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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 331 (43), 1 de agosto de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

ENTRE EL ESTADO Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: SOBRE LA RECREACIÓN DE LO PÚBLICO EN FUNCIÓN DE LA PLANIFICACIÓN TERRITORIAL

Omar Tobío
Centro de Estudios Geográficos Universidad Nacional de San Martín
Omar.tobio@gmail.com

Entre el Estado y los movimientos sociales: sobre la recreación de lo público en función de la planificación territorial (Resumen)

El proceso de desmantelamiento de las instituciones del desarrollismo junto al de restricción de la ciudadanía social dio lugar a un mayor protagonismo de la sociedad civil desde fines de la década del setenta en Argentina. La participación civil se expresó por distintos canales, siendo uno de ellos el de los movimientos sociales, en especial una vez reabierto el ciclo constitucional. El objeto de este trabajo se centra en analizar cómo se recrea lo público entre las instancias institucionales y las demandas de los movimientos sociales en este contexto. El objetivo de dicho análisis se orienta hacia proponer caminos posibles para una planificación territorial participativa. La pregunta central orientadora de la argumentación consiste en cómo poder pensar el paso de formas de acción típicas de una democracia territorial y directa hacia una instancia participativa que pueda ser inscripta en el Estado entendido éste como una comunidad de derechos.

Palabras clave: Estado, movimiento social, planificación territorial participativa, “piqueteros”.

Between the State and social movements: About public policies re-establishment depending on territorial planning (Abstract)

The dismantling process of the institutions arisen from the developmentalism, together with the restriction of social citizenship, has attributed higher prominence to the civil society since the end of the seventies, in Argentina.  Civil participation has been expressed through different means, being one of them that of social movements; particularly, once the constitutional cycle has been resumed. This work focuses on analyzing how public policies may be re-established among the institutional instances and the demands of the social movements in this context. The aim of such analysis is intended to the proposal of possible ways of action leading to a participatory territorial planning. The main question which directs the argument consists of how to turn from the typical action mechanisms of a territorial and direct democracy to a participatory instance which shall be registered in the State, understanding the latter as a community of rights.

Key Words: State, social movement, participatory territorial planning, “piqueteros”.

El conjunto de cambios en la matriz social de la Argentina tras la cancelación del modelo de sustitutivo de importaciones a mediados de los años setenta dio lugar a la emergencia de una tensión entre dos polos. Por un lado una legalidad estatal fuertemente debilitada tras los procesos de reformas emprendidos y por el otro el surgimiento de un alto número de demandas de distinto tipo y objetivos, las cuales, sobre fines de la década de 1990 y toda la de 2000, fueron motorizadas por distintas organizaciones sociales que progresivamente ocuparon espacios dejados vacantes por la debilidad estatal. Por lo tanto, en estos dos polos en tensión se reconocen dos aspectos fundamentales: debilidad institucional, en el primer caso, y multiplicación de las demandas, fragmentación de los sentidos y una creciente presencia de la acción directa territorial para tornar visibles dichas demandas, en el segundo.

Al partir de la tensión señalada, objeto de este trabajo, se plantea como objetivo el delinear una serie de preguntas y proponer caminos para pensar posibles respuestas a las mismas en torno a los resultados de la lucha, encuentros y disonancias de dichos polos en tensión en el momento actual en tanto posibilidad de bosquejar un planteamiento de planificación de carácter participativo y fundado en el diálogo. Tres preguntas vinculadas a lo afirmado son ¿Cómo es posible pensar el paso de formas de democracia directa con intervención territorial a formas de carácter participativo en el Estado entendiendo a éste último como comunidad de derechos políticos y sociales con legalidad –y legitimidad- suficiente para realizar planificación territorial? ¿Cómo aportar a la reconstrucción de derechos universales e igualitarios en medio de esta multiplicidad de demandas en función de una planificación participativa? ¿Cómo institucionalizar mejoras que respondan a expectativas sectoriales y a problemáticas que se han ido activando desde la apertura de nuevo ciclo de protestas abierto en 1996 y 1997 y se activado luego de 2001 y 2002?

El trabajo se divide en tres partes. La primera está referida a los cambios que experimentó el Estado en la manera de concebir la planificación territorial tras el desmantelamiento de la institucionalidad del modelo desarrollista. La segunda se centra en los cambios experimentados en la sociedad civil tras la mutación estatal y la tercera a las territorialidades emergentes en este contexto, a sus fricciones y a sus entrelazamientos.

Si bien las reflexiones de este trabajo se orientan hacia pensar la planificación a nivel nacional, algunos insumos se toman de las conclusiones obtenidas en la investigación sobre movimientos socioterritoriales en el departamento de General San Martín, Provincia de Salta, República Argentina, cuya primer fase fue concluida en 2005. Se han realizado observaciones y registros de campo, se realizaron entrevistas a los dirigentes y se los ha acompañado en distintas actividades dentro de sus barrios de pertenencia. Desde esta posición se ha reconstruido la representación que tienen y el vínculo que guardan tanto con el Estado en sus distintos niveles como con las redes clientelares y los punteros barriales y políticos, analizando en todos los casos las dimensiones territoriales asociadas a las prácticas de estos actores.

El Estado: modelos de desarrollo en pugna y mutaciones en la planificación territorial

Las reformas estructurales entre 1976 y 2001

Desde mediados de los años setenta, la política económica de la Argentina transitó por dos nuevos andariveles de profundas consecuencias en la matriz social: la reducción del papel del Estado en la redistribución de la renta hacia sectores de menores recursos y de empresas medianas y pequeñas, junto a un proceso de redefinición de la relación entre la economía nacional y el mercado de bienes y capitales internacional, apuntando a una mayor integración entre ambos. En el paso del modelo de desarrollo hacia adentro -con un fuerte papel explícito del Estado como regulador- hacia uno orientado hacia a apertura externa -en el cual el mercado es el principal distribuidor de recursos-  no se continuó con la elaboración e implementación de instrumentos de planificación económica y territorial surgidos en el contexto de la posguerra.

Luego de la reinstauración del régimen constitucional en 1983 las tendencias perfiladas en la dictadura militar continuaron su curso: desindustrialización, creciente proceso de endeudamiento externo y políticas de subsidios a grandes grupos económicos (Aspiazu, Khavisse, Basualdo, 1986) a lo cual debe sumarse como una de las características de la Presidencia de Raúl Alfonsín las permanentes inestabilidades políticas y económicas en la puja por los recursos entre los grandes grupos locales y la banca acreedora internacional, de creciente y decisorio peso en el escenario de poder vigente en ese entonces (Basualdo, 2006). Estas pujas derivaron en la crisis económica de carácter hiperinflacionario de 1989, transformada poco después en una crisis institucional, con la cual se produjo la renuncia del Presidente de la República.

En la década de 1990, tras la implementación del programa de reforma del Estado para la estabilización de la economía por medio del llamado Plan de Convertibilidad (durante la primer Presidencia de Carlos Menem) se llevó adelante la instauración explícita de un programa de desregulación económica, ajuste fiscal y privatización de la producción y distribución de hidrocarburos y de los servicios públicos (Arceo, Basualdo, 2002) Se consolidan, de esta manera, con una amplia aceptación de la sociedad -y en un marco democrático- las bases de las transformaciones iniciadas en la dictadura militar y resistidas sólo de manera parcial y retórica a partir de 1983. Este conjunto de elementos profundizó el proceso de reprimarización  de la economía argentina con dependencia del mercado extranjero, iniciado tras la clausura del proceso sustitutivo de importaciones.

La apertura económica derivó en una mayor vulnerabilidad del país ante los cambios del mercado mundial –que, con sus claroscuros, los distintos proyectos políticos del desarrollismo y los de inspiración cepalina habían intentado morigerar-, lo cual se manifestó en la exacerbación de problemas no resueltos satisfactoriamente con anterioridad: la alteración de precios relativos, el estrangulamiento financiero, la brecha en el sector externo y el déficit fiscal (Damill, Fanelli; 1994), problemas que eran vistos no sólo como producto de desacertadas políticas  económicas de la era desarrollista sino también como resultado de un supuesto carácter perverso de cualquier tipo de Estado con pretensiones redistributivas. En efecto, el tránsito de un modelo a otro remite, de manera fundamental, a decisiones de orden político-institucional que fueron decisorias para emprender el desmantelamiento de las perspectivas e instrumentos de  planificación territorial. En tal sentido, el conjunto de enfrentamientos, disputas y batallas para llevar adelante este proceso de desensamblado requirió de la movilización de apoyos sociales lo suficientemente fuertes como para lograr neutralizar a quienes se opusiesen a las mismas.

Por otra parte, la antigua planificación de cuño desarrollista con su pléyade de técnicos y equipos inter y pluridisciplinares no escapaban a la mirada tecnocrática, de racionalidad única -en tanto concebir al progreso como asociado al crecimiento económico y éste a su vez a la industrialización- sin tener en cuenta las particularidades y especificidades culturales de los sectores sociales que no podían subirse al tren de dicho progreso (Federico Sabaté, Robert; 1989). Poco podía importarle, por lo tanto, a gran parte de dichas franjas populares la existencia o no de esta matriz estatalista y su reemplazo por una neoliberal, al menos en los primeros años de vigencia de la misma.

A partir de estos años, por lo tanto, cae en desuso cualquier instrumento de planificación territorial de escala nacional o regional. Los mismos quedaron restringidos a su implementación flexible a escala local. En efecto, se dejó de lado la formulación de objetivos precisos a cumplir en un período de tiempo determinado el cual, antiguamente tendía a oscilar entre los tres y los cinco años, como sucedía, por ejemplo, con el Sistema Nacional de Planeamiento y Acción para el Desarrollo de 1966, el Plan Nacional de Desarrollo y Seguridad de 1971 o el Plan Trienal para la Reconstrucción y Liberación Nacional de 1974.

A raíz de este largo proceso de desmantelamiento estatal en algunas áreas locales urbanas (como Córdoba, Bahía Blanca o Rosario) empezó a transitarse la experiencia de la planificación estratégica orientada al llamado desarrollo local a partir de establecer impulso, diálogo y acercamiento entre los distintos actores con miras a ganar competitividad frente a otras ciudades y/o áreas locales, tanto para recibir capitales como para colocar producción en mercados externos a la nación.

Tal como se advierte en el trabajo de campo en nuestra referencia, las propuestas de desarrollo local se tornaron vagas e imprecisas, no pudiéndose hacer mucho más allá de declamar sobre la necesidad de la intervención ciudadana y la importancia del diálogo entre las partes. Por otra parte, estos intentos fracasaban ya sea por la apatía de algunos sectores sociales o por la capacidad de presión e imposición de sus intereses por parte de otros.

La crisis de 2001 y 2002

El conjunto de factores entre los que se cuenta el rígido sistema cambiario de la convertibilidad, junto a la apertura al ingreso de bienes y capitales extranjeros –con la consecuente dependencia del mercado externo- la inmensa capacidad de apropiación del excedente por parte de las empresas más concentradas, la inexistencia de un perfil productivo sostenible a mediano plazo y la entrega de los activos públicos con la consiguiente pérdida de control sobre áreas estratégicas de la nación, dieron como resultado el derrumbe de la Convertibilidad en el último trimestre de 2001 y, de manera inmediata, un descalabro de dimensiones gigantescas sobre el sistema político. El conjunto de contradicciones de todo tipo (económicas, sociales, políticas) no resueltas coagularon en la enorme crisis de 2001 y 2002. Los reacomodamientos en el campo político y en las instituciones incluyeron la visibilización de la multiplicación de un amplio espectro de formas de participación directa en el territorio por parte de la sociedad civil.

En efecto, en medio de la grave crisis institucional de 2001 y 2002, y a raíz de ésta, se produce una masiva movilización de capas populares y medias en búsqueda de reconstitución de lazos de cooperación profundamente erosionados en los últimos veinticinco años. Un abanico amplio de experiencias político-culturales apuntaban a encontrar novedosas formas de intervención: asambleas barriales, fabricas recuperadas, redes de trueque, colectivos de información alternativa, entre otras expresiones otorgaron posibilidad de ampliación y presencia a movimientos sociales preexistentes a la crisis, como el de trabajadores desocupados o piqueteros, que caracterizaron al ciclo de protestas abierto en 1996/7 en las economías regionales fuertemente afectadas por el Plan de Convertibilidad. En todos los casos se exigía un regreso del Estado a sus funciones redistributivas y a plantear un modelo de desarrollo desde bases diferentes (Svampa 2005, 2008).

Escenario a partir de 2003   

A partir del año 2003 se consolidó el modelo de reprimarización de la economía, el cual comenzó asumir un carácter aún más extractivo fundamentalmente por la expansión de la explotación de recursos naturales no renovables y el avance de la superficie dedicada al monocultivo. Por otra parte, las políticas gubernamentales se orientaron a subsidiar  a las empresas privatizadas (afectadas por la devaluación y el congelamiento de las tarifas) fundamentalmente en previsión de los conflictos que pudiesen generar amplias franjas de la población movilizadas tras la gran crisis.

El nuevo esquema macroeconómico apuntó, al menos discursivamente, al pleno empelo, al desarrollo de la industria nacional, a la recomposición del mercado interno y a la emancipación respecto de las instituciones financieras del exterior. El renacimiento de la actividad manufacturera estuvo conducido por un intenso proceso de creación de empresas, más que por los conglomerados preexistentes y, por su parte, las importaciones sufrieron una disminución notoria. El saldo de la balanza comercial se tornó superavitario y facilitó la acumulación de reservas del banco central, mientras que a su vez también se fue consolidando un superávit fiscal (Rapoport, 2005). El sostenimiento del tipo de cambio alto dio lugar a una importante acumulación relativa de reservas posibilitando un reaseguro frente a bruscos cambios en el escenario internacional, como el producido en 2008 y 2009 a partir de la crisis de las hipotecas sub prime en Estados Unidos.

Cuatro aspectos consideramos importante destacar de este período. El primero de ellos en relación al crecimiento económico: éste no se reflejó en un mejoramiento de las condiciones de vida de gran parte de la población desplazada por las políticas preexistentes a 2002, aún cuando en la segunda mitad de la década se registró una disminución de los guarismos de indigencia y pobreza prevalecientes en aquel año. En segundo lugar, el crecimiento económico supuso una mayor exigencia sobre la infraestructura y el consumo energético: en ambos casos se evidencio la precariedad para su provisión. En tercer lugar, el Estado Nacional en el nuevo esquema posee mayor capacidad de apropiarse de recursos (lo cual le vale permanentes y fricciones con los poderes provinciales). En cuarto lugar la fuerte y constante incorporación de un lenguaje productivista y la aparición de terminología neodesarrollista termina remitiendo a un modelo de institucionalidad pre neoliberalismo, aunque tratando de no reeditar la antinomia privado/estatal o nacional/extranjero. Estas cuatro dimensiones (persistencia de la desigualdad; necesidad de repensar la provisión de infraestructura y energía;  nueva capacidad económica del Estado Nacional; reaparición de terminología de inspiración desarrollista) dan como resultado, a partir de 2004, el renaciente interés por parte del Estado Nacional por los antiguamente denominados desequilibrios regionales (SPTIP, 2008).

El diagnóstico realizado desde los nuevos organismos de gestión estatal nacional señalaba a partir de 2004 al desmantelamiento de las instituciones de planificación estatal como elemento central para entender y abordar la inadecuada utilización de los recursos naturales, el desencadenamiento conflictos ambientales y la profundización de la inequidad en la asignación de recursos públicos para las diferentes regiones con la consecuente disminución de la calidad de vida general de la población. En tal sentido, en contraste con la década de 1990, la planificación apuntaría a entender el papel central de la obra pública pero bajo directrices estatales y no de mercado. Asimismo se afirma se anuncia la intención de recoger los lineamientos en la materia producidos por las provincias y los municipios (SPTIP, 2008).

La sociedad civil: de los derechos a la ayuda y la redefinición de lo público

A partir de la dictadura instaurada en 1976 se restringieron fuertemente los derechos políticos y sociales de los ciudadanos y quedaron bastante menguados los civiles -tomando como punto de referencia de la clásica conceptualización sobre la triple dimensión de los derechos ciudadanos elaborada por Marshall (2005)-. Una vez reabierto el ciclo democrático en 1983 se recuperaron los derechos políticos y civiles, pero los sociales no se ampliaron o no se incrementaron en similar medida. Incluso, sobre fines de la década de 1990, a pesar de quince años de gobiernos constitucionales, la ciudadanía social fue absolutamente desplazada para amplias capas de la población de la Argentina: desapareció así el reconocimiento de esa dimensión de los derechos y se instaló la concepción –o ideología- de la ayuda para quienes no pudiesen resolver la reproducción de su vida (Lo Vuolo, 2001). Se legitimó, se naturalizó y se consolidó, así, la existencia de amplios contingentes de asistidos en pleno funcionamiento de la legalidad constitucional. Recién a partir de 2003 comienzan algunos intentos de reincorporar miradas universalistas en función de la recomposición de la trama de los derechos de ciudadanía social, como sucede con la asignación universal por hijo implementada a partir de 2009. 

A lo largo de todo el período aquí considerado de manera paralela al Estado -y en ciertas circunstancias de manera más o menos articulada con él-, se multiplicación las acciones de la sociedad civil, básicamente por dos caminos: las organizaciones no gubernamentales (ONGs) y los movimientos sociales. En ambos casos se toma la agenda de lo público para llevar adelante sus objetivos de manera diversa, con arreglos institucionales diferentes y con metodologías diversas.

Las ONGs como paliativo

En el contexto de los años noventa los organismos internacionales de crédito promovieron la implementación de las llamadas políticas sociales focalizadas las cuales apuntaban a paliar la ausencia de las políticas universalistas provistas por el Estado en la etapa sustitutiva de importaciones.

Asimismo, en términos generales, como ya se señaló, el Estado era visto como ineficiente y las empresas privadas no estaban interesadas en atender las necesidades de los ciudadanos más desfavorecidos en la posibilidad de ejercer concretamente sus derechos sociales. Así comienzan a consolidarse las ONGs las cuales progresivamente fueron obteniendo un marcado protagonismo frente al Estado y también ante al sector privado. De hecho, fueron -y son- convocadas a participar en deliberaciones sobre políticas públicas. Estas organizaciones, en su mayoría, aunque no en todos los casos- atienden la emergencia social pero por si mismas no pudieron ni pueden revertir el proceso de pauperización y desigualdad creciente que hizo eclosión en 2001 y 2002.   

Las ONGs, ubicadas como parte del “tercer sector” entre medio de las empresas y el Estado, apelan a la participación y concebir la existencia de un espacio “de todos” apelando a la idea en torno a que en una parte importante de la sociedad existen actores que buscan recrear lo público sin ánimo de lucro. Tampoco –se asegura- se forma parte del Estado, el cual es visto como burocratizado y siempre amenazado por la sombra de la corrupción. Esta emergencia de lo público, tiene como centro la gestión de la vida en dos dimensiones: una positiva y una negativa. La primera de ellas, la positiva, construye legitimidad a partir de su capacidad de concretar objetivos en el marco de solidaridades asociadas a ideales (igualdad de género, defensa de los derechos humanos, lucha por la dignidad de las distintas etnias u orientaciones sexuales) yendo más allá, incluso, de los Estados que no pueden dar solución satisfactoria a dicho tipo de demandas a raíz de las complejidad de las lógicas de la gobernabilidad. La segunda, de carácter negativo, está  asociada a la retirada del Estado de sus funciones de protección y a la necesidad de hacerse cargo de lo que éste no hace (surgen así organizaciones de defensa del medio ambiente o de lucha contra la pobreza). En el área de referencia de este trabajo existe una incidencia de las organizaciones de carácter negativo, las cuales efectúan un trabajo de reparación, a modo de paliativo, sobre las condiciones de pobreza.

Uno de los problemas cruciales de las organizaciones no gubernamentales consiste en quedar, en muchos casos, atrapadas en las complejidades de la búsqueda de financiamiento lo cual puede sesgar fuertemente, e incluso neutralizar, sus orientaciones ideológicas iniciales (Sorj, 2005).

Como ya se señaló, las ONGs de la dimensión negativa pueden paliar la pobreza y no necesariamente politizan el tema sobre el que están trabajando. La grave situación sociopolítica y socioeconómica de fines de la década de 1990 y la explosión de 2001 y 2002 dio lugar a que desde la extrema necesidad también surgiesen otras formas de recreación de lo público que exceden largamente las concepciones sobre el tema de muchas (aunque no de todas) las ONGs: expresión cabal de esto es la emergencia de los movimientos de trabajadores desocupados o las asambleas barriales las cuales a través de sus métodos de intervención directa confrontan con el Estado y desafían a las formas de representación política que las ONGs tienden a avalar. Como señala González Bombal (2003), entre las ONGs y los movimientos sociales hay desconocimiento y distancia: desde una enorme dificultad en reconocer al otro como alguien distinto pero con quien se puede dialogar hasta la fuerte dificultad para construir campos de acción conjunta.

Nuevos movimientos sociales,  protesta social y territorialización de la acción

Como se ha señalado reiteradamente, la dinámica de los cambios a partir de los setenta produjo un deterioro de los ingresos y de las condiciones de vida en el mundo popular, el cual presentó una serie de etapas en sus mutaciones acompañando los ritmos de cambio de las otras dimensiones de lo social ya aquí bosquejadas.

A partir de 1976 los más afectados por las grandes transformaciones fueron los trabajadores menos calificados de de la clase trabajadora formalmente constituida (Beccaria, 2002). Estos trabajadores antiguamente sindicalizados comenzaron a dedicarse a actividades informales, pero tras la apertura democrática de 1983 se constituyeron en un actor clave de acción colectiva a partir de la toma de tierras en la lucha por la vivienda y la provisión de servicios básicos. El fenómeno que se expresa en este momento es de la reinscripción en un colectivo de carácter territorial, tras la des-inscripción de uno de carácter sindical. Así el barrio, el territorio, se constituye en el objeto de demandas, pero más aún: se instituye como espacio natural de la acción y organización social (Merklen, 1991, 2005).

En el comienzo de la década de los noventa, tras el proceso hiperinflacionario y con el Plan de Convertibilidad instalado plenamente, se generan despidos masivos de trabajadores del ámbito del Estado (ya sea tanto por el programa de privatizaciones como las reestructuraciones realizadas en la óribta del Estado). En esta segunda etapa se pueden observar nuevas formas de acción colectiva, especialmente las motorizadas por los empleados estatales siendo el estallido popular de Santiago del Estero de 1993, una de las más cabales expresiones de la movilización de los trabajadores amenazados por posibles despidos en un marco de evidente inequidad social (Dargoltz, Gerez, Cao, 2006).

Por último, sobre la segunda mitad de la década de 1990 se produce la consolidación de la expulsión de los mercados de trabajo en las economías del interior de la Argentina. A tal punto llegaba el nivel de deterioro que las actividades informales de estas áreas eran absolutamente inviables desde el punto de vista económico. Informantes clave en la zona del norte de Salta reconvertidos a nuevas actividades económicas señalaban: “tenemos un montón de remises en el pueblo pero ni un solo pasajero para llevar”. En esta tercer fase se continua produciendo la desinscripción de los colectivos sociales de protección (el trabajo y el gremio): surgen así los primeros movimientos de trabajadores desocupados o piqueteros -en 1996/7- quienes realizan su accionar en las zonas periféricas de la Argentina a las cuales la oleada neoliberal llegó más tarde, pero fue mucho más devastadora (Svampa, Pereyra, 2003). La acción de corte de ruta es una acción territorial y las negociaciones se realizan ya no en torno al cumplimiento de un convenio colectivo –en un sindicato, en una oficina o en la fábrica misma- sino a partir de negociar el despeje de la ruta a cambio de acceder a ciertas demandas asociadas a los derechos sociales perdidos (Delamata, 2007).

En síntesis, los sectores populares se ven en la necesidad de asumir cada vez en mayor medida la responsabilidad sobre la producción y reproducción de sus condiciones de vida, como consecuencia de lo cual los frentes de conflicto tanto como los intentos de resolución y de institucionalización tienden a territorializarse, cobrando a partir de este momento nuevos sentidos el espacio barrial, las rutas, puentes, calles y la trama de organizaciones sociales y dispositivos estatales que operan en esos segmentos de la superficie terrestre. La multiplicación de formas de acción colectiva centradas en la protesta en ocasiones pudieron mantenerse en el tiempo consolidando otras actividades de tipo cooperativo (Schuster, Pereyra, 2001; Giarraca, Gras, 2001; Schuster, 2005; Massetti, 2009; Gómez y Massetti, 2009). Incluso algunas de ellas se caracterizaron por su beligerancia (Auyero, 2002), lo que supone en todos los casos una centralidad del territorio, pero más aún, de diferentes territorialidades yuxtapuestas, en pugna o en tensión.

Territorialidades en tensión

Llegados a este punto haremos un paréntesis para introducir una precisión conceptual: entenderemos aquí al territorio como un segmento geográfico delimitado por un poder con capacidad concreta de efectivizarse a través del ejercicio de su la territorialidad (Sack, 1986). Una de las usinas generadoras de territorio que estamos considerando aquí –ente muchas otras existentes- es el Estado y entenderemos que el poder estatal en sus distintas instancias (nacional, provincial y municipal) establece un marco. Ese marco, ese territorio, ese sector de la superficie terrestre concreto en el que se manifiesta el control espacial va a su vez condensando un “clima”, un mundo, en el cual los individuos pueden o no identificarse y pueden ser interpelados. El devenir social es productor de territorio y, a la vez, será regulado, canalizado o permeado por el éste. No obstante, dentro del territorio así definido para los objetivos de este trabajo, se desarrollan otros ejercicios del poder institucionalizados o no –otras usinas de territorialidad- los cuales cobrarán mayor o menor relevancia de acuerdo a la densidad que poseen los Estados de efectivizar su poder, -densidad que en la Argentina no es totalmente homogénea, ni llega con la misma intensidad a todos los segmentos de su territorio (O’Donnell, 1993)-. Las territorialidades ejercidas por otros actores no estatales interactúan siempre con la territorialidad estatal y se inscriben en los territorios por ella generados, dando en cada momento histórico y en cada segmento de la superficie terrestre un carácter específico a las dinámicas sociales, a las geografías sociales (Herin, 1992, 2006). Estas territorialidades no estatales también están acompañadas de modos de gestionar la vida, de establecer leyes –no necesariamente escritas-, de prescribir sanciones a quienes no las respeten, de generar símbolos, de construir legitimidades y proponer, incluso, formas de habitar los lugares constituidos por esa dinámica social (Porto Gonçalves, 2001) o de pensarlos como espacios resistenciales que dan pautas posibles para volver a entender lo público como un espacio de reconocimiento del otro (Albet, Clua, Díaz Cortés, 2006).

Como ya se señaló dentro del territorio de la Argentina tras la crisis de 2001 y 2002 nos encontramos con una fuerte debilidad del Estado por hacer valer su soberanía en toda su extensión: esto se evidencia, por ejemplo, en la incapacidad garantizar para todos los ciudadanos la (ya de por sí restringida por las políticas neoliberales) dimensión social de los derechos. Esta debilidad, que remite a instancias políticas, ha sido crecientemente atendida por el accionar paliativo de las ONGs y también por los movimientos sociales, de carácter territorial, o socioterritorial como los denomina Fernandes (2006), los que confrontan con el poder vigente.

Nos detendremos, por lo tanto, en dos tipos de ejercicio de la territorialidad que están en tensión. En el primer caso se verá cómo el Estado convoca a la participación, qué relación guarda con las empresas privadas y cómo se perfila su concepción de lo territorial. Luego se observará, en el segundo caso, cómo se produce el ejercicio territorial de los movimientos socioterritoriales, más específicamente de trabajadores desocupados, también denominado “piquetero”.

Por último, ingresaremos al análisis de un tercer tipo de territorialidad: el de las redes clientelares. Estas redes, caracterizadas por la mezcla de lo público con lo privado tensionan al extremo los presupuestos sociológicos y antropológicos de los técnicos de la planificación territorial. En efecto, las redes se instalaron en la brecha entre el Estado y la sociedad civil, y desafían la lógica del Estado, la de los sectores de la sociedad civil no alcanzados por dichas redes y la de una parte de los reconstructores de lo público: las ONGs. Pero también las redes se han visto en gran parte de la década del 2000 atenazadas territorialmente por la extensión de la otra emergencia de la sociedad civil que reconstruye lo público, la de los movimientos socioterritoriales –en nuestro caso la de los piqueteros- que han tomado algunas de las banderas de derechos sociales universales restringidos en el auge del Estado neoliberal y pusieron en acto (territorialmente, en la ruta) la discusión sobre los mecanismos de generación de pobreza y marginalidad.

Territorialidades I: la del Estado como lo público facilitador de sinergias empresariales

La intensa reestructuración del estado-nación a partir de los años setenta implicó una derivación hacia los niveles locales la asunción de responsabilidades en materia social. Por otra parte, los poderes locales, carentes de experiencia y de aparatos técnicos para enfrentar los nuevos problemas derivados de los cambios de los años ochenta y noventa, no pudieron afrontar con solvencia los problemas técnicos planteados. Por este motivo la enorme precariedad técnica -y de dotación de recursos humanos- en los municipios los dejó con una escasa capacidad de negociación técnico económica en instancias estatales superiores y como también con escasa capacidad frente a las grandes empresas trasnacionales de la zona y de resolución de los conflictos sociales hacia abajo, en sus territorios concretos.

Dentro de los territorios locales la flexibilización del capital, de las tecnologías y del sistema laboral estará, por supuesto, regida por los objetivos microeconómicos empresariales de carácter fundamentalmente cortoplacistas orientados al incremento de ganancias en un escenario de competencia global para la producción. No obstante, la demanda por parte de las empresas de infraestructuras y equipamientos y del conjunto de elementos no tangibles como las normativas sociales y organizaciones sociales, son elementos de largo plazo y, en general, a cargo del sector público. Así gana espacio y legitimidad la visión del Estado local como facilitador o de generador de condiciones para la sinergia de los distintos actores para definir el perfil socioeconómico en el territorio. Esto supondría, por lo tanto, mantener una actitud equidistante entre el modelo neoliberal y el keynesiano en tanto intento de ampliación del margen de la capacidad productiva del territorio diagnosticando las fortalezas, debilidades, oportunidades y amenazas para mejorar la capacidad de captar inversiones. Las localidades empiezan a competir entre sí por su atractividad y pero esto no resolvió el problema central del desempleo y la pobreza.

Llegados al año 2010, nos encontramos con que los principales problemas de pobreza, producción de marginalidad, inestabilidad laboral o desocupación no fueron resueltos en este marco.

Territorialidades II: los movimientos sociales y la resignificación de lo público en las calles y rutas

Las principales organizaciones de trabajadores desocupados de nuestra referencia empírica en el área norte de Salta, retoman el discurso en torno a los derechos sociales, lo cual significa que realizan una inscripción de la solicitud de un tipo de ciudadanía, la social, a la que le otorgan un peso fundamental, sin por eso proponer la obliteración de la dimensión civil y política de misma. Esto evidenciable en otras experiencias piqueteras de la Argentina (Delamata, Armesto, 2005) expresa el conflicto en torno al trabajo, el cual, luego se va ampliando hacia las demandas en torno al consumo colectivo. En todos los casos el discurso está orientado hacia cuatro frentes fundamentales: las empresas, el estado municipal, el Estado provincial y el Estado nacional.

Si bien los movimientos de trabajadores desocupados presentan una fuerte impronta territorial local a través del accionar en rutas, calles y barrios, los mismos también articulan alianzas con grupos extralocales o directamente forman parte de estructuras partidarias mayores, reforzando el carácter crecientemente no-local de su elaboración discursiva aunque su trabajo cotidiano se produzca en el barrio.

Si la exigencia del derecho al trabajo para todos los ciudadanos supone una interpelación al poder local eso implica que dicho discurso llega a desocupados que no forman parte de los círculos cercanos del poder del movimiento quienes, en muchos casos, harán un uso instrumental de dicho movimiento. Como señala Julieta Quirós (2006) en su trabajo de campo en el Gran Buenos Aires no es lo mismo decir “soy piquetero” que “estoy con los piqueteros” o “voy a la marcha de los piqueteros”. Así, aún cuando no se asuma la identidad piquetera, el hecho de movilizarse con ese otro con el que no necesariamente se requiere estar identificado, instala la desocupación en un campo político de carácter universalista: es un desocupado con derecho a estar con los piqueteros o ir a la marcha, no por su identificación sino por su condición objetiva dentro de la estructura social, la de desocupado merecedor por derecho propio de satisfacción de su necesidad por parte del Estado. Como señala Woods (1998) a partir de un trabajo realizado en el Conurbano Bonaerense, el número de gente en una marcha es una variable central en la disputa simbólica en tanto las tareas realizadas en el núcleo duro del territorio pueden expandir el espacio simbólico de la disputa.

Se recrea, de este modo, cierto patrón existente en la era fordista consistente en la delegación de la negociación en los expertos de la negociación: así, en las negociaciones que llevan adelante los trabajadores desocupados se hace presente el universalismo asociado al la legislación jurídica y también con especial énfasis, la instauración de mecanismos impersonales asentados, precisamente, en la demanda de universalización y juridicidad a pesar del fuerte peso (carismático) de los líderes.

En el trabajo de campo en Salta se puede constatar que los movimientos de trabajadores desocupados existen estructuras en las cuales el compromiso de los participantes difiere según la posición que ocupan en la misma: primero existe un núcleo central con dirigentes, que tiende a ser un núcleo duro perdurable en el tiempo; luego un primer círculo en el cual se encuentran los militantes y los cuadros intermedios con fuerte adhesión ideológica, política y/o programática, cuya cercanía al “poder” está dada, en gran medida, por la cercanía geográfica y por último se encuentran los más alejados de este centro de poder, pero también alejados geográficamente. Esta situación es evidenciable en otros movimientos de otras localidades y como señala Svampa (2008), el desafío de estos movimientos consiste en poder politizar a esa periferia, a esos que dicen “que están” con los piqueteros pero “que no lo son”. Justamente ese desafío es crucial porque esos contingentes son aquellos a los cuales el discurso del peronismo histórico los tenía y tiene como centro de sus preocupaciones y que en sus prácticas tiende a mantenerlos bajo la lógica y órbita de las redes clientelares.

En síntesis, la territorialidad piquetera confronta con la estatal, pero recoge elementos de la ciudadanía social abandonados por décadas. No constituye organizaciones meramente paliativas como muchas (aunque no todas las) ONGs, sino que pone en el centro la necesidad de politizar la situación en la que se encuentran.

Así, el movimiento piquetero se enfrenta con un grave escollo: la necesidad de incorporar a la lucha por la defensa de la ciudadanía social a enormes contingentes de individuos inmersos en el mundo de la territorialidad clientelar.

Territorialidades III: las  redes clientelares  y  las lealtades personales mezclando lo público con lo privado

En contraposición al desarrollo de una serie de vínculos impersonales que implican una inscripción en la juridicidad y en la perspectiva universalista -típica de lo público de acuerdo a la matriz estatalista en la que se inscribe y que vimos es recuperada por el movimiento piquetero- se encuentra, en la vida cotidiana de las personas –en su en ámbito privado-, el despliegue de una serie de códigos centrados no en el derecho sino en la moral. Básicamente se trata de ideas, nociones, representaciones, ancladas en el sentido común cotidiano de carácter naturalizador de las relaciones sociales y que remite también a lealtades personales. Estos códigos se despliegan en el ámbito de privado, en casa, en el hogar, a diferencia de los códigos de lo público, cuyo discurrir se realiza en las instituciones y en la calle. En el norte de Salta, como en gran parte de la Argentina y de América latina la mixtura entre las instancias públicas y privadas dan lugar al surgimiento de un espacio con prácticas políticas muy específicas denominadas como clientelares (Auyero, 2000, 2001). Las mismas presentan efectos geográficos, imprescindibles al momento de concebir cualquier proceso de gestión territorial más o menos planificado y, además participativo, que se pretenda implementar.

El espacio de las prácticas políticas de las relaciones clientelares, se estructuran en torno a redes (clientelares) las cuales presentan tres actores fundamentales: las organizaciones sociales y vecinales -los clientes-, los punteros políticos -los patrones- y los mediadores entre ambos, los punteros barriales. Los punteros barriales tienden a ser en general miembros de alguna organización vecinal con un conocimiento territorial minucioso y preciso, lo cual les otorga llegada a los problemas de la población no atendido por las políticas del Estado (justamente porque estas no son universales o no se garantiza su universalidad). En efecto, los punteros barriales o territoriales, reconocidos también por otras organizaciones, definen con mayor precisión la carencia –o eventualmente el conflicto-, fijándolo territorialmente (“acá falta el pavimento”, “allá hay que tender la conexión de agua potable”). Así el puntero barrial, territorial, mediador, conecta actores (los vecinos asociados o no) con el mundo de la política (el puntero político) que de otra manera no se encontrarían (como tampoco se encontrarían si existiesen políticas universales sociales plenamente extendidas).

En efecto, las organizaciones vecinales mantienen un vínculo fundado en el agradecimiento y la lealtad con el puntero barrial, que es quien conecta con el puntero político el cual a su vez tiene acceso a los recursos del Estado (fundamentalmente planes asistenciales, y capacidad de canalizar inversión en infraestructura urbana) dado que su poder político le da posibilidades de acceder a despachos estatales y negociar dichos recursos realizando demostración de fuerza a partir de la cantidad de punteros territoriales o mediadores con los que cuenta bajo su órbita. El puntero barrial, territorial o mediador, por su parte garantizaría los votos de los clientes hacia arriba y la llegada de los recursos del Estado hacia abajo. Los punteros políticos no tienen necesariamente una referenciación barrial o territorial, lo que supone que los mismos pueden irse del municipio, del Departamento, e incluso instalarse en la ciudad de Salta y desarrollar carrera política allí en una instancia estatal superior, como es la provincia. El mediador, por el contrario, está anclado en el territorio y la movilidad política del puntero político lo puede dejar con promesas incumplidas a los clientes, resintiéndose la estructura afectiva y de lealtades preexistente. No obstante, dado que el puntero territorial, el mediador, no se puede ir del barrio, se le torna perentorio recomponer como pueda el vínculo con sus bases una vez que éste se deterioró.

De esta manera se constituye una estructura cuya argamasa es la mixtura de lo público con lo privado, que vulnera cualquier principio de universalidad, y que supone un tipo de conflicto específico, el cual se resuelve privadamente en los despachos de los funcionarios provinciales y también privadamente por medio los mecanismos de agradecimiento de las bases vecinales. Así la estructura de dominación social emergente se caracteriza por el particular tipo de acceso que realizan los grupos dominantes a los sectores subalternos, en donde lo emocional y la capacidad de acumulación de fuerza territorial es lo que define la orientación de los recursos. Dicho en otras palabras: el código de la vida privada rige la gestión pública, el cual es compartido con mayor o menor nivel de conciencia o de aceptación por todos los integrantes de las redes.

Conclusiones

Tratando de bosquejar algunas respuestas posibles a las tres preguntas planteadas en la Introducción se podría afirmar que a través del territorio, creado desde la propia territorialidad del movimiento social, se politiza la desocupación y la pobreza, proyectándola sobre la universalidad, reinstalándola en el marco de la legalidad y la impersonalidad, a la vez que horadando las redes clientelares a través de la pulseada entre territorialidades realizada palmo a palmo en los territorios concretos. En tal sentido una propuesta de planificación territorial participativa debería apuntar a la profundizar la democracia pero no de manera retórica sino a partir del profundo conocimiento de las experiencias territoriales realmente existentes, con intenso trabajo de campo y reflexión previa sobre el desmantelamiento producido sobre los derechos sociales desde el comienzo de la última dictadura militar. De esta manera sería posible promover el fortalecimiento de la construcción de un derecho a ser sujeto y objeto de una planificación. Esa acción sería una hibridización de las distintas demandas, para luego poder universalizarlas y hacerlas entrar en dialogo con lo establecido en la Constitución Nacional y así poder proponerlas en un plan de intervención territorial.

Una de las tareas cruciales es observar y ponderar cuánto de lo producido por las pulseadas territoriales puede ser recuperado por un proyecto político progresista. Este necesariamente deberá reconocer la especificidad territorial de la Argentina para lograr una combinatoria de universalismo y participación, aprovechando, justamente el habitus así constituido y de esta manera proceder progresivamente a desplazarse del mundo de las redes clientelares basadas en la lealtad privada hacia un mundo de normas jurídicas impersonales y públicas para un cada vez mayor número de personas.

Por este motivo es fundamental tener en cuenta que en Salta y en gran parte de la Argentina es el partido que gobernó en la mayor parte del período abierto en 1983, el Justicialista, el que genera condiciones permanentes para que los recursos del Estado sean canalizados a través de las redes clientelares, pero que tampoco es el único partido que requiere de estas estrategias territoriales para capturar lealtades, dado que lo aquí desarrollado se corresponde con una cultura política profundamente arraigada.

Convendría considerar en un proyecto de planificación territorial la existencia de una estructura de poder férreamente instalada en la Argentina la cual no se resuelve o se atempera con la aplicación de planes externos que inviten sólo a la participación (que pueden derivar en reunionismos retóricos y estériles). En tal sentido un plan de intervención territorial, además de abogar por universalismo, para que no resulte retórico necesitará de especialistas que salgan a la búsqueda de los hiatos, rupturas y grietas en la estructura de poder expresada en el territorio local impregnado por la cultura clientelar. Esas grietas son resistencias al poder, son formas de solidarizarse, materia prima para la participación en un espacio crecientemente público, o mejor dicho, que se irá haciendo cada vez más público y menos privado. Es de crucial importancia tener en cuenta esta peculiaridad dado que desde una mirada extremadamente instrumentalista o tecnocrática, pueden verse las relaciones clientelares como desvíos, perversiones, o rasgos culturales de difícil remoción –casi naturales, a modo de un oxímoron- inherentes a los sectores populares. Más allá de las dificultades y cierto agotamiento que muestra el movimiento piquetero, su experiencia de resignificación del espacio público en los últimos quince años puede dar pistas e indicios ciertos de cómo se puede, desde la misma sociedad civil, introducir cuñas en las grietas de la estructura clientelar e instalar un discurso en el cual la universalidad es el objetivo a alcanzar no desde lo instrumental sino desde la politización. Esta tarea no puede quedar acotada a las fuerzas de los movimientos sociales de trabajadores desocupados, mientras el Estado (nacional) no convoque a especialistas en gestión y planificación territorial alejados de las ilusiones tecnocráticas y de prejuicios culturalistas en relación a los sectores subordinados y que sea capaz de leer estas experiencias territoriales. Puede argumentarse que los saberes técnicos son importantes y muy útiles pero de nada servirán si no se abandonan tres perspectivas muy difundidas entre quienes los poseen. Primero, evitar las miradas miserabilistas sobre los pobres (entendiendo que de ellos nada puede surgir); segundo, tener presente que los sectores subalternos no siempre son objeto de manipulación política; y, tercero, que las formas de actuación de las ONGs no necesariamente son el paradigma normativo e incluso estético a seguir por los sectores populares que, como se observa habitualmente, en general son más tendientes a la acción territorial directa, desprolija, y a veces impredecible, lo cual no contradice el germen universalista que pueden contener –aunque esto no parezca así en una primera y superficial mirada estimulada por el poder mediático-.           

Por último, sería interesante plantear como proyecto académico, a la vez que político, la profundización del estudio sobre las debilidades de las redes clientelares para contribuir a la reinstalación en el espacio público -politizado, legal, impersonal y alejado de tramposos (o perezosos) planteos de moralina pre política- de miles de personas a través de la construcción territorial que consiste en permanentes pulseadas entre territorialidades.

Un proyecto político de reconstrucción de lo público desde lo no tecnocrático y lo universalista requiere paciencia, tiempo, astucia y optimismo de la voluntad, aunque siempre manteniendo la atención en la propia acción alertados por el pesimismo de la inteligencia y la razón.

 

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Ficha bibliográfica:

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