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Scripta Nova.
 Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales.
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9788] 
Nº 94 (32), 1 de agosto de 2001

MIGRACIÓN Y CAMBIO SOCIAL

Número extraordinario dedicado al III Coloquio Internacional de Geocrítica (Actas del Coloquio)

CIUDADANÍA E INMIGRACIÓN

José Manuel Bermudo
Universidad de Barcelona

"Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años,
puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de
bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros,
de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente
laberinto de líneas traza la imagen de su cara" (Jorge Luis Borges)

Ciudadanía e inmigración (Resumen)

El debate clásico sobre la ciudadanía suele situarse en un escenario cerrado (el estado) y centrarse en su cualidad (derechos que contiene) y su diferenciación interna (tipos de ciudadanos que distingue). Normalmente no se pone en duda ese escenario, de tal manera que la ciudadanía se considera un bien particular de un estado a repartir, más o menos igualitariamente, entre sus miembros. La determinación de éstos, es decir, la pertenencia, se considera un privilegio del estado, que así protege al nosotros que lo constituye. En este artículo, en cambio, argumentamos que la ciudadanía no puede ser tomada como fuente de derechos, sino como un derecho del hombre. Derecho que no es hoy un mero ideal, sino cuestión de justicia, pues si la ciudadanía se piensa como un bien éste debe ser distribuido en el único escenario que la justicia puede asumir actualmente: un ámbito mundial, abierto a todos, pues en una economía mundializada, en que la producción y el reparto de la riqueza y la pobreza es efecto de la totalidad, sólo tiene sentido una justicia distributiva a nivel mundial y, por tanto, una ciudadanía universal.

Palabras clave: ciudadanía / inmigración/ derechos de los ciudadanos


Citizenship and immigration (Summary)

The classical debate around the citizenship is usually placed within a closed scenery (the state), paying special attention to its qualities (its rights) and its internal differentiation (kinds of citizens it distinguishes). That scenery is usually not questioned, so that the citizenship is considered a particular good of state to be divided among its members in a more or less egalitarian way. Their determination, that is, their belonging, is considered a privilege of the state, which thus protects the us constituting it. Instead, in this article we claim that citizenship may not be taken as the source of rights but as a right of men. Nowadays, such a right is not just a simple ideal but also a matter of justice, as if citizenship is thought as a good, that right has to be distributed within the only scenery which justice can assume at present: at a world-wide level, open to everybody. Within a globalized economy, where the production and the distribution of wealth and poverty is the effect of the totality, just a distributive justice at a world-wide level makes sense and, therefore, also a universal citizenship.

Key words: citizenship / immigration / rights of citizens


El debate contemporáneo sobre la ciudadanía, extenso e intenso (1), suele plantearse en el escenario del ideal político. En el mismo, el título de ciudadanía, el estatus que describe o propone, alude a los privilegios que adornan o deben adornar la vida digna de un hombre. Y esos privilegios, en nuestras democracias liberales, tienden a reducirse a un repertorio de derechos. En una ponencia presentada recientemente en un Seminario de Filosofía Política, Javier Peña afirmaba en un intento de acotar la idea de ciudadanía: "A mi juicio, las notas más destacadas del concepto de ciudadanía son participación, derechos y pertenencia. Un ciudadano es alguien que pertenece plenamente a la comunidad (no es un extranjero, ni un mero residente), que tiene en virtud de ello ciertos derechos (y los deberes correspondientes), y que de algún modo toma parte en la vida pública. Es el modo en que se conjugan y la importancia relativa que en un momento dado o en un discurso se atribuye a uno u otro lo que determina la idea de ciudadanía que se mantiene en cada caso" (2). Poner en el mismo nivel -como contenidos de la ciudadanía- la pertenencia, los derechos y la participación, nos parece un error conceptual que tiene efectos relevantes; y uno de ellos es, precisamente, el poder dejar de lado la pertenencia para centrarse en los otros dos contenidos, los derechos y la participación, cosa que asume explícitamente Javier Peña en su ponencia, pero que se repite igualmente en las demás ponencias del Seminario y, en gran medida, en el debate general sobre el tema.

La ciudadanía y el ideal político

La consecuencia más inmediata de ese olvido de la pertenencia es pensar la ciudadanía desde su cualidad, como un repertorio de derechos, de los meramente pasivos a los políticos, cuyo progresivo y ampliado disfrute compone la figura del buen ciudadano (3). En su pleno desarrollo, que se conquista a lo largo de la historia, la ciudadanía constituiría un ideal de vida política, el rostro del buen ciudadano, que además de sujeto de derechos es sujeto que participa en la construcción de la ciudad. La ciudadanía, en este enfoque, es un ideal que representa al individuo propietario de un cada vez más amplio repertorio de privilegios o derechos que la comunidad política ha de garantizar a sus miembros.

La tesis de Marshall

La idea de la ciudadanía como ideal político, de fuerte arraigo liberal, debe mucho a las influyentes tesis de T.H. Marshall, difundidas por el pensamiento neoliberal conservador contemporáneo (4). Definen una idea de ciudadanía como repertorio de derechos que ponen la igualdad formal suficiente sin cuestionar la desigualdad real, que corrigen ciertas perversiones del mercado sin afectar su esencia y para garantizar su existencia. Pero la influencia de esta teoría va más allá -o más acá- del pensamiento conservador y autoritario y se filtra y contagia el progresista. Por eso intentaremos resituarla para, desde ella, construir una alternativa.

La tesis de T.H. Marshall sobre la ciudadanía es, no hay que olvidarlo, una respuesta a la tesis sostenida por Alfred Marshall en The future of working classes(5), en 1873. Este pensador liberal defendía que la igualdad que aportaba la ciudadanía, la pertenencia plena a una comunidad, era suficiente para legitimar ésta, justificando así otro tipo de desigualdades, como las de clase. T. H. Marschall en Ciudadanía y clase social (1950) entiende que esa idea sigue vigente en lo fundamental, que la sociedad actual sigue aceptando la suficiencia de la igualdad aportada por la ciudadanía, compatible con múltiples y fuertes desigualdades reales, especialmente tras haber sido ésta enriquecida con una larga lista de derechos (6). Para la defensa de su tesis elabora una idea de ciudadanía que tendrá gran incidencia, distinguiendo en la misma tres elementos, que en conjunto constituyen su contenido: el elemento civil, compuesto por "los derechos necesarios para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia" (7); el elemento político, cuyo contenido es "el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de sus miembros" (8); y el elemento social, que abarca un amplio espectro de derechos, desde "el derecho a la seguridad y a un mínimo de bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a estándares predominantes en la sociedad" (9).

La ciudadanía plena es puesta como el ideal político liberal, realizable en el tiempo, a medida que los individuos vayan ganando competencias, a medida que conquisten la "pertenencia plena". Se supone, por tanto, un escenario nacional, en el que todos gozan de la ciudadanía (mínima), de la pertenencia (mínima). Le preocupa sólo el desarrollo de esa ciudadanía, que irá introduciendo elementos de igualdad; la ciudadanía plena, máxima generalización de los derechos, significa la máxima igualdad contemplada en el ideal, compatible con otras muchas formas de desigualdad ante las que dicho ideal es insensible. Por tanto, la concepción de T.H. Marshall de la ciudadanía o plena pertenencia a una comunidad se reduce a un repertorio de derechos, pero la misma ciudadanía no es un derecho previo a la comunidad, no es un derecho del hombre; en rigor, ni siquiera es un derecho de los miembros de la comunidad, pues la pertenencia a la misma no garantiza la ciudadanía plena, que queda como ideal a conquistar.

Para T.H. Marshall la ciudadanía es "aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad" (10), lo que no excluye la desigualdad de estatus, la presencia de miembros sin plenos derechos. En rigor, funciona como un estatus ideal a conseguir por los miembros del estado. Es un título que iguala a sus beneficiarios en derechos y obligaciones; pero un título que se conquista y se rellena progresivamente de contenido. Y, sobre todo, una institución no sólo insensible a la desigualdad sino que excluye la igualdad real: "su evolución -dice Marshall- coincide con el auge del capitalismo, que no es un sistema de igualdad, sino de desigualdad" La ciudadanía, pues, desarrolla un tipo de igualdad compatible con otros tipos de desigualdad, en una relación compleja con ellos; pone un tipo de igualdad en un modelo ideal antiigualitario. Su legitimación, aunque pueda parecer paradójico, reside en su función integradora de lo desigual, pues tiende un lazo solidario y de identidad por encima de la desigualdad que tolera y supone. Frente al sentimiento, el parentesco, la ficción de una descendencia común, en definitiva, los vínculos etnoculturales que constituyen el lazo de unión de la comunidad (Gemeinschaft), lo que Durkhein llamaba "solidaridad mecánica", la ciudadanía pasa a ser un elemento de la "solidaridad orgánica", propio de sociedades mercantiles y, en especial, capitalistas: "La ciudadanía requiere otro vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado en la lealtad a una civilización como patrimonio común. Es una lealtad de hombre libres, dotados de derechos y protegidos por un derecho común" (11).

La ciudadanía, para T.H. Marshall, acaba por identificarse con el ideal liberal de sociedad política. No es un derecho del hombre; al contrario, ella misma en su institución histórica y concreta define el cuadro de derechos que se conceden a los distintos tipos de hombres, según pertenezcan o no a la comunidad política y según el tipo de pertenencia o lugar que ocupan en ésta. Tampoco es la ciudadanía una cuestión de justicia; al contrario, ella misma contiene en su repertorio el derecho a la justicia, que no significa derecho a un trato justo en un escenario universalista, del hombre como ciudadano del mundo, sino que "se trata del derecho a defender y hacer valer el conjunto de los derechos de una persona en igualdad con los demás, mediante los debidos procedimientos legales" (12). Se trata de un estatus, de una condición, que pone los límites a la distribución de derecho, excluyendo a los extraños a la comunidad y diferenciando en su seno. Es bien cierto, como señala T.H. Marshall, que a lo largo del siglo XX se ha conseguido una distribución igualitaria de la ciudadanía en el interior de los estados capitalistas, al margen de las diferencias reales de clase o de género; pero no es menos cierto, primero, que el repertorio ampliado de derechos no ha logrado igualar las profundas diferencias reales; segundo, que los "éxitos" de la extensión de la ciudadanía no han afectado, si no es negativamente, a la idea de una ciudadanía mundial, es decir, a una distribución mundializada de los derechos y los bienes.

La tesis de Bottomore

Algunas de estas críticas las ha abordado Tom Bottomore en su ensayo Ciudadanía y clase social, cuarenta años después (13); comentaremos brevemente las que se refieren al escenario de representación. Para Bottomore "la ciudadanía plantea un conjunto de interrogantes que deberíamos examinar en un marco mucho más amplio, hasta el punto de que lo más adecuado sería hacerlo a escala mundial" (14). Y, en esta perspectiva, la ciudadanía aparece en el presente por primera vez como problema o, al menos, como problema con características peculiares. Para Bottomore la nueva problemática es fruto de la guerra, en rigor, de las condiciones socioeconómicas de la postguerra, con el desplazamiento de millones de trabajadores de sus países de origen y con el endurecimiento de las exigencias para acceder a la ciudadanía formal(15) ; el efecto inmediato se concreta en la aparición de muchos y numerosos núcleos residentes extranjeros legales, lo que los alemanes llamaban "trabajadores invitados", fruto de la internacionalización del empleo y de la producción; y, como consecuencia política, surgen problemas para distinguir y fijar las condiciones y rasgos de dos figuras próximas pero inconfundibles: la "residencia", que es una primera e incompleta forma de pertenencia, y la "ciudadanía", o forma plena. La distinción da entrada a la sospecha de que tal vez "el Estado-nación no sea el único o principal espacio donde localizar esta última en el sentido sustantivo" (16). ¿Qué implica este cuestionamiento del escenario de representación, pasando del nacional al mundializado?. Ni más ni menos que la necesidad de plantearse "si los derechos de los ciudadanos son derechos humanos que conciernen a los individuos en tanto que miembros de una comunidad, al margen de su pertenencia formal a un Estado-nación" (17).

Notemos que Bottomore no plantea abierta y radicalmente la cuestión de si la ciudadanía es un derecho del hombre. Su planteamiento es más matizado y prudente. Viene a decirnos que, por una parte, la nueva situación económica refuerza el interés por la ciudadanía formal, es decir, por la pertenencia legal a un estado-nación. Puesto que esta ciudadanía formal o legal garantiza el acceso a los derechos, será un objetivo inmediato de quienes antes se contentaban con el permiso de residencia (que era una especie de ciudadanía limitada). Por otra parte, siguiendo las tesis de W. R. Burbaker, señala figuras del permiso de residencia ("no ciudadanos privilegiados") y de doble nacionalidad que relativizan la importancia de la ciudadanía formal a costa de la ciudadanía efectiva. De todas formas, lo cierto es que "los derechos civiles y sociales, e incluso los políticos, con ciertas limitaciones, se garantizan cada vez con más facilidad a los que viven y trabajan (o están jubilados) en un determinado país, al margen de su ciudadanía nacional. La ciudadanía formal pierde peso, o al menos urgencia, ante el problema real de la ciudadanía sustantiva.

Ahora bien, el tono descriptivista y sociologizante de Bottomore, aunque con una carga normativa ausente en Marshall, le impide llegar al fondo del problema: el reconocimiento del acercamiento pragmático entre ciudadanía formal y sustantiva no debe silenciar la legitimidad de plantearnos la ciudadanía como un derecho universal del hombre, como una cuestión de justicia. La teoría de la ciudadanía de Marshall, como la de Bottomore, están afectadas por su orientación a la construcción del ideal político, sea éste pensado de forma ideal o con realismo posibilista, sea definido en claves liberales o socialdemócratas. Por eso valoran la ciudadanía por su contenido, por los derechos que incluye y por su reparto entre los miembros de la comunidad. Nuestro propósito, en cambio, es cambiar de espacio de representación: pensarla como derecho del hombre, como cuestión de justicia universal (18).

La ciudadanía y la teoría de la justicia.

Cambio de escenario

Sin menospreciar el debate sobre la cualidad de la ciudadanía, es decir, sobre los derechos que incluye y su distribución en el seno de un estado, entendemos que la situación ha cambiado y el orden de los problemas se ha invertido. Decimos, primero, que la situación ha cambiado: en el mundo actual es ingenuo, cuando no inmoral, plantearse los problemas de la justicia -y el de la ciudadanía es hoy el principal problema de la justicia, pues establece el límite de quienes son acreedores de ella frente a quienes sólo son objetos de caridad- en el marco de los Estados, como si su producto a distribuir justamente fuera ajeno a lo que hay más allá de sus fronteras; segundo, que hay una nueva jerarquía de problemas: las deficiencias en cuanto a la realización del ideal del ciudadano en nuestras democracias parecen insignificantes al lado del dramatismo con que se están presentando los problemas de la inmigración.

Hoy hay pocos problemas sociales -tanto políticos y económicos como morales y culturales- tan apremiantes, inaplazables y determinantes como el de los fuertes flujos migratorios desencadenados en la última década y que no parecen tener fin. Y entre el repertorio de problemas que ese ya inevitable mundo globalizado plantea a la idea de justicia, el más determinante y urgente es el de repensar la ciudadanía. Ésta ya no puede ser pensada descriptivamente como un estatus o condición de pertenencia a una comunidad que da derechos y, entre ellos, a un trato justo en su seno; por tanto, como una determinación exterior del ámbito de la justicia; hay en cambio buenos argumentos para pensarla como un derecho o, al menos, como un bien objeto de distribución justa.

En este sentido, es urgente plantear el silenciado rostro feo de la ciudadanía, su función de clausura, de separación, de exclusión, de diferenciación, de oposición, de injusta distribución. Hay que criticar la ingenua creencia de pensar como obvio el derecho a constituir un nosotros desde el que expulsar a los otros; hay que revelar la oposición nosotros/ellos cultural o político con que legitimamos la exclusión como forma enmascarada de la inquietante distinción amigo/enemigo de C. Schmitt. Hay que lanzar sombras sobre la ciega creencia en al legitimidad de la apropiación colectiva por un Estado de un territorio, sus riquezas, su cultura, su paz y su libertad, al menos las mismas sombras que se han proyectado sobre la apropiación privada de los medios de producción.

Todo esto se resume, a mi entender, en aparcar la reflexión sobre la ciudadanía en el escenario del ideal político y desplazarla al escenario de la justicia. Es decir, pensar la ciudadanía no como una fuente de derechos sino como uno, el más fundamental, de los derechos. Por tanto, una cuestión en la que no se debe poner en primer plano el bien (su bienestar, su felicidad, su identidad, su cultura, sus derechos) de los individuos o los Estados, sino las relaciones de justicia entre ellos, en línea con la tesis de J. Rawls de "prioridad de la justicia sobre el bien" (19).

Pero no basta con este desplazamiento del escenario de reflexión, desde el ideal político a la justicia, desde la ciudadanía como una condición a la ciudadanía como un derecho. Al mismo tiempo hay que situar la justicia en un escenario mundial, es decir, asumir la perspectiva de lo que suele llamarse "justicia internacional" (20). Ya no podemos encerrar la justicia en la regulación de la distribución interna a cada estado, como si los bienes a distribuir nada tuvieran que ver con lo que pasa más allá de las fronteras. Hoy más que nunca la justicia requiere el mundo como su universo adecuado de aplicación. Es una contradicción afirmar la mundialización de la economía como un dato al tiempo que secuestramos la justicia en las fronteras políticas.

Estos dos criterios de justicia (su prioridad sobre el bien y la dimensión mundial de su universo) nos ayudan a conceptualizar la ciudadanía como contenido de la misma: la ciudadanía, por un lado, tiene prioridad respecto a cualquier bien (nuestra economía, nuestra cultura o nuestros dioses); más aún, es inconmensurable con cualquier bien; por otro, no se aplica sólo en el interior de un estado -distribuyendo allí derechos y privilegios- sino en un marco que transciende las fronteras. Son las dos condiciones teóricas de un nuevo discurso sobre la ciudadanía.

Distribución de la pertenencia

Michael Walzer (21) ha abordado su reflexión sobre la ciudadanía en un texto destinado a hablar de la justicia, llegando a afirmar que la ciudadanía es hoy la gran cuestión de la justicia; su planteamiento presenta el atractivo añadido de situar la justicia en las coordenadas de la internacionalización. No sólo plantea la ciudadanía como cuestión de justicia, sino que confronta los dos universos de la misma en disputa: el clásico de la comunidad política y el más reciente que exige una perspectiva mundial. Este interesante planteamiento, no obstante, se verá afectado por su tendencia a privilegiar lamirada comunitaria, estatal, respecto a la mirada internacional sobre la justicia, lo que a nuestro entender le aleja de una solución satisfactoria.

Walzer concede que el mundo es, y debe ser hoy, el horizonte distributivo, el referente de reflexión de una justicia distributiva; considera ceguera o mala fe hacer abstracción de la mundialización del intercambio -y la justicia trata de regular la distribución. Por otra parte, entiende que la ciudadanía es un bien y que, como tal, debe distribuirse de acuerdo con criterios de justicia; más aún, Walzer considera la ciudadanía un bien básico, lo cual exige su distribución igualitaria. Ambos presupuestos, un escenario de la justicia mundializado y una idea de la ciudadanía como bien, deberían conducir a la defensa de una ciudadanía universal, es decir, de un reparto igualitario del bien de la ciudadanía, como cualquier otro bien del mundo.

Pero, sea por la carga ideológica liberal, que empuja a sustituir la igualdad por el mérito como criterio de justicia, sea por su militancia filosófica comunitarista, que le lleva a negar cualquier criterio racional universal, Walzer aceptará que la distribución justa quede afectada por determinaciones extrínsecas y exteriores a la justicia, al tomar como referente axiológico la comunidad política. Así, el escenario deja de ser un mundo poblado de individuos abstracto (verdadero punto de vista mundial) para ser un mundo dividido en comunidades políticas que, a su vez, están constituidas por individuos entre los que existen poderosos vínculos de identidad etnoculturales e históricos. La ciudadanía queda como un bien a distribuir mundialmente entre los individuos, pero por la mediación de la comunidad política, que gestiona su contenido, usos y límites.

El argumento más convincente para defender este escenario -y el más falaz- es el positivista: "así sin las cosas desde siempre". Para reforzarlo se añaden dosis de naturalismo: son así no por contingencia, sino por naturaleza, y lo natural es bueno, es referente del valor. No le resulta difícil a Walzer argumentar una cuestión de hecho, pues la comunidad política ejerce aún una poderosa mediación en la distribución en el mundo de bienes y esfuerzos, de privilegios y castigos. Dice textualmente: "los bienes sociales son compartidos, divididos e intercambiados a través de fronteras políticas". Reconoce, claro está, que "las cosas son movidas y la gente se mueve de aquí para allá atravesando las demarcaciones territoriales"; pero, no obstante, persistirá en remarcar que "la comunidad política es el entorno adecuado a esta empresa (de definir la justicia)" (22). Para Walzer, por tanto, el escenario apropiado para tratar la justicia es la idea de un mundo dividido en comunidades políticas; mantiene una perspectiva mundial, pero reconoce a las comunidades políticas un peso determinante en la definición de lo justo y lo injusto; y, en el tema que nos preocupa, otorga a las comunidades la legitimación de los criterios de distribución "justa" de la ciudadanía.

Bien mirado, lo que está en el fondo del debate es el estatus de moralidad que se reconoce a la pertenencia. Es una cuestión fáctica incuestionable que los individuos viven en el mundo adscritos a comunidades; pero es una cuestión moral el significado a otorgar a dicha adscripción o pertenencia, ponerla o no como fuente de derechos. Todo, pues, se juega en el escenario de representación elegido, que apenas logra esconder la opción de valor, la voluntad (de poder) a la que sirve. Walzer reconoce que hay otros escenarios de representación posible, como los por él denominados "liberalismo global" y "socialismo global", dos figuras del universalismo, que hacen abstracción de las determinaciones étnicas e históricas y sitúan la reflexión sobre la justicia en un mundo sin pertenencias o adscripciones: "Podríamos optar -nos dice- por un mundo sin significados particulares ni comunidades políticas, donde nadie fuera miembro o donde cada uno perteneciera a un único Estado global. Ambas son formas de la igualdad simple respecto a la pertenencia. Si todos los seres humanos fueran extraños entre sí, si todos los encuentros tuvieran lugar en el mar o en el desierto o en algún lugar junto al camino, entonces no habría pertenencia alguna para ser distribuida. La política de admisiones no sería tema alguno. Dónde, cómo y con quién viviríamos, dependerían primero de nuestros deseos individuales y más tarde de nuestras relaciones personales y de nuestros negocios. La justicia no sería otra cosa que no-coerción, buena fe y buen samaritanismo -una cuestión íntegramente de principios externos. Si por contraste todos los seres humanos fueran miembros de un estado global, la pertenencia ya habría sido distribuida, a saber, de forma igualitaria, y no habría más que hacer. La primera de estas circunstancias implica una especie de liberalismo global; la segunda, una especie desocialismo global. Ambas son condiciones bajo las cuales la distribución de la pertenencia nunca se daría. O no habría un estatus así para ser distribuido, o bien éste simplemente llegaría (a cada cual) con el nacimiento" (23). Pero no le falta tiempo para predecir que "ninguna de tales circunstancias es factible en un futuro previsible", y para argumentar que "mientras los miembros y los extraños sean dos grupos distintos, como de hecho lo son, tienen que tomarse decisiones sobre la admisión, y entonces hombres y mujeres serán aceptados o rechazados" (24). Parece olvidar que está hablando de la justicia, es decir, que ha situado su discurso en el nivel de la razón práctica, que lejos de describir o someterse a los hechos, a las situaciones reales, tiene el objetivo de afirmar o negar su legitimidad. La obvia necesidad de reconocer un estado de cosas, e incluso de operar y gestionar un estado de cosas, no afecta lo más mínimo a la moralidad de dicho estado y de dicha gestión.

Rechazado el universalismo, y las dos figuras políticas derivadas (liberalismo global y socialismo global), la alternativa que nos propone es el escenario de las múltiples y diferenciadas pertenencias. Junto al argumento empírico de su existencia fáctica, como hecho de vida ("Concebido como un conjunto mental fijo y permanente, el carácter nacional es obviamente un mito; pero el compartir sensibilidades e intuiciones por los miembros de una comunidad histórica es un hecho de la vida" (25)), Walzer aporta otros basados en elogios de las virtudes de un mundo dividido en comunidades políticas ("la comunidad política es lo que más se acerca a un mundo de significados comunes. El lenguaje, la historia y la cultura se unen, aquí más que en ningún otro lado, para producir una conciencia colectiva" (26)). Bien analizados, todos sus argumentos tienen que ver con los bienes, no con los derechos; en rigor, con la primacía del bien sobre el derecho. En concreto, su reflexión gira en torno a un presupuesto explícito: que la ciudadanía es un bien de y para una comunidad política, cuyos contenidos, la identidad etnocultural, lingüística e histórica, constituyen un bien en sí mismo; y otro subyacente: que se trata de un bien al que han de subordinarse los derechos y los criterios de justicia, y no a la inversa.

Junto a un argumento epistemológico (verdad como opiniones o valores compartidos), y otro ético ("la política establece sus propios vínculos de comunidad" en los que los hombres y mujeres se esfuerzan en modelar su destino como un nosotros frente a los otros), Walzer se apoya fundamentalmente en la tesis de que "la comunidad es un bien en sí misma" (27). Sería extravagante negar a la comunidad el estatus de bien; lo que estamos cuestionando es la legitimidad de la propiedad estatal del mismo. Ni siquiera problematizamos que el criterio legítimo de acceso a los bienes de la comunidad política, y a la comunidad política como bien en sí, sea la pertenencia. Lo que ponemos en cuestión son los postulados que se aceptan con excesiva frivolidad: a) que la ciudadanía sea considerada como un bien entre otros de la comunidad política, en lugar de un título de derechos; y b) que las credenciales únicas para la pertenencia, condición de la ciudadanía, vengan dadas por identidades no políticas (étnicas, culturales, históricas, etc.).

Dejando el b) para un tratamiento posterior, queremos aquí responder a las frecuentes confusiones entre comunidad política, pertenencia y ciudadanía. Ya hemos aceptado que la comunidad política está constituida por un conjunto de bienes, entre ellos la efectividad de los derechos y la posibilidad de la vida moral; de ahí que tenga sentido la tendencia a considerarla un bien en sí mismo. La pertenencia, en cambio, es un bien meramente instrumental, es una circunstancia fáctica, desglosable en un repertorio arbitrario de condiciones administrativas. Enfatizo: arbitrario, pues los hechos naturales, por muy importantes que sean sociológicamente, carecen de pertinencia moral y jurídica, y no tienen cualidad política intrínseca, como pone de relieve la existencia empírica de etnias, naciones y culturas diferentes a veces unificadas en una comunidad política, a veces fragmentadas y dispersas en varias de ellas. El carácter políticamente no intrínseco de las condiciones etnoculturales de la pertenencia se aprecia igualmente en el hecho de que el acceso a la misma es contemplado y regulado, aunque sea de forma restrictiva, en todos los estados (28) .

Ciudadanía, derecho universal

La pertenencia, pues, es un conjunto de determinaciones circunstanciales que fundan el derecho positivo a la ciudadanía. Como tal, el derecho positivo al estatus de ciudadano de un estado es una cuestión fáctica, fundado en la autoridad, no en la razón; en la fuerza, no en la moralidad. En la ausencia de un Estado global, como el aludido por Walzer, las fuentes del derecho positivo serán los estados particulares; estos serán, por tanto, los que legítimamente otorguen el derecho de ciudadanía. Como derecho positivo de un estado, la ciudadanía es sólo un bien repartido por ese estado, una propiedad que se reparte en el escenario de la justicia nacional.

Ahora bien, podemos pensar la ciudadanía como un derecho universal (29), con el mismo rango que otros derechos fundamentales que poco a poco los estados van asumiendo como su determinación, obligándose a reconocernos, defenderlos y extenderlos. En este sentido, como derecho moral, la ciudadanía deja de ser un bien propiedad de un estado, que éste crea y administra entre sus miembros (criterio de pertenencia), para ser una regla moral que limita y regula la práctica política, que impone al estado su obligación de legislar teniendo en cuenta la justicia internacional y el derecho universal de ciudadanía.

Esta concepción de la ciudadanía como un derecho universal es compatible con la tesis de Rawls sobre la prioridad de la justicia respecto al bien; así evitamos que la justicia se subordine al cuadro de valores de una comunidad y distribuya sus bienes en un marco nacional y según criterios culturales; más aún, entendemos que desde el punto de vista moral la justicia es el bien para una comunidad, cuando el bien es el nombre del derecho, y no la máscara del deseo. Es sin duda razonable considerar que la comunidad, por ser un bien, debe ser también objeto de distribución; y es tal vez insalvable que dicha distribución responda a la condición de pertenencia. Pero precisamente por ello la pertenencia no puede limitarse a una determinación fáctica, sino regularse conforme al derecho universal a la ciudadanía, como exige una justicia pensada en coordenadas de internacionalidad. Distribuir justamente el valor de la comunidad es abrirlas a una distribución mundial; distribuir justamente el valor añadido -en libertad, paz, bienestar, progreso, racionalidad- de las comunidades políticas democrático occidentales es abrirlas al mundo. Y como no es un bien transportable, que se pueda dispersar, la manera material de distribuirlo será, precisamente, permitiendo el desplazamiento de los individuos, acogiéndolos en ella. Walzer dice: "los individuos deben ser físicamente admitidos y políticamente recibidos"; nosotros preferimos decir: los individuos deben ser físicamente aceptados y políticamente reconocidos. Ambos elementos, aceptación física y reconocimiento político constituyen la pertenencia. Ambos son, por tanto, las credenciales para el ejercicio del derecho a la ciudadanía.

No proponemos un rechazo frontal de la tesis de Walzer. Reconocemos la sustantividad de las comunidades políticas, esas agrupaciones de hombres y mujeres donde tiene lugar la distribución de los bienes, donde se da división, intercambio y compartimiento de los bienes sociales entre ellos mismos. Pero, en vez de pensarlas como referente último del valor, las reconocemos como un nosotros que, al mismo tiempo que producen bienes y valores, evita compartir los primeros con los demás e intenta imponerles los segundos. Reconocemos con Walzer que el bien primario de una comunidad política es la pertenencia: "el bien primario que distribuimos entre nosotros es el de la pertenencia en alguna comunidad humana. Y lo que hagamos respecto a la pertenencia estructurará toda otra opción distributiva: determina con quién haremos aquellas opciones, de quién requeriremos obediencia y cobraremos impuestos, a quién asignaremos bienes y servicios" (30). Nada que objetar, estamos de acuerdo en que así funcionan los estados; nos complace que no oculte el lado oscuro de un mundo dividido en comunidades étnicas o políticas, que describa la pertenencia como algo concreto, explicitando que además de pertenecer a un país se pertenece a uno pobre o rico, desarrollado o atrasado; y admiramos su realismo al reconocer que la pertenencia, al mismo tiempo que pone en marcha fuerzas unificadoras, consagra la desigualdad y genera desequilibrios y conflictos, al verse los países prósperos y libres asediados por los pobres como las universidades de elite.

Pero la fuerza descriptiva del discurso de Walzer no aporta nada a la justificación de su posición ético política ni a la fundamentación del escenario de representación elegido. En cuanto a su posición, su pretensión incondicionada de poner la comunidad como un bien en sí absoluto le aboca a defender el control de la pertenencia y, tal vez a su pesar, a aceptar un estado que funciona a veces como un club, que ejerce el derecho de elegir a sus miembros (aunque no les impide la salida). El Walzer comunitarista coincide aquí con el pensador liberal: el estado-club se defiende eligiendo a sus miembros; eso sí el liberal diría que protege los derechos y privilegios de los socios y el comunitarista que así se defienden los significados compartidos, la identidad cultural, los valores comunes, etc. Pero el efecto es el mismo, a saber, el reconocimiento de que "como ciudadanos de un país así (de elite) tenemos que decidir a quien podríamos admitir, si deberíamos dejar la admisión abierta, si podríamos escoger entre los solicitantes, y cuáles serían los criterios adecuados para distribuir la pertenencia" (31).

En cuanto al escenario de representación, el presupuesto de fondo no explicitado es la idea de la ciudadanía como un título de propiedad de los socios, derivado de ser productores de ese bien en que consiste la comunidad. Ésta, por tanto, parece seguir las reglas de la mercancía: el valor que tiene es su valor de cambio (hay pertenencias rechazadas: países pobres o tiránicos) y su gestor legítimo es el propietario. Como tal, puede venderse a quien y en la proporción y precio que le parezca oportuno. En ese proceso de negociación-venta, habrá preferencias, incluso cuando no se conozca de nada a los demandantes. En general, cada comunidad valora al otro desde sus propios valores, gustos y ventajas mutuas. La ciudadanía funciona como un título de propiedad de un valor de cambio que se rige por el sagrado derecho del autor a su obra.

La pertenencia se manipula como la cualificación de la fuerza de trabajo; deviene un bien instrumental cuya escasez aumenta su valor de cambio. Los socios del club, admitidos por su cualificación, miembros de plantilla, pasan a ser titulares del derecho a participar en el producto. Y en esa fábrica-comunidad, los trabajadores-ciudadanos, junto al privilegio de participación, detentan el de admisión de nuevos socios. Walzer habla de su intervención en la regulación de las dos fronteras de la ciudad, la inmigración y los nacimientos, con sus dos políticas, de extranjería y de natalidad. Dos políticas que tienen una diferencia esencial: la de natalidad sólo actúa -de momento y salvo casos excepcionales- sobre la cantidad; la migratoria, sobre la cualidad y la cantidad. Una buena política de admisión, destinada, claro está, a salvar los derechos de los socios o la identidad cultural, según convenga, apoyada en tres factores coadyuvantes: el mercado y destino histórico del país anfitrión, y el carácter de los diversos grupos demandantes. Ya se sabe, hay intereses y afinidades.

Pero, ¿qué tiene que ver esto con la justicia?. El presupuesto del derecho del autor a su obra, al que enseguida nos referiremos, está lejos de ser un principio de justicia universalmente aceptado; que la producción otorgue derechos de propiedad, es más que discutible en tanto no pueda legitimarse la apropiación primitiva de los medios de producción. Por un lado, porque tal perspectiva subordina los derechos y la justicia a referentes externos, en particular, al mercado. Por otro, porque presupone precisamente lo que está en cuestión: da por resuelto el problema de la pertenencia. Y de la misma manera que, en el plano estatal, es difícil no reconocer al trabajador en paro algún derecho a participar en la distribución, aunque contra su voluntad no participe en ella, de forma análoga puede ignorarse a quienes, por razones contingentes y no imputables a ellos mismos, están fuera de esas fábricas del bienestar que son nuestras democracias occidentales. El estado y sus fronteras es un conjunto tan artificial como una fábrica y su nómina; puede haber para ellas razones de eficacia, pero no de justicia; razones prudenciales, pero no morales.

El horizonte de la pertenencia

La ciudadanía suele entenderse como un título de propiedad de derechos y privilegios; y al mismo se accede por la pertenencia, por el reconocimiento del individuo como miembro de la comunidad. Es aquí, por tanto, donde debemos centrar la mirada si pretendemos plantear la ciudadanía como objeto de la justicia. Hemos de decidir si es justa la exclusión que instaura. Pues la pertenencia es la determinación que pone la diferencia entre dos identidades políticas: quienes están dentro y los otros, los miembros de la tribu racional y política y los marginales, esos que a lo largo de la historia han recibido distintos nombres, como bárbaros, paganos, salvajes, primitivos (32) o, en otros momentos, moros, judíos, pies noires, espaldas mojadas; o, de forma más neutra pero con los mismos efectos, inmigrantes.

Determinación etnocultural

Una parcial y desenfocada interpretación de ciertos textos de la Política de Aristóteles le atribuye la tesis que pone la participación política como fundamento de la ciudadanía; frente a esa idea se opone la moderna, que vería la ciudadanía como repertorio de derechos. Se instaura así el juego del doble concepto cuya confrontación, de B. Constant a I. Berlin en línea liberal, y de Rousseau a Ph. Pettit en enfoque republicanista, escenifica la búsqueda del ideal de orden político. En ese escenario, el enfoque ausente es el de la justicia. La ciudadanía, con sus derechos y privilegios, oculta su fondo fondo irracional, prepolítico, prejurídico, de la pertenencia. Tanto en el mundo antiguo como en el moderno será la pertenencia la que determine el título de ciudadanía: ser ciudadano y pertenecer a una comunicad política se tienen de forma laxa por equivalentes. El reconocimiento como miembro de la comunidad se pone como fundamento de derecho, como legitimación política y como límite del espacio de intervención de la justicia.

Esto ha sido siempre así. Es un error leer en los textos Aristóteles una ciudadanía fundada en la participación. La participación de facto, lejos de fundar la ciudadanía, la expresaba: sólo podían de facto participar quienes de jure eran reconocidos como ciudadanos. En realidad Aristóteles ponía la participación como rasgo del ciudadano para restringir la pertenencia: no pertenecen a la polis quienes no pueden participar en la vida política, sea porque no pertenecen a la unidad étnico-cultural (metecos), sea porque no gozan de las condiciones materiales para ello (jornaleros, mujeres). Estos grupos no son ciudadanos porque no pertenecen a la polis; a los metecos se les concede la residencia porque pertenecen a la ciudad como unidad productiva y se le conceden los derechos necesarios para esa función; y a jornaleros y mujeres se les concede la pertenencia a la ciudad como asociación de tribus para la defensa y reproducción, compartiendo el mismo êthos; pero ninguno de ellos es necesario para la ciudad como organización de la vida política, para la polis en sentido funcional.

La pertenencia ha sido siempre la determinación del título de ciudadanía. El pertenecer, el formar parte de un "nosotros", el ser admitido como miembro de una comunidad política, ha adoptado múltiples figuras históricas. Pero su función ha sido siempre la misma: dividir y jerarquizar. Dividir a los hombres en comunidades diferenciadas y con frecuencia enfrentadas; y dividir a los de una misma comunidad en estatus igualmente diferenciados y contrapuestos. La pertenencia sustituía a la justicia; si se prefiere, ponía los límites de la justicia, secuestrándola en los de la comunidad política.

No está a nuestro alcance, ni consideramos relevante para nuestra reflexión, hacer una historia de la ciudadanía y de las cualidades que en cada momento y lugar histórico se han exigido a los individuos ara ser considerados miembros de la comunidad política. Lo que sí podemos afirmar, de forma general, es que a lo largo de la historia la pertenencia a una comunidad política se conseguía por determinaciones muy variadas, naturales (raza, lugar de nacimiento), culturales (lengua, costumbres) o ideológicas (religión); y que, en el proceso histórico, esas determinaciones han ido cediendo el lugar a otras de tipo funcional (económicas y jurídicas). Además, en ese proceso el estado moderno supone un salto sin retorno, en que lo etnocultural queda como residuo, aunque pueda ser activado instrumentalmente (33). Veamos, pues, la cuestión de la ciudadanía en el estado capitalista.

Ciudadanía y Estado moderno

Con la institución del estado moderno los criterios de pertenencia acabarán cambiando sustancialmente, efecto tanto de la idea misma que subyace a su instauración como a las circunstancias en que nace y se desarrolla. El estado moderno, es bien sabido, surge en un espacio social de fragmentación: fragmentación cultural (lenguas nacionales), religiosa (Reforma), política (poder feudal). La idea que lo funda es la de instaurar una unidad de los diferentes, ajena sin duda a la homogeneidad propia de la comunidad antigua, pero también a la ausencia de diferencias etnoculturales fuertes, tras los efectos homogeneizadores de la cultura romana y del cristianismo. El último obstáculo a superar sería, precisamente, la diferencia religiosa (una diferencia menor, por darse en la identidad del cristianismo). El estado se instaura eficazmente en la medida en que reenvía a lo privado, a la particularidad, los factores etnoculturales y religiosos, presentándose como espacio público universal, neutral en cuanto a determinaciones étnicas, culturales, religiosas, ideológicas, etc. Por tanto, todas aquellas cualidades que antes habían servido para fundar la pertenencia, ahora son neutralizadas políticamente en la idea del estado. La pertenencia a la comunidad política, en consecuencia, deja de definirse por cualidades objetivas etnoculturales para hacerse por decisiones subjetivas, la libre aceptación del pacto social.

El discurso político que inaugura el estado moderno presenta a éste como resultado de un pacto entre sus miembros. Es decir, supone en el origen un mundo poblado de individuos, sin presencia de determinaciones políticas y sin eficacia de determinaciones etnoculturales; en ese escenario grupos de individuos, haciendo abstracción de sus determinaciones e identidades prepolíticas, deciden ligarse mediante un pacto social, que instaura al mismo tiempo un espacio social, económico y cultural y un orden político. En dicho contrato, como ponen de relieve las formulaciones más canónicas del mismo, de Hobbes a Rousseau, nadie es automáticamente excluido, ni en el presente ni en el futuro. En ese imaginario de legitimación en que consiste el pacto social, pertenecen al estado quienes suscriben el mismo, es decir, quienes deciden jugar con las reglas de juego que en el mismo se instauran. En la medida en que el pacto queda siempre imaginariamente abierto, al mismo pueden sumarse cuantos opten por aceptar el juego político. En rigor, desde el "individualismo" liberal, desde esa idea del hombre desencarnada, descontextualizada, desculturizada, desdivinizada, desencantada, es imposible negar con coherencia la pertenencia, y por tanto la ciudadanía, a cuantos aspiren a ello. Sólo sería legítimo, con el argumento de la racionalización del proceso, algunas exigencias protocolarias orientadas al orden y estabilidad del proceso, es decir, a evitar disfunciones contrarias al sentido del pacto.

Este discurso liberal fue ampliamente respetado, en esencia, durante siglos; en sus figuras más marginales, como la libre elección de residencia, la ciudadanía sería ampliamente respetada . El discurso liberal se mantuvo bastante coherente mientras la clase burguesa necesitaba mano de obra de otros lugares y países; las necesidades del capitalismo ayudaban la coherencias con el discurso universalista. El lastre residual de las antiguas formas de identificación y exclusión era soportable. No obstante, pesaba en contra la conciencia o el instinto de clase, que empujaba a pensar el estado como un espacio económico natural, al modelo de una fábrica, donde los bienes producidos se repartieran entre los productores y de forma desigual entre ellos.

Queremos decir que las formas de identidad-exclusión prepolíticas fuertes fueron sustituidas por otras más débiles, integradas ideológicamente en torno a la idea de patria. La patria, como referente político-jurídico, libre de determinaciones etnoculturales, es el único factor de identidad que mantiene el liberalismo; y tal cosa no es trivial. No nos parece sorprendente la idea de Rousseau expuesta en el Emilio, según la cual no puede haber ciudadanos donde ya no hay patria, que apuntaba directamente al corazón del estado moderno, bajo la añoranza de una patria comunitaria donde tuvieran su peso y su expresión las identidades culturales y religiosas. Sí parece sorprendente, en cambio, que el propio liberalismo mantenga la idea de patria y la tome como referente de la ciudadanía. Sorprendente porque el liberalismo, en su discurso sobre el Estado moderno, ha roto simultáneamente con la idea clásica de ciudadanía y con la de pertenencia que la fundaba. No será sólo Marx quien afirme que "los proletarios no tienen patria", sino los hombres del 89, con Condorcet a la cabeza, quienes se proclamen "ciudadanos del mundo".

La idea clásica de ciudadanía refería a un título sustantivo, a una condición finalista del hombre; ser ciudadano era la manera de realizar y culminar la esencia humana, la manera de adquirir y ejercer las virtudes más eminentes del hombre; y a dicha condición, a dicho título, se accedía mediante la determinación de la pertenencia, entendida en sentido étnico cultural, en sentido genuinamente ético (compartir carácter, costumbres, historia, lengua, tal vez raza, etc.) Pero el liberalismo ha roto con ese horizonte de significación; por tanto, si sustituye la comunidad etnoética por la patria, es a costa de eliminar de ésta todo contenido ético y reducirla a referente político jurídico. No podrá ir más allá de una "patria" que a medida que irrumpe en una historia contemporánea homogénea y banal acaba perdiendo su sentido. Hoy "defender la patria", como sin duda clamaría el republicanismo progresista de los siglos pasados, resulta obsoleto.

De todas formas, el factor económico que favorecía la flexibilización del sentimiento patriótico, al mismo tiempo reconstruía una nueva identidad excluyente. El conflicto se solucionaba con el recurso a figuras subordinadas de la ciudadanía. Del simple permiso de residencia al ciudadano pleno, se extendían los diversos estatus definidos por el repertorio progresivo de derechos que disfrutaban. Los derechos políticos quedan reservados a los hombres de la clase burguesa, propietarios de la patria: el censo, figura despiadada de la desigual ciudadanía, dejaba sin participación efectiva a los pobres y a las mujeres, si bien les reconocía como ciudadanos-súbditos.

No entraremos en la larga historia de la lucha por el sufragio universal, y por las luchas por la igualdad política de la mujer y el hombre. Basta, de momento, fijar esta idea: el Estado moderno instaura una escala de ciudadanía. Y cuando ha de ceder al sufragio universal, la sigue reproduciendo de facto, aunque no de jure, sea poniendo obstáculos a la participación, sea no corrigiendo los obstáculos que la misma sociedad pone. Sus restricciones se centran en los niveles de privilegio, siendo más permisivo en los estatus bajos, en la permisividad ante la mera residencia. En definitiva, tanto en su cualidad como en su extensión, el título de ciudadano pivota sobre las funciones y necesidades económicas. Textos no faltan. D´Holback, en su Política natural (1774) podía ligar la ciudadanía plena al propietario de la tierra, limitándosela a los asalariados: " Todo hombre que puede subsistir honestamente con los frutos de sus posesiones, todo padre de familia que tiene tierras en un país, debe ser considerado como ciudadano. El artesano, el tratante, el empleado, deben ser protegidos por el estado al que sirven útilmente a su manera, pero no son verdaderos miembros más que cuando, por su trabajo y su industria, han adquirido bienes fondarios. Es la gleba quien hace al ciudadano" (34). Y Jefferson, en sus Notas sobre Virginia (1791) podía generalizarla a cuantos por propiedad o por cualificación gozaran de independencia económica: "Aquí todo el mundo puede tener un terreno que labrar por sí mismo, si lo desea; o si prefiere el ejercicio de cualquier otra industria, puede exigir por ella tal compensación que no sólo se puede permitir una subsistencia cómoda, sino los medios para compensar el cese del trabajo al llegar la vejez. Todos por sus propiedades o por su situación satisfactoria, están interesados en defender las leyes y el orden. Y esos hombres pueden conservar, con seguridad y provecho, un sano control de los negocios públicos y un grado de libertad que en manos de la canaille de las ciudades de Europa se verán instantáneamente pervertidos y usados en la demolición y la destrucción de todas las cosas públicas, y privadas". Ambos, D'Holbach y Jefferson, montan la ciudadanía sobre las espaldas de la propiedad, no sobre determinaciones etnoculturales.

En el capitalismo contemporáneo, postburgués, las condiciones cambian, especialmente en dos aspectos. Primero: el exceso de población (juego de la demografía y la tecnología a escala nacional; de la globalización económica y la aldea cultural global, junto a la universalización de los medios de transporte y comunicación, a escala mundial); la mano de obra ya no es necesaria (para ser más correctos, su necesidad no es ya indiscriminada, necesita regularse como cualquier mercancía del mercado: comprarse y venderse en cantidad, cualidad y tiempos precisos y variables). Segundo: la generalización de los derechos, incluidos los sociales. Las conquistas sociales encarecen de manera insoportable el mantenimiento del "ejército de reserva" (el permiso de residencia implica un costo excesivo).

No es extraño que estas nuevas circunstancias se manifiesten -junto a formas más rigurosa de control y gestión de la inmigración- como rechazo etnófobo o xenófobo; es decir, que lo que se había mantenido como lastre residual se vuelva operativo para defender, en nombre de la identidad, los privilegios económicos y sociales de los de casa nostra. Sea cual fuere la valoración que se haga al respecto, lo que nos parece irrefutable es que así se traiciona el discurso liberal; es decir, así se cae en una defensa arbitraria, irracional e inmoral de unos intereses a los que seguramente no somos insensibles. No es pequeña paradoja que cuando la misma idea de "patria" pierde fuerza identificadora a manos de la mundialización económica y cultural, renazca como referente legitimador de un rechazo de la inmigración, que en rigor es un efecto del mismo proceso.

Ciudadanía, propiedad y justicia

La patria refiere a la propiedad, en un doble sentido. Como ámbito donde se ejerce y protege la propiedad privada efectiva y como forma colectiva de propiedad de un espacio de vida, cultura, paz, libertad, derecho. Por tanto, la legitimidad y justicia de la limitación de la pertenencia depende de la legitimidad y justicia de esa apropiación. El problema reenvía a las posibilidades teóricas de pensar una apropiación justa. Por tanto, reenvía a Locke, que sentó sus bases.

El gran reto que asume Locke es el de fundamentar la propiedad -es decir, mostrar su justicia- sin considerarla natural. No puede considerarla natural por diversos tipos de razones. Por un lado, por respeto al texto bíblico (David, Salmos, CXV, 16), donde se dice que Dios ha dado la tierra a los hombres. Por tanto, se la ha dado en común. No les ordenó ni les prohibió repartírsela; sólo se afirma que, en el origen, todos tenían derecho a ella. Por otro lado, la razón exige pensar un origen sin propiedad, es decir, un tiempo de ausencia, de inexistencia, y una aparición justificada.

El problema filosófico-político derivado de este origen, teológica o genealógicamente fundamentado, consiste en "mostrar cómo los hombres pueden llegar a tener una propiedad particular de lo que Dios dio a la humanidad en común y sin que sea necesario pacto expreso entre ellos". Pues dicho pacto no es verificable en el tiempo y, en todo caso, sería inválido para la humanidad en su devenir. De los dos argumentos que usa Locke, el más relevante para nosotros es el que se sustenta en el principio del derecho del autor a su obra. El otro argumento, derivado de la máxima racional según la cual la necesidad genera derecho, no es definitivo, pues funda la apropiación (hecho físico) no la propiedad (hecho jurídico)

El derecho del autor a su obra remite, en definitiva, a la idea del hombre como ser propietario: propietario de sí mismo, de su cuerpo y de su alma, y de cuanto haga, cree u obtenga con ellos. Se trata de la figura del hombre que Macpherson ha llamado "individualismo posesivo" (35). Un ser propietario de su persona: "Aunque la tierra y las criaturas inferiores sean comunes a todos los hombres, cada uno tiene propiedad sobre su persona"; o "Todos los hombres tienen la propiedad de su persona. Nadie, fuera de él, tiene derecho alguno sobre ella". Propietario por tanto de sus acciones y, en consecuencia, de los productos de sus acciones: "El esfuerzo de su cuerpo y el trabajo de sus manos, podemos decirlo, son su propiedad, y cualquier cosa que él saque del estado en que la dejó la Naturaleza, ya mezclada con su esfuerzo, tiene algo de él y por ello se convierte en su propiedad". Insiste incansable en la idea, que sabe persuasiva: "Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son propiedad suya" (36).

Desde esta antropología, subsistir en la tierra y de la tierra es apropiarse de ella, hacerla suya físicamente, convertirla en su cuerpo (comer, digerir); trabajar la tierra es también hacerla suya, metafóricamente, convertirla en su obra, en la objetivación de su alma, porque en ella proyecta su acción; mediante el trabajo la humaniza, la mezcla con su ser, la riega con su sudor y su imaginación, la convierte en parte de su vida, en prolongación de sí mismo.

En este contexto plantea la gran alternativa; uno de los dos grandes principios naturales ha de ser violado. O bien se acepta, contra el mandato divino y los criterios de la razón, que la tierra pueda ser repartida y apropiada privadamente, tal que los frutos de la misma sean para quien la trabaja con su cuerpo y su alma; o bien se acepta, con lo que se vulnera el sagrado principio del derecho del autor a su obra, un usufructo colectivo de la misma, la ilegitimidad por tanto de la propiedad privada.

Locke, como es bien sabido, intenta resolver esta paradoja de forma hábil e imaginativa: al tiempo que se inclina por salvar el principio del derecho de autor, establece unas "cláusulas de la apropiación justa" que tratan de salvar la adecuación al espíritu, ya que no a la letra, del principio de uso común de la naturaleza. De las tres cláusulas o límites nos interesa sólo uno: "Esta apropiación es válida -nos dice- cuando existe la cosa en cantidad suficiente y quede de igual calidad en común para los otros" (37). Puesto que cada hombre tiene derecho a sobrevivir, nadie puede justificar moralmente la apropiación de una propiedad común para sobrevivir uno mismo y que implique la vida de los otros.

Al ser la tierra un bien escaso -y toda la reflexión sobre la propiedad se ciñe a la tierra, medio de producción central en su época- podría plantearse la inaplicabilidad de tal cláusula a medida que creciera la población. De todas formas, Locke siempre pensó en la infinitud de la naturaleza, porque incluso en su época, como decía, existían amplias extensiones de tierra sin ser explotadas. Así, la privatización absoluta de la tierra en la Europa del XVII no incumplía la regla de aplicación justa. Locke escapaba a la crítica afirmando y creyendo que aún quedaban tierras vírgenes en América: "La regla de apropiación, es decir, que cada hombre posea tanto cuanto pueda aprovechar, podía seguir siendo válida en el mundo, sin que nadie se sintiera estrecho y molesto, porque hay en él tierra bastante para mantener al doble de sus habitantes, si la invención del dinero, y el acuerdo tácito de los hombres de atribuirle un valor, no hubiera introducido (por consenso) posesiones mayores y un derecho a ellas" (38).

Un liberal consecuente de nuestros tiempos ya no podría ser optimista respecto a la infinitud de la tierra como medio de producción; pero recurriría a un discurso más abstracto y consistente, aplicando la regla a los "medios de producción", e incluso a los "medios de subsistencia". Pues es en este argumento en el que se basa la defensa del estado de bienestar, cuando las prestaciones sociales se piensan como derechos de los individuos y no como caridad. Por tanto, la cláusula lockeana de la apropiación justa, debidamente actualizada, debería decir algo así: la apropiación privada, individual o estatal, es justa cuando dejan a los demás bienes de producción suficientes en cantidad y de similar cualidad. Locke pensaba en el ideal de una sociedad de pequeños y honrados propietarios trabajadores; el modelo correspondiente a nuestro tiempo sería una sociedad muy igualitaria en la repartición del trabajo y la pertenencia. En todo caso, lo que queda deslegitimado en el propio discurso liberal constituyente es una apropiación particular de los bienes que condene a los otros a la miseria. La espontánea creencia en la legitimidad del estado para distribuir sus bienes entre sus miembros, no tiene respaldo racional, ni tampoco moral(39). En un munión de Locke es paradigmática del pensamiento liberal consecuente. Henry Sidgwick (40) un brillante pensador liberal utilitarista del siglo XIX, entendía que no podía encontrar ninguna razón para justificar el control del acceso a la ciudadanía. La máxima utilitarista de "la mayor felicidad para el mayor número", entendida en términos progresistas -es decir, ponderando los menores costos marginales para incrementar la satisfacción de los pobres que para elevar la de los ricos- le llevaba a oponerse a la idea del estado-club y acercarse a la idea del estado-vecindad, es decir, una asociación más débil, abierta, sin más exigencia que el respeto de los otros. Consideraba que el estado sólo tenía que garantizar el orden en el territorio, dejando el mercado abierto a toda migración. No consideraba legítimo que el poder político controlara la ciudadanía y mucho menos que determinara la cualidad de los nuevos socios. Tales políticas pueden hacerse en base a intereses particulares o de grupos, pero no con respeto al principio utilitarista. Y ante las críticas de que tal permisividad reportaría serios perjuicios económicos y de identidad, tanto a los individuos como a la armonía del estado, sólo podía contestar: la identidad no es un tema político en el estado moderno y el bienestar hay que dejarlo en manos del mercado. Si el valor de cambio de una comunidad baja, efecto de esos flujos migratorios, disminuirán estos, que se orientarán a otros lugares. El Estado no tiene derecho -aunque tal vez sí fuerza- para controlar el mercado de trabajo internacional; a no ser que se le asigne la capacidad inmanente de autolegitimación, en cuyo caso se ha abandonado la perspectiva universalista del liberalismo y se ha adoptado la del comunitarismo.

No deberíamos despreciar estas reflexiones de Sidgwick. No era ciego a los efectos negativos del libre tránsito de fronteras. Sin duda sufriría el ideal patriótico (falta de cohesión interna, vecinos extraños entre sí); y la homogeneidad de la comunidad (la población heterogénea y móvil sería refractaria a la promoción moral y cultural); e incluso podía afectar de forma inmediata a la regla utilitarista de "elevar el nivel de vida de los más pobres". Pero, no obstante, Sidgwick sabía que los más pobres son los otros, y que si Bentham hubiera conseguido fijar su cálculo de la felicidad, podría mostrarse la validez de la siguiente regla universal: la distribución más igualitaria y universal es el óptimo de felicidad. Nosotros simplemente añadimos: y si no es así, seguro que es el óptimo de justicia.

Es curioso -y así cerramos de momento la reflexión- cómo se niega al estado legitimidad para controlar el mercado interior, y se confía a éste la asignación de recursos -es decir, la realización de la justicia-, al tiempo que se le atribuye el deber de control de la ciudadanía. Y esta paradoja es mayor hoy, en que se impone la liberalización creciente del mercado internacional, en definitiva, la globalización. ¿No es una paradoja sangrante que se defienda la globalización económica y se rechace la que es su inevitable envés, la ciudadanía universal?. Más aún, ¿no es sorprendente que, en general, quienes claman con consciencia por el control de la ciudadanía son conversos de la mundialización, mientras que quienes se enfrentan con consciencia a ésta defienden la ciudadanía universal?.

Encuentro pocos argumentos para no defender la ciudadanía como un derecho universal del hombre; encuentro pocos argumentos para defender como patria o patrimonio una realidad construida desde los otros, a veces desde la destrucción de los otros; encuentro pocos argumentos para defender identidades culturales y axiológicas en mundo que ha hecho de la fragmentación y la contingencia su condición de vida; y encuentro pocas razones para una apropiación estatal de los bienes en un mundo globalizado. Encuentro, en cambio, ciertos atractivos en la defensa de un derecho universal a la ciudadanía, a la que considero figura actual de la lucha por la igualdad.

Hanna Arendt ha escrito que "Una filosofía de la humanidad se distingue de una filosofía del hombre por su insistencia en el hecho de que no es un Hombre, hablándose a sí mismo en diálogo solitario, sino los hombres hablándose y comunicándose entre sí, los que habitan la tierra" (41). Simplemente añadir, para evitar confusiones, que son hombres de distintas razas, lenguas, culturas y religiones quienes hablan y se comunican; y precisar, para que no haya lugar a engaños, que hablan y se comunican mientras trabajan juntos y se reparten con justicia los bienes de la tierra.
 

Notas

1. Vid. BRUBAKER.  Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and North America. Nueva York-Londres: University Press of America, 1989; y Citizenship and Nationhood in France and Germany. Cambridge (Mass.): Harvard U.P, 1992; Frank MODERNE y otros, Ciudadanía y extranjería. Madrid: McGraw, 1998; F. COLOM, Razones de identidad. Pluralismo cultural e integración política. Barcelona, Anthropos, 1998; J. RUBIO CARRACEDO y otros, Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos. Valladolid: Trotta, 2000.

2. Javier PEÑA. La formación histórica de la idea moderna de ciudadanía. Ponencia en el Seminario Historia y naturaleza de la ciudadanía hoy. Madrid: UNED, 2-6 Abril, 2001.

3. Vid. M. PÉREZ LEDESMA (comp.) Ciudadanía y democracia. Madrid: Fundación Pablo Iglesias, 2000.

4. El Peterhouse Group, la Salisbury Review, el Adam Smith Institute y el Institute for Economic Affairs son algunos de sus centros.

5.  A. MARSHALL, The future of working classes.  In A.C. PIGOU (ed.), Memorials of Alfred Marshall. Londres: Macmillan, 1925.

6.  T.H. MARSHALL, Ciudadanía y clase social. In T.H. MARSHALL y Tom BOTTOMORE, Ciudadanía y clase social. Madrid: Alianza, 1992, 21.

7. Ibíd., 22-23.

8. Ibíd., 23.

9. Ibíd., 23.

10. Ibíd., 37.

11. Ibíd., 46-47.

12. Ibíd., 23.

13.T. BOTTOMORE. Ciudadanía y clase social, cuarenta años después. In T.H. MARSHALL y Tom BOTTOMORE. op. cit, 83-137.

14. Ibíd., 100.

15. La distinción "ciudadanía formal", o pertenencia a un estado-nación, y "ciudadanía sustantiva", o conjunto de derechos civiles, políticos y sociales que garantizan la participación en los asuntos de gobierno, es de W. Rogers Brubacker.

16. Ibíd., 109.

17. Ibíd., 111.

18. Vid., S. GARCÍA y S. LUKES (comps.). Ciudadanía: justicia social, identidad y participación. Madrid: Siglo XXI, 1999.

19. Sobre este tema ver J. RAWLS. Justice as Fairness: Political not Metaphysical. Philosophy and Public Affairs, 14 /3 (verano 1985); B. BARRY, La justicia como imparcialidad. Barcelona: Paidós, 1997, 171-260; Ch. TAYLOR, Philosophy and the Human Sciences. Cambridge: Cambridge U.P., 1955; y M. SANDEL, Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge U.P., 1982. Un tratamiento sintético del problema se encuentra en Ch. MOUFFE, El retorno de lo político. Barcelona: Paidos, 1999, Caps. 4-6.

20. Brian BARRY, Teorías de la justicia. Barcelona: Gedisa, 1995, 197-220.

21. M. WALZER, Esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad. México: FCE, 1983, 41 ss.

22. Ibíd., 41.

23. Ibíd., 46-47.

24. Ibíd., 47.

25. Ibíd., 41.

26.  Ibíd., 41.

27. Ibíd., 42.

28. El "derecho de residencia" sería una figura de la pertenencia, pero no la única. Preferimos mantener la reflexión en un nivel de máxima abstracción, pues las figuras políticas son desigualmente formuladas en los diversos estados.

29. Abundantes argumentos a favor se encuentran en la antología de G. GONZÁLEZ, Ciudadanía universal: textos básicos. Barcelona: Bellaterra, 1999.

30.  Ibíd., 44.

31. Ibíd., 45.

32. Ver Joan BESTARD y Jesús CONTRERAS, Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos. Barcelona: Barcanova, 1987.

33. Ver D. ZOLO, La ciudadanía en una era poscomunista. La Política, nº 3, 1997.

34. D'Holbach, Politique naturelle, II, Ed. Cit., 54.

35. C.B. MACPHERSON, La teoría política del individualismo posesivo. Barcelona: Fontanella, 1979.

36. J. LOCKE, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, Secc. 27.

37. Ibíd., Secc. 27.

38. Ibíd., Secc. 36.

39. Vid. Ph. Van PARIJ, ¿Qué es una sociedad justa?. Barcelona: Ariel, 1993, 95-104.

40. Henry SIDGWICK, Elements of Politics. Londres, 1881.

41. H. ARENDT, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa, 1990, 76.
 

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