Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. 
ISSN: 1138-9788. 
Depósito Legal: B. 21.741-98 
Vol. X, núm. 218 (05), 1 de agosto de 2006 

TEMPORAL Y REGADÍO EN EL AGRO MEXICANO. POLÍTICA Y AGRICULTURA EN EL MÉXICO DE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

Pere Sunyer Martín
Centro Tecnológico Aragón
Universidad Nacional Autónoma de México


Temporal y regadío en el agro mexicano. Política y agricultura en el México de principios del siglo XX (Resumen)

En México, hacia finales del régimen del general Porfirio Díaz, desde 1900, ingenieros e intelectuales preocupados por la baja productividad del campo mexicano apostaron por la extensión del regadío como uno de los remedios a sus males. Estas opiniones fueron puestas en práctica a partir de 1926 con la aprobación de una nueva Ley de irrigación con aguas federales y con la creación de un organismo, la Comisión Nacional de Irrigación que se dedicó en los años siguientes a construir embalses para riego en las zonas áridas del país. Sin embargo, hubo técnicos que trataron de discutir esa indiscriminada política. Es el caso del ingeniero agrónomo Rómulo Escobar quien desde 1908, en la Estación Experimental de ciudad Juárez, empezó a realizar estudios sobre una nueva vieja técnica, el Dry-Farming o cultivo de secano, que basada en un conocimiento profundo del comportamiento de los suelos con respecto a la humedad y a partir de la selección de variedades resistentes a la larga sequía del país, permitía asegurar la cosecha y obtener rendimientos que la convertían en una alternativa más que aceptable y viable para una buena porción del territorio de México. Dos paradigmas, el del riego y el del secano que, lejos de mostrarse complementarios, servían a dos fines diferentes: uno a los designios de la Revolución; el otro, hacia la autosuficiencia.

Palabras clave: Secano,  Dry-Farming, Regadío, Suelos, Revolución mexicana, Rómulo Escobar


Dry-farming and irrigation policies in mexican rural areas. Politics and agriculture in Mexico at the beginning of the 20th Century (Abstract)

In Mexico, since 1900—at the end of the Porfirio Diaz regime—engineers and intellectuals were about to extend irrigation in order to improve the productivity of the mexican rural areas. These policies succedeed in 1926, after Revolution, with a new Irrigation Law with Federal Water and the creation of Comision Nacional de Irrigación, a new institution created to promote and to build irrigation dams throughout the country. Nevertheless some technicians discussed these policies, as Rómulo Escobar. Since 1908, he worked on dry-farming, as new technique based on a deep soil knowledge that could help to keep humidity in the bottom of the soils in dry areas and also to save water from irrigation. Far from being complementary, watering and dry-farming seemed to be two paradigms, the former working to Revolution purposes and the later working on self-sufficiency

Key-words: Dry-farming, Irrigation, Soils, Mexican Revolution, Rómulo Escobar


Temporal y regadío en el agro mexicano. Política y agricultura en el México de principios del siglo XX

La introducción del Dry-farming o cultivo de secano en México, es poco menos que la historia de un fracaso, o mejor, una odisea que acabó sin pena y sin gloria recluido en algún que otro escrito sobre temas de agricultura. Quizás lo peor fue que su principal impulsor, el ingeniero agrónomo Rómulo Escobar (1872- 1946), trató de darle difusión en un momento, entre 1908 y 1918, en que no había en el entorno político una sensibilidad que condujera a su implantación y extensión en las zonas que él consideraba idóneas de la República, las regiones semiáridas y áridas. Sin embargo, sus propuestas no estaban desacordes con los fines que perseguía la Revolución: la restitución de tierras, la dotación de ejidos a los pueblos y el fraccionamiento de los grandes latifundios entre pequeños propietarios agrícolas, tal como se reclamaba desde el Plan de San Luis (1910) y, algo más tarde, en 1911 en el de Ayala. Era el secano, según su parecer, el principio por el que se debía regir la reforma agraria en las zonas más infértiles de México.

La técnica de secano era algo más que una opción, significaba la implantación de lo que Campbell (el introductor norteamericano del Dry-farming) denominaba “el cultivo científico del suelo”, una tarea en la que los agrónomos mexicanos se habían demorado más de medio siglo. Su aplicación conllevaba la necesidad de datos meteorológicos y el establecimiento de una red de observatorios meteorológicos –en la que cabe señalar la iniciativa de Francisco Díaz Covarrubias desde 1863[1]—; realizar análisis de suelos –una labor siempre postergada por los ingenieros agrónomos de México—y eventualmente elaborar la carta de suelos del país; defender prácticas agrícolas consideradas  arcaicas, como el barbecho y el estercolado; trabajar sobre variedades de cultivos y de razas ganaderas capaces de resistir las duras condiciones de la escasez de agua y a la vez que fueran de interés comercial, etcétera. En definitiva, el secano, para su buena aplicación, obligaba a lo que hoy denominamos el necesario conocimiento integral del medio; un conocimiento que recuperaba los estudios geográficos magníficamente compendiados hacía un siglo por Alejandro de Humboldt en su Ensayo político del reino de la Nueva España, que había sido ya objeto de revisión y crítica por los trabajos desarrollados por geógrafos nacionales, como Antonio García Cubas y Manuel Orozco y Berra, naturalistas extranjeros, como Henri de Saussure y los científicos franceses ligados a la Commission Scientifique du Mexique (en la época del Imperio de Maximiliano), así como por las numerosas comisiones y sociedades científicas que fueron creadas durante la segunda mitad del ochocientos, entre ellas la Comisión Geográfico-Exploradora (1877) y divulgada a través de los atlas y manuales de geografía que fueron editándose en el último cuarto del siglo XIX.

Hay que advertir, no obstante, que este conocimiento obligado de la geografía del país y de las condiciones de cada uno de sus rincones no era exclusivo del cultivo de secano; también el regadío demandaba datos meteorológicos, conocer el régimen de sus corrientes superficiales y las propiedades físicas de los suelos destinados a irrigación, además de nociones fundamentales de ingeniería civil y de geología que permitieran la construcción de presas para regadío y para la producción de electricidad, entre otras.

Secano y regadío apuntaban, sin embargo, mucho más allá que a cuestiones de carácter técnico. Se trataba de un problema de construcción nacional en el que la colonización era, desde la independencia política de la Nueva España, uno de sus principales caballos de batalla al punto de que no se puede entender el México actual sin aludir a las fracasadas políticas de inmigración de mano de obra europea, las leyes de desamortización promulgadas en el siglo XIX, y las leyes de enajenación y deslinde de baldíos. Con la Revolución, secano y regadío pugnaron por hacerse un espacio dentro de las políticas públicas.

El fin social y político propiciado por ambas técnicas fue uno de los más defendidos por los partidarios de una y otra; de otro lado indiscutible, en una época, los años de la Revolución, en los que cualquier iniciativa se hacía pasar indefectiblemente por ese tamiz. Se trataba de solucionar no sólo el problema de la tierra –la cuestión social primordial en el contexto revolucionario—sino también hacer de México un país agrícolamente productivo, base sobre la que se asentara la economía del conjunto del país lo cual pasaba, en parte, por una efectiva colonización agrícola de su despoblado territorio. Las regiones semiáridas y áridas eran el espacio más difícil de ocupar y tanto el secano como el riego proporcionaban opciones de desarrollo. El apoyo a la creación de la pequeña propiedad agrícola propuesto por todas las líneas políticas en liza, si bien podía resultar antieconómica era, como se decía en aquel entonces, “un acto de justicia social”.[2]

Tanto secano como regadío, pese a ser promovidos en México desde la Secretaría de Fomento, ya en los últimos años del porfiriato, ya en el período revolucionario, conllevaban modelos de desarrollo diferentes y, de alguna manera, pugnaban por abrirse paso: el primero, apostaba por un campesinado autosuficiente, con poco capital inicial para invertir pero que iría saliendo adelante con el supuesto éxito del sistema de cultivo; el segundo, según la opción política que triunfara, por la intervención directa e indirecta del Estado en la extensión del regadío y en la distribución de las tierras favorecidas por el riego, principalmente entre pequeños propietarios agrícolas, además de con la incorporación efectiva de los cuerpos de ingenieros (civiles y agrónomos) en la construcción de un nuevo Estado y en el afianzamiento del progreso.

En primer lugar, voy a presentar la técnica del Dry-farming o secano y su introducción en México, además de explicar las condiciones en que operaba esta nueva técnica; seguidamente, se mostrarán las propuestas y las posibilidades del regadío en México según los autores de la época; para finalizar, entraré brevemente a reflexionar en el papel de los ingenieros en la formulación de propuestas de construcción nacional en un momento histórico especialmente propicio para ello.
El Dry-farming o cultivo de secano
En los Estados Unidos el desplazamiento de la frontera agrícola hacia el Oeste se topó con una región, “el cinturón árido y semiárido” –las grandes praderas—, con la que los colonos difícilmente podían lidiar. Muchos de ellos provenientes de climas más húmedos (de Europa o aún de la región Este de los EE.UU.) les parecía chocante el tratar de obtener producción agrícola sin la inestimable ayuda de la lluvia o del regadío. En consecuencia, la baja demanda de este tipo de terrenos implicaba su desvaloración económica por lo que las empresas promotoras de la colonización no obtenían las ganancias que codiciaban. En este oscuro panorama, apareció la técnica del dry-farming y su principal impulsor fue Hardy Webster Campbell (1850- 1937). Nacido en Vermont (New England, EE.UU.), se instaló en 1879 en Dakota donde, supuestamente, a partir de observaciones diversas y la inspiración, por cierto, afortunada del clásico libro de la agronomía inglesa de Jethro Tull, creó lo que se conoció como Sistema Campbell de Cultivo.[3]

El dry-farming o, en adelante en su traducción castellana, el cultivo de secano, se basa en la necesidad de almacenar y conservar en la tierra la mayor cantidad posible de humedad procedente ya de las escasas lluvias de temporada o de la humedad atmosférica (reflejado en el rocío matinal). Esta permitiría a las plantas aprovecharla en la época de sequía y completar así su crecimiento. Para ello, era imprescindible un cuidadoso laboreo de las tierras, de manera que, tras el almacenamiento de esa humedad, se quebrara la capilaridad del suelo, evitando su pérdida por evaporación. Paralelamente, se debían seleccionar las especies vegetales más resistentes a las condiciones de aridez del medio y, también, las razas ganaderas más adaptadas.[4] Campbell sin embargo no consideró que su técnica sólo fuera aplicable a las regiones áridas –contrariamente a John A. Widtsoe, otro de sus impulsores—sino que también lo consideraba necesario en las áreas irrigadas. De hecho, él prefería denominarlo cultivo científico del suelo y se basaba en un profundo conocimiento de las propiedades físicas del suelo.

El hecho de que Campbell desarrollara sus hipótesis sobre el secano no es casual; su vinculación a empresas de colonización como la Northern Pacific y a compañías ferroviarias fue lo que le condujo a poner énfasis en esta nueva técnica y promover la colonización de un espacio tan poco atractivo como las praderas centrales estadounidenses. Así, divulgó por las poblaciones de los estados centrales de los Estados Unidos su sistema y promocionó desde 1907 los congresos del secano (Dry-farming Congress), con la idea de hacer propaganda y dársela para sí.[5] Para algunos, afortunadamente, la implicación de expertos agrónomos en estos encuentros permitió desvincular esta técnica y profundizar en los aspectos científicos del secano. De ahí surgió otro de los referentes americanos en relación con esta técnica John A. Widtsoe (1867- 1950), un químico graduado por la Universidad de Harvard quien la divulgó internacionalmente a partir de su trabajo Dry-Farming. A System of Agriculture of Countries Under Low Rainfall (1910) y le dio viso de cientificidad. Uno de los asistentes a estos congresos, como representante de la República mexicana, fue Rómulo Escobar.

Rómulo Escobar (1872- 1946), nacido en Ciudad Juárez, no fue ajeno a la influencia del vecino país del norte.[6] De los pocos datos biográficos recopilados se sabe que, junto con su hermano Numo Pompilio, realizó los estudios profesionales en la Escuela Nacional de Agricultura de San Jacinto. En 1896, en su ciudad natal, creó y dirigió la publicación El agricultor mexicano, en la que él figuraba como director y su hermano como administrador,[7] y posteriormente, en 1906 fundó la Escuela Particular de Agricultura Escobar hermanos que contenía la Estación Agrícola de Experimentación de Ciudad Juárez. Esta Escuela, que todavía existe con el nombre de Escuela Práctica de Agricultura (EPA), y la Estación contaba con una financiación del 50 por ciento de la Secretaría de Fomento y se erigió en los terrenos de la familia Escobar. De esta manera, por contrato, estaban obligados a revertir este apoyo en los hacendados y las instancias administrativas estatales y federales que precisaran de ellos mediante servicios docentes, de investigación y asesorías (AGN, Fondo de Fomento, Agricultura. Caja 2, Exp. 47).

La preocupación de Rómulo Escobar por el secano es anterior a la creación de su escuela de agricultura y de la estación experimental y enlaza con los avances en el conocimiento geográfico del país realizados desde la segunda mitad del siglo XIX. También es cierto que no utilizó el término de dry-farming hasta bastante más adelante, sino que describía la técnica sin mencionarla, pues posiblemente no se acababa de definir su nombre.

En una de sus primeras publicaciones conocidas, Rainfall in México (1904), presentada en la exposición universal de Saint Louis (EE.UU.) como aportación de la comisión mexicana, afloraban con claridad algunas de las ideas que defendió posteriormente; entre ellas, varias que se estaban difundiendo entre los nuevos colonos estadounidenses de las Grandes Praderas. Según el estudio de Libecap y Zeynep (2001), los colonos creían firmemente que había habido una disminución de las precipitaciones cuya causa atribuían a la extensión de las líneas de ferrocarril y la consecuente tala de bosques y no tanto a las características climáticas propias de los estados centrales norteamericanos. De esta opinión se generaron dos líneas de pensamiento sobre las que Escobar escribió en Rainfall in Mexico. La primera de ellas era la de que “rain follows the plow”, la lluvia prosigue al arado –ampliamente difundida en los estados centrales de EE.UU.; la segunda dio lugar al principio del secano, a saber, que las capas profundas del suelo podían almacenar la humedad de las lluvias y la forma de impedir su evaporación era rompiendo la capilaridad de la capa superficial mediante un minucioso arado de superficie. Escobar tradujo el primer principio como “cultivation means economy of water” o “cultivation of soil means its irrigation” (Escobar, 1904: 10),[8] mientras que el segundo lo explicaba de la siguiente manera: “deep preparation of the soil before planting or the treating of a field after irrigation or rain have taken place, enables the soil to absorb a greater amount of water and to maintain the moisture”, que es el principio del secano (Ibidem, p. 11).[9]

En la citada obra, Escobar revisó los datos de precipitación obtenidos en las distintas estaciones meteorológicas repartidas en la República y trató de corroborar tal disminución de lluvias en relación con el desarrollo de la red ferroviaria nacional. Cabe recordar que fue durante el porfiriato que se construyó prácticamente la red conocida actualmente. De su estudio, el autor concluyó que si bien se podía notar cierta disminución, sus causas no estaban en absoluto ligadas a la actividad humana; antes bien, era la extendida fama de la fertilidad y variedad climática de México enraizadas en el Ensayo de Humboldt, junto con el progresivo abandono del campo lo que había llevado a generar la creencia de la disminución de la precipitación. Para él, un cuidadoso laboreo de las tierras era suficiente para recuperar la fertilidad perdida.

Las ideas expuestas habían servido para promocionar la ocupación del cinturón árido estadounidense y, de la misma manera, la colonización del México árido debía seguir, aproximadamente, los mismos patrones que los utilizados en EE.UU.;  Escobar las recuperaba para México en dos principios: sólo la agricultura iba a acabar con la sequía, y; la tierra debía domesticarse como cualquier otro elemento natural, y que mediante labores profundas realizadas tras la época de lluvias permitiría obtener remunerables cosechas. Rainfall in Mexico puede entenderse como precursora de las investigaciones de este agrónomo en el secano, antecede su escuela de agricultura y permite entender el interés que le debió suscitar esta técnica.
 

Primeros pasos del secano en México

Tardó poco tiempo Rómulo Escobar en profundizar sobre el secano y trabajarlo en su nueva escuela y en otras partes de la Mesa norte de la República.[10] Su vinculación directa con la experimentación de la citada técnica proviene de una casualidad. Dos estadounidenses, Henry J. Wilson y Robert J. Branagh residentes desde hacía un tiempo en Cananea (Sonora) estuvieron ensayando el secano en una superficie arrendada de más de 160 hectáreas en la cabecera del río San Pedro.[11] Escogieron “los terrenos bajos de color negro y esa tierra rojiza de las mesas más altas” y obtuvieron un éxito mayor del esperado, que podría aplicarse al conjunto de la República:

“Los magníficos resultados que se han obtenido, es infinitésima (sic) comparada con el bien que resultará para el Estado de Sonora en particular y la República de México en general en tiempos venideros” (AGN. Fondo Fomento,  Serie Agricultura, Caja 9, Exp. 1)

Optimistas con los resultados obtenidos, hicieron una propuesta al entonces secretario de Fomento, Olegario Molina, para enseñar esta novedosa técnica en otras partes de la República.

La respuesta del responsable de la sección 4ª de la Secretaría, F. Atristán, no se hizo esperar:

“Con respecto al asunto mencionado, esta Sección tiene la honra de manifestar a Ud. que es de tal importancia para el país el encontrar y adoptar algún procedimiento o método que asegure la explotación productiva de sus vastísimas regiones estériles por la falta de agua de riego, que de encontrarse ese procedimiento, insignificante resultaría cualquier sacrificio  que para conocer, experimentar y adoptar ese procedimiento se hiciera” (AGN. Fondo Fomento,  Serie Agricultura, Caja 9, Exp. 1).

Atristán responde a Wilson sobre la conveniencia de que ambos o cualquiera de ellos se pusieran en contacto con el director de la Estación Agrícola Experimental de Ciudad Juárez, el ingeniero Rómulo Escobar, para que bajo su supervisión se hicieran los experimentos y pruebas pertinentes. De esta manera, en agosto de 1908, el socio de Wilson, Roberto Branagh accedió a la Estación citada para entablar contactos con el director y seleccionar los terrenos adecuados. Los elegidos fueron los de La Ranchería, propiedad de la Sociedad Escobar Hnos., en el valle del río Bravo, con la intención de quede ser exitoso el sistema pudiera, según Escobar, colonizarse agrícolamente la frontera con los Estados Unidos.

Al año de las pruebas, los resultados aunque positivos no podían considerarse concluyentes. Escobar propuso, entonces, a la Secretaría, crear granjas experimentales en otras partes del norte del país supervisadas por la Estación de Ciudad Juárez, para que se pudiese trabajar con otras condiciones y terrenos, además de difundir este sistema entre otros propietarios y agricultores. La Secretaría accedió y creyó conveniente que los terrenos estuvieran cerca de las líneas de ferrocarril, la central y la nacional, que sirvieran a modo de propaganda.

Así, en enero de 1910 se iniciaron pláticas con algunos propietarios de los estados norteños de la República que, si bien respondieron entusiásticamente, manifestaban un cierto conocimiento de la técnica. De hecho hasta 1912 no se firmó convenio alguno y los dos únicos que hubo fueron con los propietarios de las haciendas de La Fragua y San Martín próximas a Monterrey (Nuevo León), esta última regida por una Sociedad Agrícola.[12] Como encargado de la labor experimental en ambas Granjas, el presidente Francisco I. Madero designó a Roberto Branagh, en 1912. Los trabajos experimentales continuaron con Victoriano Huerta y, finalmente, con el presidente Carranza, a partir de 1918, desaparece cualquier pista sobre estas granjas experimentales y sobre el apoyo de la Secretaría de Fomento a esta técnica y, por el contrario, se avivó la idea de la necesidad del regadío.[13]

A pesar de la inestable situación que se vivió en aquellos años, Branagh hizo sus ensayos prácticamente hasta 1918 en los que se agudizaron los conflictos con el administrador de la Sociedad ya mencionada. Uno de ellos es que a la Sociedad no le interesaban los productos cosechados en los terrenos experimentales por su débil salida al mercado, frente a los cereales y el maíz. Los resultados obtenidos por Branagh de variedades agrícolas para pastos, granos y algodón, reflejaban un cierto optimismo.

El compromiso de la Secretaría de Fomento por el cultivo de secano parecía veraz por cuanto el mismo año de 1910 publicó varios trabajos escritos por agrónomos mexicanos sobre el secano con una finalidad netamente propagandista, dentro del programa de actividades de apoyo a la agricultura. El primero de ellos fue el de los resultados obtenidos por Rómulo Escobar titulado Conferencias e informes (…) sobre el cultivo de secano. En el mismo año se publicaron los folletos de Mario Calvino, La sequía vencida sin riego o sea cultivo de los terrenos áridos según el sistema Campbell y de Félix Foex, El África del Norte y sus cultivos de secano. Enseñanza para los agricultores mexicanos.[14] Paralelamente, tal como se desprende de la documentación hallada había la intención de dar a luz una publicación dedicada a difundir la nueva técnica. Posiblemente, esta revista es La riqueza del suelo, publicada entre agosto de 1910 y abril de 1911, con muy pocos números, nueve, y cuyos temas tenían que ver con las líneas que pretendía defender la Secretaría de Fomento, desde el regadío a las técnicas de secano, pasando por el abonado, el laboreo de tierras y el crédito agrícola.

Hay que decir, para acabar con este apartado, que México presentaba unas condiciones inigualables para que el cultivo de secano triunfara, y así lo expresaba John A. Widtsoe en la edición de 1920 de su ya citado libro:

“In México, likewise, dry-farming has been tried and found to be successful. The natives of Mexicohave practiced farming without irrigation for centuries –and modern methods are now being applied in the zone midway between in the extremely dry and the extremely humid portions. The irregular distribution of precipitation the late spring and the early fall frosts, and the fierce winds combine to make the dry-farm problem somewhat difficult, yet the pretexts are that, with government assistance, dry-farming in the near future will become an established practice in Mexico. In the opinion of the best students of Mexico it is the only method of agriculture that can be made to reclaim a very large portion of the country” (Widtsoe, 1920: 102)[15]

La frase final del libro de Widtsoe “Conquistaremos el desierto” parece transmitirse en los textos de Escobar, y en el ánimo del funcionariado de la Secretaría de Fomento. No obstante, no todo eran ventajas con el secano. Pese al optimismo, al menos aparente, que despertaba la técnica del secano, científicamente orientado, conviene explicar las nociones y condiciones que se requerían para su implantación y extensión por las zonas áridas y semiáridas de la República.
 

Las condiciones del secano

La aplicación del secano a la porción árida y semiárida de la República parecía una auténtica panacea en cuanto a las expectativas de beneficios; no obstante, obligaba al agricultor, que no al campesino, a realizar tareas más asiduas y a adquirir aperos, abonos y ganado que le permitiera salir adelante. Escobar no engañaba al afirmar:

“Que con mayores gastos que el agricultor ordinario que siembra de riego o de temporal, puesto que debe cultivar su tierra mucho más profundamente y mayor número de veces, aumenta el agricultor moderno en secano las probabilidades de reembolsarse el dinero que ha gastado en forma de trabajo y de pasturas” (Escobar, 1914: 88)[16]

Se dirigía el ingeniero a un nuevo tipo de colono, un empresario agrícola, más versado en las técnicas y conocimientos modernos que el campesinado tradicional predominante en el país: un profesional formado en los rudimentos de la economía rural y dispuesto a generar más ganancias que pérdidas.

Escobar incide, en primer lugar, en la diferencia entre cultivo de temporal y de secano. Algunos de los propietarios consultados por el ingeniero para el establecimiento de  granjas experimentales opinaban que, en realidad, era una práctica inmemorial en México, pero que en “nuestro afán de despreciar todo lo que es el país y encomiar todo lo extranjero, estamos empeñados en atribuirle a un norteamericano, como de invención reciente, el cultivo de secano”.[17] Esta idea la achacaba Escobar a la confusión que muchos de los agricultores y propietarios tenían entre el temporal y su sistema mejorado, el secano. El primero era, y sigue siendo, una práctica tradicional de la agricultura mexicana por el cual se obtenían cosechas en función, básicamente, de las lluvias habidas a lo largo del ciclo agrícola; frente al temporal, el secano se aplicaba en aquellas regiones donde las lluvias no eran suficientes para cosechar y debían, entonces, realizarse ciertas labores que permitieran acumular agua en el subsuelo y obtener una producción rentable. En este sentido, resulta interesante comparar la definición que empleó Widtsoe en Dry-farming (1910) con la utilizada por Escobar en su El cultivo de secano (1914).

Widtsoe en su definición de secano incide en dos aspectos: uno denota un cierto conocimiento científico del medio como es el de la cantidad de precipitación; el otro, refiere a un aspecto que podía ser atractivo al futuro colono de las tierras norteamericanas. Según este autor, esta técnica era “la producción rentable de cultivos útiles en tierras que reciben anualmente menos de 600 mm de precipitación”. Por su lado, Escobar entiende el secano como la “técnica necesaria para lograr cosechar en lugares donde la precipitación no es suficiente para producirlas por los procedimientos ordinarios de cultivo”; más adelante delimitó a partir de la precipitación las regiones en las que podría ser necesario su uso, esto es, entre 250 y 600 mm de lluvia anual.

En ambos casos, la alusión a la pluviometría significa que existía método y capacidad para su medición; y no tanto la obtenida en un mismo año sino una secuencia más o menos larga de registros mensuales. Para el caso estadounidense, Widtsoe reprodujo en su texto las gráficas de precipitación de diversas localizaciones del centro de su país, aunque estos son de un único año; la cantidad mínima de lluvia anual debía estar según este autor en 600 mm. Para el caso mexicano, como expuso Escobar en Rainfall in Mexico, los registros de precipitación, en el mejor de los casos, se remontaban a 1873 con la iniciativa de Francisco Díaz Covarrubias y la creación del Observatorio Astronómico Nacional de Tacubaya, en Distrito Federal;[18] lo más usual eran los datos obtenidos por aficionados con poca fiabilidad metodológica de los resultados. Sin embargo, el ingeniero agrónomo como buen conocedor del clima mexicano, sabía de la marcada estacionalidad de las lluvias en la mayor parte del territorio, por lo que no era tanto el total anual sino su distribución o la regularidad lo que le preocupaba, y así lo hace notar en su pequeño estudio.

El otro asunto es el relativo al fin rentable que persigue el uso de este sistema de cultivo subrayado en la definición de Widtsoe y que indica la necesidad de convencer al colono norteamericano de que esta nueva técnica de cultivo también era redituable. Por el contrario, la ausencia de este objetivo en Escobar parecía dar a entender que, si bien tras el fin colonizador debía existir una cierta garantía de progreso, se sobreentendía que no era el campesino tradicional quien podía leer su manual, sino personas con conocimientos y lecturas, capaces de extraer productos de un medio difícil mediante trabajo.

La rentabilidad estaba unida también al conocimiento que el agricultor tuviera, no únicamente de la humedad disponible, sino también de las condiciones del suelo, principalmente las propiedades físicas sobre las químicas, y con éstas las de los elementos que contribuían a que los suelos captaran mayor humedad, como el humus

En relación con los estudios de suelos, en México, si bien sus conocimientos teóricos se impartían desde el inicio de los estudios agronómicos en la Escuela Nacional de Agricultura (1854), en realidad éstos se habían quedado en la teoría. Agrónomos como Rafael Barba (1840- 1911) y José C. Segura (1845- 1906), con una destacada labor de difusión en estos temas en las principales publicaciones periódicas de fines del siglo XIX, no  pudieron avanzar en los análisis de suelos, ya fuera por falta de apoyo oficial a su realización como por el desinterés que los hacendados mostraban hacia la labor de este tipo de profesionales. Sin duda, como resaltaba Bulnes (1981), la existencia de extensas porciones de tierras con una elevada fertilidad natural y con unas condiciones climáticas que favorecían una práctica agrícola extensiva, no precisaba del apoyo de agrónomos para la mejora de rendimientos; a lo que debería añadirse también la existencia de una abundante y barata mano de obra. Por añadidura, una de las comisiones científicas más importantes del último cuarto de siglo, la Comisión Geográfico- Exploradora, no creó un apartado especial para ellos.

Los procedimientos ligados al secano requerían además del empleo de maquinaria y de buenos tiros de animales de manera que, opinaba Escobar, “puede decirse que con bestias de tiro y con buenas máquinas (condiciones indispensables) en muchas regiones de la República pueden ser estos cultivos tan productivos o más que los actuales imperfectos de riego”.[19] Todo ello revela no sólo la necesidad de un mínimo de capital inicial para iniciar los cultivos de secano –algo muy alejado de la realidad agrícola del México de la Revolución y que conducía a la obligatoria creación de una Caja de Préstamos o un Banco agrícola—, sino también del bajo nivel tecnológico de los cultivos de regadío que se trataban de incentivar. La iniciativa en la colonización de las regiones áridas y semiáridas del país restaba en manos de los propios colonos quienes, con el establecimiento de una entidad de crédito para el apoyo a la agricultura, podrían adquirir la maquinaria y los aperos necesarios para salir bien de la empresa.[20]

 El problema de los fertilizantes quedaba fuera de toda duda, sobre todo los orgánicos. Dada la relevancia del humus en la actividad del suelo, y con él del estercolado, y el recién descubierto papel de los microorganismos en la fertilidad natural del suelo, se hacía prioritario impulsar la presencia de ganado capaz de generar el abono necesario para mantener la fertilidad, propiciar la acumulación de humedad en el suelo, debido a las propiedades higroscópicas del humus, al tiempo de conservar la estructura del suelo. Así, prácticas supuestamente caducas como el barbecho y el estercolado cobraban sentido y vigencia; máxime cuando era conveniente “dejar en barbecho la tierra o aprovechar la ocupada con los pastos espontáneos que produce sin cultivo” (Escobar, 1914:90). Esto implicaba que en las regiones semiáridas y áridas del país, la dotación de superficie por familia debía ser superior a la de las regiones húmedas, por el mismo hecho de tener que poner en barbecho parte de la propiedad.

Esta conclusión liga perfectamente con uno de los aspectos de la agricultura mexicana más polémicos: la crítica generalizada en tiempos de la Revolución a las haciendas y su supuesta perniciosidad para el desarrollo agrícola del país. Para Escobar tal crítica era injustificada si se atendía a las condiciones climáticas del país. Las haciendas, para él, no eran más que la adaptación a esas características físicas que imperaban en una porción considerable de la República y que abocaba, en condiciones de baja tecnificación, a practicar una explotación extensiva, una opinión, por otra parte, que parecían compartir autores tan polémicos como Bulnes (1981) y tan renovadores como Molina Enríquez (1978). Por estas razones creía que era un error el fraccionamiento de las grandes propiedades –“no hay que matar la agricultura capitalista”—porque incluso había “muchas regiones  donde la pequeña agricultura no podrá establecerse en muchos años (al menos mientras la ciencia agrícola y las necesidades comerciales sean lo que son ahora) aunque suframos nuevas revoluciones y se repartan las tierras varias veces” (Escobar, 1915: 12). Ahora bien, como ya se ha dicho, en caso de fraccionamiento de la gran propiedad o de distribución de tierras nacionales entre nuevos colonos, la superficie de cultivo dada a cada familia en las zonas áridas y semiáridas debía ser superior que en las regiones húmedas del país.

En definitiva, Escobar era consciente de que se trataba de una técnica que requería de una inversión de capital importante y con una superficie que permitiera poder vivir al agricultor y a su familia de forma relativamente cómoda mientras se afianzaba su producción. Sin embargo, el agrónomo no estuvo en contra de la extensión del riego allí donde se pudiera establecer, y en eso coincide con la mayoría de los intelectuales. Vale la pena detenerse ni que sea escuetamente en los defensores del riego en México y en el pensamiento que subyacía tras él.
 

La apuesta por el regadío
 

Paralelamente a la introducción del cultivo de secano, fue desarrollándose una campaña en pro del regadío por parte de la misma Secretaría de Fomento. Ésta, dirigida entre 1907 y 1911 por Olegario Molina Solís,[21] en aras de fomentar la productividad agrícola del país y frenar la emigración del campo hacia los Estados Unidos, articuló diferentes líneas de actuación que incluían desde la reforma de la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria, a la creación de la Caja de Préstamos para Obras de Irrigación y Fomento de la Agricultura (1908). Esta última debía apoyar económicamente proyectos de desarrollo agrícola, entre los que se encontraban los de riego.[22] Tanto el apoyo al secano como la propaganda intensa de extender el regadío fueron los extremos prácticos de esta política proagrícola.

Para muchos de los políticos y ensayistas del momento, el problema de la agricultura mexicana se simplificaba a una cuestión principalmente tecnológica y política que incluía desde la escasa red de canales y bordos para la irrigación –no había aumentado desde tiempos de la colonia la red de canales y de embalses (Herrera, 1919: X)—, la baja inversión en maquinaria agrícola del hacendado, además de falta de brazos que trabajaran esos yermos terrenos que ansiaban la colonización y el arado para ofrecer sus frutos, y que una buena política de colonización permitiría soslayar. Afortunadamente, además, veían en la inversión en el desarrollo del ferrocarril la posibilidad de fomentar el interés del propietario rural por mejorar e intensificar sus cultivos. A todo ello contribuía el optimismo que subyacía a la idea de la inmensa riqueza del suelo mexicano de raíz humboldtiana en su célebre Ensayo. La solución del campo mexicano se reducía a meros problemas técnicos, como el de la extensión del riego, que se refleja en sentencias como la expresada por el director de La revista agrícola, A. Portillo (1890- 1891):

 “Nuestro país, sería una poderosa producción agrícola si fuese posible regar nuestras llanuras y nuestra Mesa Central con esas aguas bulliciosas que escapan en torrentes hacia el mar, llevando en sus turbias aguas un limo fertilizante y poderoso”).

Se obviaban los problemas de carácter estructural señalados por muchos políticos, si no contrarios al porfirismo, sí críticos con él; esto es, el carácter social del problema del agro mexicano y de tenencia de la tierra y las consecuencias de la aplicación del modelo liberal de Estado que se estaba erigiendo desde tiempos de la Reforma.[23]

Con todo, a fines del siglo XIX, empezaba a emerger la conciencia de que México pese a la bondad de su clima y la fertilidad de sus suelos, distaba de ser “uno de los países más fértiles del planeta”; por el contrario, ya no era “un campo lleno de riqueza, fértil y florido”, y pensadores de la talla de Justo Sierra se encargaron de señalarlos continuamente en sus escritos.[24]

El regadío era un tema que llevaba años en la palestra de los discursos oficiales y en las publicaciones agrícolas del último tercio del siglo XIX.[25] El agua era indispensable para el modelo de agricultura que se pretendía –orientada hacia la exportación—, y no importaba su origen: si no era la de los escasos y magros ríos de la Mesa Central, serían los pozos ordinarios y artesianos, las galerías filtrantes y otros sistemas que se empleaban tradicionalmente; unos métodos que se acompañaban además de nociones acerca de climatología, del clima de México, y de la predicción de las lluvias; nociones y métodos que fueron divulgados en las principales revistas de agricultura, entre el fin del siglo XIX y el final del porfiriato, como la Revista agrícola, La tierra de México y La Riqueza del suelo.

Se discutía, ya no la necesidad de difundir el riego, un asunto sobre el que no cabía oposición, sino, primero, la posibilidad de su implantación en su extenso territorio teniendo en cuenta sus características climáticas e hidrográficas y; segundo, sobre la responsabilidad de la inversión. En este sentido, cobran interés opiniones tempranas como la de Agustín Alfaro publicada inicialmente en El Imparcial y difundida posteriormente en la revista La tierra de México, pues muestran un estado de opinión común entre políticos y técnicos de este período preocupados por el futuro agrícola del país, en una concepción en que la agricultura debía ser la base de su desarrollo económico. Según este articulista:

“El sistema de riegos fundado en el aprovechamiento del agua de los ríos y su distribución por medio de canales, es indudablemente el que resuelve de un modo más satisfactorio y completo el problema de la irrigación; pero éstas son obras que no pueden alcanzar a todo el territorio de un país tan extenso como México, y exigen además desembolsos considerables, accesibles tan sólo a las grandes empresas apoyadas directamente por los gobiernos.

Aun suponiendo que se utilicen todos los ríos y que se distribuyan sus aguas con perfecto conocimiento de las reglas que constituyen el difícil arte de la irrigación, todavía quedará una gran extensión del territorio al que no alcanzarán los beneficios del riego por encontrarse muy alejados de las zonas regables, o a un nivel superior donde sea económicamente imposible conducir las aguas” (1901: 103).

Las dificultades apuntadas por Alfaro fueron confirmadas por la redacción de La tierra de México: era necesario que el regadío deviniera tarea obligatoria del Estado, como lo habían sido también los ferrocarriles, “obras colosales, costosas, indispensables ya y que la iniciativa privada no puede afrontar”[26]

Con este tenor se inicia desde el cambio de siglo una corriente de artículos y publicaciones en las que el regadío parecía ser la única solución posible para sacar la agricultura mexicana del ostracismo. Se luchaba por una nueva ley de aguas federales (aprobada en 1906), y la creación de una institución financiera que apoyase los proyectos de particulares en pos del fomento de regadío (Las Cajas de préstamos para irrigación…, 1908). El conocimiento particular del medio y las posibilidades de desarrollo del regadío, se trató de lograr mediante los siempre malhadados cuestionarios como el “Cuestionario sobre los primeros datos que conviene adquirir para formar el plan que tienda a favorecer el desarrollo de la irrigación”, de la Secretaría de Fomento, que volvió a realizarse aunque ampliado en 1930 con la Comisión Nacional de Irrigación en otro contexto político.[27]

Destacan en este panorama proirrigación autores como el jurista Andrés Molina Enríquez, e ingenieros como Ángel M. Domínguez, Roberto Gayol, Leopoldo Palacios, Ignacio López Bancalari –futuro director de la Comisión Nacional de Irrigación—y Antonio Herrera y Lasso.[28]

Conviene detenerse en el pensamiento que defendían tras la irrigación algunos de estas destacadas personalidades. En concreto, Andrés Molina, Leopoldo Palacios, como principales protagonistas de los años previos a la Revolución.
 

Las políticas de la irrigación en México

Dentro del pensamiento agrarista, Andrés Molina Enríquez es una de las figuras iniciales más representativas. Su pensamiento sobre la situación del campo mexicano tiene en Los grandes problemas nacionales, publicado por primera vez en 1909, sus principales reflexiones, aunque ya encontramos un esbozo inicial anterior en su discurso de entrada a la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (La cuestión del día. La agricultura nacional)[29]. En la obra mencionada dedica uno de sus capítulos a la irrigación.

Quizás, como se explica en el prólogo a la antología realizada por Álvaro Molina (1969), difícilmente podemos comprender la magnitud de las ideas que despliega Molina Enríquez en su obra sin atender a su concepción de “soberanía nacional” que centró más adelante la redacción del artículo 27 de la Constitución de 1917 del que fue autor. Por tal concepto, Molina Enríquez defendía la necesidad de que se limitase la propiedad de los bienes de la naturaleza (agua, tierras, subsuelo…) en pos de un beneficio social de su uso. El régimen porfirista se dedicó, sobre todo en los últimos años, en aras de captar inversiones extranjeras, a dilapidar los recursos del territorio, a partir de concesiones ilimitadas y  sin que hubiese la posibilidad de recuperarlos para el bien colectivo. Su idea de soberanía nacional significaba que el Estado “se reserva la facultad soberana de reconocer o desconocer la propiedad privada y de imprimirle todas las modalidades y restricciones necesarias para que funcione en beneficio del todo social” (Molina, 1969: 15-16). Pues bien, aplicado a lo que debía ser el desarrollo del riego en México, éste debía tener como eje central la soberanía nacional de los cursos superficiales de agua, de forma que el Estado cede a la explotación privada, pero cuya gestión recae en la Administración federal.

Para Andrés Molina había dos grandes vías a partir de la que se podía emprender la inversión en riego. La primera, que los poderes públicos tomen la iniciativa y culminen la construcción de las  obras; la segunda, que los poderes públicos “ofrezcan y presten fondos a los particulares (…) para que éstos hagan dichas obras”. Los primeros, continua, “han sido los proyectitstas, los ingenieros, los contratistas, que han pugnado siempre por la ejecución de grandes trabajos que acrediten a los organizadores, den fama a los constructores y enriquezcan a los empresarios” sin que beneficie en nada a la generalidad de la sociedad: no se trataba únicamente de inundar de agua los campos; las consecuencias afectan a la condición jurídica del agua, a la propiedad de la tierra, a los tipos de cultivos usados entre otras.

Según Molina Enríquez las zonas principalmente favorecidas por el riego deberían ser las que denomina él como “zona fundamental productora de cereal”, que dedica parte de su superficie a la producción de gramíneas euromediterráneas, trigo principalmente, de bajo consumo en México, y de gran salida económica en el exterior, que son las que padecen más los efectos de la sequía. Esta zona abarca la zona central del país, que incluía el conocido Anahuac con el Bajío, y lo que se conoce como la depresión del Balsas, al sur; con ramificaciones, al norte, hasta Chihuahua y Saltillo y, al sur, hacia Tuxtla y San Cristóbal. Los cultivos de maíz y frijol tenían mucho menor riesgo al coincidir su siembra y desarrollo con las lluvias. Para ello propone que la federación y los estados delimiten esa área fundamental y una zona posible de ampliación; que emprendan las obras que puedan realizar con sus propios fondos y que concedan a los particulares las subvenciones oportunas para que éstas las efectúen.

Finalmente, es partidario del fraccionamiento de la gran propiedad, previamente al desarrollo del riego, contrariamente a lo que opinaba el exministro de hacienda porfirista José Yves Limantour, y el de fomento, con Carranza, Pastor Rouaix “por que de otro modo—dice—todo trabajo que se haga irá a dar por resultado el reforzamiento de esa propiedad” (Molina, 1969: 136).

Frente a Molina se sitúan las opiniones del ingeniero Leopoldo Palacios –uno de esos “notables de filiación criolla”, que decía Molina, como Roberto Gayol, de quien fue discípulo, y Manuel Marroquín. Una lectura somera de los tres textos más conocidos del ingeniero Palacios (1909, 1911 y 1919) revela una clara tendencia en sus opiniones hacia la defensa de su profesión y de su campo profesional, así como una subrepticia petición al gobierno en turno de que adoptara medidas para que se convirtiera en cuestión de Estado la implicación profesional de los ingenieros civiles en la construcción nacional, particularmente en lo que ellos podían contribuir al progreso: la construcción de las grandes infraestructuras de las que hace una apología.

“¿En qué país del mundo puede apreciarse mejor la grandiosidad y la belleza de la profesión de ingeniero, y qué importancia tiene aquí, en este medio, en que la Naturaleza nos presenta todos sus tesoros, rodeados de escollos, y tal parece que nos dice: trabaja, estudia, que el éxito requiere el esfuerzo?” (Palacios, 1911: 9)

De esta manera, parece coincidir los pronósticos del jurista y sociólogo Molina, con esa lectura.

Palacios era consciente de las desventajas que las características climáticas propias del país así como el relieve tan montañoso y los grandes desniveles representaban para el desarrollo económico –tal como habían descrito Alejandro de Humboldt y sus sucedáneos—, pero también de las oportunidades que su envidiable posición en el globo junto con estas inigualables características proporcionaba para el desarrollo. Hablaba, por ejemplo, del montuoso relieve y también de las grandes hoyas, depresiones que caracterizan la Mesa Norte y Central; todo ello favorecía la construcción de diques y bordos que permitirían almacenar agua. Con estos embalses y los grandes desniveles de los que se podía obtener energía eléctrica, según su parecer, se podrían regar extensísimas regiones, desde las más altas hasta las más remotas y alejadas.

El problema de la irrigación, 1909, como bien se indica en el prólogo realizado por Clifton Kroeber, formaba parte de la campaña realizada desde la Secretaría de Fomento para frenar la emigración hacia los Estados Unidos y frenar las importaciones de bienes básicos. Para Palacios, el problema de la agricultura se solucionaba con la irrigación, un tema al que, según él, todas las naciones desarrolladas estaban dedicando su atención. Opinaba que en México habían medios técnicos suficientes para afrontarla y era deber del gobierno federal su asunción, ya fuera por medios directos (por razones económicas, de competencias administrativas locales, y de regulación de caudales) como indirectos (a través de subvenciones, de una legislación que incentive la iniciativa privada y mediante la docencia agrícola). Con el riego, iba a mejorar el bienestar de los millones de campesinos mexicanos y se iban a afianzar las bases del progreso material y moral del país.

Apunta Palacios el desconocimiento real, en la gran escala, de las potencialidades locales para el desarrollo del regadío en el país. Para ello sugiere formular un breve cuestionario que serviría en las poblaciones para obtener los datos necesarios para el desarrollo del riego.[30] Todas estas reflexiones le sirven al ingeniero para efectuar un cálculo aproximado de 28,5 millones de hectáreas potencialmente irrigables, y para delimitar, al igual que hizo Molina en la obra citada, tres grandes regiones de riego, a saber, la región comprendida entre la costa y las cordilleras; la mesa central; y la región montañosa, que propende a describir. La más necesitada de riego, según su opinión, era la Mesa central por su patente aridez.

Molina y Palacios representaron dos opciones de extensión del riego, uno con una finalidad social y el otro con la defensa del valor de lo individual como la vía clásica del liberalismo por la cual, la búsqueda de la felicidad individual redundaría, a la larga, en la felicidad colectiva; el primero, centrando ese riego en la “zona fundamental de los cereales”; el otro, con una extensión generalizada en todo el país. Ni uno, ni otro, pensaron la posibilidad del secano como medio alternativo para solucionar la agricultura de una porción considerable del territorio nacional con régimen climático árido.
 

¿Secano o regadío?
 

Bajo el título de este trabajo, “Temporal y regadío en el agro mexicano. Política y agricultura en el México del siglo XX”, he tratado de abordar uno de los problemas más graves con el que tuvieron que lidiar los gobernantes mexicanos entre el último decenio del siglo XIX y los dos primeros del XX, hasta prácticamente 1920, la colonización del México árido desde las técnicas agrícolas que iban a permitir su ocupación y, por lo tanto, su rentabilidad. Cualquiera de las técnicas que finalmente se aplicasen debía servir, no únicamente para frenar el interminable goteo de campesinos hacia los Estados Unidos, sino también para aliviar los conflictos y tensiones cada vez más acusados que se estaban viviendo en el campo mexicano derivados, principalmente, de la política prohacendística que se había desplegado en los últimos años del régimen de Porfirio Díaz.[31]
El México árido era un espacio renuente a la habitación debido sobre todo a las duras condiciones que tenían que afrontar quienes se animasen a vivir en él: un espacio aparentemente virgen y fértil, de escasas lluvias o bien, con lluvia suficiente pero marcadamente estacional, y con temperaturas extremas. Este espacio abarca desde la Mesa central hasta la Mesa norte, o bien, de lo que se conoce actualmente como Bajío hasta la frontera con los Estados Unidos: una frontera que no era delimitada por el río Bravo, sino por “la línea que divide la vegetación de la estepa, los campos cultivados, del desierto. Al norte el algodón, el trigo, el arroz, los jardines y las huertas; al sur los mezquites y los cactus que se levantan perezosos de las arenas” (Palacios, 1909: 69)

La posibilidad de superar esta descripción tan preocupante mediante técnicas agrícolas daba alas a los sueños de los gobernantes y a los de los profesionales que estaban a su servicio. Sin duda, el secano iba a contribuir a ello; pero también el regadío, defendido con ahínco por el grupo de ingenieros próximos al poder. Las bases que sustentaban sus puntos de vista se hallaban en el mayor conocimiento de las características geográficas del país, producto del esfuerzo continuo que naturalistas y gobernantes hicieron por inventariar las riquezas del país, levantar sus mapas y extender las vialidades hasta los puntos más recónditos del país, principalmente desde la segunda mitad del siglo XIX; un esfuerzo que permitió tener una imagen cada vez más ajustada de la realidad del país que trasladaba a México de ser una potencia agrícola sin parangón en el orbe terrestre, como se apuntó continuamente desde la independencia, a ser la tierra seca y mísera, difícil de cultivar y estéril, de la que hablaba Justo Sierra.

El baile de cifras que mostraron Rómulo Escobar y Leopoldo Palacios revela una mayor crudeza de la realidad que la que se describió, por ejemplo, en las noticias estadísticas que se publicaron en el Boletín de la Sociedad mexicana de Geografía y Estadística, desde 1839 hasta finales de siglo.[32] Así, por ejemplo, Escobar en su trabajo El cultivo de secano calculó en aproximadamente un 75 por ciento el territorio nacional que podía verse beneficiado por el uso de tal técnica, que comprendía un 38,9 por ciento de regiones con un mínimo de precipitación (superior a 250 mm anuales e inferior a 750 mm), y un resto de 36,6 por ciento con lluvias superiores a 750 mm, pero donde la aplicación de dicha técnica podría beneficiar y permitir ahorros sustanciales de agua de riego. Más adelante, en su trabajo Indicaciones relativas a colonización, se mostró mucho más resuelto y apuntó un 90 por ciento del territorio en los que el secano podría servir. De ellos, en el 70 por ciento el riego era imposible; y en el resto, el 20 por ciento, era necesario y útil. Sólo un 10 por ciento, permitía la agricultura sin riego por la elevada pluviosidad. Estas últimas cifras fueron juzgadas como optimistas por agraristas como Jesús Silva Herzog (1974: 175)

Los datos finales suscritos por Escobar fueron reiterados por el ingeniero y polemista Francisco Bulnes (1981). En sus diatribas contra los agraristas, la reforma agraria y, con ella, el fraccionamiento de los latifundios, rescató únicamente 10 millones de hectáreas de tierras laborables en el conjunto del país que podrían ser repartidas con ciertas posibilidades de éxito entre futuros colonos: el resto, segúne ste autor, era eriazo difícil de cultivar y que condenaría a sus moradores a más hambre de la que pasaban trabajando en régimen de esclavitud en las haciendas.

Sin duda, la tendenciosidad no libraba el cálculo sereno del científico. Leopoldo Palacios en los trabajos ya citados pasó de 28.465.540 hectáreas de superficie potencialmente irrigable, aproximadamente un 14,3 % del territorio nacional, “más de lo que se riega actualmente [1911] en la India” a un panorama en nada halagüeño para los políticos del momento: según él (1919), más del 30 por ciento del territorio está formado por lomeríos compactos y tepetatosos –arcillosos—; las zonas próximas a los volcanes son arenosas; en las costas abundaban los suelos arcillosos ferruginosos y, finalmente, el país cuenta con grandes desniveles que dificultaban el cultivo.

Para acabar con este baile de cifras, y a modo de comparación, los cálculos realizados mucho más tarde por Jorge L. Tamayo, en una publicación de 1958de la Secretaría de Recursos Hidráulicos –sucesora de la Comisión Nacional de Irrigación—, estimó en cerca del 15 por ciento, es decir, 29,3 millones de hectáreas, las tierras de labor, tanto de regadío como temporal, que podían contarse en la república. Esto es, aclara, la superficie máxima cultivable del conjunto del país, teniendo en cuenta su pendiente, su drenaje, el estado de conservación de sus suelos y demás Orive (1970: 41-42). Se observa una cierta coherencia entre la superficie útil irrigable de Palacios para riego, y la total de Tamayo para riego y temporal, no sabiendo uno a ciencia cierta si se trataba de una exageración de Palacios o su verdadera intención de convertir todo lo cultivado en regadío. Lo mismo puede decirse de las cifras propuestas por Escobar: el secano parecía que se podía aplicar al conjunto del territorio mexicano

Al final, en los años sucesivos, el decantamiento hacia el regadío resultó inevitable sin que hubiera mediado discusión alguna con los partidarios del secano. Tampoco la Secretaría de Fomento, propició debate alguno. Pareciera como si cada uno tuviera acotado el espacio en el que pudiese aplicar sus convencimientos, sin que se llegaran a crear fricciones: Escobar, su Escuela y su secano se limitarían a sus tierras del norte; los ingenieros civiles y el regadío, a las del centro y sur del país.

La participación activa de los ingenieros agrónomos en las Comisiones agrarias formadas en tiempos de la Revolución y junto con ellos las ideas proirrigación que siempre se habían defendido en la Escuela de agricultura, acabó por convencer a una administración, la de Plutarco Elías Calles, deseosa de solucionar de una vez por todas y de forma expedita el problema del campo mexicano: había que fraccionar propiedades –aunque no todas y nunca los terrenos de mejor calidad—, dotar de ejidos a los pueblos y restituir comunes, en una política y unos conflictos que llegan hasta nuestros días, 2006. Hay que decir, pero, que se trató de aplicar una política hidráulica con gran sentido social que fue, a fin de cuentas, lo que defendía Andrés Molina.[33]

Desde 1926, tras la aprobación de la Ley de Irrigación con aguas federales, se creó la Comisión Nacional de Irrigación en donde se integraron muchos de los egresados de la Escuela Nacional de Agricultura. Su función fue en dos líneas principales: la primera, la evaluación de la calidad de los suelos destinados a la irrigación con el desarrollo de lo que entonces se denominaba agrología, orientados inicialmente por expertos estadounidenses. La agrología les permitía evaluar las diferentes calidades de suelos y su capacidad para ser irrigadas sin excesivas pérdidas por infiltración del agua. La segunda línea fue los estudios socioeconómicos de las áreas beneficiadas por el riego.

Por su lado, los ingenieros civiles se ocuparon de la construcción de las obras hidráulicas necesarias: diques y presas de derivación, canales, túneles y toda la infraestructura necesaria. Para ello, en una fase inicial, fueron adiestrados y posteriormente asesorados por ingenieros estadounidenses. Su labor contemplaba también el aprovechamiento de los saltos de agua para la generación de energía eléctrica, necesaria para el desarrollo económico de la nación. En definitiva, se dio trabajo a profesionales, campesinos y obreros y se crearon nuevas poblaciones a raíz de la irrigación, algo que no hubiera desencadenado la práctica del secano, al menos, en el corto plazo.

Finalmente, valga este trabajo para reflexionar sobre la importancia relativa que cualquier opción tecnológica tiene en cada momento histórico. Visto en perspectiva, el proyecto de secano para el país no llegó a ajustarse a la realidad intelectual y económica de gran parte del campesino mexicano; distaban de ser agricultores autosuficientes y sin la urgencia de obtener beneficios económicos inmediatos. Frente al secano, el regadío ofrecía expectativas mucho más atractivas a cualquier gobernante, hubiera o no triunfado la Revolución, en una situación agrícola que demandaba pocos conocimientos, poca maquinaria, labores y ganadería, y sí mucha agua.[34] Claro está, a cambio de ignorar los problemas del salitre denunciados en su día por Escobar y posteriormente en los artículos publicados en la revista Irrigación en México (1930- 1946) órgano de comunicación de la Comisión Nacional de Irrigación.[35]

Hoy, sin duda, apreciamos los beneficios que la política de riegos ha tenido en el bienestar de nuestras sociedades; unos beneficios que se reflejan, dejan su huella, en forma de cicatrices y suturas en los paisajes y que el geógrafo y el historiador puede estudiar. Conviene recordar que secano y regadío son opciones perfectamente válidas y que el hecho de que la sociedad se inclinase por una u otra depende básicamente de factores sociales, culturales, económicos, entre otros, y, también, de la aplicabilidad y la capacidad de adaptación que ideas y conceptos tienen en cada momento histórico a las situaciones sociales, culturales, políticas, económicas de cada organización social.
 

Notas
 

[1] Véase sobre este aspecto el Dictamen presentado en la Sociedad Mexicana de Geografía y estadística Díaz Covarrubias, 1863. Sin embargo, no fue hasta 1873 que se creó propiamente el primer observatorio, como tal, de la República

[2] Al respecto, pueden leerse las numerosas referencias que dispersas figuran en la excelente recopilación de Silva Herzog (1974). También Bulnes, 1981, pp. 133 y ss.

[3] Sobre el Dry-farming, Campbell en su obra Soil Culture Manual (1902) explica su origen y las bases de esta técnica. Puede verse al respecto Campbell, 1907. Sobre aspectos biográficos puede consultarse su propio Manual

[4] En realidad, en los países mediterráneos –concretamente en España—esta técnica ya era conocida, aunque nunca estudiada desde el punto de vista científico hasta la introducción de la obra de John A. Widtsoe, 1907, traducida al castellano en 1914. Esta obra sirvió de acicate para que los ingenieros agrónomos, en particular José Cascón Martínez (1852- 1930), investigaran acerca de las técnicas empleadas en el sur de peninsular y decidiera denominarlo a la usanza “cultivo de secano”. Esta técnica permitía justificar el tan denostado barbecho, reivindicar la ganadería como parte de la empresa agrícola, defender el uso del estiercol –malparado frente a los abonos químicos—y reivindicarlos como la adaptación a las condiciones climáticas peninsulares de la actividad agrícola. Puede verse al respecto Cascón, (1913 y 1914) y Sunyer (1997) pp. 275- 283

[5] No en vano, algunos historiadores le consideran, simplemente, un bocazas (Webb, 1931. In Libecap y Zeynep, 2001) aunque con suerte, pues resultó no ser tan mala la idea. Los congresos celebrados reseñados por Escobar (1914) fueron en Salt Lake (1907), Cheyenne (Wyoming, 1908), Billings (Montana, 1909), Spokane (Washington, 1910), Colorado Springs (1911), Lethbridge (Canadá, 1912)

[6] Hay pocos datos sobre los hermanos Escobar publicados. Existen algunos de carácter muy general en la publicación de Marte R. Gómez, 1976 y otros se han obtenido de Gudiño, s/d y fuentes dispersas. Parece extraña la poca relevancia que Gómez da a los hermanos Escobar siendo como fue uno de los agrónomos de las generaciones prerrevolucionarias más activo. Posiblemente, su filiación porfirista, como indica Gudiño, sea la causa de que se hayan incluido pocos datos en este importante libro realizado por uno de las cabezas del agrarismo institucionalizado

[7] Esta publicación que con sus contratiempos siguió editándose hasta los años 1950 funcionó, al menos al principio, por suscripción y en su segundo número reseñaba 57 suscriptores de Ciudad Juárez, Chihuahua, Jiménez, Ciudad Lerdo, Zacatecas, Aguascalientes, León, Guadalupe, Ciudad Guzmán, Toluca, Celaya, San Luis Potosí, Saltillo, Monterrey y  ciudad de México

[8] “El cultivo representa un ahorro de agua” y “El cultivo del suelo es su irrigación”


[9] “La preparación profunda del suelo antes de su siembra, o el tratamiento del suelo tras la irrigación o la lluvia, permite al suelo absorber una mayor cantidad de agua y mantener su humedad”

[10] Los documentos al respecto pueden hallarse en Archivo General de la Nación, Fondo Fomento. Sección Agricultura, Caja 9, Exp 1, 2 , 3 y 4. Parte de la información se encuentra reproducida en su trabajo El cultivo de secano (1914)

[11] Cananea fue famosa en 1906 por la rebelión minera contra el propietario de la compañía Cananea Consolidated Copper Co. William C. Greene. Este ciudadano fue propietario a su vez de la Cananea Cattle Co., dirigida por su suegro Frank Proctor, que fue la que permitió a Wilson y Branagh realizar sus experimentos. Al respecto puede leerse Baca Calderón, 1975

[12] Sólo se ha podido encontrar constancia del contrato con el propietario de la Hacienda San Martín (Sociedad Agrícola San Martín S.A.) el cual tenía una duración de diez años (abril de 1912 a abril de 1922). El propietario, a cambio de ceder 100 hectáreas para experimentación y permitir la construcción de un techado para la maquinaria y una pequeña construcción para el técnico encargado (Roberto J. Branagh) se quedaba con la producción

[13] Esta última afirmación se basa en la ausencia de documentación al respecto en el archivo de la nación (Archivo General de la Nación), no obstante todavía estoy tratando de rastrear más a fondo este supuesto

[14] Giron et al., 2001

[15] “En México el secano parece haber sido exitoso. Los naturales han practicado el cultivo sin riego desde hace siglos y los métodos modernos se han ensayado entre los extremos seco y húmedo del país. La irregular distribución de las lluvias entre la primavera tardía y las heladas tempranas del otoño, junto a la dureza de los vientos, todos ellos se combinan para dificultar la aplicación del secano, sin embargo con el apoyo gubernamental esta técnica puede ayudar a convertirse en práctica cotidiana en México. En opinión de los mejores estgudiantes de México, es el único método que puede permitir la colonización de una parte considerable del país” (Widtsoe, 1920, p.102)

[16] Una aseveración que se confirma con autores de la misma época. Para el caso español véase al respecto Cascón, Op. Cit.

[17] AGN, Fondo Fomento,  Serie Agricultura, Caja 9, Exp. 2

[18] Véase nota 1

[19] Escobar (1914), pág. 88

[20] Las críticas al funcionamiento de la Caja de préstamos creada en 1908 se encuentran en distintos autores. Puede verse al respecto Molina Enríquez (1910) y ss; Herrera (1919) y para mayor información sobre el pensamiento agrarista al respecto, véase Silva Herzog, 1974

[21] Ex-gobernador del Estado de Yucatán y propietario de una extensión de más de medio millón de hectáreas en la citada península

[22] Al respecto puede leerse el trabajo de Orive (1970:58- 59). En él se explica la forma de operar de esta Caja y las características de algunos de los beneficiados por estos préstamos

[23] Las publicaciones de los agraristas en México y los estudios recientes sobre el agrarismo de la época de la Revolución mexicana son numerosas y la mayoría de gran interés. Destaco la obra de Andrés Molina Enriquez (1909); la edición de la obra póstuma de Antonio Díaz Soto y Gama (2002) escrito hacia 1941; o las críticas del polémico Francisco Bulnes (1981) vertidas en El Universal entre los años 1920 a 1924. También puede leerse la recopilación que hace Silva Herzog (1974) del pensamiento agrarista y los estudios de Enrique Semo (1978) y Leticia Reina  (1998)

[24] La primera cita corresponde a la clásica de Humboldt en su conocido Ensayo político del reyno de la Nueva España (1822); la segunda, proviene de una de las más longevas publicaciones agrícolas del porfiriato La revista agrícola (s.a., El agua. Los pozos artesianos, 1885, vol. I, pp. 24 y 25. Sobre la opinión de Justo Sierra puede leerse, entre otros párrafos dispersos a lo largo de su obra, Sierra (1948), vol. XII, p. 145

[25] Un tema, por otro lado difícil de compendiar en el estrecho margen de este artículo. Sobre las políticas de riego se han publicado varios trabajos, el que considero más completo Aboites (1998)

[26] Redacción (1901)

[27] Citado en Silva Rafael . “El agua como problema”. El periplo. http://www.uaemex.mx/plin/psus/rev4/d03.html. Sobre el cuestionario de 1930 puede verse la circular dirigida a los Gobernadores de los Estados y publicada en Irrigación en México, núm. 1 mayo, 1930

[28] Véase Ángel M. Domínguez (1903), Roberto Gayol (1910), Leopoldo Palacios (1909, 1910 y 1915), Ignacio López Bancalari (1919), y Antonio Herrera y Lasso (1919)

[29] Discurso pronunciado el 26 de junio de 1902, en el acto de recepción en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. El libro Los grandes problemas nacionales, como se dice en la antología preparada por Alvaro Molina (1969: 18), fue considerado por investigadores estadounidenses como William Prestley de la Universidad de Berkeley (California) como “la Biblia de los revolucionarios”

[30] Las preguntas son cinco: ¿de qué cantidad de agua disponemos para el regadío?; ¿qué superficie próximamente podemos irrigar?; ¿cuál es el agua indicada para la irrigación en las distintas regiones o mejor dicho, de qué orígenes podremos proveernos de ella?; ¿en qué región de nuestro territorio es más urgente la irrigación?; ¿en qué lugares se encuentran los sitios más adecuados para el establecimiento de las grandes obras hidráulicas?

[31] Silva Herzog (1974), Semo (1978), Reina (1998)

[32] Sunyer (En publicación)

[33] Sobre la labor de los ingenieros agrónomos durante la Revolución, su implicación en los proyectos de irrigación, y el sentido social de sus propuestas, puede verse Gómez (1982) y Ateneo Nacional Agronómico (1954)

[34] En la actualidad, en México como en España, los riegos ocupan más del 80 por ciento del consumo de agua por sectores

[35] Por ejemplo, Escobar (1910)
 

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© Copyright Pere Sunyer Martín, 2006

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Ficha bibliográfica:
 
SUNYER MARTÍN, P.Temporal y regadío en el agro mexicano. Política y agricultura en el México de principios del siglo XX.  Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales.  Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2006, vol. X, núm. 218 (05). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-218-05.htm> [ISSN: 1138-9788]
 

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