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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XIV, núm. 353 (2), 15 de febrero de 2011
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

DERECHO PARA LA CIUDAD EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA

Respuesta a Jean-Pierre Garnier

Horacio Capel
Universidad de Barcelona

Recibido: 27 de enero 2011. Aceptado: 3 de febrero 2011.

Derecho para la ciudad en una sociedad democrática. Respuesta a Jean-Pierre Garnier (Resumen)

Como respuesta a las críticas efectuadas por Jean-Pierre Garnier en su artículo “Treinta objeciones a Horacio Capel”, el autor se reafirma en las ideas que expuso en la conferencia “Urbanización Generalizada, derecho a la ciudad y derecho para la ciudad”. Su tesis fundamental es que se debe y se puede convencer a los ciudadanos de la necesidad de realizar profundas reformas, y que el marco legal democrático permite elaborar y aprobar leyes verdaderamente innovadoras e incluso revolucionarias. La ciudad puede transformarse con el derecho y desde el derecho.

Palabras clave: derecho a la ciudad, derecho para la ciudad, capitalismo, democracia.

Right for the city in a democratic society. Reply to Jean-Perre Garnier (Abstract)

In response to criticisms made by Jean-Pierre Garnier in his paper "Thirty objections to Horacio Capel”, the author reiterates the ideas presented in his article “Generalized Urbanization, right to the city and right for the city”. His fundamental thesis is that citizens must and can be convinced of the need for deep reforms, and that the democratic legal framework allows developing and passing laws truly innovative and even revolutionary. The city can be transformed with the law and from the law.

Key words: Right to the city, right for the city, capitalism, democracy.

El artículo “Urbanización Generalizada, derecho a la ciudad y derecho para la ciudad” publicado en Scripta Nova (vol. XIV, nº 331-7, 2010) con ocasión del XI Coloquio Internacional de Geocrítica, trataba de destacar la importancia de las reivindicaciones sobre el derecho a la ciudad y la utilidad de las vías jurídicas para la transformación de la misma en la actual fase de desarrollo urbano. Su tesis fundamental es que debemos y podemos convencer a los ciudadanos de la necesidad de realizar profundas reformas, y que el marco legal democrático permite elaborar y aprobar leyes verdaderamente innovadoras e incluso revolucionarias.

Las objeciones que ha planteado mi viejo amigo Jean-Pierre Garnier me obligan a volver de nuevo sobre esas tesis. Dichas objeciones se iniciaron, tres meses después de la publicación del artículo anteriormente citado, con un correo suyo en el que me enviaba el texto con numerosos comentarios críticos intercalados, que expresaban los puntos esenciales de su desacuerdo. Las críticas eran fuertes, pero abordaban cuestiones importantes, por lo que consideré que era interesante hacer públicos dichos desacuerdos. Por eso le pedí que redactara un texto articulado, en donde los presentara para un público amplio. La versión siguiente fue más dura y menos amable, como yo podía temer conociéndolo desde hace años. Ese es el texto que hoy se publica. Fue redactado primeramente en francés, la versión que yo he utilizado. Posteriormente, a comienzos de 2011 Garnier hizo una versión al castellano, que yo mismo he corregido durante el mes de enero, y que él ha leído y revisado.

Quiero, ante todo, agradecer a Jean-Pierre-Garnier el trabajo que se ha tomado leyendo cuidadosamente mi artículo. Aunque estemos en desacuerdo sobre muchos puntos, creo que la explicitación de las discrepancias y la voluntad de debate es esencial para establecer puentes de diálogo que permitan avanzar. El dogmatismo está reñido con la actividad científica, y desde luego no tendré inconveniente en rectificar aquello en que esté equivocado, como confío en que sabrá hacerlo igualmente mi objetante.

Hay en toda la obra de Garnier, y en los análisis críticos que hace de la urbanización capitalista, un impulso ético incuestionable y digno de admiración. Hace críticas que son muy estimulantes, que obligan a pensar. Son siempre aceradas sus denuncias sobre los “investigadores diligentes” que se ponen “a la orden del poder” y que están dispuestos a justificar políticas urbanas poco sociales, sobre los “observadores cargados de diplomas llegados a los barrios después de la policía” para hacer diagnósticos pretendidamente científicos. Son oportunas sus denuncias de la ciencia social anclada en el conformismo, en las descripciones asépticas de una realidad percibida con ojos poco críticos, que no cuestionan la situación social existente, que dan credibilidad a las declaraciones retóricas de los políticos y de la publicidad institucional, y que utilizan acríticamente neologismos innecesarios y conceptos que se ponen de moda y se utilizan una y otra vez sin mayor reflexión. La amplitud y la riqueza de su obra queda bien reflejada en el curriculum vitae que puede consultarse en la Red Geocrítica Internacional[1].

Desde luego, no pensaba específicamente en la obra de Jean-Pierre Garnier al redactar el texto de mi conferencia de Buenos Aires, aunque veo que él se siente aludido. Pensaba sobre todo en los asistentes al Coloquio de Geocrítica, muchos de ellos científicos sociales de izquierdas. Pero agradezco cordialmente las críticas de mi amigo para reflexionar de nuevo sobre el tema de aquella conferencia y dialogar públicamente con él sobre cuestiones que nos interesan mucho a los dos y, creo, también a los lectores de esta revista.

Tengo amistad desde hace cuarenta años con Jean-Pierre Garnier, al que conocí en Toulouse a fines de los sesenta, cuando yo participaba en el grupo REMICA (Recherches Midi-Catalogne) que coordinaba Bernard Kayser. Cuando en 1976 fundé la revista Geocrítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana, uno de los primeros números que se publicaron, en ese mismo año, fue precisamente un trabajo suyo titulado “Planificación urbana y neocapitalismo”[2], que siguió a otros dos que, con el título de “Geografía y teoría revolucionaria”, daban a conocer un texto de David Harvey y los comentarios y réplicas de ese autor a algunas críticas que se le habían realizado[3]. Desde aquellas ya lejanas fechas he leído muchas de las obras de Garnier -al igual que las de Harvey-, conozco bien su trabajo, aprecio su pensamiento y he mantenido intacta mi vieja amistad. Eso no impide que tenga fuertes diferencias intelectuales con él, entre las cuales tal vez las más importantes derivan del hecho de que él -me parece- se considera un revolucionario y yo no paso de ser un reformista utópico. En todo caso, confieso, además, que hay muchas cosas que tengo menos claras de lo que él parece tenerlas. Por eso estimo que es muy importante el debate que realizamos y he tenido especial interés en que se realice públicamente y se difunda a través de Scripta Nova.


Solo la izquierda puede salvar el mundo. Pero ¿qué izquierda?

“¿En qué ha fallado Barcelona?” es hoy una pregunta pertinente ante las críticas que desde hace más de una década se han venido realizando crecientemente al llamado “modelo Barcelona”[4]. Lo es todavía más ante los resultados de las elecciones a la Generalitat de Cataluña, celebradas el 28 de noviembre de 2010, que han supuesto una derrota sin paliativos de la izquierda, después de ocho años de gobierno; y ante las previsiones que hoy se hacen de resultados similares en las elecciones municipales que se celebrarán el próximo mes de mayo. Derrotas que se unen a otras muchas que los partidos de izquierda han experimentado en prácticamente todos los países de la Unión Europea, y a una situación bastante delicada de la izquierda en otros continentes. Así como al hecho de que los regímenes comunistas se desmoronaron en 1989 y que, cuando persisten, han sido calificados, en el caso de China, como “capitalismo de Estado” o, en el de Cuba, muestran una debilidad y confusión bastante críticas: los mismos dirigentes cubanos han reconocido que intentaron organizar un sistema socialista sin saber bien qué era ello.

En las conclusiones de un artículo que llevaba precisamente el título con el que se abre el párrafo anterior, me atreví a escribir que “tal vez sea el momento de iniciar un profundo proceso de reflexión que muestre la capacidad de la izquierda para presentar de forma coherente su modelo de ciudad, y para dirigir los cambios que es preciso introducir en la economía y en la estructura social ante los graves retos que están hoy planteados”; para lo que se necesita, añadí, “nuevos comportamientos políticos, y nuevos marcos teóricos y de actuación territorial”.

Estoy firmemente convencido de que solo la izquierda puede salvar el mundo (salvarlo en el sentido más general que tiene este verbo en castellano, y que está alejado de cualquier contenido religioso: “librar de un riesgo o peligro; poner en seguro”). Es la izquierda la que tiene ideales e impulsa políticas de igualdad, justicia social, redistribución de riqueza, control del desarrollo, atención a los problemas ambientales, educación pública y sanidad pública. Son esos ideales, y las políticas correspondientes, los únicos que pueden salvar el planeta y evitar conflictos sociales graves que ponen en cuestión el futuro de la Humanidad.

Estimo, además, que dichos ideales pueden ser ampliamente aceptados por la población si se difunden adecuadamente, sobre todo en este momento en que ya se tiene clara conciencia de la gravedad de los riesgos que existen.

Estoy de acuerdo con Garnier en buena parte de las críticas que él hace al funcionamiento del sistema capitalista. No podemos tener ninguna complacencia con las prácticas corruptas o ilegales en que puedan caer los individuos y las organizaciones, con las empresas capitalistas defraudadoras de impuestos, una práctica que es muy frecuente en España[5] y en otros países, con la existencia de paraísos fiscales, utilizados por personas famosas sin sanción social pública, con todo aquello que conculque la ley o vaya contra los principios éticos, con las colusiones entre la política y el mundo empresarial, incluyendo el asesoramiento de políticos a grandes corporaciones privadas. Pero estoy convencido de que una clara conciencia ciudadana acerca de ello y la presión legal adecuada pueden poner coto a todas esas prácticas, y a otras.

Debemos ponernos de acuerdo sobre cómo se puede convencer a los ciudadanos para que compartan esos ideales, de forma que la izquierda pueda llegar al poder pacíficamente. Lo de implica discutir de qué izquierda estamos hablando.

Creo que debe ser un determinado tipo de izquierda, crítica con el sistema, pero capaz de convencer democráticamente a los ciudadanos -depositarios de la soberanía y, por ello, votantes-, que no descalifique la democracia formal y que exponga sus ideas de una forma coherente y convincente.

En la construcción de esa izquierda son esenciales, ante todo y sobre todo, las aportaciones ciudadanas. Se ha de estar atento a las iniciativas que proceden de la ciudadanía, de los movimientos ciudadanos de todo tipo, potenciar los movimientos sociales para luchar por la puesta en marcha de las transformaciones que deben realizarse, contribuir a articularlos. Es posible que los partidos existentes se hayan de refundar o reorientar; han de cambiar su forma de organización, modificar sus estrategias, luchar contra la burocratización y buscar nuevos modelos organizativos que incorporen los movimientos vecinales y cívicos, que se articulen con ellos.

También pueden ser útiles las aportaciones de los académicos e intelectuales que tienen amplia experiencia y que, con su reflexión y su trabajo científico, pueden aportar elementos esenciales para reunir e interpretar datos y para la elaboración de ese marco coherente. Pero eso se ha de hacer debidamente, con conocimiento y con rigor, con modestia y sin dogmatismos, con interpretaciones bien apoyadas en la teoría y en el análisis empírico, y dispuestos siempre a rectificar, si es preciso, tras un diálogo que puede ser riguroso y, a la vez, cordial.


La acusación de eufemización

La primera observación que hace Jean-Pierre Garnier en su respuesta se refiere a mi afirmación sobre lo que califico la falta de matices del pensamiento de izquierdas. Cuando escribía eso no hacía ninguna desvalorización, sino simplemente una constatación. Matizar en castellano, según el Diccionario de la Real Academia Española,

“procede del bajo latín matizāre, usado desde el siglo XII en pintura, y tiene diversos sentidos. 1. tr. Graduar con delicadeza sonidos o expresiones conceptuales. 2. tr. Juntar, casar con hermosa proporción diversos colores, de suerte que sean agradables a la vista.3. tr. Dar a un color determinado matiz”.

El primero, el que apunta a la necesidad de “graduar con delicadeza expresiones conceptuales” es el sentido que doy a esa expresión. No se trata de eufemizar, ni de ocultar o de llamar a las cosas con otros nombres, como parece que Garnier interpreta, sino de refinar los argumentos; de depurarlos teniendo en cuenta los profundos cambios que se han producido en el mundo desde mediados del siglo XIX, cuando se generó el pensamiento marxista que está en la base de buena parte de las posiciones de izquierdas.

Permitirá mi amigo que no tenga en cuenta, pues, sus observaciones iniciales sobre la eufemización, ya que en ningún caso he tenido en la cabeza la necesidad de “positivar lo negativo” ni los esfuerzos que puedan “hacerse en el discurso político mediático o pseudo-científico, para tratar, mediante artificios de lenguaje, de ocultar, minimizar y relativizar una violencia social y hacer así que lo inaceptable se convierta en aceptable o en casi imperceptible”. La advertencia que cita, del director francés del Institut National Agronomique, me parece muy pertinente, pero no tiene nada que ver con mis intenciones.

Seguiré cuidadosamente el razonamiento de Garnier, incluso citando, si es preciso, línea por línea sus propias palabras, y diré lo más claramente posible mi punto de vista, mi acuerdo o desacuerdo. Presentaré siempre en cursivas las citas del texto de Jean-Pierre Garnier (y, eventualmente, de otros artículos recientes suyos), y en letra regular, o redonda, las de mi propio texto en el artículo objeto de debate; en todo caso, quiero reiterar que he traducido siempre directamente del original francés, y no de la traducción castellana posterior, por lo que puede haber pequeñas diferencias entre mis citas y la versión posterior traducida por él mismo.


Derecho para la ciudad (objeciones 27 a 30)

Me parece oportuno empezar por la parte final –y, para mí, más importante- del artículo objeto de debate, es decir, con la afirmación que yo hago en él de que la ciudad ha de transformarse con el derecho y desde el derecho; naturalmente, el de los sistemas políticos democráticos, en donde el derecho se elabora como resultado de la voluntad popular, expresada en elecciones, que dan lugar a la formación de parlamentos que legislan, es decir elaboran las leyes, y de gobiernos que gobiernan, y con un sistema judicial independiente.

Teniendo en cuenta esas bases, no se puede hablar de la fetichización del derecho, que esgrime Garnier blandiendo a Marx. Probablemente es ahí donde nace una actitud que ha tenido la izquierda durante mucho tiempo y que ha conducido a la descalificación de la democracia, considerada simplemente como “democracia formal”. Me reafirmo plenamente en la aseveración que Garnier destaca de mi artículo (“estoy firmemente convencido de que a partir del marco legal existente pueden hacerse muchas transformaciones de consecuencias muy profundas e incluso revolucionarias”). Se trata, naturalmente, de una convicción, no de una prueba, pero podemos pensar sobre ello, aportando datos históricos y actuales.

De todas maneras, no está de más recordar aquí que una parte de la izquierda ha tenido, con frecuencia, una gran suspicacia ante la democracia. La hubo en las dos décadas iniciales del siglo XX y aumentó de forma sensible tras el triunfo de la Revolución en Rusia y la creación de la URSS, así como en los años siguientes. También han podido haber, a partir de ahí, grandes errores que impidieron avanzar más: por ejemplo, en aquellos casos en que se sugería no tomar medidas reformistas que pudieran despertar ilusiones y desmovilizaran a la clase obrera.

A veces se intentaba aprovechar la democracia formal para conseguir ventajas que permitieran instaurar otros sistemas políticos, es decir para destruirla; se aceptaba como simple instrumento para alcanzar un fin distinto a ella, considerado superior. Esa ambigüedad ante la democracia creo que fue lo que pasó factura al Partido Comunista de España y al Partit Socialista Unificat de Catalunya durante la transición política a la muerte de Franco, a pesar de que habían sido muy activos en la lucha contra la dictadura. El descenso del número de votos desde las primeras elecciones democráticas, en las que tuvieron la confianza del 10,7 por ciento de los votantes y un total de 23 diputados y las posteriores, en las que bajaron al 4 por ciento y 4 diputados, pudo tener que ver, además de con otros factores, con la percepción que los votantes tuvieron de que eran unos partidos que desconfiaban de la democracia[6]. ¿Se equivocaron los electores, manipulados por los medios de comunicación, o fueron los dirigentes de ese partido los que erraron, por su incapacidad para entender los cambios que se estaban produciendo? Tal vez, ilusiones desmedidas sobre la proximidad de la revolución han provocado luego grandes desilusiones y frustraciones, con consecuencias políticas graves en la descomposición de los partidos de la izquierda.


La presión popular y los cambios políticos

Según Garnier, para que las transformaciones tengan verdaderamente consecuencias, “es decir -como él escribe-, con un impacto positivo significativo sobre la vida del pueblo”, eso ha de hacerse como producto “de una relación de fuerzas extralegal”. La alusión a la autoridad de Marx y de Bourdieu le lleva a Garnier a realizar una afirmación contundente (“a la cual, según él, ningún jurista ha sabido responder de forma convincente”): esos autores “han demostrado que la noción de ‘Estado de derecho’ que constituye el alfa y omega de tu pensamiento político no hace más que codificar, y al mismo tiempo legitimar, el derecho del más fuerte en un momento y en una situación determinada”. Solo le faltaba citar a Nicos Poulantzas y a Marta Harnecker en apoyo de esa tesis, para afirmar, además, que el Estado es un instrumento al servicio de las clases dominantes, cuestión sobre la que volveremos más adelante.

Es esa, me parece, una visión simplista de la complejidad de la construcción del Estado liberal en el siglo XIX (e incluso de la construcción del Estado moderno de las monarquías absolutas); construcción que hubo de hacerse a costa de numerosas negociaciones y concesiones con los poderes locales y regionales, como han mostrado los estudios históricos[7]. Pero sin remontarnos más allá del siglo XIX, me parece claro que el Estado liberal representó la construcción de una estructura política que suponía un avance respecto al Estado absolutista y respecto a los residuos del orden feudal, que persistieron hasta fines del XVIII y comienzos del XIX, y que solo empezaron a desaparecer, en nuestros países, a partir de 1789 con la Revolución Francesa y de 1812 con las Cortes de Cádiz.

Esas estructuras políticas complejas ampliaron y redistribuyeron el ejercicio del poder; primero, a una burguesía que puede propiamente calificarse de revolucionaria (así se titula el volumen V de la Historia de España Alfaguara, escrito por Miguel Artola para el periodo 1808-1869: La burguesía revolucionaria) y, luego, como reacción y rechazo de las reivindicaciones populares, a una burguesía cada vez más conservadora, que acabaría por apoyar regímenes autoritarios y fascistas (como muestra el volumen VI de la Historia de España Alfaguara, escrito por Miguel Martínez Cuadrado, titulado precisamente La burguesía conservadora, 1874-1936)[8]. Esa misma burguesía conservadora y reaccionaria fue la que en Francia representó Action Française, la que apoyó el régimen de Vichy, y la que cerró los ojos ante muchas cosas porque -al igual que la burguesía española que apoyó al régimen de Franco, y la de otros países- preferían el orden que aseguraba el fascismo a los profundos cambios que anunciaba la posible revolución popular.

Sin duda, en toda Europa después de la Segunda Guerra Mundial, la amenaza de revoluciones comunistas y el posible apoyo que podrían tener por parte de la Unión Soviética, están en la base de amplias reformas sociales y de la creación del Estado del Bienestar en muchos países. La amenaza que suponían los tanques soviéticos en Alemania era sentida como tal hasta los años 1960. Yo mismo, cuando hice el servicio militar obligatorio en 1963 y 64, tuve ocasión de oir explicar a oficiales del ejército, que España –integrada desde 1953 en la estrategia de la Guerra Fría a través de los acuerdos con Estados Unidos- tenía una posición estratégica fundamental, ya que los tanques soviéticos, que podrían avanzar rápidamente desde Alemania a Francia, solo serían detenidos por la barrera de los Pirineos (y -se añadía- por las Divisiones Pentómicas del ejército español, que en aquel momento se estaban organizando).

Es posible que haya parte de razón en la afirmación de Garnier, que “desde los años 80 del siglo pasado esas conquistas sociales han sido desmanteladas una tras otra” y que ello ha ocurrido”porque la burguesía, ahora transnacionalizada, ha podido retomar la ofensiva sin encontrar resistencia potente, organizada y amenazante para ella, porque la izquierda institucional y los sindicatos burocratizados han renunciado a toda perspectiva, incluso ‘legal, democrática, pacífica y progresiva’, por retomar una fórmula reformista consagrada, de paso al socialismo”. Pero eso no debe significar añorar los tanques soviéticos amenazantes –que, además, podían tener otras consecuencias negativas- sino simplemente que la izquierda, los sindicatos, el movimiento vecinal y los grupos populares en general tengan claro qué reformas son necesarias y presionen para obtenerlas.

Dicho eso, sigo estando convencido de que las conquistas sociales pueden hacerse hoy -tal como escribí en mi conferencia- “proponiendo nuevas leyes que se apoyen y encajen plenamente en los marcos constitucionales y en los tratados internacionales suscritos por cada país, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los otros aprobados por los organismos internacionales”; y de que “esos cambios pueden hacerse de forma democrática, contando con el apoyo decidido de amplias capas de la población, y especialmente de los jóvenes”. La clave es convencer a esas amplias capas de la población de que deben realizar la presión y que esté bien orientada, lo que no siempre sucede.

Pero, además, creo firmemente que esa presión ha de hacerse democráticamente, no con la amenaza de los tanques soviéticos, que ya no existen, sino con la elaboración y aprobación de leyes. Eso pasa por convencer a la mayoría de la población de la necesidad, e incluso la urgencia, de dichos cambios, para que presionen con vistas a su realización. No pasa por que un puñado de iluminados, o una “vanguardia del proletariado”, decidan por su cuenta lo que es mejor para todos y traten de imponerlo sea como sea.

Y creo que el momento actual es adecuado para contar con el apoyo de amplias capas de la población para realizar profundas reformas. Siempre que se propongan medidas que expliciten el modelo de sociedad que se tiene, los objetivos que deben alcanzarse, las transformaciones a realizar. Lo que no siempre sucede con una izquierda confusa, dividida, incoherente y burocratizada en sus aparatos políticos, que da la impresión a veces de estar más interesada con mantenerse en el poder y tener prebendas personales que con el cambio social. O que, en el caso de una cierta izquierda más radical, no hacen más que proferir admoniciones altaneras, o descalificaciones desde una actitud de superioridad y de menosprecio hacia los adversarios, normalmente conceptuados como burgueses o –al parecer, todavía peor- como pequeño burgueses, siempre vendidos al capital.

En el pasado algunas de esas reformas pudieron hacerse como resultado de las reivindicaciones populares; pero la clave es que las estructuras políticas estatales pudieron perfeccionarse, hasta alcanzar niveles de democracia como los que hoy existen. Podemos imaginar que, con la presión popular adecuada, pueden mejorar todavía más y convertirse en sistemas de democracia mucho más profunda. Hace falta pensar cómo ha de ser ésta.

Dentro del Estado liberal las diferencias entre conservadores y progresistas, entre izquierda y derecha siguen existiendo[9]. Se perciben hoy en algunos rasgos esenciales, como son la aspiración a la igualdad, el sistema fiscal, la educación pública y la sanidad pública.

Es cierto que democráticamente han podido llegar al poder regímenes fascistas, como sucedió en Alemania con al acceso de Hitler; y que hoy democráticamente puede llegar al gobierno partidos islamistas que pretenden instaurar sistemas confesionales y gobiernos teocráticos; también partidos de derechas, incluyendo, en Estados Unidos, el Partido Republicano infiltrado por el Tea Party. Pero sin duda eso –en regímenes democráticos- tiene que ver con numerosos factores, entre ellos con la incapacidad de la izquierda para proponer sus objetivos de forma clara y convincente. Sin duda, hay intereses e ideales que los grupos que votan a la derecha quieren conservar; y medios de propaganda muy poderosos a su servicio. Pero debemos estar convencidos de que se puede persuadir a los ciudadanos para que apoyen el cambio, de que incluso a las gentes de derechas les puede interesar apoyar opciones de izquierdas, porque son las únicas que permiten vivir en un mundo mejor, más justo y equitativo; y hoy las únicas, además, que permiten salvar el planeta.

En lo que no estoy de acuerdo es en la afirmación de Garnier de que solo queda “la vía de la ilegalidad”. Sobre todo, porque no veo bien lo que quiere decir. Si con eso señala la vía de la manifestación masiva, no veo problemas: es uno de los derechos democráticos. Si está sugiriendo realizar acciones que cuestionen el status quo con prácticas espaciales transgresoras de las normas urbanísticas o municipales, podemos hablar de ello. Pero si señala la vía de la violencia, no estoy de acuerdo.

Y no estoy de acuerdo tanto por razones éticas como políticas. Respecto a estas últimas, tengo dudas de que con los medios de que dispone el Estado, sea posible ganar hoy esa batalla contra el poder que controla el aparato militar y policial (y que, además, puede contar con el apoyo de amplias capas de la población, las que votan a derechas). Además esas acciones violentas con frecuencia han dificultado soluciones que hubieran sido manifiestamente mejores y han perjudicado profundamente las reivindicaciones de la izquierda. Creo que el apoyo a la violencia por parte de grupos de izquierda partidarios de la lucha armada, como movimientos de liberación social o nacional (como las FARC en Colombia o ETA en España, con sus 900 asesinatos) ha sido un profundo error, que la izquierda deberá reconocer[10].

La dinámica de la violencia creo que conduce al desastre. En un país tan liberal (y neo-liberal) y partidario de la libre empresa como Estados Unidos algunas reformas moderadas, como las que intenta introducir el presidente Obama, provocan reacciones furibundas, en las que se acusa al gobierno de ser un instrumento de lavado de cerebros y aniquilación de la libertad individual. Los norteamericanos que defienden el derecho a tener armas son los mismos que creen que precisan de sus rifles y revólveres porque tienen derecho a ejercer la violencia para mantener sus libertades y los que, al mismo tiempo, rechazan que sea el Estado el que debe poseer el monopolio de su ejercicio. Los mensajes violentos que se han difundido y la crispación creciente han dado lugar al atentado a una congresista del Partido Demócrata (9 de enero 2011), tras la publicación de mapas con dianas que se dirigían a ciertos Estados y políticos de esta formación.

El lenguaje de la violencia pronunciado por gentes de derechas atrae a muchos, que creen tener derechos y libertades que defender. Pero el de la izquierda también atrae a otros que piensan que ellos pueden salvar el mundo (esta vez el verbo adquiere un sentido casi religioso), pero que, en realidad, contribuyen a provocar o a alimentar confrontaciones sociales cruentas y de profundas consecuencias negativas. Frente a ello, podemos defender que existen hoy medios incruentos muy poderosos para la movilización política y el ejercicio democrático contra el poder autoritario.

Es cierto que, en ocasiones, una revuelta popular espontánea, masiva y firme puede tener consecuencias políticas enormes. Como ha sucedido en Túnez con las manifestaciones de fines de 2010 y comienzos de 2011, que han llevado al derrocamiento del presidente Ben Alí el 14 de enero de este año. Pero podemos hacer algunas observaciones. Una, que se trataba de una protesta global a favor de la instauración de un régimen democrático, y realizado mediante movilizaciones precisamente porque no había otros medios para expresar y canalizar las protestas. Segundo, esas protestas han sido alimentadas también por la situación económica de amplias capas de población, especialmente de los jóvenes, que tiene problemas de acceso al mercado de trabajo y situaciones de desesperación por falta de perspectivas. Tercera, los problemas económicos pueden seguir siendo graves en un país, que hasta hace poco era presentado como un modelo por los ritmos de desarrollo conseguidos; y pueden seguir estando presentes en el futuro, sobre todo cuando las clases medias que apoyaban al régimen y se beneficiaban de él se enfrentan también a grandes dificultades económicas. Y cuarta, el ejército ha pasado a tener un papel esencial en el mantenimiento del orden y en la transición para el cambio de régimen político; una tutela que a mí siempre me produce inquietud. Como me la produce, más aún, el protagonismo de clérigos que pretenden aprovechar la democracia para establecer estados confesionales, sometidos a la ley religiosa, en este caso la ley islámica (aunque la inquietud se extiende, naturalmente, a las pretensiones similares de cualquier otra religión). Es posible que el ejemplo tunecino tenga amplia repercusiones en otros países, pero lo esencial para el debate actual es, me parece, que se trata de un movimiento en demanda de democracia, ese sistema político que otros que disfrutan de él parecen desvalorar o no apreciar suficientemente.

Dejaremos para otro momento el debate sobre las medidas políticas del gobierno Zapatero, a las que alude Garnier, entre ellas las que ha adoptó en diciembre contra la huelga inesperada de los controladores aéreos. Podremos hablar de ello después de que nos pongamos de acuerdo sobre si un pequeño grupo de trabajadores que controlan un sector estratégico pueden paralizar todo un país, o si deben existir normas para ellos (haciendo constar, al mismo tiempo, mi simpatía por el delicado y exigente trabajo que han de realizar los controladores para organizar el tráfico aéreo que gestionan).

Insisto en que no se debe deslegitimar la democracia como simple ‘democracia formal’. Para empezar, es mucho que ésta exista, con todas las formalidades requeridas: numerosos países del mundo todavía no la poseen, aunque muchos ciudadanos la desean, como parecen demostrar algunos acontecimientos recientes. Luego, hay que hacerla funcionar y profundizarla. En relación con el debate que estamos teniendo es importante cuestionar esa deslegitimación que hace muchas veces la izquierda, o cierta izquierda, de la democracia formal. Lo que no invalida la afirmación de que esa deslegitimación es asimismo “el resultado de la práctica de personas que se supone que encarnan y animan la vida democrática de nuestras sociedades”. Sin duda será necesario realizar también un debate sobre la ética del poder y sobre cómo eso se puede cambiar, para afirmar y profundizar la democracia.

La siguiente cuestión relevante es la de si es cierto que el Estado, según opinan algunos pensadores de izquierdas, es “una institución que está siempre al servicio del capitalismo, del poder hegemónico del capital”. Tal como escribo en el artículo, “no creo que eso pueda afirmarse de una forma general”.

Me pide Garnier que revise mi punto de vista sobre esta cuestión. Y afirma que “el Estado no está ni por encima ni fuera de las clases: es el poder político institucionalizado de la clase dominante, lo que hace de ella precisamente una clase ‘dirigente’” (afirmación que implícitamente remite a Lenin, en su teorización sobre el Estado y la revolución). A continuación cita como autoridad a David Harvey que afirma (según Garnier, “irónicamente”, lo que no sé si indica que no está muy seguro de la seriedad de la afirmación) que “si no hubiese Estados, el capitalismo habría tenido que inventarlos”.

Podemos empezar por la afirmación de Harvey. Tengo un gran aprecio y respeto por la obra intelectual de David Harvey pero, como es lógico, no estoy siempre de acuerdo con él. Por ejemplo en esta afirmación, tal como la acota Garnier. Ante todo, los capitalistas usan los Estados, o prescinden de ellos, según les conviene. Pero sin entrar ahora en esa discusión, puedo hacer otra afirmación tan contundente como la que cita Garnier, y en sentido contrario: “si el Estado no existiese, los pobres habrían tenido que inventarlo”. Ya que es el Estado el que a partir del siglo XIX ha puesto en marcha mecanismos (aunque sean todavía limitados) para la redistribución de la riqueza y para atender a los problemas de los grupos populares, desde la puesta en marcha de sistemas de seguridad social hasta la atención al problema de la vivienda.

Naturalmente, el debate no queda cerrado ahí. Sin duda Harvey no pensaba en Estados centenarios, o milenarios como China, que existe antes del capitalismo. Y yo no pienso en la multitud de Estados minúsculos que han aparecido, y que pueden ser miembros de la ONU (en donde se integran un total de 193 miembros), algunos con menos de 5.000 kilómetros cuadrados y una población inferior al millón de habitantes; ni en los estados y territorios sin reconocimiento internacional general, pero que son independientes de hecho. Es muy posible que algunos de esos países hayan sido inventados o mantenidos por el capital y a su servicio, como sucede con aquellos que actúan como paraísos fiscales.


¿Solo al servicio de la clase dominante?

La afirmación de que el Estado está al servicio de la clase dominante plantea muchos problemas que la misma izquierda marxista percibió. Por eso hubo necesidad de desarrollar la tesis de las fracciones de la burguesía, que se alían o se enfrentan entre sí. Sobre esa cuestión no solo en el siglo XIX sino también a lo largo del siglo XX y, especialmente en los años 1960 se hicieron teorizaciones muy avanzadas, y a veces interesantes, aunque no siempre convincentes desde un buen conocimiento de la historia.

Es posible que –como dice Garnier- con mucha frecuencia, “los poderes públicos estén estructuralmente al servicio de los intereses privados”. Pero, ante todo, esa afirmación es imprecisa, ya que los intereses privados son más extensos que los de la clase dominante, y pueden incluir los de las clases medias e incluso las populares. Más difícil es aceptar que cuando el Estado desarrolla políticas “llamadas sociales a favor de las clases dominadas”, es siempre “porque tal política es, en una coyuntura dada, indispensable para la reproducción de las relaciones de producción”. Desde el siglo XIX han podido existir políticas a favor de las clases populares motivadas por la filantropía, la moral, el objetivo de mejora social y otras. Sin duda los intereses de las clases dominantes han sido importantes, y ya Engels había señalado perspicazmente, al estudiar la situación de la clase obrera en Inglaterra, que cuando los poderes estatales o municipales lanzaban políticas a favor de la salubridad de las ciudades y de los barrios populares lo hacían en beneficio de su propia salud, porque eran consciente de que si se desencadenaba una epidemia ésta afectaba primero a los barrios populares, pero acababa por extenderse también, aunque fuera en menor medida, a los barrios burgueses. Pero ¿sería posible sostener que todas las políticas de vivienda, educación, salud, bienestar, ocio o relanzamiento económico han sido motivadas por los intereses de las clases dominantes? ¿No ha habido ningún ideal filantrópico o ético en las políticas del siglo XIX o XX? Y, por otra parte, ¿no ha existido ninguna conquista social impulsada por la izquierda y alcanzada como resultado de elecciones democráticas?

Que todos los pensadores anticapitalistas estén de acuerdo en esa visión de la política que destaca Garnier no es un argumento decisivo. Porque, en ocasiones, a algunos teóricos marxistas les supuso tanto esfuerzo la lectura de los clásicos y de los estrategas teóricos, que no tuvieron tiempo para dedicarse a leer libros de historia y de otras materias.

La lectura de esos libros, entre ellos los de Edward Thompson, Eric Hobsbawn y otros más recientes, muestra la complejidad de la evolución histórica en el siglo XIX, y no digamos de la del XX. Es cierto que la atención a las necesidades populares ha avanzado como resultado de la presión. Pero resultan admirables las declaraciones que hacían los teóricos burgueses del Estado liberal sobre el ideal de convertir a los súbditos en ciudadanos, sobre la extensión universal de la justicia y de los derechos de ciudadanía, sobre la necesidad de difundir la educación, sobre la primacía del interés general y otros. No hay que olvidar que esos teóricos liberales eran herederos en buena parte de los ideales de la Ilustración, y de la misma Revolución Francesa, que impulsó precisamente la burguesía. Ni que la palabra liberal, que hoy se identifica exclusivamente con la dimensión económica y se carga de connotaciones negativas y reaccionarias en la versión neo-liberal, era originariamente una bella palabra llena de contenido político progresista y liberador. Sentido que recoge el Diccionario de la Real Academia Española en su 19ª edicíón al definirla como “Que profesa doctrinas favorables a la libertad política en los Estados”. La lectura de las actas de las sesiones parlamentarias (por ejemplo, de las Actas de las Sesiones de las Cortes en España, publicadas desde 1820), y de las medidas políticas que se fueron adoptando muestra las enconadas discusiones que hubo en ese sentido, como sucede cuando se estudian las medidas políticas y los ideales de los partidos liberales, especialmente –aunque no solo- de los progresistas.

La organización del Estado liberal no fue fácil, como se sabe, y se enfrentó a la oposición tenaz de todos los partidarios del Antiguo Régimen, que provocaron enfrentamientos e incluso guerras civiles en España y en otros países. Debido a esos mismos cuestionamientos, algunos de los ideales que trataban de alcanzar no pudieron realizarse. En España el proyecto de la burguesía revolucionaria se vio amputado por la oposición de los carlistas, de la iglesia y de todos los grupos reaccionarios que tenían intereses que proteger, y que se vieron gravemente afectados por la nueva situación política. Todavía a fines del siglo XIX podían oponerse a él con el argumento de que “el liberalismo es pecado”.

Así se titula un libro del canónigo catalán Félix Sardá i Salvany publicado en 1884, una obra que conoció también diferentes ediciones en los años siguientes y en el siglo XX (en castellano, catalán, euskera, francés e italiano). No eran solo especulaciones personales, sino que el autor se apoyaba para argumentar sus ideas en sendos escritos papales, como la encíclica Mirari Vos de Gregorio XVI (1832) sobre los errores modernos, y el Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores (Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo) de Pio IX (1864), ampliamente utilizados en el texto

Me voy a permitir reproducir la caracterización del liberalismo que hizo el canónigo Sardá i Salvany, para que se tenga una idea de lo que se cuestionaba con el nuevo orden político y las dificultades a las que tuvo que enfrentarse la construcción del régimen liberal.

“Qué es el Liberalismo? En el orden de las ideas es un conjunto de ideas falsas; en el orden de los hechos es un conjunto de hechos criminales, consecuencia práctica de aquellas ideas.

En el orden de las ideas el Liberalismo es el conjunto de lo que se llaman principios liberales, con las consecuencias lógicas que de ellos se derivan. Principios liberales son: la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es decir, el derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad, expresada por el sufragio, primero, y por la mayoría parlamentaria, después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en Religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; libertad de asociación con iguales anchuras. Estos son los llamados principios liberales en su más crudo radicalismo.

El fondo común de ellos es el racionalismo individual, el racionalismo político y el racionalismo social. Derívanse de ellos la libertad de cultos más o menos restringida; la supremacía del Estado en sus relaciones con la Iglesia; la enseñanza laica o independiente sin ningún lazo con la Religión; el matrimonio legalizado y sancionado por la intervención única del Estado: su última palabra, la que todo lo abarca y sintetiza, es la palabra secularización, es decir, la no intervención de la Religión en acto alguno de la vida pública, verdadero ateísmo social, que es la última consecuencia del Liberalismo.

En el orden de los hechos el Liberalismo es un conjunto de obras inspiradas por aquellos principios y reguladas por ellos. Como, por ejemplo, las leyes de desamortización; la expulsión de las órdenes religiosas; los atentados de todo género, oficiales y extraoficiales, contra la libertad de la Iglesia; la corrupción y el error públicamente autorizado en la tribuna, en la prensa, en las diversiones, en las costumbres; la guerra sistemática al Catolicismo, al que se apoda con los nombres de clericalismo, teocracia, ultramontanismo, etc., etc.

Es imposible enumerar y clasificar los hechos que constituyen el procedimiento práctico liberal, pues comprenden desde el ministro y el diplomático que legislan o intrigan, hasta el demagogo que perora en el club o asesina en la calle; desde el tratado internacional o la guerra inicua que usurpa al Papa su temporal principado, hasta la mano codiciosa que roba la dote de la monja o se incauta de la lámpara del altar, desde el libro profundo y sabihondo que se da de texto en la universidad o instituto, hasta la vil caricatura que regocija a los pilletes en la taberna. El Liberalismo práctico es un mundo completo de máximas, modas, artes, literatura, diplomacia, leyes, maquinaciones y atropellos enteramente suyos. Es el mundo de Luzbel, disfrazado hoy día con aquel nombre, y en radical oposición y lucha con la sociedad de los hijos de Dios, que es la Iglesia de Jesucristo.

He aquí, pues, retratado, como doctrina y como práctica, el Liberalismo”[11].

Ya se ve que aquello que atacaban los reaccionarios que se oponían al Estado liberal eran principios progresistas que hoy nos parecen elementales.

Ese Estado liberal, con todas sus limitaciones, funcionó mejor de lo que se acostumbra a reconocer, incluso en el caso de sistemas políticos incompletos o imperfectos como sucedió en España y otros países. Creó ciudadanos frente a los antiguos súbditos, y trató de unificar e igualar a los habitantes, lo que no dejó de provocar reacciones contrarias por parte de los grupos sociales que gozaban de privilegios, y que se opusieron tenazmente al ‘uniformismo’, es decir a la igualdad.

La nueva clase gobernante, la burguesía primero revolucionaria y luego conservadora, heredaba prácticas de gobierno de los gobiernos ilustrados. Y que a veces estaban codificadas en tradiciones que se habían ido definiendo y perfilando desde el Renacimiento.

La preocupación del Estado por la felicidad de los súbditos, de la de todos y de cada uno de ellos como felicidad individual, aparece ya en la Europa del Renacimiento, en autores como Francisco de Vitoria o Fernando Vázquez de Menchaca, que proclamaban ese objetivo como un fin primordial del Estado. Lo cual explica que a partir del siglo XVI el poder real empezara a preocuparse por la salud pública, la educación, el socorro de los pobres y otras cuestiones que contribuyen a la felicidad de la republica[12].

Esa misma línea de reflexión se va configurando asimismo en la ciencia de policía o ciencia del gobierno de la polis. El ejemplo de dicha ciencia es significativo de la doble vertiente de los esfuerzos del poder para el gobierno y la organización del territorio. Por un lado, creaba mecanismos de control de la población, pero que van unidos a políticas de racionalización de espacios de la trama urbana, preocupación por las mejoras sanitarias y de la calidad de vida de la población, incluyendo las clases populares. Se extienden a la inspección de mercados y calidad de los alimentos, del agua y a la higiene[13]. A ello se va uniendo, a la escala del Estado, la progresiva puesta en marcha de políticas llamadas “de fomento” y las declaraciones de los gobiernos sobre la necesidad de atender al bienestar de la población, adoptando las medidas necesarias para favorecer la agricultura, las obras públicas, el comercio, la sanidad y otras[14].

La complejidad del ejercicio del poder se percibe ahora como tan grande que incluso el de las Monarquías absolutas está siendo revisado (por historiadores que, seguramente, pueden ser calificados como revisionistas). Son muchos los historiadores franceses que lo hacen, y no creo necesario dar aquí sus nombres. Pero también en otros países existe esa tendencia que vuelve a examinar ortodoxias bien asentadas, que reexamina el absolutismo francés y considera las formas que incorporaba de “colaboración social”[15]. De manera similar, se están reinterpretando las estructuras de otras monarquías absolutas, como la Monarquía Hispana de los siglos XVI y XVII[16]. En conjunto, esos estudios confirman que si el rey absoluto gobernaba desde la corte, con la colaboración de poderosas elites, también tenía que negociar y llegar a compromisos con diferentes poderes locales y regionales (como parlamentos, o cortes en la denominación castellana) y actuar en la regulación de conflictos, a la vez que acometió la tarea de reeducar a la nobleza exigiéndoles que sus méritos deberían incorporar nuevos valores y destrezas.

En el siglo XVIII surgió una nueva tecnología del poder, como mostró bien Michel Foucault desde los años 1970. En sus esfuerzos por controlar y regular las poblaciones, y no solo el territorio, el poder llegó al “gobierno económico”, y a la necesidad de gestionar “el problema político de la población”, que daba motivos para una intervención concertada, y que está en el origen, asimismo, del nacimiento de la economía política[17].

Siguiendo la vía abierta por Foucault, diferentes autores han destacado que algunas de esas estrategias del poder se pueden detectar ya en el siglo XVI. La ciencia de policía se fue configurando como un sistema que permite, no solo controlar la población y mantener el orden general del reino o del Estado, sino también procurar la felicidad y la dicha de los súbditos, “hacerles cómoda la vida y procurarle las cosas que necesitan para subsistir”. Desde luego, el gobierno debía tratar de mantener el crecimiento del reino y garantizar el orden interno, asegurando el bienestar de los ciudadanos a través de la riqueza y la felicidad de los súbditos[18]. Lo cual contribuyó decisivamente a la aparición de las citadas políticas de fomento.

Los gobiernos liberales heredaron todas esas tradiciones y preocupaciones, y procuraron ponerlas en práctica. Es significativo el papel de los gobernadores civiles en España (o los prefectos en Francia), los funcionarios más directamente implicados en el control territorial del país a la escala de las provincias (o departamentos). Si el examen de sus funciones políticas permite poner de manifiesto la importancia de su dedicación al control del orden público, también se comprueba que tenían instrucciones para procurar el fomento del territorio y el bienestar de la población, como las investigaciones históricas están mostrando[19].

Desde el siglo XIX los Estados trataron de introducir medidas de bienestar social, aunque solo fuera para asegurar la paz interna, y aunque no fueron siempre capaces de llevarlas a cabo por falta de recursos y, a veces, falta de voluntad para introducir las medidas fiscales necesarias, que perjudicarían a las clases dominantes. Aún así adoptaron decisiones eficaces para la introducción de mejoras sanitarias, control epidemiológico en agricultura y ganadería, o mejora de los bosques y del medio natural[20].

El Estado tuvo necesidad de dirimir conflictos entre centralización y autonomías locales y regionales, entre proteccionismo y librecambismo, entre los grupos sociales que apoyaban la modernización y los retrógrados, entre las fuerzas conservadoras, principalmente la iglesia, y los progresistas que defendían un régimen laico, entre la administración central y la periférica, entre trabajadores industriales y campesinos.

De hecho, todo esto muestra la complejidad y las diversas facetas del ejercicio del poder. Las investigaciones de Michel Foucault nos han permitido avanzar en la comprensión de dicho ejercicio; sus trabajos pusieron de manifiesto que si el poder se ejerce a través de mecanismos sutiles, que llegan hasta las células más cercanas al individuo, también es creativo.

Desde que se implantaron, a comienzos del siglo XIX, los Estados liberales han ido mostrando que son perfectibles, y se han ido transformando en beneficio de los ciudadanos. Se han introducido limitaciones al derecho de propiedad, que era el pilar básico sobre el que se asentaba el nuevo orden político. Las Constituciones recientes, como la española, reconocen que la propiedad puede estar limitada por motivos sociales, un proceso que se inició ya en el siglo XIX, por razones urbanísticas relacionadas con la expropiación, y que es cada vez más explícito[21]. Se han ido ganando parcelas crecientes de libertad individual, de asociación, de prensa y otras, con expresión legal de dichos derechos.

Incluso derechos que han sido protegidos insuficientemente o que son sistemáticamente infringidos o conculcados, como el derecho a la vivienda, están pasando a ser reconocidos legalmente. Los gobiernos de izquierdas de algunas Comunidades Autónomas de España, que tienen transferidas las competencias de urbanismo, están tomando medidas legales para incorporar a las leyes la posibilidad de hacer efectivos los derechos constitucionales a tener una vivienda digna, lo que abre la posibilidad de realizar expropiaciones de viviendas vacías o de que los ciudadanos puedan exigirlo judicialmente[22]. Es posible que algunos –entre los cuales, tal vez, el mismo Garnier- estimen que se trata de pasos tímidos para asegurar el derecho a la vivienda, y es seguro que habrá muchas dificultades para generalizarlo; que se avance o no en él dependerá, en buena medida, del color político de los gobiernos. Pero el camino está abierto, y se trata de ir progresando en él.

El Estado liberal instituyó una democracia limitada, pero que ha ido avanzando hacia formas más completas y plenas, sin duda gracias a la presión popular y a las luchas: desde el sufragio censitario se pasó al sufragio universal de los cabezas de familia, y luego, en los años 1930, se extendió a las mujeres y, finalmente, a todos los mayores de 18 años. Luego se ha ampliado al nivel municipal y regional, con sistemas electivos para la composición de los ayuntamientos y parlamentos regionales. Puede defenderse, justificadamente, que es todavía poco, y que es necesario alcanzar nuevas cotas de libertad. Pero también se puede imaginar que con la presión adecuada, la democracia puede seguir profundizándose y avanzando. ¿Hacia dónde? Sobre eso es sobre lo que convendría hacer propuestas claras y concretas, para poder debatirlas ampliamente y conseguir su aprobación democrática.


La cuestión de la violencia (objeción 29)

Un tema aparte es la cuestión de la violencia. Insisto en lo que he dicho antes, y me reafirmo en lo que escribí en el texto de la conferencia. Ante todo, que “el rechazo de la violencia es un aspecto fundamental”; y, en segundo lugar, que “la izquierda ha de realizar una autocrítica de la exaltación que ha podido hacer de la violencia en algún momento, especialmente la que realizó en el contexto de la Guerra Fría y en el enfrentamiento entre Estados Unidos y la USRS, extendido a todo el mundo y, de manera especial, a América central y meridional”.

Naturalmente, el rechazo de la violencia se extiende, y todavía más, a la que ejerce o puede ejercer el Estado autoritario, y a la que, eventualmente, puedan practicar gobiernos de derechas en defensa de sus intereses económicos o ideológicos, o grupo paramilitares que se dedican, como sucede en algún país sudamericano, a asesinar a sindicalistas y líderes progresistas. Pero esto creo que se debe dar por supuesto. En mi conferencia insistí en la violencia de la izquierda porque el auditorio que asiste a los Coloquios de Geocrítica es más bien de esta tendencia y porque, como ya he dicho, estoy convencido de que solo la izquierda puede salvar el mundo.

Por supuesto, estoy de acuerdo con Garnier en el rechazo de “la ‘violencia social’ del capitalismo, de la del ‘mercado de trabajo’, de la segregación urbana, de la selección escolar, de las desigualdades y discriminaciones de todo tipo, de la miseria”. Seguramente puedo estar de acuerdo, asimismo, con el rechazo de “la violencia simbólica que desarma el espíritu crítico y disuade la revuelta contra un sistema social inicuo”, siempre que nos pongamos de acuerdo respecto a lo que eso significa[23]. Desde luego, deberíamos hablar más de la extensión que supone el rechazo de “la violencia física del aparato represivo estatal cada vez más frecuentemente utilizado contra las revueltas populares”; concretamente, esa cuestión remite a la de si el Estado democrático tiene el derecho (en realidad, el monopolio) del uso legítimo de la fuerza en situaciones excepcionales, y cuáles son esas[24]. La aparición del ius puniendi está vinculada a la idea del Estado Moderno y ha experimentado una compleja evolución en relación con los cambios en las formas de organización social[25]. En todo caso, la afirmación que hace Garnier de que “la legitimidad es una cuestión de punto de vista”, y su deslegitimación en bloque de cualquier posición contraria a esto, descalificándola como propia de “los ideólogos burgueses y de los intelectuales neo-pequeño burgueses” plantea no pocas cuestiones, que deben ser debatidas a fondo, así como también sus implicaciones jurídicas y políticas.

Reconocerá Garnier que es, por lo menos, discutible su descalificación global de los gobiernos de la izquierda y de todos los regímenes democráticos. Naturalmente, después de todo lo que he dicho hasta ahora, se entenderá que manifieste mi desacuerdo con una afirmación suya, que da por supuesto lo que se sabe que sucede cuando la izquierda razonable llega al poder:

“Se sabe lo que ha sucedido cuando ‘la izquierda’, se ha convertido en ‘razonable, responsable y respetable’… y sobre todo respetuosa con el orden establecido, al cual se ha integrado hasta el punto de constituir hoy uno de sus pilares. Social-demócratas, luego social-liberales, sus representantes se han alineado con el capitalismo y con la visión del Estado correspondiente como ‘garante del bien común’. Y con el uso de la represión para yugular la impugnación (contestation). ¿Habría que imitarlos, por ello, y justificar, con argucias jurídicas, lo injustificable?”.

Es posible que a lo largo de toda la historia la violencia –que según Garnier, yo denuncio “de forma abstracta y moralizante”- hayan sido “ante todo la de los sistemas sociales fundados sobre la explotación, la opresión y la humillación de las clases dominadas”. Pero es una interpretación de la historia que, seguramente, tiene pocos matices y resulta también algo abstracta, aunque, en todo caso, muestra bien el talante moralizante del autor que la hace, en este caso Garnier. Estoy de acuerdo con él en que, en numerosos casos (en el pasado y en nuestro tiempo), las clases dominadas han podido oponer a ello “una contra-violencia revolucionaria para resistir a la dominación y, a veces, para tratar de emanciparse”. Pero creo que los regímenes democráticos pueden tener hoy mecanismos suficientes para la transformación social, que hagan innecesario el ejercicio de una ‘contra-violencia’.

Destaca Jean-Pierre Garnier mi afirmación de que “los movimientos sociales hacen a los desposeídos agentes activos de la construcción de la ciudad”, y añade: “podrías añadir ‘de la sociedad’”, lo que no tengo inconveniente en conceder. Y me reprocha que olvide que “esa construcción no se ha hecho sin destrucción. La ‘toma de la Bastilla’ por ejemplo. Es cierto que si se te sigue, habría que añadir la Revolución Francesa, violenta como pocas, que, sin embargo, ha inscrito los Derechos del Hombre y del Ciudadano como valores intangibles”.

No hay duda del avance que supuso la Revolución Francesa, y algunas más que han implicado asimismo destrucciones. Pero podríamos citar tantas en las que la violencia no ha dado lugar a ningún avance, y otras muchas que han dado lugar a terribles retrocesos, que tal vez el balance histórico sería equilibrado o contrario al uso de ella. En todo caso, es una cuestión a la que han de aportarse datos para poder realizar dicho balance. E incluso sobre el mismo desarrollo de la Revolución Francesa hay muchos estudios, antiguos y recientes, que podría ser interesante debatir, especialmente ahora que se ha celebrado el segundo centenario de su realización.

Pero no hablamos del pasado, sino del presente y del futuro. Los conflictos sociales y los enfrentamientos pueden tener hoy un poder tan destructivo, que tal vez valga la pena no experimentar con ellos.


La cuestión de la alternativa al capitalismo (objeción 30)

Me reafirmo en una frase de mi conferencia, destacada críticamente por Jean-Pierre Garnier:

“Es cierto que el capitalismo puede ser la causa de una buena parte de los males que aquejan a la sociedad actual. Pero como no veo claro qué estrategias podemos desarrollar para cambiarlo, y no estoy seguro de que se encuentre para ello el soporte de la mayor parte de las clases medias y de una buena parte de las clases populares, que se benefician sensiblemente de ese sistema económico, debemos empezar a pensar en qué podemos hacer mientras tanto para mejorar el mundo”

“Mientras tanto” significa, supongo que se entiende, mientras no se hace la revolución y se cambia radicalmente el sistema económico capitalista. Según Garnier, eso que digo no hará cambiar la opinión de las gentes que no piensan como yo. Al menos, deberían estar dispuestos a hablar del tema.

De entrada descalifica a “todos los reformadores’ que desde el siglo XIX han intentado mejorar el mundo… capitalista sin tratar de ponerle fin. Con los resultados irrisorios que se conocen”. Me parece una descalificación excesiva para muchas gentes de buena voluntad, de la izquierda y de la derecha, que han intentado mejorar el mundo.

Creo que mejorar el mundo significa, ante todo, transformar profundamente el sistema económico capitalista, y si es posible, sustituirlo por otro sistema económico más justo y que consiga metas de bienestar igualitario para todos los habitantes; y que, además, permita conservar el planeta, es decir los ecosistemas terrestres, y asegure el futuro de la especie humana. Pero creo que se deben presentar propuestas claras sobre cómo ha de ser ese sistema alternativo, y de la necesidad imperiosa de hacerlo. Si sobre lo segundo existen ya argumentos suficientes, que es preciso difundir de forma clara, sobre cuál será la alternativa no estoy seguro de que haya propuestas convincentes. Sobre todo cuando los resultados de las revoluciones socialistas que se han realizado han sido “decepcionantes, por no decir catastróficas”, según reconoce el mismo Garnier.

Hablar sobre ello no significa olvidar las matanzas o las devastaciones debidas al colonialismo, a las dos guerras mundiales, a las de las dictaduras, y a todos aquellos que han ejercido la violencia bajo el pretexto de defender la libertad o de instaurar la democracia. No necesito que se me den datos sobre las víctimas causadas por esas locuras, desde la guerra de Irak a todas las demás. Pero no se puede esgrimir eso para no hablar del fracaso del socialismo en la Unión Soviética y en otros países, y de los errores y excesos (incluso crímenes) que se han podido cometer en ellos, o en nombre de esos ideales, también en diferentes países. La izquierda debe poder hablar de ello abiertamente, y necesita hacerlo para proponer nuevos modelos de sociedad que sean creíbles y den confianza.

Si centramos ahora la atención en las medidas para cambiar la ciudad, sigo creyendo que “los marcos jurídicos existentes en los países democráticos pueden ser utilizados para ello, sin violencia y contando con la misma legislación y las garantías jurídicas”.

Según Garnier, la conquista de nuevos derechos indica bien cómo se hace, a saber: “con una conquista, es decir con una lucha”. Sin duda los nuevos derechos han sido a veces obtenidos, e incluso arrancados. Puede aceptarse, además, de manera general, que en muchas ocasiones lo han sido:

“al precio de un enfrentamiento puntuado de violencia o, al menos, de amenazas de violencia. Porque nunca los que poseen se dejarán desposeer con gusto y conformidad de lo que poseen. Cuando hacen concesiones, es para no tener que ceder más. Si hay una ley que se pueda desprender de la historia del capitalismo es que ‘la burguesía no consiente en hacer reformas favorables al pueblo más que bajo la amenaza, real o imaginada, de una revolución’. Más allá de ello no ha vacilado nunca, y no vacilará, en recurrir a la represión”.

Pero no veo que pueda defenderse esa posición sin hacer algunas matizaciones, y sin darse cuenta de los riesgos que comporta. ¿Solo queda la violencia? ¿Cuál será el coste social de ella?

Es posible que haya sido así en el pasado y, en algún caso, lo sea todavía hoy. Pero podemos imaginar una situación nueva, con un régimen democrático, en el que se impongan reformas con el acuerdo de amplias capas de la población. Podemos –y debemos- imaginar que esa lucha para obtener derechos pueda ser pacífica y no violenta.

Estoy convencido de que en un sistema democrático es posible promulgar leyes, dentro del marco jurídico existente, que no sirvan “para criminalizar la impugnación, como lo prueba la promulgación incesante de nuevas leyes de seguridad”.

Todo depende, desde luego de lo que se entiende por ‘revolución’. Según Garnier, “a partir de las lecciones del pasado, los revolucionarios de hoy saben bien, con raras excepciones, lo que no será”. No estaría de más que se explicara más extensamente para los que no somos revolucionarios, pero tenemos buena voluntad y, seguramente, en algunos casos hasta estaríamos dispuestos a convertirnos en ello si se nos convenciera.

Es posible que sea cierto que no se puede “salvar la Humanidad de la descomposición social y de la devastación ecológica salvaguardando el capitalismo”. Pero creo que pueden, y deben, hacerse democráticamente todos los cambios necesarios. Basta con dar argumentos suficientes que convenzan a la mayoría de la población de la necesidad y de la urgencia de dichos cambios para salvar a la Humanidad y al planeta Tierra.

Garnier afirma que esas ideas no son la opinión de un “’extremista aislado’, sino de un número cada vez más elevado de pensadores (teóricos, investigadores, docentes…) argumentada desde múltiples obras y artículos o con ocasión de conferencias y de seminarios”. Y añade algo muy interesante, al señalar que tiene a mi disposición una bibliografía sobre este tema, ya muy convincente”. Acepto con mucho gusto que aporte dicha bibliografía (a través de un artículo que se podría publicar en la revista Biblio 3W), y prometo leerla aplicadamente, dentro de mis posibilidades.

Esa oferta que hace me autoriza a corresponder, realizando otra para él. Me permitirá mi amigo que le pregunte si es que no sirven de nada las interpretaciones, debates, lecturas y relecturas de El Capital, y de la abundante bibliografía marxista y ‘marxiana’, muchas veces irreconciliablemente enfrentadas entre sí, y el interior de cada corriente. Como sé bien que la conoce incluso mejor que yo, no creo necesario facilitársela. Pero en cambio, si me parece oportuno tenerla también en cuenta y realizar, igualmente, un debate sobre ella, para entender con claridad las vías que se nos invita a seguir; especialmente cuando quienes las proponen esgrimen la obra y la autoridad de Carl Marx.


Marx y los marxismos

Marx fue un gran científico social, un brillante economista, un intelectual inmarcesible (por utilizar una bella palabra que todavía se usa mucho en los países hispanoamericanos y se encuentra, incluso, en el himno de uno de ellos), un gran teórico político. Su obra es perdurable, y seguirá iluminando perennemente el pensamiento y la acción. Sin duda, no ha muerto; como no han muerto Aristóteles, Bacon, Newton o Kant y tantos otros que hicieron aportaciones esenciales al pensamiento humano y siguen teniendo vigencia todavía, directa o indirectamente. Pero ni sus análisis científicos sobre la sociedad ni sus propuestas políticas han de convertirse en dogmas. Es decir, sin duda no ha muerto, pero no hay que olvidar que nació en 1818, y el tiempo no pasa en balde para nadie. Algunos incluso podrían pensar que está envejeciendo, o que quizás necesitaría una merecida jubilación, para estimular a otros más jóvenes, y conocedores de la realidad actual, para que hagan sus propias aportaciones.

Uno de los problemas a los que ha tenido que enfrentarse este gran científico y tratadista político que fue Marx es que sus obras –y las de sus apóstoles- han sido muy leídas por algunas personas que habían tenido creencias religiosas, o actitudes dogmáticas, y que transfieren a él sus devociones y su dogmatismo. Tiene, por ello, tendencia a leer El Capital, y los otros escritos canónicos, como si fueran la buena noticia, o εὐαγγέλιον, de la época contemporánea. Por eso mismo se entiende que los debates teológicos que envuelven desde hace quince decenios a estos Libros se hayan producido de forma intensa, inacabable y, en ocasiones, enrevesada y poco comprensible para la razón.

Como en el caso de numerosas creencias religiosas o dogmáticas, Marx ha sufrido numerosas lecturas que han dado lugar a ortodoxias y heterodoxias, a veces ferozmente enfrentadas entre si, y a diversas mutaciones: marxismo ortodoxo, marxismo revisionista, marxismo-leninismo, marxismo estructuralista, marxismo académico, marxismo positivista y marxismo historicista, marxianismo, e incluso un marxismo libertario y un anarco-marxismo, entre otras; las cuales, a su vez, podían tener tendencias internas muy contrastadas.

Marx quería estudiar y estudió el modo capitalista de producción y las relaciones de producción en su origen, cristalización y cambio, especialmente tal como se podía observar en su locus clásico, que era Inglaterra, como escribe en el prólogo a la primera edición de El Capital. Inglaterra no solo era el modelo clásico y más puro, sino también el que enseñaba a otros países, como Alemania, al camino que habían de recorrer.

Pero ¿hasta qué punto es cierto que el capitalismo inglés mostró el camino que habían de seguir los otros países capitalistas? Es razonable dudar de ello, y convendría convertir esa duda en hipótesis para investigaciones concretas. El capitalismo se adaptó, y ha seguido haciéndolo, a situaciones específicas en su plasmación en países que poseen diferentes formaciones económicas y sociales precapitalistas, en diferentes fases de evolución. Sin duda los principios fundamentales son los mismos, pero tal vez convendría estudiar más profundamente esas adaptaciones, para ver si hay aspectos culturales y rasgos de las mismas formaciones sociales de esos países que hayan podido afectar al comportamiento de los capitalistas; y si son iguales los proletariados alemanes, norteamericanos, italianos, rusos, japoneses y los de tantos otros países en los que el capitalismo se concretó y desarrolló.

La investigación histórica sobre los procesos que hicieron posible el paso de la apropiación de la fuerza de trabajo desde las manos de los poderes feudales a los de los capitalistas, enseña que fueron muy variados e interesantes. Muestra que se produjeron alianzas muy diversas en los diferentes países, que contribuyeron a configurar formas diferenciadas del capitalismo

Marx y otros marxistas tempranos hablaron de los problemas que representaba el atraso de países en que se mantenían formaciones económico-sociales precapitalistas anacrónicas. Y, cuando pensaban y discutían sobre las situaciones de Alemania o Italia, señalaron la importancia de que la burguesía llevara la iniciativa de la lucha contra el orden feudal, que todavía resistía en Europa y, mucho más, en otros continentes, poniendo a la burguesía británica como modelo. Puede, por tanto hablarse, como se ha hablado, de la diversidad de las formaciones económico-sociales capitalistas (la alemana, norteamericana, la japonesa) y de las diferentes alianzas entre fracciones de clase que se han dado en esos países.

El capitalismo se extendió ampliamente a todo el mundo y ha adquirido otras concreciones, o expresiones, en diferentes países. Lo que alimentó y dio lugar a formas nuevas de imperialismo, como Lenin percibió y describió. Pero ese mismo imperialismo de fines del siglo XIX, el que dio lugar y se expresó en el Congreso de Berlín y, de alguna manera, dio lugar a las dos Guerras Mundiales, ha mutado luego a otras formas más sutiles o desgarradas.

Marx tenía interés por los cambios ya que se daba cuenta del dinamismo de los hechos económicos y sociales, y del interés de seguir su desarrollo, mutación y transformación. Sin duda no previó la transformación del capitalismo en lo que éste es hoy, con los avances técnicos que se han producido. Seguir pensando en el capitalismo de hoy como si fuera el del siglo XIX es cuestionable. Si Marx viviera hoy y si conociera la obra del otro Marx, es posible que elaboraría unas teorizaciones diferentes, aunque fuera utilizando los mismos principios que usó en aquel momento. Creo que los marxistas y los marxianos tienen derecho, y la obligación, de hacer hoy eso mismo, actualizando a Marx y dejando de ser simples seguidores o escoliastas de su obra.

Marx pensaba que las relaciones de producción capitalistas habían nacido en un momento histórico determinado y que desaparecerían. Estaba seguro de que el capitalismo tendría un fin. La pregunta sobre si este sistema económico y social ha permanecido igual durante estos dos últimos siglos o si ha mutado, se ha formulado más de lo que él mismo preveía. Tenía demasiada confianza en la fuerza y pervivencia del proletariado industrial, creado por el mismo capitalismo[26], pero disminuido hoy, por los procesos de terciarización y –dirían algunos- por la aparición de la sociedad postindutrial; un proletariado que hoy, al haberse urbanizado, muchas veces no tiene casi prole, y ha transformado profundamente sus modelos familiares, sus valores culturales, los tipos de trabajo y sus pautas de consumo; y que no se sabe hasta qué punto sigue teniendo el papel revolucionario que se le atribuyó para la transición del capitalismo al socialismo.

Marx preveía la sustitución del capitalismo por un Modo de Producción Socialista, que parecía imaginar como muy duradero o, tal vez, permanente. Es posible que después de la experiencia de creación sistemas socialistas, según sus previsiones, y de su fracaso o derrumbe, lo que no parece que estuviera en ellas, debamos hacernos preguntas sobre el valor de los pronósticos de Marx.

La cuestión de si Marx ha muerto, tiene también otra respuesta: depende de a cual nos referimos. Sin duda no ha muerto el Marx que insistió en la importancia de la fuerza de la abstracción frente a los análisis microscópicos de la realidad, que se ocupa de detectar los rasgos fundamentales y permanentes. Tampoco el que hizo unos análisis muy finos sobre la construcción y funcionamiento del capitalismo en el siglo XIX como formación económico-social, como propone explícitamente en El Capital. Pero no debemos olvidar que los análisis científicos no son inmutables, porque la ciencia y las teorías científicas no lo son tampoco, sino que se reconfiguran a partir de los cambios sociales, y de las nuevas realidades. Y es evidente que el mundo ha cambiado mucho desde el siglo XIX, y algo habría cambiado el pensamiento de Marx si escribiera hoy.

Pero es muy difícil que perdure el Marx político, estratega de los movimientos revolucionarios del proletariado. En cuanto a sus propuestas políticas, también me parece claro que la situación es muy diferente a la que existía en la Europa del siglo XIX en la que él escribió. Además, cualquier conocedor, aunque sea superficial, de la evolución del pensamiento marxista y de los debates políticos que se han producido dentro de él, así como las diferencias a veces irreconciliables que se produjeron sobre las estrategias y las alianzas, es consciente de la necesidad de debatir abiertamente esas cuestiones.

El Manifiesto comunista, escrito por K. Marx y F. Engels en 1848, será siempre una obra admirable y una referencia imprescindible en la historia del pensamiento humano y de las propuestas políticas. Pero si se hubiera escrito hoy lo habría sido de una forma diferente. Solo hay que leer el primer párrafo para constatarlo. Dice así:

“Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.
No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.
De este hecho se desprenden dos consecuencias:
La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.
La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido”[27].

Cualquier lector, al releer esos párrafos, se dará cuenta de la situación bastante diferente que existe hoy. Hay, sin duda, distintas posibilidades para esa reescritura y adaptación al mundo actual, que no voy a explorar aquí. Se trataría de un ejercicio digno de Borges, aunque daría un resultado distinto al esfuerzo que realizó Pierre Menard para reescribir el Quijote; pero podría tener también una gran eficacia intelectual y política.

Sin duda, el debate sobre la cuestión de la vigencia de Marx enlaza con otro tema planteado por Garnier en su objeción. Según señala, los años 1980 y 1990 fueron una auténtica “pesadilla” para los espíritus progresistas. Como no da más detalles sobre ello, supongo que se refiere a la desaparición del régimen comunista de la URSS y de otros países ‘socialistas’. Es de comprender que en esos años se proclamara urbi et orbi la consigna “Marx ha muerto”, y “ya no hay alternativa”. Algunos, como Francis Fukuyama, hasta se atrevieron a anunciar, un tanto precipitadamente, el fin de la historia, y el triunfo final de la democracia y el capitalismo.

En el caso de Francia, no sé bien –aunque puedo sospecharlo- a qué “antiguos ‘nuevos filósofos antitotalitarios” se refiere Garnier. Pero no estoy seguro de que a todos les sea adecuado el calificativo de “renegados y bufones”. En lo que se refiere a las diferencias o semejanzas entre el “altermondialisme”, y el “altercapitalisme”, esperaremos mayores aclaraciones, antes de decir algo sobre tema y sus implicaciones. Finalmente, y con referencia a otro aspecto de la objeción, pienso que se pueden rechazar las ideas neoliberales y defender el Estado de derecho, y estoy seguro de que –frente a lo que Garnier parece pensar- hay también muchas personas que creen en las virtudes de dicha formación político-jurídica y que están luchando pacíficamente para su transformación, o dispuestas a hacerlo.

Sobre la “vigilancia y el control de los ciudadanos, tratados como sospechosos de poder afectar al orden establecido”, es indudable que se trata de una cuestión esencial en la sociedad de hoy. Debemos hablar de ello, tanto con referencia al “derecho del Estado burgués” como con referencia al de los ‘Estados comunistas’, pasados y presentes, incluyendo China o Cuba. Que los Estados autoritarios se sientan amenazados o tengan dificultades, y que acentúen los sistemas de vigilancia es comprensible, por su propia naturaleza. Que algunos gobiernos de Estados democráticos puedan adoptar actitudes similares, también es evidente que sucede; conviene estar preparados para ello y afirmar tenazmente el campo de las libertades, frente a las tentaciones autoritarias y controladoras. Pero la historia nos muestra que el control no ha sido suficiente para impedir el derrumbe de regímenes políticos que parecían inconmovibles: la opinión pública y la libertad de pensamiento pueden con todo.


El renacimiento del pensamiento anticapitalista

Me alegra mucho la confianza que muestra Garnier sobre el renacimiento del pensamiento anticapitalista (“ciertamente todavía de forma embrionaria y académica”), ya que, por un lado, al aludir a la dimensión académica, pone de manifiesto que debates como éste que mantenemos, pueden tener su importancia (“incluso en Francia”, a pesar del carácter profundamente conservador de su sociedad); y por otro, que la libertad de pensamiento sigue descubriendo nuevas vías para el futuro. A ello podríamos añadir la aparición de corrientes post-capitalistas, que tienen creciente vigor, y que están teorizando y poniendo en práctica actitudes y formas de actuación política y social de carácter no capitalista, de gran interés para el futuro, tales como cooperativas agrarias, industriales y de servicios, o formas de economía social solidaria que tratan de situarse al margen de la lógica capitalista, y que exploran caminos interesantes como la participación, la cooperación, la gestión colectiva o la solidaridad interpersonal. Me gustaría mucho conocer su opinión sobre todas estas experiencias, si son valiosas o debemos rechazarlas por su carácter neo-pequeño burgués.

También debemos hablar del nuevo auge de movimientos libertarios, tan activos, innovadores e influyentes en el pasado, pero cuya mística de la violencia les hicieron abominables en algunos países. Solo debemos desear que, abandonados esos comportamientos violentos -que coincidían con la valoración que otros hacían de “la dialéctica de los puños y de las pistolas”-, se lancen a la reflexión, la exposición y debate público de nuevas formas de organización social, adaptadas a las condiciones de la sociedad actual.

Todo ello, y la exposición y debate de las ideas, la confrontación pública de modelos alternativos a los que existen y dominan hoy día, no solo son interesantes, sino fundamentales para ayudar a construir un futuro mejor. Siempre que no intenten imponerse por la violencia, de forma autoritaria y de acuerdo con las fantasías de líderes visionarios y dogmáticos, sino que se intente hacer convenciendo a los ciudadanos de la necesidad del cambio, y teniendo su apoyo. Lo que supone, previamente aceptar que los ciudadanos pueden pensar libremente, a pesar incluso –como yo creo- de la fuerza de los medios de comunicación y “del rodillo compresor de la propaganda y de la publicidad

No estoy seguro de que todos los espacios donde se gestan estos movimientos alternativos, y que señala Garnier, sean igualmente productivos. Por ejemplo, puede dudarse del valor económico de los “huertos ciudadanos”, a pesar del que pueden tener para la convivencia, para el ocio y para la creación de nuevos hábitos. No tengo dudas, en cambio, de la importancia de “radios locales, de revistas o de diarios, de sitios en Internet”, y de la importancia de crearlos y de mantenerlos para favorecer el diálogo y la difusión de ideas. Siempre que efectivamente contribuyan a ello y no pretendan simplemente el adoctrinamiento; y teniendo en cuenta que también la derecha, es decir, pequeños y grandes grupos empresariales integrados en la derecha, puede utilizar, y utilizan, esos medios de forma eficaz y que, por tanto, habrá que convencer a la ciudadanía con razones sólidas.

Que Garnier valore esas iniciativas, aunque procedan de personas que “pertenecen  a la pequeña burguesía intelectual cuyas franjas inferiores están amenazadas por el desclasamiento y la proletarización”, me parece muy interesante, aunque me sorprenda, después de las andanadas que lanza continuamente contra la pequeña burguesía y la neo-pequeña burguesía. Sin duda eso exige nuevas clarificaciones sobre la composición social de esas franjas y sus valores políticos, para la búsqueda de alianzas. Por otra parte, eso recuerda aquellas ideas de militantes políticos que piensan que cuanto peor mejor para cuestionar eficazmente el orden establecido. Pero respecto a que eso contribuya a crear “lazos con las clases populares cuando éstas entran a su vez en lucha”, puede ser cuestionable, y desde luego recuerda debates políticos estériles que se dieron en el pasado sobre las alianzas entre fracciones de clase, con vistas a la revolución; por ejemplo las que hubo en Francia sobre el significado de la pequeña propiedad, y la posibilidad de alianzas con esos propietarios. También sobre ello esperaremos nuevas aportaciones teóricas y empíricas, e iluminaciones del Jean-Pierre Garnier sociólogo, para seguir pensando sobre el tema.

En relación con todo ello, es evidente el interés de la cuestión que plantea Garnier sobre “la ‘alternativa’ a definir’ y el tipo de auto-organización a poner en marcha”. Respecto a eso, Marx mostraba, otra vez, su clarividencia cuando advertía que no es un asunto de días, sino de decenios, y que “no se pueden elaborar recetas para las ollas del futuro”.. Es decir, que “no se pueden resolver ahora los problemas que solo podrán arreglarse más tarde”. Lo que no elude la necesidad de empezar a pensar en el tema, y de hacer propuestas concretas y articuladas, para que puedan discutirse durante el tiempo que sea necesario. Las esperaremos igualmente.

Me parece bien pensar en las nuevas formas de lucha y organizarlas, utilizando para ello lo que “se supone que constituye la fuerza de la dominación capitalista ‘post-moderna’”, es decir, la sociedad en red. Es posible que, como escribe Garnier, “al ser cada vez más refinada, especialmente gracias a las innovaciones técnicas incesantes, la dominación capitalista se ha convertido por ello en más vulnerable”. Pero, en contra de lo que él piensa, no estoy seguro de que “el desvío (détournement) y el sabotaje” parezcan, en este sentido, tener un gran futuro; o, al menos, no deberían tenerlo.

La estrategia que se propone es presentada por Garnier de esta forma:

En el curso de las luchas recientes, en Grecia, en Inglaterra, en Francia, hemos visto esbozarse estrategias descentralizadas de lucha, fundadas sobre un principio de acción nuevo: bloquear los flujos de mercancías, de vehículos, de policías, paralizar los transportes y las transmisiones… un movimiento de múltiples facetas que mezclan a obreros, empleados, trabajadores precarios, parados, jubilados, estudiantes, jóvenes de los institutos de enseñanza media, campesinos, habitantes solidarios.

No sé si Garnier se da bien cuenta de lo que eso significa, de la eficacia que puede tener, de los medios que el poder posee para oponerse a estas acciones y de las consecuencias que tienen sobre la opinión pública urbana, que se convierte en rehén y, frecuentemente, en contrarios a esos movimientos.

Me parece bien la movilización y la protesta ciudadana, pero no estoy de acuerdo en aquellas que implican el uso de la violencia, ni, de forma general, en las que afectan al funcionamiento normal de la vida pública o la salud de las personas. Pero además, y más allá de ello, habría que hacer propuestas concretas sobre qué hacer en el caso de que se tuviera éxito.

Los ejemplos que cita de España son opinables. La oposición de los sindicatos a la jubilación a los 67 años es comprensible, pero no es seguro que sea acertada. Con el aumento de la esperanza de vida, el deseo de aumentar el tiempo de trabajo puede ser una aspiración razonable en muchas actividades. En algunas profesiones, como la universitaria o la judicial, la fecha de jubilación está ya fijada en los 70 años. Otras ya empiezan a pedir que la vida laboral se prolongue hasta esa edad[28]. Sin duda se trata de profesiones vinculadas a los servicios, y es evidente que en otros trabajos muy duros, y que incluso afectan a la salud, la jubilación debe producirse antes. Pero eso es precisamente lo que deberían haber planteado y discutido los sindicatos, en lugar de lanzarse a una oposición frontal; es seguro que el derecho a seguir trabajando después de los 70 años se convertirá para muchos grupos sociales en una aspiración y una reivindicación amplia dentro de muy poco tiempo Además, tanto sindicatos como gobierno, deberían haber hecho públicos los cálculos económicos sobre las posibilidades de mantener el actual sistema de jubilación y las pensiones para dentro de veinte o treinta años, con las actuales tasas y previsiones de envejecimiento.

Tampoco me parece acertado el diagnóstico sobre los sucesos de Barcelona, aunque no me veo con ánimos para debatirlo ahora más ampliamente. En todo caso, me limitaré a señalar que la evolución política no parece ir en el sentido de los objetivos del movimiento popular: en las elecciones de 28 de noviembre de 2010 los partidos de izquierda han perdido el gobierno de Cataluña. Es probable que ahora, con la derecha en el poder, “el movimiento social autónomo de la capital catalana, con sus ocupaciones, sus cantinas, sus periódicos, sus cooperativas, sus talleres, sus jardines autogestionados”, tendrá más justificaciones para acentuar la movilización contra un gobierno y una policía que, se puede esperar, estarán todavía más enfeudados “al orden establecido”; tendrán ahora más motivos para “la lucha contra la agravación de la explotación de los trabajadores” y para combatir también “la normalización y la aseptización de la ciudad en beneficio de los privilegiados del sistema, tanto burgueses como ‘bobos’ y turistas extranjeros afortunados”. Como ha sucedido en otras ocasiones, la izquierda parece revivir y florecer en situaciones de oposición: si en algún momento pudo decirse, sarcásticamente, que en España “Contra Franco vivíamos mejor”, es posible que unos años de oposición ayude nuevamente a la izquierda a la reflexión y a la renovación.

Todo esto, escribe Jean-Pierre Garnier, confirma lo que, según él, parece que yo no quiero admitir: “el ‘derecho a la ciudad’ no es algo otorgado por las autoridades, sino arrancado por la acción directa e ‘ilegal’ de los ciudadanos”.

Respecto a la acción directa e ilegal de los ciudadanos, estimo, una vez más, que es muy peligrosa. Si lo de ‘directa’ parece aceptable, aunque merecería alguna puntualización, lo de ‘ilegal’ necesita mayores aclaraciones. Generalmente las personas de izquierdas cuando defienden esa vía, piensan en que solo será utilizada por los grupos populares irritados y que plantean reivindicaciones progresistas. Sin embargo, vale la pena no olvidar que pueden ser utilizadas también por otros grupos sociales, de derechas o que plantean reivindicaciones enfrentadas con las anteriores, que se movilizan en defensa del orden establecido, y pueden igualmente utilizar “la acción directa e ‘ilegal’”. Téngase conciencia de que si se preconiza esa vía, podrá ser abiertamente utilizada por todos. Y no olvidemos que los grupos de derechas que podrían estar tentados de usar también la acción directa e ilegal son, además, muy numerosos, y en algunos casos mayoritarios, a juzgar por el resultado de las elecciones, en prácticamente todos los países europeos.

Da la impresión que los izquierdistas que defienden esa acción directa e ‘ilegal’ por los ciudadanos piensan que otros no van a movilizarse, lo que es bastante cuestionable, a tenor de lo que la experiencia histórica muestra. Se ha de ser muy consciente que la vía del enfrentamiento puede conducir a conflictos y confrontaciones sociales muy graves. Por si hubiera alguna duda, quiero advertir, en relación con ello, que la defensa de una línea no violenta no tiene que ver con la desfavorable correlación de fuerzas que pueda existir: la condeno en todos los casos, por las consecuencias terribles que posee. La fuerza de los movimientos sociales no vendrá de la violencia sino de la capacidad de integración en todas las organizaciones y por la defensa de las ideas por medios pacíficos

Tal como recuerda Garnier, en mi intervención en el seminario sobre “Vivienda y sociedad” que tuvo lugar en la Universidad de Barcelona en noviembre pasado, ironicé, efectivamente, sobre el hecho de que puestos a planear un ataque y la toma del poder, hoy no se sabría bien qué Palacios de Invierno atacar. Especialmente, porque es muy difícil saber hoy cuáles son esos centros que deben ser atacados, y si se ha de hacer a la escala de un país o, de manera coordinada, a la escala continental o a la planetaria. Suponiendo que se tuviera éxito, ¿sería suficiente o se han de atacar a las grandes sedes financieras y de empresas multinacionales? ¿También al Kremlin y a la Ciudad Prohibida, o suponemos que en estos otros bastiones del poder verán con simpatía el cambio de dominio en el mundo occidental?

Se ve bien que esa toma del poder en un mundo globalizado es difícil, y corre el riesgo de provocar conflictos de un gran coste social. El mismo Garnier percibe esas dificultades y escribe:

Has podido ironizar, en tu intervención en el Seminario [de Barcelona] sobre el modelo del ‘ataque al Palacio de Invierno’ de Petrogado en 1917, lo que ne serait plus de saison. Pero para los militantes anticapitalistas de hoy no es cuestión de tomar en asalto La Moncloa de Madrid, el Ayuntamiento de Barcelona, el Palacio del Elíseo de Paris o cualquiera otra plaza fuerte gubernamental”.

La estrategia a emplear, según Garnier sería otra. Se trata de la siguiente:

“Lo que tiene como objetivo el movimiento revolucionario en gestación es marginalizar los lugares del poder en lugar de querer ocuparlos, haciéndolo de tal manera que, en lugares innumerables y diversos autogestionados por colectivos y articulados entre sí, el poder finalmente sea el ‘del pueblo por el pueblo y para el pueblo’ como había deseado no Marx sino Abraham Lincoln en la guerra de Secesión norteamericana. Lo que, teniendo en cuenta todo, es la única definición correcta de la democracia”.

En cierta manera, se puede considerar como una cita retórica, ya que en aquel momento ese gobierno político no existía en ningún lugar. La frase fue pronunciada por Lincoln en 1863 durante el discurso conmemorativo de la batalla de Gettysburg, que resultó decisiva en una guerra que trataba de, y consiguió, abolir la esclavitud. El político exigía que la muerte de los soldados no fuera en vano, esperaba que en Estados Unidos, ya sin esclavitud, hubiera un renacimiento de la libertad, y hacía votos para que el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo no desapareciera de la Tierra.

Un mínimo de prudencia aconsejaría no haber citado esa frase en el contexto de la actual discusión. Porque se puede reargüir que era una frase retórica, ya que es evidente que en aquel momento ese gobierno político no existía en ningún lugar, y desde luego tampoco en Estados Unidos. La frase refleja la modernización que hizo la burguesía liberal de un antiguo ideal de los ilustrados, y no es seguro que el principio que proclama fuera el ideal que Lincoln pretendió aplicar en su gobierno, más allá de la abolición de la esclavitud y la conversión de los esclavos en personal asalariado adecuado a las nueva situación de domino capitalista. La Guerra de Secesión norteamericana formó parte de la etapa necesaria de liquidación de los restos del orden precapitalista (y esclavista) y de la transformación hacia el capitalismo. Por otra parte, la alusión a esa frase, no hace más que poner de manifiesto las dificultades de la gestión política: puede dudarse que en Estados Unidos se haya conseguido el gobierno del pueblo y para el pueblo; y lo que es más grave, si se ha conseguido, resultaría que el pueblo está de acuerdo con el sistema capitalista que, al parecer, por lo que dice el mismo Garnier y otros, sigue dominando en ese país.

En cualquier caso, dejando aparte la citada frase, invito cordialmente a Jean-Pierre Garnier a que haga propuestas formales, y se estudien las experiencias que ya existen, para que podamos pensar fructíferamente sobre el tema.

Las movilizaciones son, sin duda, importantes, y el caso de Túnez lo demuestra. Tal vez las cuestiones fundamentales se dirimen en la calle, pero apoyadas por las redes sociales de Internet. En ese sentido la potencia del aparato militar norteamericano es inmenso, y seguramente también el ruso, el chino y otros. Pero podemos decir que la potencia de la sociedad es todavía mayor. Lo muestra la publicación de documentos secretos por Wikileaks, la colaboración de grandes grupos (¿empresariales?) de periódicos, que han decidido colaborar en la edición de esos materiales, y tantas otras iniciativas de gran valor que muestran la capacidad de la sociedad para organizarse, para enfrentarse al poder, por grande que sea. Con Internet, y con la Web 2.0, tenemos a nuestra disposición instrumentos para la colaboración social, para actuar de una forma solidaria y colaborativas[29]. Creo que respondo con ello también a una de las cuestiones (la de Wikileaks) a las que alude Garnier, al que le recomiendo que lea los diversos trabajos que hemos ido publicando en las revistas de Geocrítica sobre esos temas, sobre el ciberespacio y las redes sociales[30].


Alternancias y alternativas

Es posible que, si pasamos al análisis político, parece, al menos, poco matizado lo que escribe Garnier sobre el fin de la alternancia:

“El periodo que se ha abierto desde hace algún tiempo es el del comienzo del fin de la ‘alternancia’ sin alternativa entre una ‘derecha sin complejos’, y una ‘derecha acomplejada’, es decir una izquierda que ha dejado de ser ‘de izquierdas’, pero no osa todavía confesarlo (o confesárselo). El fin, también, de una época en que esta alternancia política era la mejor garante del statu quo. De ahí la elección que se va a imponer en los años que vienen, entre una unión abierta a la reacción y un radicalismo absoluto”.

Si es ese el futuro que nos espera, podemos preocuparnos. Desde luego, tenemos que hablar de ello, así como de los “sucesos inesperados” y catastróficos que se perciben en el horizonte, o de los peligros de cólera popular que percibe un político francés, citado por Garnier.

Seguramente este político advierte lo que ven también periodistas, analistas políticos y simples ciudadanos en general: que hay riesgos graves en el horizonte. Pero depende de muchas circunstancias que sean realmente de revolución u otra cosa. Esa cólera popular que se percibe no sabemos si será suficiente para provocar el cambio revolucionario o si llegaremos, a partir de ahí, a la aparición y consolidación de regímenes autoritarios o post-fascistas, lo que también podría suceder. No estará demás que los científicos sociales ayudaran a realizar simulaciones y a construir ‘escenarios’sobre las diferentes posibilidades de evolución social que existen[31].

Se tienen muchos datos sobre lo que produjeron en el pasado movimientos de rabia popular. Eric Hobsbawm ha hecho excelentes aportaciones sobre el tema, que muestran bien que los resultados de esos estallidos fueron variados, y no siempre dan lugar a la esperanza.

Por lo demás, y pasando a temas más prosaicos, Garnier no dice nada de las propuestas concretas que realizo sobre la posibilidad de utilizar los planes de urbanismo o las normas legislativas para hacer propuestas revolucionarias, que podrían ser debatidas, votadas y aplicadas democráticamente. Tal vez convendría hablar también de ello, e introducir esas posibilidades ‘reformistas’ en los ‘escenarios’ y simulaciones que se elaboren.

Ya se ve que hay oposiciones importantes en lo que se refiere a las opciones políticas. Pero eso no impide que podamos seguir discutiendo. E incluso lo exige.

Tal como defendí en el artículo que debatimos, creo que muchos problemas básicos de la urbanización capitalista pueden ser resueltos en un régimen democrático. Las políticas de renovación de centros históricos, con expulsión de la población residente, o el mantenimiento de ellas en los mismos barrios, la construcción de viviendas sociales, la legislación sobre alquileres, con contratos indefinidos o para plazos cortos, la ocupación de viviendas vacías, todo ello puede ser legislado, y aplicado por gobiernos progresistas en un régimen democrático. Todo puede abordarse con legislación adecuada y voluntad política. Leyes que podrán ser ampliamente aprobadas y apoyadas por todos los afectados por dichos problemas, y que son mayoría. En España, donde, como se sabe, las competencias de urbanismo fueron traspasadas a las Comunidades Autónomas, incluso gobiernos de derechas han podido dedicar cuantiosas inversiones para desarrollar amplias políticas de rehabilitación de polígonos de viviendas de la época franquista, en beneficio de los residentes.

Una vez discutidas las objeciones de Garnier a la parte final de mi artículo, que considero la más importante, podemos pasar ahora a los otros argumentos que esgrime en sus diferentes  observaciones y reparos. Para ello conviene empezar con los argumentos que se refieren al sistema capitalista (puntos 1 y siguientes) y continuar con los de la urbanización para acabar con los del derecho a la ciudad.


De nuevo el capitalismo (objeciones 1 a 5)

Para empezar, se puede cuestionar, como hace Garnier en la objeción nº 1, mi afirmación de que “un sistema económico dominante, el capitalista, ha podido conseguir cotas inéditas de riqueza, pero no ha sido capaz de distribuirla de forma justa y equitativa”. Creo que las dos partes de la afirmación son válidas, y no tienen nada de ingenuas: que el capitalismo ha creado riqueza y que no ha sido capaz de distribuirla de una forma justa y equitativa.

Sé bien que, como dice Garnier, “la dinámica del capitalismo, fundada en la explotación y la búsqueda de beneficio no tiene por finalidad resolver los problemas que engendra”. Probablemente es cierto que “una ‘distribución equitativa de la riqueza’ supondría previamente otras relaciones de producción”. Y, sin duda, esa transformación contaría con mi apoyo decidido. Pero, otra vez, como no se ve bien la forma de realizarla , y como, además, temo, de nuevo, que eso tendría un gran coste social, pienso más bien en aprovechar el sistema político en el que vivimos, la democracia, mejorándolo y adecuándolo a las necesidades actuales, y en la posibilidad de transformar la sociedad con ella.

Me alegra que Garnier esté de acuerdo conmigo (en la objeción nº 2) cuando afirmo que “necesitamos teorías para entender la realidad y para iluminar aspectos esenciales de ella”, y que “en el campo de las ciencias sociales deben refinarse constantemente para entender unas situaciones que son muy complejas y cambiantes; completarlas cuando estas teorías dejan en la penumbra otras dimensiones de esa misma realidad y nos impiden entenderla; o incluso abandonarlas cuando se convierten en obstáculos que llevan a repetir estereotipos y frases hechas que pueden hacer difícil entender las nuevas situaciones”. Desde luego, nadie está libre de caer en esos estereotipos y, si yo he caído, declaro mi voluntad de enmienda.

No estoy seguro de que lo que afirmo sobre el derecho lo sea. Como he dicho antes, siempre he estado en desacuerdo con la desvalorización que hace la izquierda sobre la democracia, calificándola de simple “democracia formal”. Para empezar eso ya es mucho, como sabemos bien los que hemos vivido en un prolongado régimen autoritario. Luego se puede profundizar en ella, y de eso se trata.

Es ese el camino que hay que seguir, y al que desde hace años algunos se dedican muchas personas: el camino de la participación y el diálogo. Confío en que Garnier tenga curiosidad por explorar los materiales que estamos reuniendo en el sitio web de Geocrítica, entre ellos la sección “Ciudadanía y participación” y las comunicaciones que se presentaron al XI Coloquio Internacional de Geocrítica que se dedicó precisamente a “El urbanismo y la ordenación del territorio desde el diálogo y la participación”, así como diferentes artículos publicados en Scripta Nova y Biblio 3W. Materiales que son, simplemente, modestas aportaciones para un debate más amplio que nos parece necesario; que debería ser sereno y estar en relación con iniciativas que están teniendo lugar en los movimientos ciudadanos y vecinales.

Habría que revisar también con atención las obras de geógrafos, sociólogos o politólogos a las que alude Garnier. Pero mientras llega ese momento, y examinamos si repiten de forma monocorde y previsible los mismos argumentos que en los años 1960, podemos decir algo sobre aquellos argumentos.

Hay muchas cosas de las que Marx no habló. Todavía recuerdo el esfuerzo que tuvo que hacer Henri Lefebvre para sistematizar las ideas de Marx y Engels sobre la ciudad, buscándolas incluso en obras como La ideología alemana (que estos dos autores no tuvieron tiempo de elaborar completamente). O el de Nicos Poulantzas y otros que leyeron y reinterpretaron a Marx para reflexionar sobre el papel del Estado en el capitalismo

La de Poulantzas era una de las obras más de moda a comienzos de los años 1970. Su tesis, tal como fue presentada en Pouvoir politique et classes sociales de l’Etat capitaliste (1968) era que el Estado es un instrumento al servicio de los intereses de las clases dominantes. En parte es cierto, y aquella y otras obras permitieron avanzar y proponer nuevos análisis e investigaciones, aunque luego él mismo fue matizando sus planteamientos iniciales[32].

Pueden darse muchos argumentos históricos a favor de la tesis del Estado al servicio de los intereses de la clase dominante. Pero ahí no se acaba todo: no es seguro que sea solo eso. A partir del siglo XIX la organización de los Estados liberales ha permitido avances importantes en la legalidad, en la organización social, en la protección de los más débiles, en la puesta en marcha de un sistema escolar, crecientemente para todos. Como he dicho antes, estoy convencido de que solo el Estado puede proteger a los pobres. Lo que no es impertinente afirmarlo en estos momentos en que muchos parecen querer sustituirlo por las ONG, sin saber bien de qué hablan y desconociendo las consecuencias negativas que pueden tener en muchos países la acción descoordinada, incoherente, contradictoria y escasamente democrática que realizan muchas de ellas. Un tema sobre el que tendremos que seguir reflexionando públicamente, a partir de datos que debemos esforzarnos en reunir y comparar.

Son muchas las formas alternativas de solidaridad que se están poniendo en marcha en el mundo para sustituir al Estado. Pero no estoy seguro de que todas sirvan. Creo que el Estado no debería abandonar la provisión de servicios, con financiación y estructura pública, para que sean ocupadas por redes de apoyo compasivas y confesionales, como está sucediendo, al parecer, en algunos países islámicos, donde proliferan últimamente formas de solidaridad religiosa, de carácter caritativo (hospitales, escuelas, incluso empleos..). Debemos preguntarnos si valen esos sistemas, o solo cuando su organización es de tipo laico; aunque también en éstas existen múltiples tendencias, no todas aceptables. No estoy seguro de que sea ese el camino que debamos seguir, aunque puedan contribuir a canalizar los sentimientos de generosidad de la sociedad civil, y de los individuos concretos que participan.

Creo que deben ser explicitadas y debatidas las acusaciones que hace Garnier a científicos sociales cuya autoridad intelectual considera que es nula, porque están sometidos a las autoridades políticas y económicas. Alude concretamente a lo que ha escrito en un libro[33] y en algunos números de la revista Espaces et Sociétés, sobre los científicos que califica como ‘marxistas calmantes’ (o lénifiants). Incluye en ese grupo a François Ascher, Edmond Préteceille, Christian Topalov, Jean Lojkine, Manuel Castells, y otros[34]. Sin saber quíénes son los otros, he de decir que los citados me parecen científicos sociales muy respetables y creo que es una aseveración de mala fe considerar que han “abandonado luego toda perspectiva anticapitalista a medida que iban ascendiendo en los aparatos universitarios y de la investigación”[35]. Afirmar que algunos “autores de izquierda no han sido nunca ni marxistas ni revolucionarios”, no es decir nada. Primero, la gente tiene derecho a cambiar. Y además tienen derecho, me parece, a ser de izquierdas sin ser marxistas ni revolucionarios. Con algo de malicia, los aludidos tal vez podrían reargüir que han mostrado tener las neuronas cerebrales más vivas y flexibles que otros que se mantienen tercamente en las mismas posiciones desde hace decenios, sin avenirse a razones.

La objeción nº 4 tiene que ver con mi afirmación de que los argumentos son a veces monocordes y previsibles en los análisis marxistas, en lo que Garnier coincide. Al igual que en el hecho de que no parece haber en ellos avances significativos.

Estoy de acuerdo con él en la calificación que hace de que algunos autores marxistas eran tramposos o indigestos. Como Louis Althusser y Marta Harnecker. El libro Miseria de la teoría del historiador marxista Edward P. Thompson mostró de forma clara e impresionante la confusión intelectual del primero de estos autores, y previó que acabaría en la locura, como realmente sucedió.

El mismo Garnier parece estar de acuerdo con ello cuando añade una matización sobre mi alusión al estilo indigesto de algunos autores marxistas. Pero no resuelve los problemas afirmar que ese estilo “caracterizaba sobre todo el ‘marxismo de la cátedra’ de inspiración estructuralista (althusseriana), galimatias pedante, abstruso y libresco, que no tiene nada que ver con el pensamiento marxiano, excepto de forma antitética”. En todo caso, muestra que el discurso de la izquierda tiene muchos matices diferenciales, no es homogéneo ni coherente, y tal vez por ello es, con frecuencia, difícilmente percibido y, como se puede comprender, escasamente aceptado por los ciudadanos.

En definitiva, creo que es esencial repensar a Marx, que escribió a mediados y en la segunda mitad del siglo XIX. Nació, como he recordado antes, en 1818, y murió en 1883. No conoció, pues, muchos sucesos, como la Segunda Revolución Industrial que justo empezaba a realizarse, la taylorización, y otros más. Y además su obra se ha intentado superar por numerosos autores: ¿no fue Pierre Bourdieu, un autor que acostumbra a citar frecuentemente Garnier, el que afirmó que “la construcción de una teoría del espacio social supone una serie de rupturas con la teoría marxista”?[36]. Respecto a que la mezcla de marxismo y postmodernidad puede dar lugar a resultados deletéreos parece ser algo en lo que coincidimos, a pesar de algunos matices que no vale la pena ahora comentar (Objeción nº 5)

Finalmente, con referencia a las observaciones del punto 4, me parece que no puede descalificarse someramente el idealismo y el positivismo más tradicional. En la ciencia han sido concepciones que han podido dar lugar a análisis perspicaces, que no creo que sea el momento de debatir. Tal vez podremos hacerlo en otra ocasión.


Perspectiva indulgente respecto al capitalismo (y al socialismo)

Sé bien que, desde la perspectiva de la construcción del poder, toda la historia de la Humanidad es una sucesión de infamias, de violencias y humillaciones para lo que algunos han llamado las clases dominadas, y de refinamientos sucesivos de los mecanismos de control social. Pero es también, paralelamente, una sucesión de esfuerzos por mejorar la sociedad, de progreso técnico e intelectual, de desarrollo de las normas jurídicas para la convivencia, de liberación, de despliegue de la razón, de posibilidades nuevas para los individuos; una lucha entre la opresión y la búsqueda de libertad y de bienestar por las clases populares.

En la objeción nº 7 Jean-Pierre Garnier me acusa de tener una perspectiva indulgente frente al capitalismo. No creo tenerla pero, en todo caso, procuro no cerrar los ojos ante ciertas realidades. No se me ocurriría acusarlo a él de perspectiva indulgente hacia otras posiciones. En todo caso, creo que durante los últimos dos siglos en muchos países bajo el dominio de la economía capitalista se han conseguido cotas de abastecimiento y mejoras considerables en la calidad de vida de una parte de la población mundial, que superan, en cifras absolutas, a las de cualquier momento del pasado.

A pesar de ello, la existencia de la pobreza, y de las profundas desigualdades sociales que todavía se mantienen en el mundo, golpea y sacude las conciencias de todas las personas que tenga un mínimo de sentido de la justicia, de sensibilidad y de principios éticos; e inquieta a todos aquellos que perciben los riesgos que eso representa para la estabilidad del mundo. Las cifras concretas son debatibles: no se sabe bien qué valor dar a informaciones agregadas del tipo “casi la mitad de la población mundial (unos 3.000 millones de personas) viven con menos de 2,5 dólares al día” y otras similares que podemos encontrar en diferentes estadísticas y medios de comunicación[37]. Los pobres antes no se contaban, o solo lo eran en áreas reducidas. Hoy se cuentan más y mejor, y a veces incluso de manera homogénea y comparable. A pesar de ello, tanto la conceptualización como las cifras que proporcionan organizaciones e instituciones de indudable seriedad, siguen ofreciendo numerosas dudas sobre el pauperismo. En todo caso, algunos cálculos solventes parecen mostrar que las cifras relativas están disminuyendo; por ejemplo, en lo que se refiere a América Latina, la CEPAL refleja una disminución de la pobreza y de la indigencia desde 1980 a 2007, tanto a escala global como a la urbana y la rural, y lo mismo sucede en otras áreas[38]. Pero, en cualquier caso, podemos ponernos de acuerdo en que las cifras siguen siendo muy elevadas y totalmente inaceptables, y que los objetivos de reducción de la pobreza, fijados por la ONU en la Cumbre del Milenio, no están siendo alcanzados. Centenares de millones, y quizás miles de millones, de pobres de todo el planeta están ahí, con posibilidades de conexión a través de Internet, tal vez aguardando el manifiesto que les interpele: “¡Pobres de todo el mundo, uníos!” Esperemos que, cuando eso suceda, se sepa bien hacia donde dirigir y canalizar los impulsos de reforma.

Yo diría que trato de entender lo que ha pasado desde el siglo XIX, los profundos cambios sociales económicos y técnicos que se han producido, y los indudables avances que, me parece, ha habido en las condiciones de vida de amplias capas de la población mundial y, no digamos, de la de los países más propiamente y más antiguamente capitalistas (“a pesar de las injusticias y desigualdades que todavía existen”, como añado en el artículo).

Es posible que la mejora de las condiciones de vida de las clases populares (en vivienda, en consumo, educación…) sea solo creación de las condiciones imprescindibles para la reproducción de la fuerza de trabajo (no es necesario debatir ahora si simple o ampliada). Serían actuaciones similares a las que pretendieran que la mejora de la educación en los regímenes comunistas era solo para adoctrinar mejor a la población y el control de la prensa una forma de evitar la contaminación intelectual por ideas capitalistas y reaccionarias.

Creo que la mejora de las condiciones de vida de la población de las ciudades en los últimos dos siglos es clara. No desconozco ni subestimo “la situación deplorable de las poblaciones recientemente urbanizadas, amontonadas en un hábitat improvisado, frágil, inconfortable e insalubre”, Pero creo oportuno destacar en esa frase lo de que son “recientemente urbanizadas”. Con el tiempo podemos esperar que mejoren, como generalmente sucedió en el pasado, y como los mismos habitantes esperan que sucederá. Las clases populares siguen acudiendo a las ciudades porque saben bien que es ahí donde hay oportunidades de trabajo y educación para ellos y para sus hijos.

La pobreza ha sido siempre mayor en el campo que en las ciudades. Y así sigue sucediendo. Aunque la medida de la pobreza y de la indigencia plantea siempre grandes problemas, y en ocasiones los resultados son discutibles (es decir que se pueden debatir), hay estadísticas que, de todas maneras, muestran algunas tendencias. Me limitaré a recordar las cifras que da la CEPAL sobre la incidencia de la pobreza y la indigencia en las áreas urbanas y rurales de los países iberoamericanos entre 1980 y 2007, al parecer disminuyendo en ambas: si en las ciudades las de pobres oscilan entre 41,0 y 28,9 por ciento, en las áreas rurales se sitúan entre 65,4 y 52,1 por ciento; las de indigencia entre 15,3 y 8,1 en las primeras y entre 40,4 y 28,1 en las segundas[39]. Así pues, han podido disminuir en las áreas urbanas como en las rurales, pero las diferencias entre unas y otras siguen siendo grandes: se entiende que los pobres se dirijan a las ciudades en busca de nuevos y mejores horizontes.

Conozco la situación de muchas áreas de vivienda marginal como esas de las que habla Garnier. Las ha habido en Madrid y en Barcelona hasta la década de 1970 y las he conocido personalmente, y en numerosas ocasiones, en diferentes países iberoamericanos, y también en Francia[40]. Sé bien que los habitantes, frecuentemente, han salido de ellas y han mejorado[41]. Existen sobre algunas de dichas áreas estudios que muestran que, incluso viviendo mal en esos barrios marginales, la mayoría de sus habitantes las preferían a las condiciones de las regiones de origen, especialmente cuando eran jornaleros agrícolas en regiones de gran propiedad agraria[42].

Además, pueden leerse numerosos trabajos donde se muestra que no son áreas homogéneas, sino con grandes diferencias internas, sociales y morfológicas; entre ellos, el epílogo que ha hecho Herminia Maricato a la edición brasileña del libro de Mike Davis, titulado The Planet Slum (y en la versión brasileña El planeta favela), donde realiza atinadas observaciones sobre el tema. Y, además, se sabe que esas áreas pueden cambiar, con la reivindicación y autoorganización de los propios habitantes. Especialmente si se realiza una decidida acción de la administración pública para ello. Pueden ser significativos de esos cambios los casos de las áreas de barraquismo de Barcelona durante los años 1980[43], o el de las favelas de Rio de Janeiro con las medidas adoptadas durante la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva.

Respecto a la objeción nº 8, debo decir que, desde luego, hablo de los “cambios técnicos y científicos, de información, de aspiraciones al consumo, de transformaciones en la producción agrícola (con la mecanización, la motorización y los nuevos sistemas de cultivo); y cambios relacionados con un anhelo generalizado de mejora social y de la calidad de vida”. El comentario de Garnier es directo y pretende ser demoledor. Según él, con ello yo no haría más que “retomar el discurso oficial” sobre la ‘revolución científica y técnica’, desconectándolo completamente de los efectos y consecuencias sociales que produce. Garnier estima que numerosos documentos (entre los cuales el manifiesto de un colectivo anarquista de Grenoble) invalidan o desinflan toda la “mitología cientifista y tecnicista” como la que yo utilizo.

Nos encontramos nuevamente con una afirmación general y descalificadora del tipo de las que hemos ido viendo utilizar en las objeciones a las que respondo. Tal como se formulan, ni siquiera hace posible iniciar un diálogo, y mucho menos avanzar en él. Me limitaré a señalar que sobre la ‘revolución científica y técnica’ no solo hay discursos oficiales (y manifiestos de grupos anarquistas, que son bienvenidos), sino también numerosos trabajos científicos; por ejemplo, investigaciones muy valiosas sobre la historia de la ciencia y de la técnica, un campo que Garnier podría explorar con provecho para establecer una base común que permita el debate.

No creo que deban soslayarse rápidamente cuestiones como las que tienen que ver con la revolución científico-técnica. Tal vez convendría una mayor prudencia a la hora de hablar sobre el papel que tienen en la producción industrial los progresos técnicos y científicos, especialmente cuando se recuerdan algunos aspectos de los debates que hubo sobre lo que en la bibliografía marxista se denomina la ‘caída tendencial de las tasas de beneficio’, planteada por Marx en el tomo III de El Capital; cuestión que en los años 1920 y 1930 fue extensamente debatida (entre otros por Antonio Gramsci y Benedetto Croce) en relación con la interpretación del significado de los avances técnicos que representaban el taylorismo y el fordismo. Que la tasa de ganancia disminuya como consecuencia del aumento de la composición técnica y del incremento de la composición orgánica, no dejó de suscitar numerosas dudas, referentes a la mayor o menor tendencialidad, sobre las plusvalías relativas debidas al progreso técnico y otras que, como no se le escapa a Garnier, tienen implicaciones para el debate que estamos realizando. Esas discusiones no solo poseen interés hoy para reflexionar sobre las crecientes dificultades de valoración del capital en la industria, sino también para discutir sobre las direcciones nuevas que los capitalistas han ido explorando, entre ellas la inversión en la construcción de la ciudad, como David Harvey ha señalado oportunamente.

Se sabe muy bien, prosigue Garnier, que

la ‘modernización de la agricultura’, además de proletarizar una gran parte de los campesinos, ha tenido como efecto poner en el mercado productos alimenticios nocivos para los ciudadanos. En cuanto a las ‘aspiraciones al consumo’ y a los ‘cambios revolucionarios vinculados a un deseo general de mejoras sociales y de la calidad de vida’ se trata de una bien curiosa manera de celebrar la alienación también ‘generalizada’ en el consumismo mercantil.

He escrito en otros lugares lo que pienso sobre el consumismo, a saber: que su rechazo supondría un ataque en toda regla a ciertos beneficios empresariales y, por tanto, al capitalismo. Podría ser, pues, una estrategia a impulsar conscientemente por los grupos anticapitalistas. No me detendré ahora en esa cuestión. En lo que se refiere a las críticas a la ‘modernzación de la agricultura’, podemos ponernos de acuerdo, para facilitar el diálogo, de que, en ciertos, aspectos, las palabras de Garnier describen lo que está sucediendo. Es sabido que las agriculturas biotecnológicas degradan las condiciones ambientales y representan graves peligros para los ecosistemas terrestres. Pero hay que añadir que ellas son las que, en buena parte, han permitido alimentar a los casi 7.000 millones de habitantes que hay en el mundo, la mitad, al menos, de los cuales viven en ciudades. Sin duda, hay aspectos que se deben cambiar: asegurar la alimentación de la Humanidad con una agricultura ‘ecológica’ es, desde luego, un reto que debe tener respuesta, al igual que la redistribución de los recursos agrícolas excedentes de que disponen los ciudadanos de los países desarrollados. Pero las propuestas que se hagan en ese sentido deben ser discutidas y pueden ser aceptadas por los habitantes y los gobiernos de todos los países a través de acuerdos internacionales. ¿O hay otros procedimientos para ello?


La cuestión de la vivienda (objeción 9 y 10)

Las objeciones que hace Garnier a mis afirmaciones sobre la ciudad son de tipo diverso. Podemos pasar ahora a ellas.

Para empezar (y entramos ya en el punto 9), Garnier alude al proceso de “’destrucción creativa’ del capitalismo”.

Estoy de acuerdo con él sobre el significado de las políticas de renovación de los barrios antiguos de las ciudades, o de recualificación de los eriales urbanos. Conozco bien sus trabajos sobre el tema, y muchos de otros autores que han abordado esta cuestión. Pero coincidir, en buena parte, con sus críticas a los procesos de renovación urbana, no afecta para nada a la afirmación que destaca en mi artículo y que rechaza tajantemente, la de que “desde el siglo XIX se han ido construyendo gran cantidad de equipamientos y creando espacios públicos en las ciudades, y que hoy existen de unos y otros, más cantidad que en cualquier otro momento de la historia de la Humanidad”.

Me reafirmo en esa idea, y añado, además, que eso se ha hecho no solo porque han aumentado las poblaciones de las ciudades, sino también porque se han producido amplios debates que lo han hecho necesario y posible. Debates sobre la relevancia de los jardines y parques para las ciudades, sobre la importancia de la educación (con la construcción de escuelas, institutos de enseñanza media, universidades, centros de formación profesional..) y la cultura (teatros, museos, salas de conciertos…), sobre la necesidad de atender mejor las exigencias de salud (con hospitales cada vez más grandes y especializados), sobre el papel del deporte en la salud de los ciudadanos (con espacios deportivos para la práctica de todos ellos) y otras muchas cuestiones relevantes para el equipamiento urbano. No se trata de especular sobre ello: los datos existentes son concluyentes, y algunos de ellos pueden encontrarse en los dos volúmenes que he dedicado a La morfología de las ciudades. Estoy convencido de que nunca ha habido en las ciudades tantos equipamientos públicos como en el momento actual; y debo añadir que nunca antes habían estado al alcance de una cantidad tan elevada de personas, tanto en términos absolutos como relativos, no solo de las clases altas y medias sino también de las clases populares, especialmente en las ciudades de los países desarrollados. La creación de los jardines municipales a partir del siglo XIX puede ser un ejemplo significativo: el ‘paraíso abierto para pocos’, que podía ser disfrutado solamente por reyes y aristócratas, se puso con dichos equipamientos al alcance de las capas burguesas, medias y populares.

Reconocer todo eso no significa que estemos satisfechos con lo que se ha conseguido, y que no debamos seguir luchando por su aumento, por su extensión a todas las capas de la población que aún no tienen acceso a ellos, para su generalización en las ciudades de los países económicamente menos desarrollados. Pero no me cabe duda que sobre eso no hay que hacer ninguna revolución: basta con la legislación (para disponer de recursos; lo que supone leyes fiscales) y la normativa urbanística.

Garnier muestra su desacuerdo también con mi afirmación de que se debe “reconocer que, considerando el mundo globalmente, a pesar de la crisis y del mantenimiento de fuertes desigualdades sociales, cifras importantes de población del mundo viven hoy mejor que en el pasado,” (convendría añadir lo que yo especificaba a continuación: “con mayor cultura, mayor libertad, mayor esperanza de vida, mayor bienestar, y mayores expectativas para sus hijos”).

El comentario de Garnier me parece, otra vez, malévolo y malintencionado. Porque yo afirmaba eso no solo comparando con “los ‘hombres de las cavernas’, de la prehistoria, o los de las cabañas de la Edad Media”. Lo afirmo con referencia a los hombres del siglo XVIII o del XIX. Según Garnier, esa mejora en comparación con la situación de los hombres de las cavernas “no disculpa de ninguna manera a los capitalistas de haber instaurado nuevas formas de explotación y de opresión y de no haber logrado todavía hacer desparecer ni incluso atenuar la segregación socio-espacial, ni resolver la famosa ‘crisis de la vivienda’”.

Es cierto que existe la segregación y el déficit de vivienda, este último como carencia de viviendas suficientes y adecuadas, y que se manifiesta sensiblemente en las áreas de autoconstrucción y en los sin techo todavía presentes en tantos países. Estoy de acuerdo en que la cuestión fundamental no es ‘alojar bien a los pobres’ sino acabar con la pobreza. Pero, para empezar por algún punto, podemos hablar ahora de la cuestión de la vivienda.

Podemos especular sobre el alcance del problema del alojamiento de la población mundial. Lo hice en el “Seminario sobre Vivienda y Sociedad”, que se celebró en la Universidad de Barcelona y al que asistió Garnier, y puedo repetir las cifras que allí barajé, como una primera aproximación al tema. Se trata simplemente de plantear la cuestión de cuántas viviendas se necesitan hoy en el mundo. A esta cuestión se puede responder que, por lo menos, se necesitan 1.300 millones de viviendas principales para alojar a la población (a las que habría que añadir las secundarias y turísticas, de las que prescindimos en este cálculo). Esa cifra resulta de calcular una vivienda para cada cinco habitantes de los 6.800 millones que viven en la Tierra (la cantidad de viviendas necesarias se elevaría notablemente si se utilizaran otras cifras de habitantes por vivienda –por ejemplo la de 2,5 que se usan en cálculos más cercanos a las características de las poblaciones urbanas-)

Si a ello unimos el ritmo de crecimiento de la población mundial (puede tenerse una idea a través del Reloj mundial de la población[44]), se vería que, además, se necesita todavía construir una vivienda nueva cada 3 o 4 segundos

Podemos hacer todavía otra pregunta: la de cuántas viviendas se ha necesitado construir a lo largo del siglo XX. Una respuesta provisional puede ser ésta: entre 1.000 y 1.200 millones de viviendas en solo 110 años. Esas cifras surgen del siguiente razonamiento. En 1900 la población del mundo era de 1.700 millones, lo que representaría una necesidad de unos 300 millones de viviendas –cifra que no existía, porque había muchos mal alojados[45]. Para atender los 5.000 millones de habitantes que ha aportado el crecimiento de la población mundial en los 110 años transcurridos se han necesitado unos 1.000 millones de viviendas más (a 5 habitantes por vivienda). Si a ello sumáramos las necesidades generadas por la reposición de viviendas viejas, por la reconstrucción de viviendas destruidas por las guerras (dos guerras mundiales e innumerables regionales) y las necesarias para alojar en las ciudades a la población que llega del campo y que abandona sus anteriores viviendas, la cifra debería elevarse considerablemente, tal vez a 1.200 millones de viviendas, o incluso más.

Se trata de cifras verdaderamente impresionantes. Evidentemente esas viviendas necesarias no se han construido, porque el problema de la vivienda sigue existiendo. Pero dicho eso, es evidente también que en los últimos cien años se han construido centenares de millones de viviendas para miles de millones de personas. Lo que, de entrada, ya significa algo sobre el esfuerzo que se ha realizado, insuficiente pero enorme.

Dichas viviendas han sido construidas por la empresa privada, por la administración pública y por los propios usuarios.

Ante todo, debemos reconocer que la empresa privada en el sistema capitalista ha construido viviendas para centenares o, tal vez, miles de millones de personas. Eso ha sido posible, por la existencia de capitales y de sistemas de financiación, y por las profundas innovaciones que se produjeron con el Movimiento Moderno en la arquitectura y el urbanismo. Puede aceptarse, sin mayores discusiones, que esas viviendas se han construido, sobre todo, para la demanda solvente

Otra parte de esas viviendas han sido construidas por la administración pública: en los países socialistas, todas; en los países capitalistas, millones de viviendas para la demanda no solvente.

Finalmente, a todo ello hay que añadir la autoconstrucción. Si hacemos caso al libro de Mike Davis, serían unas 1.000 millones de personas las que se encuentran alojadas en esas áreas marginales (cifra que Hábitat eleva a 1.200 millones de personas mal alojadas). Lo cual supondría la necesidad de unos 200 millones de viviendas para esta población.

La enormidad de las cifras anteriores creo que permite entender que el problema de la vivienda siga siendo grave. Y es evidente que debe resolverse, a la escala planetaria que estamos considerando y a la de los diferentes países y regiones. Y que existen recursos financieros y medios técnicos suficientes para hacerlo, así como para realizarlo dentro del actual sistema político democrático. También debemos recordar que, tanto en el caso de las viviendas edificadas por la empresa privada como en las que lo han sido por la administración pública (viviendas sociales), habrá problemas más tarde por la mala calidad de algunas construcciones.

A todo eso se une la crisis inmobiliaria que hoy existe, provocada por la avaricia de unos y otros (financieros, empresarios, compradores), por las graves limitaciones de las teorías económicas y de los economistas, y por la falta de voluntad o la incapacidad de los políticos para regular eficazmente el mercado (debido, en parte, a la influencia de las ideas neoliberales).

La situación es grave. Pero se dan también condiciones que nunca antes existieron para facilitar la construcción y el acceso a la vivienda: especialmente la existencia de capitales y de un sistema hipotecario; además de innovaciones jurídicas que permiten regular, por ejemplo, la propiedad horizontal. Es en ese contexto en el que me permití señalar que no todo es negativo en las hipotecas subprime, o en las que se concedieron en otros países hasta el 100 por cien, y más, del valor del piso, ya que se ha demostrado que es posible imaginar, incluso en el sistema financiero actual, que se puede pensar en sistemas de crédito para grupos sociales que no poseen ni recursos ni avales.

Los comentarios de Garnier parecen prestar escasa atención al papel del sistema financiero y del crédito en el funcionamiento de la economía y en la vida privada, así como a la posibilidad de regularlo con la acción pública. Claro está que es posible imaginar otros sistemas más justos y más eficaces, pero debería proponerse con claridad, para que pueda realizarse un verdadero debate.

No es éste el momento para seguir desarrollando el tema, pero prometo hacerlo en el futuro. En todo caso, le aseguro a mi amigo que, insisto, es mejor negociar con los bancos que con los usureros; y que no desconozco los trabajos de Harvey, y de otros, sobre esos temas. Y respecto a la pregunta que hace Garnier, citando a Bertold Brecht, no tengo ninguna duda de que es preferible fundar un banco que saquearlo: incluso hay gente que ha imaginado fundar bancos para los pobres, en relación con iniciativas de economía solidaria.


Las complicidades con el capitalismo (objeción nº 11)

En mi conferencia afirmaba que “el capitalismo es responsable de muchos desastres. Pero no solo él: ha habido complicidades y decisiones compartidas”.

El comentario de Garnier insiste en la idea de que la burguesía ha encontrado siempre “aliados y apoyos entre la pequeña burguesía, antigua o moderna, así como, sin duda, en el aparato de Estado”. Me recuerda, además, a riesgo –dice- de sorprenderme o molestarme, “que se trata de un Estado de clase y que sirve en primer lugar al ‘interés general’ de la burguesía”. Garnier debería saber, después de tantos años que nos conocemos, que me sorprendo ya de pocas cosas, y menos de esa, que vengo oyendo repetir desde hace cuarenta años, y sobre la que ya he dicho antes mi punto de vista. Por otra parte, como buen profesor que es, insiste en las admoniciones y recomendaciones bibliográficas, en este caso aconsejándome la lectura de Gramsci, autor que, como él debe recordar bien, era lectura obligada en los años 1960 y que, por tanto, no necesitaba recordarme o aconsejarme.

A pesar de lo que digan Gramsci o Chomsky, mantengo mis puntos de vista sobre los beneficios de la educación y la cultura, incluso la que es impartida o difundida en los Estados burgueses, y sigo confiando en la capacidad de los ciudadanos para adoptar decisiones libres, incluso en el caso de la situación de manipulación de los medios de comunicación, como la que existe hoy tanto en las democracias como, especialmente, en las dictaduras y regímenes autoritarios. Un poco más de confianza en la capacidad de la gente, mayor contacto con las personas, y una mayor atención a los estudios empíricos realizados en diversas disciplinas, haría, sin duda, mucho bien a la izquierda.

Con referencia a la manipulación que puede hacerse a través de la educación, le recuerdo a Garnier que, como bien debe saber, durante varios años en el Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Barcelona nos hemos dedicado al estudio de los libros de texto que se han utilizado desde el Renacimiento, y especialmente durante los siglos XIX y XX, en la enseñanza básica y secundaria. En lo que se refiere a los textos publicados y utilizados durante los últimos dos siglos, está claro que para quienes pusieron en marcha el sistema educativo del Estado liberal, herederos, como he dicho, de la Ilustración, no había duda del carácter utilitario y regenerador de la instrucción, y que además tenían una firme voluntad de secularizar la enseñanza y facilitar a través de ella la felicidad de los individuos y de las naciones[46]. Esos ideales se vieron afectados por las oscilaciones políticas y las vicisitudes del acceso al poder por parte de progresistas y de moderados. En general, a través de los libros se trataba de dar estabilidad al nuevo orden social liberal, crecientemente conservador según pasaba el control del Estado desde la burguesía revolucionaria a la burguesía conservadora. Por ello en el XIX se mantuvo siempre un fuerte control sobre la producción de libros de texto a través de comisiones para su censura y aprobación, comités cuya composición y actuaciones hemos estudiado en detalle. Aun así, puede afirmarse que la generalización de las enseñanzas básicas y la ampliación de las secundarias, han ido ampliando la educación y extendiéndola desde la burguesía, a las capas medias y a los grupos populares. Que eso tuviera que ver, también, con las necesidades nuevas de la producción industrial y de una parte de los servicios es indudable, pero el ideal era su extensión a todas las capas de la población, “incluso a las aldeas y poblaciones rurales” (que poco necesitaban la educación para la producción), y representó un paso decisivo para la liberación de las mentes respecto a los saberes del pasado, controlados por la iglesia, o por los poderes confesionales y tradicionales de todo tipo.

Respecto a las revelaciones de Wikileaks, me parecen –y repito lo dicho antes- muy oportunas. Efectivamente, muestran que los gobiernos, incluso los gobiernos democráticos (y no hablemos de los otros) engañan a los ciudadanos. Pero también muestra que hay gentes y mecanismos para superar esas estrategias y mentiras. Y las habrá cada vez más, lo que debería poner a trabajar a las gentes de izquierda y darles un poco más de optimismo sobre las posibilidades que existen.

También cuestiona Garnier mi afirmación de que hoy la gente tiene “mayor cultura, mayor libertad, mayor esperanza de vida, mayor bienestar, y mayores expectativas para sus hijos”, como yo escribí. Leyendo su objeción se da uno cuenta de que, a su pesar, Garnier reconoce que eso es cierto para una parte de las clases populares y medias (y, se supone, para todas las clases altas), lo que ya deben suponer algunos miles de millones de personas en el mundo.

Que esa cultura sea, para empezar, la cultura de masas no me parece mal; y me sorprende que a Garnier se lo parezca cuando desde otras perspectivas –por ejemplo, en los debates políticos- las palabra ‘masas’ tienen connotaciones positivas; seguramente los que así dudan de las masas tienen actitudes elitistas, similares a las que dominaban en los años 1930, entre conservadores y liberales, que llegaron a hablar con preocupación, de “la rebelión de las masas”[47]. Respecto a la libertad de elegir lo que se va a consumir, tampoco me parece mal, y creo que otras muchas personas piensan lo mismo; y si se duda, no hay más que preguntar a los habitantes de diferentes países, capitalistas y socialistas. Que eso lleve a dudar de la elevación intelectual de las clases populares me parece tan asombroso que he tenido que leer la frase varias veces. No me cabe duda de que el nivel intelectual, los conocimientos, las oportunidades y la libertad de las clases populares son hoy infinitamente mayores que en el pasado, aunque puedan aumentarse todavía más, como espero que suceda. Lo mismo puede decirse respecto a la esperanza de vida, que es hoy, de forma general, mucho mayor que en el pasado para el conjunto de las clases populares, aunque se ve afectada por situaciones de carencias graves en algunos países.

Respecto a que las nuevas generaciones -“la mayoría de ellas salidas de los medios proletarios e incluso pequeño burgueses” de los países que cita (Francia, España, Inglaterra, Italia, Estados Unidos y otros)- crean que van a vivir peor que sus padres, me parece una afirmación incierta y discutible.

De manera general, eso es lo que dicen las gentes de derechas, especialmente cuando atacan a gobiernos de izquierdas, y me sorprende ver esgrimido el argumento por Garnier. Pero no es cierto. Es una afirmación típica de las clases medias y de la pequeña burguesía. Los grupos populares saben, o deberían saber, que van a vivir más tiempo y mejor que sus padres y abuelos, muchos de los cuales, para empezar, eran analfabetos y morían antes, y tenían a su disposición menos oportunidades que ellos, sobre todo en las ciudades. Son las clases medias las que estaban acostumbradas a desclasarse a través del estudio, y veían en la enseñanza universitaria y en las titulaciones que proporcionaba una oportunidad para ello, ante su escasez en el mercado de trabajo. Hoy cuando las titulaciones se han extendido se requieren otras destrezas, lo que provoca inquietud. Expectativas desmesuradas sobre los niveles de bienestar que pueden alcanzarse es posible que puedan contribuir también a provocar ese sentimiento.

En algunos países de fuerte crecimiento demográfico, por la elevada natalidad, las generaciones jóvenes son muy numerosas, y pueden no tener oportunidades de empleo en el propio país. Lo que genera grandes inquietudes, que pueden dar lugar a movilizaciones en demanda de cambios políticos y económicos. Si los primeros son posibles de obtener, los segundos pueden ser más difíciles de conseguir, o tardar en llegar, lo que podría generar nuevas frustraciones, de consecuencias imprevisibles.

Me sorprende la incitación que hace Garnier a que me pregunte porqué los estudiantes ingleses e italianos han salido recientemente a la calle para protestar contra la elevación de las matrículas en la universidad. No me parece mal, todo lo contrario, que exijan y que protesten. Es en la educación donde nos jugamos el futuro, y el ideal sería que todos los jóvenes puedan llegar a cursar el nivel de los estudios superiores –no solo por razones profesionales, sino por las posibilidades de despliegue intelectual que eso significa-, cosa que creo que se conseguirá. Son los jóvenes quienes han de cambiar el mundo, y no se puede negar que hay ahora más estudiantes universitarios que en ningún otro momento del pasado, y que existen numerosos medios y ayudas para que un joven preparado y con voluntad de estudiar pueda seguir estudios universitarios. Otra cosa es que el nivel de los estudios debería ser mucho más exigente. En cualquier caso, lo que parecen mostrar muchos de esos estudiantes es una gran inquietud por –diciéndolo con las mismas palabras de Garnier en otro trabajo- ver que no pueden “hacer fructificar sus capitales escolares y culturales al servicio del orden establecido[48], lo que también da que pensar. Confiemos en que serán capaces de construir un mundo nuevo.

En todo caso, la inquietud de los jóvenes por si van a vivir peor que sus padres, debería tener en los países desarrollados una respuesta clara de la izquierda: los jóvenes deberían pensar en que el crecimiento económico no puede ser ilimitado, que en los países ricos mucha gente vive demasiado bien, por encima de los que sería razonable, y que, en general, habría que estabilizar e incluso disminuir los niveles de consumo. En el caso de los países desarrollados, me parece que debemos alegrarnos que se estabilice el nivel de vida, o incluso que descienda el de las clases altas y medias. Habría que explicar a los jóvenes que el mundo se ha de equilibrar, y que necesitamos un ‘desarrollo de suma cero’, como lo he calificado en otro lugar: la mejora del nivel de vida de los pobres se ha de hacer disminuyendo el de los grupos sociales que gozan de riquezas y que poseen rentas altas.


Alfabetización y orden establecido (objeción nº 12)

Contra lo que opina Garnier, creo que no me engaño cuando digo que la alfabetización y la información no conducen a la opresión sino a la liberación. La educación es siempre revolucionaria. Ya sé que muchos gobiernos de la derecha y de la izquierda (incluyendo los de los países socialistas) desean inculcar y formatear las mentes. De alguna manera, eso es lo que intentaron hacer los gobiernos liberales generalizando sistemas de enseñanza que trataban de convertir a los súbditos en ciudadanos, aunque los gobiernos conservadores pusieran más énfasis en el mantenimiento del orden social. A pesar de los controles que se pusieron en marcha para vigilar los libros de la enseñanza, e incluso a pesar de los procesos de recristianización y adoctrinamiento que se alentaron en Francia después de la Comuna y en España después del Sexenio Revolucionario, el acceso de la población a las enseñanzas básicas liberó las mentes y les dio nuevas posibilidades de cultura y emancipación.

Como Garnier ha pasado mucho tiempo sin visitar España, adopta a veces la actitud típica de los franceses ante este país, condescendiente y paternal. No duda en aconsejar una y otra vez, y recomendar lecturas, sin darse cuenta de que esas obras o autores a veces se conocen en España desde hace decenios. Como sucede con las publicaciones de Noam Chomsky, autor del que se han traducido en España, y principalmente en Barcelona, decenas de obras, entre ellas numerosas sobre propaganda y opinión pública. Sin duda Chomsky es un referente para la izquierda mundial y defiende puntos de vista razonables, y a veces posibilistas, que el mismo Garnier debería analizar y aplicar. Pero no siempre este autor norteamericano tiene razón, como es natural. Sabe lo que sabe, se refiere a un contexto social determinado, y puede, además equivocarse. No es seguro, por ejemplo, que acierte al describir e interpretar lo que cree que son las estrategias de manipulación, que resultan incluso más refinadas de lo que él mismo describe, y ampliamente conocidas por empresarios que han estudiado en Escuelas de Negocios y por los políticos.

Que se quiera desinformar informando, y deformar formando es conocido. Pero también que existen muchos mecanismos de defensa por parte de la inteligencia y el sentido común de las personas, especialmente de las clases populares (de las que Garnier parece desconfiar una y otra vez).

En cuanto al realineamiento de las gentes de izquierda al orden establecido, si se considera negativo, la responsabilidad no es del sistema sino de las personas concretas que se dejan realinear. Y es curiosa la obsesión que tiene Garnier con la pequeña burguesía y la neo-pequeña burguesía y su descalificación continua de los comportamientos de este grupo social. Curioso porque, en principio, parecería que es la burguesía verdadera y, sobre todo, la gran burguesía la que debería generar reticencias, y ser objeto de análisis y críticas por parte de la izquierda; cabría esperar que fueran, sobre todo los comportamientos de ese grupo social superior los que se observaran, analizaran y criticaran. Por otra parte, es curioso, también, porque uno podría imaginar que si algún grupo de la burguesía podría aliarse políticamente con los grupos populares y medios sería precisamente la pequeña burguesía, la más próxima a ellos.

Cuando se piensa en esas cuestiones, se ve que, en realidad, no es de los comportamientos y de las alianzas políticas de lo que se trata, sino, me parece, de la descalificación de personas, que pueden pertenecer (desde el punto de vista de la posición social y de los comportamientos) al mismo grupo social y profesional que el autor de las descalificaciones. Puedo afirmar esto sin temor a que Garnier se atreva a desmentirme, porque, según la caracterización que él mismo ha hecho de ese grupo, estarían integrados en la pequeña burguesía intelectual (que él abrevia en PBI) “los investigadores, los profesores universitarios y sus estudiantes[49].


El mercado de trabajo (objeción 14)

Es conocido que la deterioración de las condiciones de trabajo desde los años 1970 ha sido grande, sobre todo para algunas capas de la población obrera asalariada. Me parece otra vez malévola la pregunta que hace Garnier de si es que solo leo la prensa patronal, a no ser que él piense que lo son todos los periódicos que existen (incluyendo Le Monde, El País, el Washington Post y otros muchos, entre los cuales Le Monde Diplomatique, periódico de centro-izquierda donde Garnier no tiene inconveniente en publicar sus artículos, no sé si remunerados o generosamente entregados). En cuanto a la cita de los numerosos trabajos críticos con análisis marxista de las condiciones de trabajo en las empresas, le invito cordialmente a que prepare un artículo informativo y valorativo, que podemos publicar en Scripta Nova o en Biblio 3W para conocimiento general, y esperemos que aporten algo más de lo que ya se sabe sobre los efectos del neoliberalismo sobre las condiciones de trabajo: en concreto, que incorporen –y es lo más importante a debatir- propuestas concretas y razonadas para resolver las situaciones existentes.

Es evidente que la preocupación de las empresas para mejorar las condiciones de trabajo y los salarios de los trabajadores tiene los objetivos que Garnier señala y también otros, entre los cuales los que yo califiqué de evitar o reducir el riesgo de graves conflictos sociales (en la fábrica y en la ciudad).

Pero además de ello, la literatura y los estudios de los representantes y los ideólogos del ‘mundo de los negocios’, que se ve que Garnier frecuenta, están llenos de confesiones sobre los objetivos de reducir el coste del trabajo en las empresas, además del riesgo social. Seguramente, si ha leído atentamente esos trabajos se ha dado cuenta de la existencia de cálculos cuidadosos sobre el valor del trabajo y las amenazas que para la continuidad de las empresas (grandes y pequeñas) -y por supuesto de los beneficios empresariales- supone el aumento de dichos costes, por la competencia creciente de las otras. Es por ello por lo que han apoyado las políticas económicas neoliberales, que se pusieron en marcha, o se difundieron, justo después de la crisis económica de 1973.

Tal vez deberíamos hablar de lo que representó aquella crisis en el desarrollo del capitalismo, si se piensa que fue provocada por el mismo capital, para acabar con las políticas keynesianas y el Estado del bienestar, o si tienen que ver con otros factores. Porque, si las cosas iban tan bien, y con la estabilidad laboral se había tranquilizado (y ‘domesticado’) a la fuerza de trabajo con las políticas del bienestar, ¿qué necesidad había de crear nuevos problemas y generar nuevas tensiones innecesarias?

¿Es la maldad o la estulticia de los empresarios lo que les ha llevado a pasarse a la ‘acumulación flexible’ y a forzar la explotación de la mano de obra, a inventar la flexibilización del trabajo, el empleo precario y la acumulación flexible? Lo que, efectivamente yo llamo “la abundancia de la mano de obra y las facilidades para la movilidad de la población”, ¿existen o no existen? Si la abundancia de la mano de obra proporciona un suficiente ejército de reserva que presiona para mantener los salarios en el nivel en que se encuentran, ¿no tenía los patronos muchas ventajas con la fidelización de la mano de obra que trabajaba en las empresas? ¿Por qué querían cambiar?

Preguntas de la vieja, como éstas que yo me hago, obligan a incorporar al debate cuestiones como los avances de la tecnología, la necesidad de obreros más calificados para las tareas de producción y gestión, la conveniencia de emplear personal joven con mentes más flexibles y preparadas que la de los mayores para el uso de las nuevas tecnologías.

En cuanto al papel que representa el mantenimiento del sub-empleo (trabajo a tiempo parcial, empleos temporales, interinos…) o la descalificación de los trabajadores, también hay que hablar de ello. Si son diplomados reclutados con bajos salarios, no son descalificados, sino mal pagados. Desde luego permiten aumentar la tasa de beneficio pero generan otros problemas sociales a los que también son sensibles los empresarios.

Podemos ponernos de acuerdo en que el capitalismo es un sistema económico perverso y explotador, y que la mayor parte de los capitalistas son malvados y explotadores sin entrañas. Dicho eso, ¿no han influido para nada en sus actitudes y estrategias algunos aspectos de los cambios demográficos o técnicos que se han producido en el último siglo, o en los últimos cincuenta años?

Por ejemplo, desde el punto de vista demográfico, la población del mundo era en 1970 de 3.692 millones de personas y en 2010 de 6.972 millones. Es decir, que en cuarenta años el número de habitantes de la Tierra ha aumentado en unos 3.200 millones de personas. ¿No ha tenido eso ninguna influencia en la evolución del mercado de trabajo?

Sobre todo, porque paralelamente a ese crecimiento se han producido importantes avances técnicos, que han permitido automatizar muchas tareas, tanto en la producción como en los servicios. Podría sucede que realmente fuera cierto que en algunos casos existen mercados laborales saturados y pocas oportunidades de trabajo para la población. ¿Sabe Garnier cuántos obreros se necesitaban para construir con pico, pala y barrenos diez kilómetros de túnel subterráneo para el metro en 1920, y cuántos en la actualidad con el empleo de una tuneladora? ¿Sabe cuántos empleados dedicados a la contabilidad tenía un gran banco en la primera fecha, o aún en 1970, y los que tiene ahora para las mismas tareas? ¿Sabe cuántos leñadores se necesitaban para talar una hectárea de bosque y cuantos hoy día? ¿O cuantos agricultores para cultivar cien toneladas de maíz ayer y hoy? Son, naturalmente, preguntas retóricas, ya que no tengo dudas de que Jean-Pierre Garnier ha pensado sobre esas cuestiones, y puede reunir fácilmente las cifras para responderlas. Me permito hacer esas preguntas para, a continuación realizar otra: ¿no convendría hablar también de estas cuestiones? (y obsérvese que destaco el ‘también’, para que no se me acuse de querer desviar la atención de los aspectos básicos, que son, qué duda cabe, los del beneficio empresarial, la explotación de los trabajadores a través de la plusvalía y la tendencia a la reducción de la tasa de beneficio).

En todo eso es en lo que pienso cuando hablo del carácter monocorde y repetitivo de los argumentos que se utilizan en relación con el capitalismo, que se reiteran desde hace cuarenta años y, en muchos casos, desde hace casi siglo y medio. Simplemente, creo que se necesita incluir en el debate otras cuestiones nuevas que se plantean en el mundo actual.


La migración campo ciudad (Objeción nº 15 y 6)

Supongo que a estas alturas de la respuesta, los lectores que hayan tenido la paciencia de llegar hasta aquí estarán tan fatigados como estoy yo mismo. Podría decir, para aligerar, que me reafirmo en lo que decía en el artículo que comentamos; pero, naturalmente, no puedo hacerlo. Me veo obligado, por tanto, a seguir con el debate; y los lectores que se animen, deberán continuar leyendo estas reflexiones.

La cuestión de las migraciones es abordada asimismo por Garnier en sus objeciones 15 y 6. Su punto de vista es que si las migraciones no son directamente un resultado de las estrategias del capital, “corresponden perfectamente a sus necesidades”. Puede ser, pero no es lo mismo. En todo caso, la causa de las migraciones campo-ciudad, y las otras que se han ido produciendo, son mucho más complejas que lo que parecen aceptar esa y otras afirmaciones suyas.

Las migraciones campo-ciudad, ante todo, tiene que ver con muchos factores, entre ellos con las transformaciones de la agricultura desde el siglo XVIII y XIX, cuando se produjeron tales cambios que hicieron posible el crecimiento de las ciudades y el triunfo de la Revolución Industrial. Fueron de tal envergadura que no se dudó en hablar de una Revolución Agraria, caracterizada por nuevas instrumentos agrícolas, nuevos sistemas de cultivo y rotaciones, abonos químicos, mecanización y, luego, motorización. A ella seguirían luego en el siglo XX otras profundas transformaciones que culminaron con la Revolución Verde y con todos los avances recientes de la biotecnología. La productividad de la agricultura y ganadería ha aumentado espectacularmente, permitiendo la generación de excedentes agrícolas crecientes, que han hecho posible que cifras reducidas de población activa agraria alimenten a cifras crecientes de población urbana.

Todo lo cual ha tenido consecuencias negativas para los ecosistemas naturales, agrícolas y ganaderos, que se agravan todavía más hoy con las posibilidades que abre la ingeniería genética para la clonación, la producción de transgénicos y otras innovaciones. Todo ello relacionado con la aplicación de los avances técnicos y, también, con el capitalismo. Un dibujante español, que firma como El Roto, publicó un dibujo de una explotación avícola, cuyo pie decía: “El que quiera saber qué es el capitalismo que visite una granja de pollos”.

En todo caso, esas transformaciones técnicas se dieron paralelamente al cambio de régimen demográfico, con disminución de la mortalidad y mantenimiento o aumento de la natalidad, lo que generó unos crecimientos demográficos que no podían ser absorbidos en el campo y que se han dirigido desde el siglo XIX a las ciudades.

Seguramente una de las cuestiones que hay que revisar es la que se refiere al problema del éxodo rural y la migración a la ciudad.

Que el éxodo rural sea también un producto de la acumulación capitalista no me cabe duda. Pero vacilo en aceptar que ahí se acabe toda la explicación. La vida campesina ha sido tradicionalmente muy dura, y existen, como bien sabe Garnier, numerosos estudios sobre el tema. Es posible que eso también contribuya a entender la insatisfacción de los campesinos con su trabajo, y, tal vez explique asimismo la huida del campo de la población agraria. Desde luego es así en el caso de los jornaleros, que no disponen de tierras sino solo de sus brazos para emplear en el trabajo: las condiciones son tales que son ellos los primeros que huyen a la ciudad en cuanto pueden. Pero incluso los que son propietarios y ricos en patrimonio de tierra e inmobiliario “pueden ser pobres en rentas”. El sentimiento de inferioridad que han sentido secularmente los campesinos ha sido grande, el desprecio que han mostrado hacia ellos los hombres de la ciudad explica que muchos desearan dejar ese medio tan duro, donde, como hemos visto, hay mayores tasas de pobreza e indigencia que en el medio urbano. Pero todavía hoy, envejecer bien en un medio rural no es fácil, aunque la proporción de viejos sea elevada, la vida de las mujeres especialmente dura, lo que explica que prefieran huir del campo, las tasas de educación bajas, las posibilidades de mejora social reducidas. De hecho, en Francia y en otros países europeos altamente desarrollados, donde las cifras de población activa agraria es muy reducida, muchas familias campesinas se mantienen por la pluriactividad[50]; ¿no han de incorporarse estos aspectos también a las explicaciones sobre el éxodo rural, tanto en lo que se refiere a los países desarrollados como en los otros?

Claro que hay otras posibilidades de organización del espacio agrario y de las sociedades rurales, con pequeña propiedad, asociación y cooperación entre los campesinos, un sistema de pueblos y aldeas bien dotadas de equipamientos educativos y sanitarios, de redes de servicios[51]. Pero el que eso no exista ¿es solamente responsabilidad del capitalismo?

Si después de 150 años de decadencia demográfica de las áreas rurales en Francia y otros países europeos, existe hoy un “renacimiento rural” es porque las aldeas y los espacio rural, especialmente los que están en regiones urbanas, se han convertido en un lugar atractivo para los ciudadanos, y no un lugar para la producción agrícola. Como escribió Bernard Kayser, “el nuevo crecimiento en el mundo rural tomado globalmente, como en los burgos y pequeñas ciudades, es el resultado de la difusión en el espacio de los efectos de la modernización y del enriquecimiento del conjunto de la sociedad”[52]. Esos ciudadanos que se desplazan a la periferia de las ciudades y a las áreas rurales inmediatas, atraídos por la naturaleza o por el campo están, provocando mutaciones importantes en las áreas rurales, pero no son campesinos.

Otra cuestión es la que se refiere a las migraciones internacionales que tienen que ver con el desarrollo desigual. Fueron ya intensas en el siglo XIX, pero han adquirido nuevas dimensiones y características en las últimas décadas. Afecta también a España, en un fenómeno nuevo respecto a los comportamientos demográficos de un país que ha sido tradicionalmente emigrante. No es cierto que lo que produzca esas migraciones sea solamente “la simple voluntad de no morir en la miseria y el hambre”. Es también más variado y complejo. He hablado de esos temas en otros trabajos, y existen asimismo un gran número de artículos sobre la cuestión en Scripta Nova y en Biblio 3W, por lo que no creo necesario volver sobre ello. Podemos coincidir en que algo tiene que ver el capitalismo con el éxodo y la llegada a determinados países. Y la bibliografía sobre el desarrollo y el subdesarrollo y sobre el “desarrollo desigual y combinado” nos pueden iluminar igualmente sobre ello[53]. Pero ¿cree Garnier que con eso se agota el tema?


Urbanización y capitalismo (objeciones 16 a 19)

Garnier se empeña en hacerme apologista del capitalismo también en todo lo que se refiere a los procesos de urbanización y crecimiento urbano que se han producido en los últimos dos siglos. Conozco bien las consecuencias de la acción del capitalismo, al menos desde comienzos de los años 1970, cuando redacté el libro Capitalismo y morfología urbana en España. Desde entonces he escrito otros textos sobre el tema.

No se trata de hacer apología del capitalismo. Se trata de ver si encontramos nuevas facetas de análisis, y somos capaces de elaborar un discurso más refinado. Algo que se ha de hacer colectivamente, y para lo que tal vez puedan servir debates como este que realizamos.

Entre otras tareas que tenemos, una de ellas es la de dar una perspectiva un poco optimista para poder abordar la lucha. Sé muy bien que la tradición marxista no valora mucho el optimismo (aparte del optimismo de las vanguardias sobre el triunfo final). Antonio Gramsci no dudó en escribir estas sorprendentes palabras, que no se sabe si están dirigidas al público en general o a los militantes de su partido: “El optimismo no es más que una manera de difundir la pereza propia, la irresponsabilidad, la voluntad de no hacer nada; es también una forma de fatalismo y de mecanicismo”. Pero me parece que el pesimismo extremo es paralizante y puede conducir finalmente al suicidio. Solo con el reconocimiento de los avances que se producen, y de que son posibles, se tienen fuerzas para abordar los combates.

Creo que, efectivamente, hay amplias capas de población que viven mejor que en el pasado, lo que ya es algo. Y me parece que la repetición de expresiones como “dominados”, “clases subalternas”, “explotados”, “masas ignorantes”, con las “mentes formateadas”, y otras similares no ayudan precisamente a la liberación.

Lamento, otra vez, las descalificaciones constantes que hace Garnier. Del tipo siguiente:

La única respuesta que propones... y opones a las personas que sufren las formas actuales de dominación capitalista es, finalmente, ésta: ‘¡Estad satisfechos. Mirad como vivían vuestros antepasados!’. Es, por lo menos un poco ligero. Todos los apologistas del capitalismo mantienen el mismo discurso. Pero tu prefieres obstinarte, afirmando que (…). Es siempre el mismo viejo argumento repetido desde la ‘revolución industrial’ por los chantres de la explotación capitalista:¡ más vale la esclavitud salarial que la esclavitud antigua!”.

Estimo que estos comentarios son especialmente malintencionados. ¿Verdaderamente es eso lo que yo digo en el artículo? No me lo parece, ni me siento retratado ni aludido en esas palabras. Jamás he dicho -ni siquiera he pensado- que las clases populares deben estimarse satisfechas de nada. El lector puede, si mantiene su paciencia, leer el artículo original y dar su veredicto.

Por otra parte, la pregunta de si vale más la esclavitud salarial que la esclavitud antigua tiene una respuesta afirmativa clara, que se apoya en el mismo Marx. La plusvalía es el excedente económico que el capitalista obtiene y retiene a partir de las relaciones de producción capitalista; para ello utiliza mediante un contrato la fuerza de trabajo disponible en el mercado. Que la fuerza de trabajo se haya de utilizar mediante un contrato no deja de tener consecuencias importantes. No es simplemente apropiada como sucedía en el modo de producción esclavista o feudal; no es obtenida con exacciones extraeconómicas legales o militares, como en el feudalismo, sino de forma regulada y contractualmente. Eso supone un avance y permite, además, la posibilidad de otros más, ya que se pueden mejorar las normas legales que lo regulan.

No cabe duda de que la venta por el trabajador de la fuerza de trabajo que posee se hace en una transacción que es una relación desigual, por la necesidad de supervivencia que el trabajador tiene; pero no es indiferente que jurídicamente sea, de alguna forma, igualitaria con el que la compra, que esté sometida a derecho. Marx se daba cuenta de ello cuando escribía que “la continuación de esta relación vendedor-comprador exige que el propietario de la fuerza la venda siempre y no solo por un tiempo determinado porque si la vende en bloque, se vende él mismo, se transforma de libre en esclavo, de poseedor de mercadería en mercadería”. No ser esclavo ni siervo tiene, pues una gran importancia, como Marx reconocía e insistió en la importancia de la diferencia entre un esclavo, un siervo y un obrero del capitalismo. Me sorprende que un marxiano como Garnier no se dé cuenta de ello.

El hecho de que en el capitalismo las relaciones económicas adquieran una forma contractual y regulada supuso un avance importante, como Marx señaló; y eso aseguró cantidades salariales para los obreros, reducidas y miserables individual y familiarmente, pero importantes a nivel agregado de una ciudad. Podemos preguntarnos si eso tuvo consecuencias sobre la actividad económica, y los equipamientos de la ciudad. Sin duda, podrían hacerse cálculos sobre lo que llegaron a representar, cálculos que existen o pueden fácilmente elaborarse para ciudades concretas.

La plusvalía se crea al utilizar la fuerza de trabajo del obrero, cuando se crea un valor superior al de la fuerza empleada; lo que hace el capitalista es apropiarse de esa plusvalía y quedarse con ella. El obrero del capitalismo solo puede vender su propia fuerza de trabajo, su capacidad de trabajar, su energía, no los productos de su trabajo, a diferencia del artesano, el pequeño productor o el aparcero agrícola. Algunas cosas parecen haber cambiado desde el siglo XIX. Los obreros de hoy, o los que se emplean en el sector servicios, pueden vender un trabajo muy especializado y cualificado; y a veces aunque no tenga nada más, es suficiente para producirles grandes beneficios y hasta les permite crear empresas importantes. Es lo que sucede por citar un solo ejemplo, cuando se es capaz de crear software. En el actual estado del desarrollo de las TIC esos conocimientos pueden bastar para elaborar potentes herramientas que generan grandes beneficios. En las nuevas tecnologías de la información y la comunicación lo esencial, y lo que exige sobre todo conocimientos, es el diseño del producto, del prototipo; luego la copia y difusión del mismo se hace con un coste reducido, y puede efectuarse por el mismo autor. Que se lo pregunten al creador de Google o de Facebook que, sin capitales previos, ha creado grandes empresas y han amasado enormes fortunas personales.

Creo que se puede decir algo como esto: las cosas pueden cambiar y mejorar; en los últimos dos siglos muchas han ido cambiando, y algunas mejorando, aunque todavía quedan muchas personas que no se han beneficiado de esos avances. Vamos a pensar en cómo se pueden conseguir nuevos cambios sin empeorar la situación. Y todavía podríamos añadir: no todas las revoluciones del pasado (incluyendo las socialistas) han servido para mejorar permanentemente las situaciones y ha habido también retrocesos grandes. En resumen, no soy un apologista del capitalismo ni propongo que nadie se sienta satisfecho de lo que ha conseguido; pero tampoco desconozco los niveles de desarrollo que se han alcanzado en amplias áreas durante los últimos dos siglos.


La mitificación del pasado

Otro aspecto planteado por Garnier es la objeción nº 17, en donde habla de mi alusión a la mitificación del pasado. Creo, efectivamente, que es muy grande la tendencia a mitificar el pasado, o ciertas realidades, por parte de la izquierda. Y me sorprende a veces la incapacidad de que ha dado muestras repetidamente para entender la propia realidad social que observa.

Los que tenemos cierta edad nos sorprendemos, efectivamente, al ver lo que hoy se dice sobre situaciones anteriores que hemos tenido ocasión de conocer, especialmente cuando recordamos posiciones que ha mantenido la izquierda en el pasado ante esas mismas situaciones o coyunturas. Hoy parecen añorarse y mitificarse los años 1950 y 60, cuando el Estado del Bienestar se iba construyendo en Europa, con la ayuda del Plan Marshall, y cuando en Francia se desarrollaban lo que en ese país se califican como los Treinta Gloriosos (1945-1975).

Había en esos años un fuerte desarrollo económico, como resultado de la aplicación de las políticas keynesianas, y trabajo seguro, especialmente para los trabajadores nacionales, se necesitaban inmigrantes de otros países para el trabajo industrial y para tareas poco deseadas por los franceses, se creaban o se daba solidez a sistemas de seguridad social, de jubilación y de desempleo, se institucionalizaban las vacaciones pagadas y las clases populares podían realizar viajes de veraneo a los lugares turísticos litorales, se construían infraestructuras, grands ensembles, y villes nouvelles.

Vistos en perspectiva aquellos años fueron, seguramente, gloriosos. Pero los que tenemos cierta edad podemos recordar que en aquel momento no se veían así. La izquierda comunista, en el contexto del enfrentamiento de la Guerra Fría, y atizada por Moscú, afirmaba una y otra vez que nunca la explotación de la clase obrera había alcanzado tal intensidad.

Pero no sucedió solo en Francia. Recuerdo bien una entrevista que Armen Mamigonian y otros geógrafos realizaron en 1988 a uno de los más grandes economistas brasileños, Ignacio de Mourâo Rangel, y que se publicó en la revista geográfica Geosul, de la Universidad Federal de Santa Catarina, en Florianópolis (vol. 3, nº 5, 1988). Rangel explicaba en ella cómo se había concienciado políticamente, las razones por las que se comprometió en la lucha armada campesina y se afilió al partido comunista a comienzos de 1930, del que más tarde se apartaría. Lo que me impresionó de dicha entrevista es que Rangel reconoce en ella que en los años 1930 Brasil tenía una economía en expansión, que la producción industrial aumentaba de forma intensa, que la prosperidad iba aumentando. Sin embargo reconoce que ni él ni sus correligionarios eran capaces de percibirlo en aquel momento, que desde la perspectiva política en que se situaban de forma dogmática, afirmaban que eso no sucedía, que consideraban que la economía estaba en crisis, y que esa crisis iba a agravarse cada día más hasta producir la revolución. Respecto a la lucha armada para la conquista del poder, en la que también se había comprometido, luego se vio que, según Rangel afirmaba en la entrevista, no había condiciones para tal lucha, y que tampoco era eso lo que Brasil necesitaba en aquel momento.

Podría citar otros casos de personalidades políticas e intelectuales de la izquierda que han reconocido luego que se equivocaron en sus apreciaciones políticas y económicas del momento, y rectificaron más tarde. No me atrevo a citarlas, porque teniendo en cuenta la tendencia irrefrenable que parece tener Garnier a descalificar a los que cambian de opinión con el tiempo, a quienes amplían o matizan sus observaciones, es probable que calificara a todos de pequeño-burgueses (no sé si algunos serían incluso gran-burgueses, lo que dudo si es mayor o menor ofensa).

También se les podría calificar de traidores, como amplios grupos de la izquierda llamaron en Brasil a Fernando Henriquez Cardoso que, al ser nombrado presidente del país, declaró, según se repite, que los brasileños debían olvidar lo que había escrito como intelectual de izquierdas ahora que era presidente de la nación. He tenido muchas discusiones con amigos brasileños, tanto o más testarudos que Garnier, cuando me he atrevido a defender que al decir eso FHC no era un traidor sino que mostraba que era un gran estadista, ya que se daba cuenta de que no podía gobernar un país tan diverso y complejo como Brasil desde sus propias y personales posiciones ideológicas, que necesitaba establecer acuerdos y alianzas para desarrollar sus políticas socialdemócratas. Como, por cierto, ha tenido que hacer Lula, convirtiéndose al pragmatismo al llegar a ser presidente del país, obligado asimismo a realizar alianzas y acuerdos con otras fuerzas políticas. Acuerdos que la misma izquierda radical del Partido dos Trabalhadores siguió descalificando, como siempre, lo que les llevó en algún momento a votar contra sus propuestas; con el resultado de que la presidencia del Parlamento cayera en manos de Severino Cavalcanti, un político de derecha bien marcada.


Mumford y la ciudad

Creo que Garnier se equivoca al afirmar que el lado negativo de la urbanización capitalista “ha sido puesto frecuentemente entre paréntesis en la investigación urbana académica”. Es seguro que algunos lo harán, pero son muchos también los que, en la bibliografía histórica, geográfica y urbanística lo han considerado, sin que sean necesario aportar ahora las citas sobre ello.

Debo decir algo ahora sobre sus referencias a la obra de Lewis Mumford. No podemos profundizar en el debate que, desde su misma publicación, generó la obra de este autor sobre la ciudad, y que se ve enriquecido por la gran cantidad de publicaciones históricas que ha habido en Gran Bretaña y en el resto de Europa durante los últimos cincuenta o sesenta años.

La lectura del interesante prólogo que Jean Pierre Garnier ha realizado para la traducción francesa de The City in History (y que amablemente me ha enviado para reforzar sus tesis) me obliga a hablar nuevamente de este autor, esencial para la historia del pensamiento regional y urbano, y que tanta influencia ha tenido. Todo es impresionante en ese libro ambicioso y admirable, alentado por un ideal crítico y reformista sobre la evolución de la ciudad contemporánea; pero eso no significa que se tenga que estar de acuerdo con todas sus ideas.

Todas las críticas de Mumford son bienvenidas y, en su mayor parte oportunas. Pero hemos de pensar también en si propone alternativas para que vivan 7.000 millones de personas. Podemos estar contra los rascacielos gigantes y contra la urbanización dispersa que ocuparía millones de hectáreas con casitas individuales y tendría un coste inasumible; pero deben hacerse propuestas concretas sobre la manera como se ha de organizar la ciudad habitable, y sobre nuevas formas de urbanización.

No veo que, más allá de las críticas que efectúan (y que son estimulantes y bienvenidas), se vea claro lo que propone contra la urbanización. Creo que, de alguna forma, este autor se situaba en una corriente de pensamiento bien determinada que posee una visión negativa de la ciudad, de condena de sus condiciones de vida y de gritos amargos sobre la ciudad, a la que he aludido en otro momento y sobre la que he expresado mi desacuerdo[54]. Pero no es seguro que tenga razón en todo lo que dice. Porque si la tuviera, ¿porqué desde aquella decadencia de Roma que describe con frases dramáticas[55], volvieron a crecer las ciudades y a ser nuevamente focos de libertad y de creatividad?

Que, según Mumford, la ciudad crezca por “un ideal burocrático”, caracterizado por la obsesión de control y la sumisión a la productividad y rentabilidad, describe algunos aspectos de la realidad, pero no otros, especialmente si se recuerda que ha sido siempre, al mismo tiempo, el lugar de la innovación y de la libertad, frente a la realidad del control social que existe en el campo y en las pequeñas comunidades rurales.

Puede dudarse que las descripciones de Mumford sobre el hombre metahistórico, en el que desaparecen los sentimientos, las emociones la audacia creadora y la consciencia, sea una buena descripción de lo que sucede hoy. ¿Puede afirmarse eso de forma general? ¿Son adecuadas sus acusaciones sobre la sociedad que se está anegando en las “aguas frías del cálculo egoísta”, cuando al mismo tiempo podríamos defender que nunca ha habido tanta generosidad como la que encontramos en el mundo actual (como el mismo Garnier se ve obligado a reconocer al hablar de los jóvenes que participan en los movimientos sociales de hoy)?

Sirve de poco hablar de la oposición radical que hay entre dos tipos de relaciones con la naturaleza: a) “la agricultura tradicional que favorece el establecimiento de un equilibrio entre los elementos naturales y las necesidades de la comunidad humana; y b) el saqueo de los recursos naturales por empresas que penetran cada vez más profundamente en la tierra o en los mares. Esa oposición puede existir y ser radical, pero el rechazo de la segunda no conduce necesariamente a estar de acuerdo en la primera, una descripción sesgada en la que habría que incorporar muchas matizaciones. Entre una y otra hay otras formas razonables de explotación de los recursos. No es seguro que constituya una buena definición de la evolución histórica, el encontrar por un lado “las fuerzas de la mecanización, del poder, de la dominación y de división”, y de otro “el impulso hacia el organismo, la creatividad, el amor y la unificación”, como dice John Clark citado aprobadoramente por Garnier en su prólogo.

Por otro lado, está bien hablar de la “transición que vaya más allá de las formas históricas del capitalismo y de las formas originales, igualmente ligadas a la máquina hacia una economía centrada en la vida”. Pero ¿qué es eso exactamente? En cuanto al ecosocialismo, hasta que no sepamos bien lo que es, no podremos discutir en serio si verdaderamente Mumford fue un precursor del mismo.

Sigo creyendo, a pesar de Mumford (cuya referencia bibliográfica creí innecesario dar a los lectores), que la ciudad preindustrial era peor que la ciudad industrial del siglo XIX, y ofrecía menos posibilidades para las personas que las que se abrieron con la Revolución Industrial.

He aludido en otras circunstancias a esta gran obra de Mumford, y he señalado ocasiones en las que creo que este gran intelectual se equivocó; por ejemplo, en la valoración de lo que suponía el ferrocarril en la ciudad, como se ve cuando se comparan sus ideas sobre este medio de transporte con las que desarrolló Ildefonso Cerdá[56]. Me limitaré, para acabar este apartado, a centrar la atención en dos frases de Mumford al comienzo del capítulo titulado “Paraíso Paleotécnico: Villa Carbón”, que es el que se refiere a la ciudad industrial del siglo XIX, esencialmente la británica. Es cierto que ahí está escrito que, debido a la longitud de la jornada laboral y el reducido equipamiento escolar “Villa Carbón se especializaba en la producción de chicos tontos”, o que “la nueva ciudad industrial tenía muchas lecciones que enseñar; pero para el urbanista su principal lección estaba en lo que había que evitar”. Justamente detrás de esta última se añade: “Como reacción contra las fechorías del industrialismo, los artistas y reformadores del siglo XIX llegaron finalmente a una mejor concepción de las necesidades humanas y de las posiblidades urbanas. En última instancia, la enfermedad estimuló los anticuerpos necesarios para curarla”[57].

Son declaraciones muy generales y bien intencionadas que corresponden al estado de los conocimientos y a los objetivos de Lewis Mumford al redactar esta magnífica obra. Pero vale la pena hacer dos observaciones. Una de simple erudición: desde entonces los historiadores han avanzado en el conocimiento de lo que se han llamado Primera y Segunda Revolución Industrial, y en la historia del urbanismo. Los años transcurridos y los análisis realizados no han permitido decidir de manera concluyente sobre, por ejemplo, la deterioración de las condiciones de vida de la población obrera. Los estudios de historia económica han permitido pasar de una fase inicial de absoluto enfrentamiento entre pesimistas y optimistas a una fase actual con posiciones que parecen “razonablemente situadas entre el pesimismo moderado y el optimismo moderado”[58].

Segundo, más importante; hay quien puede fijarse en la primera parte de la descripción de Mumford, la que destaca que en las ciudades industriales hubo unas terribles condiciones de vida, e incluso, durante un tiempo, una deterioración de las condiciones de vida de las clases populares. Yo prefiero fijarme en la segunda parte, aquella que indica que si eso fue así, pronto surgieron reformadores que “llegaron a una mejor concepción de las necesidades humanas y de las posibilidades urbanas”, como así sucedió, y que “la misma enfermedad estimuló los anticuerpos necesarios para curarla”.


La nueva realidad urbana, el policentrismo y la Mano Visible de la Administración Pública (objeciones 18 a 23)

Me alegra que en el punto 18 Garnier muestre su acuerdo con la distinción que hago entre agentes y actores urbanos y la afirmación de que éstos pueden convertirse en actores urbanos a través de los movimientos sociales. A lo cual añade la observación de que “eso no sucede más que cuando las relaciones de clase les son favorables, lo que es raramente el caso en nuestros días, y que si llegan a conseguirlo es generalmente en una posición defensiva”.

El tema de los agentes y los actores urbanos me parece una cuestión esencial para entender la construcción de la ciudad. Por eso le dedico ahora tanta atención en mis investigaciones. Pero dejando para otra ocasión profundizar en ello, me limitaré a señalar que creo que Garnier olvida o desconoce la historia de los movimientos populares. En el caso de Barcelona y de otras ciudades españolas, podrían introducirse muchos matices a su afirmación. Por ejemplo ésta: con relaciones de clase que no les eran favorables han podido plantear reivindicaciones muy importantes, que han contribuido a mejorar la vida en la ciudad[59].

Otro punto importante es el que se refiere a la capacidad de la administración pública para regular eficazmente el funcionamiento de la economía, si tiene voluntad de hacerlo. La fórmula que utilizo (“la Mano Invisible del Mercado puede ser regulada y controlada por la Mano Visible de la Administración Pública”) no es la primera vez que se emplea y me parece muy acertada. Creo que es posible hacer eso en un sistema democrático, si se tiene voluntad para realizarlo. Es decir, si tiene la mayoría un gobierno de izquierda que sepa bien a dónde quiere llegar.

Hace bien Garnier en considerar que eso es solo “una apreciación, un punto de vista y, más exactamente, un credo o un voto piadoso”. Pero podemos hablar de ello.

Su punto de vista es, como otras veces, simplemente descalificador: “Tú debes tener buenos ojos para ver la ‘mano invisible de la Administración pública’ regular y controlar los ‘mercados’, es decir a los capitalistas. A menos [otra vez la insinuación]-que tu estés orientado por pre-supuestos”. Lo de que uno puede estar influido por pre-supuestos no me cabe duda. Y que la administración pública en muchos Estados no ha querido ni ha sido capaz de regular los mercados es evidente, como muestra la actual crisis financiera y económica. Pero, aparte de que parece que se está aprendiendo la lección, y poniendo en cuestión el modelo neo-liberal en boga durante estos años –al menos, eso espero-, creo que hay diferencias sensibles entre gobiernos de derechas y de izquierda. Pero si se lee bien el texto de mi artículo se verá que no me refería solo a eso, es decir a la regulación de los mercados financieros o mercantiles, de lo que tendremos que volver a hablar, sino a la regulación del urbanismo.


Radicalismo y científicos enfeudados

En el punto 20 Garnier entra en el tema de la esperanza para el futuro, cuestión que, al haber sido planteada de forma interrogativa, parece que “resume lo que determina tu posición, tanto teórica como política”. Según él, mi pregunta, “deja entreveren creux’ el rechazo de reconocer una realidad que podría aparecer como deprimente o incluso desalentadora. Un rechazo a las implicaciones inevitables. Para comenzar, me parece, por el rechazo de ir ‘al fondo de las cosas’ de tomarlas ‘por la raíz’ como decía Marx cuando explicaba lo que significaba ser radical”.

Manifiesta Garnier abiertamente la duda de que la idea de “imaginar propuestas radicales” tenga el mismo significado para uno y para otro. Lo que es probable, por todo lo que he dicho hasta ahora. Además, es posible que haya también interpretaciones matizadamente diferentes sobre el significado de la frase de Marx, tal como aparece en su Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel, donde escribió que “ser radical es tomar la cosa desde la raíz”; añadíendo que para el hombre, la raíz es el hombre mismo”.

Pero respecto al comentario de Garnier sobre las posiciones radicales (Objeción 20), quiero recordarle que se ha escrito mucho sobre ello en el último siglo, y que en geografía hemos oído hablar del tema al menos desde 1970, cuando incluso apareció una ‘geografía radical’. Desde luego, yo la utilizaba en el mismo sentido que él lo hace, en el de propugnar cambios que fueran hasta la raíz de los problemas, y sobre los que se puede luchar democráticamente. Pero también sabemos que esa palabra puede tener sentidos muy diversos, especialmente en política, donde la expresión ‘partido radical’ ha sido muy utilizada, con frecuencia vinculada a posiciones socialdemócratas, algo que Garnier no acostumbra a vincular con su izquierda. En todo caso, una simple exploración con Google puede permitir comprobar la diversidad de sentidos que adquiere, ya que esa expresión (“partido radical”) da lugar a 127.000 resultados, en muchos países y con vinculaciones muy diversas.

A continuación pasa Garnier a impugnar directamente algunas afirmaciones mías, para descalificar esa pretendida crítica radical que yo propongo; y que dan lugar “a juicios cuando menos extraños”.

Para empezar, objeta mi afirmación que parece ‘celebrar’ “el dinamismo de las ciudades, su capacidad para generar bienestar, para asegurar la innovación, la creatividad y, sobre todo, la movilidad social: la ciudad ha sido históricamente el único lugar donde el que nace pobre puede dejar de serlo y ascender en la escala social”. Las crítica fundamental que hace a esa afirmación es que eso solo vale para una pequeña minoría: “la inmensa mayoría de los ciudadanos que nacen pobres siguen siéndolo toda su vida.¡A menos que tu no hayas hecho tuya la ‘success story’ de los ‘self made men’ que está en la base del ‘american dream’!” 

Además de eso, encuentra al leerme, o así lo interpreta, que yo defiendo la charlatanería habitual de la ideología burguesa, a saber, que “la existencia de una ‘escala social’ de una división entre ricos y pobres, dicho brevemente de una sociedad de clases, parece pertenecer al orden natural de las cosas”. A estas alturas del debate ya estoy acostumbrado a sus argumentaciones sesgadas y torticeras, en donde se reitera la descalificación personal del contrincante, acusándolo de que tiene una ideología burguesa y de que es partidario de las desigualdades sociales.

Como ya hemos hablado del éxodo rural, no vale la pena repetir lo allí dicho. Pero sí debemos detenernos en la ciudad. Creo firmemente, por los argumentos que he dado en el artículo comentado y en otros lugares, que las ciudades han sido desde hace milenios el único lugar donde los pobres pueden dejar de serlo, y por eso éstos siguen acudiendo a ellas. Ha sido también, desde siempre, el lugar de la libertad; como ya vieron los hombres de la Edad Media, el viento de la ciudad hace libres.

Sobre la mejora de la vida en las ciudades, y los procesos de ascenso social, creo que hay, como yo señalaba en mi artículo, infinitos ejemplos en las ciudades desde hace milenios, y desde luego en los últimos dos siglos. Existen sobre el tema suficientes estudios, tanto de historiadores como de sociólogos, que lo demuestran suficientemente. Me limitaré a citar uno que tuvimos ocasión de escuchar y debatir en un Coloquio comparativo sobre “El desarrollo urbano de Barcelona y Montréal en la época contemporánea”; el trabajo presenta una cuidadosa e impresionante investigación que dirige Sherry Olsson y que estudia las trayectorias vitales de inmigrantes a esa ciudad canadiense durante ciento cincuenta años, y que resulta fácilmente accesible por Internet[60].

Produce sorpresa que, al aludir al progreso en la construcción viviendas, en la salud, en los transportes y otros, cuestione la afirmación de que las ciudades son los focos más dinámicos del desarrollo económico y del cambio intelectual, y que todo eso sea considerado por Garnier como “un asunto del discurso publicitario habitual.. y mistificador de los representantes locales, de los tecnócratas del urbanismo, de las células de ‘comunicación’ municipales y de los investigadores convertidos en vasallo, para promover las ‘tecnopolis’ y las ‘metropolis’, un discurso que se dirige sobre todo a las ‘elites’ , que hay que atraer (o retener)”. No necesito que me proporcione datos sobre las campañas de marketing urbano puestas en marcha por los ayuntamientos de Lille, Montpellier, Grenoble, Nantes…; o (podría añadir) de Barcelona. Si hubiera tenido el cuidado de leer algunos de los trabajos míos, por ejemplo, los dedicados al llamado ‘modelo Barcelona’ vería que me es innecesaria esa información, y que coincido con él en ese punto de vista, al menos en parte[61].

Que no haya alternativa a la ciudad es una frase que yo escribí comentando un texto de Engels. Garnier lo retuerce, y la lanza contra mi, lo que es bastante cuestionable. Me parece que es usar malas artes el aprovecharla para relacionarme con Margaret Thatcher — ”TINA” : there is no alternative — “destinada a hacer callar a los últimos opositores británicos a la política neo-liberal”. Otra vez, me parece, se deja llevar irreflexivamente por el ardor de la polémica; y, como es brillante y ocurrente, estaría dispuesto a perder a un amigo antes que dejar de lanzar una idea ingeniosa que se le ha ocurrido, comportamiento que es muy típico de ciertas personalidades[62].

Garnier defiende que debe haber una alternativa a la ciudad capitalista. Cree que para defender la ciudad hay primero que criticarla, así como una cierta concepción de la vida urbana; en lo que estoy de acuerdo, y algunos lo venimos haciendo en numerosas publicaciones desde hace años. Y vuelve a esgrimir a Harvey, y un artículo suyo que yo citaba en mi conferencia, y que trata del derecho a la ciudad. Parece tener, una y otra vez, necesidad de acudir a la autoridad de autores externos, como hacen a veces los teólogos. Desde luego, siempre se pueden releer más cuidadosamente los artículos y es seguro que se descubren en cada lectura nuevos matices en los que no se había caído inicialmente, de lo que en la historia de la ciencia y del pensamiento se pueden encontrar infinitos ejemplos. Tal vez he leído de forma rápida ese artículo de Harvey y prometo volver a revisarlo; aunque el objetante podría haber tenido alguna confianza en mi larga experiencia lectora. No me atrevería yo a argumentar que Garnier, ha leído de forma rápida otros muchos textos que cita, o que desconoce algunos que son importantes para el debate.

Le agradecería a Garnier que no utilizara otra vez argumentaciones sesgadas. Que la ciudad sea un hecho irremediable me parece simplemente una constatación. La cual por otra parte yo hacía en la conferencia, comentando un texto de Engels que me parece desfasado. Pero eso no tiene nada que ver con mis opiniones sobre el capitalismo, que Garnier se empeña en asociar a la anterior observación.

Podemos pasar ahora a la objeción nº 21, que está hecha en un espíritu muy similar al que parece guiar toda su argumentación. En este caso, la descalificación de “toda una serie de investigadores, incluidos los que se habían hecho conocer en los años 1970 en Francia por sus diatribas ‘marxistas’ contra un urbanismo enfeudado al ‘capitalismo monopolista de Estado’ – ¡un concepto que debería haber servido para definir los regímenes soi-disant comunistas que algunos de entre ellos erigían en modelo!”. Nunca he sido comunista, pero tuve y tengo un gran aprecio por aquellos intelectuales que en los años 1960 y 70 se esforzaban por renovar el pensamiento marxista sobre la ciudad, los que estaban en torno al Centre de Sociologie Urbaine, del Institut d’Etudes Politiques de Grenoble, los que se agruparon a torno a editoriales como Anthropos, Maspero, la iniciativa de la revista Espaces et Societés[63]y otras, Confieso que aprendí mucho de ellos en aquellos años y me duele ahora esa descalificación global, tan poco matizada, que no se sabe bien a quiénes se extiende (además de los citados en algún momento, como E. Préteceille, C. Topalov, J. Lojkine, M. Castells “y otros”, a alguno de los cuales tuve la fortuna de conocer).

Entre ellos destaca al sociólogo François Ascher que yo cito elogiosamente. Lo critica duramente y lo califica (en una nota) de “estafador intelectual”. Cuestiona también la necesidad de inventar nuevas palabras para entender nuevas realidades urbanas, y la “pertinencia científica, por no decir el significado ideológico, de esos neologismos inventados”.

No me parece mal ese escepticismo, y las posibles investigaciones, sobre la ideología que transmiten las nuevas palabras. Pero dicho eso, es cierto que las realidades sociales están cambiando profundamente, así como la misma ciudad, y eso exige, a veces, proponer nuevas palabras para tratar de describir y caracterizar los cambios que se producen y los procesos que están en su base. Ha sucedido desde el siglo XIX, cuando Cerdá propuso la de ‘urbanización’, y desde comienzos del XX cuando Geddes lanzó ‘conurbación’, a las que siguieron ‘áreas metropolitanas’ y otras muchas más, innumerables. La expresión ‘metápolis’ que propuso François Ascher es otra de esas palabras, y no me parece tan mal, ya que lleva a destacar y prestar atención a procesos socio-espaciales tal vez bien conocidos por algunos pero no percibidos por otros. Reconozco que no hace pocos meses leí con provecho su libro póstumo L’âge des métapoles, y el interesante prefacio que hizo Alain Bourdin al mismo.

Que Ascher fuera estalinista y pasara luego al partido socialista no tiene que ver con lo anterior y muestra su capacidad para evolucionar. Parece que hasta el mismo Inacio Lula da Silva, ex presidente de Brasil ha dicho recientemente que “si alguien de elevada edad es izquierdista, es que tiene problemas”; afirmación que –me parece- es preciso entender el contexto en que lo hizo, contra la izquierda radical brasileña. Y respecto a la vinculación de Asher a Peugeot, a estas alturas del debate admito que casi me siento tentado de escribir que es magnífico que las empresas automovilísticas tengan fundaciones de carácter cultural y contraten para ellas a intelectuales brillantes como él.

Sin duda Garnier conoce mejor que yo el ambiente intelectual y social francés, y no tengo datos personales sobre la trayectoria de Ascher, pero vistas desde afuera, esas acusaciones de arribista y oportunista, unidas a otras similares a intelectuales que yo aprecio, como Topalov, me parecen fuera de toda medida. No dejan de ser sorprendentes esas descalificaciones totalmente innecesarias, y que algún psicólogo podría tener la tentación de interpretar con razones psicológicas referidas al que las hace.

Porque cuando uno busca, en la propia obra de Garnier, explicaciones a esas evoluciones intelectuales y a los cambios de posición, se encuentra con algunas como ésta, que aplica a los que querían cambiar el mundo en su juventud y luego olvidaron esos ideales:

“si cambiar el mundo constituía efectivamente su horizonte era porque la distancia era tal para los neo-pequeño burgueses, entre sus esperanzas de ascenso social y la posibilidad de verlas realizadas, que no les quedaba ninguna otra alternativa que combatir –al menos verbalmente- un ‘sistema’ que frenaba sus carreras profesionales y, para los más ambiciosos, sus aspiraciones políticas”[64].

¿De verdad cree Garnier que toda la clave de la evolución desde los años de juventud puede radicar en esas interpretaciones? ¿no aceptará, al menos como hipótesis, que pueda haber también otras razones?

No estoy de acuerdo con todas las ideas y metáforas de F. Ascher, pero es un intelectual que ha trabajado y reflexionado de forma incansable y que ofrece muchas ideas originales e interesantes para pensar. La crítica tan feroz a un científico social que me parece respetable, tal vez ayude a entender los graves problemas que ha habido en la izquierda, y que muchas veces no son diferencias políticas sino diferencias personales, que derivan de la valoración de egos muy exacerbados.


Regiones urbanas y policentrismo

La Objeción 22 se centra en el debate sobre el tema de la centralidad y policentralidad en los espacios urbanos actuales. Me limitaré a señalar que, con la extensión actual de las áreas y regiones metropolitanas, cualquier política que tienda a crear nuevas centralidades en ellas me parece positiva, precisamente por las razones a que alude Garnier sobre los costes de desplazamiento a los centros tradicionales. Deberíamos incluir en el debate las posibilidades que ofrecen para ello las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. En todo caso, me parecen temas sobre los que tendremos que seguir hablando con más tranquilidad.

La formación de estructuras policéntricas y su influencia en la movilidad ha sido bien estudiada precisamente en Francia por numerosos investigadores, entre los que destacan los que están agrupados en el programa Geographies-Cités y otros que tiene su sede en diferentes universidades de Paris. No necesito citarle los nombres de los geógrafos y economistas, bien conocidos, que han hecho contribuciones que parecen valiosas, a las que se podrían fácilmente añadir varios miles de referencias bibliográficas[65] . Es normal que algunos de esos trabajos sean de poco valor, o ideológicamente sesgados hacia posiciones pro-capitalistas. Pero puede suponerse que habrá también aportaciones dignas de ser consideradas, para ponerse a hablar del tema; algunas son, además, escépticas e incluso llevan en el título la indicación de que son “aproximaciones críticas al policentrismo”, lo que es bueno para tener perspectivas variadas. Sé que, en cualquier caso, Garnier estará de acuerdo sobre la necesidad de “saber más de lo que hay”, como escribía Bourdieu en una frase que él acostumbra a citar[66] (y que, por lo que entiendo, avisa también de que conviene decir menos sobre cómo se debe pensar).

Estoy de acuerdo, en general con las consideraciones de Garnier sobre lo que debe ser la ciudad. Pero en las actuales áreas metropolitanas y regiones urbanas, que se extienden por decenas de miles de kilómetros cuadrados y donde los barrios de la periferia están a decenas de kilómetros del centro tradicional, es posible que la existencia de nuevas centralidades y el reforzamiento de otras antiguas ya existentes pueda constituir una posibilidad de acceso y utilización de equipamientos que, por su propia naturaleza, no pueden estar diseminados por todo el tejido urbano. Hemos de hablar de cómo han de ser esos nuevos centros y de la forma como la administración y la planificación urbana pueden incidir en su morfología y características, para que sean abiertos y de carácter público, cumpliendo, a la vez, funciones de servicios y simbólicas.

Respecto a la capacidad de las clases populares de vivir en el centro de las ciudades (objeción 15), tal vez Garnier debería afinar la óptica. El parque inmobiliario envejecido de muchas áreas centrales sigue convirtiendo a las antiguas áreas centrales en puerta de entrada de inmigrantes. Una visita atenta al centro histórico de Barcelona lo muestra, sin duda.

Finalmente, en relación a la objeción nº 23, solo reafirmaré que las ciudades son hoy una realidad universal, irremediable y sin vuelta atrás posible, en contra de lo que pensaba Engels: no solo las grandes ciudades han seguido creciendo sino que el futuro de las ciudades es hoy el futuro de la Humanidad[67]. Lo cual no tiene nada que ver con la cuestión de si el capitalismo es un horizonte insuperable de nuestro tiempo, relación que Garnier introduce de forma inadecuada y subrepticia, no sé si para provocar dudas sobre su contrincante. Por tanto me parece totalmente fuera de lugar el comentario que hace sobre el tema: “Si el fin de las grandes ciudades no puede ser ahora considerado de forma realista, nada impide pensar y esperar que el mismo capitalismo sea llamado a tener fin. Salvo que se crea que, por primera vez en la historia de la Humanidad, que un modo de producción tendrá la promesa de eternidad”.

Me alegra que, de manera indirecta, esté de acuerdo Garnier con algunas de mis afirmaciones sobre la evolución del pensamiento marxista, concretamente con mi afirmación de que Engels y otros [teóricos marxistas] se han equivocado “en sus previsiones o hipótesis sobre la evolución futura de las ciudades –aunque ellos suponían la ‘abolición del modo de producción capitalista’, lo que no ha tenido lugar todavía”. Pero en lugar de reconocerlo abiertamente y hablar sobre el tema, se limita a añadir que eso no significa “que el análisis materialista pierda toda su validez”. Que, por el contrario, dicho análisis deba ser “desarrollado, es decir profundizado, completado y actualizado” es precisamente lo que traté de defender en mi conferencia de Buenos Aires ante el público que asistía a la inauguración del XI Coloquio Internacional de Geocrítica, dedicado, como bien sabe Garnier, a “La planificación territorial y el urbanismo desde el diálogo y la participación”, una cuestión que tiene mucho que ver –como he dicho antes- con los problemas actuales de la democracia y la construcción de la ciudad.

Creo que no hace falta hablar más acerca de las previsiones de Engels sobre las grandes ciudades. Seguramente algunos lectores tendrán curiosidad por volver a los textos del autor alemán y, si no son sectarios y crédulos, podrán hacerse una idea personal sobre su pensamiento y el valor de sus propuestas para el momento actual.


El materialismo histórico-geográfico

Respecto al ‘materialismo histórico-geográfico’, del que habla Garnier en su objeción 23, reconozco que tuve un fuerte sobresalto al volver a encontrar ese concepto que se propuso inicialmente a fines de los años 1920 para completar el más conocido ‘materialismo histórico-dialéctico’. Me inquieté todavía más cuando vi que Garnier añade que este nuevo concepto debe “ser desarrollado, es decir profundizado, completado y actualizado”, lo que indica que, según él, sigue todavía en elaboración ochenta años más tarde.

“Materialismo geográfico” fue un concepto propuesto por Karl Wittfogel en su artículo “Geopolitik, Geographischer Materialismus und Marxismus”, publicado en 1929, cuando el autor estaba preocupado por incorporar los factores geográficos a la configuración de los Modos de Producción, especialmente al Asiático; al proponerlo, trataba de destacar “la importancia del factor natural para el crecimiento de la sociedad en general y para la sociedad asiática en particular”. Durante los años siguientes dedicaría a ello grandes esfuerzos de investigación, estudiando esencialmente el significado de las bases naturales de las sociedades hidráulicas en el Próximo Oriente, India y China.

No seré yo quien dude de la importancia de la dialéctica hombre-naturaleza, que ha sido uno de los problemas clave de la ciencia geográfica durante más de un siglo. Pero me sorprende que se sienta ahora la necesidad de utilizar este concepto que va unido a unos debates que mejor sería no resucitar[68]. Sobre todo, si se recuerda lo que el mismo Wittfogel explica sobre la génesis y la evolución del Modo de Producción Asiático y las enormes implicaciones doctrinarias y políticas que tuvieron las polémicas sobre el mismo[69]. Y si, además se tiene en cuenta que el mismo autor, al editar en 1963 su Oriental Despotism modificó sensiblemente su primitiva concepción sobre el materialismo geográfico y, frente a ella, reconoció abiertamente la primacía del orden institucional y cultural sobre la naturaleza[70].

He visto, además, que Garnier tiene conocimiento de que “investigadores cada vez más numerosos, han empezado a integrar en su trabajo teórico las transformaciones recientes y presentes del modo de espacialización capitalista, como lo prueba la renovación del pensamiento marxiano sobre el espacio desde hace una veintena de años”; aunque me ha intranquilizado saber que la geografía y la sociología (no sé si en Francia o de manera general) quedan “todavía a remolque”.

Vale la penar recordar que los geógrafos norteamericanos de los años 1980, en su búsqueda de nuevos caminos para su disciplina, redescubrieron ese artículo de Wittfogel[71]. El debate en la geografía reciente sobre la utilidad de resucitar dicho concepto es un tema sugestivo para la historia de la disciplina, y que sin duda interesa en relación con la cuestión. Esperaremos mayores aclaraciones del autor para hacernos una idea sobre la validez de ese nuevo ‘materialismo histórico-geográfico’, tal como lo percibe él, es decir un sociólogo francés actual. Me gustará mucho, en particular, conocer su opinión para ver cómo se reinterpretan ahora en la sociología francesa los debates que hubo en Francia a comienzos del siglo XX, cuando Emile Durkheim se opuso a Paul Vidal de la Blache y defendió la primacía de los factores sociales sobre los naturales; una tradición que Henri Lefebvre todavía mantuvo en los años 1970 al proclamar –correctamente, desde mi punto de vista- que el espacio es un producto social.


El derecho a la ciudad y las obligaciones hacia la ciudad (objeción 24)

En lo que se refiere a mis alusiones al éxito de las reclamaciones crecientes sobre el derecho a la ciudad, lo que me parece admirable es que hay un creciente alineamiento en demanda de derechos por parte de las poblaciones urbanas y no urbanas; y que la demanda de esos derechos se haya convertido en un clamor entre asociaciones vecinales, en congresos de tipo diverso. Creo que eso puede tener mucha repercusión. De entrada, se ha conseguido que sean derechos de los que se hable y se discuta, y que las instancias oficiales y los medios de comunicación los reconozcan, aunque no tengan todavía repercusiones prácticas. Pero ¿quién dice que no las tienen? Así se inician muchas veces las reivindicaciones. Decir que son declaraciones puramente retóricas, o simples declaraciones de principio, no es una crítica muy seria cuando muchas luchas políticas se han iniciado con ellas. Para comenzar hace falta algo, ideales, objetivos. Luego los movimientos políticos y ciudadanos se encargarán de canalizar las demandas y convertirlas en realidad.

No me detendré en otros aspectos de sus comentarios, porque creo que lo que digo en el texto del artículo que comentamos es suficientemente claro. Tal vez podremos seguir debatiendo sobre ellos en el futuro.

Es claro que siguen habiendo desigualdades, y que los derechos proclamados no alcanzan todavía a amplias capas de la población. Nadie lo niega. Lo que sostengo es que la atenuación y desaparición de dichas desigualdades puede conseguirse, efectivamente, con una gestión democrática, y con el derecho; sin olvidar nunca que hablamos de la ciudad actual en un Estado democrático. Supongamos que hay un acuerdo sobre la necesidad de realizar la “expropiación de los capitalistas” ¿Cómo se propone Garnier que eso se realice? En el Estado democrático hay la posibilidad de aprobar leyes para ello. Y vale la pena recordar que cosas más revolucionarias y sorprendentes se tomaron en el mismo origen del Estado liberal, concretamente la desamortización de los bienes eclesiásticos durante el siglo XIX (en España en 1835), lo que provocaba el furor de los elementos reaccionarios y su violenta oposición al régimen político liberal, como hemos visto antes al citar una frase del canónigo catalán Félix Sardá.

Que la gestión de la ciudad siga siendo el asunto de una “elite” puede aceptarse, aunque no creo que sean indiferentes los datos sobre la composición de dichas elites, y su origen social, en el caso de los ayuntamientos democráticos actuales, y la diferencia que hay no solo respecto a los cabildantes de las ciudades del Antiguo Régimen sino también con los concejales de los ayuntamientos del siglo XIX. En todo caso, es precisamente eso lo que se trata de corregir, y puede hacerse a través de una mayor participación de la ciudadanía. La cuestión de si la democracia representativa puede adquirir mayor vigor y profundidad con el paso a una democracia participativa no me parece que sea baladí.

Afirma Garnier que “la “democracia participativa” como remedio a la desafección de los ciudadanos con respecto a la democracia representativa es una farsa, confirmada por la elevación continua de la abstención electoral. Me he dedicado a demostrarlo en una tesis, varios libros y numerosos artículos sin encontrar objeciones que valga la pena de discutir”. Confío en que Garnier no tenga inconveniente en esforzarse en hacerlo de nuevo, en relación con lo que he señalado en este debate, incorporando los datos empíricos de la evolución histórica en ciudades concretas (para seguir el consejo que dio Marx). El tema de la participación me parece una cuestión política fundamental en el momento actual; por ejemplo, para la elaboración de los planes de urbanismo y la construcción de la nueva ciudad igualitaria y bien equipada.

La conclusión de Garnier es que la visión que yo propongo de la ciudad es “una visión encantada, la de una especie de ‘magic kingdom’ urbano que trata de dar esperanza a quienes prefieren no mirar a la realidad social antes que tener que enfrentarse a ella”. ¿De verdad piensa eso Garnier de mi, o es una simple pregunta retórica? Y añade: “es verdad que les haría falta por eso mismo enfrentarse también a los que están en el origen de esta realidad”. Podemos estar de acuerdo en ello, pero, puedo repetir una pregunta que ya he hecho antes y que suscita dudas: ¿cómo ha de hacerse? También sobre eso esperaremos mayores precisiones de Garnier y de sus amigos, los de Grenoble, los de Paris y los de otras ciudades, y sobre las transformaciones y mejoras concretas que han obtenido como resultado de sus acciones.

En la Objeción 25 Garnier pone en duda que en algunos foros sociales se vincule la lucha por el derecho a la ciudad con la lucha contra el capitalismo. La lectura de los textos que han producido esos foros me lo hace pensar y, por lo que se ve, él mismo está de acuerdo, parcialmente, en ello. Que sea o no una línea minoritaria está por ver, y necesitaremos datos concretos. Lo mismo que la afirmación que hace de que mi tesis queda desmentida por “análisis concretos de situaciones concretas (como recomendaba Lenin)”. No me parece mal el consejo de Lenin, y esperaré esos análisis para llegar a una conclusión sobre el tema. Puede incorporar los testimonios de esos investigadores mexicanos (sin citar su nombre) que, sin duda, aportarán testimonios de gran interés. Y desde luego, si conoce a alguno de los investigadores invitados al Foro de Rio de Janeiro y que han participado al mismo tiempo en el Foro paralelo Anticapitalista, puede invitarlos a que, si lo desean, envíen un artículo sobre las conclusiones que han obtenido, así como, especialmente acerca de las ideas nuevas que han conocido, y lo leeremos con mucho interés y, eventualmente, podría también publicarse.

Respecto a las visitas que hicieron intelectuales comunistas franceses a países socialistas y su credulidad en la propaganda oficial, confieso que no tengo datos, porque ni he sido comunista –lo repito porque Garnier parece empeñado en acusarme de ello (facción estalinista), e incluso casi de maoísta, en la objeción 25- ni he visitado en esos términos ningún país dizque socialista, aparte de la asistencia al Congreso Internacional de Geografía de 1976 en Moscú (con financiación propia, para que todo quede claro), que me permitió tener una idea de lo que sucedía en la URSS.

Pero aparte de eso, reconocerá Garnier que no es muy agradable leer que mis palabras sobre la vida urbana que hace a las personas más iguales y felices, le recuerdan “una versión actualizada del ‘porvenir radiante’ estalinista”, y su tesis de que me fío “únicamente de las promesas difundidas por las instancias oficiales, internacionales o no, que, como las de los políticos no comprometen de ninguna manera a los que las hacen sino solamente a los que creen en ellas”. Me gustará leer sus disculpas sobre este punto.

La expresión ‘politiqueros’ que utiliza Garnier al menos en dos ocasiones en sus Objeciones, me llena de melancolía. Me hace pensar en la curiosa coincidencia en la animadversión a la democracia por parte de las dictaduras y de algunos grupos de izquierda radical, y en el uso de un vocabulario bastante similar por unos y otros. La expresión ‘politiqueros’, aplicada a los políticos democráticos sin mayores matizaciones, da mucho que pensar. Es indudable que puede haber algunos que merezcan ese epíteto, pero la calificación peyorativa, utilizada de una manera general me recuerda el empleo del término ‘politicastros’, usada habitualmente durante los años de dictadura por Franco y sus ministros para desprestigiar de manera general el sistema democrático. ¿Será cierto, que como pretenden algunos, los extremos alejados acaban por tocarse?

En la Objeción 26 Garnier me acusa de pasar nuevamente al moralismo. Confieso que esta vez esa acusación no me molesta en absoluto, sino que la considero un elogio, porque creo que es una de las cosas que más se necesitan en el momento actual. En todo caso, no creo que esté fuera de lugar dedicar tiempo a hablar no solo de los derechos, sino también de los deberes de los ciudadanos. Al fin y al cabo el funcionamiento político de la ciudad y del Estado debería considerarse el resultado de un pacto en el que todos tenemos derechos y obligaciones.

Seguramente sea cierto, como afirma Garnier, que “no hay que hacerse ilusiones. En esta materia como en otros dominios, no son los buenos sentimientos y las buenas intenciones las que conducen el mundo”, aunque, creo yo, puede lamentarse que suceda así. Pero no estoy seguro de que mis palabras “nieguen de manera idealista la existencia de una sociedad de clases en la que el individualismo, el espíritu de competencia y el consumismo son sistemáticamente alentados, con todo lo que eso implica de indiferencia al “bien común” y a otros”. En cambio, no tengo inconveniente en reafirmar, aunque sea de manera ingenua, no que la Ley y el derecho, en un Estado democrático, bastará para cambiar las mentalidades (que deben cambiar con otras acciones) pero si que pueden ser un instrumento eficaz y decisivo para cambiar de forma profunda la sociedad en que vivimos. No tengo inconveniente en añadir que, sin duda hay que cambiar también las mentalidades y defender y difundir los comportamientos cívicos; tal vez la ética debería estar más presente en la formación de los jóvenes; bien entendido: una ética social laica y resultado del consenso amplio, no una ética moral de carácter religioso.

Me alegra que en la objeción 29 –a la que he de aludir aquí porque no estaba, supongo por olvido, en la primera versión francesa, y fue añadida en la traducción castellana- parezca que coincidimos el algo. Luego se comprueba que no es tanta la coincidencia, porque en seguida se percibe que me equivoco nuevamente, al orientar mal mi solidaridad. Ser tachado de “humanista y consensual” no me molesta en absoluto, e incluso lo considero un elogio en las actuales circunstancias. No estoy, en cambio, seguro de que sea muy perspicaz la afirmación siguiente: “si se da rienda suelta a los neo-pequeños burgueses, éstos no podrán imaginar un orden social muy diferente de aquel que los hace existir como tales y del que se benefician. Y ellos harán y aceptarán todo, incluso un régimen autoritario, tal como ya es el caso aquí y allá, para que este orden sea preservado”. Creo que no solo pequeño-burgueses, sino incluso grandes burgueses y aristócratas han sido capaces de imaginar utopías, profundas reformas sociales y sistemas democráticos, o incluso revolucionarios, y luchar por ellos. La historia del pensamiento, y la del partido comunista en particular, está llena de numerosos ejemplos, que podrían incluso encontrarse en un episodio histórico que Jean-Pierre Garnier gusta de rememorar: la Revolución Francesa. De todas maneras, me satisface ver reiterado por mi objetante que él sí que es solidario con las clases populares, y que mantiene esa actitud desde hace decenios.


La importancia del diálogo y las condiciones para el mismo

Lo más importante de este diálogo sobre el artículo “Urbanización Generalizada, derecho a la ciudad y derecho para la ciudad” es que se haya producido, que se realice públicamente y que tengamos voluntad de continuarlo. Ese es, me parece, el ejemplo que debemos dar a los jóvenes, si queremos favorecer actitudes de diálogo y concordia, que son esenciales para cambiar el mundo.

Como este debate se hace en una revista académica, debemos extraer conclusiones que sirvan a los estudiantes, a los docentes y a los investigadores. Como Garnier me ha hecho la acusación de mantenerme en un plano abstracto y yo he hecho la misma recriminación a él, creo que una de las conclusiones tiene que ver con la necesidad de apoyar las ideas y las propuestas en análisis rigurosos de la realidad y en datos empíricos, conociendo y aprovechando, primero, los que existen y proponiendo, además, nuevas hipótesis y nuevas investigaciones.

Hay multitud de estudios empíricos valiosos sobre las cuestiones que hemos abordado en el debate. Las investigaciones realizadas en el campo de las ciencias sociales deben utilizarse para el debate político, a la vez que, como investigadores y profesores universitarios, debemos poner en marcha investigaciones nuevas para aportar otros datos. Hemos de animar a los jóvenes a realizar estudios empíricos rigurosos, para demostrar o apoyar sus ideas. Es seguro que ideas tan sugestivas como las de Garnier y otros ganarían fuerza si se apoyaran en los estudios ya existentes y en otros nuevos, procedentes de diversas disciplinas y perspectivas de investigación.

Leyendo las objeciones de Garnier me alegra, ante todo, la continuidad que parece existir de una vigorosa línea de reflexión marxista –o marxiana, como él la califica a veces-, y el vigor de sus convicciones y razonamientos. En las objeciones que me hace hay, sin duda, preguntas y observaciones pertinentes, reflexiones agudas y caminos para formular hipótesis de trabajo e investigación científica. No creo que haya en cambio actitudes que faciliten el acuerdo, el consenso y la concordia; ni que permita realmente avanzar en la construcción de un futuro mejor.

Todas sus críticas han sido formuladas sin la menor concesión a la amistad por alguien que –afortunadamente- piensa como pensaba Aristóteles sobre este sentimiento, lo que se vulgarizó en la fórmula “Amicus Plato sed magis amica veritas”, pero que me parece más oportuno citar en la versión original aristotélica; cuando trataba de refutar la idea platónica del Bien, Aristóteles escribió que le resultaba difícil hacer dicha investigación por ser amigo de los que habían defendido esas ideas, pero consideró que debía hacerlo y que debía “sacrificar incluso lo que nos es propio, cuando se trata de salvar la verdad, especialmente siendo filósofos; pues siendo ambas cosas queridas, es justo preferir la verdad”[72].

Me alegra que, en este sentido, Jean-Pierre Garnier sea aristotélico. Se ve bien que la amistad no le hace renunciar a nada, y ni siquiera a ser amable en ningún caso; y que, como brillante polemista, es incisivo y directo, defiende con fuerza, y por encima de todo, lo que él cree la verdad, sin ninguna concesión. Actitud que, como fácilmente se puede comprender, le ha reportado en otros casos no pocas enemistades, pero que espero no afecte a mi aprecio por su línea de reflexión ni, por supuesto, a mi amistad (aunque confieso que hay que tener mucha voluntad para ello, ya que se hace duro escuchar ciertas insinuaciones o comentarios como los que él hace).

El tono de sus objeciones muestra que Garnier parece no haber leído con suficiente atención a Antonio Gramsci, o reflexionado con calma sobre sus ideas. Si lo hubiera hecho no habría planteado su texto de la manera en que lo ha escrito. Porque está redactado como si no hubiera tenido en cuenta las palabras del autor italiano acerca de la discusión científica; tal como el mismo Gramsci las escribió:

“En el planteamiento de los problemas histórico-críticos no hay que concebir la discusión científica como un proceso judicial en el cual hay un acusado y un fiscal que, por obligación de su ministerio, tiene que demostrar que el acusado es culpable y digno de que se le retire de la circulación. En la discusión científica, puesto que se supone que el interés es la búsqueda de la verdad el progreso de la ciencia, resulta más ‘avanzado’ el que se sitúa en el punto de vista de que el adversario puede estar expresando una exigencia que hay que incorporar, aunque sea como momento subordinado a la construcción propia. Comprender y valorar con realismo las posiciones y las razones del adversario (…) significa precisamente haberse liberado de la presión de la ideología (...), o sea situarse en un punto de vista ‘crítico’ que es el único fecundo en la investigación científica”[73] .

De todas maneras, y en contra de lo que él escribe en su réplica, no creo –aunque siempre trata uno de verse de la forma más favorable- que en sus objeciones Jean-Pierre Garnier refleje siempre bien mi pensamiento ni mis intenciones, ni siquiera de lo que escribo en el artículo objeto de debate. Me sorprende, por ejemplo, que se atreva a acusarme de apologista del capitalismo, después de los años que hace que me conoce, aunque comprendo que le va bien para la estrategia y la retórica de la confrontación. Pero estimo muy valiosa la actitud crítica que posee, el deseo de forzar hasta el límite las preguntas, siempre que él esté dispuesto a escuchar las respuestas.

Treinta objeciones a un artículo son muchas objeciones. Pero quiero suponer que el texto le ha interesado, porque en caso contrario no se hubiera tomado la molestia de leerlo atentamente y criticarlo. Además, me gustaría poder creer que en aquellas cuestiones sobre las que no dice nada es porque está de acuerdo con ellas. Lo cual constituye ya un buen punto de apoyo para poder seguir dialogando.

Me doy cuenta de que mi respuesta ha sido en ocasiones reiterativa, porque, en aras de la claridad, he tratado de seguir cuidadosamente, en lo posible, todas las objeciones de Garnier, en el mismo orden que él las formula. Sin duda muchas cosas se podrían decir de otra manera, y con otro orden, lo que no excluyo hacer en otro momento. Pero confío que hayan podido servir como respuesta a sus objeciones, y como ejemplo para abrir un diálogo necesario.

He procurado ser moderado y ecuánime en mis respuesta, para mantener, a pesar de todo, la amistad. Releyendo el texto que he escrito, percibo que a veces hay en ella un cierto tono destemplado, con el que no estoy contento. Seguramente viene forzado, de forma involuntaria, por el sesgo que adquieren a veces las objeciones que formula Garnier, para dar más fuerza a mi réplica. Hay ideas que podré expresar de otra manera, y con diferente énfasis, en un contexto diferente. Espero, y confío, que en otro momento el diálogo pueda seguir por canales más pausados y apacibles.

Como ya he dicho, creo que a algunas de las objeciones de Garnier se encuentran respuestas en trabajos míos anteriores, fáciles de localizar y leer, pues están disponibles ampliamente en Internet, al igual que otras muchas contribuciones de numerosos autores a los once Coloquios Internacionales de Geocrítica y a las diferentes revistas que publicamos. Veo que Garnier no ha tenido el tiempo de leerlos, pero espero que lo haga en el futuro, para que siga nuestro diálogo. Otras respuestas y precisiones requerirían más tiempo del que dispongo en este momento.

No tiene sentido seguir debatiendo en los mismos términos que hemos hecho aquí. Me gustaría que pudiéramos pasar a una fase en la que estén ausentes las admoniciones o amonestaciones, y que lográramos hacer las aportaciones con modestia, sin dogmatismos, sino con la voluntad de avanzar en común.

Creo que Jean-Perre Garnier no debería malgastar inadecuadamente su brillante inteligencia y la indudable capacidad que posee para realizar finos análisis de la producción intelectual. No tiene necesidad de amonestar y descalificar sino, más bien, todo lo contrario: hacer propuestas concretas, bien argumentadas y que resulten convincentes. Es seguro que, con ello, su influencia intelectual y social será más profunda y extensa.

Se necesita, efectivamente, pasar al debate de aportaciones concretas. Yo mismo he hecho unas promesas que pienso cumplir, si tengo tiempo. Garnier ha hecho unas ofertas bibliográficas, que he aceptado y que podríamos publicar en Biblio 3W; al igual que haremos, asimismo, en Scripta Nova con artículos más amplios sobre las cuestiones que Garnier suscitó de forma oportuna, y a las que he tratado de responder, no sé con qué capacidad de convencimiento.

Confío en haber respondido adecuadamente a las cuestiones planteadas, y espero que el debate impulse nuevos esfuerzos de clarificación y profundización, no solo a nosotros mismos sino también a quienes nos lean. Doy por supuesto que él tendrá la misma voluntad de reflexión pausada y dialogante y tengo la esperanza de que mis observaciones le harán cambiar algunas de sus ideas. Tal vez algunos lectores podrán encontrar, en las certezas, dudas y vacilaciones que mostramos, estímulos intelectuales para hacerse nuevas preguntas y buscar también nuevas respuestas e interpretaciones personales

¿Qué hacer mientras tanto?, es decir, mientras llega la revolución que permita pasar al estado o a la fase post-capitalista. El camino que propone Garnier es dedicarse a facilitar la movilización de esos grupos sociales a los que ha aludido. Cada uno sabrá elegir la vía que considera más apropiada; ya se ve que no es la mía, porque desde el punto de vista político, me parece que lo esencial es asegurar y profundizar la democracia, afirmando el pacto social sobre el que se asienta y que confirmamos con nuestro voto individual y libre (quienes votamos). Seguramente lo más oportuno sería la acción organizada en movimientos sociales de carácter político, vecinal, cultural o cívico en general. Pero también como ciudadanos podemos hacer mucho con la acción individual[74]. Somos muy numerosos los que tenemos anhelos de cambios profundos en la sociedad, y existen hoy innumerables instrumentos para actuar. Pero, además, mientras tanto, como investigadores y como docentes tal vez podamos hacer algo.

Por ejemplo, podemos hacer esto: poner en marcha iniciativas de diálogo y debate académico en las que sea posible encontrarnos para colaborar y debatir temas de interés común, incluso con personas de ideología diferente. Estoy seguro de que Garnier se mostrará totalmente de acuerdo conmigo en que podemos y debemos hacerlo, ya que el subtítulo de un libro suyo ‘contra los territorios del poder’ toma posición explícitamente Por un espacio público de debates y.. de combates; dejaremos, de momento, los segundos para centrarnos en los primeros.

Como este diálogo lo estamos teniendo un sociólogo y un geógrafo, es evidente que podemos ponernos fácilmente de acuerdo sobre la conveniencia y la posibilidad de la colaboración entre especialistas de estas dos disciplinas. Pero, previsiblemente, podremos coincidir, también, en la utilidad de asociar a dichos debates a quienes cultivan otras ramas científicas, tales como la economía, la antropología, la historia y muchas más. Por supuesto, y en relación con las tesis que yo sostengo, la colaboración de los juristas sería fundamental, para que aconsejen sobre cómo convertir las propuestas en proyectos de ley que pudieran ser también ampliamente difundidos y debatidos. Pero igualmente podríamos esperar la colaboración de matemáticos, para la elaboración de simulaciones; de expertos en las nuevas tecnologías para crear bases de datos que sean accesibles a políticos, técnicos y profesionales; de especialistas en la atmósfera o los océanos, para debatir cuestiones relacionadas con la deterioración del medio ambiente, de biólogos y botánicos para hablar sobre la pérdida de la biodiversidad, y otros más. Los grandes retos que tenemos en las ciudades y las incertidumbres y riesgos que nos acechan, exigen cambios sociales profundos y la aplicación de conocimientos científicos para enfrentarse a los mismos.

Son numerosas las cuestiones que pueden ser objeto de debate e investigación, pero me limitaré a citar unas pocas, en relación con los temas que aparecieron aludidos en el artículo que estamos debatiendo y que han vuelto a aparecer en este mismo debate. Todas ellas tienen tratamiento en las ciencias sociales y sería relativamente fácil poner en marcha líneas de investigación multidisciplinarías y multiescalares. Me limitaré a enumerar algunas, como ejemplo de lo que podría empezar a debatirse (una relación que puede fácilmente multiplicarse por diez):

Sobre todas esas líneas de reflexión existen investigación y publicaciones que pueden servir como punto de partida para realizar un diálogo fructífero. Deberíamos abrir dicho debate a ciudadanos corrientes que pueden aportar ideas y datos de gran interés para enriquecer ese diálogo.

Sería interesante poder dar amplia difusión a estos debates académico-políticos a través de la prensa. Cada vez parece más clara la necesidad de un periódico digital que difunda al gran público los trabajos que se publican en las revistas científicas y los haga objeto de debate. He hablado del tema en otra ocasión[75], y me parece urgente adoptar iniciativas en ese sentido.

Una importante conclusión general del debate realizado es ésta: sabemos ya mucho sobre el capitalismo y sobre sus maldades; pero debemos pasar a estudios más detallados para entender una realidad que es mucho más rica y compleja de lo que a veces se esquematiza. Deberíamos esforzarnos por entender bien las posiciones, los intereses, las estrategias, los sesgos y los comportamientos de los agentes y actores sociales. Por ejemplo, la actividad de los constructores de redes técnicas urbanas y en relación con ello el negocio inmobiliario, con todas sus ideales, riesgos y corrupciones[76]. O estudiar concretamente los diferentes agentes urbanos, tales como el capital financiero, los propietarios de los medios de producción, los promotores inmobiliarios, los propietarios del suelo, los técnicos al servicio de la construcción de la ciudad, y otros agentes que son esenciales para ello[77].

La realidad tiene no solo dimensiones económicas y políticas, sino también sociales y subjetivas, incluso psicológicas, de personalidad, de aspiraciones, de tensiones y confrontaciones personales. Por ahí hemos de avanzar asimismo, si verdaderamente queremos que el mundo cambie y sea mejor; y si intentamos evitar que el cambio no produzca similares o mayores males que los que elimina.

Gobernar un país o, dicho de otra manera, gestionar o autogestionar una sociedad compleja como la actual, con grupos sociales que tienen intereses diferentes y a veces muy contradictorios, es una tarea más difícil de lo que parece. Y que obliga a negociaciones y transacciones. Deberíamos tener análisis y propuestas concretas que puedan ser debatidas y permitan avanzar. Tal vez podemos ponernos de acuerdo fácilmente sobre la existencia de clases dominantes y clases dominadas, pero no estaría demás saber algo más sobre ellas, su composición y características, y realizar propuestas sobre la forma de gestionar las contradicciones y los posibles conflictos de intereses.

Son muchas las cuestiones sobre conceptos que a veces se utilizan pueden ser controvertibles. Me limitaré a dar un solo ejemplo, en relación con las expresiones “clase dominante” y “clase dominada” normalmente atribuidas a Marx, que Garnier utiliza y que yo acabo de escribir intencionadamente. Me limitaré a citar una afirmación que sobre ellas hizo un gran conocedor de la obra de Marx como era Michel Foucault. En contestación a una pregunta sobre la relación entre saber y poder, Foucault no tuvo inconveniente en contestar esto:

“Cierto marxismo académico utiliza con frecuencia la oposición clase dominante versus clase dominada, discurso dominante versus discurso dominado. Ahora bien, no encontraremos nunca ese dualismo en la obra de Marx sino que, por el contrario, se puede hallar en pensadores reaccionarios racistas como Gobineau, que admiten que en una sociedad hay siempre dos clases, una dominante y otra dominada”[78].

Me reprimiré yo mismo de afirmar algo semejante, que situaría a Garnier en un bando que es seguro que no admira; pero en todo caso, baste esta muestra como ejemplo de todo lo que se ha de discutir y consensuar antes de que el debate pueda realmente realizarse con provecho, y permita avanzar sobre éste y otros temas.

La izquierda y la construcción de la ciudad

Solo la izquierda puede salvar el mundo, decía al principio. Pero debemos repetir, para finalizar: ¿qué izquierda? Sin duda esa es la cuestión fundamental, pero necesitamos pensar más sobre ello.

Se me ocurre una respuesta como ésta: solo una izquierda que pretenda cambios significativamente profundos, pero que al mismo tiempo crea verdaderamente en la democracia y la practique, que no intente utilizar las libertades de la ‘democracia formal’ para destruirla; que no crea en los sistemas autoritarios ni en las dictaduras, ni siquiera en la del proletariado, y que no conceda poder a las vanguardias visionarias que pueden convertirse en dogmáticas y sectarias; que rechace claramente la violencia; que sepa luchar contra la corrupción; que reconozca la libertad de pensamiento y acepte que la sociedad es plural; que dé a cada uno según sus necesidades, pero diga claramente cómo se establecen y consiga acuerdos amplios para que se pueda aplicar ese principio, lo que pasa, para empezar, por establecer un sistema fiscal progresivo y la eliminación legal (así como la penalización social) del fraude fiscal; que establezca la condiciones para que todos los habitantes del planeta puedan vivir con dignidad, con todo lo que ello representa en cuanto a condiciones materiales, de educación y salud; que sepa organizar un sistema educativo de calidad para todos, que eduque en principios éticos, laicos e igualitarios, y en actitudes para la ciudadanía y la convivencia; que sepa ilusionar a la población y convencerla de la necesidad de los cambios profundos que se han de realizar.

Solo podrá salvar el mundo una izquierda democrática, no dogmática ni sectaria, con capacidad para el diálogo, para el acuerdo y el consenso, que perciba y considere los grandes cambios sociales, económicos y técnicos que se han producido en el mundo durante los dos últimos siglos. Si ese cambio social revolucionario, que Garnier y otros desean, se realiza y asegura la igualdad, el desarrollo económico la calidad de vida y la paz, será bienvenido. Mientras llega, convendría seguir avanzando.

Es indudable que el capitalismo es responsable de muchas desgracias. Que la búsqueda de beneficio ha provocado desastres por haber olvidado a las personas y causado graves consecuencias al equilibrio del planeta, que la falta de regulación ha sido nefasta. Pero tengo también la impresión de que en el mundo actual no solo actúan factores económicos. Y que, por tanto, además del capitalismo habrá que prestar atención a otros. La lectura de la prensa diaria nos informa de la cantidad de conflictos que tiene que ver con la religión, la cultura, las cuestiones étnicas, e incluso tribales, o el nacionalismo, entre otros.

Con todas sus limitaciones, el Estado que Garnier califica de burgués es un Estado de derecho, y eso es mejor que un Estado sin derecho, o que un derecho religioso y teocrático. Por tanto, lo primero sería asegurar que en todos los países del mundo existe un Estado de derecho que alcanza a todos los ciudadanos, y que supera las estructuras feudales o el puro clientelismo. Las críticas al Estado liberal, parecen olvidar las situaciones de numerosos países que todavía no han llegado a esa legalidad, que tienen habitantes pero no ciudadanos, que no aseguran una situación jurídica igual para todos los que viven en ellos, que establecen diferencias entre hombres y mujeres o consagran la inferioridad de éstas, que no han permitido el desarrollo de una verdadera ciudadanía. Las reticencias que tiene Garnier respecto al derecho resultan algo sorprendentes: como bien sabe, también Gramsci se interesó sobre el tema y tuvo intuiciones que parecen mostrar que era consciente de su trascendencia[79]. Que la democracia sea formal es el punto de partida indispensable, ya que requiere formalidades precisas y la existencia de reglas claras para su funcionamiento.

Todos los que cuestionan la democracia formal y el sistema económico vigente deberían ser conscientes de que los sistemas sociales son muy frágiles y pueden ser destruidos. Por eso, antes de destruir, deberían hacerse propuestas concretas para conocer con claridad cuál es la alternativa que se propone. Es por ahí, por la presentación y debate de las propuestas por donde deberíamos empezar.

Es verdaderamente sorprendente que desde hace cuarenta años y más se vengan repitiendo algunas ideas que parecen no haber experimentado cambios. Como si quienes las defienden no se hubieran enterado del hundimiento del comunismo en diferentes países y de lo que eso implica, de la evolución hacia un capitalismo de Estado, o autoritario, en otros, de la emergencia de nuevas potencias mundiales, de los cambios en los mapas geopolíticos del mundo, de los desplazamientos de los centros de gravedad de la economía, del volumen, las características y las direcciones nuevas de los movimientos migratorios internacionales, de los cambios en la localización de la pobreza, de las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías para la organización democrática de las clases populares (y de las otras), de los avances en la cooperación internacional, aunque todavía insuficiente (por ejemplo, para erradicar la lacra de los paraísos fiscales), o de los avances democráticos y en el desarrollo de grandes países democráticos como Brasil y la Unión Sudafricana.

La evolución de algunos países, como los dos citados y otros muchos, muestra que pueden producirse cambios profundos en las condiciones de vida de la población con gobiernos democráticos progresistas, y que se pueden elaborar leyes que consigan la redistribución de la riqueza y la reducción de la pobreza, seguridad en la vivienda, el avance en sistemas fiscales, que graven crecientemente a los que más tienen. Sin duda es todavía poco, pero se ha conseguido; y esos avances se pueden profundizar e incrementar con la continuidad de gobiernos progresistas.

Una cuestión fundamental que Garnier deberá plantear y contestar es la que se refiere al capitalismo en China. El sistema económico de ese país ha sido calificado de ‘capitalismo de Estado’, un capitalismo autoritario que, en la actualidad, reconoce la propiedad privada y la existencia de empresas. Por lo que sabemos, parece que hay un empresariado capitalista chino muy potente y activo, que atrae a numerosas Bussines Schools, norteamericanas y de otros lugares, que se apresuran a instalarse en ese país. La pregunta fundamental es ésta: ¿cómo se expresan (o se reformulan) las posiciones anticapitalistas que presenta Garnier en sus “Treinta objeciones” al caso de China, donde al parecer se está produciendo una explotación gigantesca de la mano de obra con un sistema autoritario? Capitalismo y autoritarismo no democrático están produciendo un gran dinamismo en el campo industrial y financiero, sin que, de momento, se deje sentir la actual crisis económica, que, sin embargo, afecta a los antiguos países capitalistas (los de la OCDE, para entendernos). Creo que es importante conocer qué dicen los que sostienen posiciones anticapitalistas sobre ese fenómeno del desarrollo capitalista en China, o capitalismo autoritario, que parece tener algunos rasgos diferentes a aquel sobre el que reflexionó Marx en el siglo XIX.


Riesgos y esperanzas

Debemos concluir este debate. La Humanidad se enfrenta a grandes dificultades, unas previsibles y otras totalmente inesperadas[80].

La democracia es el único sistema político que permite contrarrestar y limitar las tentaciones hacia el poder autocrático. Desacreditadas las políticas neo-liberales que han dominado durante los últimos años (las privatizaciones, la desregulación, el cuestionamiento del Estado, el desmantelamiento del Estado del Bienestar en los países que lo alcanzaron,…), la izquierda democrática debe impulsar y orientar un vasto movimiento social ciudadano y ayudar a construir una opinión pública en defensa de profundas y amplias medidas de reforma, que sean aceptadas por la mayoría, aprobadas y convertidas en leyes. Un movimiento que propugne la necesidad de un sistema fiscal igualitario y progresivo que asegure la redistribución de la riqueza y la financiación y el mantenimiento de infraestructuras y servicios eficaces, entre ellos el transporte público; que afirme una educación pública y garantice la implantación de un sistema educativo para todos, como mecanismo de igualdad y de convivencia; que organice una sanidad pública de calidad que no deje a nadie al margen del sistema; que, con medidas económicas concretas y bien pensadas, se preocupe por el pleno empleo, por la extensión de la seguridad social, por asegurar las ayudas sociales a la población que las necesite, por extender y hacer funcionar los servicios públicos, por erradicar la pobreza.

Se ha de destacar la solidaridad y la colaboración colectiva en defensa de lo social, la lucha contra la desigualdad, contra las injusticias, contra la violencia, la defensa de lo público y lo colectivo. Ha de adoptar medidas contra la división y la fragmentación social o espacial, en defensa de la legalidad y de las normas jurídicas democráticamente elaboradas y aprobadas. Se han de establecer limitaciones al consumo de energía, y al despilfarro a que da lugar el consumismo, luchar contra la mercantilización de todo, incluso del tiempo libre, la defensa de la gestión colectiva de los bienes comunes; adoptar decisiones contra la ingeniería financiera que permite la especulación, y contra los paraísos fiscales. Ha de asegurar la participación de los movimientos sociales, la defensa de los derechos humanos. Y ha de saber escuchar a los ciudadanos, prestar atención a los clamores y las críticas que llegan desde abajo.

La reforma fiscal y la redistribución de rentas parecen absolutamente prioritarias. Los ciudadanos son razonables y estarán dispuestos a aceptar sacrificios si ven que los políticos y los que tienen salarios y rentas más altas dan ejemplo, y son afectados en primer lugar por las reformas. Necesitamos políticos intachables, en los que el ciudadano pueda tener confianza plena, dispuestos a defender sus ideas con coraje y con civismo, sin pensar en los réditos electorales. Se ha de luchar implacablemente contra la corrupción y contra la permisividad social que la hace posible. Desde luego, las leyes no lo resuelven todo, ya que a veces no se aplican o hay numerosos medios para conculcarlas: por eso, afirmar el imperio de la ley es esencial en las sociedades democráticas.

Si todo eso se pone en marcha, si se presentan de forma clara los objetivos, si se compromete a todos los ciudadanos en arranque y en la gestión, hay algunas esperanzas. Si no, los estallidos de violencia serán terribles.

Como científicos sociales, hemos de contribuir al estudio de todos los riesgos que existen. Hemos de realizar e impulsar estudios empíricos rigurosos y efectuar diagnósticos sobre los problemas a que nos enfrentamos. Pero, además, hemos de atrevernos a realizar propuestas, para debatirlas públicamente, refinándolas y modificándolas si es preciso[81]. Hay que crear conciencia social de que son muchos los retos, pero también mostrar que hay motivos para la esperanza[82]. Las palabras que pronunciemos no han de ser violencia, ilegalidad, sabotaje, como a veces se expresan y se proponen a los jóvenes, sin saber bien los efectos que pueden tener; en su lugar hemos de pronunciar las de diálogo, participación, mesura, templanza, compromiso, solidaridad, esfuerzo, generosidad, valores éticos, disminución de las expectativas materiales, confianza en la capacidad que tenemos para transformar el mundo.

Y hemos de enseñarles a que entiendan los matices que muestran la complejidad de las situaciones. En este sentido creo que hay un artificio metodológico muy simple para empezar la discusión: no deberíamos aceptar el diálogo con aquellos que sean incapaces de utilizar en su conversación la expresión “sin embargo”, una locución adverbial adversativa que permite introducir matices respecto a los que se está afirmando.

Nunca los hombres han tenido tantos conocimientos científicos y técnicos como existen en estos momentos, nunca los niveles de alfabetización y las posibilidades de información y de desarrollo han sido tan altos. Pero son todavía mayores. No hay más que observar a los niños de hoy, a los que tienen de cinco a diez años, para darse cuenta que, con una educación adecuada, las posibilidades son infinitas, que la mente humana puede alcanzar todavía desarrollos increíbles.

Hay democracias corrompidas, con gobiernos corruptos e inmorales. Pero muchas veces se mantienen por la incapacidad de la oposición para hacer un frente común contra esos gobiernos, como sucede en Italia. Es seguro que si la izquierda se presentara unida y ofreciera un programa coherente, y sus representantes una trayectoria ética impecable, obtendría los apoyos necesarios que permitirían salvar el planeta, conseguir un desarrollo económico para los países más pobres, redistribuyendo la riqueza de los más ricos, y eliminar las desigualdades que todavía existen en el mundo, entre los países y dentro de ellos.

La importancia de los problemas que tiene el mundo actual, y las graves amenazas sobre su futuro, hace que se tenga necesidad de la colaboración de todos, incluso de los que no piensan como nosotros. Hemos de debatir y, si es posible, convencer con la fuerza de nuestras ideas, reflexionar constantemente sobre nuestras propias ideas y creencias, y reconocer, si es preciso, aquello en lo que podamos estar equivocados.

 

Notas

[1] Disponible en <http://www.ub.edu/geocrit/garnier.htm>.

[2] Garnier 1976; véase también Garnier 2011.

[3] Harvey 1976.

[4] Capel, El modelo Barcelona. Un examen crítico, 2005, y Capel 2006, 2007 y 2010.

[5] Como declaró el portavoz de la Organización de Inspectores de Hacienda del Estado tras la multa que se impuso a la multinacional Praxair, tras constatar que había defraudado más de 146 millones de euros a Hacienda en pocos años, El País 25 de enero de 2010, p. 26.

[6] Así lo percibe también en un artículo reciente Jordi Borja que además de ser un conocido científico social, fue también miembro del Comité Central del PSUC y teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona tras las primeras elecciones democráticas de 1979 (Borja 2011).

[7] Por ejemplo, Toscas 1997, con el ejemplo de un municipio catalán.

[8] Hablar de burguesía “revolucionaria” en el caso español (como en el italiano) le parece a algunos autores inadecuado y, por eso, otros historiadores prefieren usar la calificación de “reforma liberal” frente a ‘revolución liberal; así opinan en España el historiador Eliseu Toscas y en Italia Rafaelle Romanelli y otros.

[9] Ha habido muchos pensadores que han hablado de esa contraposición y de las características de una izquierda democrática, entre los cuales Norberto Bobbio, especialmente admirable por su decidido elogio de la templanza y de los valores morales.

[10] Como en general, cualquier tipo de terrorismo, Capel 2002 (“La geografía después de los atentados del 11 de septiembre”).

[11] Sardá i Salvany 1884, cap. 1. Pueden encontrarse fácilmente textos semejantes a éste en diferentes países europeos y americanos.

[12] Pueden verse, en ese sentido, las obras de Maravall, entre ellas 1972 y 1983, donde se identifican, incluso, precedentes medievales (así en el artículo “La corriente democrática medieval en España y la fórmula quod omnes tangit”) y el libro del mismo autor Estado Moderno y mentalidad social, siglos XV a XVIII, 1986. Gerard Jori está trabajando sobre esa misma cuestión en su Tesis doctoral, en la que trata el tema en el capítulo titulado “Poder político y actividad sanitaria en los orígenes del Estado Moderno” (Jori en elaboración). El significado concreto del concepto de res publica y de Republica en el Estado absolutista está siendo objeto hoy de investigaciones históricas de gran interés para el tema que aquí debatimos; véase Gil Pujol 2001, 2002 y 2009 y la bibliografía citada en ellos. Sobre el republicanismo en la Europa del siglo XVII Van Gelderen & Skinner 2002.

[13] Pueden verse en este sentido los trabajos de Pedro Fraile 1997 y ss, citados en la bibliografía.

[14] Que aparecen incluso en las ordenanzas militares, como en la de Ingenieros militares de 1718, que es interesante leer, véase Capel, Sánchez y Moncada 1982 (ordenanzas de 1718, p. 34-37), y Capel 2005 (“Construcción del Estado y creación de cuerpos profesionales…”).

[15] Puede verse en ese sentido el trabajo de William Beik 2005, que presenta un amplio panorama de los debates en el mundo británico hasta ese momento.

[16] Véase el libro de Torres i Sans 2008, con amplias referencias a otras monarquías y a los cambios en las interpretaciones historiográficas.

[17] El mismo Foucault inició ya una reflexión sobre ello en el Curso en el Collège de France sobre “Seguridad, territorio, población” en 1977 y 1978 (Foucault ed. 2004, Clases del 1 de febrero de 1978, p. 107 y ss.).

[18] Foucault Curso en el Collage de France (Foucault ed. 2004), Clases del 22 de marzo de 1978 , p. 327, y sobre todo, del 5 de abril de 1978, p. 379.

[19] Sobre la organización del Estado liberal y los prefectos en Italia, pueden verse los excelentes trabajos de Romanelli 1995 y Randeraad 1997; en el prólogo al libro de este último, G. Melis destaca que “lo que emerge –por decirlo brevemente- es que los modos a través de los cuales se ejercita la función prefectural, son desde el inicio, y a pesar de la proclamada veleidad uniformizadora, profundamente diferenciados según las diversas situaciones ambientales y las tradiciones histórico-administrativas con las que los funcionarios se ponían en contacto”. Una buena crítica de los prejuicios ideológicos sobre el Estado, y de la concepción de la política como simple reflejo de fuerzas económicas y sociales, de dominio de una clase sobre otra, en Macry 1995 (en especial, el capítulo IX “Lo Stato e la politica”, p. 277-318). Sobre los gobernadores civiles en España Toscas y Ayala 2010, y acerca de algunos empleados municipales estratégicos en el Estado liberal, como los secretarios de ayuntamiento, véase Toscas 202, 203 y 208. Sobre la actuación del Estado liberal en lo que se refiere a la higiene y sanidad pública son importantes los trabajos realizados y dirigidos por el profesor López Piñero; véase Jori 2010, y de manera general los artículos incluido en el número de “Homenaje al Profesor José María López Piñero (1933-2010)”, Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales . [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 25 de noviembre de 2010, vol. XIV, nº 343 (Número extraordinario). <http://www.ub.es/geocrit/sn/ sn-343/sn-343.htm>)

[20] En investigaciones que se han venido realizado en el Departamento de Geografía de la Universidad de Barcelona, se han estudiado algunas de esas medidas; pueden citarse en este sentido los trabajos de Vicente Casals 1996, Antonio Buj 1996 y 1998, Jordi Catañá 1996 y 2005, o Pere Sunyer Martín 1996, entre otros.

[21] Como han mostrado los trabajos de algunos historiadores del derecho, entre ellos Martín Bassols 1973 o 2007; también en el volumen de homenaje dedicado a este profesor con motivo de su jubilación (Homenaje 2009).

[22] Así la Ley de Urbanismo de Cataluña avanza en ese sentido, e igualmente otras Autonomías, al igual que sucede en Escocia con la Homeless Act <http://www.legislation.gov.uk/ukpga/2002/7/contents>. Véase también el artículo “El País Vasco consagra el derecho a exigir una vivienda ante la justicia” El País, 22 de enero 2011, p. 30, donde se informa de que “los ciudadanos de rentas bajas podrán reclamar piso o prestación”, de que “se fija un canon a las casas vacías” y de que “el beneficiario que eleve sus ingresos perderá la vivienda de protección oficial”.

[23] Garnier no desconoce que el tema de lo simbólico tiene muchas facetas, y está afectado por diferentes teorizaciones, por lo que debería explicitar bien su concepción, para que hubiera la posibilidad de un debate sobre el tema. Entre ellas, las reflexiones que hizo Bourdieu (1990, p. 293 y ss) sobre el capital simbólico y los problemas planteados por “el orden simbólico y el poder de nominación”.

[24] Cuestión planteada por Max Weber en su conocido trabajo “El político y el científico”. Sobre el tema de la policía en un sistema democrático está investigando Jesús Requena (1998, 2004, 2010, entre otros trabajos).

[25] Analizadas por ejemplo, por Roberto Bergalli (2003), que no deja de señalar que “las funciones materiales que se le hacen cumplir al sistema penal han colocado a éste en un situación de deslegitimación y de manipulación de las tradicionales funciones simbólicas”, lo que tiene que ver con la difusión del sistema neoliberal y la crisis del Estado del Bienestar (véase sobre ello el apartado 5.2-“ La involución de la democracia: la cultura de la ‘emergencia’ en Europa y sus consecuencias sobre el sistema penal. El uso político de la emergencia”, p. 76 y ss), lo que desde mi punto de vista es un tema para discutir más ampliamente

[26] A lo que han aludido muchos historiadores sociales y de la economía; véanse, por ejemplo, los diversos trabajos de Harmut Kaelble (entre ellos 1989 y 1998).

[27] Utilizo, por su significación, la versión que aparece en  < http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm>.

[28] Como han hecho los médicos españoles en enero de 2011 El País 10 enero 2010: “El consejo de los cuatro Colegios de Médicos de Cataluña ha pedido al Instituto Catalán de la Salud (ICS) que los facultativos se puedan jubilar más allá de los 65 años, de manera que su retiro sea voluntario hasta los 70 años, aprovechando la reforma del Plan de Ordenación de Recursos Humanos del ICS que se negociará durante este semestre”.

[29] He hablado de ello en Capel 2010 (“La geografía en red…).

[30] La última de enero de este año, Pires 2010.

[31] He hablado de ello en el artículo titulado “La historia, la ciudad y el futuro” (Capel 2009).

[32] Especialmente después de la publicación de L’État, le pouvoir et le socialismo (Paris: PUF 1978) y del debate con Ralph Miliband en las páginas de New Left Review, que supuso un distanciamiento del estructuralismo. Puede sospecharse que si no hubiera muerto de forma inesperada a una edad temprana, seguramente habría evolucionado más aún y, tal vez, repudiado algunas de sus tesis iniciales.

[33] Garnier 2010 (Une violence éminemment contemporaine).

[34] Garnier 1977.

[35] Garnier 2006 (“La voluntad de no saber” )

[36] Vale la pena recordar lo que sigue a esa afirmación: “ruptura con la tendencia a privilegiar las sustancias –en este caso los grupos reales cuyo número y cuyos límites, miembros, etcétera, se pretende definir- en detrimento de las relaciones y con la ilusión intelectualista que lleva a considera la clase teórica, construida científicamente, como una clase real, un grupo efectivamente movilizado” Bourdieu 1990 , p. 281

[37] Por ejemplo, en Global Issues Social, Political, Economic and Environmental Issues That Affect Us All <http://www.globalissues.org/article/4/poverty-around-the-world>. Pueden encontrarse ahí, y en otros muchos sitios web, numerosas estadísticas sobre el tema.

[38] Un resumen de esos datos en Pradilla 2010, p. 513: las cifras de pobreza total indican un descenso desde el 40,5 por ciento en 1980 a 34,1 en 2007; y los de indigencia desde 18,6 a 12,6 por ciento. También en China (un veinte por ciento de la población mundial) y en otras áreas igualmente parecen disminuir, como muestran las estadísticas reunidas en Global Issues. En cuanto a las áreas más pobres de la Tierra, como África o el Sureste de Asia, donde las series históricas presentan mayores problemas, se hace difícil aceptar que las cifras de pobres sean mayores ahora que cuando la mayor parte de los países eran colonias y estaban sometidos a poderes imperiales inmisericordes.

[39] Pradilla 2010, p. 513.

[40] Algunas referencias en Capel 2010 (“El urbanismo, la política y la economía”).

[41] Esa afirmación puede confirmarse a través de la exposición sobre el barraquismo en Barcelona, que con el título Barraques, la ciutat informal, se celebró en el Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona en 2009 <http://www.barraques.cat/swf/>, y que ha dado lugar a un libro coordinado por M. Tatjer Mir y C. Larrea 2010. A partir de dicha exposición los periodistas Alonso Carnicer y Sara Grimal han realizado para TV3 un interesante documental que lleva por título Barraques: la ciutat oblidad <http://www.tv3.cat/videos/2333059>.

[42] Véase Siguan 1962; También Sherry Olsson 1997.

[43] He hablado de ello en el análisis crítico que hice del llamado ‘modelo Barcelona’, Capel 2005 y 2010.

[44] Véase < http://www.poodwaddle.com/clocks/worldclockes/>.

[45] Como mostraban multitud de obras de la época y estudios recientes (por ejemplo Hall 1996), además de la virulencia que adquirió en aquellos años el problema de la vivienda.

[46] Entre los trabajos publicados pueden verse Capel et al. 1983, García Puchol 1984, 1993, Luis Gómez 1985, Melcón 1989 y 1992,

[47] Incluso a filósofos tan liberales como Ortega y Gasset en un libro que lleva ese título bien expresivo: La rebelión de las masas (1930).

[48] Como ha escrito con referencia a las inquietudes de la pequeña burguesía de Grenoble (Garnier “Le laboratoire urbain grenoblois” 2010).

[49] Garnier 2006, p. 12.

[50] Como se muestra, por ejemplo en el libro de Bernard Kayser sobre La renaissance rurale. Sociologie des campagnes du monde occidental, publicado en 1990,

[51] El debate sobre la viabilidad de la agricultura familiar en el mundo de hoy es muy amplio. En su Tesis doctoral Miriam H. Zaar ha mostrado con referencia a Brasil ha mostrado que lo es, con asociación y cooperación (Zaar 2005, 2010 y 2011).

[52] Kayser 1990, p. 81

[53] Por citar solo a un historiador francés que ha estudiado las cuestiones agrarias y el subdesarrollo, puede verse dos libros de Paul Bairoch 1964 y 1982.

[54] Tal vez la lectura del trabajo que lleva el mismo título puede servir de punto de partida para diálogos posteriores Capel 1999 (“Gritos amargos sobre la ciudad”).

[55] Al final del capítulo VIII, titulado « De Megalópolis a Necrópolis” (la cita a que me refiero se encuentra en Mumford ed. 1966, vol. I, p. 297)

[56] Capel 2011, en publicación, cap. 2.

[57] Mumford, ed. 1966, vol. II, p. 597.

[58] Escudero 2002; según muestra este autor, para el periodo 1876-1830 en Gran Bretaña decenas de estudios de historia económica no han permitido llegar a resultados concluyentes debido a: la dificultad de estimar los salarios reales; los sesgos ideológicos respecto al capitalismo; la elección de año de arranque de las series estadísticas y los problemas de homogeneización de las mismas; él cálculo de la proporción de trabajadores a los que afectan dichas series; las estimación de la parte correspondiente a los grupos sin salarios regulares; la posibilidad de centrarse en el consumo y no en los salarios; y las dificultades para establecer el análisis de los elementos no crematísticos del bienestar de la clase obrera (por ejemplo, las mejoras en la esperanza de vida, la alfabetización o la estatura de los obreros).

[59] Andreu y otros 20010; Capel 2010 (¿En qué ha fallado Barcelona, Finisterra nº 90) y diversos artículos en La Veu del Carrer, órgano de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona <http://favb.cat/taxonomy_menu/2/4>. Sobre los ayuntamientos democráticos y las transformaciones en Madrid, López de Lucio 1999.

[60] Sherry Olson. “Mobility and the Social Network in Nineteenth-Century Montreal”, In Coloquio sobre "El desarrollo urbano de Montréal y Barcelona en la época contemporánea: estudio comparativo" Universidad de Barcelona, 5-7 de mayo de 1997, [en línea] <http://www.ub.edu/geocrit/olsomntr.htm>

[61] Capel 2005 (El modelo Barcelona)

[62] Como ha señalado Marina 1996.

[63] Una interesante bibliografía de aquellos años 1970 es la que compilaron José Luis Coraggio, Thierry Noyele y Marta Schteingart con el título “Organización espacial, procesos y luchas sociales en las formaciones económicas capitalistas. Bibliografía para un análisis contestatario” Demografía y Economía, 1976, vol. 10, nº 3, p. 430-462 < http://www.jstor.org/pss/40602271> y

<http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/7G1BF6X5882U1FV146VL4LXG6B1C8V.pdf>

[64] Garnier 2006, p. 13.

[65] Si se consulta en Google Académico se tiene una idea de la densidad de contribuciones que han aparecido en publicaciones académicas. La búsqueda de ‘policentrismo’ y ‘policéntrico’ en francés, inglés y español, nos proporciona más de 20.000 referencias utilizables, para empezar a tener un panorama del estado de la cuestión; a ellas podrían añadirse las de multicentralidad o multipolaridad, que gustan de utilizar algunos franceses, y otras.

[66] Por ejemplo, lo cita en Garnier 2006, p. 8-9.

[67] Capel 2004 (“El futuro de las ciudades. Una propuesta de manifiesto”).

[68] La obra fundamental de Wittfogel, que tendría gran repercusión entre los antropólogos, fue editada en España como primer número de la colección “Biblioteca de Ciencias Humanas” que en 1964 empezó a dirigir Claudio Esteva Fabregat, y ha sido muy utilizada para estudios americanistas sobre agua y agricultura, como muestra el libro de Angel Palerm (2007).

[69] Wittfogel 1964, cap. IX “Auge y decadencia de la Teoría del Modo de Producción Asiático”.

[70] Wittfogel ed. 1964, cap. I, p. 29; donde, además, añade: “de esta premisa se deduce el reconocimiento de la libertad del hombre para una auténtica elección en las situaciones históricamente abiertas”.

[71] Que dio lugar a un trabajo en la revista Antipode (G. L. Ullmen, April 1985, vol. 17, nº 1, p. 21-71).

[72] Aristóteles, Ética Nicomáquea 1096a, 15; traducción de Emilio Lledó 1985.

[73] Gramsci Antología II, 1925-1937, Escritos 1932-35, p. 436. (también en <http://www.gramsci.org.ar/>).

[74] Capel 1992.

[75] Capel, La geografía en red, una ciencia solidaria y colaborativa, 2010.

[76] Es lo que he intentado hacer, por ejemplo, en el libro Los ferro-carriles en la ciudad. Redes técnica urbanas y construcción de la ciudad, de próxima publicación (Fundación de los Ferrocarriles Españoles, 2011, en publicación).

[77] Es el objeto del volumen III de La morfología de las ciudades, que estará dedicado a los agentes urbanos que construyen la ciudad.

[78] Foucault, “Las mallas del poder”, p. 254. Todo lo cual puede ser completado por la lectura del capítulo 8 del libro de Bourdieu Le sens pratique (Paris: Minuit 1980) dedicado a “Los modos de dominación”, y el capítulo 9 sobre “La objetividad de lo subjetivo”, que supongo que Garnier conoce bien.

[79] Como cuando afirmó: “si cada Estado tiende a crear y mantener cierto tipo de civilización y de ciudadano (y por tanto de convivencia y de relaciones individuales) y tiende a provocar la desaparición de ciertas costumbre y actitudes y a difundir otras, entonces el derecho será el instrumento de esa finalidad (junto con la escuela y otras instituciones y actividades) y tendrá que ser elaborado para que sea conforme a ese fin, máximamente eficaz y productivo de resultados positivos” (Gramsci, Antología II, 1925-1937, Escritos 1932-35, p. 399).

[80] Capel 2008 (“La Post-Humanidad y los Jinetes del Apocalipsis”).

[81] Algo que, modestamente, hemos pasado a debatir en el IX Coloquio Internacional de Geocrítica, que se celebró en Portoalegre en 2007, y que estuvo dedicado a “Los problemas del mundo actual. Soluciones y alternativas desde la geografía y las ciencias sociales” (Scripta Nova, Vol. XI, núm. 245, 1 de agosto de 2007 <http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-245.htm>).

[82] Mientras redacto estas líneas he tenido ocasión de leer un libro que, a pesar de su título, resulta reconfortante, el de Tony Judt Algo va mal (2010). Me ha impresionado, especialmente, la pregunta que le hizo un niño de 12 años, y con la que se inicia la conclusión del libro (p. 211). La madurez de esa pregunta me confirma, otra vez, la necesidad de modificar, y hacer más exigentes, los sistemas de enseñanza.

 

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Edición electrónica del texto realizada por Gerard Jori.

 

Ficha bibliográfica:

CAPEL, Horacio. Derecho para la ciudad en una sociedad democrática. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 2011, vol. XV, nº 353 (2). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-353/sn-353-2.htm>.

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