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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 343 (4), 25 de noviembre de 2010
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

LÓPEZ PIÑERO, UN MODELO HISTORIOGRÁFICO

Fermín del Pino-Díaz
Consejo de Ciencia Humanas y Sociales – CSIC, Madrid
fermin.delpino@cchs.csic.es

Recibido: 27 de octubre de 2010. Aceptado: 11 de noviembre de 2010.

López Piñero, un modelo historiográfico (Resumen)

Se ofrece un examen privilegiado de la obra historiográfica de José María López Piñero, a partir de su famoso texto Ciencia y técnica (1979), destacando su valoración del clasicismo de Lebrija, su precaución no presentista y su particular estimación del siglo XVI como etapa tecnológica (minería, química, botánica, arquitectura, náutica…). El autor reclama como antropólogo americanista su deuda personal con esta obra, no exenta de sentido crítico.

Palabras clave: clasicismo, Siglo de Oro, ciencia imperial, presentismo.

López Piñero, a historiographical model (Abstract)

This paper offers a unique examination of the historiographical work of José María López Piñero. Beginning with the famous text Ciencia y técnica (1979), this paper calls attention to his appraisal of the classicism of Lebrija, his antipresentism and his particular appreciation for the sixteenth century as the age of Spanish world's domination, especially in the scientific fields dealing with technology (mining, chemistry, botany, architecture, navigation...). The author, as an anthropologist based in Latin American studies, wishes to express his personal debt to Ciencia y técnica, a work not exempt of criticism.

Key words: classicism, Spanish Golden Age, imperial science, presentism.


La historia de la ciencia en España ha sufrido una pérdida notable con la muerte del profesor José María López Piñero, como es evidente por la serie de manifestaciones luctuosas que han salido en la prensa este verano. Quiero unirme a esta corriente nacional, agradeciendo la invitación de Horacio Capel para reconocer la influencia ejercida sobre mí mismo. No me refiero a mi faceta de historiador de la antropología americanista, naturalmente, sino a algo previo a ello: a la conformación de un modelo histórico-científico propio y a la disposición de argumentos y criterios mejores en mis estudios americanistas, en general.

No se trataba solamente de un científico altamente especializado en el campo de la ciencia médica, a nivel internacional, sino también de un reformador global de los estudios sobre el desarrollo científico en España: desarrollo histórico en que quiso dejar constancia generosa del legado recibido (a través de diccionarios biográficos y reiterados censos estadísticos de su institucionalización), y en que sobre todo quiso proponer  un approche totalizador (en cuanto al tiempo de estudio referido, las disciplinas afectadas y el método plural: a la vez interno y externo, descriptivo y teórico, biográfico e institucional, historicista y problemático)[1].

Lo primero que quiero dejar sentado es que su recepción en el campo de mi propio trabajo se corresponde con la personalidad de su innegable  emisor conceptual y metodológico: creo además –de entrada– que mi recuerdo reconocido desde la distancia confirmará el nivel genérico y total en que quiso trabajar, y ser reconocido. Mi contacto con él fue siempre a distancia, porque no le traté sino esporádicamente (como asistente a alguna de sus conferencias y como lector asiduo). Pero, aún así, me reconocí deudor de su obra histórica en algunas ocasiones. Aparte de sus diccionarios biográficos o materiales bibliográficos, a los que recurrí reiteradamente, y aparte de lecturas monográficas concretas (sobre Hernández o Acosta, por ejemplo), la obra que ejerció oportunamente una influencia mayor sobre mi modo de estudio fue una que no encuentro tan citada en los recuerdos o elogios funerarios que he leído: Ciencia y Técnica en la Sociedad Española de los siglos XVI y XVII[2].

En realidad, era natural la huella de López Piñero en mí, y no inesperada, porque  venía precedida por el magisterio del historiador valenciano José María Maravall, influyente profesor de “Historia del pensamiento político en España” en la Facultad de Ciencias Políticas de Madrid, mi alma mater. En la Introducción a la obra mencionada reconoce López Piñero sus deudas con él, en primer lugar: “Ha sido un poderoso estímulo la generosa actitud de los profesores Pedro Laín Entralgo y José Antonio Maravall”[3]. Creo que Maravall conformó efectivamente su punto de vista ‘externalista’ sobre la ciencia hispana del Siglo de Oro, así como su propia conciencia de la hegemonía  intelectual hispana en la primera mitad del siglo XVI[4]. Casualmente también, López Piñero ocupó posteriormente –en 2005– la plaza de académico de la Historia en lugar de Juan Pérez de Tudela, que fue otra persona cercana para mí como director primero de mi tesis doctoral sobre las Crónicas de Indias como textos antropológicos[5]. Ambos profesores ejercieron también una indudable influencia para que yo me propusiera reclamar –como digno precedente científico– la producción indiana que sus autores titulaban “historia moral”, que para los lectores actuales formados en antropología moderna eran evidentemente sus ancestros.

No tengo que emplear mucho tiempo en aclarar la importancia colectiva que tenía en los años 1960 recibir la confirmación de ancestros nacionales propios por parte de una disciplina nueva en España, entonces introduciéndose como estudio institucional en las Universidades de Madrid y Barcelona. Así era en realidad por lo que hace a la antropología socio-cultural, en la versión internacional dada a conocer por autores como Claude Lévi-Strauss y Clifford Gerz (y anteriormente por nombres como Bronislaw Malinowski, Radcliffe-Brown o Franz Boas), aunque existían instituciones anteriores en España provistas de ese nombre. Efectivamente existía en Atocha (Madrid) el  Museo Nacional de Antropología (antes llamado de Etnología, y originalmente Anatómico –el del Dr. Velasco–, que incluso da nombre a una madrileña calle cercana), donde justamente funcionó por tres cursos (1965-69) un “Centro Iberoamericano de Antropología” dirigido por Claudio Esteva (llegado en el decenio anterior de México, donde se había exilado en 1939). Incluso había ya algunas cátedras universitarias con el título de Antropología o Etnología (en la Facultad de Ciencias Biológicas la primera, y en alguna Facultad de Filosofía y Letras la segunda, como parte suplementaria de la Arqueología), y de repente los filósofos empezaron a titular sus cátedras de Introducción a la Filosofía (o Fundamentos de Antropología) como Antropología Filosófica (a cargo de profesores como Gustavo Bueno en Oviedo, por ejemplo), que disputaban a los antropólogos la legitimidad de su campo disciplinar.

En esa Escuela de Atocha, en que yo me incorporé por sugerencia de Pérez de Tudela, pudimos escuchar a varios de los profesores de antropología europeos y americanos que tenían que ver con España o América latina como campo de estudio (Pitt-Rivers, Michael Kenny, Lisón Tolosana, León Portilla, Jiménez Moreno, Juan Comas, etc.), así como a otros catedráticos operativos en España (Rodríguez Adrados, Pérez de Tudela, Esteve Barba, Manuel Alvar, etc.), y se pudo introducir profesionalmente a la disciplina (incluidas unas prácticas de campo en los Pirineos) a una generación de jóvenes licenciados españoles y americanos, becados por el Instituto de Cultura Hispánica. Aunque había otras personalidades nacionales fuera de esta escuela (caso especial de Julio Caro Baroja, que había sido incluso unos meses director del Museo Antropológico, luego de serlo del Pueblo Español), y aunque luego se agregaron licenciados y doctorados en universidades extranjeras, una gran parte de los profesores de antropología socio-cultural que proveyeron inicialmente las plazas universitarias de  Antropología procedían de esta Escuela.

En esas condiciones precarias de afirmación disciplinar, el hallazgo de ‘ancestros’ antropológicos en siglos anteriores -reconocidos de modo más o menos generalizado por la comunidad internacional, especialmente norteamericana- era una labor que atraía íntimamente a la comunidad universitaria. En esos años también se produce el retorno progresivo de exiliados universitarios del 39, entre los cuales había una buena porción de antropólogos americanistas (Claudio Esteva, Angel Palerm, Pedro Carrasco, Pedro Armillas, Santiago Genovés, Juan Comas, Bosch-Gimpera…). Ante ese fenómeno generalizado de rescate profesional y humano surgieron en España multitud de proyectos intelectuales recuperadores, entre los que destacó tal vez la obra de José Luis Abellán, conocido historiador del pensamiento filosófico español. Por delegación de Ángel Palerm (a quien conocía  amigablemente tras varios años de visita por España) me encargó Abellán ocuparme de la obra de los antropólogos exilados, conociendo mi compromiso doctoral con la historia antropológica española[6]. En realidad, la Antropología había gozado ya de dos congresos nacionales (uno en Sevilla en 1972 y otro en Barcelona en 1976), y en el segundo de ellos el tema de los exilados había convocado un simposio específico (que estuvo a mi cargo coordinar) y una mesa redonda, a la que fueron invitados varios de ellos por el anfitrión Claudio Esteva (Palerm, Carrasco, Genovés...). En estos congresos antropológicos, que se sucedieron a partir de entonces sin interrupción,  siempre era tema recurrente   dedicar nuestra atención a la parte historiográfica, y me tocó coordinar o participar bajo esa faceta historiográfica en varios de ellos (Sevilla, Barcelona, Madrid, Granada, San Sebastián, Zaragoza, etc.).

Algunos de esos miembros tempranos nos acercábamos a la Historia de la Ciencia –como tal disciplina en trámite de constitución– en demanda de una ayuda necesaria a nivel profesional, y agradecíamos poder recibir conceptos y métodos historiográficos que nos garantizaban la profesionalidad de nuestro acercamiento historiográfico[7]. Uno de mis primeros ensayos dedicados a la figura de Acosta como antropólogo fue precisamente el primer congreso de la Sociedad Española de Historia de la Ciencia y de las Técnicas, fundada poco antes, celebrado en Madrid a finales de 1978. Otro artículo simultáneo dedicado al mismo personaje (precisamente al tema del clasicismo como factor etnográfico en el jesuita Acosta) fue elaborado en esas mismas fechas (noviembre), cuando se preparó un homenaje al cronista Fernández de Oviedo (por el cuarto centenario de su nacimiento) que organizamos Francisco de Solano y yo en el viejo edificio del Centro de Estudios Históricos de la calle Medinaceli. Unas semanas después se incendiaría la planta superior del edificio (diciembre de 1978), perdiéndose más de la mitad de su biblioteca americanista e interrumpiéndose algún tiempo sus ordinarias labores institucionales. Ambas situaciones temporales (la pérdida súbita de una antigua biblioteca americanista creada en 1934, el retorno de los exilados  del 39 a una España no franquista y el olvido duradero de nuestras antiguas tradiciones etnográficas americanas: hasta el punto de ignorar incluso su existencia, cuando no de negarla) urgían a dedicar la atención presente al rescate historiográfico, y a hacerlo de manera profesional.

En esa tesitura, el ejemplo profesional de López Piñero como historiador de la ciencia hispana, continuando el primer acercamiento académico de Laín Entralgo (que en los años sesenta también había marcado desde su posición rectoral de la Universidad de Madrid la sentida ausencia de una antropología en el currículo hispano, a pesar de sus antiguos antecedentes) y creando en Valencia un centro de investigación decididamente profesional, pionero y ligado a la corriente internacional, no podía por menos de ser un faro orientador en la penumbra de la tarea por hacer.

No obstante lo que dije antes, su influencia personal sobre mí se ejerció ya en el tratamiento de las fuentes americanistas estudiadas. Efectivamente hay una parte directa en la cual he coincidido casualmente con él,  en mi acercamiento a la obra del jesuita Acosta (especialmente mi participación en el primer congreso de la Sociedad Española de Historia de la ciencia, en diciembre del 78)[8], donde me beneficié de la edición facsimilar de su Historia natural y moral de las Indias (Valencia, 1977) con prólogo de Barbara Beddals, que inauguraba la serie «Clásicos científicos españoles del Renacimiento» de la colección Hispaniae Scientia, dirigida en Valencia por López Piñero. En realidad, critiqué frontalmente su estudio introductorio por la preferencia que esta historiadora tenía hacia la parte naturalista de la obra de Acosta, la única que le pareció digna de reivindicarse en el presente; en definitiva, la única ‘científica’. Afianzado desde la antropología americanista en el interés presente de sus planteamientos ‘morales’de la historia indiana, por la reciente publicación de textos norteamericanos e ingleses que volvían a reivindicar su modernidad antropológica[9], me atreví a cuestionar la propuesta de Beddall a favor de la parte naturalista de su historia. Además le eché en cara algo que seguramente incomodó a algún miembro del equipo de Valencia  liderado por López Piñero: que, si bien actualmente nos puede parecer más interesante una parte cualquiera de la obra de un autor pasado (la parte natural o la moral), no podemos editarlo hoy con ese prejuicio presentista. Y terminaba con un dilema, un poco impertinente: “Quizá concuerden algunos con que la historia natural [de Acosta] es más científica que la historia moral, pero desde luego dejar de lado la historia moral en Acosta no es un procedimiento científico”. Además me atreví a cuestionar la apertura del equipo de Valencia por las ciencias del hombre con esta observación, aunque perdida en una nota, que tendía a explicar  el consentimiento colectivo de la preferencia ‘naturalista’ de Beddall:

El concepto de ciencia en López Piñero puede conocerse por exclusión en su obra en equipo Materiales para la historia de las ciencias en España: siglos XVI‑XVII, Valencia,  Pre-textos, Gráficas Soler, S. A., 1976. En esta amplia antología de las ciencias (en plural) se excluyen la Lingüística, la Economía, la Antropología, etc., a pesar de su evidente interés para la participación española de estos siglos.[10]

No me extraña que este artículo hubiese dado lugar a algún pequeño disenso en el equipo. Lo que demuestra, por otro lado, alguna atención a toda la bibliografía científica producida a su alrededor, aunque procediese de un joven investigador dedicado a actividades alejadas de las suyas. Sin embargo él y su equipo lo incluyeron poco después en la bibliografía recomendada sobre Historia de la ciencia española en el Renacimiento (en el número que le dedicó la revista Anthropos)[11]. En el fondo, lo que yo estaba reclamando era atenernos con más fidelidad a los criterios del autor examinado,  para evitar caer en ‘presentismos’ diversos (de valoración secular o de división disciplinar), criterio historicista que López-Piñero quería respetar expresamente en esos mismos años:

[…] Vamos a poner especial cuidado de no proyectar hacia el pasado una determinada imagen actual y su división en disciplinas. Solamente desde supuestos genéticos propios del positivismo vulgar puede buscarse, por ejemplo, la ‘prehistoria’ de la física, de la química o de una especialidad médica en los siglos XVI y XVII, a pesar de la evidencia de que tales disciplinas no existían entonces.

[…] ha sido muy perniciosa la tendencia de acercarse globalmente a la España de los siglos XVI y XVII con generalizaciones  incompatibles con la diversidad de sus etapas históricas. Más intolerable todavía es proyectar el triste provincianismo de la actividad científica española durante los siglos XIX y XX, desde cualquiera de las posturas ideológicas que hemos examinado…[12]

Como se ve, hay una relación  y conexión subyacente entre nosotros que tiene que ver con los criterios genéricos propuestos por el maestro valenciano para el estudio de la ciencia española del siglo XVI, que la considero más importante que nuestra coincidencia puntual en el estudio de un autor pasado: no solamente por proponer en abstracto un respeto minucioso por las distancias históricas reales en varios períodos históricos (lo que parece simplemente justo, por más que no siempre se respete, al contrario) sino en especial por conceder la debida importancia a la trascendencia internacional  de la ciencia hispana en el siglo XVI, en su período hegemónico. Es justamente este énfasis en la situación excepcional de este siglo (en que España tiene conexiones internacionales permanentes, y en que la actividad científica goza de amplia protección estatal, por su evidente necesidad para el gobierno  de España y sus posesiones americanas) lo que caracteriza el enfoque de la escuela de Valencia. Es al servicio de este ‘programa’ positivo (no –por ello– positivista) como funcionan coherentemente sus varias propuestas contenidas en la Introducción a esta obra maestra de 1979: el afán de historia total (externa e interna), así como la importancia equivalente tanto de la gran teoría como de la pequeña –del gran hombre como del humilde cultivador de una ciencia– y, sobre todo, de la tecnología artesanal atenta a la resolución de casos prácticos.

Creo que procede también de López Piñero una especial imagen positiva de nuestro Renacimiento en la historia de la ciencia  (sin desprecio del activo y práctico medievo), así como la debida atención privilegiada al hecho americano: y esto tanto como situación objetiva de praxis política (por el enorme capital acumulado y por la necesidad objetiva de soluciones diversas a problemas nuevos) como por lo que hace a la comunidad histórica americanista, siempre atenta al fenómeno de la técnica y la ciencia. No es de extrañar su reconocimiento de la deuda contraída con el profesor Maravall, porque ésas fueron también sus coordenadas preferenciales, sin ser él mismo americanista ni especialista exclusivo en la temprana Edad Moderna.

Quisiera detenerme finalmente en una cuestión argumental que afecta particularmente a su preferencia sobre la época del Renacimiento, que está también en íntima relación  con los planteamientos de Maravall, expuestos detenidamente en su obra de 1966 (citada en n. 3: motivo primero de su discurso  de ingreso en la Real Academia de la Historia y luego de un libro luminoso, reeditado y ampliamente citado). Tal vez no tan apreciada y conocida como debiera por parte de los americanistas, a quienes en realidad  iba dedicada. La argumentación, profusamente desarrollada y reiterada a lo largo del libro[13], era que la imitación y reverencia a los autores antiguos (una vez considerados clásicos) había terminado por producir un dominio sobre las propias actividades imitadas (escritura, elocuencia, pintura, artes, arquitectura, derecho, cosmografía, historia natural, matemáticas...), que en forma de ley hegeliana (tesis, antítesis, síntesis) concluía con una conciencia de superioridad e independencia de lo antiguo. Es ahí donde la experiencia propia de los tiempos presentes (sustentando la personalidad de autor y su ‘autoridad’) adquiría todo su sentido de ‘falsación’ de la autoridad recibida, es decir, de experimento.

Recuerdo perfectamente la importancia concedida por Maravall (1966) al Renacimiento en la valoración comparativa de las reacciones hispanas al descubrimiento natural y moral del nuevo Mundo. Tras desarrollar ampliamente el curso de la querella entre antiguos y modernos en el área castellana y otras europeas (y sostener que era un fenómeno casi simultáneo) propone en su libro-ponencia (objeto anterior de su discurso académico) medir la capacidad renacentista de ver novedades inesperadas  en función de la madurez mayor en el manejo de lo antiguo, no del simple cambio substitutorio de los valores humanistas por la experiencia inmediata y propia. Véase claramente este énfasis en el caso de los refranes:

Hagamos resaltar una vez más, porque en ese matiz está tal vez lo más significativo del caso, que tal interés [por los refranes populares] no se descubre en escritores de tendencia castiza, apartados de la corriente general europea del Renacimiento [… sino] en los paladines del italianismo y del clasicismo [Santillana, Juan de Valdés, Hernán Nuñez, mosén Pedro Vallés, Juan de Mal Lara, el maestro León de Castro, el maestro Gonzalo Correas, etc. etc.]”. (Maravall, 1966, p. 408, cursivas y corchetes míos).

El  propio Maravall, autor más cerca que nadie de la tesis 'dialéctica'  que propongo –entre lo clásico o italiano y lo propio o castellano, y a quien realmente la debo a partir de su obra de Antiguos y modernos– no la pudo desarrollar tan sistemáticamente como era su intención inicial. Su énfasis posterior fue dirigido al enfoque social y funcional del Humanismo (antes de dedicarse al Barroco), y a subrayar la consciencia de modernidad y progreso como característica del Renacimiento, siempre como correlato inevitable del paradigma de la 'antigüedad'. Como dije ya, López Piñero pone también una atención especial en el siglo XVI en su obra de 1980 (y en general a lo largo de su producción bibliográfica, incluyendo reiteradas veces personajes especialistas del Nuevo Mundo, como Francisco Hernández): caracterizándolo como un siglo hegemónico y comunicado con el exterior, frente al decadente y aislado siglo XVII. Sin menosprecio del Medievo y de sus contribuciones intelectuales y técnicas (modo de contrapunto del libro),  nuestro hombre se esforzó sobre todo por ver el desarrollo de la ciencia en España al inicio de la Edad moderna. Incluso señaló que gran parte de los hispanos (médicos, pilotos, ingenieros...), y queremos ahora enfatizarlo especialmente, desarrollaron su reforma intelectual como un corolario de la difusión de las doctrinas del latinista Antonio de  Lebrija en otras disciplinas. A pesar de todas las ambigüedades  sobrevivientes sobre el humanismo, que reconoce previamente, se esfuerza en definirlo específicamente:

El término 'humanismo' (tan equívoco o más que el de 'Renacimiento') vamos a utilizarlo, a falta de otro mejor, para designar el movimiento que intentó recuperar el saber de la antigüedad clásica, conectando directamente con sus textos científicos mediante ediciones depuradas filológicamente y traducciones directas, libres de las incorrecciones que tenían las medievales... El humanismo, por su parte, no solamente permitió la depuración de los textos clásicos, sino que planteó la necesidad de entender auténticamente los autores científicos antiguos. Esta tarea resultó facilitada por la imprenta... Con la misma intención en principio -para ver ejemplificadas las doctrinas clásicas- se procedió también a relacionar su contenido con la observación de la realidad (...) la comprobación de lagunas y contradicciones condujo a la crisis del criterio de autoridad como base del conocimiento científico.[14]   

En función de estas dos coordenadas (humanismo textual y humanismo experiencial, entre los cuales oscila reiteradamente) he citado frecuentemente a Lopez Piñero, especialmente en un articulo dedicado al humanismo antropológico de los jesuitas[15]. En vez de un proceso ‘dialéctico’ al interior de la academia (enunciado primeramente al modo de Maravall, donde cualquier parte del proceso imitativo con los clásicos deviene en una actitud final rebelde, de progreso y experiencial), para López Piñero han terminado habiendo dos ‘humanismos’, el científico y el literario, dentro del propio Lebrija:

Nos referimos por supuesto al que Cotarelo llamó “Lebrija científico”, es decir, al autor de un notable resumen cosmográfico, de lecciones acerca de la Historia natural de Plinio, de ‘repeticiones’ sobre medidas, pesos y números, de una Tabla de la diversidad de los días y horas, y de una edición de Dioscórides complementada con un Lexicon de términos relativos al ars medicamentaria. [...] No se trata, por tanto, del cultivo del latín y del griego, de estudios gramaticales o de crítica, de edición o traducción de textos en idiomas clásicos, sentido en que hablan del ‘humanismo español del siglo XVI’ Gil, López Rueda y otros filólogos. Son dos realidades históricas que hay que distinguir cuidadosamente, auque se solapen desde varios puntos de vista. Sobre todo, hay que evitar el viejo error de interpretar el desarrollo de la actividad científica desde los esquema procedentes de la historia de las disciplinas literarias.[16]

Conviene decir que la opinión de López Piñero favorable al efecto científico positivo del Humanismo quizá derive de su reciclamiento post-doctoral en Alemania, donde se produce desde el siglo XIX –como se sabe- una revalorización filológica e historiográfica de la contribución greco-latina al conocimiento y la cultura. De todas maneras sus dudas acerca de la existencia o no de las dos culturas dentro del humanismo (ciencias y letras) es la continuación de un viejo prejuicio intelectual que se remonta al siglo XVII, como efecto de las propuestas de Nueva Ciencia emitidas desde  Inglaterra y Francia, especialmente alrededor de las figuras de Francis Bacon y René Descartes, seguidas por Blas Pascal y el propio Galileo[17]. Creo que esta división interna del Humanismo entre filólogos literarios  y científicos experimentales asoma alguna vez a lo largo del texto de López Piñero (especialmente en los capítulos posteriores dedicados a cada disciplina, por ejemplo a la Historia Natural),  a pesar de sus declaraciones iniciales del peso del Humanismo filológico en la revolución científica moderna.

Esa dicotomía del mismo humanista y del mismo humanismo no la hubiera hecho Maravall, al menos no tan tajantemente. Y en ello le seguían otros historiadores (no filólogos) del Renacimiento francés o italiano, como el jesuita François Dainville:

C'est le mérite de l'humanisme italien d'avoir, dés le debut du XVe. siècle, dépassé la beauté formelle des oeuvres littéraires pour chercher dans les textes d'histoire de l'Antiquité et, mieux, pour élaborer à leur tour l'histoire des Etats, dont l'origine remontait après la fin de l'histoire ancienne.[18]

Como antropólogo cultural hubiera preferido que el maestro López Piñero hubiera incluido la historiografía, la economía, la lingüística, la antropología y otras ramas humanísticas en su famoso manual de 1979, o en sus labores de equipo. Ya lo pedí en 1980 al comentar la edición de Acosta, dejando a un lado la historia moral a favor de la natural. Creía que esta ‘disociación’ de la historia moral no sólo no correspondía a las intenciones originales del autor, sino que perjudicaba la comprensión del proceso científico natural mismo: por ello mismo, en  1996 echaba de menos que no considerase la importancia para Hernández de su traducción de Plinio, al mismo tiempo que elaboraba su Historia natural de la Nueva España, como había considerado las traducciones latinas de Galeno en Paris (al mismo tiempo que el auge de las disecciones anatómicas[19]) de Vallés en España, o la traducción del Dioscórides por Andrés Laguna (otro diseccionador de cadáveres y buscador de plantas). Creo que esta operación de opción preferencial para las ‘ciencias duras’ (o paradigmáticas que diría Thomas Kuhn) terminó por ser asumida por su equipo de Valencia, a la hora del estudio de Hernández.

Algo parecido le ha ocurrido a un prestigioso seguidor americano, que ha usado su obra modélica de 1979 otra vez como modelo panorámico de la ciencia imperial española y portuguesa, en una directa y franca reclamación a la academia anglosajona de tener en cuenta la tradición ibérica[20]. Su reclamación a la edición norteamericana de Acosta (que pretende desde una posición postcolonial y globalizadora denunciar el imperialismo hispano, a la vez como imperial y como provinciano) ha consistido en reclamar mayor atención a las ciencias naturales de la obra acostiana (verdadera razón de su modernidad en el siglo XVI), tal vez esperando que esa valoración ortodoxa –y cientifista more positivo- compensase la excesiva presencia del demonio en la historia moral, causa de su desprestigio moderno. Esperaremos nosotros a que la reciente edición crítica de Acosta nos ayude a devolver las cosas a su verdadera dimensión científica, que no está ni en la moral ni en la natural sino precisamente en el ensamblaje de ambas: aunque no confío mucho en que esta batalla denodada contra el viento dominante de los paradigmas ‘científicos’ sea fácil de ganar.

Lo que sí ha ganado la obra de López Piñero es la categoría de clásico, en virtud de la cual ha empezado a ser imitado y comentado reiteradamente, y ha producido el mismo efecto que los clásicos en el Renacimiento: la posibilidad de que se construya a su alrededor una nueva historia española –verdaderamente total- de la ciencia. Es justo y merecidamente honroso el calificativo de obra y autor paradigmático que le dió el coordinador del monográfico de Arbor dedicado a López Piñero, José Manuel Sánchez Ron. Es posiblemente en virtud de ese rango por el que todos sus lectores nos arrogamos el derecho de proponer nuevas soluciones a su texto clásico, y creemos recibir un premio por ese mero gesto, al mismo tiempo que hacemos girar la rueda de la historia.

 

Notas

[1] He tomado este apunte estratégico de la introducción a su conocido manual Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII (1979a).

[2] Título que, como veremos, se debe al énfasis que quiso darle su autor a la técnica y el conocimiento artesanal y empírico. Pero que originalmente no incluía el apartado “técnica”, si creemos al modo en que lo cita como “en prensa” en otra obra suya de ese año (López Piñero, 1979b): como “Ciencia y Sociedad en la España de los siglos XVI y XVII”, Madrid, Fundación Juan March. Sobre la importancia paradigmática de esta obra véase el monográfico “En torno a la Ciencia y Técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, de José Mª López Piñero”, de Arbor. Revista de Ciencia, Pensamiento y Cultura (1996). Estuvo coordinado por quien era su director adjunto, José Manuel Sánchez Ron, y contó con la participación de los maestros Laín Entralgo y Antonio Domínguez Ortiz, de sus colegas de Valencia Thomas Glick (asociado desde Boston), Luis García Ballester y Victor Navarro Brotons, y sus deudores F. Javier Puerto, Mariano Esteban Piñero, Jon Arrizabalaga, acompañados por el mexicano Rafael Chabrán. Como dijo el propio homenajeado “concurrieron cuatro generaciones”, confirmando la vigencia sostenida de su valor.

[3] López Piñero, 1979a, p. 12.

[4] Tal vez las dos obras más influyentes de Maravall en López Piñero hayan sido respectivamente Estado modeno y mentalidad social (1972), y para lo segundo Antiguos y modernos (1966).

[5] En segundo lugar lo fue Carmelo Lisón Tolosana, con quien llevé a cabo la redacción final, pero ya bajo la orientación intelectual de George W. Stocking Jr. Autor de una colección histórico-antropológica y de un boletín especializado de valor internacional, en una forma muy parecida a como lo era López-Piñero en España, es autor temprano también de una obra modélica como Race, Culture and Evolution. Essays on the History of Anthropology (1968). Stocking y López Piñero se parecían en su papel de defensores decididos de la historia de la ciencia como profesión (uno antropológica y otro médica), y como denunciadores de un defecto típico, el presentismo y la precursitis. Sobre el concepto de historia presentista, ver su  ensayo introductorio a este libro: "On the limits of presentism and historicism in the historiography of the Behavioral Sciences". Stocking, luego conocido profesor de la Universidad de Chicago, coincidió  y colaboró antes estrechamente en Berkeley por largos años con el físico Thomas Kuhn, manejando profusamente el concepto de ‘paradigma’. Historiador apenas conocido en España, aunque vino varias veces como turista veraneante y como invitado especial a un Congreso de Antropología (IV), celebrado en 1987 en Alicante. Fue un desconocido para mí hasta 1974, cuando Carmelo Lisón me comunicó su enorme influencia en la academia norteamericana. En aquellos meses de febril redacción doctoral (enero-mayo de 1975), debí también mucha información bibliográfica americana a Maria Cátedra, becaria –como yo– de la Fundación March, desplazada en la Universidad de Filadelfia.

[6] Pino, 1978.

[7] Otros colegas dedicados a la historia de la antropología en España serían –aparte del maestro Caro Baroja– Carmelo Lisón, Josep R. Llobera, Joan Prat, Joseph M. Comelles, Encarnación Aguilar, Fernando Esteve... Muchos de ellos, la mayor parte, ceñirían el interés de su indagación histórica a los ámbitos (regionales, hispanos o internacionales) en que desarrollaban su labor, lo que en realidad avala la función ancestral que estoy proponiendo.

[8] Pino, 1980.  Artículo destacado favorablemente en la revista norteamericana Isis, 1983, vol. 74:1, pág. 271, y en la British Journal for the History of Science, 1984, vol. 17, p. 94 por obra de un colaborador de López-Piñero, Thomas Glilck. Este reseñador me confesó que el artículo en cuestión había provocado una discusión en el equipo de trabajo valenciano, al que él pertenecía.

[9] Rowe, 1964. De este articulo se había hecho eco John H. Elliott, en el cap. II de su famosa obrita de 1970, The Old and the New World, 1492-1650, traducida a los dos años en Alianza Editorial, Madrid. Por las varias citas del autor se notaba que ejerció cierta influencia sobre su reflexión acerca de la incidencia americana en España, de que hizo objeto en dos conocidos ensayos: “The Discovery of America and the Discovery of Man" (Raleigh Lecture, 1972). Proceedings of the British Academy, 48 (1972): 101-125. London; así como en “Renaissance Europe and America: A blumted impact? In Fredi Chiapelli (Ed.). First Images of America. The impact of the New Worl on the Old. Berkeley: University of California Press, 1975, vol. 1, p. 11-23.

[10] Pino, 1980, p. 486, n. 7.

[11] López Piñero et al., 1982. Por confidencia posterior de Thomas Glick, he podido saber que hubo referencia  polémica a ese articulo mío en el grupo de trabajo, por discutirse la lógica de sus planteamientos.

[12] López Piñero, 1979a, p. 9 (perteneciente a la Introducción) y 160 (del cap. IV, “los saberes científicos”, y especialmente el acápite “La idea de progreso y la imagen de España”). Cito estas dos frases tan distanciadas en el texto original porque me parecen proceder del mismo prurito de fidelidad histórica.

[13] Es probable que yo –del mismo modo que los renacentistas con sus clásicos- haya operado alguna transformación sistematizadora sobre la obra originaria de Maravall, cuyo modo de proceder historiográfico iba aclarando sus planteamientos teóricos con nueva casuística, a lo largo de la obra. Tal vez se deba eso a su carácter de historiador profesional, o tal vez a la corrección ofrecida por su procedencia orteguiana: lo cierto es que algo parecido le ocurría a otras obras de su círculo como a Julio Caro Baroja. Ambos, muy en la línea de Américo Castro y Ortega, sostenían la naturaleza histórica de los caracteres nacionales, poniéndose a planteamientos contemporáneos, tal vez más sociologizantes y categóricos.

[14] López Piñero, 1979a, p. 150-151, cursivas mías.

[15] Pino, 1996.

[16] López Piñero, 1979a, p. 152-153.

[17] Para una denuncia formal de este prejuicio generalizado, ver Grafton 1991.

[18] Dainville, 1954, p. 126 y 129.

[19] López Piñero, 1979a, p. 312-13.

[20] Cañizares-Esguerra, 2004. Siguiendo el número monográfico de la revista Arbor dedicado a esta obra de López Piñero (de lo que me he enterado justamente por este medio, lo reconozco), el profesor Cañizares hace un audaz recorrido sobre la larga historia científica del mundo ibérico en el nuevo mundo, de la mano de López Piñero, Maravall y el profesor David Goodman (1990).

 

Bibliografía

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Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

 

Ficha bibliográfica:

PINO-DÍAZ, Fermín del.. López Piñero, un modelo historiográfico. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 25 de noviembre de 2010, vol. XIV, nº 343 (4). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-343-4.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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