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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVI, núm. 418 (14), 1 de noviembre de 2012
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

LAS CIUDADES MEXICANAS EN EL PAÍS INDEPENDIENTE. IDEAS, PODER Y ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO URBANO

Eulalia Ribera Carbó
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
eribera@mora.edu.mx

Las ciudades mexicanas en el país independiente. Ideas, poder y organización del espacio urbano (Resumen)

La revolución de independencia respecto de España significó la suspensión de la primera revolución urbana moderna de las ciudades de México: la que se produjo cuando la monarquía de los Borbones dio un giro “ilustrado” al ejercicio del poder. En la segunda mitad del siglo XIX, la reactivación del comercio a nivel mundial y la revolución económica y social que significó la reforma liberal constituyeron el parteaguas urbanístico entre las ciudades de corte colonial y las de la modernidad republicana. Después de la llamada Revolución Mexicana de 1910, nuevas formas de sociabilidad se hicieron presentes en el espacio de las ciudades, y los nuevos gobiernos se esforzaron por crear sus propias escenografías del poder; sin embargo, el sentido de la especulación y el negocio inmobiliario por el que se habían enfilado el crecimiento y la modernización de las ciudades con la revolución liberal en las décadas anteriores no se torció y, antes bien, acabó de definirse.

Palabras clave: independencia política, reforma liberal, revolución urbana.

Mexican cities in an independent country. Ideas, power and organiztion of the urban space (Abstract)

The Bourbon monarchy of Spain gave a drive of “Enlightenment” to the use of power, which resulted in the first modern urban revolution of Mexican cities. This was interrupted by the independence revolution of Mexico with respect to Spain. In the second half of the 19th century the reactivation of world commerce along with the economic and social revolution generated by the liberal reform drove the cities from the colonial mold into the republican modernity. After the Mexican Revolution of 1910 new forms of sociability emerged in the space of the cities and the new governments strove to create their own sceneries of power. Nevertheless the course of the speculation and the real-estate business that had characterized the growth and modernization of Mexican cities during the previous decades of the liberal reforms were not affected by the Revolution.

Key words: political independence, liberal reform, urban revolution.


El siglo XIX, ese largo siglo que según Eric Hobsbaum duró más de cien años, estuvo marcado desde su principio hasta su fin por grandes revoluciones. De 1789, cuando los sans coulotte de París incendiaron la Bastilla, a 1914, cuando las potencias del imperialismo capitalista entraron en los campos de batalla para pelear las fronteras y los mercados coloniales, grandes transformaciones, a veces más violentas y a veces menos, sacudieron todas las estructuras de un mundo irreversiblemente “globalizado” por la división internacional del trabajo, por el desarrollo científico y las nuevas tecnologías, y por las ideas del pensamiento liberal.

La historia mexicana también ha definido frecuentemente un siglo XIX desfasado del tiempo calendárico. 1810 marca su comienzo con el inicio de la lucha por sacudirse el yugo español de 300 años, y 1910 lo cierra con un nuevo levantamiento en contra de otro yugo, esta vez el de una férrea dictadura política y una inicua existencia para la mayoría de los habitantes del país. Son dos momentos estelares del imaginario colectivo de los mexicanos, porque a pesar de que desembocaron en largas y violentas guerras, abrieron las puertas de par en par a profundas revoluciones que cambiaron las estructuras económicas, políticas y sociales del México contemporáneo.

Las revueltas debieron traducirse en nuevos panoramas territoriales. No hace falta insistir en que el espacio geográfico, más que el simple escenario de los acontecimientos históricos, es un producto del quehacer de los hombres a lo largo de la historia. Lo que sí debemos señalar es que las grandes transformaciones en la organización de los territorios no siempre se ajustan a la periodización que hacen los estudiosos de los acontecimientos políticos y los procesos sociales.

Las ciudades, máxima expresión de complejidad en el arreglo de un espacio geográfico, sufrieron consecuencias directas de las sacudidas bélicas y políticas iniciadas en 1810 y 1910. Pero los cambios profundos, aquellos que permiten hablar de transformaciones significativas en las estructuras y los quehaceres urbanos, le llegaron a las ciudades mexicanas por otros flancos.


La revolución urbana ilustrada

La primera de las grandes revoluciones de México, la de independencia, significó en realidad la suspensión casi definitiva de la primera revolución urbana moderna de las ciudades. Nos referimos a la que se produjo cuando la monarquía de los Borbones en España dio un giro “ilustrado” al ejercicio del poder. En el siglo XVIII, la nueva dinastía impuesta por Francia en España se dio a la tarea de renovar las estructuras económicas y políticas así como los mecanismos administrativos de su vasto imperio, imbuida por las ideas de la Ilustración y con el propósito de recuperar el control hegemónico del comercio y de los recursos “inagotables” de sus colonias. Los reformadores se abocaron al fomento de las industrias creando grandes monopolios de control estatal, a la realización de ferias comerciales y mercados, a la creación de instituciones científicas, artísticas y docentes; reorganizaron la división territorial con intenciones de simplificación y control, patrocinaron la última expansión española en América por la Alta California, desarrollaron el conocimiento geográfico y la labor cartográfica del territorio para su defensa y explotación, y mejoraron caminos, hicieron obras hidráulicas, construyeron puertos, faros y fuertes[1].

La reorganización económico administrativa del iluminismo despótico se tradujo, entre otras cosas, en un importante crecimiento demográfico, sobre todo en los centros urbanos más ligados a las reformas y beneficiados por ellas. Este contexto, inscrito en el ambiente del racionalismo científico característico del Siglo de las Luces, produjo las condiciones propicias en que se formularon los proyectos y las políticas de reordenamiento de los espacios de las ciudades, que se elaboraron en esos finales del dominio español en suelo americano.

Desde que los españoles empezaron la fundación de ciudades en su gigantesca empresa conquistadora y colonizadora, lo hicieron dibujando plazas mayores y unas trazas de calles tiradas a regla y cordel, formando dameros en los que debían habitar los españoles. Alrededor de esas cuadrículas debían acomodarse los indios en sus barrios. Pero para el siglo XVII, los límites definidos para las ciudades españolas se habían ido desdibujando, si es que alguna vez estuvieron bien marcados. Indios, mestizos, mulatos y castas transitaban y se instalaban a vivir en las trazas, y los españoles de poca fortuna se avecindaban en los barrios de indios, amancebados o casados con sus mujeres. Vano fue cualquier intento de las autoridades por revivir el modelo de segregación racial y por lograr un control efectivo del espacio y de la población. En el seiscientos, las ciudades mexicanas se habían convertido en ciudades incluyentes que, como dice Antonio Rubial para la ciudad de México, estaban a medio camino entre la utopía humanista y la brutal realidad social de urbes conquistadas[2]. La suciedad las asolaba. La materia en descomposición generaba malos olores, desataba epidemias y obstruía el paso por las calles. Los empedrados se encontraban, donde los había, en condiciones muy deficientes; el agua se encharcaba en ellos, pasaban animales rumbo al matadero dejando porquerías, los perros callejeros hacían su parte, pululaban ratas y eran arrojados desde las casas los contenidos de los bacines. Los carruajes y carros tenían serias dificultades para circular. Los mercados de las plazas mayores eran focos de infección y refugio de “vagos” y “malentretenidos”.

La mugre y el desorden eran algo que las mentes ilustradas del siglo XVIII no podían soportar. Como tampoco podían los nuevos virreyes del creciente absolutismo de la dinastía borbónica aceptar que, en la ciudad de México, la sede de la representación imperial del reino español, hubieran de pelear el poder sobre los espacios de la ciudad con regidores municipales, corregidor, oidores de la Audiencia, corporación eclesiástica, órdenes religiosas, consulado de comerciantes, gremios de artesanos y, para redondear el panorama, con los cabildos indios de las parcialidades. Así era; la administración de la ciudad de México, como la de las otras ciudades del virreinato, que había estado efectivamente concentrada en manos de los ayuntamientos en los primeros años después de la fundación, se había desdoblado en un galimatías de jurisdicciones que hacía muy dificultoso el gobierno urbano[3]. Todos los virreyes desde mediados del siglo XVIII intentaron imponer, con más o menos éxito, su despótica lógica de Estado y las nuevas ideas en torno al orden, la limpieza y el equilibrio geométrico como expresión de la belleza.

Se trabajó, aunque no siempre con éxito, para enderezar calles, para mejorar las condiciones de inseguridad imperantes, para implementar reformas higiénicas, para planificar los usos del suelo y la ubicación precisa de infraestructuras y equipamientos. La Corona intentó recuperar la presencia del Estado en los espacios públicos controlando sus usos sociales, lo que la enfrentó necesariamente con los poderes locales representados por los ayuntamientos; construyó obras que a base de perspectiva, de arquitectura y ornato daban muestras de la grandeza y esplendor de un Estado central fuerte. El referente obligado de la ciudad de México remite a los proyectos de 1794 encargados por el segundo conde de Revillagigedo. La intención era limpiar y ordenar la traza torcida de los barrios periféricos de la ciudad; también desembarazar a la plaza mayor del abigarramiento de sus usos comerciales y sociales seculares, para realzar en el centro de una escenografía limpia de puestuchos, de léperos y mugre, la figura real a caballo esculpida magníficamente por Manuel Tolsá; o bien, de hacer el trazado del primer paseo arbolado a la manera del boulevard francés: el Paseo Nuevo que después se llamó de Bucareli, que con su trazo recto hacia el suroeste marcaba la transición desde los límites de la vieja cuadrícula urbana hacia los campos agrícolas que la circundaban.

Lo más importante de aquellas reformas estaba en la nueva forma de concebir el espacio urbano. A unas ciudades que habían nacido modernas como parte de un proyecto de Estado en el siglo XVI; racionales, cuadriculadas, ordenadas, la Ilustración les exigía que volvieran a serlo a fines del siglo XVIII. Que corrigieran los errores que habían desvirtuado el modelo. Que los desvíos provocados por un Antiguo Régimen de corporaciones diversas en control de los lugares y las costumbres, cedieran ante el avance de un nuevo poder estatal omnipresente, autoritario. Un poder que pretendía ejercer una política general sobre la urbe como un todo, hacerse presente, echar a andar articuladamente la ciudad a manera de un mecanismo que asegura el bien público con ideas científicas y técnicas novedosas.


Las ciudades y la revolución de independencia

La guerra de independencia significó una interrupción de aquellos proyectos de inspiración racionalista y neoclásica emprendidos en las postrimerías del setecientos. Sin embargo, la revolución que significara la lucha por la emancipación política dejaría algunas huellas propias, aunque muchas veces quedaran éstas a nivel de lo simbólico. Por principio de cuentas, en 1812, los cabildos de México recibieron un decreto de las Cortes Generales de España, que mandaba poner el nombre de Plaza de la Constitución a la plaza mayor de todos los pueblos del imperio. Se trataba de gravar, en el lugar más importante del espacio urbano, la memoria de la constitución liberal firmada en Cádiz por los diputados a cortes, en plena ocupación francesa de España y en ausencia de Fernando VII. El mandato fue cumplido con lápidas colocadas en las paredes de las casas capitulares de numerosos lugares. Después, en 1821, el nombre de muchas de esas plazas volvió a cambiar, esta vez por el de Plaza de la Independencia[4].

El presidente Guadalupe Victoria también puso atención a los simbolismos, y el 22 de mayo de 1826 decretó la eliminación de cualquier adorno público que hiciera alusión a la dependencia respecto de España. Fueron entonces removidos escudos reales y nobiliarios de las fachadas y se destruyeron nichos y altares de las calles. Y ni qué decir de los monumentos borbónicos como el obelisco en la plaza mayor de Puebla dedicado a Carlos III, y “El caballito” montado por Carlos IV en la de México, que fueron retirados una vez consumada la independencia[5]. Las fobias anti-hispánicas se concentraron en el barroco colonial, que siguió sufriendo los embates de la vertiente neoclásica de la última arquitectura dieciochesca.

Pero lo cierto es que después de once años de guerra, las ciudades mexicanas quedaron sumidas en un largo período que podríamos llamar de letargo urbanístico. Había nacido un país profundamente convulsionado. Las estructuras coloniales estaban desequilibradas y los sistemas mercantiles transformados. La reafirmación de múltiples fuerzas caciquiles y regionales ante la ausencia de un poder central consolidado propició una inestabilidad política, que se prolongó por décadas y que fue parte del fenómeno de violencia y militarización generalizadas. Las ciudades, y sobre todo las que habían resultado más favorecidas con los flujos de riqueza en los finales del antiguo régimen, fueron el espejo que mejor reflejaba la nueva situación. Con el marasmo económico provocado por la crisis de las actividades promotoras del anterior esplendor urbano, el abatimiento y el deterioro se apoderaron del panorama. Había desaparecido la burocracia española de mayor jerarquía, para ser sustituida por otra menos bien pagada y sin el prestigio de aquélla; y entre las clases mejor acomodadas irrumpió un sector militar que, aunque indudablemente poderoso, era de un extracto mucho más rural que urbano. En las ciudades pequeñas, la expulsión de los españoles desmembró a las élites locales, formadas por hacendados regionales, comerciantes y administradores públicos[6].

El empobrecimiento de las oligarquías y un ejército que durante muchos años absorbió cerca del 80 % de los fondos del erario público dejaron poco margen de maniobra. Los mapas de las ciudades heredados de los tiempos coloniales prácticamente no cambiaron. Las calles tiradas a “regla y cordel” desde su origen siguieron siendo las mismas con la extensión que habían alcanzado en el siglo XVIII. Sólo la pátina del tiempo con sus ruinosas huellas parece haber hecho su aparición sobre los empedrados y las banquetas de las calles, sobre los muros de las construcciones y sobre el aspecto general. Los gastos suntuarios y ornamentales se acabaron y los ayuntamientos fueron haciendo lo poco que pudieron para paliar desperfectos y resolver las necesidades más apremiantes.

En la ciudad de México, el impulso urbanístico apenas alcanzó para que en 1843 Antonio López de Santa Anna emitiera un decreto para la remodelación de la plaza mayor y se lanzara en contra del mercado del Parián, que ocupaba un gran espacio cuadrangular en la esquina suroeste. El Parián, que había empezado a construirse en 1695, había albergado desde entonces a los ricos gachupines del gremio de tratantes del comercio con China. Su derroque era necesario para liberar a la plaza de la deformidad que le infringía y para poder colocar en su centro un monumento dedicado a la memoria de la independencia nacional. El monumento nunca fue colocado, pero los muros del Parián sí fueron derruidos como baluartes simbólicos del poderío hispánico[7]. Se regularizaron algunas manzanas de la traza en sus sectores norte, oriente y sur, suprimiendo tres o cuatro plazuelas, echando por tierra una capilla en ruinas, cancelando uno que otro pequeño callejón. Se prolongaron algunas calles por las tierras de las antiguas parcialidades indígenas, que ya habían sido transformadas en tierras incultas o potreros administrados por el ayuntamiento, y que fueron fraccionados a continuación[8].

En términos generales puede afirmarse que hasta mediados del siglo XIX, en las ciudades mexicanas incluida la capital nacional, poco o casi nada se invirtió en innovaciones estructurales y funcionales o en el acicalamiento de la imagen urbana. Solamente se puso cierta atención en los servicios de agua, de alumbrado público, de pavimentación y limpieza, aunque justo es decir que esos trabajos, que pusieron los primeros faroles que iluminaban la oscuridad de la noche y las primeras canalizaciones de agua corriente, o que pretendían ordenar o suprimir los mercados placeros y expulsar de los atrios de las iglesias los cementerios, para trasladarlos a nuevas necrópolis en las goteras de las poblaciones, iniciaban el funcionamiento de unos servicios municipales y unas políticas de reordenamiento urbano inspirados por el mismo aliento teórico que el de finales del siglo XVIII.


Las ciudades y la revolución liberal

Las cosas empezaron a cambiar en la segunda mitad de la centuria. Se gestaba, ahora sí, una profunda revolución urbana de la mano de la reactivación del comercio a nivel mundial, y de una nueva revolución económica y social en México: la reforma liberal.

Las leyes redactadas por el equipo del presidente Benito Juárez constituyen quizá el parteaguas urbanístico más definido entre la ciudad de corte colonial y la ciudad de la modernidad republicana. Las arremetidas contra la Iglesia y la comunidad campesina fueron la pieza clave. En 1856 y 1859, la ley de desamortización y la de nacionalización de los bienes eclesiásticos abrieron las puertas de par en par a los afanes expansionistas de ayuntamientos y particulares que, por un lado, se lanzaron sobre los terrenos de propiedad comunal de los barrios de indios de las periferias urbanas y, por otro, les permitieron la incorporación de numerosísimos lotes urbanos de la Iglesia a un nuevo mercado inmobiliario especulativo, de corte plenamente capitalista. En la ciudad de México, por ejemplo, fue un 47% del total del valor de las propiedades urbanas el que dejó de estar en manos de la corporación eclesiástica. En Guadalajara, el impacto de la Reforma significó que, en poco menos de veinte años, más de dos tercios de la superficie de la ciudad cambiara de propietario[9].

En términos del mapa de las ciudades, los cambios fueron trascendentales. Grandes manzanas ocupadas por claustros y huertas se convirtieron en otras varias más pequeñas, delimitadas por nuevos tramos de calles que se abrían regularizando la cuadrícula del trazado callejero. Y las ciudades de ensancharon más allá de los límites que habían mantenido prácticamente intactos desde los finales de la Colonia, si no es que desde antes.

Durante las tres últimas décadas del siglo las trasformaciones urbanas se enfilaron definitivamente por el camino de la modernidad. Primero, gracias a la restauración definitiva de la República en 1867 después de la derrota de las fuerzas conservadoras y de ocupación, que impusieron a México un emperador austriaco por tres largos años; se pusieron nuevamente en vigencia las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857 dictadas por el equipo liberal juarista. Después, a partir de 1877, el proyecto liberal pudo consolidarse durante los gobiernos sucesivos del general Porfirio Díaz, héroe de la resistencia y la lucha anti-intervencionista contra Francia, que por medio del yugo logró una paz que implicó el sometimiento de los poderes regionales, posibilitando la integración territorial y la incorporación de lleno en el mercado mundial. La economía creció insertándose en una nueva dinámica exportadora, que traía consigo la afluencia de capitales foráneos. Nuevas actividades ligadas a ese sector externo aparecieron por las ciudades con sus propias exigencias de localización. En algunas de ellas, el arranque de una industria de consumo orientada al mercado interno favoreció la proliferación de servicios diversos a su alrededor y proporcionó recursos económicos a las autoridades locales para hacer mayores inversiones en obra pública. O fueron las fábricas los catalizadores de innovaciones tecnológicas como la electricidad aplicada a los equipamientos urbanos.

Lógicamente, la ciudad de México es un caso notable. Considérese que a lo largo de los años porfirianos, la extensión de la capital casi se quintuplicó sobre antiguos barrios de indios, haciendas, ranchos, ejidos y municipios aledaños. Entre 1882 y 1910 fueron trazados más de 25 fraccionamientos que adoptaron el nombre de colonias, de las cuales algunas estaban destinadas a la habitación de clases medias de comerciantes y profesionistas, y la mayor parte a población obrera vinculada a las nuevas fábricas o a las infraestructuras y servicios distintivos del estado liberal, como eran los tendidos del ferrocarril, el rastro, la penitenciaría, hospitales o almacenes. La colonia Morelos, la Bolsa, Rastro, Santa Julia, Candelaria, Hidalgo, Peralvillo, la Viga, expandieron la ciudad en todas direcciones. Estaban también aquellas como La Teja, la Roma y la Condesa, diseñadas para la residencia exclusiva de las oligarquías del régimen, y que a partir de 1900 empezaron a fraccionarse y a construirse a todo lujo hacia el suroeste, con los mejores y más modernos sistemas de servicios, y nuevos conceptos urbanísticos de inspiración afrancesada como las avenidas diagonales y panorámicas, con plazas en forma de glorietas circulares que rompían la homogeneidad del patrón colonial[10].

Guadalajara creció en tamaño más de dos y media veces entre 1898 y 1908, con once colonias instaladas sobre potreros y ranchos colindantes, que habían sido ejidos de la ciudad y se habían privatizado durante la Reforma. La colonia Oblatos al oriente albergó a sectores proletarios de la población. Las colonias Francesa, Americana, Hidalgo, Moderna, Reforma y West End, por citar algunas, fueron pensadas para gente de mayores recursos económicos[11].

Lo que es importante señalar es que la expansión de las ciudades no se explica únicamente por la demanda de vivienda de una población en aumento. Más bien nos enfrentamos a un conjunto de fenómenos definitorios del “liberalismo triunfante” que, en coyuntura, hicieron posibles algunos de los fenómenos característicos de las ciudades modernas, como son la especulación sobre la propiedad del suelo y la construcción urbana convertida en un gran negocio. La liberación de predios y edificios que entraron en circulación gracias a la desamortización, la modernización tecnológica de medios de transporte, servicios e infraestructuras, y la consolidación de sistemas bancarios que posibilitaron el crédito para la obra urbana, se combinaron con las ideas y el sentido político en torno a la remodelación de las ciudades.

La nueva entrada de México en el mercado mundial, con una economía que crecía al amparo de una dinámica exportadora, permitieron al Estado y a las oligarquías de todas las ciudades mexicanas gastar en el esmero por presumir una nueva imagen urbana, más suntuosa y monumental, acorde a modas y gustos que se imponían por todas las latitudes. Las ciudades fueron el escenario idóneo para demostrar grandeza y una nueva civilidad republicana; fueron, a fin de cuentas, campos de batalla entre el antiguo y el nuevo régimen.

Se construyeron jardines municipales para el disfrute de los ciudadanos. La retórica de sus diseños, de una naturaleza domesticada y equilibradamente acomodada debía ser capaz de comunicar un sentido del orden social. El verde, los bancos, las fuentes, las farolas y los quioscos invadieron las plazas mayores. Los cuerpos filarmónicos a cargo de las retretas y serenatas placeras proliferaron por todas las ciudades y pueblos mexicanos, rompiendo el monopolio de la Iglesia sobre el ceremonial festivo y musical y contribuyendo a construir camarillas políticas[12].

Se edificaron nuevos palacios municipales y de gobierno queriendo mostrar la superioridad del poder civil. O se reconstruyeron los antiguos agregándoles pisos, instalándoles relojes públicos, recomponiendo fachadas al estilo neoclásico, o en la libertad del más puro eclecticismo individualista, alejado de la Academia y reforzador de la diferenciación prestigiosa propia del liberalismo económico. También se edificaron por docenas teatros grandiosos, lonjas y clubes, hoteles, edificios penitenciarios, hospitales, hospicios, manicomios, cafés y museos. Se instalaron monumentos dedicados a temas diversos, desde efemérides y próceres nacionales, hasta personajes mitológicos del repertorio clásico y cosmógrafos ilustres que alternaban con representaciones matrónicas de la patria y datos de mediciones hipsográficas[13].


Las ciudades y la revolución de 1910

A la sombra de la magnificencia del Estado porfiriano expresada en calles, paseos y arquitecturas de las ciudades de México, se gestaba otra revolución que, en 1910, sacudiría una vez más las estructuras y las conciencias del país. Sin embargo, ni los años de guerra ni los cambios profundos en materia política, económica y social que vinieron con la Revolución Mexicana, se tradujeron en interrupciones o transformaciones significativas de las dinámicas urbanas. Es cierto que mientras la población total del país se reducía en casi un 6% durante la década de 1910, la ciudad de México la incrementaba en poco más de 25% con quienes llegaban a ella para refugiarse, hacinándose sobre todo en los barrios del centro. Pero este aumento demográfico, notable en la capital y probablemente presente en menor grado en otras ciudades, no pasó de ahí.

El sentido en el camino de la especulación y el negocio inmobiliario por el que se habían enfilado el crecimiento y la modernización de las ciudades con la revolución liberal en las décadas anteriores, no se torció y antes bien acabó de definirse con la revolución. Durante los años de la guerra se incrementó la oferta de bienes inmuebles, seguramente aprovechando la demanda de una población henchida, pero también como una estrategia de los propietarios del suelo por el miedo ante posibles expropiaciones. En la ciudad de México, los dueños de propiedades rurales colindantes dieron pasos para reconvertirlas en suelos para el fraccionamiento y la urbanización, intentando evadir el peligro de la reforma agraria[14]. Lo mismo hicieron en otras ciudades quienes poseían grandes espacios de tierra agrícola o inculta en las inmediaciones de los núcleos urbanos, previendo pingües ganancias con el negocio y poniéndose a salvo de las temidas expropiaciones agraristas. En Orizaba, por ejemplo, los dueños de la Compañía Industrial de Orizaba, dueña del complejo textilero más importante del país por aquellos años, le vendieron a los ayuntamientos y a los poderosos sindicatos salidos de la revolución, las tierras que poseían alrededor de las fábricas de Río Blanco, Cocolapan, Cerritos y San Lorenzo, para edificar barrios de casas para los obreros, oficinas o edificios públicos[15].

En los años veinte, el negocio sobre el suelo y la construcción cobró nuevos bríos con las componendas entre las facciones políticas triunfantes y los dueños del dinero. El gobierno federal, y no se diga los ayuntamientos, no contaban con los capitales necesarios para emprender obras de infraestructura y construcción de vivienda, y muchas veces ni con la voluntad política necesaria para hacer valer las reglamentaciones urbanas vigentes. El resultado fue la falta de planificación y un crecimiento de las ciudades determinado por los intereses y conveniencias de los fraccionadores, quienes trabajaban con la complicidad de los cuerpos edilicios sin introducir anticipadamente los servicios estipulados por la ley.

En la ciudad de México, durante esa tercera década del siglo XX, fueron construidas más de treinta colonias nuevas y muchos cientos de viviendas en ellas, con el beneficio de la exención fiscal y el descuento en servicios de agua, pavimentación y drenaje. Surgieron barrios para obreros y burócratas que no habían cumplido con el reglamento de construcciones de 1920 y con el de colonias de 1924, que exigían aprobación de planos, contratos obligatorios para el pago de las obras de apertura de calles, alineamientos viales, altura de banquetas, atarjeas, servicios de limpia, terrenos para escuela y mercado. Irregularidades también las hubo en los jugosos negocios de construcción de colonias para clases medias y altas sobre terrenos de antiguas haciendas y ranchos, como fueron la Guadalupe Inn, la Chapultepec Heights, y la Ex-Hipódromo Condesa[16].

A pesar de que los gobiernos de esos años impulsaron proyectos de planificación coordinados por el arquitecto Carlos Contreras Elizondo, quien a partir de 1927 promovió congresos, exposiciones y leyes sobre el tema, y trabajó en planos reguladores para la ciudad de México, Monterrey, Aguascalientes, Veracruz y Acapulco[17], la especulación y el poder del dinero dictaron las formas del crecimiento urbano.

Desde luego que la revolución de 1910 dejó su impronta en las ciudades mexicanas. Nuevas formas de sociabilidad se hicieron presentes en sus espacios. El Estado se esforzó por crear sus propias escenografías del poder, y como grandes ejemplos ahí están en la ciudad de México un Zócalo homogeneizado arquitectónicamente con un estilo neocolonial a base de tezontle, con un Palacio Nacional y un Ayuntamiento crecidos en altura. Murales con temas históricos y revolucionarios llenaron de policromías los viejos muros. Una grandiosa cúpula neoclásica proyectada para un palacio legislativo se reformó en un monumento art decó dedicado a la revolución. Y una Avenida de los Insurgentes, conmemorativa del primer centenario de la consumación de la independencia, trazada y abierta con el apoyo del presupuesto federal, se convirtió en el símbolo de la ciudad moderna de los gobiernos posrevolucionarios.

Pero los anhelos de justicia social que después de la Revolución auténticamente inspiraron el actuar de muchos y maravillosos personajes en la capital y en las ciudades grandes y pequeñas por todo el país, no fueron suficientes para cambiar el curso de los procesos de especulación y segregación que determinaron, y siguen determinando, la construcción del mundo urbano mexicano moderno.

 

Notas

[1] Capel, 1994.

[2] Rubial, 1998, p. 16.

[3] Sánchez de Tagle, 1997; Rubial, 1998.

[4] Blanco y Dillingham, 2002 ; Leal, 2003.

[5] Leal, 2003; García 1987; Blanco y Dillingham, 2002.

[6] Halperin, 1980; Moreno, 1972.

[7] Martínez del Río, 2002; Aguayo y Roca, 2004.

[8] Morales, 1994.

[9] Morales, 1976; López, 2001.

[10] Gortari, 1988; Jiménez, 1993, Morales, 1978.

[11] López, 2001.

[12] Ribera, 1990.

[13] Fernández, 2004.

[14] Collado, 2007

[15] Galán, 2010.

[16] Collado, 2007.

[17] Escudero, 2004.

 

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Ficha bibliográfica:

RIBERA CARBÓ, Eulalia. Las ciudades mexicanas en el país independiente. Ideas, poder y organización del espacio urbano. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de noviembre de 2012, vol. XVI, nº 418 (14). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-418/sn-418-14.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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