tecnología dada", actuando al mismo tiempo como condicionantes en su diseño e implementación (Fernández Enguita, 1992: 13). Algunas de las nuevas lógicas organizativas que han ganado crédito tras la crisis económica de los años setenta (resumidas con expresiones tales como tránsito del fordismo al postfordismo, de la producción en serie a la producción flexible, de la compañía vertical a la horizontal, etc.) se han difundido durante las dos últimas décadas, en efecto, de manera interrelacionada con la penetración informática en los procesos de producción, gestión y comercialización. Pero un escudriño atento desvela que muchas de ellas precedieron al surgimiento de ordenadores, redes y enlaces electrónicos en línea y no han dependido de su concurso (cfr. Castells, 1997: 179-196). Así, el "toyotismo", un modelo de gestión que introdujo el tan renombrado sistema just in time y que apostó por la desespecialización de los trabajadores y su conversión en empleados multifuncionales, fue puesto en práctica por los ingenieros de Toyota en 1948 y perfeccionado durante los veinte años siguientes. Quiero decir con todo ello que una misma innovación tecnológica puede difundirse a través de marcos de relaciones industriales diferentes, por lo cual no deben extrañar impactos desiguales.

Dos ejemplos contrapuestos, tomados respectivamente de David Noble y Langdon Winner, me ayudarán a ilustrar esta cuestión. Noble, profesor durante muchos años en el famoso Massachusetts Institute of Technology, ha demostrado que los prejuicios de los ingenieros norteamericanos sobre el trabajo obrero tuvieron una responsabilidad primaria en el modo en que se incorporó la computación a las máquinas herramienta convencionales. El camino elegido consistió en la programación previa, fuera del taller, limitando la intervención de los operarios a poner en funcionamiento, alimentar y detener la máquina. No obstante, existía al menos una alternativa, más fácil de adaptar y más barata, que pasaba por dejar en manos de los empleados la adopción de iniciativas de reprogramación sobre la marcha. Si se rechazó fue precisamente por considerarlos un elemento perturbador, una fuente de error que había que reducir al mínimo posible. Compárese esa decantación con el proyecto sueco UTOPIA, acrónimo que significa «formación, tecnología y productos, desde la perspectiva de las capacidades del trabajador», mencionado por Winner (1992). Su objetivo era modernizar los procesos de composición e impresión de la industria periodística, pero a través de la negociación de todos los concernidos y de su participación en el diseño del nuevo sistema computerizado, a fin de tener en cuenta las habilidades, necesidades y perspectivas de sus eventuales usuarios. En lugar de ser desarrollado bajo el control de la dirección y luego impuesto, recoge la voz de los afectados desde la fase inicial de concepción8.

Desde la crisis del petróleo se han buscado recambios diversos al abiertamente cuestionado fordismo clásico, sin que acabe de imponerse ninguno. En su configuración tienen un peso destacado las nuevas tecnologías, pero no conllevan el triunfo de uno en particular pues son compatibles con varios. Algunas de las fórmulas ensayadas requieren un aumento de las aptitudes. Sin embargo, no es posible predecir su arraigo ni su grado de difusión en esta coyuntura incierta de salidas variables. Sanchis sintetiza en tres los modelos emergentes, que apellida, siguiendo a Leborgne y Lipietz, como neotaylorista, californiano y saturniano. El primero no supone en realidad una ruptura con el taylorismo-fordismo sino un paso más en la expropiación de cualquier resto de protagonismo obrero, aprovechando unos dispositivos que permiten automatizar parcelas de un terreno --el tratamiento de datos-- anteriormente acotado para el hombre. Por el contrario, los dos siguientes buscan mediante acuerdos la implicación directa de los trabajadores y su colaboración activa con los departamentos de ingeniería y métodos, en una apuesta por dispositivos menos totalitarios pero más apropiados para rentabilizar las capacidades manuales e intelectuales de los operarios. Sin embargo lo hacen transitando por rutas divergentes. El modelo californiano se asienta en la negociación individual de la implicación, en tanto que el saturniano (nombre que deriva del Proyecto Saturno de la General Motors) se inclina por la negociación colectiva.

Dentro de unas pautas organizativas del primer tipo, la presencia de computadoras se traduciría en una intensificación de la polarización de cualificaciones y salarios. Que parece trastocarse, en el segundo caso, en una segmentación o división de la plantilla en tres niveles: uno superior de ocupaciones muy cualificadas con alto grado de movilidad y promoción, uno intermedio subordinado con una relación salarial más rígida pero con contratos estables, y uno inferior de puestos rutinizados, descualificados y precarios. Únicamente el tercero podría favorecer la promoción del conjunto de asalariados y la profesionalización de su labor. De hecho, está siendo probado en numerosas empresas por motivos que responden a presiones sindicales, y también a criterios de valorización del capital9, aunque su incidencia es relativamente limitada.

Para completar el cuadro es menester traer a colación un elemento adicional: la seguridad laboral. Citando, entre otras, las investigaciones de Ikujiro Nonaka sobre los principales consorcios japoneses, o las de Harley Shaiken sobre el complejo GM-Saturn de Nashville y la planta Jefferson North de Chrysler en Detroit, Castells (1997) apunta que la cooperación de los empleados en la reorganización productiva y la transferencia mutua de conocimientos entre éstos y la firma, en aras del alto rendimiento y la calidad, sólo resultan racionales con contratos estables. No sorprende, entonces, que la mayoría de estos métodos participativos experimentados por las compañías japonesas, suecas y estadounidenses hayan precisado antes un cambio de mentalidad que de maquinaria, toda vez que el freno más importante a su implantación "fue la rigidez de las culturas empresariales tradicionales" (p. 196).

Como se habrá apreciado, las nuevas soluciones técnicas introducen oportunidades tanto para agudizar el control gerencial como para recobrar cierta autonomía, para acrecentar como para mermar las competencias requeridas, pero no son el gran factor que las explica. El futuro, concluye Sanchis (1991: 164), "está más fuertemente condicionado por las relaciones entre los diferentes agentes sociales implicados, es decir por la dinámica del conflicto industrial, que por el desarrollo tecnológico puro." Hoy por hoy, la triste realidad es que las economías avanzadas siguen utilizando y demandando cuotas muy elevadas de trabajo no cualificado y temporal.
 

Preparar, ¿para qué?
 

¿Qué corolario podemos sacar del discurso anterior? Quizá en primer lugar que "no hay razón para lanzar las campanas al vuelo por una pronta transformación de la generalidad ni de la mayoría de los empleos en empleos altamente cualificados ni --la otra cara de la moneda-- para advertencias apocalípticas sobre las insuficiencias de la educación escolar en relación con las necesidades de la producción" (Fernández Enguita, 1992: 19). Es más, algún autor ha llegado a sostener con evidente ironía la conveniencia de preparar a los chicos y chicas para los trabajos aburridos e insatisfactorios que serán para muchos de ellos la única alternativa al paro. Sin embargo, la demanda de titulaciones acelera su ritmo expansivo. Y es que el comentario anterior no niega, por supuesto, que desde una óptica individual la inversión en autoformación siga siendo una estrategia muy racional. Aunque no tanto por las probabilidades de alcanzar uno de los puestos de alto nivel generados por los avances técnicos, como de conseguir una ocupación menos mala que las ofertadas a quienes tienen credenciales inferiores. Al tiempo que la educación deja de ser una garantía, la fuerte pugna por contratos escasos revaloriza la importancia de poseer mayores estudios por motivos de discriminación relativa entre candidatos. Los indicadores habituales confirman, en efecto, que si bien el éxito escolar no asegura nada, la falta de avales académicos se convierte en una desventaja insalvable. Pero lo que se antoja crucial como opción privada no parece mejorar las perspectivas del conjunto de los jóvenes en un mercado laboral segmentado, que infrautiliza o despilfarra los "recursos humanos" existentes.

Al recoger aquí estas ideas no pretendo cuestionar, nada más lejos de mi ánimo, que una de las funciones (no la única) de la enseñanza institucionalizada sea proporcionar unas buenas cualificaciones. La intención es poner de manifiesto la falacia latente en eso que alguien ha denominado "ideología de la adaptación", y lo erróneo de consentir sin reparos cualquier uso educativo del ordenador por la creencia de que el mero contacto o familiarización del estudiante con él, en unas cuantas sesiones, lo sitúa en una posición aventajada en la presumiblemente dura lucha por los trabajos de cierta calidad. Vayamos paso a paso.

Teniendo en cuenta que en general toda profesión reclama, por decirlo en los términos abstractos de Quintanilla (1989: 38-42), un conocimiento representacional --acerca de las propiedades del objeto con el que se trata y de los instrumentos utilizados, así como de los fines perseguidos-- y un conocimiento operacional sobre cómo actuar para obtener los resultados ansiados, es más que coherente contemplar en este último ámbito (en algunas también en el primero) las posibilidades específicas que ofrecen en cada caso las herramientas más actuales, aunque por sí mismas no confieran competencia profesional alguna, al margen quizás de un pequeño ramillete de ocupaciones. Lo que ocurre es que esto sólo puede ser planteado en los niveles educativos especializados (la formación profesional y la universidad) o en la propia empresa.

De ahí no ha de inferirse en absoluto que la tecnología deba quedar fuera de la escolaridad obligatoria. Los conocimientos comunes válidos para todos que ésta suministre tienen que ser acordes con el movimiento de la sociedad. Ahora bien, la ineludible permeabilización de la escuela exige en contrapartida una seria reflexión y una discusión democrática sobre el propósito de la instrucción.

Líneas atrás constatamos que las innovaciones pueden servir de oportunidad para avanzar en la implicación general de las plantillas en nuevas responsabilidades, pero también para profundizar en las tendencias polarizadoras que las escinden. En demasiadas ocasiones lo que se busca con su diseño y puesta en ejecución no es precisamente mejorar la comodidad del asalariado o hacer más estimulante su quehacer, sino eliminar personal, dividir y rutinizar tareas, y facilitar o intensificar el control de la gerencia. Y no hablo de algo privativo de las ramas manufactureras. El mundo de la oficina, por ejemplo, ha sufrido con intensidad tales ofensivas10. "¿Es para esto para lo que queremos preparar a nuestros alumnos?", se pregunta Apple (1992: 110). Seguramente nuestra misión como educadores --continúa indicando-- ni es aceptar acríticamente esta realidad ni permitir que los grupos a los que impartimos clase a diario hagan lo propio. "Para eso basta simplemente con dejar que los valores de un reducido pero poderoso segmento de la población trabajen por nosotros."

No valen, pues, ingenuidades, pero tampoco posturas de mera inhibición que lleven a desentenderse del tema en las aulas. Hemos visto que las cualificaciones sólo en parte son un dato técnico, ya que dejan traslucir apuestas de carácter más profundo. Esta circunstancia debería ser convenientemente aquilatada por las administraciones públicas, y por los propios docentes. En lo que atañe a las primeras, sus políticas de formación "no pueden seguir considerándose por más tiempo --sostiene Fernández Enguita (1992: 35)-- como respuestas del sistema educativo y las redes de capacitación a las necesidades del sistema productivo, como si tales necesidades surgieran en éste espontáneamente, o como efecto inevitable del cambio tecnológico, o fueran competencia exclusiva de los empleadores; deben plantearse, por el contrario, como estrategias con consecuencias en el campo de la producción, es decir, como opciones formativas vinculadas a opciones sobre el empleo y la organización del trabajo". Las políticas educativas neoliberales de estas décadas finiseculares, inspiradas en el aparente axioma del capital humano11, obligan a revestir la exhortación anterior con un tono si cabe más apremiante. El problema no radica sólo en el hecho de que su servilismo encubierto hacia las propensiones patronales, disfrazadas de factor objetivo e incuestionable, se sustente en cimientos fatuos, sino también en la perfecta coartada ideológica que otorgan. Con la excusa de la informatización ubicua, asistimos a la representación rediviva de un ardid "clásico" nunca muerto: estigmatizar a la víctima. En vez de establecer una conexión entre las frustrantes experiencias de inactividad forzada (o de actividad alienante y precaria) y el orden económico, la culpa se devuelve a quienes las padecen, acusados de no haber adquirido las aptitudes indispensables, y a la institución escolar por no haberlos adiestrado. La fatuidad de espíritu deviene en mistificación, tanto más inadmisible cuando en paralelo se auspician iniciativas encaminadas a acentuar el encauzamiento no igualatorio de los discentes. No por casualidad la conferenciante con la cual iniciaba este artículo añadía que "la tarea de la educación del mañana es la de preparar al individuo para una sociedad dividida en numerosos estratos". Por descontado, "las doctrinas e ideologías preconcebidas no pueden utilizarse como argamasa para cerrar las fracturas; en lugar de ello se debe lograr la integración a través de la diferenciación", asegurando, entre otras cosas, "la libertad de las escuelas y universidades para elegir su propia clientela" (Hamm, 1996: 92-93). Las declaraciones de principios no acostumbran a ser tan explícitas.

Sugería más arriba que el profesorado está invitado asimismo a comprometerse. Para ello ha de superar la tentación del repliegue defensivo supuestamente neutral, y tener claro que los saberes que precisan los estudiantes acerca de los modernos artilugios van más allá de lo que suele darse por sentado. En este sentido, intentar que alcancen una más amplia comprensión de todas las dimensiones que rodean a este fenómeno se torna imprescindible. Entre otras razones, porque aprestarles para la esfera laboral implica también ayudar a que no ingresen en ella "como meros objetos pasivos de la innovación tecnológica, buena parte de la cual es, además, simplemente organizacional, sino como sujetos activos de la misma y críticos ante sus modalidades; contribuir a que, en las negociaciones colectivas, estos futuros trabajadores no se vean llevados a aceptar pasivamente las opciones de los empresarios o, al oponerse a ellas en defensa de sus legítimos intereses, a verse a sí mismos y ser vistos por la opinión pública como portavoces de reflejos corporativos o residuos de un pasado arcaico, mientras los empresarios (!) serían la punta de lanza del progreso, el bienestar general y la racionalidad" (Fernández Enguita-Molero, 1986: 86).

Sería atinado, en cualquier caso, contemplar otras dimensiones relacionadas con la economía pero no reducibles a ella. De hecho, los argumentos que nos llueven sobre el valor social de estos aparatos no tienen esa única procedencia. Por ejemplo, ha cobrado fuerza la idea de que "la tecnología --sobre todo la tecnología de la información-- puede considerarse como la cultura de nuestro tiempo" (Vázquez, 1987: 16). La reacción inmediata de algunas plumas es una peculiar llamada a la responsabilidad: "la educación que practicamos en nuestras escuelas --son palabras de Caivano (1985: 111)-- está creando una masa de neoanalfabetos que habitarán el futuro sin conocer esa nueva cultura". ¡Y tal situación no es tolerable!. Al caracterizar lo novedoso generalmente se piensa en el papel de las redes telemáticas y similares como conductos de difusión e intercambio. Su rapidísima extensión demandaría reconversiones instrumentales a todos aquellos que no quieran verse apartados de los flamantes servicios que se están gestando.

Este discurso adolece de debilidades intrínsecas. En primer lugar, y probablemente como consecuencia de la recepción de ciertas tradiciones teóricas que han confundido medio con mensaje, comunicación con cultura, e información con conocimiento (cfr. Martín-Barbero, 1987), se identifica abusivamente innovación en las tecnologías de la comunicación y la información con cambio cultural. Medios refinados no equivalen a alta cultura ni garantizan la calidad o relevancia de lo ofertado a través de ellos (Gubern, 1987: 197). De una manera semejante, las destrezas técnicas en el manejo de terminales de ordenador no dan la llave para descifrar, interpretar o valorar lo que aparece en la pantalla. Como apostilla Gubern, sin un criterio conceptual superior, que no se halla en ninguna enseñanza centrada en la tecnología, el riesgo de trocar un analfabetismo informático en un analfabetismo informatizado no sería un mero temor.

No faltan tampoco los avisos de que la posesión o no de estas habilidades puede generar una nueva línea de segmentación social que separe a los ciudadanos solventes en términos informativos de los marginados massmediáticos. El problema es real, y quizás se agrave, pero habría que meditar sobre cuál es o será su origen. El continuo desarrollo de interfaces cada vez más sencillos e intuitivos --fundamental por lo demás para ampliar el mercado de consumidores-- hace suponer que lo que marcará las distancias, como ahora, serán las diferencias de riqueza, que permitirán a unos telematizar sus hogares y a otros no12, y de cultura para beneficiarse de, o vacunarse contra, las noticias que les lleguen. El sistema educativo sí debe intentar suavizar en lo posible éstas últimas, y para ello es necesario proporcionar saberes sustantivos y nociones interpretativas que pongan en manos de los individuos asideros intelectuales más potentes para comprender la realidad, y para discriminar crítica y racionalmente unos mensajes de otros. Desde luego, no debe pasar inadvertido que los particulares códigos, lenguajes y recursos expresivos de los influyentes medios de comunicación social coadyuvan a mediatizar las percepciones13, por lo que su tratamiento escolar es más que pertinente. Sólo que exige una intervención instructiva reflexivamente diseñada. El mero encuentro físico con estos dispositivos no sirve. Ni para aprender sobre ellos, ni para aprender con ellos. La segunda prevención no es gratuita. Si los ordenadores se han colado en los colegios no se ha debido únicamente a ese discurso de tender puentes que salven la distancia que los separaba de la sociedad, sino también a las innumerables voces que se han alzado proclamando sus excelencias para favorecer el desarrollo cognitivo de niños y adolescentes en unos entornos adaptados a sus necesidades individuales.
 
 
2. Llaves de la sociedad... ¿y de la mente?
 
 
El fuerte desembolso que ha supuesto el equipamiento de los centros ha sido ampliamente justificado por una abundante literatura, presta a difundir la idea de que "los ordenadores proporcionan alternativas para solventar las habituales dificultades en la educación, quizá las únicas posibles" (Bork, 1986: 11), y, por ende, a insistir en sus "enormes" potencialidades pedagógicas e intelectuales. Lo novedoso de esta situación, en relación con las expectativas levantadas por otros medios, como el cine, la radio o la televisión, radica en el hecho de que ahora "se argumenta y ratifica su bondad basada en respaldos tenidos o predicados por científicos y técnicos, sobre todo por lo que hace referencia a los «beneficios» cognitivos que promueven" (Castillejo, 1987: 41). Por esta vía se les ha infundido un nuevo y cautivador atractivo, aun cuando muchas de las aseveraciones se sostengan en dudosos respaldos. Los metaanálisis de los estudios realizados acerca de los positivos efectos que se preconizan han llamado la atención sobre la falta de neutralidad y rigor metodológico de algunos de ellos, y, en general, sobre la escasez de evidencia empírica corroborativa de tales afirmaciones. No obstante, lo que me preocupará en estos renglones es el grado de consistencia de los planteamientos manejados por los "apologetas".

Los primeros programas de ejercitación de destrezas elementales, del tipo de las aritméticas, y "tutoriales" orientados a la transmisión y memorización de contenidos, que inauguraron la entrada de este artilugio en la escuela en los años sesenta, se beneficiaron ya del marchamo dejado por el influjo en su diseño de una teoría psicológica, en este caso el conductismo. Si bien esta servidumbre es motivo de descalificación en la actualidad, tras verse desplazado dicho paradigma de su anterior posición dominante, lo cierto es que en su momento supuso un espaldarazo importante (Gros, 1991), que dio alas a los vaticinadores de una nueva era en la educación, definida por la mayor eficacia y rapidez en los aprendizajes. El propio Skinner se sumó a la corriente, tal como refleja la siguiente cita. En ella baraja dos ideas sobre sus virtualidades --la atención individualizada y la interactividad-- que han acabado alcanzando la categoría de tópico:

"La máquina en sí, por supuesto, no enseña. Simplemente pone al estudiante en contacto con la persona que compuso el material que presenta. Es un aparato que ahorra trabajo, porque pone al planificador en contacto con un indefinido número de estudiantes. Esto puede dar la idea de la producción en masa, pero el efecto sobre cada estudiante es sorprendente, parecido al de un tutor que enseña individualmente. La comparación vale en varios aspectos. Hay un constante intercambio entre programa y estudiante. A diferencia de las conferencias, libros de texto y los medios audiovisuales comunes, la máquina induce una actividad sostenida. El estudiante está siempre alerta y ocupado. Como buen tutor, la máquina insiste en un punto dado para que sea entendido totalmente, item por item o conjunto de ellos, antes de que el estudiante prosiga. (...) Como buen tutor, la máquina presenta justo el material para el cual el estudiante está preparado. (...) Como un guía cuidadoso, la máquina ayuda al estudiante a encontrarse con la respuesta correcta. (...) Finalmente, por supuesto, la máquina, como el tutor privado, «refuerza» al estudiante ante toda respuesta correcta, usando este control inmediato, no solamente para formar su comportamiento más eficiente, sino para mantenerlo fuerte"14.

No se trata aquí de convertir el conductismo en el centro de la discusión, ni siquiera de adelantar una crítica sistemática sobre todas las limitaciones de los materiales amparados por su paraguas teórico15. Sí me interesa, en cambio, ocuparme de cómo se concretan en la práctica los dos rasgos, ya mencionados, que han merecido las mayores bendiciones. El propósito es desvelar lo que interpreto como un primer ejemplo de sobrevaloración artificial, derivada hasta el extremo de identificar tales atributos con la clave que permitiría satisfacer las necesidades de los alumnos y rehumanizar la instrucción, al situar el diálogo en el corazón de las relaciones del aula16. En la medida en que se intenta reproducir el papel de un profesor, mi atención se centrará en el contenido y en la naturaleza de las interacciones.

Aceptándose que la asociación entre estímulo y respuesta, externamente reforzada, es el mecanismo central del aprendizaje, y que cualquier conducta compleja puede descomponerse en una adición de elementos simples, la estructura de un programa típico se resume en la ordenación de los conocimientos a dispensar en una secuencia de pasos, en cada uno de los cuales se plantean interrogantes que el alumno debe contestar adecuadamente para poder seguir avanzando. Tras su acción, éste recibe una comprobación inmediata, que lo anima a continuar o a reconsiderar su respuesta. En este último caso, la reiteración de errores se solventa con una realimentación correctora, y/o la presentación de observaciones adicionales que lo ayuden a disponer de nuevos elementos de juicio. Sin duda, este refuerzo instantáneo es uno de los aspectos más positivos. Ahora bien, la falta de flexibilidad del ordenador en lo que respecta al control de la polisemia y de las variaciones sintácticas lleva a unas preguntas muy concretas y convergentes que, a menudo, no demandan más que una palabra. De ahí que el componente factual --y su correlato en el estudiante, la memorización-- imperen a sus anchas17.

Si no debemos esperar demasiado de estos productos de cara a favorecer la reflexión, sus posibilidades individualizadoras son asimismo susceptibles de matización. Según muestra el agudo análisis de Streibel (1989), su concepción implícita de la educación rememora una prestación de enseñanzas consagrada a la optimización del rendimiento, bajo el presupuesto de que las variaciones en los resultados de los discentes se corresponden con diferentes velocidades de trabajo, nacidas de sus distintas aptitudes, motivación, etc. Por consiguiente, si la cadencia se acomoda a cada cual, todos llegarán al objetivo fijado. En ocasiones, aunque es menos frecuente, se introducen ramificaciones en el camino para contemplar niveles de dificultad. He ahí a lo que se reduce la singularización prestada por la mayoría de estos programas: "son «individualizados» en el sentido limitado de que permiten ritmos individuales de progreso a lo largo de un número finito de vías de elección forzosa que conducen a resultados previamente especificados y mensurables. Dado que controlan tanto la presentación de la información como las interacciones del alumno con esa información, controlan la atención total del individuo durante el tiempo en que se utilizan" (p. 313). Aunque las necesidades de los chicos siempre salen a relucir, el prisma a través del cual se las atisba es la consecución de unos contenidos. A ese fin se subordinan también las "conversaciones" entre usuario y máquina. Si las personas las ubican en un contexto de compromiso semántico conjunto, aquí están sujetas a las intenciones de un agente externo (el autor o programador) "que no participa en la interacción real. Las respuestas de los alumnos sólo son significativas en cuanto que contribuyen al rendimiento educativo. Las confrontaciones reales entre seres humanos y ordenador son, por tanto, asuntos unilaterales" (p. 321), en los que no se busca comprender a aquellos y sus mensajes, como en un diálogo interpersonal, sino garantizar un logro predeterminado y no negociable.

Cierto es que estos programas "tutoriales" han ganado una nueva reputación merced al apadrinamiento de la teoría del procesamiento de la información y la Inteligencia Artificial, que han prometido la simulación de comportamientos inteligentes superadores de aquellas rigideces. Sin embargo, conviene dejar las cosas en su sitio18. La marcha anunciada hacia unos intercambios comunicativos en lenguaje natural se ha visto frenada por más obstáculos de los previstos. Las "orientaciones" del software se han enriquecido, al incorporar un modelo de competencia experta en el problema presentado, y un módulo de diagnóstico de respuestas típicas, de tal forma que podría identificar los errores cometidos y proporcionar una ayuda adecuada a esas dificultades. Aunque el adelanto es sustancial, reparemos en dos circunstancias. En primer lugar, la iniciativa del alumno sigue controlada esencialmente por el ordenador (Martí, 1992: 75). En segundo lugar, las interacciones de éste carecen de base afectiva y, sobre todo, pese a la tan traída y llevada individualización, no consideran al sujeto como una entidad ontológica única. Estos aparatos "sólo se entienden con datos de un individuo, no con la persona real. El programa organiza estos datos en un modelo del alumno [que] no dejará de ser nunca un tipo formal y abstracto. Es más, este modelo es un medio para que el ordenador realice la interacción. Por tanto, el humano es tratado (...) como un tipo genérico y un medio para alcanzar un fin" (Streibel, 1989: 321-322).

Sin sombra de duda comparto la idea de que el diálogo es la esencia de la educación, pero el que toma al ordenador como interlocutor sólo puede reputarse un remedo imperfecto del específicamente humano. Se arguye que frente a los habituales monólogos de las clases este parche consumará una mejora, pero esa es una falsa solución. "Si los maestros carecen de tiempo, incentivo o ingenio para proporcionarlo, si los estudiantes se sienten demasiado desmoralizados, aburridos o distraídos para prestar la atención que sus maestros necesitan recibir de ellos, entonces ése es el problema educativo que hay que resolver --y resolverlo a partir de la experiencia de los maestros y los estudiantes. Si en vez de ello se recurre al ordenador, no es una solución, sino una rendición". Incapaz de igualar la lucidez de estas palabras de Roszak (1988: 84), me conformaré con expresar abiertamente mi plena avenencia.

De cualquier manera, el incremento en la eficacia de las prácticas habituales de aula no ha sido la única justificación lanzada en favor de este medio. Desde finales de los años setenta, en un contexto marcado por el creciente consenso alrededor de la rama cognitiva o mediacional de la psicología --abstrayendo las divergencias entre unas tradiciones teóricas y otras--, han empezado a oírse voces prometiendo una transformación de los métodos y nuevas formas de pensar y aprender. Los beneficios de su utilización --se proclama-- impulsan nada menos que el desarrollo intelectual de los alumnos.

Por introducir una cierta sistemática, me serviré de la distinción de dos tipos de efectos cognitivos esbozada por Salomon, Perkins y Globerson (1992): los obtenidos con la tecnología y los derivados de ella. Los primeros tienen que ver con una nueva definición o reestructuración de la actividad del sujeto mientras trabaja con esta herramienta que, al menos potencialmente, puede influir en lo que hace y en la calidad de lo que hace. En la medida en que la colaboración hombre-máquina ahorra al primer elemento de este binomio esfuerzo mental, al asumir el segundo las operaciones más repetitivas y tediosas, cabe esperar la liberación de tiempo para aquellas más creativas y reflexivas. Por ejemplo, la simplificación de los procedimientos de búsqueda de documentos o la automatización de los cálculos matemáticos habilitan un escenario más propicio para embarcar a los estudiantes en tareas como la comprobación de hipótesis o el análisis del funcionamiento de un modelo. En mi opinión, esta visión del ordenador como facilitador del trabajo intelectual merece ser apreciada seriamente desde el punto de vista didáctico.

Ocurre, sin embargo, que se habla de repercusiones aún más importantes. No se trata sólo de que a un sujeto le resulte más sencillo escribir con un procesador de textos, sino también que con su uso puede llegar a ser un mejor escritor, incluso si en algún momento no dispone más que de lápiz y papel. Entramos en la órbita de los denominados "efectos de la tecnología". Su virtual existencia descansa en la suposición de que la interacción con programas informáticos permite el cultivo de capacidades, que, tras ser interiorizadas, podrían aplicarse posteriormente en multitud de situaciones. En términos de los autores aludidos, el maridaje con el ordenador facultaría la germinación de "un residuo cognitivo transferible".

Esta posibilidad fue defendida con especial fervor por los partidarios de enseñar programación, particularmente en Logo. En efecto, en su conocido Desafío a la mente, Papert (1981) aseguró que al idear rutinas en este lenguaje el niño adquiere habilidades cognitivas generales, como el arte de la heurística para la resolución de problemas, estrategias de planificación, el valor de los procedimientos, etc., junto con otras de naturaleza metacognitiva que lo conducirían a tomar conciencia de sus propias acciones. Armado con tales destrezas, su forma de pensar en cualquier ámbito de conocimiento sería cualitativamente más rica. Lo ambicioso de estas metas, el optimismo al pronosticar su factibilidad, y el recurso al argumento de autoridad de la teoría del procesamiento de la información y la Inteligencia Artificial por una parte, y de Piaget por otra, hicieron brotar la esperanza en un próximo advenimiento de cambios espectaculares. Sin embargo, los resultados de las investigaciones emprendidas para evaluar la deseada transferencia han desinflado esas ilusiones19. La fragilidad detectable en los argumentos de este autor así lo hacía presumir.

Programar en Logo y en cualquier otro lenguaje obliga, dada la incapacidad del ordenador para "entender" otra cosa, a descomponer una tarea en partes y preparar paso a paso una secuencia formal de operaciones lógicas muy concretas, es decir, a actuar procedimentalmente en las condiciones impuestas por la máquina. Esto, que a primera vista se asemeja a una atadura, es para Papert una saludable ejercitación de un componente muy importante del pensamiento humano. Su deferencia para con él quizá sea debida a la tautología implícita derivada de su complicidad con la Inteligencia Artificial. Recordemos que ésta se apoya en la analogía entre el funcionamiento de un ordenador y el de la mente humana: una persona sería un procesador de información que al recibir un estímulo externo, pone en marcha una serie de operaciones simbólicas elementales (atención, codificación, almacenamiento, recuperación...). Los procesos cognitivos se interpretan al modo de "reglas sintácticas que determinan cómo se agregan y combinan las diferentes unidades de información, pero sin analizar los significados de estas unidades" (Martí, 1992: 72); o lo que es igual, como programas informáticos. Papert se habría limitado a extraer una inferencia: enséñese a pensar como las máquinas y de esta guisa se logrará una base sólida sobre la que edificar otros aprendizajes20. Él mismo comenta en su libro que "he estado sosteniendo claramente que la reflexión sobre el procedimiento es una herramienta intelectual poderosa e incluso he sugerido que nos asimilemos a una computadora para lograrlo" (Papert, 1981: 180). Las dificultades surgen precisamente del hecho de que todo el potencial expresivo de un lenguaje de programación se circunscribe a la dimensión sintáctica (Streibel, 1989: 326). Cabe suponer que la posesión de unas reglas formales ayude a manejarse con un problema, pero desde luego no a descubrirlo, a informar sobre su relevancia o su naturaleza y, en función de esta última, sobre el proceder más apropiado para resolverlo. La competencia semántica es, por tanto, clave. Seguramente aquí hay que buscar las razones de la débil transferencia detectada en las pruebas experimentales. Con mayor ingenio que el mío, Roszak (1988: 74) ha sabido sintetizar la cuestión al señalar que la lógica simbólica no es en absoluto perjudicial, aunque es de imaginar que no enseñe más que lógica.

Hoy casi nadie persevera en estas posiciones, acaso por el pragmático motivo susurrado con malicia por el Cognition and Technology Group at Vanderbilt (1996: 808): si hace unos años era un lugar común conjeturar que el dominio del Basic, Cobol o Pascal sería vital para conseguir cualquier empleo, la evolución del software ha desmentido esas predicciones. Tales vínculos extrapedagógicos invitan a recapacitar. En particular porque esta teoría psicológica del procesamiento ya ha elevado a sus altares privados otro objeto de veneración. Un nuevo tótem que, gracias sobre todo a la popularidad alcanzada por su condición de interfaz de la World Wide Web, goza de mucho mayor predicamento en la actualidad. Me refiero, por descontado, al hipertexto. Cuyo crédito, justo es admitirlo, ha sido ganado en buena lid. Constituye, sin duda, un potente y versátil sistema de organización y acceso a datos, y su feliz emparejamiento con Internet permite nada menos que unir con enlaces páginas guardadas físicamente en servidores localizados en puntos extremos del planeta. Pero no satisfechos con ello, hay quienes creen vislumbrar manantiales salutíferos más profundos... una vez que han decidido establecer otra equivalencia funcional con la mente. Estos científicos perciben una analogía entre la estructura del hipertexto y la de la memoria humana, al retratar ambas como una red de conocimientos compleja y densamente interconectada. Si esto es verdad, la técnica informática emularía la capacidad asociativa de la corteza cerebral, de tal suerte que sus nodos y links serían una réplica consistente de las representaciones mentales. Por tanto, el proceso de aprendizaje a través de este sistema debería ser más fácil, ameno y comprensible. Luego si los profesores se convencen y le ceden protagonismo en el aula, la enseñanza ganará en eficacia (León, 1998; Rouet, 1998).

Las metáforas juegan a menudo un papel heurístico iluminador, siempre y cuando la imagen figurada no pierda ese estatuto y acabe sustituyendo a su referente como depósito de las propiedades estudiadas. En ese caso, la descripción de estas últimas se deslizará probablemente hacia la simplificación olvidadiza de variables esenciales. Si por añadidura el espacio didáctico se reduce a los límites de los fenómenos psíquicos dibujados con tales trazos, el problema empeora. Por de pronto, los experimentos realizados con el fin de demostrar la superioridad del hipertexto frente al texto tradicional han llegado --confiesa Rouet (1998)-- a desenlaces inconclusos o contradictorios, con lo cual el enfrentamiento entre sus defensores y sus críticos, que le imputan el delito de provocar sobrecargas cognitivas y desorientación, dista de quedar zanjado. Según las acotaciones de este investigador francés, el único hecho confirmado hasta la fecha es que la lectura en el moderno formato no es sencilla. Más aún, se han constatado dificultades importantes. Algunas evocan la falta de familiaridad con el entorno, y tienden a minimizarse con la práctica. Otras, en cambio, apuntan directamente a su arquitectura. La comprensión depende de la coherencia interna del documento, de la secuencia lógica de ideas, y ambas pueden perderse cuando se rompe el orden lineal de lectura. Los "marineros" sin competencia en la materia elegida o sin una noción clara del propósito de la navegación suelen crear secuencias incongruentes con sus saltos e interrupciones, amén de detenerse en los detalles y perder de vista el conjunto. En resumen, muchos análisis empíricos "cuestionan que el hipertexto sea una solución universal a los problemas del uso de la información en la educación, y se ha comprobado que su eficacia varía en función de las características de los usuarios, del contexto de las tareas, de las áreas de contenido, etc." (Rouet, 1998: 88). Lo que esto implica es crucial y más adelante volveré sobre ello.

Otra línea de trabajo que se ha ocupado de los efectos cognitivos cualitativos del ordenador ha tomado como eje articulador de sus planteamientos la importancia de la mediación simbólica en el aprendizaje. La suposición de partida es que la inteligencia no es sólo una cualidad básica de la mente, sino el resultado de la relación entre estructuras mentales y "herramientas" culturales que las personas utilizan para pensar. Estas herramientas son diversas, pero todas incluyen sistemas de símbolos con los que representar la realidad (Olson, 1989: 51). Cada uno de estos sistemas o códigos (lingüístico, matemático, icónico, etc.) tiene unas posibilidades y modalidades expresivas específicas, que resaltan ciertas dimensiones de aquella y relegan otras, por lo que exigen del sujeto habilidades cognitivas diferentes en la extracción de significados. Al considerarse que la tecnología informática es el vehículo de un nuevo y peculiar código, se destaca de inmediato que su uso puede "modificar, por sus características intrínsecas, los procesos de conocimiento y aprendizaje", ofreciendo perspectivas nuevas o complementarias a las facilitadas por otros medios, que deberían aprovecharse en la enseñanza (Martí, 1992: 97-98). ¿Qué características son esas?. De acuerdo con la enumeración de este último autor, el rigor y la precisión en la comunicación, al existir siempre una correspondencia exacta entre una acción y una secuela; la representabilidad de procesos dinámicos; su flexibilidad para tratar con cualquier notación simbólica, y su facilidad para traducir de una a otra; la integración de aspectos procedimentales y declarativos y la interactividad.

El interés de este tipo de estudios es indudable. Si, como todo parece indicar, los medios son algo más que simples canales de la información, la elección de uno u otro no será indiferente para los propósitos que se persigan. Por tanto, disponer de un asesoramiento para dilucidar los beneficios potenciales, y los límites o sesgos perceptivos, será de gran utilidad para los docentes. El carácter constructivo de algunos rasgos del ordenador ha sido ya insinuado (Dickson, 1989), aunque me da la impresión de que en ocasiones se hacen deducciones un tanto precipitadas. Veamos un ejemplo.

Una de las dificultades de la escritura es, para Olson (1989), que fija las palabras pero no las intenciones del escritor. Esto plantea al lector un problema "hermenéutico", cual es reconocer que el significado que atribuye a unas frases quizá no se ajuste con fidelidad a lo que se ha querido comunicar a través de ellas. En cambio, "Los ordenadores sólo pueden «decodificar» el significado ya explícito en el texto, no pueden «interpretar» ese texto. Todas las interpretaciones que se quieran otorgar deben ir explícitamente señalizadas en el programa. Los enunciados ambiguos no son computables. ¿Repercute este requisito de exactitud en la cognición? Entra dentro de lo razonable esperar que ayudará a identificar con mayor nitidez lo que es representado en el lenguaje y lo que es añadido por el lector o el oyente al crear una interpretación (...), y podría someterse a comprobación empírica si esta posibilidad fomentaría la precisión de las expresiones" (págs. 53-54). En mi opinión se incurre aquí en una confusión. Una cosa es que este aparato requiera del usuario para funcionar instrucciones algorítmicas predeterminadas, nada tolerantes con las probaturas inciertas, y otra pensar que ese rigor se va a impregnar por ósmosis en la información que transporta y a la que sirve de soporte. El ordenador no opera con significados, sino con estados de energía o, si se prefiere, con todo aquello convertible a ceros y unos, con total independencia de su contenido semántico y, por supuesto, de la calidad de éste. Tanto da que transmita un mensaje conciso o anfibológico, ocurrente o estúpido. Los problemas de comprensión continúan estando en la mayor o menor claridad del emisor en lo que dice y en el para qué lo dice, en el alcance del discernimiento del receptor, y en la distancia contextual que los separe.

Aunque a lo largo de todo este apartado he criticado las que, a mi entender, son ilaciones abusivas a partir de algunos postulados psicológicos de cara a magnificar infundadamente la "riqueza intelectual" de un objeto, sería un grave error desdeñar las excelentes aportaciones de muchos buenos profesionales de esta disciplina. Las implicaciones que derivan de la investigación actual para el diseño de software educativo y para su incorporación al aula (Solomon, 1987; De Corte, 1990; Martí, 1992) son una referencia ineludible, teniendo en cuenta además su creciente recelo a dar la exclusividad a un único medio21, y la cierta descentralización que se apunta en su mirada, desde el inicial recogimiento en las interacciones máquina-alumno, a la adjudicación de una mayor importancia a las tareas con contenidos específicos que se realizan y a la mediación sociocultural22.

No obstante, esta misma concesión pone al descubierto lo imprescindible de una fundamentación didáctica más global. Y es que factores como la significatividad de la temática propuesta, el grado de implicación del aprendiz, el tipo de trabajo intelectual al que se le empuje, o la naturaleza de las relaciones sociales en el aula, tienen una responsabilidad de primer orden en la "calidad" de los logros cognitivos. Recurriendo al argumento de autoridad, convendría con Cabero (1992: 103) en que el aprendizaje no está en función del recurso, sino de la estrategia instruccional aplicada sobre el mismo. Por definición los medios tienen una entidad subsidiaria con respecto a unos objetivos. Ahora bien, no todos ellos son compatibles con un medio, ni todos los medios son adecuados para cualquier propósito. De ahí que su consideración no pueda disociarse de las finalidades perseguidas. En otro nivel, su tamización simbólica y su potencia operativa para la consulta de informaciones no garantizan la relevancia ni la oportunidad de lo transmitido, por lo que su valor en cada ocasión específica tampoco es separable del qué se enseña. Por último, aunque contribuya a configurar el método pedagógico, sin embargo la iniciativa de los discentes, la orientación de las tareas, las destrezas que podrán ejercitarse, etc., dependerán del tipo de actividades a las que se dan prioridad. En definitiva, la bondad o "eficacia" del ordenador no es analizable en términos genéricos, al margen del compromiso con un planteamiento de enseñanza. Si crea condiciones más favorables para resolver algunas situaciones, y al tiempo propicia la adquisición de habilidades colaterales, tales como la capacidad de leer en diferentes códigos expresivos, o apuntala ciertas técnicas de trabajo intelectual, como la creación y manejo de ficheros, es absolutamente lícito destacar sus ventajas, pero sin olvidar nunca su rol instrumental. Únicamente sobre esta base creo que será posible sacar a este dispositivo del terreno de las idolatrías y empezar a discutir su introducción como herramienta educativa.
 

Notas
 

(1) Miembro del grupo Asklepios. Departamento de Educación de la Universidad de Cantabria, Edificio Interfacultativo, Avda. de los Castros s/n, E-39005 Santander; teléfono (942) 20 11 69; fax (942) 20 11 73.

(2) En declaraciones publicadas en Comunidad Escolar de 12 de febrero de 1997, la Subdirectora General de Formación del Profesorado anunciaba que la política de su departamento seguiría tres líneas: actualización tecnológica del personal, potenciación de los programas internacionales dentro del espacio europeo y concentración de la oferta formativa (alambicada manera de referirse a la disminución del número de CPR). Como se sabe, con esa u otra denominación según Comunidades Autónomas, estos centros han gestionado en España, desde mediados de los 80, el grueso de los cursos de perfeccionamiento profesional para docentes de primaria y secundaria.

(3) Sirviéndose de un informe de "Perspectivas Económicas" de la OCDE como fuente, Pérez Sánchez (1997: 27-28) situaba el porcentaje de vacantes de empleo sin cubrir en la España de finales de los 80 en el 0,34% de la población activa. Lo que en términos absolutos venía a equivaler a unas 50.000 plazas, cifra nimia en comparación con los 2.560.800 parados registrados por el Instituto Nacional de Estadística en 1989. Este nivel no desentona con el existente en otros países de nuestro entorno (por aquellas fechas oscilaba en torno al 0,25% en Francia, al 0,43 en Bélgica, al 0,63 en Alemania, al 0,85 en el Reino Unido o al 0,81 en Japón). Las tasas transcritas no justifican en absoluto tan peculiar lectura de las causas del desempleo. Y menos aún si está por demostrar que todas esas vacantes sean debidas a las lagunas formativas de los candidatos. De hecho, en algunos países como Gran Bretaña sólo se contabilizan dentro de ese capítulo, a efectos estadísticos, una cuarta parte de ellas, dado que en muchos casos la explicación se halla en las inaceptables condiciones de trabajo y salario puestas sobre la mesa por los empresarios.

(4) Un iluminador estado de la cuestión puede encontrarse en el ya mencionado libro de Sanchis (1991).

(5) Entre 1986 y 2000 se esperaba que el número de técnicos de mantenimiento de ordenadores, analistas de sistemas o programadores subiese de un 70 a un 80 por 100. Mas al estimar su participación porcentual en el total de los nuevos empleos previstos para esos años nos encontramos con un 0,3, un 1,2 y un 1,0 por 100 respectivamente. Frente a ellos, y por citar casos llamativos, los vendedores al por menor, camareros, conserjes y limpiadores, cajeras de comercio, camioneros, dependientes en establecimientos de comidas rápidas, auxiliares de hospital y vigilantes de edificios no superaban en ningún caso alzas relativas del 50 por 100, pero por sí solos iban a representar la cuarta parte de las nuevas contrataciones (cfr. Fernández Enguita, 1992: 25 y 26). Una proyección más reciente para el período 1990-2005 dibuja el futuro próximo con simétricos trazos --véase un resumen de las tendencias en Freeman-Soete (1996: 83-84) o en Apple-Zenk (1996: 117)--. Dentro de las ocupaciones con altas tasas de crecimiento siguen figurando los analistas de sistemas e ingenieros informáticos (78,9 por 100), así como los programadores, aunque ya a cierta distancia (56,1 por 100). Pero en el 2005 se habrán creado, valga el ejemplo, más puestos de cajeros que de las categorías mencionadas en conjunto. De tratar con alzas absolutas, los ocho oficios que encabezan la lista son, por este orden: vendedores al por menor, enfermeros, cajeros, empleados administrativos, camioneros, camareros, auxiliares de clínica/celadores/ayudantes y conserjes/empleados de limpieza. Salvo los segundos, ninguno requiere niveles educativos elevados.

(6) Llegaba a ese umbral en la industria de ordenadores y procesamiento de datos, pero, por ejemplo, descendía al 15 por 100 en la de componentes electrónicos (cfr. Apple, 1992: 108-109).

(7) Las cifras, reproducidas en Castaño Collado (1994), provienen de Garrido, L. y Toharia, L. Prospectiva de las ocupaciones y la formación en la España de los noventa. Madrid: Informes del Instituto de Análisis Económico, Ministerio de Economía y Hacienda, 1991.

(8) Los estudios comparativos entre países europeos, y entre éstos y Estados Unidos, han puesto igualmente de relieve "cómo es posible utilizar trabajadores con cualificaciones diferentes para llevar a cabo las mismas funciones, cómo es posible diseñar puestos de trabajo muy distintos para fabricar un mismo producto con una tecnología dada y cómo la empresa tiene varias alternativas, y no un solo camino rígidamente predeterminado, a la hora de utilizar sus recursos humanos" (Sanchis, 1991: 155).

(9) Por más que la teoría neoclásica haya insistido en la tecnología como principal factor de productividad, el patrón de relaciones laborales no es menos determinativo. En Bowles-Gordon-Weisskopf (1992) se recoge un amplio conjunto de estudios empíricos que demuestran la relación positiva existente entre aquella y la participación de los trabajadores en las decisiones y en los beneficios. Retomando una cuestión anterior, estos mismos autores perciben que "el principal problema de la economía norteamericana no son los trabajadores de baja productividad, sino los puestos de trabajo de baja productividad" (p. 209).

(10) En los últimos años han encontrado mucho eco en los media las prácticas de teletrabajo patrocinadas por varias compañías, que aprovechan la infraestructura de las redes para desplazar servicios a empleados que operan desde sus domicilios. Estas "oficinas virtuales domésticas" se adornan con atrayentes virtudes: los sujetos ganarían en autonomía, flexibilidad de horarios y una menor presión "ambiental"; se ahorran los gastos de tiempo y dinero en transporte, lo que, al margen de descongestionar el tráfico, les provee de unas horas extra para las responsabilidades familiares y el ocio, además de la posibilidad de vivir lejos de las aglomeraciones urbanas. En síntesis, los agraciados disfrutarían de un entorno laboral más confortable. No rechazo que sea así para muchos, aunque todo haber tiene su debe. Pero las firmas están rentabilizando también Internet para recortar plantillas en unos lugares y buscar en otros condiciones más "favorables", aprovechando las nuevas facilidades para la desubicación de tareas. Verbigracia, el sistema de reservas y la contabilidad de Swissair son teletratados desde la India; el mantenimiento informático de Siemens se realiza desde Filipinas; los documentos jurídicos del Consejo Superior de las Notarías francesas se confeccionan en Costa de Marfil... (cfr. Quéau, 1998). Y los destajos solitarios a que se obliga con frecuencia no guardan ninguna similitud, siquiera lejana, con esa imagen placentera de un ordenador portátil conectado a un teléfono GSM en una playa, bajo una sombrilla y al lado de una refrescante bebida tropical.

(11) En Cascante (1995, 1997) puede leerse un afilado análisis de los objetivos, trasfondo, proyección e implicaciones de las medidas neoliberales.

(12) La evolución de Internet es asaz reveladora. Su explosión cuantitativa sólo ha sobrevenido a partir de mediados de esta década, gracias al desarrollo de la World Wide Web, un sistema de distribución y acceso a la información muy fácil de usar, que ha abierto sus puertas a personas sin conocimientos técnicos. Según las estimaciones del Internet Domain Survey, un estudio sobre el tamaño de la red que se realiza cada seis meses desde 1987, en enero de 1993, justo antes de lanzarse el "navegador" Mosaic, existían en el mundo 1.313.000 servidores. Dos años después, la cifra se acercaba a los seis millones. Al arrancar 1996 superaba los catorce y en julio de 1998 rondaba los treinta y siete (estos resultados están disponibles en http://www.nw.com). Merced a esa facilidad de manejo se está convirtiendo en servicio estrella el comercio electrónico, y la posibilidad ya real de conectarse a través de nuevos aparatos de televisión seguramente afianzará la tendencia. Es muy probable que el televisor contribuya a multiplicar el número de "cibernautas"; pero mientras tanto conviene fijarse en su perfil sociológico. Entre abril y mayo de 1998, el Estudio General de Medios (EGM) llevó a término su última encuesta sobre el grado de penetración de Internet en España. De fiarnos de sus conclusiones (publicadas en http://www.arroba.es/aimc/html/inter), en nuestro país la visita el 6,6% de la población mayor de 14 años, repartida de este modo: el 28,9% son de clase alta, el 27,5% de clase media alta, el 31,8% de clase media media, y tan sólo el 8,9 y el 2,9% de clase media baja y baja respectivamente. Desde luego, estas disparidades sociales trascienden las fronteras particulares. A comienzos de 1996, cuando se calculaba que el 60% de los aparatos conectados lo hacían desde Estados Unidos, menos del 8% de los norteamericanos se paseaban por la Web. Nada extraño si se tiene en cuenta que la utilización habitual del ordenador personal únicamente está generalizada en las familias con ingresos anuales superiores a los 75.000 dólares (Schiller, 1998). Si de las fracturas internas pasamos a las que alejan el Norte del Sur, las desigualdades se recrudecen. Baste recordar que "en toda África el número de teléfonos apenas supera al de la ciudad de Tokio y la mayoría de las escuelas del mundo siguen sin disponer de electricidad" (Unesco, 1998: 79).

(13) Aunque algunos comentaristas les nieguen otros méritos, los recientes libros de Bourdieu (1997) y Sartori (1998) pueden arrogarse con toda justicia, como mínimo, el de colaborar a que los constreñimientos relacionados con la poderosa acción simbólica de esos canales hayan vuelto a convertirse en objeto de debate público.

(14) B. F. Skinner. Máquinas de enseñar. Buenos Aires: Archivo de las Ciencias de la Educación, 1962; cita tomada de Morón-Mañas-González (1986: 31-32).

(15) El panorama presentado en Vaquero (1992) o en Martí (1992) puede ser una buena aproximación a este último asunto.

(16) Adviértase la ligereza con que se pasa de una cuestión a otra: "el uso de los medios informáticos permite la planificación de una enseñanza más individualizada y por lo tanto más adaptada a las necesidades de los alumnos" (Martí-Auladell, 1985: 37). Escámez y Martínez (1987: 103), por su parte, mantienen que el ordenador potenciará la "individualización tanto desde el punto de vista de adaptación en la presentación de contenidos como en la «humanización» del proceso".

(17) La mayor parte del primer software educativo comercial sobre temas históricos aparecido en nuestro país se ajusta a estas características. Así ocurre, por ejemplo, con los siguientes títulos de la casa Cospa: "La Revolución Francesa y sus consecuencias"; "Revolución sociocultural en Europa (s. XIX)"; "Historia mundial del siglo XX (primera y segunda mitad)"; "Historia de España (s. XIX); "Historia de España (s. XX)". Para una glosa más reposada remitimos a Romero (1996).

(18) Desde que Newell y Simon anunciaran eufóricos en 1958 que "ahora hay en el mundo máquinas que piensan, aprenden y crean. Más aún, su habilidad para hacer estas cosas se va a incrementar rápidamente --en un futuro cercano-- hasta que el rango de problemas que puedan manejar sea coextensivo al rango de problemas a los que se ha aplicado la mente humana" (citado en Dreyfus-Dreyfus, 1993: 29-30), los propios científicos que trabajan en Inteligencia Artificial (IA) parecen ir curándose en humildad con el paso del tiempo. Algunos artículos incluidos en la recopilación de Graubard (1993) corroboran esta impresión. El mismo Seymour Papert que sedujera con su optimismo a los lectores de su libro "Desafío a la mente", publicado en 1980, reconoce ahora que "la búsqueda de la universalidad de los mecanismos se oscurece como rasgo penetrante de la cultura de la IA debido a la circunstancia de que todas las demostraciones exitosas, hechas tanto por programadores como por conexionistas [los dos paradigmas enfrentados en este campo, JR], ejecutan tareas harto específicas en dominios harto estrechos" (Papert, 1993: 16).

(19) Véase un balance en Delval (1986), Gros (1992) o Martí (1992).

(20) Para profundizar en esta idea y en su crítica, remitimos a Roszak (1988). Las insuficiencias de la analogía mente-ordenador han sido examinadas en nuestro país entre otros por Vega (1982).

(21) Con gran acierto, Martí (1992: 32) ha tomado posición en favor de la variedad, al afirmar que "El entorno informático, por importante que sea, ha de ser contrastado y combinado con otras situaciones de aprendizaje que utilicen otros medios simbólicos. Sólo la combinación de situaciones informáticas y no informáticas de aprendizaje podrá dar al alumno un conocimiento más móvil y general, menos limitado por la mediatización utilizada".

(22) El único artículo que el reciente Handbook de Psicología educativa coordinado por Berliner y Calfee dedica a los efectos cognitivos de los medios tecnológicos (Cognition and Technology Group at Vanderbilt, 1996) propone, precisamente, un marco de investigación dirigido por el lema "mirar la tecnología en el contexto".
 

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