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Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales.
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9788]
Nº 82, 15 de febrero de 2001. 

¿ HAY ALGUIEN AHÍ ? (SOBRE EL DERECHO AL RECONOCIMIENTO) (1)

Manuel Cruz

Catedrático de Filosofía Contemporánea.
Universidad de Barcelona.


¿ Hay alguien ahí ? (Sobre el derecho al reconocimiento). Resumen.

Este trabajo pretende abordar la cuestión de los conflictos derivados del espectacular aumento de las migraciones en los últimos años desde una perspectiva que, más que subrayar sus dimensiones inéditas (como las vinculadas a la nueva organización del trabajo a nivel mundial o al desarrollo tecnológico), destaque lo que dichos conflictos tienen de episodio de ese proceso de construcción, destrucción y reconstrucción de identidades, tan característico de la hora presente en las sociedades occidentales desarrolladas. De ahí la relación que se establece al principio del trabajo –via discusión acerca del mecanismo de la pertenencia- entre dicho ámbito de discusión y el rotulado por la categoria de nacionalismo.

Palabras clave: identidad / nacionalismo / migraciones



 

"La soberbia, la fuerza fósil del Yo colectivo, nace de la pertenencia, y querría volver a ella. Los actuales intentos de reconstrucción de la identidad y, por lo tanto, de la pertenencia comportan [...] un carácter descarriado, imposible y regresivo [...] La pertenencia, que quiere restablecerse como fundamento orgánico de identidad bajo el principio "Los buenos son los nuestros", es tan malignamente regresiva porque arrasa con su enyosamiento lo único habitable que ha dejado la territorialización universal: un concepto de la bondad desvinculado de toda relatividad de pertenencia".

Rafael Sánchez Ferlosio


Le sobresaltaba a un político latinoamericano, el expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti, constatar que nos ha correspondido en suerte vivir un siglo en el que "se corre tan de prisa y se piensa tan lentamente". Probablemente no se piense más despacio que en otras épocas, pero los cambios en todos los ámbitos parecen producirse a tal velocidad que la sensación que termina por depositarse en la conciencia colectiva es la de que nunca conseguimos atrapar nuestro objeto y que, para cuando por fin lo venimos a pensar, ha pasado a ser en realidad otro. Esta persistente labilidad ya no admite la mera constatación, más o menos estetizante, entre otras razones porque nos jugamos demasiado en ese sistemático fracaso de nuestra comprensión. Estaríamos aceptando una grave derrota del espíritu si nos contentáramos con repetir sin más, como si el tiempo pudiera transcurrir en vano, "no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa".

Es cierto que hay límites en apariencia irrebasables que nos pueden hacer sentir confinados en el contorno invisible de la realidad, extraviados en medio de lo que ocurre. Así, el stock de nuestros conocimientos crece en una progresión vertiginosa, pero nuestro día continúa teniendo veinticuatro horas para poder aprenderlos -problema que preocupa severamente a los teóricos de la educación-. Pero también, puestos a poner un ejemplo de signo opuesto, los ordenadores pueden reducir sus dimensiones hasta alcanzar un tamaño diminuto -en el límite de lo inverosímil-, y al final lo que termina decidiendo son las medidas de nuestra mano. Las cosas no están claras, en efecto, pero eso también significa que, en alguna medida, la situación permanece abierta. Enfatizar el registro autodestructivo, por más a la orden del día que esté, no constituye la única actitud posible. De la evidente crisis de tantas cosas no se desprende, de manera inevitable, el completo abandono de la herencia recibida, la perfecta inutilidad de lo que hubo. Se sigue, eso sí, la necesidad de reconsiderar aquélla, de volver a evaluar, sin miedo ni prejuicio alguno, dicho legado. Admitiendo -puesto que eso también forma parte del arrojo teórico- que tal vez haya elementos del pasado que conserven su valor. Acaso haya resultado, por poner un ejemplo bien ilustre, que la vieja tesis filosófica ha encontrado un nuevo lugar natural -o un reacomodo inesperado-. Especialmente en política, constituye una cuestión de mínimos el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas.

Se subraya esto porque, en el fondo, una de las peores consecuencias de tanto insistir en nuestras perplejidades y estupores sería que nos dejara abandonados en una ubicación imposible y paralizante, a medio camino entre la conciencia dolorida e impotente ante un mundo nuevo que amenaza con aplastarnos, y la nostalgia irremediable de las viejas certezas perdidas. Sin necesidad de incurrir en el inane "sería muy triste pensar que...", todavía algunas afirmaciones nos son permitidas. A fin de cuentas, fué así como reintrodujimos la venerable idea. Porque si el hombre, entendido como ciudadano, no fuera la medida de todas las cosas, ¿quién o qué lo iba a ser? La pregunta no supone ningún paso atrás en ningún terreno. Luc Ferry ha llamado la atención sobre esa paradoja, tan característica de la cultura democrática, según la cual el decreto de la muerte del hombre va complementado por una reivindicación de autonomía individual de una dimensiones hasta ahora desconocidas en la historia de la humanidad. De ahí que lo que importe plantearse, el punto por el que convenga iniciar la andadura del presente discurso, no sea tanto los problemas que nos acechan como los recursos de que disponemos. Sólo ese convencimiento inicial nos permitirá reunir fuerzas para el trayecto que nos aguarda.
 

Empezando por lo más general.

Probablemente uno de los puntos en los que existe en la actualidad un mayor acuerdo al respecto de lo que estamos tratando sea en el de que eso que solemos llamar actividad política debe tener lugar en el marco de la democracia. El acuerdo es tan grande como, de alguna manera, sorprendente. Porque, sin entrar ahora en el análisis de la cosa, resulta llamativa la constatación, llevada a cabo por reputados científicos sociales, de que en todo el mundo sectores procedentes del autoritarismo conservador más antidemocrático están asumiendo el modelo de la democracia -aunque, eso sí, sin abdicar de su pasado-. En cierto modo, pues, podríamos decir que la cuestión política ha terminado en el mundo de hoy por identificarse con la cuestión democrática.

Que tenga sentido plantear la llamada cuestión democrática no significa, por tanto, que la democracia esté en cuestión. No parece estarlo, en un cierto sentido, después de tantos avatares históricos. A los mencionados en el párrafo anterior podríamos añadir ahora esos amplios sectores de la izquierda procedentes de la tradición de la IIIª Internacional que, tras décadas de cultura no democrática (pero no por ello idéntica, mal que le pese a Popper, a la de los arriba señalados), han asumido la democracia como el escenario más deseable para la organización de la vida colectiva.

El principal riesgo de este tipo de consideraciones -levemente optimistas, por qué no decirlo- tal vez resida en que abandona, como tarea cumplida, todo un ámbito de temas pendiente, cuanto menos, de profundización. Porque, al mismo tiempo, que la democracia no esté en cuestión no significa, forzosamente, que esté a salvo de todo peligro. Acaso pudiera pensarse, con un punto de paradoja en la formulación, que cuanto más desarrollada está, más amenazada se encuentra: cuanto mejor cumple sus designios de universalidad, mayor es el número de dificultades y problemas que debe arrostrar.

Eso, ciertamente, parecen crer todos los que -inspirándose, por ejemplo, en autores como Hannah Arendt o Claude Lefort- coinciden en subrayar que el futuro de la política pasa por la invención constante de democracia. De no obrar así, piensan, el riesgo totalitario es permanente. No hay exageración alguna en una advertencia tal. Si conseguimos evitar el innecesario error de identificar el totalitarismo con las formas externas que asumió en el pasado, no resulta difícil coincidir con el planteamiento: para los totalitarios pocas cosas resultan tan inaceptables como las crecientes exigencias ciudadanas de más y mejor democracia en las esferas económica, social, cultural y política.

Se deja ver, pues, que este modo de abordar la cuestión de la democracia nos sitúa irreversiblemente más allá del viejo reproche acerca de la condición puramente formal de este sistema. Valores como los de la libertad y la igualdad debieran hacerse efectivos a través del uso real de la democracia. Andar distinguiendo entre democracias económica, política o social implica permanecer en un esquema tan insuficiente como indeseable. La democracia posee una dimensión formal o, si se prefiere, procedimental rigurosamente insoslayable, es cierto. Pero esa dimensión, tomada por separado, no permite el adecuado funcionamiento del sistema. Por lo pronto, y para garantizar las condiciones de posibilidad mismas de la democracia se requiere de mecanismos exteriores bien ajustados como pueden ser la justicia o los medios de comunicación. Una democracia meramente política desemboca de manera inexorable en una descarnada lucha por el poder -que termina convertido de esta forma en un auténtico fin en sí mismo-. La democracia es mucho más que un orden institucional concreto: es, por decirlo con mejores palabras, un proyecto de autogobierno y autoformacion social. Una forma de vida, a fin de cuentas.

Es evidente que no todos los sectores que respaldan hoy la democracia asumen esta interpretación: sólo así se entiende aquel apoyo de sectores tradicionalmente no democráticos al que hicimos referencia hace un momento. No incurren éstos en contradicción ni debilidad alguna actuando así. Antes bien al contrario, han llegado al convencimiento de que la democracia, entendida de una determinada manera, constituye el más adecuado instrumento para la defensa de sus intereses. Antaño se resistían porque la llegada de la democracia acostumbraba a significar casi automaticamente la redistribución del patrimonio nacional, hasta ese momento en manos de una minoría, entre la mayoría. Aquella democracia requería de una mínima reforma agraria, de una nacionalización de los sectores estratégicos, etc. De ahí la feroz resistencia de los viejos propietarios. Pero hoy las cosas han cambiado radicalmente a este respecto. Se ha extendido como una mancha de aceite el convencimiento de que el Estado debe de jibarizarse hasta alcanzar una proporciones mínimas -de ser posible insignificantes- y lo que quedaba de patrimonio nacional está regresando a manos privadas. De ahí que viejos sectores antidemocráticos vean hoy a la democracia con simpatía. Entre otras razones porque pudiera darse el caso -aunque esto no deja de ser un juicio de intenciones y, por tanto, una pequeña maldad- de que les estuviera proporcionando una ocasión privilegiada para enriquecerse.

Pero, además de la amenaza que representa para la democracia una concepción meramente política de la misma, a muy corta distancia, se encuentra otra, de la que importa hablar y que acaso fuera procedente denominar concepción apolítica de la democracia. Hay que advertir, de inmediato, que no resulta fácil encontrar autores que, de forma expresa, defiendan semejante concepción. Pero no costaría tanto localizar a quienes asumen un conjunto de tesis que, a fin de cuentas, desembocan en la misma. En su libro Contra el pensamiento único (Madrid, Taurus, 2ª ed: 1998) Joaquín Estefanía -tras observar que dicho pensamiento no pasa de ser una suerte de amalgama heterogénea de conservadurismo y liberalismo económico-, ha señalado algunos de los asertos que lo sostienen. Los básicos son la primacía de la economía frente a la política, la identificación del mercado con la democracia, la ausencia de la cohesión social entre las prioridades de las élites y el tratamiento de la persona exclusivamente como recurso humano (fuerza de trabajo, contribuyente, etc). Aunque se les podrían añadir otros, como por ejemplo el de que achicar el Estado es agrandar la civilización o que el liberalismo económico lleva inexcusablemente a la democracia.

Dicho sea de paso, esta última tesis les habrá de resultar familiar a los de más edad: era la que defendían algunos tecnócratas del franquismo tardío, cuando afirmaban -ahora se ve claro porqué: perseguían ganar tiempo- que la democracia sería posible en España cuando se alcanzase un cierto nivel de vida. Pero también es allegable al tópico, igualmente conservador, de la dificultad de instaurar la democracia en sociedades muy atrasadas, dando a entender que primero han de resolverse -se supone que al margen de lo democracia, en el fondo tan justa como ineficaz- los problemas económicos para después plantearse las cuestiones superestructurales. Pero, como ha recordado Sen -entre otros muchos lugares en su célebre trabajo "¿Puede la democracia acabar con las hambrunas (2)?" -, a menudo esos problemas son debidos precisamente a la ineficiencia de los sistemas no democráticos.
 

Sobre una forma particular de pensar la pertenencia.

Se observará, pues, que las afirmaciones mayores del sentido común dominante en esta materia tienen como denominador compartido un achicamiento del espacio de la política, una subordinación a instancias de otra naturaleza, de manera que el resultado inevitable en todos los casos es una pérdida de relevancia y de presencia del orden de argumentaciones vertebral en un discurso acerca de la democracia. Acaso un buen ejemplo de ello viniera representado por el auge del discurso nacionalista, con tanta frecuencia satanizado en los últimos tiempos como el origen de casi todos nuestros males. El peor nacionalismo -quiere decirse, el que intenta acabar con todo debate acerca de la mejor forma de organizar la vida en común, sustituyéndola por un esencialismo identitario que no acepta otro vínculo del individuo con el grupo que el de la adhesión emotiva e incondicional- no ha desplazado a la política: ha ocupado el lugar que ésta dejó vacante. Incluso ese nacionalismo no es causa, sino efecto.

Luego está el otro, el que, huyendo de peligros como el etnicismo más o menos telúrico (etnicismo que asoma la patita tras formulaciones del tipo "somos un pueblo en un territorio"), intenta tematizar la pertenencia a la comunidad como mecanismo constituyente del individuo en sociedad. Lo que equivale a entender dicho mecanismo como un instrumento, tan válido como necesario, de la socialización. Mucho de eso hay, sin duda. La cuestión es si una constatación así, de orden sociológico-antropológico, puede sustituir al discurso político. O, planteado en forma de problema, cómo hacer para que los vínculos históricos, culturales o lingüísticos -destinados en principio a estructurar internamente a una sociedad- no se constituyan en la coartada para una discriminación entre ciudadanos de primera y de segunda (según la antigüedad de su presencia en el territorio, la aceptación de la cultura del lugar o el manejo de la lengua). Para que no dé ocasión, en definitiva, a forma alguna, por velada que sea, de exclusión.

Pero la democracia no es la comunidad de los idénticos: la democracia es más bien, como dijera Giacomo Marramao evocando a Bataille, la comunidad de los que no tienen comunidad, el espacio público compartido donde las diferencias son posibles, donde la igualdad es la formalidad necesaria para que la heterogeneidad emerja. En consecuencia, no se trataría tanto de negar la pertenencia como de edificarla sobre nuevas bases. Lo que equivale a proponer que la identidad se construya de otra manera. Obviamente, si planteamos la identidad en la clave compleja, heterogénea y multiforme a la que nos conduce el mundo de hoy, la pretensión de priorizar los vínculos más particulares, específicos, locales, va perdiendo consistencia. Parece claro que, si a alguna pertenencia parecemos abocados es a una pertenencia cada vez más abstracta, universal, y que en todo caso será sobre esa base sobre la que habrá que establecer unos renovados vínculos fraternales, solidarios, etc.

Sin embargo, eso está por hacer, y está por hacer en el mundo real. Lo que significa, por lo pronto, que hay que explicitar la propuesta política, el modelo de sociedad, de convivencia y de ciudadanía que se defiende y al que se aspira. El recordatorio, conviene destacarlo, apunta en una doble dirección. Porque, de la misma forma que se podría decir que conviene arrastrar a buena parte de discursos nacionalistas hacia el territorio de la política (y que sea ahí donde expliquen de qué forma proponen defender los interes comunes de quienes ocupan un territorio), a la inversa cabe afirmar que se debe evitar la huida de la política por parte de quienes están más obligados a defenderla. Cosa que ocurre cuando representantes de formaciones políticas no nacionalistas sustituyen los argumentos por las complicidades y convierten el combate contra el nacionalismo en un fin en sí mismo. Y es que en tales casos se corre el serio peligro de estar dando la razón a quienes sostienen que siempre se habla desde algún nacionalismo -con la única diferencia de que los que llevan tiempo disponiendo de un Estado acaban haciendo uso de una especie de nacionalismo invisible-.

Si alguien cree que hay que combatir el nacionalismo, no le queda más remedio que enfrentarlo con la política (contra nacionalismo, política, vendría a ser el único eslogan asumible desde dicha creencia). Por decirlo con otras palabras, el no-nacionalismo (y ya no digamos el antinacionalismo) nunca puede ser espontáneo, natural, indiscutible. Prepolítico, en suma. Porque entonces sí tenemos todo el derecho del mundo a sospechar que en realidad este presunto no-nacionalismo está encubriendo un nacionalismo que se desconoce a sí mismo, incapaz de reconocerse en su propia condición -cuando no un nacionalismo que se avergüenza de sí-.

Ahora bien, lo que en todo caso parece fuera de duda es que difícilmente podrán librar esta batalla quienes asuman premisas como las de que se han acabado las diferencias entre derechas e izquierdas, o similares tópicos del pensamiento conservador -últimamente redescubiertos por algún que otro socialdemócrata converso-. Entre otras razones porque ha sido precisamente esa renuncia una de los elementos que con más eficacia ha contribuido al auge actual de quienes argumentan que, precisamente porque caducaron las certezas heredadas, ya sólo nos queda el entrañable cobijo de las viejas patrias, construidas al hogar de una lengua, una etnia o una religión ancestrales. En definitiva: eso que algunos han denominado el político posmoderno -para designar la contradictoria figura del que se dedica a la política sin necesidad alguna de discursos, ideas o valores- carece por definición de argumentos que oponer al nacionalista cuando, coyunturalmente, se opone a él. Su presunta crítica, huérfana en realidad de alternativas políticas, no puede ir más allá del mero flatus vocis.

 
Política y pedagogía (de los sentimientos).
 
Pero la referencia al discurso nacionalista, permítasenos subrayarlo, sólo pretendía ejemplificar uno de los escenarios argumentativos en los que opera una tendencia, también activa en otros lugares. La podemos encontrar, por ejemplo, en todos quienes, de la premisa de que hoy el poder se encuentra situado cada vez más en instancias supranacionales (Parlamento Europeo, Mercosur, Naciones Unidas u otros foros), extraen como conclusión inevitable una especie de vaporoso principio de no subsidiariedad, según el cual la ciudadanía debe resignarse a la idea de que las principales decisiones ya no pasan por los representantes políticos a los que tiene más identificados ni por los espacios que puede visualizar más fácilmente, sino que nos llegan dadas de un impreciso afuera. Hacen eso en vez de esforzarse, como parecería razonable pensar, en dotar de contenido político a esas instancias supranacionales e intentar por todos los medios que los ciudadanos adquieran conciencia de cuánto se dilucida en esos nuevos centros de poder.

Idéntica tendencia parece hallarse en esa actitud, cada vez más extendida, a sustraer del debate político determinadas cuestiones -que, para más inri, suelen ser las que más preocupan a la ciudadanía-. Del debate político, se nos dice, debemos retirar las grandes cuestiones de Estado, e incluso las grandes decisiones estratégicas (no puede hablarse de la violencia política, del futuro de las pensiones, de política exterior...). El argumento que con frecuencia se utiliza es el de que "no hay que hacer electoralismo", argumento que bien podría sustituirse por el de que no hay que politizar las campañas electorales, es decir, no hay que hacer política en el momento más decisivo, más trascendental, de la vida democrática. Pero si se vacía de política a la política misma, ¿en que queda ésta?, ¿podremos quejarnos entonces de que una y otra vez se vea sustituida por un confuso amasijo de emociones, sentimientos (de pertenencia o de otro tipo), afectos, etc., en definitiva por eso que Hegel llamaba "la papilla del corazón"?

Lo peor de una situación tal no es ella misma -si así fuera, probablemente no habríamos abandonado el plano del mero voluntarismo bienintencionado- sino las consecuencias a que puede dar lugar: de ahí que al principio destacáramos que todo esto importa mucho. Valoración que no se ve alterada por el hecho de que constatemos que la tendencia que hemos comentado se halla extendida por todos los países, incluyendo los políticamente más desarrollados. Nada de ello consigue convertir el desinteres de los ciudadanos por la cosa pública en una virtud, ni sirve para exculpar a las élites por aquella renuncia. Entre otras razones porque no son los primeros los responsables de dicha situación. Norman Birnbaum ha señalado con acierto en qué medida el abandono -mitad forzoso, mitad voluntario- de la res publica por parte de los ciudadanos estadounidenses se debe en gran medida al darwinismo social de la lucha por la existencia, con el enorme desgaste de energía humana que comporta.

Ahora bien, con la sola y monda reivindicación de lo político no basta. Es necesaria, sobre todo en un momento en que otra de las principales amenazas que parece cernirse sobre nuestra sociedad es justamente la de convertirse en una sociedad de mercado, esto es, quedar toda ella fagocitada por lo economico; pero no suficiente. Se requiere, además, especificar las nuevas formas que esa imprescindible encarnadura política de lo social debe adoptar. Introducimos esa metafórica expresión porque sería grave que las anteriores reservas respecto a ciertas propuestas, de inspiración fundamentalmente comunitarista, dieran a entender una contraposición tan rígida como excluyente entre una concepción cálida y una concepción fría de la cosa, caracterizadas por su énfasis en la dimensión emotiva o racional, respectivamente. Tal vez sea cierto que propuestas como las del helado patriotismo constitucional de Habermas difícilmente pueden funcionar como un modelo atractivo capaz de concitar alrededor suyo amplios consensos colectivos (3). Pero no lo es menos que la cuestión de la cohesión social se ha convertido en una cuestión primordial en unas sociedades, como las nuestras, amenazadas por múltiples formas de desagregación, exclusión y marginalidad.

Ese vínculo cordial que los individuos han de mantener con la comunidad en la que viven debe encontrar sus específicas formas de articulación con un proyecto susceptible de ser debatido en la plaza pública. A fin de cuentas, lo que nos caracteriza no es que carezcamos de emociones, sino que seamos capaces de aquilatarlas. Lo universal no constituye una condena, sino un horizonte clarificador. Que nos permite comprobar, por ejemplo, que la relación sentimental que mantenemos con lo más próximo la mantienen asimismo, y con idéntico fundamento (o ausencia de él), casi todos los seres humanos, dondequiera que ésten. Sin ese correctivo, el amor a lo propio termina desembocando en exclusión y odio a lo ajeno. En pocos ámbitos como en éste se precisa con tanta urgencia una pedagogía de los sentimientos, una educación que nos sirva para marcar distancia respecto a tanta presunta evidencia. Porque, si algo tienen en común el fanático y el dogmático, no es tanto la intensidad de sus actitudes como la inmediatez de sus vivencias, el carácter obvio, dado, incuestionable de cuanto sienten y creen (4). No son malos: simplemente lo tienen todo claro, demasiado claro. Es eso lo que les hace temibles.
 

Identidad, finalmente.

La construcción de la identidad va mostrando así su más auténtico carácter: es construcción social de la identidad. Pero una construcción social irrenunciable para el individuo, una construcción en la que a éste le va la vida. Una construcción no contingente, sino necesaria. Como a menudo los términos nos juegan malas pasadas, convendra introducir una pequeña puntualización para ayudar a que se entienda mejor el asunto que ahora interesa subrayar. Ya sabemos que para una cierta filosofía, más o menos al uso en los últimos años, "necesidad" es, ciertamente, antipática palabra. Evoca leyes, normas, obligaciones impuestas desde fuera, ajenas o extrañas a la propia voluntad de los individuos. Remite al poder o al infortunio, cuando no a un designio de sometimiento. El tejido de necesidades que nos envuelve tiende a aparecer, si se acepta esta asociación, como la incomprensible filigrana del destino, o como la implacable y feroz trama de la fatalidad. "Deseo", por el contrario, es para ese mismo discurso el dulce nombre de nuestro apetito, el término con el que aludimos a nuestros anhelos, la palabra que señala el móvil más grato -aquél por el que emprendemos los senderos que conducen a la felicidad-.

Ambos órdenes de connotaciones, habitual en un cierto tipo de enfoques, tienen mucho de equívoco, como salta a la vista en cuanto ponemos aquellos términos en paralelo con otros, de diferente signo. Deberíamos estar prevenidos contra la tendencia a construir nuestro concepto de necesidades (y ya no digamos de necesidades básicas) a partir de necesidades fisiológicas tan perentorias como el hambre, la sed o el deseo sexual. Hay necesidades humanas que son tan básicas y fundamentales como ésta, pero pertenecen radicalmente al ámbito de lo social. Con otras palabras, el ámbito de las necesidades también es el lugar natural de los derechos, el territorio que los funda y constituye, los carga de significado y, consecuentemente, los humaniza. Porque necesidad es naturaleza, sí, pero naturaleza humana: probablemente la única de la que tiene aún sentido continuar hablando. Y para esa naturaleza humana la necesidad de reconocimiento es el hecho constitutivo. En este sentido, el hombre no existe antes que la sociedad y lo humano está fundado en lo interhumano. ´La realidad humana sólo puede ser social`; ´es necesario, por lo menos, ser dos para ser humano` (Hegel)",

Otra cita de autoridad para remachar el clavo. En su libro La vida en común. Ensayo de antropología general Todorov ha explicado esto muy bien: "Hay dos niveles de organización en nuestras ´pulsiones de vida`: uno que compartimos con todos los organismos vivos, satisfacción del hambre y la sed, búsqueda de sensaciones agradables; el otro, específicamente humano, que se funda en nuestra incomplétude originaria y en nuestra naturaleza social: es el de las relaciones entre individuos. Victor Hugo decía: ´Los animales viven, el hombre existe`; retomando esos términos podríamos llamar al primer nivel de organización el nivel del vivir, y al segundo el nivel del existir. (...) Tal vez el hombre vive en primer lugar en su propio cuerpo, pero sólo comienza a existir por la mirada del otro; sin existencia la vida se apaga. Todos nacemos dos veces: en la naturaleza y en la sociedad, a la vida y a la existencia; ambas son frágiles, pero los peligros que las amenazan no son los mismos".

Por supuesto que de ese proceso de constitución de la identidad -y del entramado de prácticas de reconocimiento que lo sostiene- podemos hacer una lectura restrictiva y aludir únicamente a esa intersubjetividad limitada (por ejemplo, a dos, como diría Hegel) que constituye la retícula básica de la vida cotidiana. Precisamente en ella podríamos encontrar un sinnúmero de ejemplificaciones de las diferentes formas en que la identidad circula, y de los conflictos a que da lugar. Pero, anticipémoslo, elijamos el ejemplo que elijamos, disponer de identidad es siempre una forma de estar en manos de los demás. No hay otra: ésa es la naturaleza de las cosas. Quien se empeñe en construirse una identidad no sancionada, sin tener en cuenta a ese Otro con mayúscula del que los psicoanalistas acostumbran a hablar, está abocado a la soledad más vacía, esto es, más conflictiva y desesperada. Porque la identidad es una forma de ser aceptados por los demás, en concreto por esos demás que más nos importan (5).

Probablemente buena parte de los problemas que se les plantean a los individuos derivan de una conciencia equivocada del proceso, de un convencimiento, a todas luces erróneo, de la soberanía del sujeto sobre su propia identidad. Como si, entre otras cosas, cada cual fuera haciendo y deshaciendo a voluntad en este terreno. Y así, cuando una pareja se reencuentra, tras una ruptura más o menos tormentosa, no es inusual que uno de ellos diga (o de entender) al otro: he cambiado mucho. Lo que es como afirmar: ya no soy el/la de entonces; los secretos que crees poseer de mí, carecen de valor: han caducado por completo. Es un error simétrico al de quien, efectivamente, creía poseer al otro por conocer sus más (presuntos) profundos secretos. Éste segundo también reacciona con desasosiego ante lo que aquél -el poseído, para entendernos- le anuncia como cambios radicales. Y si descubre que le había pasado completamente desapercibido un rasgo fundamental de la identidad de esa persona con la que vivió, reacciona con estupor angustiado y se pregunta: pero, ¿con quién estuve yo todo ese tiempo?

Continuando por esta vía -o sea, desgranando la casuística- nos encontraríamos, sin duda, con todas esas situaciones en las que la identidad puede llegar a operar como un auténtico encierro para el propio sujeto. Pero no equivoquemos el tiro apuntando fuera del blanco. Si la identidad es lo que hemos dicho, de ella no cabe predicar culpa alguna. El encierro no es la identidad, el encierro -Sartre me sabrá perdonar la broma- son los otros. Los padres que se empeñan en ver a sus hijos adultos como niños, negándose a aceptar que hayan crecido, o los hijos adultos que prohiben a sus padres que sean otra cosa que padres (oponiéndose con ferocidad, por poner un ejemplo bien frecuente, a que puedan cambiar de pareja): el bloqueo de la identidad circula en todas direcciones; no tiene un sentido privilegiado. Lo activan todos los que no están dispuestos a asumir la más mínima cuota de plasticidad en los otros, o quienes no aceptan la real complejidad de cualquier persona.

Pero esta dimensión intersubjetiva mínima, siendo importante, no debiera impedirnos percibir la escala mayor. La que se produce cuando la figura del Otro es la de la Sociedad. Cuando el asunto se plantea ahí, adquiere una trascendencia inusitada. O tal vez sea que muestra su más auténtica dimensión. Por enunciarlo con una cierta gravedad: no se me alcanza asunto de mayor importancia desde el punto de vista no sólo del pensamiento sino también de la vida" que éste de la identidad, entendida precisamente de la manera que hemos planteado. Tener identidad es existir socialmente -única forma de existir, como recordaba Todorov-. La identidad es la entidad que nos atribuyen los otros. No es una opción, sino un destino. Un destino que, es cierto, en ocasiones se torna carga, pero del que no podemos abdicar. Este carácter irrenunciable -espero haberlo destacado lo suficiente- no es un desideratum ético sino un imperativo de supervivencia. Uno puede, fugazmente, desear el alivio de esa carga ("me gustaría poder olvidar que yo soy yo", comienza el soneto de Santayana), pero sólo para poder retomarla más adelante con renovados bríos.

Tratar a un extranjero pobre como a un turista (al modo que hacía recientemente, con la torpeza que le caracteriza, el actual alcalde de Madrid para referirse al abandono temporal de su campamento por parte de un grupo de gitanos procedentes de Rumania) es mucho más que una estupidez: es una crueldad irritante. El turista quiere olvidarse temporalmente de su identidad: quiere descansar de ella. Por eso le resulta excitante en grado sumo tener aventuras en un país en el que no le conoce nadie. El extranjero (inmigrante, refugiado, desplazado), en cambio, aspira a que se le reconozca alguna identidad, por liviana que sea, porque entrevé que negar su realidad es la operación ontológica previa -la fundamentación, en definitiva- de su exclusión posterior. Alguien a quien no se le reconoce identidad está en la situación de mayor precariedad que somos capaces de pensar. Se le puede describir con bastante precisión con ese neologismo, abrupto pero expresivo, que cumple con eficacia la
función descalificadora para la que fué creado: es un inexistente.
 

Anexo. A título de puntualizaciones (6)

Sin duda que a esta propuesta le acompaña, inevitable, la sombra de un peligro (que ha ido siendo señalado de manera constante en nuestras reuniones), a saber, el peligro de esencializar la identidad. Y conviene advertir de que dicho peligro no se presenta únicamente bajo la vieja forma del esencialismo tradicional, metafísico, ahistórico, aquél que, por ejemplo, gustaba de asimilar la identidad a la viejas y gruesas categorías de la antropología filosófica tradicional (Hombre, Persona, y alguna otra), finalmente allegables en su contenido a la idea de la que todas ella provienen, la idea de alma. Curiosamente, muchas de las críticas desarrolladas en los últimos años a cualesquiera de estas nociones no han dado lugar a su definitiva desaparición, sino más bien a algo parecido a una multiplicación, a otra escala, de las mismas. En un cierto sentido -que habrá que matizar enseguida, para que la sorpresa no derive en malentendido- muchos de los procesos que más auge han cobrado últimamente en las sociedades occidentales avanzadas podrían interpretarse como una reaparición -tal vez sí: ya muy debilitada y venida a menos- de las viejas identidades.

Pero jibarizar la identidad (aunque sea para poder conjugarla en plural) comporta una actitud teórica muy poco radical, por más que se revista de un ropaje terminológico iconoclasta y provocador. Por el contrario, implica más bien permanecer en el interior del mismo esquema que, aparentemente, se declara criticar. Tal sería el caso de algunos de esos discursos que, en ocasiones utilizando el pretexto de la defensa del multiculturalismo (o del interculturalismo, o cualquiera que sea el término equivalente que en cada momento se vaya considerando el adecuado), o en ocasiones utilizando algún otro pretexto teórico-político, transitan apresuradamente de la reivindicación del derecho a la diferencia, a la afirmación, francamente ontologizante, de la existencia del diferente. En ese tránsito, se lleva a cabo una antropomorfización, una cosificación de lo que no es en realidad otra cosa que un rasgo, una determinación o característica, y que queda convertido, casi por arte de magia categorial, en esencia que colma por completo el contenido de la identidad.

En los últimos años hemos asistido a la generalización de un tipo de discursos que apelan a la edad, al género, a la nacionalidad, a la raza, a la religión, a la preferencia sexual, cuando no al consumo habitual de determinada sustancia, o incluso a alguna circunstancia particular (como cuando aquel periodista de un canal de TV argentino preguntaba a un posible damnificado por el desbordamiento del rio Paraná: "¿es Vd. un inundado?") para reivindicar la dudosa condición de diferente. Tal vez la inicial simpatía con la que ese tipo de propuestas fue recibido en su momento tenga que ver con un fantasma de nuestro pasado inmediato, el fantasma de la uniformización, de la homogeneización, propias de un capitalismo desarrollado y que parecían amenazar con el aplastamiento de toda diferencia.

Pero, como es obvio, ese hipotético efecto no deseable de la evolución última de nuestra sociedad no hace buena cualquier reacción frente al mismo. Resulta francamente dudoso que la señalada proliferación de identidades a la carta constituya la respuesta adecuada tanto a los peligros de la homogeneización como a cualesquiera otros, asimismo propios de nuestro tiempo. Antes bien al contrario, se puede pensar que algo tienen estas nuevas construcciones de identidades ad hoc, construidas a la medida y de acuerdo con una determinada situación, destinadas a promover y legitimar una determinada respuesta, pero incapaces -y eso sería lo grave- de hacer inteligible lo que ocurre y de colocar a los agentes ante su genuina responsabilidad (en cuanto agentes). Por eso, en el momento en que toca medirse con la efectiva complejidad de lo real y colocarse en el lugar del que no puede por menos que tomar decisiones, muchos de estos discursos se ven obligados a recurrir a la ayuda de términos o discursos complementarios, que aparentemente les aportan la dosis de razón que ellos por sí sólos se ven incapaces de alcanzar.

No otra cosa sucede con el reiterado empleo de términos como tolerancia o con la introducción de debates como el del relativismo. A menudo el discurso de la tolerancia ha jugado con la referida falacia, esto es, ha aceptado acríticamente aquella ontologización de las diferencias a la que hacíamos mención hace un momento. Al obrar así, estaba colocando la argumentación en un territorio, más que equivocado, directamente equívoco, y, en esa operación, traspasaba a los críticos de la tolerancia el pie forzado de justificar lo que en ningún caso a ellos les corresponde, al tiempo que rehuía plantear las cuestiones de fondo por las que no hay más remedio que pasar. Tal sería el caso de cuando se debate acerca del posible paternalismo que contiene el término. Puede haber un uso paternalista de la tolerancia, quien lo duda. Pero hay que decir que para que se dé tal uso, hace falta en primer lugar que demos por supuesta, si se me permite la abrupta expresión, una exterioridad ontológica, una situación en la que nos encontramos ante entidades esencialmente diversas entre sí. Frente a ello, la premisa que se está intentando deslizar es que tal vez dicho supuesto implique un abuso, y que acaso la tolerancia debiera predicarse de elementos de otro orden y rango.

Kofi Annan, secretario general de la ONU, iniciaba un artículo, publicado con ocasión del 50º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos ("Los derechos humanos, urdimbre de nuestras vidas", El País, jueves 10 de diciembre de 1998) con las palabras que, hace cerca de un siglo, le dirigió un esclavo de nacimiento a un bienintencionado antropólogo: "Sé que su intención es buena. Pero ya tengo lo que usted me quiere dar... Me quiere dar el derecho a ser hombre. Ese derecho lo adquirí al nacer. Usted, si es más fuerte, me puede impedir vivirlo, pero jamás me podrá dar algo que me pertenece". Pues bien, de manera parecida a la del antropólogo de la cita estaría actuando quien defendiera la tolerancia respecto a algún grupo de personas, sean éstas cuáles sean. No procede esa actitud desdeñosa y suficiente porque no hay la tal jerarquía que un tolerante así supone. No hay jerarquía sino igualdad, en concreto una igualdad en la dignidad -esa dignidad que habían empezado a teorizar, a tientas, autores como Manetti, Gelli, Pico de la Mirandola o Luís Vives en los albores de la Modernidad-.

Por eso la auténtica tolerancia (o, lo que es lo mismo, la tolerancia que hoy necesitamos) no es paternalista, ni implica que nos desentendamos, desdeñosamente, de los demás. Lo que ocurre es que respecto a esos demás, respecto a otras personas, probablemente genere más confusión que otra cosa intentar predicar el vínculo de la tolerancia. Como se ha dicho más de una vez, con una persona no se tiene que ser tolerante, sino respetuoso. Hay que ser tolerante con las actitudes, comportamientos o rasgos, con las diferencias en suma (que no convierten al portador, vale la pena reiterarlo, en un completo diferente, en un diferente de una sola pieza). La actitud que procede respecto a los otros es aquella que mejor incorpore determinados convencimientos. Y si uno de ellos es el de que somos radicalmente iguales, lo adecuado será adoptar la actitud que mejor se haga cargo de esta idea.

La igualdad es derecho a la diferencia, es decir, derecho a poseer una diferencia, no derecho a ser considerado un diferente, esto es, alguien especial, aparte, a quien no se le pudiera reclamar lo mismo que a los demás, o del que no se pudieran esperar las mismas cosas que, legítimamente, esperamos de todos. Probablemente en demasiadas ocasiones una cierta retórica -habrá que decirlo: pseudoradical- ha hecho que estas afirmaciones vinieran cargadas de connotaciones negativas, cuando la lectura adecuada debiera ser justamente la inversa. De hecho no hay idea más potente, más radical, que la idea de igualdad. De pocas cosas andamos más necesitados que de su reivindicación. Y, por supuesto, de pocas cosas andamos más sobrados que de coartadas para la desigualdad (como la que se esconde bajo ese argumento, de apariencia analítica y muy en circulación últimamente, según el cual la igualdad se nos dará por añadidura como efecto indirecto y no deseado de la búsqueda de la libertad, esto es, si cumplimos escrupulosamente el requisito de no mover un dedo por aproximarnos a un horizonte igualitario).

Pero habrá que dar los pasos que faltan -que conducen de nuevo, por cierto, a la cuestión de la identidad-. Si los demás nos importan es porque los percibimos próximos a nosotros, porque nos sentimos interesados en ellos, porque, en fin, compartimos elementos de una identidad común en cuanto personas. Los demás nunca están de más. Somos iguales con diferencias. Por eso, el perdonavidas no es realmente tolerante, aunque en ocasiones reclame para sí esa calificación. Para merecerla, le falta algo esencial: el convencimiento de que ese otro al que dice tolerar es para él, en un sentido importante, uno de los suyos. Ese es el elemento de verdad que contienen los planteamientos de quienes, como Manuel Delgado (con una formulación tal vez un punto provocadora) reivindican el derecho a la indiferencia.

La reivindicación, aunque su enunciado se preste al malentendido, debe inscribirse inequívocamente en la esfera del combate contra cualesquiera formas de exclusión. Como lo son para Delgado, por ejemplo, muchas de las aparentes apologías de la diferencia que acaban contribuyendo a difundir en la sociedad actitudes y comportamientos racistas, sólo que de un racismo menos agresivo que el de antaño, un racismo amable, folclórico, con rostro humano o de baja intensidad (como se prefiera llamarlo), pero racismo al fin. Frente a esto, la reivindicación alude al derecho a no ser objeto de un tratamiento especial, a ser considerado a todos los efectos un ciudadano como los demás ciudadanos -esto es, un titular de derechos en condiciones de igualdad frente a cualquier otro-.

¿Implica esto restar importancia a las diferencias o confundir igualdad con identidad? No es lo que se pretende, desde luego: ése es otro debate sobre el cual, además, poseemos ya abundante literatura -no habría más que pensar en los estudios sobre género, que tanto han proliferado en los últimos años-. Lo que se pretende es, más bien, advertir de algunos de los nuevos ropajes con los que tienden a revestirse en estos días algunos viejos discursos: llamar la atención, en suma, sobre el hecho, nuevo en cierto sentido, de que con demasiada frecuencia la atribución del rango de diferente constituye una coartada para la exclusión (cuando no para la autoexclusión). Así, por poner un ejemplo creo recordar que planteado por el propio Delgado, una noción como la de minoría étnica acostumbra a cumplir en la práctica la función de organizar jurídica y policialmente la marginación social y la mano de obra barata. La advertencia pasa por constatar hasta qué punto uno de los factores que más poderosamente contribuye a legitimar la desigualdad es precisamente una concepción equivocada -por su tamaño y por su naturaleza- de la identidad.

En el fondo, en la afirmación, aparentemente protocolaria, casi convencional, del carácter procesual de la construcción de la identidad se encuentra ya el antídoto para sus excesos. Porque si reconocemos nuestra condición compleja, heterogénea, histórica, muy difícilmente podremos a continuación proponer planteamientos que distingan, de forma tácita o implícita, entre identidades de primera e identidades de segunda. Se argumentará que apenas nadie se atreve a hacerlo hoy en día, pero valdría la pena analizar hasta qué punto determinados tratamientos de la problemática del choque cultural a menudo parecen operar con la figura de que el mencionado choque es como una batalla entre dos ejercitos, cada uno de los cuales está constituido por un contingente de individuos dotados de una identidad unívoca y homogénea. Conviene explicitar la idea de que nadie es de una pieza, lo que, aplicado a la problemática que ahora interesa, se traduce en la afirmación de que debemos pensar en la identidad como el escenario del conflicto, más que como un protagonista definido del mismo.

Hablar así, claro está, resulta inevitablemente sumario. En este tipo de asuntos lo propio -y prudente- es formular las cosas en términos de tendencia, entre otras razones porque las referidas situaciones de conflicto se dan en marcos extraordinariamente variados. Pero no sería bueno que el temor al simplismo nos condenara a una inacabable matización o, peor aún, a una inane ponderación que impidiera cualquier planteamiento mínimamente rotundo. Acaso fuera conveniente tender a un tipo de formulaciones que atendiera a las reales formas en que hoy se producen los procesos antes mencionados. Y de la misma manera que, veníamos a decir hace un momento, hoy todos somos multiculturales (lo que no significa en absoluto que haya dejado de haber problema, ni que éste haya perdido intensidad, sino únicamente que tiende a desplazarse hacia otro lugar: hacia nosotros mismos), así también tal vez conviniera reconsiderar la oportunidad de seguir utilizando términos como "etnocentrismo", o "eurocentrismo", en la medida en que puedan resultar anacrónicamente espaciales, geográficos. Acaso la única justificación para mantenerlos en circulación sea ya su utilidad, francamente residual, como recordatorio del origen, siempre que ello no se confunda con una real ubicación en un lugar u otro del planeta.

Al igual que Norte y Sur hace tiempo que dejaron de ser puntos cardinales para transformarse en conceptos cargados de valoraciones, así también los imparables procesos de globalización, o mundialización, de las diversas esferas de la actividad humana aconsejan poner en sordina términos como los recién indicados o, en todo caso, reservarlos para aquellas situaciones en las que todavía los conflictos se hallan íntimamente ligados al territorio -vgr., porque hay un problema en relación a la propiedad de la tierra, como sucede en la actualidad en algunos países de América Latina-. Fuera de tales casos -y habida cuenta de que la ocupación del planeta hace tiempo que se dió por concluida-, resulta dudosa la eficacia del mantenimiento de aquellos viejos rótulos. Enredarse en intentar dirimir cuán eurocéntrico pueda ser el discurso -por no hablar del modo de vida- del afroamericano instalado desde hace generaciones en los Estados Unidos de Norteamérica, del ciudadano alemán de origen turco, o cualquier otro caso análogo, no parece que sea el más fructífero planteamiento de la cosa.

Sí resultará fructífero, en cambio, un planteamiento que tome en consideración las realidades en presencia y que, a partir de ellas, sea capaz de describir adecuadamente las diferentes formas de conflicto. Para lo cual ya no sirve conformarse con la afirmación genérica -casi de principio- de que en un cierto sentido todos somos mestizos. Ni siquiera basta con sostener que las culturas mismas son mestizas. Ésos son puntos de partida válidos, pero insuficientes si no nos sirven para explicar, a continuación, cómo, a pesar de esa compartida condición mestiza, siguen produciéndose situaciones que juzgamos de todo punto inaceptables.

No hay respuestas simples para esta inquietud porque los problemas mismos que la generan no lo son. Tesis, unánimemente aceptadas hoy en todo tipo de ambientes intelectuales, como la de la creciente complejidad de lo real, son vinculantes, y generan efectos teóricos de largo alcance. Resultaría ciertamente erróneo poner todas estas problemáticas emergentes al servicio de una nueva homogeneización (culturalista, por así llamarla) o, peor aún, de un nuevo reduccionismo ontológico de lo social. El surgimiento de nuevos conflictos y la consiguiente aparición de nuevos actores con voluntad de transformarse en sujetos (esto es, en protagonistas de su propio destino) en ningún caso debiera servir para liquidar antiguas problemáticas ni para decretar la desaparición de viejos actores. Si acaso, convendría que sirviera precisamente para corregir algunos de los más graves errores heredados, así como para detectar las posibles situaciones inéditas.

La insistencia en los peligros de la exclusión no debiera hacerse al precio de olvidar o considerar menos graves otras realidades, como la de la explotación, la de la dominación o la de la opresión. Todas ellas deben ser pensadas como procesos -de naturaleza heterogénea: económica, política o sexual, u otra- que pueden darse simultáneamente, y cuya compleja articulación necesita ser analizada a la luz de las profundas transformaciones que en el mundo se han producido recientemente. Pero, comoquiera que sea, lo que ya puede afirmarse es que resultaría un empeño tan inútil como equivocado intentar convertir a alguno de esos nuevos actores sociales por separado, o de esos movimientos sociales, en el nuevo sujeto revolucionario, que pudiera acudir en sustitución de los derrotados en este último tramo de la historia.

Probablemente ninguno de ellos mantenga ya la expectiva de universalidad, tan característica de alguno de los viejos sujetos (sobre todo de los que se pretendían el sujeto revolucionario por excelencia), pero eso no debiera precipitarnos hacia una conclusión derrotista. Que ninguno de ellos quiera asumir en exclusiva la tarea de conducir a la humanidad por entero a un destino mejor no significa en absoluto que no esté interesado en la transformación global del estado de cosas existente.

Los nuevos sujetos, y sus nuevas identidades, sólo en apariencia son más débiles que los de antaño. En realidad, la afirmación antes enfatizada según la cual nadie es de una pieza, además de resultar más descriptiva de la auténtica realidad de los sujetos actuales, les permite a éstos asumir en mejores condiciones la propia complejidad de lo real. No se es únicamente mujer, o indígena, o trabajadora, o joven, o cualquier otro rasgo, sino todo eso al mismo tiempo, en una específica y cambiante articulación, generando sus propios efectos y siendo objeto diferenciado de las acciones ajenas. Por lo mismo, probablemente tampoco resulten demasiado acertadas afirmaciones del tipo "yo ante todo soy... (y aquí el rasgo que sea), y luego...": conservan todavía reminiscencias esencialistas, como si pudiera predeterminarse, al margen de la historia, qué aspecto de la propia identidad es más trascendental que otro. Tal vez fuera más acorde con lo que venimos diciendo, mantener que los diversos aspectos se ponen en un primer plano, reclamando su cuota de protagonismo. El pasado reciente nos ha proporcionado un muestrario suficiente de los errores a los que puede conducir una concepción rígidamente unívoca de la subjetividad, errores de los que convendría extraer la lección correspondiente: transformaciones económicas de signo progresista que han dejado intactas estructuras patriarcales, planteamientos aparentemente indigenistas que no tienen en cuenta profundos conflictos de clase, reivindicaciones feministas que se presentan casi como prepolíticas, etc.

Del otro lado, resultaría igualmente impropio contentarse con afirmar que el mundo en cuanto tal ha estallado en mil pedazos, que ha caducado de manera irreversible el lenguaje de las totalidades porque vivimos instalados, definitivamente, en la época del fragmento. Acaso ese lenguaje, de profundas connotaciones derrotistas, de lo que esté informando realmente es de nuestra dificultad para medirnos con las nuevas complejidades, con esos órdenes de sentido en cierto modo impensables hasta hace poco. Pero de ahí no se sigue en absoluto la imposibilidad, y mucho menos el sinsentido, de cualquier tipo de acción -incluyendo esa variante de la acción colectiva que es la acción política-. Lo que sí se sigue, claro está, es la necesidad de plantearla de acuerdo a los nuevos sujetos, las nuevas realidades y los nuevos objetivos.

Si hoy, por poner sólo un ejemplo (pero particularmente sangrante), tendemos a hablar tanto de la exclusión social como del nuevo peligro que nos acecha es, entre otros motivos, porque en muchos países la combinación de desarrollo tecnológico, con la inevitable secuela de destrucción masiva de puestos de trabajo, y de determinadas políticas neoliberales está provocando que amplios sectores de la población se vean arrojados a territorios de marginalidad. El fenómeno tiene algo de inédito en más de un sentido. Por un lado, el empeño por mercantilizar todas los relaciones sociales, no está respetando ámbitos que, en el discurso liberal tradicional de autores como Stuart Mill, debían mantenerse a salvo del mercado precisamente como garantía del más eficaz funcionamiento del mismo. Por otro, la desmesurada magnitud que ha alcanzado la exclusión social desborda con mucho el ámbito de lo que Marx llamaba el lumpenproletariado, cuya función reguladora del mercado limitaba en cierto modo su importancia. Ahora nos hallamos ante un fenómeno de tal trascendencia que algunos autores (en concreto, Viviane Forrester) han acuñado el concepto de horror económico para designar los padecimientos de esa parte de la población mundial que está en condiciones de marginalidad. Habría -sería la idea que empieza a ganar terreno- algo aún peor que la explotación del hombre por el hombre: la falta de explotación, el hecho cruel de que el conjunto de los seres humanos sea considerado superfluo (por falta de trabajo). Crece así un nuevo temor: pasar de la explotación a la exclusión.

Esta situación repercute en los diferentes sectores sociales de una forma no siempre idéntica a como lo hubiera hecho antaño en circunstancias análogas, y a esa distinta repercusión es a la que urge hacer frente. En algunos países de América Latina, pongamos por caso, los mencionados procesos de mercantilización (por estas otras latitudes llamada privatización) está golpeando con especial dureza a la población indígena, poniéndola en el umbral mismo de la extinción. En otros, en cambio, el enquistamiento de las situaciones de conflicto bélico está obligando a que las mujeres se vean forzadas a tener que asumir (de nuevo) por completo todas las cargas del núcleo familiar, desde las propiamente domésticas a las económicas, pasando por la educación de los hijos y alguna otra, dando lugar de esta forma a procesos que algunos han denominado de feminización de la pobreza, etc.

No se trata de desplazar el registro del presente texto hacia concretas cuestiones de orden político o socio-económico: se correría el riesgo de que la (muy probable) insuficiencia de las descripciones y algún que otro análisis desacertado dañara innecesariamente unas hipótesis que se sostienen sin esa ayuda. Lo que se está intentando es llamar la atención sobre el alcance y el signo de una tendencia, y la consiguiente necesidad de modificar determinadas categorías y enfoques. Así, recuperando el eje de nuestro interés, la afirmación del carácter móvil, plástico, abierto, de la identidad no debe entenderse como una conclusión última más allá de la cual ya nada pueda ser dicho. Antes bien al contrario, debiera representa un renovado punto de partida desde el que empezar a plantearse de otra manera las cuestiones que hoy más nos apremian.

La tesis de que la identidad -toda identidad, claro está- es una construcción no debiera en ningún caso abocarnos a una conclusión pesimista, sino más bien al contrario. De afirmar nuestra condición de productos -incluso de artificios, si se quiere radicalizar la expresión- no se sigue una consideración desdeñosamente peyorativa hacia los sujetos y sus identidades, sino un registro de todo otro signo. Porque el contenido de la afirmación implica también que está en nuestras manos, con todas las mediaciones y matices que se quiera, determinar el carácter autónomo o heterónomo de la construcción. Saber de la condición de producto de nuestra identidad constituye, realmente, una interpelación, que nos fuerza a resolver si queremos participar o no es dicha producción, y de qué manera.

Aquellas propuestas, tan programáticas, de los pensadores renacentistas acerca de la dignidad humana tal vez conserven la validez de la intuición certera -ese fogonazo que, por un momento, nos permite percibir con nitidez contornos y perfiles-, pero deben ser traídas a nuestras condiciones actuales para que nos hagan saber el preciso contenido de verdad que todavía albergan. Podemos, si se quiere, continuar aceptando con los mencionados autores que la dignidad del hombre reside en su libertad, entendida ésta como el poder de forjar su propio ser, siempre que no hagamos de dicha idea una interpretación esencialista, como si cada cual dispusiera de un preexistente él mismo en germen, que pudiera llegar a ser realidad simplemente a base de proponérselo.

Para nosotros hoy se ha convertido en un lugar común la observación de que el poder de forjar el propio ser requiere condiciones materiales, objetivas: de otro modo, todo lo anterior no pasa de ser mero flatus vocis o, peor aún, consoladora y engañosa ideología. Con otras palabras, la idea de dignidad humana sirve, tiene eficacia colectiva, si contribuye al surgimiento de políticas de igualdad. Pero si la igualdad en la dignidad significa igualdad en el derecho a ser, dichas políticas, además de contribuir a intentar hacer real el viejo sueño de que los hombres diseñen sus propios fines conforme a sus preferencias, debieran también tutelar el ejercicio de ese derecho. Porque la libertad, precisamente por serlo, da lugar a las diferencias.

La sociedad, claro está, debe ofrecer las condiciones para que cada cual desarrolle su inalienable capacidad de elegir los propios fines y determinar el propio plan de vida, entre otras razones porque tales tareas sólo son posibles dentro de una sociedad y una cultura determinadas. A esto, tal y como ha propuesto Luís Villoro, se le puede denominar derecho a la pertenencia, y no cabe respecto a él reserva alguna si se le entiende como derecho a la no exclusión. Pero debiera subrayarse que constituye un derecho, y no una obligación, máxime a la vista de algunas formas de entender la identidad colectiva que proliferan últimamente y que parecen proponer un calidad de vínculos entre los individuos y el grupo tan ferrea que se podría llegar a pensar que son vínculos de obligado cumplimiento por parte del individuo. No sentirse perteneciente al grupo, la patria, la nación o la cultura en todos los extremos y de la forma en que los poderes correspondientes determinan se ha convertido en muchos lugares en la antesala de otra forma de exclusión. El derecho a la pertenencia forma parte de un derecho, si se quiere mayor, a la propia identidad. Y si se acaba de decir que esa identidad se construye, habrá que añadir a continuación que cada cual la construye ejercitando su libertad, lo que también significa resolviendo cuáles son sus diferentes esferas de pertenencia.

La cohesión no puede ser el nuevo rótulo para reintroducir una ya indefendible uniformidad social. La constelación de los diversos ámbitos que constituyen la vida humana (el trabajo, los afectos, las creencias religiosas, la política...) hace tiempo que estalló, y ese estallido no tiene camino de vuelta. Podríamos aludir a Baudelaire, Benjamin o a tantos episodios de esta Modernidad tardía para mostrar el carácter irreversible del proceso o las diferentes formas en que, en nuestras grandes ciudades, los individuos han asumido en su propio ser la fragmentación de la vieja unidad de su vida y la completa exterioridad en que han quedado los fragmentos.

Si de defender la cohesión se trata -porque estemos de acuerdo en que hay que oponerse a cualquier forma de exclusión-, habrá que decir que no hay mejor forma de plantear la cohesión social que aceptando lo que Havel ha llamado las diferentes esferas de pertenencia del individuo (desde la más privada a la más cosmopolita, pasando por la de la ciudad, el país o la nación-Estado). Sin que esas esferas tengan que mantener necesariamente ningún dibujo previo o forma alguna de armonía preestablecida (como hubiera podido ser en su momento en la sociedad norteamericana el modelo WASP o, en un plano más general, la triada blanco-varón-adulto como definición de "hombre"). Podemos volver a nuestra anterior afirmación según la cual nadie es de una pieza y añadir ahora que tal vez el mejor de los mundos posibles sería aquél en el que tuviésemos en nuestras manos la posibilidad de disponer las múltiples piezas de que estamos compuestos en el orden que decidiéramos (o nos sintiéramos en condiciones de soportar).
 

Notas

1. El presente texto fue presentado para su discusión en el Seminario sobre Inmigración que tiene lugar en el Centre de Cultura Contemporánia de Barcelona.

2. En una línea distinta, pero que plantea igualmente el problema del valor de la libertad para los desposeídos, vid. el importante libro de Partha Dasgupta An Inquiry into Well-Being and Destitution, Oxford, Clarendon Press, 1993. El autor resumió las tesis de su libro en las tres conferencias Gaston Eyskens, pronunciadas en la Universidad de Lovaina en 1999 (en prensa en Paidós).

3. De la misma forma que, en el ámbito más amplio, se puede afirmar que uno se sabe ciudadano del mundo, pero difícilmente se siente ciudadano del mundo.

4. Evito introducir aquí el papel de refuerzo que para esos propósitos juegan determinadas narraciones históricas, porque por esa vía terminaríamos alejándonos de lo en este momento importa (al margen de que de ese orden de cuestiones nos hemos ocupado sobradamente en otros lugares). Pero al menos una puntualización merece ser introducida. Los tiempos en la historia son largos y lentos. En nuestra memoria colectiva permanecen, como heridas abiertas, los agravios sufridos (¿hay alguien que no tenga una humillación por evocar?). Pero de esta constatación se desprende una conclusión análoga y complementaria a lo que se acaba de plantear en el texto. Precisamente por lo hemos señalado, urge la pedagogía de lo nuevo, de aquello que no podemos alimentar a base de recuerdos. Lo fácil es regresar, una y otra vez, a los relatos acordados, a los mitos fundacionales, aunque sean mentira. Pero esta autocomplacencia en lo que nos gustaría pensar que fuimos, lejos de permitirnos avanzar, se está convirtiendo, día a día, como la realidad se encarga de recordarnos a cada paso, en el mayor de los obstáculos.

5. En análoga línea, Cornel West ("The Black Intellectual", Cultural Critique, otoño 1985) ha propuesto la siguiente consideración acerca de la identidad: "La forma en que construyes tu identidad se basa en la forma en que construyes tu deseo y concibes la muerte: el deseo de ser reconocido, el ansia de obtener visibilidad, lo que Edward Said llamaría la afiliación. Es el anhelo de pertenecer, una necesidad profunda y visceral [...] al hablar de identidad tenemos que empezar por estudiar las diversas formas en que los seres humanos han construido su deseo de reconocimiento, asociación y protección a lo largo del tiempo y el espacio, y siempre en unas circunstancias que ellos no han elegido".

6. Las observaciones que siguen están extraídas, con algunas modificaciones sin excesiva importancia, de mi texto Hacerse cargo (Barcelona, Paidós, 1999). Las incorporo aquí porque creo que pueden ayudar a comprender algunas de las afirmaciones precedentes.
 

© Copyright: Manuel Cruz. 2001
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