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Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. 
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9788] 
Nº 66, 15 de junio de 2000. 

RIEGO, ESTADO Y LEGISLACIÓN EN SAN JUAN (ARGENTINA) 1850-1914

Guillermo F. Genini
Universidad Nacional de San Juan, Argentina.



Riego, Estado y legislación en San Juan (Argentina) 1850-1914 (Resumen)

El objetivo de este artículo es analizar la relación entre el riego y la legislación en San Juan, Argentina, durante la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX. El inicio del poder de la administración central y su crecimiento y los cambios ocurridos en la división departamental durante el periodo considerado quedaron reflejados en las diferentes tendencias en las leyes de riego y la organización que de ellas se desprendían.

 Palabras clave: Argentina/ riego/ legislación/ organización departamental/ política hidráulica.



Irrigation, state and legislation in San Juan (Argentina) 1850-1914 ( Abstract)

The aim of this paper consist in analyzing the relation between irrigation and legislation in San Juan, Argentina, during the second part of 19th and first years of 20th Century. The beginning and increasing control of the central administration and change in the departamental division during the period, displayed the different mainstrean of the irrigation laws and this organization consistent.

 Key words: Argentina/ irrigation/ legislation/ departamental organization/ hidraulic policy.


El presente trabajo representa una contribución inicial al estudio de la problemática agraria en un territorio aun no tratado en forma específica por esta orientación de la historiografía contemporánea como es la provincia de San Juan, ubicada en el amplio sector desértico de la República Argentina.

Dentro del conjunto de posibilidades que presentan los estudio agrarios hemos seleccionado el riego por ser este uso del agua el factor fundamental que permite la producción en un ambiente árido y dentro de este nos ha interesado la legislación que regía el regadío provincial, pues nos resultaba al menos extraño que un tema de tanta importancia como la supervivencia misma de la población y su capacidad de producción que depende del uso que se le dé al agua, no esté suficientemente tratado en los ámbitos de estudio más allá de los indispensables informes técnicos y la propaganda oficial.

Claramente se ve un vacío que es necesario llenar, o intentar hacerlo. Creemos que una manera de realizar un aporte real al tema es orientar nuestro esfuerzo en torno a la problemática agraria tomando a ésta como un campo de estudio concreto y definido dentro de la historiografía contemporánea(1), continuando un camino que iniciáramos en 1995 en la Universidad Nacional de San Juan.

En los últimos años la historiografía argentina ha iniciado la revisión de aquellas realidades regionales que permanecieron ocultas tras el enorme y poderoso frente que representa la Pampa Húmeda argentina que ha atraído la atención de la gran mayoría de las investigaciones nacionales y extranjeras sobre temas agrarios. De esta manera está surgiendo otra realidad que no coincide con el desarrollo agrario de la Pampa Húmeda pues las distintas regiones argentinas, como el caso de la región de Cuyo a la cual pertenece San Juan, respondieron de forma distinta a los mismos estímulos que afectaron al país. Es nuestro propósito sumarnos a esta nueva tendencia en el estudio de las cuestiones agrarias argentinas de y desde una región extrapampeana.

El desarrollo del tema es el resultado del trabajo de búsqueda, crítica e interpretación de fuentes editadas sobre legislación de agua en San Juan y sus circunstancias políticas entre 1850 y 1914, período durante el cual la legislación adoptó formas definitivas que sobreviven en gran medida hoy.

 Planteo del problema

Para una mejor comprensión de la problemática de la legislación del riego en la provincia de San Juan consideramos necesario realizar una pequeña presentación de su situación geográfica y de su evolución histórica.

La provincia de San Juan está ubicada al oeste de la República Argentina dentro de la extensa área desértica conocida como Diagonal Árida Sudamericana. Su relieve está dominado por la presencia de la Cordillera de los Andes que abarca gran parte de su territorio.

La característica principal del medio en San Juan es su sequedad, pues las lluvias no alcanzan en el balance anual al mínimo necesario para la sustentación de la vida vegetal, tanto por su escasa cantidad, menos de 250 mm anuales, como por su distribución irregular. Este ambiente desértico, combinado con el clima continental y la presencia de grandes cordones montañosos que encierran valles con ríos de origen cordillerano y régimen irregular, alimentado por la fusión de las nieves acumuladas en la Cordillera de los Andes durante el invierno, conforman un paisaje poco propicio para la vida humana y la producción agraria en comparación con otras regiones del país como la Pampa Húmeda. [Ver figura 1]

Sin embargo, estos mismos factores hacen posible la utilización del suelo como sostén para la actividad económica en los pequeños oasis que se encuentran ubicados dentro de la zona desértica pero que cuentan con una fuente alóctona de agua permanente: los ríos cordilleranos. Así el Valle Central del Río San Juan (oasis de Tulum y Ullum-Zonda), el Valle del Río Jáchal y otros oasis menores representan una pequeña superficie fértil en el conjunto general árido. Muy distinta es la situación de la Pampa Húmeda que recibe en promedio más de 800 mm de lluvia anuales y cuyo relieve llano permite una mejor distribución de las precipitaciones. [Ver figura 2]




Considerando su evolución histórica, San Juan, tras adherir al proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810, se conformó en un Estado autónomo dentro de la Argentina en 1820. Desde entonces hasta la Organización Nacional que originó al Estado Nacional en 1853 gozó de completa libertad en sus decisiones (leyes, ordenamiento territorial, disposición de tierras y aguas bajo su autoridad) para luego ceder parte de sus poderes a la nueva autoridad nacional.

A grandes rasgos el período 1850-1914 puede asemejarse con el triunfo definitivo del liberalismo en la conducción del Estado en el ámbito nacional y provincial imponiéndose a las tradiciones federales y conservadoras que dominaron hasta ese momento. El liberalismo predominante se expresó en una clara voluntad por construir una organización estatal centralizada y moderna que reuniera en sus manos los principales resortes del poder, especialmente la administración y el dominio político.

En San Juan, la organización interna del Estado provincial, al igual que en todas las provincias que integraban hacia 1850 la Confederación Argentina, se caracterizó desde un inicio por el poder del Gobernador, autoridad máxima de la provincia, de la cual dependían los demás poderes públicos (ministerios, policía, jueces). Simultáneamente se fueron conformando entidades locales que defendían sus derechos mediante sus propios organismos y autoridades. Así surgieron los departamentos, unidades administrativas menores que recibieron su ordenamiento definitivo cuando el gobierno de la provincia o gobierno central decidió ordenar el territorio de la provincia sobre la base del riego. En la actualidad esta organización interna, un Estado provincial dividido en varios departamentos, cada uno con sus propias autoridades, se mantiene con algunos cambios menores. [Ver figura 3]

Sin embargo, la relación entre el Estado provincial y los departamentos varió a lo largo del período considerado siendo posible identificar etapas donde el poder provincial avanzaba sobre los departamentos o retrocedía. En este marco la legislación del riego y sus implicaciones políticas fueron elementos de gran importancia para imponer una autoridad sobre la otra. Es por ello que el análisis de la legislación del agua puede ser un elemento revelador de otras relaciones económicas, sociales y políticas que es necesario comenzar a descubrir.

Celso Rodríguez se pregunta tras describir brevemente las características naturales de las provincias de Cuyo "¿De qué manera influye sobre sus habitantes la particular geografía de esta región? ¿Que hábitos y costumbres se desarrollan cuando en lugar de vivir en medio de grandes extensiones de tierras, el campesino está obligado a concentrar intensamente sus labores en unas pocas hectáreas, a las que debe irrigar artificialmente?"

La respuesta nos acerca en primer lugar a la cooperación social concretada en el sistema de riego y la reglamentación de su uso social como forma de control de los recursos hidráulicos. Estas nociones se manifiestan principalmente en una comunidad laboriosa dependiente de la distribución planificada del agua, lo que originó y condicionó tanto las estructuras productivas como los hábitos de trabajo y la lucha por el dominio de los organismos de gestión. La legislación sobre el uso y distribución del agua de riego, así como de su apropiación y defensa a través de normas legales, se presenta por lo tanto como un tema central en San Juan.

En este sentido Rodríguez señala dos planos distintos y complementarios que deben entenderse como parte del mismo problema: "El agua siempre fue un elemento esencial para el desarrollo económico de Mendoza y San Juan, y de ahí que su distribución entre los viñateros [cultivadores de viñas] fuera una cuestión prioritaria. Para asegurar un reparto equitativo entre los productores, se creó un sistema administrativo de juntas locales a las que también se les concedió autonomía financiera para hacer frente a sus necesidades específicas. Por lo tanto, en teoría, la reglamentación del riego no fue una cuestión política sino técnico-administrativa. En realidad, el sistema fue usado en ocasiones como arma electoral o de presión, que en términos populares se conoció con la expresión el torniquete del agua".

Teoría y realidad. Las normas y su aplicación. Estos términos representan los dos planos entre los que se mueve el devenir histórico del riego. Su descripción y estudio por lo tanto deben ser complementario. Joaquín López resalta la relación íntima de la teoría y la realidad y su origen común al sostener que ninguna legislación en abstracto puede significar una solución, sino sólo aquélla que responda a las necesidades del medio. La buena legislación debe ir acompañada de una mejor implementación administrativa que nace de la costumbre e idiosincrasia de un pueblo en un momento histórico determinado(2).

De ambos parámetros consideramos adecuado, por la capacidad organizativa que posee la estructura institucional, dedicarnos al estudio legal de las normas de irrigación, su descripción y valoración como ordenadoras del proceso abarcado entre 1850 y 1914, ya que ellas reflejaron tanto las variaciones de la estructura socioeconómica como las influencias políticas de los grupos dominantes en el Estado, particularmente los propietarios. El régimen legal de aguas debe entenderse con relación al régimen de propiedad de la tierra y la organización político-adminstrativa del espacio provincial.

Partimos, pues, de un enfoque formal donde la norma, expresada en leyes, disposiciones, ordenanzas y reglamentos, refleja la contradictoria situación de manifestar un espíritu de igualdad por una parte y buscar el respeto de los derechos adquiridos por otra. El origen y concreción de la norma está condicionada por el sistema institucional del que surge, es decir del Estado, que debe responder a las demandas problemáticas que la sociedad plantea en cada momento histórico. El Estado provincial y su control adquieren así una importancia fundamental en la irrigación y es por ello que los grupos de propietarios compitieron por su dominio con el objetivo de lograr beneficios ya sea por la apropiación del recurso hidráulico o por el monopolio de los organismos de gestión.

Las primeras leyes de irrigación: origen de la estructura juridico-político sobre riego

El inicio del período de nuestro interés hacia 1850 no es casual. No sólo representa la culminación de una etapa del desarrollo socioeconómico argentino, la Argentina Federal con una organización informal, sino que marca el comienzo de una organización centralizada del riego en San Juan. Con la Ley de Aguas de 1851 se inaugura una etapa fundamental en la distribución del agua de riego en la provincia caracterizada por la presencia del Estado como ente rector del poder hidráulico en forma institucionalizada. Si bien en un comienzo la acción del Estado se limitó a los aspectos jurídico-organizativos, su incidencia sería creciente con el transcurrir de los años en cuestión hasta superar las limitaciones de la escala local y sus influyentes protagonistas y convertirse en el ejecutor de las primeras obras de gran hidráulica.

 Breves revisión de los antecedentes hasta 1850

Para poder valorar la importancia que tuvo la Ley de Aguas de 1851 es necesario realizar una breve revisión de la situación anterior.

Las leyes que regían el uso del agua en San Juan provenían en gran medida de la legislación española, que se mantuvo sin mayores modificaciones después de la independencia nacional. La importancia de este origen y su persistencia radica, en términos de afectaciones (ya que en realidad lo que importa no es si existen aguas públicas o privadas por naturaleza sino su afectación a alguna de ambas esferas de derecho) en que la tradición hispánica, a diferencia de la francesa, concedía el dominio eminente a la Corona, es decir que las aguas navegables o no pertenecen a la esfera del dominio público.

Desde el período colonial se constituyeron las asociaciones de regantes indispensables para atender las necesidades colectivas de la irrigación. De esta manera surgieron las primeras disposiciones generales en torno al cuidado y uso del agua de riego. Particularmente eran de gran importancia los aportes materiales y de trabajo para la concreción de obras de defensas, lo que implicaba el constante envío de peones o el pago de contribuciones por parte de cada propietario involucrado según las necesidades estacionales.

En estas prácticas tradicionales el vecindario y su representante, el Cabildo, conformaban el ámbito común de decisión del riego de San Juan, a excepción de las obras de envergadura que requerían la participación de gran cantidad de trabajo. Un ejemplo de ello fue la construcción del Canal Pocito en 1818-1819 que implicó la participación de autoridades regionales por necesitar de los prisioneros realistas tomados en Chile en las luchas por la independencia y de fondos propios del Estado, así como la utilización de tierras públicas.

Así, la influencia de los propietarios más notables que componían alternativamente el Cabildo local, incidía directamente en el órgano principal de decisión ya que del Cabildo también dependía la provisión legal del recuso hidráulico. En 1815 los vecinos de Santa Bárbara, distrito ubicado al oeste de la ciudad de San Juan, solicitaron y consiguieron del Cabildo la autorización correspondiente para realizar una toma y un canal para sus propiedades, lo que indica la preeminencia del control público sobre las corrientes fluviales(3).

Con el surgimiento del Estado provincial en 1820 las atribuciones que en un comienzo fueron del Cabildo y de la autoridad superior, representada en los años inmediatamente anteriores a 1820 por el Intendente-Gobernador residente en Mendoza, pasaron al gobierno provincial. La existencia de un poder general era equilibrada con autoridades en los ámbitos locales, que tomaban sus decisiones habida cuenta que las obras y los sembrados no constituían un sistema unificado y continuo que debieran tener un centro estable y único de decisión. Por lo general, cada grupo de propietarios elegía sus propias autoridades según las características e influencias internas de cada área sembrada. No obstante, no eran extrañas las superposiciones de autoridades de riego con las provenientes de otro tipo de ámbitos tales como autoridades de policía, políticas o judiciales.

El resultado de este sistema, al cual podemos calificar de eminentemente local y de gran autonomía, fue un mecanismo que solucionaba gran parte de sus conflictos dentro de sí mismos. Sin embargo, aquellos conflictos, que por sus connotaciones de importancia o cuando implicaban a más de una zona de riego, superaban la órbita de lo local, debían ser atendidos por las autoridades superiores. En estos casos el encargado de solucionar los pleitos era el Estado provincial, ya fuera mediante organismos delegados como la Inspección de Policía o con la participación directa de las autoridades superiores: los ministros o el propio gobernador(4).

En este sentido las disposiciones de 1825 del gobernador Salvador María del Carril, primer gobierno de neto corte liberal en San Juan, sobre la Policía de Aguas constituyeron una de las primeras manifestaciones del poder general del Estado. En una serie de decretos se establecían las normas sobre el cuidado y conservación de puentes y canales de riego mientras que se prescribía una contribución para obras públicas que cada usuario de la infraestructura de riego debía aportar según la cantidad de agua que ocupara su propiedad. También se establecían los castigos correspondientes, que por lo general, consistían en multas proporcionales según la falta y la extensión de la propiedad en cuestión.

Las disposiciones de 1825 establecían claramente el poder del Estado sobre las obras de riego expresadas en las imposiciones a los propietarios. Frases tales como "El jefe de Policía debe obligar a los propietarios a mantener desagües limpios y capaces" o "se obligará a todos los propietarios planten alamedas y sauzales en todos los frentes cercados" nos indican el control estatal sobre el principal instrumento de riqueza de la provincia, pero también su incapacidad de asegurar la provisión de agua ya que todas las tareas debían estar a cargo de los propios interesados(5).

Sin embargo, la apropiación del agua, entendida como derecho de uso o derecho de propiedad, quedó sin resolver por vacío legislativo, porque al parecer se consideraba de mayor importancia la apertura y el mantenimiento de las obras de regadío en manos de particulares que su posesión. Las propiedades "disfrutan de agua corriente", sus dueños pagaban "en proporción a la cantidad de agua que ocupa cada finca o terreno", se lee en la ley de julio de 1825, es decir que el uso primaba sobre la propiedad del recurso hidráulico. El dominio eminente, manifestado en la invocación que precede al texto de la ley, "usando de la soberanía ordinaria que reviste", por omisión o por tradición, permaneció en el ámbito público según la tradición hispánica.

Lo anteriormente expresado no impidió la utilización del agua de riego como parte de los recursos que los propietarios utilizaban en la apertura de las nuevas explotaciones, realizando entre ellos convenios de carácter privado que incluían el reparto de obras de regadío. En algunos casos de venta de tierras públicas no se mencionaba nada sobre el agua que contenía o sobre los derechos al agua de río que pudiera tener, pero con posterioridad, en el momento de repartirse los terrenos entre los compradores, se incluía las obras de regadío como de propiedad particular(6).

La ambigüedad legal respecto a la posesión del recurso hidráulico posibilitó a los propietarios variar su comportamiento según el dominio de los organismos de gestión. En este sentido las disposiciones posteriores a 1825 poco modificaron la situación, aunque ampliaron expresamente el dominio público a los lechos de los ríos disponiendo que la ubicación de las tomas para las distintas zonas regadas sería indicada por las autoridades superiores(7). El Estado actuaba como ordenador del recurso hidráulico ejerciendo el rol de policía de aguas autorizando o no las obras de regadío propuestas o realizadas por los distritos agrícolas, pero sin constituirse en el protagonista de las mismas.

Los protagonistas de la acción eran los propietarios interesados, poseedores de la fuerza de trabajo y capacidad de aporte financiero, ya que el Estado sólo podía contar con los prisioneros por delitos comunes o de guerra y los escasos medios del presupuesto general(8), incluso en las indispensables obras de defensas. Estos trabajos eran coordinados, la mayoría de las veces, por las autoridades locales o delegadas del gobierno central. Los reiterados llamados a contribuir con las pensiones [cargas proporcionales según la cantidad de tierra regada de cada propietario] establecidas por los delegados de gobierno, eran desconocidos frecuentemente siendo poco eficaces los mecanismos legales para obligar a su cumplimento.

Las invocaciones que el gobierno realizó a la comunidad, previa a la inundación de la ciudad y su área circundante en 1834, evidenciaron cuan débil era el poder estatal, más allá del poder legal que le conferían las normas, para encarar obras de envergadura que defendieran el interés general. La ausencia de apoyo por parte de los propietarios, manifestado en el incumplimiento de las pensiones en materiales y peones, que pudieron ser forzosas pero que el gobierno prefirió convocar voluntariamente, concluyó con terribles inundaciones que alcanzaron el corazón de la ciudad de San Juan y los departamentos suburbanos por varias semanas a comienzo del mencionado año.

Los poderes locales respondían generalmente a sus propios intereses que expresaban a través de reglamentaciones particulares y diversas técnicas de distribución del agua de riego según las cambiantes coyunturas económicas y políticas. Sin embargo, la continuidad de la tradición hispánica originó la persistencia del derecho público sobre las aguas como atributo eminente del Estado provincial, que se expresó mediante la preeminencia del sistema administrativo sobre el judicial como ámbito para dirimir los conflictos. Así, toda reglamentación local debía ser remitida al gobierno para su consideración y aprobación.

En síntesis, los propietarios pese a comportarse generalmente como dueños del recurso hídrico y de las estructuras que lo conducían, debían someterse a otro ámbito de decisión, la administración provincial, ya que los propietarios no podían aducir posesión sobre el agua, por lo que constituían sólo usuarios de un recurso público y como tales las disputas entre usuarios o entre usuarios y el Estado se dirimían administrativamente y no con el concurso de jueces(9).

La concreción solamente de una obra de defensa permanente, el Dique San Emiliano sobre el Río San Juan, que fue construido por etapas entre 1834 y 1850 para defender la ciudad y sus alrededores, el vacío de normas legales generales que regularan las autoridades locales y la ausencia de un ente propio y específico que se hiciera cargo de la elaboración y coordinación de un plan hidráulico coherente, revela la ausencia de una auténtica política hidráulica en San Juan. Precisamente esta situación tendría un cambio de fondo, aunque sus primeras expresiones materiales movilizaran aún recursos modestos, con la sanción del Reglamento para el ramo de Irrigación de 1851 que estableció en forma institucional la preeminencia del sistema administrativo como sistema legal en materia de riego.

 El Reglamento para el ramo de irrigación de 1851

Respondiendo a las características del sistema político y socioeconómico existente en esos momentos, el Estado provincial, con absoluta independencia de cualquier autoridad regional o nacional y en uso de las atribuciones que el régimen federal le permitía, adoptó libremente una reglamentación general sobre riego para todo el territorio de su jurisdicción. Esta verdadera ley de aguas fue la primera expresión de un régimen legal particular surgido de la tradición y la necesidad de armonizar el poder central y las autoridades locales en forma institucionalizada mediante la creación de la Inspección General de Aguas, organismo que desde entonces, con lógicas variantes, se ha encargado de la administración del riego en San Juan.

Este Reglamento, atribuido a Saturnino de la Presilla, ministro del gobernador federal Nazario Benavides, representa un cambio legal fundamental concretado en la erección de una autoridad específica que se ocuparía en forma particular de la irrigación y "sus anexos" con el fin de conciliar las distintas zonas bajo riego con un sólo criterio proporcionado por la autoridad central. No obstante la intención de la ley no implicaba un cambio inmediato pues se consideraba que el peso de las costumbres daría paso progresivo a una nueva etapa sólo con el correr de los años, ya que se sabía que la mera sanción de una ley no podía cambiar las costumbres de la población ni los procedimientos de los propietarios.

El análisis de los artículos del Reglamento de 1851 revela claramente un ordenamiento de antiguas costumbres con nuevas estructuras. Así puede entenderse la coexistencia de una autoridad central específica junto a Comisiones Departamentales que siguieron conservando una gran cantidad de atribuciones referidas al riego.

El artículo 1º contiene la más importante novedad ya que establecía la creación de un "Departamento especial" destinado al cuidado de la "irrigación de la provincia y objetos anexos". Por primera vez aparecía en la estructura administrativa del Estado (los sueldo y el mantenimiento general de la Inspección estaba a cargo del Tesoro Público) una autoridad propia y específica sobre el riego, puesto que anteriormente su cuidado estaba repartido principalmente entre la Inspección General de Policía y otras autoridades delegadas y departamentales.

Este departamento, denominado Inspección General de Aguas, estaría a cargo de un ciudadano que debía reunir cierto requisitos, lo que revela que la función estaba acotada a los miembros de la clase propietaria dominante: el Inspector debía pertenecer al gremio agrícola, contar con un capital mínimo de 3.000 pesos, además de poseer honradez y conocimientos en la materia. Era nombrado directamente por el gobernador, sin intervención del Poder Legislativo, y ante él respondía pudiendo ser removido en cualquier momento o permanecer indefinidamente.

De la constitución de la Inspección se infiere su escaso poder de movilización, ya que además del propio Inspector sólo existía a su cargo un ordenanza [auxiliar administrativo]. Para el cumplimiento de las órdenes efectivas debía contar con el auxilio de las autoridades de policía, administrativas y judiciales, tanto centrales como departamentales.

En otros artículos se especifica que el alcance del Inspector se limitaba fundamentalmente a "la facultad de inspección" cuando los intereses de irrigación afectaban a "dos o más departamentos". Estas facultades se traducían en la capacidad de constituirse en autoridad administrativa de decisión superior sin posibilidad de apelación. Para ello el Inspector conformaba un tribunal con "dos ciudadanos idóneos en la materia y cuyos intereses no se toque en esa medida", tras solicitar los informes correspondientes a las Comisiones involucradas.

Además le competía todo conflicto surgido entre los particulares y las Comisiones, nombre que recibieron las autoridades departamentales reconocidas por el gobierno central, según las reglamentaciones de cada departamento, actuando como autoridad superior inapelable. De esta manera las Comisiones Departamentales no sólo tenían en la Inspección el control superior de su autoridad local sino además era el órgano natural del gobierno por el cual se comunicaban las resoluciones y demás disposiciones del Gobierno central. Se generalizó así la confección de libros y asientos tanto en las Comisiones como en la Inspección donde registrar las comunicaciones y resoluciones oficiales. La responsabilidad del Inspector incluía a los reglamentos locales, por lo tanto, era su competencia entender en la aprobación de los reglamentos de las Comisiones.

Otras atribuciones de la Inspección manifiestan la superioridad sobre las Comisiones. Estas debían enviar anualmente un plano gráfico y la descripción prolija de propiedades y cultivos lo que implicaba un control centralizado de las estadísticas agrícolas y, aunque no se lo menciona, un incipiente mecanismo de registro de aguas sí bien las disposiciones que autorizaran la conformación de un sistema impositivo o de imposiciones financieras no estaban dentro de los atributos de la Inspección. Con la información recabada la Inspección debía enviar al Gobierno una memoria anual sobre el estado de la agricultura incluyendo "las mejoras planteadas en cada sección, indicando las medidas gubernativas que tiendan al fomento y progreso de aquella industria".

Es decir, la Inspección sólo representaba formalmente el poder del Estado en el regadío como instancia administrativa definida pero no contaba con los medios efectivos directos para la aplicación de las normas y mucho menos podía actuar como agente activo en la planificación y concreción de las obras hidráulicas. La confección del Reglamento de 1851 fue sin duda un avance significativo en la estructura administrativa centralizada del regadío pero por otra parte consolidó la tradicional autonomía de las autoridades departamentales otorgándoles a las reglamentaciones locales la jerarquía de leyes.

La legitimación de los poderes locales provino de una nueva disposición espacial dispuesta por el Reglamento. En su artículo 18º se establecía que el territorio de la provincia se dividiría en tantas secciones como lo considerase necesario la Inspección "para el mejor arreglo de la irrigación y el acrecentamiento de la agricultura". Los principales criterios para realizar esa delimitación fueron la población y los intereses surgidos de la agricultura por lo que se buscó conformar espacios vinculados por el riego.

Estas secciones conformarían las unidades administrativas locales identificadas que estarían a cargo de Comisiones departamentales con amplias atribuciones. A cada departamento le correspondía proveer por sí mismo al sostén y al fomento de sus intereses locales otorgándole el ejercicio de la autoridad conforme a la ley de irrigación y su reglamento local. Según la distinción hecha por la propia ley, el poder referido al riego quedaba a cargo de las autoridades locales en quienes recaía también la obtención de los medios. Consecuencia lógica de tales disposiciones era el derecho de reglamentar la administración de esos intereses, lo que incluía la recaudación y uso de los fondos necesarios para el sostén y fomento del regadío.

La autonomía concedida a las Comisiones incluía aspectos técnicos aplicables a los principales elementos del ordenamiento territorial (orientación y capacidad de calles, canales y desagües), financieros (libertad para procurarse fondos mediante contribución directa o impuestos de irrigación según las conveniencias de la sección) y administrativas (confección de un reglamento especial departamental) bajo la condición del ahorro de aguas, el mantenimiento de los tránsitos públicos y los canales y el castigo a los infractores.

El ejercicio del poder de las Comisiones quedó reservado a los grupos propietarios, de entre los cuales debía elegirse anualmente, por medio del voto y a mayoría absoluta de sufragios, los miembros titulares y suplentes de cada jurisdicción departamental. Esta Comisión estaba encargada de redactar el Reglamento que sería puesto a consideración del gobierno por medio del Inspector, tras lo cual tendría fuerza de ley para sus habitantes. También se encargaba de la distribución del agua mediante sus empleados y del manejo exclusivo de los fondos.

Los límites de la autonomía quedaban fijados en casos específicos: grave perjuicio personal de algún vecino por alguna disposición de la Comisión o conflicto entre dos Comisiones, la apertura de desagües extensos, cambio en la dirección de un canal ya creado y en todos aquellos aspectos no legislados por los reglamentos locales. En esas ocasiones el Inspector podía intervenir como autoridad de apelación. Las Comisiones respondían, pues, solamente a sus reglamentos particulares adaptados a la realidad local y al Reglamento de 1851, ley general de amplios principios.

La vigencia de estos dos tipos de normas plantea la coexistencia de dos sistemas diferentes de administración del agua que desde 1851 tendrán una presencia constante bajo distintas expresiones institucionales y legales, manteniendo entre sí una relación tensa y cambiante a causa de la innegable intención de preponderancia de una sobre la otra. Manuel Gregorio Quiroga, en un profundo estudio que fundamentó su proyecto de Ley de Aguas de 1915, se ocupó de distinguir entre el sistema autonómico y el centralizado como alternativa de aplicación de las disposiciones de riego(11).

El sistema autonómico se caracteriza por dejar a los interesados y las autoridades por ellos elegidos la administración del agua según su parecer. Por el contrario, en el sistema centralizado las autoridades surgidas de los interesados quedan limitadas a una autoridad superior con facultades de intervenir en las disposiciones locales evitando abusos. Ambos sistemas cuentan con ventajas y desventajas según su grado de aplicación, resaltando que es muy difícil encontrar en la realidad los sistemas en un estado más o menos puro.

La autonomía como sistema de administración requiere para su funcionamiento poblaciones asentadas con una larga tradición en el uso y distribución del recurso hidráulico, lo que origina un respeto constante por los reglamentos propios, frutos de una larga y sabia experiencia, que deja a los interesados directos en condiciones de adaptar el riego a sus necesidades en forma inmediata y hasta en sus más íntimos detalles. Generalmente requiere de una organización municipal estable y un alto concepto jurídico, de lo contrario, dejar librado un recurso tan valioso a comunidades donde el respeto por la ley carece de consenso, equivale a crear las condiciones ideales para que el favoritismo y la parcialidad profundicen las desigualdades existentes.

Por otra parte, los sistemas centralizados evitan que, allí donde no existen las condiciones para que los propios interesados se ocupen del agua, se sucedan conflictos especialmente cuando las diferencias políticas originan rencores y animosidades. Como las costumbres de un pueblo no cambian sólo por medio de la sanción de una ley, la centralización posee la ventaja de confiar un recurso tan valioso a un árbitro exclusivo fuera de los peligros de las mezquindades locales, garantizando mayor imparcialidad. Pero por otra parte posee la gran desventaja de sustraer el regadío de su ámbito directo para someterlo a la decisión de quien no está en condiciones de apreciar las necesidades inmediatas del riego restringiendo la participación de los usuarios.

En general, según lo expresado por Quiroga, se reconoce que en aquellos pueblos nuevos donde no existe la tradición de respeto por la ley o en las provincias que han llegado a un desarrollo complejo en la agricultura, el sistema centralizado garantiza la distribución del agua como complemento del dominio directo de las mismas por parte del Estado. Más que un dominio centralizado, Quiroga aboga por el control de las autoridades locales al sostener que "jamás debe confiarse a las municipalidades derechos de disposición sobre las aguas públicas" que deben quedar en manos del Estado mediante la creación indispensable de autoridades especiales conjuntamente a la participación de todos los interesados en el riego para que así haya una acción uniforme en toda la provincia ajustada a un plan determinado(12).

De esta manera la Ley de 1851 inicia, con la creación de la Inspección General del Agua, uno de los elementos indispensable de la centralización. El otro elemento, la propiedad pública sobre las aguas, sería uno de los grandes aportes de la ley de 1858.

Desde 1851 la Inspección General del Agua fue sentando procederes y configurando los mecanismos de un organismo nuevo que tomó a su cargo la relación con las recientemente creadas Comisiones Departamentales. Esta notable actividad en los primeros años de la Inspección fue fundamental para el período ya que sus procedimientos administrativos y legales se mantuvieron durante varios años sin modificaciones de importancia. Entre las medidas de mayor relevancia podemos encontrar la disposición del 10 de febrero de 1851 por la cual el Inspector de Aguas dividió el territorio de la provincia en ocho secciones territoriales, posteriormente ampliadas a diez(13), la aprobación de los Reglamentos de las distintas Comisiones Departamentales y las primeras elecciones de autoridades locales(14).

Más allá de las consideraciones establecidas en la Ley de 1851, en la práctica la Inspección de Aguas se comportó como un verdadero ente regulador y ejecutivo. Sus disposiciones abarcaban no sólo a las Comisiones, sino además a particulares, comunicaciones del Superior Gobierno, órdenes técnicas y exigencias administrativas. Un breve repaso de los libros de resoluciones de la Inspección y el tono imperativo de sus órdenes y actas evidencian que su autoridad se consideraba con suficiente poder como para exigir el cumplimiento estricto de sus disposiciones(15).

 La ley de irrigación de 1858 o Ley general de irrigación

Sin duda la experiencia acumulada en los procedimientos de la Inspección fue revelando algunos vacíos legales que debían ser llenados de acuerdo con los grandes cambios provenientes del marco socioeconómico e institucional general del país, que a mediados del siglo XIX implicaba la sujeción al proceso de Organización Nacional representado en la sanción de la Constitución Nacional de 1853.

La sanción de la primera Constitución Provincial en 1857 introdujo una nueva dimensión institucional que debía tener en cuenta la administración del agua. En el artículo 37º de dicha Constitución se establecía que el territorio de la provincia quedaba dividido para su administración en municipalidades, entre cuyos poderes incluía la distribución del agua como resorte exclusivo. Pero como en el artículo 38º se establecía que las municipalidades estarían sujetas a la Inspección y control del Poder Ejecutivo en lo relativo a su administración, las atribuciones sobre el regadío dadas a la Inspección General de Aguas se entendieron como extensiones del Poder Ejecutivo(16).

Así, el poder de policía y control de las aguas sobre las autoridades municipales seguiría siendo ejercido por el Poder Ejecutivo por medio de la Inspección General de Aguas. Si a esto le agregamos que la Ley de Régimen Municipal se concretó en 1869, para ser suspendida de inmediato, veremos que las nuevas reformas institucionales no variaron inmediatamente en lo sustancial el régimen legal de aguas de la provincia. La Inspección siguió ejerciendo el poder central sobre las Comisiones que hacían las veces de municipalidades, pero era evidente que los cambios institucionales debían ser reflejados en una adecuación de la Ley de Aguas.

En 1857 el gobierno provincial, ahora bajo el influjo liberal del gobierno de Manuel Gómez, tomó a su cargo la confección de una ley de irrigación y agricultura que, por su acertada concepción que conjugaba los dos sistemas de administración, fue tenida como ley general hasta 1928.

La nueva ley fue concebida como una reforma de la de 1851, que ya preveía tal posibilidad. Esta reforma respetó en general el esquema de su antecesora pero agregó principios de tal importancia que dejaron en manos del Estado un instrumento político de primera categoría. La Ley de Irrigación y Agricultura de la Provincia(17) sancionada el 8 de marzo de 1858 revelaba la existencia de un plan hidráulico, aunque de manera tácita y difusa, de gran alcance. La nueva ley implicaba un avance de la centralización sobre las autoridades locales.

La Inspección General de Aguas se transformó en Inspección General de Agricultura con los mismos requisitos para la elección del Inspector, salvo que la nueva disposición establecía que se debía contar con un capital de por lo menos 10.000 pesos, lo que restringía aun más el reducido grupo grandes propietarios que podían ocupar el cargo. La Inspección pasaba a formar parte de la estructura burocrática del Estado: se le confirió una oficina pública donde establecer su propio despacho y una partida del presupuesto provincial. El personal a su cargo aumentaba con un secretario y escribientes pero no se incorporaba ningún personal técnico(18), manteniéndose la prescripción que las autoridades de policía debían prestarle su auxilio. Sin embargo, la especificación de los atributos de la Inspección no dejaba duda sobre el aumento de su poder.

En primer lugar se especificaron los "anexos" a que refería la Ley de 1851. El Inspector se encargaría de la irrigación, canalización y agricultura de la provincia, pudiendo dividir su territorio en cuantos departamentos considerara conveniente. Se ampliaban y detallaban sus atributos: la economía y orden en la distribución de las aguas de riego, la construcción de puentes, desagües, canales de riego, tomas y caminos, la eliminación de ciénagas y pantanos, la estadística territorial y agrícola de la Provincia, y todo aquello que tienda al mejoramiento y extensión de la agricultura.

Además, y he aquí una significativa ampliación de su injerencia, se autorizaba a ejercer sus facultades "de oficio o a petición de partes", es decir que su poder iba mucho más allá que la simple inspección atribuida en la Ley de 1851. Todo interés agrario era de su incumbencia, lo que equivalía decir que el Estado se convertía en el responsable directo de la mayor fuente de riqueza pública sometiendo en el ejercicio de su potestad a los departamentos y sus autoridades. La Inspección adquiría así el poder para penar a las autoridades locales que desobedecieran sus reglamentos o las indicaciones realizadas por el gobierno para mejorar la producción.

Las tendencias a la centralización aparecen claramente expresadas cuando se estableció que las Comisiones o los comisionados departamentales debían cumplir "con toda religiosidad las órdenes que el Supremo Gobierno les imparta por conducto de la Inspección General de Agricultura". Es decir, el poder central, por medio de la Inspección, hacía de las Comisiones órganos delegados del Gobierno. Además la Inspección se constituía en el órgano de comunicación entre los departamentos y el Gobierno, lo que implicaba otras funciones de carácter político y financiero.

Por su parte las Comisiones mantenían su capacidad de ejercer la autoridad local sobre regadío, canalización y agricultura, y recaudar los fondos para su mantenimiento pero conforme lo estableciera la ley general. Ya no se establecía que cada departamento "tiene derecho de reglamentar la administración de sus intereses" como en la Ley de 1851, sino que se tenía "el deber de reglamentar la administración de los intereses comunales". Este cambio limitó los alcances de los intereses comunes según algunas especificaciones dadas por la ley general.

Las autoridades locales quedaban reservadas a los propietarios que tuvieran "fundos cultivados" lo que implicaba el registro en los padrones de riego y su concurrencia tanto a las cargas públicas de trabajo como financieras. En aquellas zonas cultivadas que por su escasa población no fuera posible conformar una Comisión, se nombraría un Comisionado entre los vecinos propietarios que cumpliría idénticas funciones que aquélla. Así el poder del Estado alcanzaría a todos los distritos agrarios, que a mediados del siglo XIX, eran muy numerosos en San Juan considerando la discontinuidad del paisaje agrario existente.

No obstante las grandes innovaciones de la Ley de 1858 referidas a las atribuciones de las autoridades centrales y locales, su aporte más significativo consistió en afirmar el carácter público de las aguas completando los elementos indispensables para conformar una política hidráulica digna de tal nombre.

Apartándose del modelo que le brindaba la Ley de 1851, la nueva legislación incluyó unas Declaraciones Generales de trascendentales consecuencias. Fundamentalmente se afirmaba que: "El agua de los ríos y arroyos de la Provincia es de propiedad pública, destinada perfectamente a la agricultura, y no podrá distraerse en su origen para emplearla en otros objetos, con perjuicio de aquella". Esta disposición posee en sí mismo una importancia tal, pues constituye la base de nuestro sistema legal de aguas, que requiere de un detallado análisis.

Ya hemos referido sobre el origen público del agua en la tradición hispánica aunque desde la Independencia no se hubiera hecho referencia explícita a ello. En 1858 se consideraban de dominio público las aguas que corrían por ríos y arroyos distinguiéndolas de las pluviales, subterráneas y de pantanos y ciénagas que no corrían. Augusto Landa resalta que la inclusión de estas disposiciones anticipó el contenido del Código Civil Argentino redactado en 1869 por Velez Sarfield y que entró a regir en 1871(19).

Por su contenido el Código Civil responde a la inspiración legislativa francesa que en lo atinente a las aguas posee ciertas inclinaciones favorables a la propiedad privada. Sin embargo en lo atinente al régimen legal de las aguas el codificador se inclinó por el respeto a las tradiciones hispánicas. "Velez fue el más consecuente con la orientación tradicional, aunque ciertas disposiciones del Código Civil revelan la influencia del sistema de la riberaniedad", afirma López(20).

De esta manera, pese a que en la misma España hubo intentos tendientes a imponer el derecho de propiedad sobre de derecho de uso, la Ley de Aguas española de 1866 distinguió entre aguas públicas y privadas, colocando bajo domino del Estado la mayor parte del recurso hidráulico. Velez conocía estas tendencias jurídicas y las aplicó al código argentino. Así, sostiene López "El Código Civil de la República Argentina sancionado por ley 340 del 29 de septiembre de 1869 sigue en sus lineamientos generales el Código Francés (...) No obstante en lo que al Régimen de Agua se refiere, se ha apartado de su modelo siguiendo los proyectos de Andrés Bello para Chile y de Florencio García Goyena para España (...) considera que los ríos y cauces y toda agua que corre por cauces naturales son de dominio público".

Cuando se sancionó el Código Civil, su artículo 2.342, que establecía que eran bienes públicos del Estado los ríos y sus cauces y todas las aguas que corren por cauces naturales, avaló la Ley de 1858 provincial por lo que pudo continuar en vigencia después de 1871.

La preeminencia de la esfera pública sobre el recurso económico fundamental de la provincia determinó en forma absoluta la relación entre el régimen de posesión de la tierra y la utilización del agua. Se podía ser dueño de la tierra pero sólo usuario del agua, pues el dominio pertenecía al Estado. Así, la referencia al destino del agua "perfectamente a la agricultura" establecía que ésta era la actividad productiva dominante y que los propietarios que deseasen cultivar sus tierras debían recurrir al Estado para proporcionársela y sería por lo tanto el Estado el que determinaba según su criterio el destino del agua, con lo cual se constituía en el orientador de la actividad económica.

El Estado provincial, por medio de la Inspección, sería el encargado de conceder el agua de riego y no los poderes locales. La Inspección desde entonces se convirtió en el ámbito de decisión donde se resolverían las concesiones de agua, convirtiéndola en el órgano fundamental de la política hidráulica de la provincia.

La disposición que establecía que todos aquellos que tenían derecho a usar del agua pública debían obedecer las reglamentaciones oficiales, también avalado con posterioridad por el Código Civil, encerraba una definición jurídica de las aguas y el tipo de relaciones sociales que de ella se desprende. El Estado, como representante de los bienes comunes de la comunidad, asume el dominio de las aguas, lo que implica no un derecho o una posibilidad sino una obligación ineludible de reglamentar su uso según los fines que juzgue conveniente. La razón que impulsa al Estado a reglamentar se deriva de la característica pública del agua: si el goce del agua es una posibilidad de todos convirtiéndose en beneficiarios con sujeción a las normas, eso implica que las reglas son una necesidad social por lo que es un deber para el Estado dictar dichas normas

De este deber de reglamentación se desprende el poder de policía, vigilancia y administración, ya que son atributos inherentes a la autoridad del Estado, así como el poder de usar la fuerza para impedir que el uso común de un bien público sea menoscabado o despilfarrado. Muchas otras relaciones se desprenden de estos principios: el Estado debe contar con un registro de los usuarios a quienes proteger, lo que implica la confección de censos y padrones; los propietarios que deseen el goce de un bien público deben solicitarlo a la autoridad estatal quien lo concederá como parte del derecho administrativo en forma de permiso o concesión; el Estado asume un papel planificador, entre otras.

También se estableció la extensión del domino público hacia las obras relacionadas con el riego, pues se prescribía que los canales de riego, desagües, la apertura de caminos, la eliminación de ciénagas y terrenos pantanosos, y todo aquello que envuelva interés general, eran obras de utilidad pública. En consecuencia, se autorizó la expropiación, previa indemnización, en caso de ser necesario por medio de la Inspección General de Agricultura.

Como complemento de los principios expuestos también se distinguió entre las esferas de incumbencia jurídica y administrativa. Los tribunales civiles tendrían competencia en las cuestiones que se refirieran a la propiedad o posesión, mientras las autoridades administrativas intervenían en todo lo relacionado a los reglamentos, repartimiento, uso y aprovechamiento de las aguas y aplicaciones de actos administrativos. Además se facultaba a la Inspección a ajustar el uso del agua en lo posible a la necesidad de cada localidad según la extensión y calidad de las tierras y sus cultivos. De hecho se establecía una preferencia en las concesiones por las sementeras de trigo por sobre la alfalfa y demás cultivos con lo que el Estado orientaba el destino de los recursos hidráulicos.

La concesión del derecho de uso que daba el Estado al particular tenía que estar de acuerdo con el interés general, por lo que la administración debía evitar en todo momento el abuso en el riego, máxime en épocas de escasez de agua. Esto implicaba que por más que se tuviera una concesión no se podría usar arbitrariamente del agua desconociendo el bien común. Basado en este principio se preveía el suministro de agua por "turnos rigurosos" si no hubiera suficiente para las dotaciones completas. La centralización había logrado un claro fortalecimiento jurídico, base para su avance sobre los poderes locales.

 Tendencias alternativas del régimen jurídico-político sobre regadío

La ley de irrigación y agricultura de 1858 fue considerada como ley general de aguas, y como tal se la cita y menciona en documentos públicos y particulares, permaneciendo en vigencia hasta 1928, pero sufrió varias e importantes modificaciones a causa de leyes y ordenanzas complementarias posteriores. Casi de inmediato la ley de Contribución Directa [impuesto territorial] sancionada el 21 de julio de 1858 atribuyó a la Inspección General de Agricultura y las autoridades locales el poder para recaudar dicho impuesto, ampliándose su ámbito de intervención. Esta tendencia sería una constante en los años posteriores

Tendencia hacia la centralización

El decreto reglamentario de la Ley de Contribución Directa posibilitó a la Inspección hacerse de un elemento de fuerza que no era desconocido por los regantes: en caso de falta de pago del impuesto territorial se facultaba a la Inspección y las autoridades locales a privar "del beneficio del riego" a los morosos(21). La tradición del corte del agua ya figuraba en las primeras ordenanzas locales(22) pero su alcance se generalizó con esta disposición. La unificación de ambas funciones en la Inspección refuerza la noción anteriormente expuesta de que el régimen legal de aguas debe entenderse en íntima relación con régimen de propiedad de la tierra.

Poco tiempo después disposiciones semejantes pasaron a formar parte de la legislación de aguas ya en forma definitiva(23). Esta sería una cuestión recurrente a lo largo de los años siguientes marcando los límites del poder del Estado sobre los propietarios.

Desde1862 iniciativas provenientes de diversos ámbitos de gobierno modificaron la conformación de la Inspección y ampliaron sus atribuciones. A su ámbito estrictamente administrativo se le incorporaron funciones técnicas posibilitando la aplicación de un plan de obras públicas mediante un programa de trabajos estatales(24).

La tendencia creciente a la centralización tuvo otro importante paso mediante las distintas Ordenanzas Generales establecidas durante la gobernación de Domingo Faustino Sarmiento, futuro presidente de la Nación en el período 1868-1874. La Inspección podía aplicar los reglamentos en caso de omisión o demora de la Comisiones; sus miembros podían ser multados en caso de no cumplir con las órdenes del gobierno; los trabajo en el lecho de los ríos serían realizados exclusivamente bajo su conducción prohibiendo a las Comisiones realizar trabajos en los ríos para dotar de agua a sus tomas sin el conocimiento e intervención de la Inspección(25).

Otras leyes complementarias posteriores intentaron modificaciones importantes al cuerpo legal sobre regadío. Particularmente interesante es la Ley de 1866 que pretendía varias los principios prescritos en un giro notorio hacia el dominio privado de las aguas.

En efecto, el 4 de septiembre de 1866 se promulgó bajo el gobierno liberal de Camilo Rojo, siendo ministro Ruperto Godoy, una nueva ley sobre irrigación(26) que en muchos aspectos puede considerarse complementaria de la anterior. Sin embargo, entre sus disposiciones más importantes se encuentra el artículo 1º que declaraba que "la parte del agua de los ríos y arroyos de la provincia que se emplea en el cultivo de la tierra pertenece su uso en propiedad, por el hecho sólo de la ocupación no disputada, a los dueños de terreno con ella cultivados, lo mismo que el de aquella que se emplee en el cultivo que en adelante se haga en terrenos incultos, pertenecerá a los dueños de estos". Lo expuesto se contradice con el principio de utilidad pública del agua para riego de la Ley de 1858.

El "uso del agua en propiedad" correspondía a un concepto legal ajeno a la tradición jurídica sobre riego aplicada en San Juan. La posesión en propiedad implicaba un avance definitivo del dominio particular sobre las limitaciones colectivas dando origen a un mecanismo de desequilibrio de las fuerzas sociales donde los dueños del agua tendrían preeminencia sobre el resto de los grupos de la comunidad, constituyendo verdaderas oligarquías de riego. Suprimir el dominio público, en definitiva objeto último de esta disposición, correspondía a la última etapa de la reforma liberal que pretendía convertir a la tierra y al agua en bienes libres de transacción.

Quiroga afirma "que el concesionario tiene derecho de uso y goce del agua pública, pero no tiene propiedad sobre ella", por lo que en su proyecto se establecía la primacía del interés público considerando que el derecho al agua como concesión no como propiedad iba unido a la tierra que riega. El historiador Horacio Videla(27) también se expresa en el mismo sentido: "Al acordar el derecho de agua en propiedad al regante, la ley de 1866 se afilió al sistema que reconoce en el derecho de agua de regadío un verdadero derecho de propiedad inherente al dominio que sirve, y no una mera concesión de la autoridad, susceptible de revocación o modificación como toda concesión". En vista a tan notorias contradicciones este artículo fue derogado expresamente por la ley del 19 de Julio de 1869 pocos años después.

Pese a poner en peligro la unidad de los principios jurídicos del cuerpo legal sobre regadío, la ley de 1866 sentó otros de gran importancia. Se permitía al propietario de un terreno cultivado arrendar o disponer del uso del agua que le correspondía a favor de otra persona siempre y cuando se continuara con el mismo uso. Estas disposiciones establecen un principio que se mantendría incluso hasta hoy: el derecho de agua, entendiéndose que no constituye posesión sino tan sólo goce de utilización, es inseparable del derecho de propiedad. Esto implicaba que el solicitante de una concesión de agua debía acreditar antes que era dueño de una parcela ya fuera por compra o sucesión. Este principio, considerado inviolable, permaneció vigente pero debió adecuarse a las diferentes necesidades comunes dispuestas por leyes posteriores.

De semejante trascendencia fue la disposición que establecía: "Las concesiones de agua de los ríos o arroyos que se hagan por autoridad competente, serán sin perjuicio de derechos adquiridos". Este precepto daría origen a la distinción de agua permanente y agua accidental que tendría una gran importancia en los años posteriores. Las razones prácticas en que se basó esta disposición fueron la necesidad de dar estabilidad a las concesiones y la mayor garantía posible de su efectividad, dado el caudal variable de los ríos. El Estado sólo podía conceder más aguas a nuevos regantes si esta concesión no afectaba las concesiones más antiguas. Para ello debía saber cuánta agua había disponible para cubrir las dotaciones y, una vez establecido si existían aguas sobrantes, se la podía conceder a nuevos propietarios.

Como el propietario particular gozaba de la concesión de la administración para hacer uso del agua, siempre que respetara las imposiciones de su uso, una vez otorgada dicha concesión el Estado debía garantizarla. La administración tenía que establecer la cantidad de agua necesaria para el riego de las propiedades y luego no podría consentir otras concesiones que pusieran en peligro las ya otorgadas, es decir con perjuicios a terceros. La ley de 1866, que ya establecía el grado como unidad de riego, aseguraba así que cada propietario recibiera esa cantidad legal de agua. Tal disposición también establecía, si bien no en forma expresa, la noción de perpetuidad de la concesión ya que si el propietario respetaba las normas vigentes el Estado le garantizaba su dotación en forma indefinida con las lógicas restricciones como por ejemplo los turnos(28).

Para determinar los alcances del derecho de concesión se estableció por primera vez en forma explícita una medida de agua de riego, denominada grado(29). Esta medida uniforme era parte del control que la administración debía realizar en resguardo del interés público limitando la cantidad de agua que debía ser entregada al concesionario en proporción a la superficie cultivable. La limitación con fin de evitar el abuso en el riego implicaba a su vez una responsabilidad para el Estado, ya que se obligaba a asegurar la estabilidad de las concesiones. El principio de reglamentación del bien público se expresaba así por medio de la limitación de la concesión y en el control de las corrientes de los ríos que al ser muy variables implicaba ciertos resguardos por parte del Estado.

El principal resguardo exigido a la Inspección, como representante de la administración, era conocer los caudales exactos de los ríos para proceder a su reparto. Pero al faltar los medios técnicos necesarios para verificar la cantidad de agua de río que debía servir a los compartos generales, ya que los aforos del río San Juan comenzaron recién en 1909, se comenzó por establecer un sistema de control del agua de riego utilizada. Así derivan de esta ley las Ordenanzas Generales de 1866 y 1867, importantes disposiciones legales que establecían la colocación de compuertas en los canales matrices según el modelo dado por la Inspección y en los canales interiores, en todos los departamentos para conocer su caudal. Estas compuertas quedaban bajo inmediata autoridad de la Inspección y los Guardas Generales. Las Comisiones perdían el control de los canales que consideraban propios.

En el período 1869-1872 se sucedieron una serie de modificaciones que marcaron tanto el límite de la tendencia hacia la centralización así como el mayor intento del Estado por controlar el agua de riego en forma directa limitando en forma efectiva el derecho de uso.

Efectivamente, en 1869 por ley(30) se eliminó por completo toda referencia a la posesión de las aguas para riego y se facultada a las Comisiones departamentales a embargar indistintamente bienes raíces o el agua de la finca de aquel propietario que debiera impuestos y su venta. En caso que no hubiera postor se debía repartir el agua gratuitamente entre el vecindario por el término no mayor a veinte días, con lo que quedaba cancelada la deuda. Sin embargo, estas disposiciones, que tuvieron poca o nula aplicación real, fueron derogadas poco después(31).

La misma ley avanzaba sobre las Comisiones hacia una creciente centralización. Se establecía que las Comisiones y Comisionados departamentales debían rendir cuenta de los fondos administrados en sus tesorerías ante la Inspección de Agricultura. El poder de fiscalización y sanción por causas financieras sumaba otro elemento a la centralización en manos de la Inspección. Sin embargo, el paso final, que implicaba la sumisión al poder político, quedó temporalmente fuera de su incumbencia: el manejo discrecional de las situaciones políticas quedaba en manos exclusiva de las autoridades locales

Esta "prescindencia" no duró mucho tiempo. La más formidable propuesta de centralización, que no sólo abarcaba el ámbito de la irrigación sino todos los poderes concernientes a las autoridades locales, sería impulsada por el gobierno de José María del Carril a fines de 1869 sobre la base de un notorio dominio de la situación política provincial.

Durante el gobierno de Del Carril se dictaron una serie de leyes que afectaron el régimen legal de agua. Por la ley del 4 de diciembre se estableció el Régimen Departamental que dividía a la provincia en 18 departamentos erigiéndose una municipalidad en cada uno de ellos, a cuyo frente estaría un Subdelegado de gobierno. Cada subdelegado ejercía un poder prácticamente absoluto contrariando los principios más esenciales del ordenamiento municipal: era agente político directo del Poder Ejecutivo y asumía todos los poderes delegados respecto a riego, policía, minería e impuestos. Este cúmulo de atribuciones difícilmente podría ser contrarrestado por los poderes locales.

En lo respectivo al régimen legal de aguas el subdelegado sería agente directo de la Inspección de Irrigación debiendo ejecutar las ordenanzas locales y hacer cumplir las órdenes e instrucciones emanadas del poder central. Para aplicar estas modificaciones era evidentemente necesario un cambio de la Ley de 1858.

Una maniobra política pretendió consolidar esta abrupta centralización. El Régimen Municipal nunca entró vigencia(32), pues se suspendió de inmediato. El Poder Ejecutivo y sus subdelegados ejercerían un poder sin limitaciones. La más completa centralización se había conseguido aunque aún subsistían graves contradicciones jurídicas respecto a la administración local del agua. Estas fueron resueltas de inmediato, con lo que el plan centralizador alcanzó su máxima expresión.

El 20 de diciembre de 1869 se sancionó una nueva ley sobre administración del regadío(33) que adecuaba la legislación a la flamante situación política. La Inspección de Agricultura se transformó en la Inspección General de Irrigación y absorbía las funciones del Departamento de Obras Públicas. Pero la mayor modificación correspondió a lo referente a la autoridad local de irrigación ya que se reemplazaban las antiguas Comisiones Departamentales por Juntas Departamentales de Irrigación presididas por un subdelegado de gobierno con voz y voto decisivo.

De esta manera el subdelegado quedaba facultado con las atribuciones que la Ley de 1858 asignaba a los Presidentes de Comisión. Es decir, en el corazón de los poderes locales se introducía un representante directo del poder central nombrado y removido exclusivamente por el gobernador quedando reducido el poder de los representantes de los propietarios a un simple cuerpo deliberante que carecía por completo de autoridad efectiva.

En lo referente a su elección, las Juntas Departamentales de Irrigación no variaron de lo dispuesto por la ley de 1858 aunque el subdelegado podía "asistir a toda reunión pública de carácter político con fines electorales", es decir que asumía el control político directo de su distrito, lo mismo que sus atributos y funciones. Según Augusto Landa en la obra ya citada, este novedoso sistema pronto demostró graves falencias pues no podían presidir las Juntas personas que cumplían funciones políticas y que muchas veces eran extrañas al medio en que actuaban. La centralización con objetivos de dominación política reveló todos los inconvenientes a que se dan origen cuando los propios propietarios dependientes del riego carecen del poder efectivo para ocuparse de sus intereses.

La adecuación a las nuevas leyes y ordenanzas significó la sanción de nuevos reglamentos departamentales redactados según las normas vigentes, es decir, estando las Juntas presididas por los subdelegados. Sin embargo, este sistema duró muy pocos años en vigencia. En 1872 se modificó sustancialmente el régimen centralizado de subdelegaciones

 Tendencia hacia un equilibrio entre la centralización y la autonomía

La resistencia de los propietarios al avance político del gobierno central obligó a una rápida revisión de la situación. Los límites de la centralización se habían alcanzado. En 1872 durante el gobierno de Valentín Videla, un liberal moderado, se inició el restablecimiento de los poderes locales cambiando la tendencia sostenida hasta entonces.

Una actitud legislativa de revisión(34) del régimen legal de riego se hizo patente. Se derogó la preferencia que las sementeras de trigo tenían en el suministro de agua de riego, se distinguió claramente entre las nuevas concesiones de carácter accidental de las concesiones de terrenos cultivados con anterioridad a 1866 y fundamentalmente se derogó el sistema de subdelegaciones.

La ley de irrigación del 26 de octubre de 1872 puede considerarse la última de las disposiciones de amplios alcances que afectó la estructura de la administración centralizada y local de riego, determinando un nuevo equilibro entre ambas. Se intentó distinguir claramente la injerencia de las autoridades encargadas del regadío de aquellas con funciones políticas. Esta fórmula con algunos cambios perduraría hasta la implementación del régimen municipal entre los años 1908 y 1913.

En busca de una "solución de transición"(35) se dispuso que las Juntas Departamentales de Irrigación se llamarían Juntas Municipales y que dejarían de ser presidida por los subdelegados. El objetivo de la nueva legislación era separar los ámbitos políticos, policiales y electorales de los inherentes al manejo local permanente que incluía la irrigación. Los subdelegados dejaban de ejercer el poder efectivo en los departamentos por lo que las Juntas recuperaron los atributos conferidos a las antiguas Comisiones según la ley de 1858.

El retorno de cierto grado de autonomía a los departamentos se reflejó en la restitución de la atribución para embargar y vender agua como forma de hacer efectivo sus impuestos y multas, el retorno a la elección directa de sus miembros sin la fiscalización política directa de los subdelegados y la recuperación de la facultad de nombrar su propio personal. Incluso se dispuso que el subdelegado prestara a la Junta "la cooperación y auxilio que estas requieran para el cumplimiento de sus disposiciones" otorgándole así la preeminencia de la autoridad.

Sin embargo, lejos se estaba permitir la autonomía completa. Si bien se le restaron poderes a los subdelegados la Inspección de Irrigación aumentaba los suyos continuando la tradición inaugurada en 1851. Las elecciones departamentales debían ser sometidas a la aprobación del Poder Ejecutivo previo informe de la Inspección, que así asumía el control político directo sobre las Juntas Municipales. El control financiero tuvo una doble imposición. Por una parte los subdelegados tenían el control de la caja municipal y por otra, las Juntas debían presentar un presupuesto anual sobre los gastos de su jurisdicción y rendir una cuenta anual de su cumplimiento ante la Inspección. Nuevamente los reglamentos y procedimientos locales debieron adecuarse a las leyes generales.

En síntesis, la Inspección de Irrigación se consolidaba como la autoridad superior sobre las Juntas Municipales, mientras las subdelegaciones quedaron reducidas a funciones básicamente políticas y policiales dependientes directamente del gobierno central.

La sanción de la Constitución Provincial de 1878, considerada como una expresión temprana del liberalismo modernizador y progresista que dominaría la Argentina a partir de 1880, no alteró inicialmente el orden legal del regadío en San Juan, si bien proclamaba un manifiesto predominio de la autonomía de la autoridad municipal sobre el gobierno central. Estos principios preveían la falta total de injerencia del gobierno provincial sobre los poderes cedidos a las municipalidades. El artículo 149 establecía claramente: "Los poderes que esta Constitución confiere exclusivamente a los Municipios, no podrán ser limitados por autoridad alguna del Estado".

En vistas a tales preceptos sin duda que el artículo 150 fue el más importante respecto al régimen de aguas al disponer(36) que "Los municipios tendrán exclusivamente el poder de reglamentar y administrar todo lo relativo al ornato, higiene, moralidad, beneficencia, irrigación y vialidad, dentro de sus Distritos". Estas disposiciones constitucionales propiciaban el más absoluto régimen autonómico en materia de regadío sin límites alguno, lo que abría la posibilidad cierta de originar los graves defectos mencionados anteriormente cuando el riego queda librado a poblaciones locales sin tradición de respeto por la ley. Sin embargo estos principios no fueron aplicados en forma efectiva y completa hasta el período 1908-1913.

Por el contrario las ordenanzas generales siguieron imponiendo la centralización. Así en 1881, a causa de los numerosos pleitos ocasionados por el nivel de tomas y canales, se estableció una regla fija para todos los canales departamentales, lo que revela una mayor capacidad técnica de la Inspección ya que toda nivelación debía ser realizada por un ingeniero de gobierno. En contrapartida quedaba prohibido a las Juntas alterar los niveles de las tomas, compuertas y canales sin el estudio previo de la Inspección. La autoridad central asumía un control directo sobre los canales departamentales y particulares en vista a instituir un criterio inamovible para la distribución de las concesiones(37).

No faltaron los intentos de establecer una organización municipal estable, pero fracasaron o fueron de aplicación transitoria(38). De igual manera el ordenamiento general de la legislación del riego en San Juan mediante la Ordenanza General de 1892 no introdujo mayores cambios, pues sólo representaba el esfuerzo de reglamentación de la legislación sobre riego vigente hasta el momento(39).

El análisis de su articulado revela de manera manifiesta el nuevo equilibrio alcanzado entre la autoridad central, personificada en la Inspección, y los grupos propietarios más poderosos de cada departamento, a los que se entregaba el control de las situaciones locales, reflejado especialmente en las disposiciones sobre elecciones y concesiones de agua.

Las disposiciones generales de la Ordenanza aseguraban un poder amplio y directo de la Inspección sobre las Juntas al atribuirse las facultades que poseían cada Junta en su jurisdicción, además de todo lo concerniente a construcción de obras de irrigación y otros aspectos técnicos.

La mayor novedad de este decreto estuvo referida a la forma de elección de las Juntas y de la calificación electoral. Las Juntas permanecían en funciones dos años duplicando su duración, lo que le confería mayor estabilidad política. Su elección debía ser pública y a simple mayoría mediante la emisión de voto escrito, bajo responsabilidad de la Junta saliente. Este mecanismo fue deliberadamente asemejado a la lucha política, con todos los defectos y vicios característicos de un período donde no había garantías para evitar el fraude, el nepotismo y la perpetuación de los miembros de las Juntas. Los numerosos pleitos originados en estos comicios eran resueltos en forma exclusiva por la Inspección lo que le confería un marcado carácter político.

El carácter eminentemente político y cerrado que asumió la elección de las autoridades de irrigación se vio reflejado en la necesaria calificación de los electores para ejercer su voto. Esta calificación debía ser previa a cada elección y constituía un mecanismo restrictivo muy particular que se prestaba a una serie de irregularidades características de los ámbitos locales, ya que las propias Juntas se constituían en mesas de calificación. Para ser calificado era necesario reunir ciertos requisitos: el votante debía estar empadronado en el padrón de riego del departamento, ser propietario o poseedor con título legal y que la propiedad se encontrara en cultivo activo, es decir, que contribuyera a las cargas públicas comunes en forma proporcional al agua utilizada. Todo reclamo sobre la calificación era resuelto por la Inspección sin apelación posterior.

Otro aspecto novedoso y de gran importancia reglamentado en esta Ordenanza fueron las disposiciones sobre agua accidental. Basadas en las consideraciones sobre derechos adquiridos de la ley de 1866 se establecía que toda solicitud de agua sería en calidad de accidental previa presentación de los títulos de propiedad y ausencia de oposición al pedido tras su publicación. Otorgada la concesión, sólo se podía usar del agua después de llenar las dotaciones de las fincas creadas con anterioridad a la concesión.

Al parecer la disposición vigente respecto a los derechos adquiridos alcanzaba una expresión definitiva, pues el solicitante debía esperar la existencia de sobrantes de agua para regar(40). Sin embargo, dentro de las disposiciones había contradicciones que abrían una posibilidad cierta y legal de impedir el real cumplimiento de lo dispuesto anteriormente. La propia Ordenanza disponía que ninguna Junta podía suspender el uso del agua accidental sin autorización de la Inspección y sin que previamente haya sido aforada la cantidad de agua de los ríos. Esto anulaba claramente toda posibilidad de un cumplimiento efectivo de la distinción de agua accidental y permanente pues los aforos comenzaron entrado el siglo XX.

En San Juan la distinción entre agua accidental y permanente era fundamental, pues el origen del agua para riego provenía de corrientes fluviales de régimen irregular. El Estado debía conocer que caudal proveían los ríos, que cantidad había sido concedida y si quedaba sobrante para otorgar nuevas concesiones. En caso que esto no ocurriera se podía declarar una corriente agotada. Este agotamiento de la corriente, para los efectos de su aprovechamiento, surge cuando no es posible otorgar nuevas concesiones sin perjuicio de las antiguas.

Los derechos amparados por la ley figuraban en los padrones de riego, que adquiría así una trascendencia capital pues era el resguardo que cada propietario podía esgrimir para que la administración impidiese a terceros que afectaran sus derechos. Además, el padrón servía como instrumento para evitar las variaciones arbitrarias y para perpetuar el derecho.

Las limitaciones expuestas en el caso de la calificación se repetían en lo dispuesto sobre el empadronamiento. La Ordenanza de 1892 precisó la forma de empadronar una propiedad en los padrones de riego departamentales: se empadronarían a los propietarios por vía de herencia, compra, donación u otra transacción previa presentación de la escritura pública que justifique su dominio, y los poseedores a título de dominio que presentasen previamente el contrato legalizado que los autorizaba a poseer una propiedad. Esta condición previa del empeoramiento era indispensable para ejercer el sufragio.

Las limitaciones expuestas, a las que se sumaban otras innumerables originadas en el medio socioeconómico, aseguraban a una minoría de propietarios el control de los organismos de gestión en el ámbito departamental. Dentro de estas verdaderas elites de propietarios se planteaban las disputas por el dominio de cada situación local. En estos conflictos la Inspección jugaban un papel fundamental: era la autoridad a través de la cual el gobierno central definía hacia uno u otro bando el conflicto, de acuerdo con sus conveniencias políticas. La concordancia existente entre los grandes propietarios y las autoridades centrales incluso se manifestó en el reconocimiento expreso que la Ordenanza de 1892 hizo de su poder: ningún reglamento local se podía modificar sin su participación y consentimiento(41).

La Ordenanza General de 1892 tuvo la virtud de reglamentar en una sola disposición las leyes de riego anteriores. Esta práctica coincidió con el notorio avance de una nueva etapa socioeconómica caracterizada por el desarrollo de la agricultura comercial y la elaboración industrial de la vid, lo que aumentó la necesidad de contar con un cuerpo legal homogéneo y claro al cual referir los derechos de riego. No obstante quedó pendiente la solución definitiva sobre la distinción de aguas permanentes y accidentales que tenía una importancia fundamental en un período de crecimiento de la superficie cultivada impulsada por los cultivos comerciales.

En este sentido la ley del 7 de agosto de 1894 constituyó la última disposición legal de importancia del período. Continuando con el rumbo de lo acordado por la ley de 1866 se dispuso que toda el agua de los ríos y arroyos de la provincia quedaba destinada al riego de los terrenos que figuran en el padrón oficial archivado en la Inspección, a los que se le asignaban una dotación de 1,3 litros por hectárea y por segundos. El exceso de agua, previo aforo de la dotación ya establecida, podía concederse para nuevos cultivos con el carácter de accidental.

Esta ley de 1894 representa el inicio de un plan hidráulico destinado a proteger los derechos de los propietarios existentes hasta esa fecha, pues se privilegiaba la utilización de las aguas en esas tierras. El efecto real fue la distinción en forma terminante entre concesiones permanentes, todas las tierras que estuvieran registradas en el padrón de irrigación de 1894, de las de carácter accidental, todas las posteriores(42).

Las razones esgrimidas para dictar semejante disposición fueron de orden legal y económico: grandes zonas susceptibles de cultivos, el caudal muy variable de los ríos, las numerosas concesiones otorgadas sin reparar suficientemente en los intereses de los antiguos concesionarios, entre otras(43). Pero más allá de los justificativos oficiales el objetivo final de la ley se percibe con claridad: los sectores propietarios dominantes procuraron la apropiación del recurso hidráulico mediante una disposición del Estado que les asegurara su provisión limitando el acceso de otros propietarios a nuevas concesiones estables en resguardo de las suyas.

El padrón de 1894 adquirió de esta manera una importancia fundamental. Este Padrón Oficial, como se lo llamó, fue el origen de todos los derechos de agua permanente hasta muy entrado el siglo XX, cuando se realizó un nuevo empadronamiento general, pues sólo podía ser modificado mediante orden de la autoridad superior, según las formalidades establecidas al efecto. Las nuevas concesiones otorgadas serían accidentales.

Por su parte la consideración sobre la cantidad de 1,3 litros por hectárea y segundo debía entenderse como dotación unitaria aunque no uniforme ya que los principios formulados en la ley de 1858 preveían dotar de riego según las características de cada terreno y cultivo. Ya en la época de sanción de la ley se consideraba que la dotación unitaria era excesiva pues fue formulada sin estudios previos, por lo que debía considerarse como provisoria.

Además el carácter permanente de la dotación unitaria no lo era en realidad. Ningún propietario podía exigir a la administración durante todos los segundos del año la dotación completa y continua desconociendo la desigual repartición de los riegos en las diversas estaciones. El propietario podía exigir el agua suficiente teniendo en cuenta la estación y el caudal del río. Pero un hecho práctico derivado de esta disposición consistió en la posibilidad de calcular efectivamente el consumo hídrico ya que, fijado por el padrón de 1894 la superficie con derecho a riego y la dotación unitaria por ley se podía calcular el volumen de agua requerido. El volumen de agua sobrante podía satisfacer las concesiones accidentales.

Sin embargo, como sólo era necesario una dotación completa en los momentos críticos del riego (verano), las necesidades reales eran menores a los cálculos aritméticos. Por ello, en virtud de los procedimientos prácticos de riego, la administración podía dotar de riego a los concesionarios de agua accidental evitando el rigor de la ley, ya que generalmente no se perjudicaba a los derechos permanentes resultando así un beneficio general. Evidentemente este tipo de procedimientos abría la posibilidad para que la administración pudiera ejercer un uso discrecional de los principios enunciados en épocas donde los estudios técnicos regulares e indispensables como los aforos no se realizaban.

La creciente necesidad de incorporar tierras cultivables a causa del desarrollo de la economía vitivinícola a fines del siglo XIX impulsaba simultáneamente la concesión de nuevos riegos y la defensa de los derechos adquiridos. Esta tensión se vio reflejada en la variación que tomaron las disposiciones sobre agua accidental, la única posible de concesión según lo impuesto por la ley de 1894.

En 1897 se intentó un nuevo ordenamiento de concesiones y se legisló para que los regantes solicitaran "sus títulos de aguas a la Inspección de Irrigación". Estos títulos serían habilitados con la firma de las máximas autoridades de la provincia. Tales recaudos revelan no sólo cuan trascendental se había convertido el acceso al agua sino además la incapacidad del Estado de lograr un funcionamiento adecuado del sistema de registro. La novedosa injerencia de los poderes políticos no prosperó pues en 1898 se decretó la suspención de los registros y la prohibición de otorgar nuevas concesiones de agua accidental. La tendencia hacia la restricción había llegado a su punto máximo(44).

Sin embargo, la presión ejercida por la dinámica misma del proceso de desarrollo de una economía agraria orientada hacia un mercado en expansión actuaba en sentido contrario a lo dispuesto por la legislación. Así, la reapertura de las concesiones de agua accidental se logró en 1904 mediante un acuerdo político(45) entre los principales grupos dirigentes de la provincia(46).

Otra vez se establecieron condiciones para las concesiones: características de los terrenos (ubicación, tamaño, calidad), orden de la solicitud, etc. Una vez otorgada la concesión esta perdería vigencia si no era utilizada total o parcialmente sobre la propiedad denunciada en el término de dos años.

La precisión legislativa en aspectos relacionados a cuestiones técnicas nuevamente se veía contrarrestada por otras que dejaban abierta la posibilidad de una amplia interpretación al igualarse el derecho al uso del agua accidental con el del agua permanente. De hecho se afirmaba que el agua accidental tendría derecho a dotación completa en las mismas condiciones que el agua permanente y que esos derechos se entenderían subsistentes mientras el gobierno central, mediante la Inspección, no decretara lo contrario. El cese parcial o total del derecho al uso de agua accidental era una cuestión política(47).

La Inspección tendría en su poder un poderoso instrumento discrecional ya que sería la encargada de determinar hasta que número de concesión debía respetarse en caso del cese parcial del derecho, quedando excluidas totalmente las demás. Los mecanismos previstos en esta reglamentación revelan una marcada influencia del poder político en las disposiciones sobre irrigación lo que correspondía oportunamente al momento electoral vigente(48).

 Tendencia hacia la autonomía

Estos rasgos, que revelaron una creciente influencia de los poderes políticos sobre el cuerpo jurídico de la irrigación, impulsaron una reacción contraria hacia la centralización, sistema donde era más notoria esta influencia. De hecho las tendencias renovadoras que alcanzaron el dominio del Estado en 1907 impulsaron(49) un nuevo intento de lograr un cambio en el orden existente entre la administración centralizada y la autonómica lo que indica una tendencia a reducir el poder de la administración central.

Primeramente la Inspección General de Irrigación se transformó por ley del 22 de junio de 1908 en Departamento General de Obras Públicas con tres secciones a su cargo: irrigación, topografía y construcciones. El Director de dicho departamento tendría las atribuciones dadas al Inspector de Irrigación por las leyes anteriores que permanecieron en vigencia sin cambios.

La nueva distribución de los poderes de la administración central del agua afectó seriamente la capacidad de aplicación de las normas. La unificación en una sola institución de los poderes atribuidos a la antigua Inspección y de otras áreas de gobierno era opuesta a la tradición que desde mediados del siglo XIX había creado un organismo especial centralizando. Los atributos referidos al riego, si bien no desaparecían, perdían su función específica así como su homogeneidad, diluyendo parte de la atención en otras áreas no específicas.

Los innumerables atributos y funciones del Jefe del Departamento de Obras Públicas evidentemente conspiraban contra la competencia y agilidad que necesariamente debería tener el manejo del agua, haciendo más compleja e ineficaz la centralización, precisamente en uno de los atributos que debería ser su mayor bondad.

No obstante ello la mayor novedad radicó en las formas y atributos de los poderes locales. El mecanismo elegido fue nuevamente la reglamentación del régimen municipalidad basada en la Constitución de 1878. Así surgieron las disposiciones de la ley Orgánica Municipal del 19 de agosto de 1908.

En lo referente al régimen municipal se creaban en cada departamento un municipio a cuyo frente estaría un Intendente Municipal encargado del poder ejecutivo acompañado por un Consejo Deliberativo, cuyos miembros se elegirían en número proporcional a la población del departamento, como cuerpo legislativo. De esta forma las Juntas Municipales fueron reemplazadas por las municipalidades mismas. La forma de elección también cambió ampliándose legalmente la posibilidad de ser elector siendo vecino contribuyente a la renta municipal y estar inscripto en el Registro Electoral local.

Respecto de las atribuciones sobre la irrigación se introdujeron cambios sustanciales en las estructuras y mecanismos tradicionales. Al desaparecer las Juntas como institución, las funciones que éstas cumplían como cuerpo encargado de todo lo referente al riego pasaron a los Consejos Deliberativos. Pero el nuevo cuerpo colegiado no se encararía en forma directa del riego sino que lo delegaría a una comisión especial permanente de tres de sus miembros, por lo que el control sobre la irrigación era delegado o indirecto. Es decir, se suprimían las designaciones específicas sobre distritos de regantes según la comunidad de intereses y sus representantes, quedando sujeto abiertamente el manejo inmediato del riego al juego de las fuerzas políticas locales.

Los autores de estas modificaciones pretendían equilibrar los sistemas de administración para evitar los abusos efectuados por el poder central ocurridos en el pasado. Afirmaban que nada se había cambiado fundamentalmente con la ley municipal en materia de riego, pues si bien atribuía a los municipios su administración, ésta debía ser realizada con sujeción a las disposiciones de la Ley General de Irrigación. La legislación preveía como un resguardo este tipo de disposiciones pues "sujeción a las leyes de irrigación" implicaba el control de la Inspección o de otra autoridad central establecida por ley(50).

Estas disposiciones marcaron el comienzo de un nuevo período en la relación entre la administración central y autónoma referida al riego. Esta nueva tendencia se orientaba a dar una mayor autonomía a las municipalidades frente al debilitamiento de la administración centralizada. Afirma Landa que con el Régimen Municipal de 1908, pese a contener disposiciones restrictivas, puede considerarse que "se inició un periodo completamente distinto al anterior, caracterizado por un avance de la incidencia local en las cuestiones de riego". Esta tendencia culminó con el Régimen Municipal de 1913.

Efectivamente, en 1912 se reformó la Constitución Provincial de 1878 especialmente en lo referente al régimen municipal manteniéndose la disposición sobre la injerencia municipal exclusiva en regadío De esta manera una nueva ley Orgánica de Régimen Municipal dictada el 2 de diciembre de 1913 durante el gobierno de Victorino Ortega, un liberal de orientación positivista, dio una amplia autonomía al gobierno comunal otorgándole en forma exclusiva la reglamentación y administración en todo lo referente a regadío.

Las atribuciones concedidas por el artículo 150 de la Constitución provincial reformada permitió establecer un régimen municipal autónomo basado en el principio de representatividad(51). Así, los atributos exclusivos que la ley de 1908 había evitado aplicar, se transformaban en la base de la preeminencia de las autoridades locales de irrigación sobre las centrales(52).

Las pocas disposiciones restrictivas que se incluyeron no fueron de aplicación eficaz. La más importante de ellas establecía que los municipios debían reglamentar el uso del agua de riego y proveer a su repartición equitativa, con sujeción a las disposiciones de la ley general de irrigación. Pero como dicha sujeción carecía de la posibilidad real de ser aplicada por medio de los mecanismos administrativos de control que habían caracterizado el poder de la Inspección hasta 1908, los municipios pudieron alegar su autonomía por sobre las indicaciones de la administración central.

Los principios en los cuales se basaba la autoridad administrativa de la antigua Inspección quedaron excluidos al disponerse que los municipios podían ser demandados ante la justicia ordinaria por obligaciones que hubiesen contraído sus presentantes dentro de sus atribuciones. De esta manera todo conflicto suscitado entre el Departamento General de Obras Públicas, que ejercía la autoridad central de administración otorgada por las leyes de riego como parte integrante del Poder Ejecutivo, y las municipalidades, debía ser apelada ante la justicia ordinaria(53).

Los cambios en la estructura institucional local incrementaron de forma sustancial la importancia de la constitución de los Consejos municipales, pues en ellos recaía el poder de administración del agua de riego. Los Consejos municipales siguieron estando integrados por propietarios a condición de que supieran leer y escribir y pagar por lo menos 100 pesos anuales de contribuciones municipales. Otras disposiciones fueron perfilando un carácter restrictivo del tipo de propietario a los cuales estaba destinada la función: el cargo sería gratuito y el propio Consejo sería el único juez de la validez de la elección de sus miembros.

De esta manera los mayores propietarios continuaron estando en mejores condiciones de dominar los organismos de gestión, en momentos que la administración central quedaba legalmente impedida de mantener un accionar eficaz. En un mismo sentido, en los distritos menores, donde no hubiese municipalidades constituidas, la Junta Electoral sería "integrada por un vecino que designe por sorteo del poder ejecutivo, en acto público, de una lista de los diez mayores contribuyentes territoriales".

El sistema electoral se amplió legalmente aunque el mecanismo de aplicación seguía siendo muy complejo, lo que favorecía una efectiva restricción(54). Las tendencias que desde 1892 se inclinaban hacia un dominio de los grandes propietarios sobre el resto de la comunidad agraria, se revelaban claramente.

Por su parte, la figura del Intendente municipal aparecía como una autoridad de notables y amplios poderes, pues tenía en sí la facultad necesaria para hacer cumplir administrativamente las ordenanzas municipales e imponer, en caso de oposición, multas en dinero incluyendo el cobro exclusivo del impuesto de riego. Por ser su autoridad originaria de la representación de su departamento tenía responsabilidad legal propia (no debía rendir cuentas más que a sí mismo y al Consejo que se constituía en tribunal de la conducta de sus miembros, incluyendo el Intendente) por lo que desaparecía el poder de la autoridad central sobre los intendentes.

Per sin duda la disposición de mayor trascendencia fue la de otorgar la exclusividad de la reglamentación y administración del agua a las municipalidades, desconociendo la autoridad que el Departamento de Obras Públicas tenía por las leyes de riego. Esta "falencia" impidió una intervención efectiva en la administración local pues quedaron sin efecto las disposiciones por las cuales la autoridad central controlaba y aprobaba las ordenanzas locales. También quedó sin efecto la posibilidad de sancionar a los miembros de los municipios por faltas a las ordenanzas locales o a las leyes generales. Por esta causa la escala de intereses sufrió un notorio retroceso dominando lo local, representado por los "caudillos departamentales y sus camarillas", sobre el interés general.

Innumerables tropiezos surgieron de la propia ley al restarle los atributos de control al Departamento de Obras Públicas que no podía intervenir en los mecanismos internos de las municipalidades ni en su dominio político y financiero. En la práctica las restricciones y controles previstas en las leyes de irrigación no pudieron cumplirse por incapacidad de ejecución. A ello contribuyó fundamentalmente el permitirse la posibilidad de conflicto entre el Estado provincial y los municipios. Los municipios podían ampararse en la ley que les confería el poder absoluto sobre el riego para hacer caso omiso a las resoluciones del Departamento General de Obras Públicas ya que éste no tenía los medios compulsivos administrativos necesarios para evitar los abusos y conflictos surgidos en el ámbito municipal.

Las municipalidades podían burlar e ignoraban al Departamento General de Obras Públicas que, ante el desconocimiento de su autoridad, sólo podía recurrir a la justicia ordinaria, lenta e ineficaz para entender sobre conflictos referidos al riego que necesariamente debían tener una rápida resolución. A diferencia del régimen anterior a 1908 no existía una autoridad superior para que los particulares apelaran las resoluciones de las municipalidades, debiendo también recurrir a la justicia ordinaria, anulándose las instancias administrativas que aseguraban un tratamiento breve y específico de sus reclamos.

La superintendencia del Departamento de Obras Públicas en lo referido al riego, especialmente en los aspectos técnicos, no desaparecía del todo pero sus resoluciones no pudieron ser cumplidas por falta de medios. Así, algunos municipios incluso llegaron a disponer de los sobrantes que éstos suponían traían los ríos y dieron concesiones propias de agua permanente y accidental introduciendo una evidente distorsión en los mecanismos que debían asegurar a los propietarios el goce de los derechos adquiridos.

La ley de 1908 que inició este régimen legal disponía la autonomía municipal pero no su exclusividad. La ley de 1913 denotó con respecto a la anterior un acentuado propósito de mantener y reforzar la independencia de los municipios en las cuestiones vinculadas con el riego. Sus disposiciones provocaron una creciente diferenciación de las funciones que debían cumplir la administración central y la local. Este proceso dio como resultado dos sistemas aislados y sin coordinación que competían entre sí. Según la definición de Landa(55) el principio que dominó estas relaciones era la exclusión mutua: "se cree que la autoridad del Departamento de Obras Públicas termina donde comienza la autonomía municipal".

Estas notorias diferencias han sido valoradas por lo general en forma negativa por sus efectos sobre la actividad agraria por la mayoría de los especialistas sobre el régimen legal de aguas de San Juan. A ello debería sumarse el casi inmediato impacto de los acontecimientos mundiales y nacionales que desde 1914 variaron las relaciones esenciales de las conexiones productivas y socioeconómicas en la provincia. A modo de epílogo transcribimos algunos de estos juicios donde se resalta la iniciación de un período distinto desde 1908-1913 con respecto al régimen legal del agua en San Juan.

Augusto Landa afirma(56) que el régimen establecido por la ley de 1913 "ha sido la causa del desquicio que por largos años ha habido en la provincia en materia del agua, ya que la autoridad del Departamento General de Obras Públicas fue generalmente desconocida por las municipalidades, que fundándose en su autonomía, llegaron en sus extralimitaciones a otorgar concesiones de agua, alterando así el padrón oficial de 1894, siendo además frecuentes las protestas por arbitrariedades que originaban conflictos en que algunos casos dieron lugar a pleitos".

En igual sentido se expresa Soldano, ingeniero nacional especialista en regadíos, quien afirma que a raíz de dictarse la ley orgánica municipal de1908 se modificó el sistema anterior "de manera que hoy los intendentes y consejos deliberativos, actuales autoridades municipales, llegan a negar toda injerencia al departamento de irrigación, como ya hemos dicho, reservándose proceder a su arbitrio, muchas veces desgraciadamente inspirados por la ignorancia o apasionamiento político, sin que los usuarios del agua tengan otro recurso que apelar ante la justicia ordinaria, casi siempre morosa e inadecuada por lo tanto a los procedimientos breves necesarios en los pleitos sobre uso del agua. Es indudable que este régimen es en realidad causa de desorden, de abusos, e injusticias en la equitativa distribución de riego y motivo de justificadas protestas entre los regantes".(57)

Guillermo Céspedes(58), autor del más completo análisis del riego en San Juan en 1921, sostiene: "del análisis de las diversas leyes y decretos precedentes, surge en términos indudables que la administración de las aguas de San Juan hasta en año 1908, ha estado encomendada a un conjunto armónico de autoridades con facultades convenientemente definidas como para poder velar en forma eficaz por el buen aprovechamiento y mejoramiento de los regadíos. La ley orgánica del régimen municipal sancionadas en virtud de disposiciones expresas de la constitución de la provincia, que si bien marca un indudable progreso de las instituciones políticas de San Juan, ha tenido la virtud de perturbar el sistema de administración de las aguas en términos que escapan a toda ponderación: pues la autoridad que acuerda a los municipios en el manejo de la irrigación, aún para el caso de departamentos que utilizan las aguas de un mismo río o canal, da origen a tropiezos y dificultades de toda naturaleza".

Finalmente, Manuel Castello(59), en su tesis sobre legislación de aguas en referencia a San Juan y su situación posterior a 1913, asevera que el ambiente donde debía surgir el régimen municipal para lograr los beneficios esperados del sistema autónomo necesitaba practicas políticas y jurídicas estables y que de otra manera "el sistema de la autonomía no conviene porque no pude producir benéficos resultados; se conseguirá con él, la creación de organismos políticos y sociales degenerados, abortos de libertad, como lo son las camarillas y caudillos, y por otro lado el empobrecimiento o por lo menos la paralización de todo progreso material".

 Consideraciones finales

En el período 1850-1914 en el ámbito de la provincia de San Juan se conformó una legislación original del regadío basada en la persistencia de la tradición hispánica y en las prácticas locales, que respondió a sus propias problemáticas geográficas, históricas y socioeconómicas. La influencia la legislación nacional dada por la sanción del Código Civil fue mínima, pues se basó en la misma tradición hispánica que determinaba la propiedad estatal del recurso hidráulico.

Sin embargo, en San Juan los propietarios, que no eran dueños del agua como lo pretendía la derogada ley de 1866, se comportaron como tales, pues el derecho de propiedad que poseía el Estado provincial tenía una utilidad casi inexistente. Las garantías perpetuas que le permitían a los propietarios un uso ilimitado del agua de riego (cláusula sin perjuicio de terceros en las concesiones de uso del agua pública) impidieron un control efectivo del agua después que era concedida a los propietarios de tierras particulares, más allá de las cargas que generaba el mantenimiento y ampliación de la red de canales que en definitiva beneficiaban a los mismos propietarios de tierra que se adueñaban del agua uniéndola a sus propiedades.

El derecho de uso era lo importante pues implicaba perpetuidad y una vez asignado a una porción determinada de tierra se la incluía dentro de la potestad del propietario quien podía venderla siempre unida a la tierra para el mismo fin.

Por ello los propietarios luchaban por controlar los organismos de gestión para acceder con mayor facilidad a las concesiones del Estado o para defender sus derechos adquiridos con mayor posibilidad de éxito, por ejemplo mediante la distinción entre agua permanente y accidental o al intentar limitar las nuevas concesiones, exigiendo el cumplimiento de las normas que le aseguraran el goce del uso casi irrestricto del agua de regadío. Las numerosas limitaciones legales para integrar estos organismos disminuían la posibilidad de acceso a una elite de grandes e influyentes propietarios.

Si bien en un comienzo del período la acción del Estado se limitó a los aspectos jurídico-organizativos, su incidencia sería creciente con el transcurrir de los años en cuestión hasta superar las limitaciones de la escala local, y sus influyentes protagonistas, y convertirse en el orientador de la utilización del recurso hidráulico (preferencia en el destino del agua de riego, establecimiento de medidas legales de suministro) especialmente en sus aspectos técnicos. Sin embargo, durante el período considerado no se logró una solución legislativa satisfactoria pues a cada norma sancionada se le oponían prácticas o mecanismos que permitían una amplia y sinuosa interpretación.

Respecto a las implicancias políticas puede verse un creciente interés por el control de los organismos de gestión, tanto por parte de la administración central como departamental, lo que influyó decididamente en las alternativas que sufrieron ambos sistemas de administración en su lucha constante por imponerse mutuamente.

 A partir del Reglamento para el Ramo de Irrigación de 1851 la autoridad central incrementó constantemente su poder desde la simple capacidad de inspección hasta transformarse en un completo organismo de control político, financiero y técnico dependiente del gobernador mediante el cual el Poder Ejecutivo intentó dominar con mayor o menor éxito a las situaciones locales. Pero sus notables abusos, especialmente en los años inmediatamente anteriores a 1908 desprestigiaron el sistema centralizado de administración.

Los poderes locales, organizados territorialmente en departamentos, vieron disminuir sus atributos a tal punto que llegaron a ser simples delegaciones del poder central durante el período 1869-1872. Tras sufrir serias limitaciones, que no impidieron su continuación como escenario de conflictos entre los propietarios locales, las tendencias hacia la autonomía se impusieron con claridad hacia 1908 y fundamentalmente en 1913 basadas en viejos preceptos constitucionales.

 Notas

(1). Una síntesis general de los aportes generales y particulares para cada región argentina y los lineamientos de los recientes estudios agrarios nacionales puede encontrarse en el artículo de Noemí Girbal de Blacha, 1990. Recientemente han aparecido en el ámbito local interesantes estudios que han abordado lo agrario desde distintos ángulos donde la problemática hidráulica constituye un elemento fundamental. Así la obra de Leopoldo Allub, 1993, trata el modo de lograr políticas de desarrollo sostenibles desde la perspectiva ecológica avanzando en los planteos teóricos sobre región y ecología política, mientras que las tesis de maestría de Graciela Gómez, 1997, y Gladys Miranda 1997, vinculan inmigración y ocupación del espacio y sus recursos, especialmente el agua como factor de producción.

(2). LOPEZ, Joaquín, S/D, p. 699-734. En esta obra, donde se resaltan las diferentes alternativas jurídicas y administrativas del uso del agua, se concluye que el mejor sistema es aquel donde "tanto la legislación como la administración deben estar en función de un plan, subordinado a determinadas pautas políticas que el gobierno fija en un momento histórico, político y geográfico determinado." p. 705.

(3).LANDA, Augusto, 1945, p. 5-6.

.(4) GENINI, Guillermo, 1997, p. 337-345.

.(5) LANDA, A., op cit, p. 24-29.

.(6) Ibídem, p. 58.

.(7) En 1833 el gobierno mandó por medio de la Inspección de Policía a retirar las tomas que vecinos de tres distritos agrícolas al norte de la ciudad habían colocado directamente sobre el Río San Juan ordenando que su nueva toma fuera sobre el canal que regaba la ciudad, es decir el control estatal se limitó a la sanción sobre hechos que escapaban a su control e indicando la ubicación sobre la red de riego existente para que los mismos propietarios realizaran las obras.

.(8) Tras las inundaciones de 1834 se iniciaron las obras de construcción del dique San Emiliano que absorbieron la mayoría de los recursos del Estado provincial a tal punto que se debió suspender el pago de los gastos habituales del gobierno para poder cubrir las deudas contraidas.

.(9) LOPEZ, Joaquín, op cit, p. 703.

.(10) MARTÍNEZ, Pedro Santos, 1969, p. 88 y sig.

.(11) QUIROGA, Manuel Gregorio, 1917, p. 146-153.

.(12) Todas las citas han sido extraídas de la obra arriba mencionada.

(13). GENINI, G, 1996, La primera ...

(14). Hay evidencia que otras resoluciones legislativas modificaron y complementaron la Ley de 1851 aunque no hemos podido precisar su alcance o su continuidad en el período. En varios documentos existentes en el Archivo Histórico de San Juan y en el Archivo de Hidráulica se menciona por ejemplo la presencia de algún "juez general de las aguas" o la ley del 26 de agosto de 1853 reformando provisoriamente la Ley fundamental de 1851.

(15). ARCHIVO GENERAL DEL DEPARTAMENTO DE HIDRAULICA (en adelante AGDH), Capital, Caja 1, Doc 12.

(16). GENINI, G., 1997, op cit,, p. 350-352.

(17). MARTINEZ, S., op cit, p..82-87.

(18). Dentro de la estructura estatal se contaba la figura del Ingeniero Público de la Provincia, pero su ámbito de acción era distinto al de la Inspección.

.(19) LANDA, 1964, p. 6.

(20). LOPEZ, J., op cit, p. 701.

(21). ARCHIVO HISTORICO Y ADMINISTRATIVO DE SAN JUAN (en adelante AHASJ), Libro de leyes y decretos, Nº 1, Folio 172.

(22). El reglamento de irrigación de Caucete de 1851 disponía en su artículo 6 del apartado sobre fondos departamentales "El vecino que vencido cualquiera de los plazos del artículo anterior, no hubiese entregado su parte de contribución, será privado del riego mandándosele tapar la toma, mientras lo verifique y pagará además por vía de multa una tercera parte más.", en MARTINES, S., op cit., p. 90.

(23). QUIROGA, M., op cit, p. 69. . La Ordenanza General de 9 de enero de 1860 promulgada por el gobierno de José Antonio Virasoro autorizaba a las Comisiones a "privar del uso del agua para riego, a todo vecino que habiendo infringido alguna disposición del Reglamento de la Sección, y fijándosele un segundo término para que cumpla, al que no lo verifique".

(24). Dentro de su estructura de funcionamiento se le agregó un cuerpo técnico proveniente de la formación del Departamento Topográfico, Hidráulico y de Estadística lo que representó un elemento de gran importancia para iniciar el control en funciones técnicas.

(25). LANDA, A, 1938, p. 14-17 y 27-37. En 1862 se creó el cargo de Guarda General del Río que, si bien en un comienzo no formó parte del personal de la Inspección, tendría a su cargo el repartimiento del agua entre las distintas tomas de los departamentos. La vigilancia de las tomas y el castigo de las frecuentes alteraciones y usurpaciones serían las principales ocupaciones del Guarda General, especialmente en los períodos de bajos caudales, así como dirigir los trabajos que las Comisiones debieran realizar para surtir sus tomas. Incluso se llegó a decretar el arresto de quienes infligieran estas disposiciones sean miembros de las Comisiones o particulares bajo pena de "seis meses de trabajos públicos".

.(26) INSPECCIÓN GENERAL DE IRRIGACIÓN Y OBRAS PUBLICAS, 1906, p. 15.

.(27) VIDELA, Horacio, 1981, p. 485.

(28). La ley de 1866 establecía en su artículo 7º, concordante con los artículos 31 y 32 de la ley de 1858, que en los casos que por falta de agua de río no se pudiera completar la dotación se sometía a los regantes a una disminución proporcional legal del riego según la extensión de los cultivos. Las autoridades departamentales juntamente con la Inspección deberían establecer estos turnos en los ríos y los canales. Hay que recordar que el caudal de los ríos de San Juan no siempre representaba un volumen utilizable de agua. Por el carácter torrencial de los mismos había meses en los que la corriente era perjudicial para la irrigación ya que en la época estudiada se utilizaba el sistema de tomas directa sobre el río, por lo que el aumento excesivo del caudal provocaba la ruptura de tomas y canales con el lógico perjuicio al regadío. Debido a esto eran frecuentes las interrupciones y las mermas del agua y por lo tanto la aplicación de los turnos.

(29). El grado consistía en una asignación por hora de 72 pulgadas cuadradas de agua corriente sobre un desnivel de dos centímetros por metros de largo para cuarenta cuadras de terreno. La proporción de la medida del grado era una vara castellana de ancho por dos pulgadas de alto. Manuel Quiroga ha calculado que el grado correspondía a 75 litros según las medidas antiguas.

(30). Bajo el gobierno interino de Ruperto Godoy se dictó en 19 de julio una ley de la cámara de representantes presidida por José María del Carril que derogada varios artículos de la ley de 1866, entre ellos el artículo 1º y anulaba su decreto reglamentario. INSPECCIÓN DE IRRIGACIÓN, op cit, p. 19.

(31). Referencia a la ley del 30 de octubre de 1872.

(32). VIDELA, H., op cit, p. 650. Casi inmediatamente por ley del 14 de diciembre se dispuso "inter se establece el régimen municipal de la provincia, las atribuciones y facultades inherentes a las municipalidades serán ejercidas por el poder ejecutivo".

(33). GOBIERNO DE SAN JUAN, 1903, p. 13.

(34). Los cambios en las tendencias socioeconómicas se reflejaron en la ley del 3 de agosto de 1872 al derogarse la preferencia hacia las sementeras de trigo que regía desde 1858.

(35). FERRA de BARTOL, Margarita, 1991, p. 50.

(36). VIDELA, op cit, p. 1045-1046. El resaltado es nuestro.

(37). SANTAMARIA, Graciela, 1983, p. 234.

(38). FERRA de BARTOL, op cit, p. 51-58. En 1883 los principales entendidos de la administración de agua de la provincia recibieron el encargo del gobernador Anacleto Gil para elaborar una nueva ley de aguas que sólo alcanzó la etapa de proyecto. De igual manera se dictó la primera ley orgánica del Régimen Municipal puesta en funcionamiento desde 1884 que a causa de los desórdenes políticos y financieros no prosperó en su aplicación por lo que fue suspendida en 1886. El fracaso de estas iniciativas impulsó una organización realista sin grandes pretensiones institucionales, que desde 1872 se mantenía estable, basados en las leyes de irrigación vigentes.

(39). INSPECCIÓN DE IRRIGACIÓN, op cit, p. 26-44. Esta Ordenanza fue establecida en forma de decreto por el gobierno de Alejandro Albarracín. Sus 104 artículos divididos en 15 capítulos trataron de "reglamentar las leyes vigentes sobre irrigación y agricultura en el sentido de la mejor aplicación de sus conceptos, y arregladas a la índole y necesidades actuales".

(40). Otorgada así la concesión el propietario tendría un año para inscribirla en el padrón departamental, pues las juntas debían llevar su registro en forma separada de las concesiones permanentes estableciéndose un orden donde tuvieran prioridad las concesiones más antiguas sobre las más nuevas. Toda oposición a una concesión de agua sería resuelta administrativamente por la Inspección según la ley general.

(41). INSPECCIÓN DE IRRIGACIÓN, op cit, p. 22-44. Las citas corresponden al decreto de 22 de agosto de 1892. Conocidas las previsiones sobre los mecanismos de reforma de las ordenanzas se le agregó llamativamente una disposición que se constituía en un poderoso instrumento en manos de los grandes propietarios, quienes podían ejercer el dominio en su distrito ya que se establecía que: "Las ordenanzas generales de los departamentos no podrán ser modificadas en lo sucesivo sin que lo autorice el inspector mediante solicitud fundada de la junta respectiva, y firmada además, por cinco vecinos mayores contribuyentes de cada distrito electoral".

(42). Según lo afirmado por Quiroga, esta disposición significó que toda concesión que se hallara empadronada a la fecha de la promulgación de la ley tenía asegurada su dotación, constituyéndose así en una distinción tajante en los tipos de concesiones. Quiroga sostiene "invariablemente se ha interpretado que conforme al artículo 1º de la ley de 1894, todos los aprovechamientos empadronados a la fecha de su promulgación tienen el carácter de permanentes; y que todos los otorgados después, tienen el carácter de accidental". QUIROGA, op cit, p. 46

(43). Ibídem, p. 32.

(44). VIDELA, op cit, p. 566-571

(45). En 1904 en virtud de un acuerdo político que incluía la fusión de los principales partidos de la provincia el gobierno de Juan Balaguer dispuso la derogación de la prohibición de conceder agua accidental lo que permitió superar notorias diferencias entre los propietarios que integraban cada grupo. Afirma al respecto Videla "Sea porque los aforos del río acusaron en esa temporada un apreciable aumento, sea para dejar un recuerdo propicio al paso de la función pública y de resultar conveniente para la apertura política en trámite (siempre el manejo discrecional del agua fue un torniquete eficaz), Balaguer produjo en esta materia algunos actos que revelaron una actitud permisiva." VIDELA, op cit, p. 649.

(46). Por la escueta ley del 19 de diciembre de 1904 (sólo tenía dos artículos) se permitió la reapertura de las concesiones de agua accidental según "las disposiciones vigentes sobre la materia", por lo que el decreto reglamentario sería la resolución donde se estipularían realmente los cambios y condiciones necesarias para su otorgamiento acordados en el pacto mencionado. Así la ley fue inmediatamente reglamentada el 24 de diciembre disponiendo que la Inspección debía llevar un libro especial para las concesiones a otorgar.

(47). Con posterioridad se decretó que la Inspección podía verificar directamente las condiciones de los terrenos que solicitaran agua accidental sin necesidad de su publicación en la prensa local. Sin publicidad se creaban las condiciones necesarias para un uso discrecional de tal atributo INSPECCIÓN DE IRRIGACIÓN, S/D., p. 68-70. AHASJ, Decreto del 6 de julio de 1905. Libro de leyes y decretos, Nº 12, Folio 248.

(48). GENINI, G, 1994.

(49). La Revolución del 7 de febrero de 1907 produjo una fuerte circulación en los más altos niveles de la dirección del Estado tanto en el ámbito central como departamental lo que propició el cambio total de los grupos de propietarios que dominaban los organismos de gestión.

(50). QUIROGA, op cit, p. 148.

(51). El artículo 7º disponía "el gobierno municipal es representativo; se ejerce por mandatarios responsables, y únicamente los representantes de los municipios pueden reglamentar y administrar sobre las materias y objetos que aquel comprende de una manera exclusiva". El artículo 8º establecía claramente que eran "materias y objetos sobre los cuales los municipios tendrán exclusivamente el poder de reglamentar y administrar, los que se refieren a ornato, higiene, moralidad, beneficencia, irrigación y viabilidad, dentro de sus distritos respectivos".

(52). GOBIERNO DE SAN JUAN, 1914, p. 9. El resaltado es nuestro.

(53). El artículo 19º dispuso que "las cuestiones de competencia entre el poder ejecutivo y las municipalidades, o entre dos municipalidades (...) serán resueltos por la corte de justicia originariamente. El procedimiento será el que corresponda al recurso libre con intervención del procurador general de la provincia".

(54). Para ser habilitado como elector se debía ser contribuyente a la renta del municipio con un valor anual no menor de 50 pesos, además de ser propietario territorial dentro del mismo. Era indispensable estar inscripto en el Padrón Electoral cuya confección estaba a cargo de cada municipio con participación del Juez de Paz, basándose en los padrones de contribución territorial y de impuestos municipales.

(55). LANDA, A, 1936, p. 24.

(56). LANDA, A., 1964, p, 11.

(57). SOLDANO, F. A., 1923, p. 129

(58). CESPEDES, Guillermo, 1921, p.157-158.

(59). LANDA, A., 1936, p. 8.
 

Bibliografía y fuentes

Fuentes

Archivo de la Dirección de Catastro, San Juan.

Archivo del Departamento de Hidráulica, San Juan.

Archivo Histórico y Administrativo de San Juan, San Juan.

Periódico El orden

Periódico El Porvenir

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