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Scripta Nova.
 Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales.
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9788] 
Nº 69 (1), 1 de agosto de 2000

INNOVACIÓN, DESARROLLO Y MEDIO LOCAL.
DIMENSIONES SOCIALES Y ESPACIALES DE LA INNOVACIÓN

Número extraordinario dedicado al II Coloquio Internacional de Geocrítica (Actas del Coloquio)

INNOVACIÓN E HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Juan Carlos García-Borrón



Innovación e historia de la Filosofía (Resumen)

Ante la dificultad de construir una teoría general sobre "la innovación, sus condiciones y efectos, su triunfo, difusión, obstaculización y tropiezos", y ciñéndome a considerar la innovación en su sentido más general, el de la primera acepción que la Academia da a innovar (mudar las cosas introduciendo novedades), intento aportar desde el campo historiable al que más he atendido la evocación de algunas perspectivas sobre a) los momentos más destacados en que se han producido las grandes innovaciones filosóficas; y b) de cómo las más influyentes innovaciones en la estructura social y política, la geografía humana y los grandes desplazamientos en la misma, la ciencia, la economía o la tecnología han condicionado la historia del pensamiento filosófico occidental. La misma presentación de tales perspectivas deberá mostrarnos además la frecuencia y la medida en que a) y b) han podido o no imbricarse.

Palabras clave: innovación en filosofía/  historia de la Filosofía/ pensamiento filosófico



Innovation and history of Philosophy (Abstract)

The difficulty of building a general theory on "the innovation, its conditions and effects, his victory, diffusion, and stumbles", and  considering the innovation in his general felt, that of the first meaning that the Academy gives to innovate (to modify  the things introducing novelties), I attempt to provide from the historical field, to which I have attended, the evocation of some perspectives on a) the moments more outstanding in which they have been produced the large philosophical innovations; and b) how the most influential innovations in the social and political structure, the human geography and the large displacement in the same, the science, the economy or the technology have conditioned the history of  western philosophical thought. The same presentation of such perspectives will have to show us furthermore the frequency and the measure in which a) and b) have been able or not to interelated.

Key words: innovation in philosophy/ history of Philosophy/ philosophical thought


El historiador de cualquier materia o de cualquier período y el interesado por el hecho mismo del desarrollo histórico tienen como indisputado axioma general la importancia esencial de la innovación, la obvia inseparabilidad de los conceptos innovación e historia, puesto que la historia no es sino la mutua imbricación de innovación y continuidad. El historiador debe por ello considerar como parte de su labor propia la atención a y el estudio de las condiciones que para bien o para mal posibilitan, promueven, facilitan, obstaculizan, limitan o estorban el triunfo, difusión, alcance y consecuencias de las innovaciones. Una teoría general de la innovación en la historia tendría que atender a dichas condiciones y al conjunto de las mismas.

Seguramente existe también suficiente consenso para aceptar como axiomático que en todo momento la innovación (aparte, claro está, de haber de superar inercias y suscitar reacciones a su vez condicionadas) ha tenido condicionamientos poderosos y consecuencias de todo orden (lo uno y lo otro, desde luego, en diverso grado en distintos casos o momentos), en la estructura social y política, las creencias e instituciones religiosas, las (vigentes o propuestas) ideas científicas y morales, la economía y la tecnología.

Mucho más ardua sería, sin duda, la mera aproximación al consenso al pretender hablar de grados, casos y momentos, así como del orden e importancia a conceder a los distintos factores, o de la valoración de las consecuencias; todo ello tanto en el ámbito de la sincronía como en el de desarrollo diacrónico de las sociedades.

Consciente de la dificultad para mí insuperable no ya de construir, sino de prediseñar una teoría general sobre "la innovación, sus condiciones y efectos, su triunfo, difusión, obstaculización y tropiezos", y ciñéndome a considerar la innovación en su sentido más general, el de la primera acepción que la Academia da a innovar (mudar las cosas introduciendo novedades), intento aportar desde el campo historiable al que más he atendido la evocación de algunas perspectivas sobre a) los momentos más destacados en que se han producido las grandes innovaciones filosóficas; y b) de cómo las más influyentes innovaciones en la estructura social y política, la geografía humana y los grandes desplazamientos en la misma, la ciencia, la economía o la tecnología han condicionado la historia del pensamiento filosófico occidental. La misma presentación de tales perspectivas deberá mostrarnos además la frecuencia y la medida en que a) y b) han podido o no imbricarse.

Superados como están el hegelianismo y sus derivaciones en filosofía de la historia, huelga manifestar que el enfoque propuesto carece de todo trascendentalismo. Aún así, declaro que al ponerme a la tarea tengo plena conciencia de las limitaciones que el punto de vista impone en todas direcciones de cara a la búsqueda de cualquier posible teoría.

Por una parte, la filosofía tal como nosotros la conocemos es un fruto muy tardío de la cultura alfabetizada, una conquista hecha sólo anteayer por este ser humano al que los griegos llamaron logikón. Y éste la hizo al valerse de lógica y diálogo, para emplear los términos que la Grecia clásica legó a nuestras lenguas modernas. Por otra parte, la filosofía en la que yo me he movido, la "occidental", tiene raíces científicas o precientíficas y raíces sociopolíticas en medida muy superior, por apuntar hacia un ejemplo bien conocido, a la brahmánica; y eso es algo que debe tenerse muy en cuenta para que su historia no tienda a confundirse con la historia, ni por propia pretensión de quien escribe ni por inadvertencia o precipitación de sus lectores.

Debemos, pues, no olvidar que:

1) A parte ante, nuestro enfoque deja enteramente fuera de su alcance histórico unos extensísimos "primeros tiempos".

2) A lo largo del proceso, descompensa y se expone a perturbar la recta valoración de los factores de éste por las diferencias en el calibre de los mismos. Según a continuación habremos de ir recordando, durante la mayor parte del período estudiado son las condiciones socio-económico-políticas (más las religiosas en ellas imbricadas) y, por tanto, las innovaciones en las mismas, las que mayor peso han tenido en el desarrollo de la filosofía, si bien en determinados momentos los progresos científicos (sobre todo los de tipo teórico) adquieren también una importancia muy notoria.

3) A parte post, a partir de la última modernidad, por no hablar de lo que ha dado en llamarse posmodernidad, es la tecnología --el factor, por cierto, de menor influencia, al menos por acción inmediata, en la filosofía-- la que se ha situado en el primer plano de la innovación, a un ritmo disparadamente acelerado respecto al de la ciencia básica que la posibilita; y el vértigo actual ante sus imprevisiblemente previsibles efectos --si podemos atrevernos a expresarlo con esa paradoja-- nos dificulta demasiado cualquier intento de dar con una respuesta congrua a tal situación. Es patente lo mucho que ésta ha cambiado desde que en los comienzos de la modernidad las naves de Colón buscaban un nuevo camino hacia tierras en las que buscaban algo ya conocido, hasta nuestros días, cuando la Tierra busca caminos hacia el exterior de sí misma, en una aventura prácticamente falta de precedentes.

En cuanto al influjo que las novedades habidas en la propia filosofía hayan ejercido sobre el conjunto de la sociedad o los distintos dominios culturales, creo que el filósofo ha de ser máximamente sobrio en su valoración. La tendencia abstractista, a menudo hasta esquizoide, tan presente en general entre los filósofos, hace menos frecuentes y relevantes aquellas relaciones que parten de la filosofía de lo que suelen serlo la influencia o las consecuencias de las innovaciones científicas sobre la tecnología y viceversa, o entre tecnología, economía e instituciones.

Todas estas consideraciones empequeñecen sin duda el valor de la perspectiva aquí adoptada; pero ésta es la única que me permite responder a la petición que he recibido. Y "el que hace lo que puede, no está obligado a más" (siempre, por supuesto, que no deje de advertírselo al posible lector).

La aparición de la filosofía entre los jonios y su segundo "nacimiento" en Atenas

Es casi un tópico situar la partida de nacimiento de la Filosofía (por supuesto, griega) en el año 585 a.C. -- y aún con más precisión, el 28 de mayo--, fecha del eclipse total de Sol anunciado por Tales de Mileto.

Tales, miembro intelectualmente brillante de una próspera familia de mercaderes de la ciudad jonia de Mileto, entró primeramente en la historia de la Hélade clásica como uno de los "siete sabios de Grecia". Pero en lo que sería el primer esbozo de historia de la Filosofía, elaborado más tarde por Aristóteles en el Liceo de Atenas ya con perspectiva de siglos, Tales quedaría proclamado como "el primero que filosofó". El propio Aristóteles trazó a partir de él una nueva y larga tradición de "filosofantes", que venía a añadirse y de algún modo a oponerse a los "teosofantes", una tradición a la que él mismo se incorporaba: innovación y consolidación realmente destacables.

No estará de más empezar por decir que Tales, a la vez que se convertía en eso que Aristóteles vio como el fundador de la filosofía, había entrado en la historia de la ciencia, a la cual daba asimismo un nuevo carácter. Y que señalemos que tal entrada se realizó a través de la puerta de un viaje suyo a Egipto. Allí por cierto un siglo antes, en el VII a.C., se había producido otra notable innovación (propiciadora de la del VI) cuando Psamético, tras alcanzar el poder de los faraones con ayuda de mercenarios griegos, pagó a éstos con la relajación de la tradición egipcia de rechazar y excluir a los extranjeros. Luego, ya en vida de Tales, el dominio del mar --y del comercio-- quedó en manos griegas al caer la ciudad fenicia de Tyro en poder de Nabucodonosor II de Babilonia, el imperio asiático que sería la segunda fuente de los conocimientos científicos adquiridos y desarrollados por el milesio.

En los dos grandes imperios orientales que proporcionaron al mercader griego su saber, éste, patrimonio del sacerdocio del Estado, se encerraba en los templos. Era un saber acumulativo, reservado y estable. En relación con aquel saber, Tales, a la vez que lo adoptaba y lo difundía, inició una línea (una corriente) de pensamiento. Aristóteles siguió el rastro a dicha línea y se incluyó en la misma, al tiempo que se negaba a conservar como mero repetidor y custodio los legados de sus precursores. Una línea crítica y abierta; también, es cierto, acumulativa, pero sometida a permanente revisión y, sobre todo, a discusión.

Para el "filósofo" de la Atenas macedónica la innovación de Tales, con independencia de que se le reconocieran precedentes, debió ser radicalmente afirmada como principio originario: los pensadores de Mileto, dice Aristóteles, fueron "los primeros filósofos". La filosofía se nos da, pues, a conocer como resultante de una concepción lograda por un comerciante de una pequeña y emprendedora república griega que acertó a fecundar el saber precientífico custodiado por los sacerdotes de dos imperios del oriente. Expresémoslo así, en metáfora algo humorística, para no establecer (ni vacilar al hacerlo) rigurosas cadenas causales.

Casi dos siglos después de Aristóteles un griego del imperio (republicano) de Roma, Panecio, en un nuevo ensayo de historia del pensamiento iba a extender su propia acta de nacimiento de la filosofía desplazándolo hasta dos siglos después de Tales, en el contexto de la hegemónica Atenas de Pericles, y personalizándolo en la figura singular y urbana de Sócrates, el hombre que únicamente se ausentó de su ciudad para defenderla como combatiente. La historia moderna pondría luego a su lado, como cofundadores, a los sofistas e incluso a uno de los grandes trágicos atenienses, Eurípides, principales representantes respectivamente del pensamiento político y del teatro en aquella misma Atenas.

Para Tales el saber era conocimiento del mundo "natural" (la physis). Aquel saber, que los templos mantenían oculto y administraban como fuente y resorte de poder, los filósofos pasaban a considerarlo de dominio público y objeto de búsqueda de explicaciones racionales verdaderas. La ocupación típica de Sócrates ante la nueva situación política en Atenas y la relativización de la "verdad" que en ella se había producido --mayormente escenificada en la sofística-- fue argumentar ante sus conciudadanos para animarles a encontrar razones que les permitiesen ordenar su propio comportamiento como tales; razones por las que dirigir su opción entre los posibles tipos de vida y los adecuados modos de conducta. La suya sería una filosofía dialogada esencialmente práctica, en el más puro sentido de la etimología griega de práxis. Que lo fuera también en el sentido usualmente dado hoy a "práctica" es algo que sólo se atrevería a afirmar un entusiasta excesivamente esquizoide del valor de las ideas.

La radical innovación del marco político que supusieron el estado macedonio y las conquistas de Alejandro, seguidas por la implantación del imperio romano, darían a esa "segunda" filosofía de estirpe socrática un giro nuevo, en el centro del cual, como ahora vamos a recordar, reflexiona ese estoico algo ecléctico que fue Panecio. El problema filosófico de la opción vital desembocaba en el de la nueva radicación de la ley de la conducta individual en la ley de la "naturaleza común".

En ese nuevo giro, ya en el tiempo de los emperadores, obtendría la filosofía alguna estimable influencia práctica (en el sentido moderno) sobre la sociedad y las instituciones.

La filosofía de Roma hasta el triunfo del cristianismo

El Imperio Romano representó sin duda en el mundo mediterráneo la mayor de las innovaciones en el orden político y social y desde luego la de influencia más duradera. La aventura imperial de Alejandro había trastornado los cuadros mentales de los griegos; pero en tanto que imperio apenas arraigó, especialmente en la propia Grecia. Sus enormes consecuencias culturales se notaron inicialmente más bien en Asia y Egipto, y, por lo demás, fueron asumidas y continuadas por Roma. El Imperio Romano, en cambio, aportó para muchos siglos a lo que luego llamaríamos Occidente una extensión en el tiempo y en el espacio, una estructura y unas instituciones hasta entonces inéditas en aquel vasto ámbito.

Naturalmente eso tuvo también su repercusión en el dominio de la filosofía. El tema de la conducta consiguió pronto en Roma el predominio que ya había obtenido en la Grecia posalejandrina y llevó adelante la tendencia reduccionista hasta casi el exclusivismo, con olvido de toda pretensión ontológica. Por otra parte, de entre las tres grandes escuelas morales griegas, la estoica lograría en el pensamiento romano una victoria casi absoluta. Aunque los estoicos no hubieran sido en Grecia los únicos en superar los localismos estrechos hasta extender al kósmos la idea del polítes, ellos fueron quienes, ya desde la vieja Stoa, dieron a dicha idea un significado propiamente político.

En los primeros estoicos predominó la idea de que todo ser humano, logikón zôoion, está sujeto a una misma ley natural, lo que en el Himno a Zeus de Cleantes se llama "la ley divina universal, que reverencian quienes se guían por el lógos." Crisipo formuló a continuación una idea ya sugerida por el maestro Zenón, la de un único Estado cuya ley soberana constituye el código moral de la Humanidad. Pero fue ya bajo el imperio romano cuando el también estoico Panecio la introdujo en el círculo de los Escipiones; y fue en latín como pasó a la historia de la cultura la frase Homo sum, humani nil a me alienum puto, uno de los lemas de la filosofía innovada.

Roma fue además escenario, y acabaría siendo heredera (por supuesto, a beneficio de inventario) de esa otra gran innovación que fue el cristianismo. El helenismo que siguió a Alejandro había añadido al esfuerzo de comprensión racional del mundo --propio de la Grecia clásica-- el esfuerzo por la ordenación racional de la conducta, y esta nueva temática acabaría correspondiéndose entre filósofos con la versión romana del cosmopolitismo. Ahora, la innovación cristiana --la apertura del monoteísmo hebreo bíblico al mundo de "los gentiles" y la implantación en el Dios-Uno de una vida trinitaria que alcanzaba a deificar al hombre Jesús, "el Cristo" -- preparaba la transformación de la Roma del Imperio Universal en la Roma de la Iglesia Católica, expresando "a la griega" un mismo concepto. Aunque el cosmopolitismo estoicorromano surgido de Atenas y Rodas, y el catolicismo resultante de la helenización del judaísmo se manifestaran en el mismo periodo histórico y en el mismo ámbito del nuevo Imperio, tanto su comienzo como su desarrollo se realizaron por caminos distintos y se comportaron muy diversamente uno frente a otro. Empezaron por ignorarse; después se enfrentaron; por último, tras una etapa en la que a la secular mutua ignorancia de hecho siguió otro largo despectivo ignorarse por tesis, llegaría la conciliación, amalgama o arreglo, con toda clase de matices, renuncias, infidelidades y componendas.

El comienzo de esa etapa final quedó marcado a uno y otro lado por el "no se parecen los filósofos y los cristianos" de aquel duro africano que creía que Cristo resucitó porque era imposible que lo hubiera hecho, y, enfrente, aquella razonable descalificación del cristianismo que el pagano Celso hizo en nombre del alethès lógos. El colofón de dicha etapa lo pondría otro romano de la misma África noroccidental de Tertuliano: aquel obispo Agustín que iba a ser llamado Padre de Occidente. Con él triunfó, para siglos, la innovación que más habría podido chocar a Tertuliano: la "filosofía cristiana".
 

Hundimiento y recuperación del occidente europeo

"No se parecen los filósofos y los cristianos ni en el conocimiento de la verdad ni en la enseñanza", pues mientras Tales de Mileto, "al preguntarle qué cosa era Dios pidió tiempo para deliberar", a Dios "le halla y enseña cualquier artesano cristiano".

Así había dictaminado Tertuliano, probablemente el más dotado intelectualmente entre los apologetas de los dos primeros siglos del cristianismo. No en balde había escrito san Pablo que la sabiduría de los hombres es necedad a los ojos de Dios, y vivecersa. De hecho, mientras los filósofos intentaban valerse de la razón, los cristianos reclamaban la certidumbre de la fe, en ella se apoyaban y a ella se atenían. En "tierra de nadie" se movían otros que pretendían usar de razón y fe, pero, como Tertuliano, la Iglesia triunfante les rechazó: todas las sectas "gnósticas" fueron declaradas heréticas, y el mismo Orígenes, un cristiano y neoplatónico que más tarde sería bastante valorado por la teología oficial, no solamente fue excomulgado en vida --también lo fue Tertuliano, aunque por muy otras razones, de disciplina eclesiástica--, sino que hasta quince de sus tesis teóricas serían condenadas en el Concilio de Constantinopla.

La "filosofía cristiana" de Agustín, apta para incorporarse a la ortodoxia cristiana (si no a instituirla), fue pues una de las más grandes innovaciones en el campo de la filosofía; y, aunque la historia llegaría a conocerla como "platonismo cristiano", habría chocado por igual a los cristianos de los siglos anteriores y al mismo Platón. Además, por primera vez en la historia, el cristianismo producía con Agustín el más importante filósofo de su tiempo. Por otra parte, la philosophia, en su originario sentido griego, sencillamente no le interesaba --"Anhelo saber de Dios y del alma, nada más"--. Y su real y duradero triunfo histórico tardó siglos en consolidarse.

Agustín murió el año 430, cuando los vándalos terminaban con los últimos restos del Imperio Romano de Occidente. Al menos a efectos de cultura escrita, sobre lo que habían sido las tierras de aquél cayó la noche que sería llamada Edad Oscura. El antiguo Imperio de Oriente (Bizancio) mantuvo una considerable continuidad cultural, pero incomunicada con el centro y el oeste europeos. Por lo demás, la filosofía como tal había desaparecido también allí, o, si se prefiere decirlo así, se había reducido a teología.

En los siglos siguientes las novedades serían muy mayoritaria si no exclusivamente negativas. Primero, el mismo hundimiento del Imperio; luego, las sucesivas invasiones de pueblos nórdicos, la expansión islámica por el norte de África y las islas mediterráneas, la conquista árabe de la península ibérica y el sur de Italia, y para colmo la ruptura entre Bizancio y el resto de Europa supusieron la desaparición del comercio y la reducida industria que propiciaba, la ruina de las ciudades y un enorme retroceso de la economía hasta los niveles de la mera (y azarosa) subsistencia. La inferioridad cultural de los bárbaros que conquistaban el poder en los nuevos reinos, la exclusivista eclesiastización de la cultura y la misma orientación trasmundana y ascética del cristianismo, el eremismo de los anacoretas, la insuficiente recuperación de una cultura de comunidad en el primer monacato agustino o benedictino, el ubicuo analfabetismo que llevó a unos pocos obispos conscientes del desastre, como Isidoro de Sevilla en el siglo VII, a instalar en sus catedrales escuelas que mantuviesen la alfabetización en el propio clero, todo ello no podía tener sobre la filosofía otro efecto que el de su práctico olvido.

La primera novedad positiva en aquel mundo es lo que la Historia conoce por renacimiento carolingio. Italia y la España visigoda habían sido hasta entonces los principales refugios de los restos de la cultura cristianorromana; pero más de un siglo después de la pérdida de España para la cristiandad, Irlanda, evangelizada ya muy avanzado el siglo V, había tomado el relevo, beneficiándose de haber podido conservarse más intacta en su lejanía. Cuando Carlomagno pensó en reconstituir el desaparecido Imperio de Occidente y en dotarle de un imprescindible mínimo nivel cultural, siquiera para la necesaria administración, buscó, con tal intención, maestros para su nueva escuela palatina allí donde más fácil era encontrarlos (entre los altos eclesiásticos españoles refugiados de la invasión árabe, en la Lombardía, en Irlanda), al tiempo que pedía el reconocimiento de su nuevo imperio por parte del emperador de Oriente, el cual acabó por concedérselo el año 810. De los dos orígenes más distantes, Bizancio e Irlanda, llegarían así a la principal corte de la Europa de entonces las últimas "novedades" procedentes de un ya muy remoto filosofar, el de los cristianos platonizantes grecobizantinos.

Para la historia interna de la filosofía, aquellos dos regalos distintos pero complementarios, los libros del Pseudo Dionisio y el monje Juan Escoto Erígena (es decir, "el irlandés de Irlanda"), capaz de leer al místico griego y de repensar lo leído, merecerían toda la atención. Aquí sin embargo creo que nos interesa más saltar sobre el vacío en que en seguida recaería el filosofar, cuando al fracaso del intento imperial de Carlomagno, consumado por los conflictos entre sus sucesores inmediatos, se sumó el miedo a las condenas pontificias que cayeron sobre la obra del Erígena. La más que peligrosa ambigüedad con que aquel cristiano neoplatónico buscaba un retorno a la olvidada fórmula agustiniana de la filosofía cristiana ("La verdadera filosofía es la verdadera religión, y viceversa") hubo de ser evitada. Cuando alguien como el monje Gerberto, admirador de la antigua Roma, se atrevió a protagonizar un segundo intento de reculturización, no pudo hacer cosa mejor que marcharse a estudiar a la Hispania islamizada, donde entró en contacto con la ciencia de los árabes, cuya lengua llegaría a usar. Gerberto, que justo en la transición del siglo X al XI fue papa con el nombre de Silvestre II, promovió la reforma cluniacense, devolvió a la Iglesia el amor a los libros e introdujo en el occidente cristiano el uso del cero --notable innovación que, bien que con notable retraso, habría de resultar tan fundamental para la evolución de la cultura y la tecnología. Y uno de sus discípulos, Fulberto, fundó lo que sería brillante escuela de Chartres, donde el mundo latino anticipó el humanismo y reanudó la historia de la filosofía.

El espíritu de Gerberto no reaparecería claramente hasta otro entusiasta (y mejor conocedor) de la antigua Roma, el cronista de Chartres Juan de Salisbury, en pleno siglo XII. Ya en la segunda mitad del XI Anselmo de Aosta, abad de Bec en Normandía, había decidido reemprender la filosofía cristiana de san Agustín, asumiendo el "cree, para que entiendas" de su fides quaerens intellectum, que inició la escolástica dando así una prueba más, que no sería la última, de cómo innovación y renovación pueden y hasta suelen ir unidas, en particular cuando tienen éxito.

Pero el XI era ya otra Edad Media. En el orden político comenzó cuando Otón III, rey de Germania y heredero del título de emperador, trasladó su corte y gobierno a la ciudad de Roma con la renovada pretensión de recrear el Imperio Romano, de acuerdo con su maestro Gerberto, a quien había hecho Papa. La nobleza romana, tradicionalmente enfrentada con los soberanos germánicos, se sublevó, y el año 1OO1 Otón hubo de huir a Rávena. Pero si el Sacro Imperio no supo enderezar su ritmo, y aunque en Francia los primeros Capetos no acertaran a superar la hegemonía de feudos como Normandía o Aquitania, las nuevas monarquías fueron emprendiendo el camino de su consolidación. Lo que es más importante, en la península ibérica, la reconquista, que en el siglo X parecía hundida sin remisión en el fracaso, progresó en un gran salto desde el Duero hasta el Tajo (Toledo fue conquistado en 1085) y los cristianos empezaron a hablar de tú militar y políticamente a los árabes, justo cuando éstos habían alcanzado en su propio occidente su mejor momento cultural. Los reinos cristianos de más al norte no tardarían a su vez en tomar la iniciativa, primero en la guerra y el comercio, luego también en materia de cultura intelectual (no sin dificultades en la armonización de todo ello, como puede ejemplificarse con el uso del cero, pese a que, según hemos recordado, lo debían a un papa: los mercaderes desconfiaban de un sistema que hacía posible cambiar tánto una cantidad, con sólo añadir una cifra a su expresión matemática, y hasta finales del siglo XIII el nuevo sistema de numeración estuvo prohibido por la ley).

Las conquistas islámicas en el Asia suroccidental y el Mediterráneo habían respetado el viejo mundo grecorromano en mucha mayor medida de lo que las invasiones bárbaras y normandas lo hicieron en la parte del Imperio que ellas ocuparon. En vez de darse, como éstas, en oleadas sucesivas y destructivas reiteradas durante siglos, lo hicieron en unos pocos años, con soprendente continuidad y facilidad. La civilización islámica produjo así un mundo mucho más uniforme y concorde, política y culturalmente, mucho más "avanzado", que el de la Europa feudal y las monarquías de occidente. Los conquistadores conservaron las ciudades (que en la mitad oriental del Mediterráneo eran además mucho más numerosas y, salvo acaso la propia Roma, mucho más cultas y populosas) y conservaron el comercio. En el campo crearon grandes huertas feraces y bien irrigadas, como la valenciana. La Bagdad de Harun-al-Rashid (contemporáneo de Carlomagno) superó ampliamente no ya a todas las ciudades del occidente europeo, sino a la misma Bizancio, y también Damasco era una poderosa y próspera capital. Pero en 929 los Omeyas de España establecieron su propio califato en Córdoba, que fue sin disputa la primera gran ciudad del oeste de Europa. Y la medicina, la ciencia y la tecnología, la filosofía, que en el siglo XI alcanzaron sus cimas (Alhacén, Avicena) en el oriente, saltarían también a Al-Andalus y por el pasillo de Córdoba-Toledo a la Europa cristiana. La centenaria escuela de traductores que impulsó en Toledo el arzobispo francés Don Raimundo ofreció a la cristiandad las obras griegas (Euclides, Ptolomeo, Aristóteles) y las de los propios árabes, incluídas las de los grandes españoles del siglo XII.

Ese siglo, que para aquellos había sido sobre todo el de Averroes, había dado en Francia un Roscelin, de quien pronto volveremos a ocuparnos. Pero aquí se nos muestra sobre todo como el siglo de Abelardo, en tiempos del cual la colina parisina de sainte Geneviève recibía de todas las naciones cristianas ríos de estudiantes entusiastas, Monsieur Sorbon establecía su pensionado para los peor provistos de recursos y el comercio se engrandecía en les Halles, se construía Notre-Dame, la universidad de maestros y alumnos de París se aprestaba a institucionalizarse ... y a recibir la revuelta intelectual de los averroístas. Roscelin ya no era un monje, según la vieja costumbre, sino un canónigo de Compiègne, su ciudad natal. En Inglaterra, un Oxford convertido en nuevo burgo real --mientras la entera Europa cristiana se llenaba de Ciudades, o Puertos, Libres o Reales, de Villas Nuevas o Francas, ya, por cierto, en las distintas y nuevas lenguas nacionales-- esperaba la siembra fecunda de la ciencia árabe.

La crisis de la Edad Media y el Renacimiento

Las grandes innovaciones iniciadas en el siglo XI cuajaron en la nueva gloria románica de Santiago, y en seguida en el triunfo del gótico y de las nuevas literaturas, en las obras maestras del esplendor de la escolástica y en la revolución filosófica de la etapa final de la Edad Media. Pero cuando con el siglo XIV occidente abría el proceso de nueva estructuración política que constituiría el punto de partida de la Europa moderna (fortalecimiento y delimitación de las grandes monarquías europeas a través de la pugna francoinglesa de los Cien Años, iniciación del desmoronamiento del imperio bizantino ante el empuje del otomano, surgimiento de la Hungría gobernada por los Anjou, consolidación de Polonia-Lituania, Gran Ducado de Moscovia, estados escandinavos), en el campo de las ideas aparecían y se afirmaban muy notorias novedades. La difícilmente lograda síntesis de Aristóteles y Agustín --hilemorfismo griego y "filosofía cristiana", razón clásica y fe-- expuesta en las Sumas de Tomás de Aquino, y la no menos difícil del De regimine principum del mismo con el armonioso y jerarquizado acuerdo Iglesia-Estado, se rompieron brusca y simultáneamente.

Para Tomás de Aquino, filósofo de la corte de san Luis de Francia, el hombre no es solo un individuo de naturaleza espiritual; es también un ser social, y por eso la moral ha de completarse con lo que Aristóteles llamaba política. El Estado tiene fines propios y medios con que servirlos. No debe verse, pues, como simple mano o "espada" de la Iglesia, ni ésta ha de considerarse un "Superestado". Pero su más alto fin impone que el Estado se le subordine; más o menos lo mismo que la filosofía teórica debe disponer de campo propio y autónomo en cuanto al método sin romper por ello la subordinación a la teología y sus dogmas, sino más bien acudiendo en ayuda de ésta. En la primera mitad del siglo XIV, Guillermo de Occam --nacido más o menos cuando en Francia iniciaba su reinado Felipe IV, el que se llevó a su reino, a Avignon, al papa Clemente V, que le debía su elección; y abrió el camino a lo que en la última etapa del siglo sería el Cisma de Occidente-- proclamó justamente lo contrario. La Teología se basa en la Revelación, y no puede ser de otra manera; pero no es lícito que se intente transformar las verdades de fe en verdades demostrables, ni siquiera cuando se trata de la existencia de Dios. A su vez el filósofo debe reivindicar su independencia en cuanto filósofo y relegar a la teología las cuestiones que competen a la misma. Era volver a lo que se llamó "doctrina de la doble verdad" de los averroístas de París, ahora más clara y mejor expuesta. Y también sería más fácil la correspondiente separación entre Estado (vida "temporal") e Iglesia (vida "eterna"). A los occamistas les llamarían moderni sus contemporáneos.

Un punto acaso importante a considerar es que la base teórica tanto de la consideración ultra- o extra-racional de las verdades teológicas como de la idea de la separación Iglesia-Estado (al menos, de la distinción entre "lo temporal" y "lo espiritual") era la negación de todo conocimiento de universales: un "universal" no es sino un nombre común; no hay más "realidad" que la individual y concreta. Ese nominalismo tenía precedentes en la escolástica anterior a Occam, y los tuvo también en Grecia; pero si estos últimos fueron excluidos en la tradición platónicoaristotélica --en la clásica y en la cristianomedieval--. San Anselmo juzgó herético a Roscelin por reducir "los universales" a meras voces y conceder existencia solo a los individuos, pues según el santo aquel canónigo era incapaz de contemplar "inteligibles puros" porque lo era de "liberarse de imágenes de la sensibilidad". Pero al parecer el pensamiento de Roscelin seguía enteramente dominado por la muy arraigada problemática medieval: el Concilio de Soissons (1092) le acusó de "enseñar que hay tres dioses" en correspondencia a los tres nombres distintos asignados a las "personas" de la Trinidad. Así lo sugiere fuertemente el que el interesado dijese en carta a Abelardo que significar con aquellos nombres una misma realidad equivaldría a decir "que el Hijo es el Padre y el Padre es el Hijo". La innovación de Roscelin fue demasiado prematura para triunfar; pero tampoco predominó contra él el superrealismo de los universales propio de un Escoto Erígena, que en su tiempo solo fue defendido por un filósofo rezagado tan menor como Guillermo de Champeaux. Incluso la contrapropuesta conceptualista de Abelardo tuvo entre teólogos bastante peor prensa que la obtenida por la fidelidad de Anselmo al realismo. Al comenzar el siglo XIV el nominalismo occamista era, pues, algo notoriamente nuevo.

Por lo demás, en la primera mitad de dicho siglo se entreveran de modo más bien inextricable acontecimientos y escritos de teoría política, y unos y otros con los trabajos teológicos y de filosofía del conocimiento. Para abrir el siglo podemos proponer algo donde todo eso se mezcla, la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII contra Felipe IV Augusto de Francia (que morirá en 1314); y sin duda podemos cerrar su primera mitad con la muerte de Guillermo de Occam en 1349. El Defensor pacis de Marsilio de Padua es de 1324; de 1325 la Logica maior de Occam, que en 1334 escribe De dogmatibus PP. Johannis XXII; y entre 1340 y 1347 se sitúan el Breviloquium de principatu tyrannico, de Marsilio, y el De imperatorum et pontificum potestate, de Occam.

Por entonces en Italia había empezado el Renacimiento, cuyos precoces precedentes se imbrican con los sucesos y escritos antes citados. El Dante, que tan pronto como en 1292 había escrito La vita nuova, escribió en 1313 De monarchia, en apoyo del proyecto del emperador Enrique VII para reconciliar en Italia a güelfos y gibelinos. En 1304 otro italiano, Petrarca, había nacido en Avignon, a donde se había trasladado su padre en busca de un cargo en la curia pontificia, y en 1349, el año de la muerte de Occam, aparecía el Decamerón. (Por cierto, El libro del buen amor de nuestro Arcipreste de Hita es de 1342.)

Para registrar y valorar cómo, junto a la temporalización de la política y la desacralización de la vida, el individuo ganaba terreno en todos los ámbitos a lo largo del tramo final de la Edad Media bastaría citar, para cubrirlo en el de las letras, junto a las obras recién recordadas, a los trovadores, al Jean de Meun del Roman de la Rose o al Chaucer de los Cuentos de Canterbury, de todos los cuales, por cierto, podría haber dicho san Anselmo, como de Roscelin, que reivindicaban tánto al individuo porque eran "incapaces de liberarse de imágenes de la sensibilidad". Y no menos conocido es el mismo proceso en las artes plásticas. Por supuesto en la temática, pero también, aunque suela recordarse menos, en el de la autoría: en los frescos del techo de la Gruta de San Blas, en Italia, quedó sorprendentemente estampada la firma del pintor, Daniel, buena muestra de que los prerrenacentistas italianos también venían anunciándose desde el siglo XII.

En la plenitud del Renacimiento, siglos XV y XVI, se afirmó la temporalización de la política, cuyo desarrollo máximo sería El príncipe de Maquiavelo. Dos siglos antes el Defensor pacis, escrito en el contexto de la disputa entre el papa Juan XXII y el emperador Luis de Baviera, había dado el paso de la separación teórica razón/fe a la formulación de la distinción de las esferas espiritual y temporal, la Iglesia y los estados. Maquiavelo podía ya dar por hechas la una y la otra sin siquiera necesitar apoyarse, como Marsilio, en la polémica anticlerical y en la denuncia de usurpación que aquel hacía al ejercicio de cualquier extensión por la Iglesia del poder espiritual a cualquier otro tipo de poder. Maquiavelo, que abordaba su tema, en sus propias palabras, desde su lunga esperienza delle cose moderne, pretendía, como un científico, descubrir la verdad y sustituir la moralización por la presentación de las técnicas de la acción política. A estos efectos, lo mismo da El príncipe que los Discursos sobre la I Década de Tito Livio. Ni es otro el espíritu de los Recuerdos políticos y civiles y las Historias de Guicciardini. Y si es verdad que en Tomás Moro hay mucha moral y hasta bastante prédica, tampoco en él faltan, como en su amigo Erasmo, la des-sobrenaturalización, si cabe decirlo así, de la política y de la religión misma, la extrema reducción del papel de los sacerdotes en su Utopía; por supuesto y ante todo la exigencia de tolerancia y la recusación de los dogmatismos.

Por lo que hace a la filosofía en el sentido más "profesional" del término, caracteriza al Renacimiento la pérdida definitiva de la hegemonía de la Escolástica. Después de Occam ésta no había hecho sino arrastrar una decadencia abrumadora. Los mejores esfuerzos por revitalizarla, ya en el siglo XVI, contaron con la valiente toma en consideración de la nueva temática, como la proporcionada por el gran hecho nuevo de la evangelización de las Indias, las pretensiones absolutistas de los monarcas europeos o el replanteamiento del viejo tema del libre albedrío, resituado en el primer plano a consecuencia de la reforma protestante. Pero pese a dicho enriquecimiento y pese a que para el éxito del intento se pudo también contar con la indiscutible calidad de maestros de la categoría de nuestros Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, la revigorización no tuvo mucha vigencia, y el protagonismo no habría de volver a recuperarse.

Del Renacimiento a la Ilustración

El extenso e indecisamente delimitado período histórico al que llamamos Renacimiento resulta una muy notable muestra de cómo se imbrican las novedades (incluso las más chocantes, desde el brusco ensanchamiento de la tierra y el universo hasta inventos como la brújula y la imprenta) con el pasado (incluso el más remoto, como los orígenes del cristianismo y la Grecia clásica). El caso es que "renacimiento" (nombre que, por cierto, no aplicaron a la época ni sus propios protagonistas ni sus contemporáneos) alude ante todo a la vuelta a la cultura clásica, pasando por encima del milenio medieval, y en particular de lo que aquellos mismos protagonistas llamaron "la barbarie gótica"; a primera vista, lo más alejado de la "innovación". Pero, obviamente, re-nacer es volver a nacer, nacer otra vez, emprender una vida nueva, como han parecido entender los historiadores al poner el Renacimiento al comienzo de la Edad Moderna. Por otra parte, hoy ningún historiador ignora ni desprecia la continuidad que acabamos de recordar entre los últimos siglos medievales y los renacentistas; continuidad, por lo demás, bastante reactiva.

La filosofía de la entonces estrenada Edad Moderna exhibe más que nada el sello del individualismo, que de un modo u otro comparte con la reforma protestante. Pero la orientación teórica de la nueva filosofía vendría mucho más condicionada por la ciencia que por la teología. Lo que la política significó para los nuevos rumbos de la filosofía práctica en la Edad Moderna lo significaron para la teórica las ciencias de la naturaleza.

Hubo importantes novedades en el estudio de la materia viva, estudio que se benefició no solo del nuevo clima crecientemente temporalizado sino de igualmente importantes novedades en el conocimiento de la realidad. En el primer Renacimiento un genio artístico de primera magnitud como Leonardo llevó su amplísima curiosidad y su afán de comprensión científica a la producción incansable de dibujos-estudio que acompañaba de extensas y detalladas anotaciones. En el primer tercio del siglo XVI Paracelso, hombre de manifiesta tendencia especulativa, supo valerse con entusiasmo de la observación empírica en viajes por toda Europa y el oriente próximo, y utilizarla contra la tradición textual de la Edad Media. En 1553 Miguel Servet dio a conocer su gran descubrimiento fisiológico de la "pequeña circulación", publicado, para su desgracia y la de la ciencia incipiente, en el contexto de una obra teológica (a consecuencia de la cual habría de huir a Ginebra ... donde murió a manos de la inquisición calvinista). Sin tales obsesiones especulativas, Andrés Vesalio basó en sus propios experimentos de disección en sus prestigiadas enseñanzas en Padua y Bolonia. (La Inquisición, católica en este caso, le condenó a muerte en 1561 por haber efectuado una observación interna en un hombre vivo, y no, como ya se permitía, en cadáveres).

El Renacimiento dedicó a las plantas y a la vida animal una atención enormemente superior a todo lo que conocemos de la Edad Media. Poderosos estimulantes de aquella fueron el descubrimiento masivo de nuevas tierras y los grandes viajes por toda la redondez del planeta, que ofrecían formas de vida desconocidas, más las exigencias de la colonización y los intereses comerciales, junto a las facilidades de comunicación y difusión abiertas por la imprenta y por las novedades en las técnicas de navegación.

Pero mucho mayor y más conmocionante que aquella ampliación del mundo terrestre fue, al menos para eruditos y hombres de pensamiento (más tarde, también para el hombre común) el ensanchamiento del mundo sideral, "los orbes celestes" del De revolutionibus de Copérnico, que éste no se atrevió a publicar, aunque su manuscrito fuera conocido por hombres como Rheticus, y que al editarse al morir el autor (1543) sería prohibido por herético. El dominico Giordano Bruno, otra víctima de la Inquisición, muerto en la hoguera en 1600, fue entre los filósofos el primero y mayor entusiasta de la astronomía de Copérnico y se hizo heraldo de una deificación del universo infinito apenas compatible con la proclamada "trascendencia" del Dios Creador.

El valor científico de la obra de Copérnico sería sobre todo aprovechado (y sus limitaciones corregidas) en la astronomía geométrica que le siguió, y sería por ahí por donde más influiría en Descartes y la filosofía moderna en general. Pero su importancia debe entenderse inseparable de los hallazgos de observadores como Tycho Brahe (desde el lado que en adelante se designaría como "empirista"), el desarrollo de la matemática y su aprovechamiento, en este campo, por Kepler (desde el que se llamará "racionalista"), más los avances en física experimental y las aportaciones de la técnica, observacional y metodológica, todo lo cual viene siendo representado juntamente en la figura genial de Galileo.

Pero los movimientos de la historia acostumbran a ser complicados. En el extremo final del Renacimiento y el origen de una de las ramas, la empirista inglesa, en que va a dividirse la filosofía moderna, está instalada la figura jánica del canciller Francis Bacon. Este, que todavía escribe en latín, no en la lengua entonces ya centenaria de su propio país, se manifiesta heredero y admirador de La sabiduría de los antiguos para enseguida ponerse a trabajar en lo que debía ser su obra mayor Instauratio magna ("instauratio", y no restauratio). La primera parte, Sobre la dignidad y el progreso de las ciencias, fue la única que se publicó completa; un importante fragmento de lo que debía ser la segunda se titulaba Novum Organum, "nuevo instrumento" --Organum, en recuerdo de Aristóteles, pero novum, porque este nuevo instrumento, entendido como el aristotélico al servicio de la ciencia, iba a ser precisamente un método "inductivo" que, partiendo de una metódica observación, debía sustituir al deductivismo aristotélico. Por lo demás, el verdadero logro de Bacon no fue su bastante pobre filosofía teórica, ni su deficiente "lógica", sino la formulación lúcida y vigorosa de los ideales humanos de la ciencia del mundo moderno: "obedecer a la naturaleza" mediante la observación de su funcionamiento, y dominarla y la utopía tecnológico-futurista de su New Atlantis (tan distinta de la de Moro), que anticipó los sueños de Julio Verne en el siglo XIX y de la science-fiction del XX. Al otro lado del canal, en el Discours de la méthode, publicado ya en el francés común, Descartes dice que rompe con toda tradición filosófica, decide dudar de todo, pone en eso un nuevo punto de partida y recomienda guiarse sólo por la razón para reconstruir el conocimiento. Entonces edifica una filosofía firmemente sistemática --en la que por cierto utiliza como ideas básicas algunas de las establecidas por la tradición--, yerra abundantemente en cuestiones de ciencias naturales (en algún caso oponiéndose a aciertos de su tiempo, como el del fisiólogo William Harvey) y hace brillar en cambio su gran talento en una nueva ciencia apriórica, la geometría analítica.

La radical afirmación del individuo, verdadero sello autentificador de la filosofía moderna, vino a ser, pues, aparte de su sentirse iniciadores de algo nuevo, lo único compartido por ambos fundadores. El Prefacio a la Instauratio de Bacon comienza por unas palabras que después eligiría Kant para poner al frente de su primera Kritik: "Que los hombres piensen que la renovación no es una opinión sino una necesidad [...] que echamos los cimientos de la propia dignidad y utilidad humana". Y al empezar el Novum organum: "El hombre sólo hace y entiende en la medida en que ha observado". Entre los "ídolos" que es preciso superar están los "del foro", debidos a la influencia del lenguaje, y los "del teatro", como el criterio de autoridad, fundados en el prestigio producido por la instalación destacada en la escena pública.

Descartes empieza su Discurso llamando llanamente a la razón bon sens, "la cosa mejor repartida del mundo", en un tono que alude sin duda al hombre común: "incluso aquellos que son más difíciles de contentar [...] no suelen desear más del que tienen [..y...] no es verosímil que todos se equivoquen" Las diferencias de opinión se deben a que "conducimos nuestros pensamientos por vías diversas"; así que "no basta tener buen sentido, lo principal es aplicarlo bien." Para evitar caer en el error decide "nunca aceptar por verdadera cosa alguna que no conociese con evidencia que lo era" y razonar desde ahí con todo el rigor y prudencia que el método dispone. "De ese modo pensé que las ciencias de los libros, al menos aquellas cuyas razones son solo probables [...] no están tan próximas a la verdad como los razonamientos simples que puede hacer un hombre de buen sentido acerca de las cosas que se presentan."

Pero si eso vale para un proclamado rupturismo teórico, en absoluto vale para la vida práctica, y si "la lógica" le impone "en primer lugar, no aceptar nunca como verdadera ninguna cosa que no conociese con evidencia que lo era [...] y no comprender en mis juicios nada más que aquello que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda", en los asuntos prácticos (en los cuales "es necesario seguir opiniones que son muy inciertas como si fuesen indudables") hay que rehuir la tentación de imitar a "esos hombres de confuso e inquieto carácter" que dan en "idear reformas". Y por ello, puesto que todo el mundo ha de disponer de alguna moral, decide "obedecer las leyes y costumbres de mi país, conservando la religión en que Dios me ha dado la gracia de ser instruido". En cuanto a la realidad política, si los Estados tienen imperfecciones --"y su misma diversidad nos garantiza que en efecto las tienen"--, "la costumbre las ha endulzado", y "son casi siempre más soportables que lo que lo sería su cambio".

Eso, que puede ser lógicamente inconsecuente pero puede ser también todo lo razonable que se quiera, está en todo caso bien lejos del irenismo de Erasmo, para no hablar de los juicios morales y los ideales de Tomás Moro. Éste había proclamado que la pena de muerte "es una injusticia, y no conforme al interés público", había denunciado la nobleza social y los ejércitos ("abundan demasiado los nobles, zánganos ociosos que viven del sudor de los demás" y "no conocen otra economía que la renta de sus tierras"; "se diría que buscan los conflictos para tener entrenadas las tropas", "inmensa muchedumbre" que "infesta la paz en la eventualidad de una guerra que no tendréis si no queréis"), y, sobre todo, la intolerancia religiosa, castigada en Utopía con el mayor rigor, no solo para evitar "combates incesantes, odios implacables", sino "en el interés mismo de la religión".

Moro y Erasmo escribían en la alborada del siglo XVI. El Discours se publica muy avanzado el XVII, después de la quema de Bruno y de la condena de Galileo, después de la Reforma y sus guerras, en la atmósfera de la Contrarreforma de Trento, en el intermedio barroco que en la historia de la cultura separa el optimismo renacentista del de la Ilustración. En 1650 apareció el Leviathan de Hobbes, que ofrece una formulación democrática e individualista --el "contrato"-- del poder absoluto. Aquel mismo decenio Spinoza, desde la más abierta heterodoxia religiosa, elabora en su Tractatus theologico-politicus un muy filosófico liberalismo político que únicamente comparte con Hobbes el individualismo.

Spinoza, quizá el más libre de los filósofos, había optado por la independencia, separándose de su iglesia, renunciando a enseñar, como se le ofreció desde la universidad de Heidelberg, y dedicándose para poder vivir al trabajo de pulidor de lentes, a costa de dejarse prematuramente la vida en el mismo. La otra gran figura de la segunda mitad del siglo XVII en el campo más propiamente filosófico, Leibniz, llevó su propio individualismo hasta el extremo de ensayar como por juego nada menos que la más individualista de las ontologías, con la idea de mónada (ya acariciada en el Renacimiento, no se olvide, por Bruno) como base. Pero si en sus trabajos más elaborados Leibniz fue gran innovador en los dominios teoréticos, en materia sociopolítica (aún sin ponerse fuera de juego como había hecho Descartes) prefirió a la teorización la actividad diplomática y mediadora entre notables. El inglés John Locke, nacido en 1632, el mismo año que Spinoza, sobrevivió a éste lo bastante para disfrutar de tiempos mejores: en el invierno 1688-1689 la Revolución Gloriosa le permitió volver de Holanda donde se había refugiado junto al príncipe Guillermo y sus partidarios y donde había publicado la versión latina de su Carta sobre la tolerancia. Al año siguiente apareció su versión inglesa y los Dos tratados sobre el gobierno civil, clásico por excelencia del liberalismo; en 1693 Pensamientos sobre la educación y en 1695 Razonabilidad del cristianismo. El mismo que legó a la filosofía el Ensayo sobre el entendimiento, primer clásico del empirismo, dejó así todo un lote de clásicos a la historia política y social.

En el apogeo de la Ilustración, mientras en París se publicaba L´Encyclopédie, o "Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios", basta seguir al longevo Voltaire --a quien el historiador católico Hirschberger ha llamado "el más grande defensor de la razón, de la tolerancia y de lo que se llaman los derechos del hombre"-- para enlazar todos aquellos precedentes con la Revolución Francesa. Exiliado en Inglaterra pudo apreciar los beneficios de la libertad de expresión del pensamiento para "el progreso de las luces", la mejora de la vida y la promocion de la felicidad "en la medida en que la naturaleza humana lo admite". Así lo expresó a su regreso en Cartas filosóficas, o "inglesas" (1734), que divulgaban a Locke como buen contrapeso teórico al cartesianismo y a la vez sometían a una crítica feroz a las autoridades francesas. Desde su nuevo exilio en el Postdam de Federico II --el típico "déspota ilustrado"-- siguió llenando Europa de su prosa chispeante y lúcida, en particular de sus cuentos filosóficos; y de nuevo en Francia publicó su Ensayo sobre las costumbres (1756) y el Diccionario filosófico (1764), algo así como el catecismo de la burguesía liberal.

L´Encyclopédie no se ultimó hasta 1772. Voltaire murió en 1778, el mismo año que Rousseau, dieciocho más joven que él, que había empezado su difícil adolescencia desvalida de huérfano cuando aquél era ya un autor prestigioso. Rousseau tenía mucho en común con los enciclopedistas en general y con el mismo Voltaire en particular. Pero el joven y el patriarca pronto disintieron, incluso con amargura y violencia verbal e ideológica. Sin entrar en los diversos porqués y cómos del disentimiento ni valorarlos, aquí hay que dejar constancia de que Rousseau tenía cosas nuevas que decir, y que las dijo con distinto estilo pero no menos fuerza literaria de un modo que dejaría huella. La dejó en la política y la pedagogía, en el arte y las costumbres, desde el romanticismo (del que es común considerarle precursor) hasta el movimiento hippie y la ideología de los "verdes" del siglo XX, desde los movimientos políticos más activistas hasta la contracultura y las reivindicaciones estudiantiles más insolentes.

Tres hombres puente, dos de ellos, Hume y Kant, filósofos en el sentido establecido por una tradición bimilenaria; el otro, Rousseau, philosophe al modo de los escritores ideólogos de la Francia del XVIII, nos proporcionan la mejor referencia para enlazar el antes con el después. Sirven además perfectamente a nuestra reflexión por haber aportado las principales innovaciones filosóficas en el momento en que la Ilustración desemboca en las dos primeras grandes revoluciones, americana y francesa, con la plasmación ideológica de éstas en las tan innovadoras Declaración de los Derechos del Hombre y Constitución de los Estados Unidos.

Hume había llevado el empirismo a su último extremo y se había atrevido a sacar con despiadada lógica las consecuencias más radicales. Lo que en éstas había de propiamente nuevo era la aplicación del análisis psicológico, pues las tesis resultantes ya habían sido señaladas por los nominalistas. Pero Hume añadió a aquellas tesis algo más explícito y puesto al día: la crítica de las supuestas "ideas innatas" del racionalismo cartesiano, con especial preferencia por "el yo pensante" y el "mundo exterior extenso". No se limitó --¡y ya era bastante!-- a privar de justificación a las ideas de substancia o causa; repudió cualquier pretendida evidencia al "conocimiento" metafísico y todo razonamiento que no fuera o bien experimental, sobre cuestiones de hecho o de existencia, o bien meramente abstracto, no sobre cosas sino sobre ideas, como las de número. De ahí el demoledor final de su Investigación sobre el entendimiento: los libros que no versen sobre lo uno o lo otro, realidades experimentales o ideas abstractas (es decir, todos los libros de teología o metafísica) "solo pueden contener sofismas o supercherías". Tan radical innovación del empirismo, verdadera anticipación de lo que en el siglo XX se ha llamado empirismo lógico, no pudo imponerse en su tiempo; sirvió en cambio para que Kant "despertase del sueño dogmático", según él mismo agradeció.

A Hume corresponde, pues, el papel de promotor de la crítica kantiana del conocimiento. A Rousseau le corresponde otro análogo respecto a la ética del "imperativo categórico".

El primer brote de discordia entre Rousseau de un lado y Voltaire y demás ilustrados por el otro se produjo con motivo del Discurso sobre las ciencias y las artes, por el que la Academia de Ciencias de Dijon premió al primero en 1750. En ese su primer Discurso, Rousseau, que colaboraba como musicólogo en L´Encyclopédie, se erigía en campeón de la vida sencilla y de la virtud, su natural secuela. Según su tesis, la civilización había corrompido y hecho desgraciada a la humanidad. Aquel Discurso fue seguido por un segundo, Sobre la desigualdad ("El primero que habiendo cercado un terreno tuvo la idea de decir `¡esto es mío!´ y encontró gentes lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad." El género humano se hubiera ahorrado toda clase de males si alguien hubiera gritado "¡no escuchéis a ese impostor! [...] ¡los frutos son de todos y la tierra no es de nadie!"). Cuando Voltaire recibió el ejemplar enviado por Rousseau se lo agradeció con hiriente ironía: "nunca se ha empleado tanto ingenio en volvernos a todos animales". Rousseau contratacaría poco después con no menos dureza. En una Carta sobre la Providencia, contra el Poema sobre el terremoto de Lisboa de Voltaire, reprochó a éste que "saciado de gloria" y "viviendo libre en el seno de la abundancia" solo supiera ver males. "Yo", decía, "oscuro, pobre y atormentado, medito con placer y hallo que todo está bien". La nueva respuesta de Voltaire, indirecta pero inequívoca, fue su Candide. Respuestas literarias de Rousseau, igualmente indirectas, serían la expresión de amor a la naturaleza que fue su novela La nueva Heloísa y, sobre todo, la pedagogía del Emilio (Voltaire le había advertido que con sus tesis no corregiría a los hombres) junto con la "Confesión de fe del vicario saboyano" (que paradójicamente más bien coincide en su actitud deísta y nada dogmática con el propio Voltaire).

El contrato social, última obra mayor de Rousseau, recogió de Hobbes la básica tesis contractualista del origen del poder, pero la sometió al trastrueque del pesimismo de aquél por su propio tenaz optimismo; algo para lo cual pudo valerse de su idea de la bondad natural del hombre, desde el supuesto de la "constitución propia" de éste, por más que la hayan desfigurado los cambios impuestos "por las circunstancias y el progreso"; progreso, desde luego, sólo material, de acuerdo con el Discurso. Tal propia constitución sería la del "ser activo que obra siempre bajo principios ciertos", con la "celeste y majestuosa sencillez que su Autor le había impreso", según reza el Discurso.

Desde el punto de vista más estrictamente político y simplificando acaso con exceso, cabría decir que el Voltaire doctrinario se mantuvo junto al Voltaire hombre en buena armonía con el despotismo ilustrado, mientras que Rousseau, con su idea de la "voluntad general", fue explícita y decididamente democrático. Pero sin el complemento de la división de poderes que en línea lockeana dejó Montesquieu, tercer clásico de la política ilustrada, Rousseau valdría más para la democracia "popular" o los movimientos asamblearios del siglo XX que para la parlamentaria del XIX.

Una vez más pide aquí paso la conocida anécdota de la regularidad de costumbres del funcionario prusiano Kant, rota únicamente, según sus biógrafos, el día que se quedó en casa leyendo el Emilio, recién llegado de París, y cuando desde aquella misma ciudad llegó a Königsberg la noticia de la toma de la Bastilla. En la política real, en los años de gestación de las críticas kantianas se produjeron en vida del filósofo, además de sus lecturas, un notorio ejemplo de la arbitrariedad de la política del poder (el primer reparto de Polonia) y otro de la fuerza del anhelo de libertad, la rebelión de los colonos americanos. El Preámbulo a la Declaración de Independencia americana de 1776 justificaba la exigencia de "la situación separada e igual a que le dan derecho las leyes de la naturaleza y del Dios de la naturaleza" manteniendo como "evidentes" las "verdades" que asumía: la de "ciertos derechos inalienables de todos los hombres", "entre estos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad"; que para asegurarlos "han sido instituidos gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados" y que "siempre que una forma de gobierno se haga destructora de tales fines, es derecho del pueblo alterarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno cimentado sobre tales principios". En 1789 la Asamblea Constituyente aprobaba en París la Declaración de Derechos del Hombre inspirada en aquel Preámbulo, así como en sus propios precursores ilustrados. En 1793 una nueva Declaración prohibía además la existencia de la esclavitud, que los americanos tardaron algo más en abolir.

La revolución francesa cogió a Kant en su época crítica; a ella siguieron sus pequeños e importantes escritos sobre la Ilustración, La religión dentro de los límites de la razón pura, Primeros fundamentos metafísicos de la teoría del derecho, Pleito de las facultades, Sobre la paz perpetua, Idea para una historia general en sentido cosmopolita, Contestación a la pregunta `¿qué es la Ilustración?´ y Notas sobre las `Ideas´ de Herder.

Volviendo a la filosofía en su sentido más usual también habrá que volver al doble influjo de Hume y Rousseau. El empirismo extremo del primero no asustó a Kant, pero éste, formado en el racionalismo de Leibniz, no pudo admitir las consecuencias, como acabaría aceptándolas el empirismo lógico de los neopositivistas del XX. Kant acepta el empirismo humeano para el saber real de la ciencia: los conceptos sin intuición son vacíos; sin una intuición de algo empírico a lo cual aplicar un concepto, no hay saber. Pero es ahí donde Kant añade su innovación: sin conceptos que aplicar a aquello que intuimos, tampoco; y algunos conceptos son a priori (como los de causalidad o substancia). A partir de entonces la filosofía fue más o menos neokantiana; pero tales "neokantismos", más o menos dignos del nombre --según el alcance dado al apriorismo conceptual, según el modo de entender la naturaleza y la mayor o menos plasticidad de lo "a priori"-- adoptaron formas aún más diversas que las que antes habían producido los filósofos. La síntesis kantiana, que abarcaba todo el campo de la filosofía tradicional, era ciertamente difícil de mantener. Unos, en la línea dialéctica de Fichte y Hegel, trataron de unificarla y apriorizarla al máximo, otros prefirieron parcelarla o relativizarla de múltiples maneras.

Para mí lo más kantiano del propio Kant es que su apriorismo fue fruto de lo que él expresó como su motivación básica: hay que poner límites al saber para dejar lugar a la creencia. Así podría afrontarse la triple pregunta que para él constituye la filosofía "en sentido mundano" (lo cual es lo que le da "valor en sí misma": "qué puedo saber, qué debo hacer, qué hay que esperar"). Puedo saber aquello para lo cual dispongo de intuiciones empíricas y conceptos que aplicar a las mismas; y de aquello que no puedo saber --como, relevantemente, las ideas de Dios o del Mundo en tanto que totalidad-- no debo inventar seudosaberes, ni siquiera el de su negación. Ahora bien, en cuanto a lo que debo hacer, la misma razón universal --la razón común a todo ser racional-- que impone orden a la ciencia, lo impone también a mi conducta, sin entrar en distingos empíricos: el imperativo meramente formal, "obra de modo que la máxima que dirige tu voluntad pueda servir de principio para una legislación universal", o bien: "cuando obres, piensa en los demás seres racionales como fines en sí, nunca meramente como medios", es un imperativo que se me impone de modo absoluto, de un modo que debo respetar. Si en eso busco certeza científica no la logro, porque no sé si puedo obrar así; pero sé que debo. Ahí reaparece la rousseauniana "constitución propia del hombre" y su "celeste y majestuosa sencillez". Y como el hombre empírico no es o no se nos muestra según ese modelo, Kant opta por afirmar personalmente la validez del imperativo --negarlo equivale a que la razón se niegue a sí misma-- y por esperar, según sus "opúsculos de vejez", un cumplimiento futuro de la racionalidad --el de la Ilustración, "la mayoría de edad del hombre"- y la paz perpetua: "una sociedad que administre el derecho de modo universal", "la única condición por la cual la naturaleza puede desarrollar todas las disposiciones de la humanidad de un modo acabado."

A partir de la Ilustración

El siglo XIX, continuador a ritmo creciente del desarrollo triunfal de la ciencia en los dos anteriores, aunque sin menoscabar el prestigio de la filosofía --incluso alguien tan procientífico como Comte quiso hacerla, por más que la apellidara positiva--, fue el siglo de la gran dispersión filosófica. Fue también el siglo de la confusión política postilustrada, el siglo de las nacionalidades y simultáneamente el comienzo de la mundialización. Como todos, pero de modo más manifiesto y llamativo que otros, fue una abigarrada mescolanza de continuidad del anterior y preparación del siguiente.

En el ámbito político arrancó en mitad de una innovación realmente notable, el fenómeno napoleónico; y acabó cuando se afirmaba el Imperio Alemán y se gestaba la revolución rusa. Durante su desarrollo se realizó el nuevo reparto colonial del mundo por los europeos (con la desaparición del imperio español entre sus resultados); y en su transcurso se dieron la exploración de África, las grandes inmigraciones europeas en ambas Américas, las revoluciones burguesas y la del 48, con aparición del Manifiesto Comunista, y la mayoría de edad de los Estados Unidos de América, con la conquista del oeste, la guerra de secesión y, por último, la incorporación de éstos al grupo de protagonistas de la historia, y también de la ciencia y de la filosofía. Tan pronto como en 1878, cuando apenas empezaba a gestarse su hegemonía continental, el Cómo esclarecer nuestras ideas, de Peirce, dejaba constancia de que también tenían algo que decir a los filósofos y ofrecerlo en una perspectiva nueva. En filosofía europea las novedades más influyentes están en Hegel y sus sucesores de "izquierda" y "derecha" y, en menor medida, en Schopenhauer; en las ideologías del nacionalismo romántico, en particular a partir de Herder y Fichte, y, ya en la transición al siglo XX, en el historicismo y en Nietzsche. El mismo Peirce (por cierto, buen conocedor y admirador crítico de Kant), luego William James y finalmente Dewey, ya en nuestro tiempo, crearon una tradición propia que ha podido llamarse filosofía americana (pragmatismo o instrumentalismo en la filosofía teórica, ideología liberaldemocrática en la política y la teología) de poderoso influjo en todo el mundo.

En la ciencia caracterizan al siglo en el plano de la teoría las muy innovadoras investigaciones matemáticas; en el experimental, los progresos en el estudio de la electricidad y los primeros grandes avances de la química; en ambos a la vez, la constitución de la biología como ciencia. En el primero procede reseñar como hitos 1812, Teoría analítica de las probabilidades de Laplace; 1822, Tratado de las propiedades proyectivas de las figuras, de Poncelet; el 23 la fundación por Abel de la teoría de las funciones elípticas, el 32 el estudio de lo que Gauss llamó "números complejos", el 72 Continuidad y números irracionales, de Dedekind y el 74 la creación de la teoría de conjuntos por Cantor. Más sorpresa y ruido inicial produjeron las geometrías no euclídeas, que entre 1826 y 1851 se elaboraron como desarrollos abstractos pero en menos de un siglo resultarían fundamentales para la física (desde la primera comunicación de Lobatchevski pasando por la presentación de la de Bolyai y la introducción por Riemann de las superficies que llevan su nombre) hasta la Pangeometría en que Lobatchevski presentó el desarrollo de la suya y el nacimiento de la geometría diferencial y el cálculo sensorial en los trabajos de Riemann. Pero el influjo más directo e inmediato se dio en las fronteras de la matemática y la lógica. Boole (Teoría de las transformaciones analíticas 1839) abrió la lógica matemática con Análisis matemático (1847, año en que la ciencia fue en verdad filosóficamente fecunda, pues en él dio a conocer Helmholtz su principio de conservación de la energía). El siglo se cerró con Fundamentos de geometría, de Hilbert, que iniciaba la axiomática moderna.

También de ciencias experimentales hay hitos memorables. Antes del ya citado de Helmholtz debemos recordar que desde la creación de la electrodinámica por Ampère, "deducida únicamente de la experiencia" según el título de su obra de 1826, hubo constantes progresos en el estudio de la electricidad, y otras novedades no menos impresionantes en las ciencias físico-químicas. A destacar, la formulación de la teoría electromagnética de la luz por Maxwell (1860), la clasificación periódica de los elementos de Mendeleiev (1869), la coincidencia en otro año fecundo, 1887, del descubrimiento de las ondas hertzianas y la comprobación por Michelson de la invariabilidad de la velocidad de la luz; no menos preñados de futuro, la teoría eléctrica de la materia de Lorentz (1895), y el descubrimiento de la radioactividad por Becquerel (1896). Tan grandes avances en el conocimiento y novedades teóricas tuvieron reflejo en filosofía, pero su más directo impacto, en los científicos materialistas alemanes posidealistas (Vogt, Moleschott) no resultaría tan bienhadado entre filósofos como el "materialismo científico" o "histórico" de los marxistas, de vigencia secular, o incluso el influjo de la biología, ya en la forma académica de Haeckel ya en el desmelenado talante metafísico de Nietzsche.

Las llamadas ciencias de la naturaleza, con la teoría de la evolución en primer término --luego de la economía, en el caso de Marx--, fueron las más influyentes en su inicio. Darwin no creía, como Descartes, en un componente "espiritual" de la realidad. Tras leer El origen de las especies (1859), Marx escribió a Engels que la teoría de la selección natural proporcionaba base biológica al materialismo dialéctico, y envió a Darwin un ejemplar dedicado de El capital (al cual, por cierto, no parece que Darwin correspondiese con su estima). Pero Darwin no tuvo ninguna presunción filosófica, a diferencia del zoólogo Haeckel, maestro del materialismo "filosófico" en los años del cambio de siglo. Con precedentes en la ciencia anterior, como las investigaciones geológicas de Lyell o el evolucionismo de Lamarck, Darwin basó sus teorías en los descubrimientos geográficos, botánicos y zoológicos del viaje del Beagle, que entre 1831 y 1836 los de Cook y los de los Forster en el siglo anterior. Los progresos ulteriores fueron resultado de trabajos más sedentarios, desde Ensayos sobre los híbridos vegetales de Mendel y el hallazgo por Vries de las mutaciones, hasta la embriología experimental de Roux y Driesch, ya al final del siglo.

Del mayor interés para nuestra intención actual es la íntima relación entre ciencias experimentales y tecnología. Precisamente fue en el siglo XIX cuando, en contraste con el idealismo y en reacción a éste, tal relación llegaría a alterarse sustancialmente, hasta producir --en ordenación temporal y en jerarquía-- una superioridad efectiva de la tecnología (más dependiente que nunca, a su vez, de exigencias económicas y politicomilitares). Para mejor mostrar en poco espacio aquella íntima relación puede ser eficaz la mera relación cronológica de acontecimientos referentes a los campos en que es más visible, como la industria y la comunicación... y también la violencia.

1823, primer año en que se utilizó el gas para alumbrado de faros, fue también el de la primera vía férrea en Francia, para transporte de carbón. En 1830 se inauguró oficialmente la línea Liverpool-Manchester, en 1838 la primera regular de "vapores". El 35 Colt inventó el revólver. En 1859, año de El origen de las especies, se probó el Ictineo de Monturiol; el 75 Nobel fabrica la dinamita, el 76 Bell inventa el teléfono; del 79 es la locomotora eléctrica de Siemens y en el 80 Forest idea el motor de gasolina con encendido eléctrico. El 84, cuando Peral iniciaba la navegación submarina, se fabricó el primer fusil automático. El 89 Clément Ader lograba despegar del suelo un "aeroplano" y dar un salto de 50 metros, el 86 Benz lanzó su primer automóvil y el 91 Renault ideó la toma directa y el cambio de velocidad; en la década final se multiplicaron los modelos europeos de automóviles (Rochet- Scheider, Clément-Panhard, Lacroix de Laville). También en 1891 consiguió Loeb la partenogénesis artificial, primer logro de ese nuevo tipo de tecnología que al final del siglo XX, muy avanzada ya en su desarrollo esa pasmosa innovación llamada ingeniería genética, nos tiene no menos sobrecogidos de lo que la nuclear nos tuvo a mediados del mismo.

Éste ha acelerado hasta el vértigo los avances y nuevas conquistas, a menudo sorpresivas para los mismos científicos del campo afectado, en medida tal que la tecnología pasó de ciencia aplicada a dictar a la ciencia sus investigaciones, y a los guardianes de la ciencia básica la necesidad de revisar sin apenas tregua su sistema de saberes. El vértigo ha ido aumentando como el efecto más claro y permanente --acaso el único claro y permanente-- de la conjunción de la magnitud mundial de las guerras y su alcance, la rivalidad de los bloques, el incremento de la población, la producción y el comercio igualmente mundializados, las exigencias de la información y la comunicación, en una interacción cada vez más fuerte y veloz, un múltiple desarrollo retroalimentado en que en muchos casos se hace difícil ver qué influye en qué.

En este último siglo ha proseguido además la continuación del proceso de aparición y subdivisión de nuevas ciencias propio del anterior; y, para compensarlo e intentar superarlo, alternativamente o junto con aquél, se ha procedido a la investigación interdisciplinaria y la construcción de ciencias compuestas que han roto la tradicional división entre clases de fenómenos (psicofisiología, fisicoquímica o quimicofísica, bioquímica, cosmofísica, cosmoquímica o cosmobiología, geofísica, lógica matemática...), todo ello en un incremento más que exponencial de la investigación. En esa situación, lo que para el científico es difícil se hace más bien imposible para el filósofo; y a decirlo así no me mueve sólo el sensato reconocimiento de mis pequeñas fuerzas, sino el poco o ningún éxito que los grandes han alcanzado.

En un panorama como el que aquí he intentado he de renunciar hasta a un recorrido global y sumario de la ciencia y un muestrario de hitos como los que acabo de ofrecer para el siglo XIX. Todo lo que puedo hacer es dejar constancia de la sucesión de las más impresionantes innovaciones científicas del XX, y desde ahí regresar al tema del desafío de la tecnología.

Para lo primero, baste recordar en la física (en su sentido más amplio) la teoría cuántica, la relatividad, la física nuclear, la indeterminación, la electrónica, la física subatómica, los campos magnéticos estelares, las teorías de la expansión del universo, del universo pulsante y de la "creación continuada", los quarks, la radiación cósmica de fondo, los distintos rayos cósmicos y los nuevos y siempre crecientes catálogos de nebulosas; en las ciencias de la vida, el desarrollo de citología, genética y estudios neurológicos y los descubrimientos de barbitúricos, vitaminas y antibióticos.

Finalmente la desintegración del átomo en la física, los progresos de la medicina en todo tipo de trasplantes, el estudio de la clonación, todo ello en un enlace inexcusable --hasta la indiferenciación-- con la tecnología, nos devuelven a lo que hemos anunciado como último tema.

Pero una cosa ha sido la estrecha relación contemporánea entre ciencia y tecnología y otra muy distinta la desarrollada entre tecnología y filosofía. La presencia de aquélla en ésta, si se trata del posible efecto directo de sus innovaciones, incluso las más grandes, es prácticamente irreconocible; sin duda su influencia ha alcanzado a los filósofos y su obra, pero si lo ha hecho de manera importante ha sido a través de la ciencia --sobre todo en los neopositivistas-- o de lo sociedad en general (principalmente en el marxismo y las ideologías, nacionalistas, liberales o totalitarias). Por el contrario, la filosofía ha ido siguiendo con atención a lo largo de la historia reciente lo que es la gran innovación de conjunto, es decir, el apabullante protagonismo adquirido por la tecnología ("la técnica", se decía al principio). Otra cosa es que haya acertado a hacerlo bien.

Antes nos referimos al romanticismo posilustrado de Rousseau y a sus huellas en nuestro tiempo. Como eslabón intermedio merece cita Thoreau, que a mediados del siglo XIX y en su América extensa y semivirgen, se mostró convencido de que los males de la civilización moderna no se debían a fallos organizativos, sino al dominio de la industria sobre los valores e intereses auténticamente humanos. Pero en el XX las reacciones más notorias frente a progreso y tecnología pasaron a ser las de signo negativo, bien en clave de humor, eomo en Chesterton, bien como contravaloración intencionadamente paradójica, como en el Unamuno de Vida de Don Quijote y Sancho (los molinos de viento y los batanes en papel de verdaderos peligros a afrontar), bien en el modo de la contrautopía (el Mundo feliz, de Huxley), bien en clave francamente hostil y de trágica emotividad.

La filosofía más profesional ha producido más condenas que verdaderas críticas. Una línea extremadamente negativa es la que lleva del vitalismo irracionalista hasta Heidegger. Entre los más combativamente descalificadores destacó el Spengler de La decadencia de occidente, en la resaca de la primera Guerra Mundial. Como toda decadencia de una cultura histórica, decía, la de la nuestra ha de achacarse al predominio de la razón o "espíritu" sobre el "alma". Características centrales del espíritu serían el racionalismo y la técnica; y sus compañeros, aparición de grandes urbes, cosmopolitismo, democracia, pacifismo y "derechos del hombre", enumeración que se me antoja un demasiado acrítico totum revolutum, pero que no por eso fue menos influyente. En aquella línea Klages vio en el "espíritu" un infortunio cósmico y en el mismo Nietzsche un "racionalista" que prefirió lo "varonil activo" a lo "instintivo materno" o alma. Con bastante más seriedad filosófica y no menos decisión, aquellas antítesis reaparecen en Heidegger, quien en particular en Sendas perdidas declaró incompatibles pensamiento racional --el de la técnica moderna--, al cual culpa de "la moderna física atómica" y "pensamiento esencial", al que rindió manifiestamente culto. La ciencia, y no sólo la técnica, era según él uno de "los malos destinos del Ser". Algunos marxistas y muy en especial los francfurtianos han combinado las críticas por el incumplimiento de la promesa redentora de la Ilustración con los esfuerzos por salvar aquella herencia cultural y resistir a la "barbarie ideológica" de nazis y nacionalistas de "alma" irracional. Sin demasiado éxito, al parecer. Las Tesis de filosofía de la historia que preparaba otro francfurtiano, Walter Benjamin, quien hubo de interrumpirlas al suicidarse cuando huía de los nazis, apuntaban a algo tan episódico como el pacto Hitler-Stalin y al triunfo de los nazis como causas del hundimiento de su propia confianza en "la modernidad".
 

Bibliografía

Para un mayor desarrollo de lo que aquí se dice sobre los momentos que dejan más patentes las innovaciones en la historia de la filosofía occidental puede consultarse

GARCÍA-BORRÓN, Juan Carlos. Historia de la Filosofía. Barcelona: Ediciones del Serbal (Colección La Estrella Polar), 1998. 3 vols, 1427 p. (Vol. I, La Antigüedad; vol. II, Edad Media, Renacimiento y Barroco; vol. III, Siglos XVIII, XIX y XX)

Otros trabajos del autor debaten algunas cuestiones que han sido abordadas en esta comunicación:

GARCÍA-BORRÓN, Juan Carlos. Los estoicos y Platón en la obra de los apologetas del siglo II. Helenismo y cristianismo. Convivium, Universidad de Barcelona, nº 17, 1964.

GARCÍA-BORRÓN, Juan Carlos. Descartes. Discurso del método. Traducción, introducción y notas, más un apéndice. Barcelona: Libro Clásico de Ediciones B, 1989.

GARCÍA-BORRÓN, Juan Carlos. Empirismo e ilustración inglesa. De Hobbes a Hume. Madrid: Cincel, 1985.

GARCÍA-BORRÓN, Juan Carlos. Los estoicos. In Victoria CAMPS. Historia de la Ética, Barcelona: Crítica, 1988.
 

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