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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVII, núm. 440, 1 de junio de 2013
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

LA REGULACIÓN DE LOS MONTES PRIVADOS ESPAÑOLES, 1855-1977. HECHOS E HIPÓTESIS*

Iñaki Iriarte Goñi
Depto. de Estructura e Historia Económica y Economía Pública – Universidad de Zaragoza
iiriarte@unizar.es

Recibido: 15 de junio de 2011. Devuelto para correcciones: 21 de junio de 2012. Aceptado: 5 de julio de 2012.

La regulación de los montes privados españoles, 1855-1977. Hechos e hipótesis (Resumen)

La mayoría de los trabajos que analizan la historia de los derechos de propiedad, tienden a interpretar la propiedad privada como un sistema de derechos inamovible a lo largo del tiempo. Frente a ello, este trabajo analiza el establecimiento y la evolución de las regulaciones del uso de los montes de particulares en España en el largo plazo, considerándolas como una expresión de la modificación de derechos asociados a la propiedad privada. El texto analiza esas regulaciones durante el siglo XIX, el primer tercio del siglo XX y el Franquismo, para pasar después a discutir algunas de sus implicaciones y a plantear hipótesis para futuras investigaciones. Aunque se trata de una primera aproximación al tema, la principal conclusión es que el proceso de modernización económica, en la medida en que implicó nuevas formas de utilización del territorio y de explotación de los recursos, requirió de un ajuste continuo de los derechos de propiedad, que afectó también a la propiedad privada.

Palabras clave: derechos de propiedad, montes privados, historia forestal, política forestal.

Regulation of private forests in Spain, 1855-1977. Facts and hypotheses (Abstract)

Most of the works analyzing property rights in historical perspective, usually consider private property as an immovable system of rights along the time. Opposite to this interpretation, this paper analyze the establishment and evolution of rules applying to private forest in Spain in the long run, and consider it as an expression of changes in the right system associated to private property. The work describes the main changes in the rules in the 19th century, in the first decades of the 20th century and during the Francois period. Then it discus some of its effects and launch some hypothesis of work. The main conclusion is that the process of economic development implied changes in the uses of territory and in resources exploitation and required a continuous adjustment in property rights which affected also to private property.

Key words: property rights, private forest, forest history, forest policy.


Buena parte de la literatura generada en España en las últimas décadas en torno a los derechos de propiedad se ha centrado en el análisis de los montes públicos, de su proceso de privatización a lo largo del siglo XIX o de la redefinición de los derechos de uso que se fue produciendo sobre esos espacios, y de sus efectos económicos, sociales y ambientales. En todos esos sentidos el avance ha sido considerable[1]. Sin embargo, la investigación ha dejado al margen lo ocurrido con los montes privados, que pese a ser claramente mayoritarios desde el punto de vista de la superficie ocupada, apenas han sido objeto de análisis. Esa falta de atención responde en buena parte a la práctica inexistencia de fuentes oficiales para seguir su trayectoria. Pero responde también a una idea aceptada implícitamente por la mayoría de los investigadores y que se podría resumir como sigue: esos montes, desde el momento en que recayeron en manos privadas, estuvieron sujetos a unos derechos de propiedad plenos, a través de los cuales sus propietarios pudieron gestionarlos sin ningún tipo de restricción. Así, mientras que los derechos establecidos sobre los montes públicos estuvieron sometidos a un constante proceso de cambio, los establecidos sobre los montes privados habrían permanecido inamovibles a lo largo del tiempo y, en consecuencia, no serían un buen escenario para analizar transformaciones en los derechos de propiedad.

Esa idea implícita contrasta con otra que está empezando a adquirir relevancia en los últimos tiempos y que contempla los derechos de propiedad desde una perspectiva más amplia (Ostrom, 1990; Hanna y Mushheningue, 1995; Dietz, Ostrom y Stern, 2003; Ostrom y Nagendra, 2007). Según está visión renovada, cada forma genérica de propiedad (sea pública, comunitaria o privada) no debería entenderse como un modelo de derechos perfectamente establecido cuyas características intrínsecas se agotan en su propia definición (como bienes públicos, comunitarios o privados), sino más bien como sistemas, obviamente diferentes, pero abiertos, en la medida en que todos ellos están sujetos a normas concretas socialmente establecidas. Unas normas que son las que van delimitando el propio alcance de los derechos existentes en cada una de esas formas genéricas de propiedad en diferentes contextos históricos, esto es, en diferentes contextos con combinaciones cambiantes de componentes sociales, ambientales, tecnológicos y económicos[2].

Desde esta perspectiva, el objetivo básico de este trabajo es detectar qué normas se fueron estableciendo sobre los montes privados españoles a lo largo de los siglos XIX y XX, tratando de ver las motivaciones a las que respondieron y las formas concretas que fueron adoptando. Para ello se realiza un rastreo de la legislación española de montes que incluye las principales leyes (Leyes de Montes de 1863 y de 1957) y sus reglamentos, así como toda una serie de disposiciones complementarias que fueron haciendo referencia a los montes de particulares a lo largo del tiempo (obtenidas de un rastreo pormenorizado de la Gaceta de Madrid y del BOE). Siguiendo el trabajo de Schaaf y Broussard (2006), todas esas disposiciones se entienden como herramientas de política económica referidas al sector forestal, con las que los reguladores, en función de los objetivos prioritarios que se fueron marcando, trataron de facilitar, obligar, prevenir o disuadir a los propietarios de montes para que siguieran o evitaran determinados comportamientos. Dicho de otra forma, pueden interpretarse como modificaciones en los derechos asociados a la propiedad privada.

Para ordenar de alguna manera unas regulaciones que fueron creciendo considerablemente con el paso del tiempo, se ha escogido una forma de clasificación sencilla de esas herramientas de política económica, tomada de  Schneider e  Ingram (1991), que básicamente diferencia entre el discurso genérico con el que se promovían las regulaciones, las medidas de carácter coercitivo (obligaciones impuestas y sistema de sanciones), y los incentivos que se daba a los propietarios para tratar de orientar sus actuaciones en la dirección deseada. Conviene aclarar que en esta primera aproximación al tema se trata sobre todo de ir describiendo las regulaciones, sin que por el momento se puedan calibrar en profundidad los efectos concretos de las mismas. Cabe advertir, además, que un mismo aparato regulador pudo generar efectos diferentes en las diferentes regiones del país, en función de las características ambientales de los montes, así como de las propias características sociales y económicas de cada región (Gallego, Iriarte y Lana, 2010). Aunque por el momento no estamos en condiciones de rastrear esas diferencias, se trata de construir un primer escalón sobre el que poder ir asentando investigaciones posteriores sobre los montes de particulares.   

En las secciones 2, 3 y 4 del trabajo se describen las regulaciones ordenadas en los tres niveles comentados (discurso, sistema coercitivo e incentivos), para la segunda mitad del siglo XIX, el primer tercio del siglo XX y el periodo franquista, respectivamente. Posteriormente, en la sección 5 se discuten varias de las implicaciones de los sistemas de regulación descritos previamente y se lanzan hipótesis de trabajo para el futuro. Finalmente, la sección 6 recoge algunas conclusiones provisionales.   


El siglo XIX: una desregulación con matices

Los trabajos que han analizado la evolución de la legislación forestal durante el siglo XIX y, más en concreto, en las décadas en las que se fue consolidando la reforma agraria liberal en España (Sanz Fernández 1985y 1986, Bauer, 1980) resaltan cómo el liberalismo económico tendió claramente a no inmiscuirse en los usos que los propietarios de monte podían realizar en sus predios. Así, más que de una regulación podría hablarse incluso de una desregulación del uso de los montes privados, en contraste con las disposiciones que se habían establecido a mediados del XVIII. Un repaso a algunas de las principales disposiciones sobre el tema, así parece atestiguarlo. Por ejemplo, las ordenanzas de montes de 1833 en su artículo 3º establecían la libertad para cercar los montes particulares y también para variar el destino y cultivo de los mismos, permitiendo al propietario “hacer de ellos y de sus producciones lo que más le conviniese”. Más aún, una Real Orden de 1834 conminaba a los dependientes del Ramo de montes a que no turbasen el libre uso de los propietarios reconocidos. Se trataba, como recordaba la Ley de 26 de noviembre de 1836, de evitar el “mal entendido espíritu de protección” que se había extendido en épocas anteriores y que resultaba “contrario al derecho de propiedad” y “opuesto a la libre acción del interés individual”[3].

La tendencia a la desregulación parece por tanto un hecho. Sin embargo, no mucho después la libertad absoluta en el uso de los montes de particulares iba a comenzar a matizarse, si bien de forma bastante tenue aun, a través de algunas disposiciones recogidas en la Ley de montes de 1863 y en su reglamento de 1865. Para entender este cambio conviene aludir al discurso que se fue estableciendo sobre los montes desde la década de 1850. Como es sabido, desde ese momento se fue estableciendo una doble actuación en torno a esos espacios que, de un lado, promovía su privatización a través de la Ley de desamortización general del 55, pero que de otro establecía el carácter público de los montes exceptuados de las ventas, adscribiéndolos bien al Estado bien a los pueblos y creando un sistema de supervisión estatal para todos ellos (Sanz Fernández, 1985 y 1986; Jiménez Blanco, 1991). Los resultados de ese proceso respondieron a motivaciones económicas, sociales y ambientales complejas y mientras que en algunas zonas del país se privatizó una parte considerable de los montes, en otras se dio una amplia pervivencia de los mismos en manos públicas (GEHR, 1994; Balboa, 1999). Pero para lo que aquí interesa, cabe decir que detrás de esa doble actuación estaba implícito el reconocimiento de un discurso, expresado especialmente por algunos representantes del Cuerpo de Ingenieros de Montes, según el cual la iniciativa privada no podía garantizar la conservación de todos los montes (Gómez Mendoza, 1992; Casals Costa, 2005). En consecuencia, los montes altos maderables y todos aquellos espacios que ejercieran lo que entonces se consideraba como efectos positivos sobre el medio y que contribuyeran a evitar ciertas catástrofes naturales, debían quedar en manos públicas (de los pueblos o del Estado), bajo la supervisión de la Administración forestal, (ICONA, 1987). Como también es sabido, esa permanencia de muchos montes en el ámbito público estuvo acompañada de un control y de una disminución de los aprovechamientos de carácter vecinal y de un impulso de los usos mercantiles a través de las subastas públicas (Sanz Fernández, 1985 y 1986; Jiménez Blanco, 1991).

En definitiva, desde la década de 1850 parece pergeñarse ya en torno a los montes un discurso que favorecía su conservación por razones relacionadas con la preservación del medio y que paralelamente trataba de incrementar sus usos económicos a través del fomento de su explotación con fines comerciales. Ahora bien ¿cómo iba a afectar esto a los montes de particulares? La ley de montes de 1863 y el reglamento de 1865 mantenían un amplísimo grado de libertad para los propietarios de montes privados, aunque con algunas puntualizaciones interesantes que parecen responder en buena medida a un intento de favorecer la consecución del doble objetivo comentado.

Por un lado, y en un sentido general, se establecía que el uso de los montes privados no estaba sometido a restricciones, excepción hecha de las impuestas por las leyes generales de policía[4]. Un pequeño matiz que tiene su importancia en la medida en que reconocía implícitamente que el derecho de propiedad quedaba sometido, al fin y al cabo, a reglas superiores socialmente establecidas. Pese a ello, las obligaciones concretas de los propietarios privados respecto al uso de sus predios eran prácticamente inexistentes, además de ser tremendamente ambiguas. De hecho, se limitaban a aquellos terrenos denominados yermos o arenales que no fueran útiles para el cultivo agrario y en los que el Estado estableciera la necesidad de realizar plantaciones. En esos casos el propietario tenía la obligación de realizar labores de repoblación forestal y, si no lo hacía, el Estado podía llegar a expropiarle el terreno. Se trataba de una expropiación indemnizada, en la que el propietario podía participar en la tasación del valor del monte, nombrando para ello a un perito. Además, se le daba la oportunidad de recuperar la propiedad en los cinco años siguientes, pagando el coste que la repoblación hubiera supuesto para el Estado[5]. En definitiva, unas obligaciones que se caracterizaban por la falta de criterios concretos para hacerlas efectivas y en las que se hacía hincapié en las garantías para los propietarios.

Por otra parte, la ley del 63 señalaba algunas prohibiciones de uso, si bien restringidas únicamente a las partes de los montes privados que colindaran con montes públicos y limitadas además a situaciones concretas relacionadas con las operaciones de deslinde. Así, mientras se estuviera realizando el deslinde de un monte público, el Estado podía fijar una faja de terreno en los montes privados colindantes en la que quedaba prohibida la corta de madera y en la que, además, la obtención de otros productos forestales (leñas o pastos) quedaba sometida a su supervisión. Con ello se pretendía evitar la sobre explotación de unos terrenos que tras el deslinde era posible que se reconocieran como pertenecientes al ámbito público. En cualquier caso la prohibición no dejaba de ser garantista para los propietarios privados, en la medida en que podían reclamar la extensión de la faja establecida y podían además participar en la tasación de los productos a aprovechar durante el deslinde[6].

Finalmente, la Ley establecían también algunos incentivos para promover en los montes privados bien la repoblación, bien el incremento de la producción forestal, especialmente de madera. En lo referente a la repoblación los particulares que la llevaran a cabo quedaban exentos del pago de la Contribución de inmuebles, cultivo y ganadería, además de poder acogerse a determinados “premios” establecidos al efecto [7]. Esos premios (que pueden considerarse en realidad como subvenciones) aparecían algo más perfilados en el reglamento de 1865 y se ligaban a las repoblaciones en montes particulares no tanto con fines protectores, como pensadas para destinar los montes en cuestión a la explotación maderera. En esos casos, los dueños que quisieran obtener las ayudas debían solicitarlo al Estado y a partir de ahí se iniciaba un proceso de supervisión por parte de la Administración forestal que era en realidad quien dirigía las labores de repoblación, condicionando la concesión del “premio” a que las mismas se realizaran según sus criterios. Una parte de la subvención podía adelantarse en forma de semillas o plantas y la cuantía total de la misma nunca podía superar el total de la inversión realizada por el particular. El monte repoblado quedaba además bajo el régimen que regía para los montes públicos durante nada menos que todo un turno forestal[8]. Estos mismos incentivos se mantenían en vigor en la Ley de repoblación de 1877, que en lo que respecta a los montes de particulares no introdujo ninguna novedad.

Se trata en definitiva de unas regulaciones leves y genéricas que debían  resultar muy difíciles de llevar a la práctica de manera efectiva. De hecho, resulta sintomático que no se estableciera ningún mecanismo claro de supervisión de las escasas regulaciones establecidas sobre los montes privados. Mientras que los montes públicos quedaban desde 1877 bajo la supervisión de la Guardia Civil que contaba con una extensa legislación administrativa y penal para controlar sus normas de uso, nada parecido ocurría con los montes de particulares. Es evidente que los propietarios también podían acudir a la Guardia civil o a los tribunales  para garantizar la seguridad de sus propiedades, pero nada determinaba quien y cómo debía controlar los usos que ellos hacían de sus montes. En cualquier caso, el marco regulador establecido a mediados del XIX iba a sentar unas bases que posteriormente se irían concretando en un contexto socioeconómico cambiante.


El primer tercio del siglo XX: el monte privado como cuestión de interés público

Desde finales del siglo XIX la situación forestal española se adentra en una nueva etapa. La introducción en 1896 del concepto de montes de Utilidad Pública, garantizaba entre otras cosas la inembargabilidad de la inmensa mayoría de los montes declarados previamente como públicos, de tal forma que el frente abierto desde 1855 para frenar las privatizaciones indiscriminadas quedaba en buena medida cerrado. A partir de ahí la Administración forestal se iba a centrar en otros objetivos que, si bien como hemos visto ya estaban presentes desde mediados del XIX, apenas habían podido desarrollarse. Se trataba, por un lado, de tratar de paliar los problemas de deforestación y degradación de los montes de los que se iba tomando cada vez mayor conciencia y, por otro, de incrementar la producción forestal para cubrir una demanda creciente. Dos objetivos que para los ingenieros forestales no eran incompatibles siempre que la gestión de los montes se adaptara a los dictados de la ciencia forestal, pero que en la práctica no eran tan sencillos de compatibilizar. Durante el primer tercio del siglo XX la presión económica sobre los espacios de monte iba a crecer no sólo debido al fuerte aumento de la demanda de productos forestales como la madera, la resina o el corcho, sino debido también al incremento y recomposición de la cabaña ganadera y a la expansión de las roturaciones. En este nuevo contexto, las tensiones entre conservación y producción se hicieron mucho más explícitas (Iriarte Goñi, 2010) y la propia percepción del papel que debían desempeñar los montes particulares comenzó a alterarse.

El discurso que la Administración forestal comenzó a desplegar desde principios del siglo XX hacía hincapié en las enormes utilidades que los montes ofrecían a la sociedad desde diversos puntos de vista. Como señalaban varios trabajos que vieron la luz en esa época (Ministerio de Fomento, 1908; Fenech, 1917; Elorrieta, 1920, por poner sólo algunos ejemplos) tanto los montes públicos como muchos de los privados jugaban un papel fundamental en el mantenimiento de unas buenas condiciones físicas del territorio (contribuían a la regulación del clima y de los cursos de agua y fijaban el suelo evitando problemas de avenidas de agua y de erosión); eran importantes para la economía del país (que podía sanear sus cuentas incrementando la producción para reducir las importaciones e incrementar las exportaciones); y también desempeñaban funciones de carácter social (al poder ser fuente de trabajo rural que frenara las migraciones). Desde estas tres perspectivas la conservación y la puesta en valor de los montes particulares podían interpretarse como cuestiones de interés público, lo cual legitimaba al Estado para supervisar e incluso limitar el uso de la propiedad privada en aras del interés general. Como señalaba uno de los trabajos citados parafraseando a un diputado francés, “el hombre que no puede incendiar su casa a causa del peligro de que ocasione daños a sus vecinos ¿por qué ha de poder, destruyendo un monte o cortándolo a mata rasa arrojar sobre los terrenos inferiores los desprendimientos de tierras o los arrastres torrenciales?” (Ministerio de Fomento, 1908, p.47).

La referencia al diputado francés no era casualidad ya que el trabajo se dedicaba precisamente a repasar la legislación forestal de Francia, Suiza, diversos estados alemanes, Austria y Hungría y venía a demostrar que en todos ellos se habían ido estableciendo especialmente desde finales del siglo XIX y en los primeros años del XX, medidas que restringían la libertad de uso en los montes privados para proteger el territorio, así como disposiciones para contribuir al incremento de la producción forestal. Así pues, esos dos principios de conservación y de fomento de la producción forestal iban a desencadenar algunos cambios en el sistema de regulación de los montes privados españoles que se iban a plasmar principalmente en la Ley de Conservación de montes y de repoblación forestal de 1908 y en su reglamento de 1909, así como en varias disposiciones sobre prohibición de cortas emitidas en 1918 y en 1924-25.

El preámbulo de la Ley de 1908 resume de manera bastante exacta los motivos esgrimidos por el Estado para desarrollar una política que afectara a los montes privados. “En los terrenos montañosos –decía- los abusos del derecho de propiedad ejercido sin limitación ninguna, han destruido totalmente la vegetación en suelos de considerable pendiente y han creado peligros gravísimos al cultivo”. Y añadía “por otra parte, la desnudez de nuestras sierras hace que las maderas y leñas vayan escaseando más y más cada día, estando próximo el momento en que la penuria de las primeras sea una carga pesada para la economía del país”[9]. Frente a todo ello, Se trataba de que los propietarios de monte tanto públicos como particulares tomaran conciencia de la importancia de aprovechar sus terrenos de forma adecuada y colaboraran con el Estado en su conservación y puesta en producción.

El problema inicial para desarrollar una actuación concreta en esa dirección estaba en delimitar los montes que debían ser objeto de la misma. Para ello, la ley de 1908 recurría al concepto de “monte protector”, que se tomaba en buena medida de las legislaciones forestales de Prusia y de Suiza[10]. En el caso español se iban a considerar como protectores todos los montes que cumplieran alguna función importante para la preservación del medio físico, pero también aquellos cuya explotación forestal regular pudiera ofrecer “condiciones económicas permanentes”, independientemente de que fueran públicos o privados[11]. Todos los terrenos incluidos en el Catálogo de montes de utilidad pública se consideraban per se como protectores, pero la idea era formar una relación mucho más amplia incluyendo los montes privados que reunieran las características propias de la protección considerada. Para ello se dictó un procedimiento que pretendía ser exhaustivo sobre las formas de inclusión de terrenos en esa nueva relación. De un lado, la Administración forestal pretendía inspeccionar la práctica totalidad de los montes del país para determinar cuales debían incluirse en ella. De otro, se intentaba crear un clima social favorable a la declaración de montes protectores, instando a los propietarios particulares, pero también a los ayuntamientos y a las diputaciones a que elevaran instancias sobre los montes que consideraban que debían ser incluidos. Aunque la ley no resulta clara en este sentido, parece que dejaba abierta la posibilidad de que un ayuntamiento o una diputación solicitaran a Fomento que declarara como protectores montes pertenecientes a particulares, incluso en contra de la opinión de estos. En cualquier caso, si los propietarios no estaban de acuerdo con esa declaración, tenían posibilidades de recurrir la decisión. Por otra parte, se promovía también la creación de sociedades que incluyeran montes de diversos propietarios, a fin de facilitar las actuaciones sobre áreas extensas y también, probablemente, de superar los obstáculos que la fragmentación de la propiedad forestal podía originar en algunas regiones. 

El control pretendido se acompañaba con una serie de exigencias y prohibiciones a los propietarios de los montes protectores. La principal exigencia era precisamente la repoblación, de tal forma que si los propietarios no la iniciaban en un plazo breve después de la declaración del monte como protector, el Estado tenía el derecho de expropiación. Por otra parte se obligaba a los propietarios a seguir planes dasocráticos para la explotación de los montes, que debían regirse por unas normas mínimas: se prohibían los descuajes y las roturaciones; se prohibían también las cortas a mata rasa; el objetivo de la explotación debía ser la regularización del monte, y la intensidad de las cortas debía limitarse para garantizar los fines protectores; las zonas de repoblación quedaban vedadas para el ganado; y los aprovechamientos menores (hojas, leñas) debían restringirse a lugares que no entorpecieran la repoblación. Por primera vez, los dueños de monte quedaban sometidos a la legislación penal en caso de realizar malos usos de su propiedad y podían ser denunciados tanto por la guardería de la Administración forestal, como por los ayuntamientos e incluso por otros propietarios. En cualquier caso, para garantizar la armonía entre las diversas instancias interesadas en los montes se creaban las “Juntas locales de conservación y fomento de los montes protectores”, compuestas por alcaldes y propietarios, así como por representantes de la Administración forestal.

Al mismo tiempo, la ley de 1908 establecía diversos incentivos para fomentar la repoblación de los montes protectores. Por una parte, se retomaban algunos elementos ya presentes en la ley de 1863, pero dándoles una mayor concreción. Así, se mantenía la exención de tributos para los propietarios de los montes que se repoblaran, estableciendo para la misma un plazo de 30 años, prorrogables en función del tipo de repoblación que se estuviera llevando a cabo. Igualmente, se mantenía la concesión de premios, entendidos como subvenciones para acometer las labores de repoblación. Podían optar a ellos, aquellos propietarios que presentaran un plan adecuado y comenzaran a desarrollarlo por sus propios medios y que, además, fueran a dedicar posteriormente la explotación de los montes a la obtención de un producto “útil y apto para la construcción civil o naval”. Pero la principal novedad que introducía la ley de 1908 y que afectaba a todos los montes considerados protectores, era el establecimiento de una renta a pagar por parte del Estado, que se abonaría a los propietarios en forma de crédito mientras el monte no pudiera producir por causa de estar en proceso de repoblación. Ese crédito se entendía indirectamente como una forma de financiación de los trabajos de repoblación y, de hecho, se obligaba a los propietarios a invertir al menos una parte del mismo en ellos. Una vez concluida la repoblación, los propietarios podían optar por la explotación directa del monte devolviendo el crédito al Estado, por la cesión de la explotación a la Administración forestal hasta que el importe del crédito recibido fuera cubierto a través de la venta de productos, o por la cesión definitiva del dominio del monte al Estado, que abonaría una cantidad adicional a los propietarios para cubrir el valor total del terreno. Como puede verse, si bien con las repoblaciones se buscaba una finalidad protectora, las cuestiones relacionadas con la producción después de que el monte fuera repoblado, planeaban sobre la mayor parte de los incentivos.

La ley de 1908 y en especial el reglamento que la desarrollaba fue, en definitiva, un intento de dar un giro muy considerable a la política forestal del país, tratando de reforzar y extender la influencia de la Administración forestal y de sus principios conservadores y productivos no sólo a los montes públicos sino también a muchos de los privados. Sus efectos prácticos sin embargo no parece que fueran ni mucho menos los deseados, probablemente porque todo el andamiaje regulatorio se basaba en una medida básica, la elaboración de una relación de montes protectores, que nunca se llevó a la práctica de manera sistemática. No sabemos en que medida la Administración forestal fue acometiendo el reconocimiento de los montes que se había propuesto, pero el hecho es que el Servicio para crear un catálogo de montes protectores no fue creado hasta 1922 y quedó restringido además a las Divisiones hidrológico forestales, dejando al margen a los distritos[12]. No fue hasta 9 años después, esto es en febrero de 1931, cuando unas nuevas instrucciones aceleraban la elaboración del catálogo[13]. Así, durante los años de la Segunda República se declararon como protectores un total de 677 montes que ocupaban algo más de 233.800 has y que incluían muchos predios particulares (Rico Boquete, 2001)[14]. Sin embargo, nada sabemos sobre las actuaciones que se llevaron a cabo en ellos más allá de la declaración, aunque teniendo en cuenta las vicisitudes por las que atravesó el país poco después, es dudoso que se avanzara mucho en la dirección de hacer efectivo el sistema de coerción y de incentivos planteado en la legislación.

Quizás las mejores pruebas de la escasa influencia práctica que la ley de 1908 tuvo sobre los montes de particulares, sean las regulaciones posteriores que tuvieron que emitirse para tratar de atajar los abusos que se fueron produciendo sobre ellos. Unas reglas que parecen responder en lo básico a la presión ejercida por la economía sobre los montes, tanto en lo que se refiere a los aprovechamientos forestales, como en lo referido a la expansión de las roturaciones. La más conocida de esas disposiciones es la Ley de defensa de los bosques emitida en 1918 ante la coyuntura generada por el incremento de los precios forestales que provocó la primera guerra mundial[15]. En esa ley predominaban por encima de cualquier otra consideración las prohibiciones y los intentos de control de los aprovechamientos sobre los montes privados, aunque obviamente, se trataba de poner los medios para que se siguiera produciendo una explotación forestal controlada. Así, se creaba en cada provincia una “Junta de conservación de la propiedad forestal privada”, que sería la encargada de supervisar los usos, de otorgar los permisos necesarios para realizar aprovechamientos y de proponer las sanciones frente a los abusos. Cabe resaltar que esas juntas, pese a trabajar en colaboración con la Administración forestal, no eran controladas por ésta, sino que se componían de representantes de los Consejos provinciales de agricultura y ganadería y, lo que es más importante, de representantes de los propietarios y de los industriales y comerciantes forestales. Dicho de otro modo, los intereses forestales privados contaban con una amplia representación en el establecimiento de las reglas. Paralelamente se trataba de ampliar la presión social sobre los infractores, estableciendo que, además de la Guardia civil y de los servicios de guardería forestal, cualquier particular podía realizar denuncias. Las multas se fijaban en un 25% de los aprovechamientos realizados de forma fraudulenta. Los denunciantes tenían derecho a cobrar como recompensa una tercera parte de las mismas y los dos tercios restantes se dedicarían a crear un fondo con el que premiar a los propietarios que realizaran labores de repoblación.   

La ley de defensa de los bosques nació con fecha de caducidad, ya que la misma ley decretaba que dejaría de estar en vigor seis meses después de acabada la guerra y, de hecho, fue derogada el 20 de julio de 1920. Sin embargo, la legislación posterior vino a demostrar que los abusos en los montes de particulares no sólo estaban provocados por la coyuntura bélica. Cuatro años después, el gobierno de la Dictadura de Primo de Ribera venía a publicar un Real decreto en el que se volvía a insistir en el problema de la destrucción de los bosques y en la idea de que el control estatal de los aprovechamientos en los montes de particulares era una cuestión de interés público[16]. A partir de ahí se volvían a poner en vigor buena parte de los artículos de la Ley de defensa de bosques de 1918, aunque alterando ligeramente los procedimientos. Las “Juntas de conservación de la propiedad forestal privada” que habían sido disueltas en 1920 no se volvían a crear y en su defecto se dejaba el control de los aprovechamientos de los montes privados en manos de los Gobiernos Civiles que serían los encargados de conceder los permisos de aprovechamiento. Las normas, sin embargo, seguían siendo muy respetuosas con aquellos propietarios que dedicaran sus actividades económicas a la explotación forestal. Por un lado, quedaban fuera de la regulación los montes que contaran con planes de ordenación forestal; por otro, los propietarios que pensaran que las restricciones les impedían obtener la “verdadera renta del predio” podían solicitar una ampliación de los aprovechamientos al Gobierno civil. El sistema de sanciones repetía las disposiciones de 1918 aunque la cuantía de las multas podía elevarse hasta un tercio de los aprovechamientos fraudulentos.

Por lo que parece, el Real decreto de 1924 generó numerosas protestas por parte de diversos implicados en la actividad forestal de los montes privados, de tal forma que el reglamento aprobado para su ejecución a principios de 1925 rebajó de manera explícita la dureza de la regulación[17]. Se establecieron para ello una serie de excepciones con las que se venía a salvaguardar una amplísima libertad de acción, especialmente para los grandes propietarios implicados de manera regular en negocios forestales[18]. Pese a todo, se siguieron prohibiendo de forma genérica las “cortas a hecho, talas y descuajes” en lo que parece sobre todo un intento de limitar la destrucción de montes para ser convertidos en terrenos agrícolas. Sin embargo, también en este caso se dejaban algunas puertas abiertas. De hecho, esa conversión no se prohibía, aunque se obligaba a los propietarios privados que quisieran cambiar el cultivo forestal por el agrícola a que solicitaran un permiso, anunciando que se abrirían expedientes que analizarán cada caso inspeccionando el terreno. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que la expansión de la superficie roturada fue una constante en este periodo debido tanto al incremento de la demanda de alimentos como a los intentos de utilizar la ampliación de las roturaciones para afrontar los problemas sociales. Sin ir más lejos, durante el periodo 1923-25 la Dictadura abrió un proceso de legitimación de roturaciones arbitrarias y en algunos casos hasta se permitió la roturación de algunos terrenos de monte público. Desde esta perspectiva es dudoso que las limitaciones impuestas sobre el descuaje de montes de particulares no dedicados habitualmente a la producción forestal, fuera demasiado efectiva. 

En cualquier caso e independientemente de la eficacia concreta que tuvieran las reglas arbitradas desde principios del siglo XX, lo que es indudable es la escalada en los intentos de control del uso de los montes privados que se fue produciendo. Parece bastante evidente que la Administración forestal no contaba con los medios suficientes para poner en marcha muchos de las disposiciones aprobadas y que, en ese sentido, el acento se debió seguir poniendo en los montes públicos. Unos terrenos con una superficie mucho más reducida y en los que la Administración contaba con más experiencia de gestión y también con más poder de actuación. Pese a ello, el cambio en la concepción respecto a las responsabilidades que los particulares tenían en la gestión de sus montes resulta bastante evidente. Y ello puede considerarse, al menos en ciertos aspectos, como un preámbulo sobre el tipo de regulaciones que se irían produciendo posteriormente en el marco del Estado autoritario surgido de la Guerra Civil.     


El Franquismo: la primacía del monte particular productor

El análisis de las regulaciones que el régimen franquista fue estableciendo sobre los montes particulares, no puede separarse de la propia concepción autoritaria del Estado propia del franquismo, ni de su política económica. Hasta la década de los cincuenta la imposibilidad de importar productos forestales (especialmente madera) en el marco de la autarquía, hicieron que el régimen procurara por todos los medios incrementar la producción de los montes públicos y privados, en un intento de autoabastecer a la economía nacional. Posteriormente, el desarrollo de una industrialización acelerada tuvo también en los montes una de sus bases, utilizando los mismos tanto para la obtención de algunas materias primas, como para la protección de las infraestructuras, especialmente las obras hidráulicas. En uno y otro momento, además, el Estado contó con una capacidad de imponer sus criterios mucho más elevada que en periodos anteriores, bien a través de la represión y del control social que la misma generaba, bien a través de la aplicación de una política de corte tecnocrático no sujeta a debatesocial alguno. En este contexto, si bien la protección estuvo presente en el discurso que el franquismo elaboró en torno a los montes, quedó supeditada en buena medida a los aspectos productivos, siguiendo una especie de máxima que venía a decir que la mejor forma de proteger los montes era, precisamente, su puesta en valor desde el punto de vista de la producción. Y esta máxima se iba a hacer patente de una forma bastante evidente en las actuaciones desplegadas sobre los montes de particulares.

Las regulaciones en torno a esos montes se fueron estableciendo desde antes incluso del final de la Guerra, en un buen número de leyes y ordenes la mayor parte de las cuales acabaron refundiéndose (y en muchos casos actualizándose), en la Ley de montes de 1957 y en su reglamento de 1962 que venían a sustituir, casi 100 años después, a la Ley de montes vigente desde 1863. En este sentido, una primera idea a retener es que durante el franquismo se legisló bastante más sobre los montes de particulares de lo que se había hecho en cualquier época anterior. La justificación para ello volvía a ser que la buena conservación y administración de los montes privados era una cuestión de interés general, aunque ahora se ponía el acento, especialmente, en las funciones que los mismos podían jugar para la economía nacional[19].

Para poder llevar a cabo sus actuaciones, la Administración forestal se dotó desde muy pronto con algunos instrumentos que reforzaban su capacidad de intervención. Por un lado, desde 1941 se dieron normas a los distritos forestales para que recopilaran información anual sobre los aprovechamientos de todos los montes, realizando estadísticas por separado de los públicos y de los privados[20]. A pesar de las imperfecciones de esas estadísticas, el Estado iba a contar por primera vez con datos aproximados sobre los montes de particulares y sus producciones que podían servir de guía para su control. Por otro lado, a partir también de 1941 se concretaron las funciones del Patrimonio Forestal del Estado (PFE), un organismo que tendría un elevado protagonismo en la repoblación y en la gestión de los montes públicos, pero que también influiría en los privados[21].

Pese a todo, el discurso que el franquismo fue estableciendo en torno a los montes nunca llegó a determinar de manera clara y explícita lo que se consideraba como zona forestal del país, de tal forma que la Administración contó siempre con un elevado grado de discrecionalidad en sus decisiones sobre el destino de los montes privados. La idea de que había terrenos privados que debían mantenerse obligatoriamente poblados de árboles siguió manteniéndose, y el concepto de montes protectores no desapareció de la legislación[22]. Sin embargo, ese concepto dejó prácticamente de utilizarse como guía de las actuaciones y fue sustituido por el de “zonas de interés forestal”. Una expresión que nunca se definió con exactitud y que podía referirse a aspectos tanto ambientales como puramente productivos. En cualquier caso, el PFE se reservaba la capacidad de determinar cuales eran esas zonas de interés y de obligar a los propietarios tanto públicos como privados a mantenerlas repobladas bajo amenaza de expropiación forzosa. Por otro lado y como contrapunto, las regulaciones presentaron una cierta permisividad respecto a la conversión de superficies forestales privadas en terrenos agrícolas. En este sentido, la Administración forestal franquista retomó desde 1938 la legislación emitida ya en los años veinte que obligaba a los propietarios a solicitar permiso antes de realizar esa conversión, pero no estableció una norma general al respecto hasta 1954 y lo hizo además con un alto grado de ambigüedad. De hecho, según la ley de ese año, podían reconvertirse al cultivo todas las tierras “técnica y económicamente aptas para su explotación agrícola bien en secano o en regadío”, estableciendo como único límite que la pendiente de las superficies cultivadas no superara el 20%, pero añadiendo además la posibilidad de permitir el cultivo incluso en pendientes superiores, si se llevaban a cabo las obras de acondicionamiento apropiadas[23]. En definitiva, parece que la Administración buscaba la defensa de la superficie forestal pero sin bloquear las posibilidades de expansión de las roturaciones. No podía ser de otra manera habida cuenta de los proyectos de colonización agrícola y de expansión del regadío que se estaban desarrollando en paralelo a las regulaciones forestales.  

Lo que si representa una novedad es el fuerte incremento de las normas con las que se pretendían controlar los aprovechamientos forestales en  los montes de particulares. La atención se fijó sobre todo en los montes maderables debido a la escasez de ese producto generada durante la autarquía y al interés industrial que fue alcanzando después para la producción de celulosa y pasta de papel. Los aprovechamientos de otros productos como el corcho y la resina estuvieron, al parecer, mucho menos regulados. De hecho, no se han encontrado normas específicas para ellos durante los años cuarenta y cincuenta, aunque el reglamento de montes de 1962 sí hacía referencia a los mismos, señalando que la Administración forestal era la encargada de elaborar planes facultativos para el aprovechamiento de montes privados dedicados a la obtención de corcho o resinas. El objetivo básico declarado era un tanto ambiguo ya que se limitaba a señalar que se supervisaría su buen aprovechamiento para garantizar la salvaguarda de la riqueza forestal[24].

En los montes maderables, por el contrario, las obligaciones de los particulares fueron mucho más exhaustivas y vienen a confirmar que el proceso de “maderización” del monte que se llevó a cabo durante el franquismo (GEHR, 2003) afectó también a los montes privados. Desde 1938 todos los propietarios particulares estuvieron obligados a realizar declaraciones juradas sobre sus propiedades y a solicitar a la Administración forestal cualquier aprovechamiento leñoso que quisieran realizar en ellas[25]. Esa obligatoriedad se mantuvo a lo largo del tiempo aunque con algunas matizaciones interesantes. A partir de 1953 se estableció una diferenciación entre los aprovechamientos de especies de turno largo y corto. Las primeras debían contar no sólo con el permiso de la Administración, sino con una señalización previa de los árboles a cortar por parte de la misma, además de con un reconocimiento posterior de la zona aprovechada. Las segundas, por su parte, tenían una regulación mucho menos exigente. El propietario únicamente quedaba obligado a comunicar a  la administración la corta a realizar con 15 días de antelación y se permitían las cortas a hecho, aunque obligando al propietario a realizar una repoblación posterior[26]. El incentivo para que los propietarios privados orientaran su explotación maderera hacia las especies de crecimiento rápido parece evidente. Esta regulación se traslado además tal cual al reglamento de 1962, de tal forma que estuvo vigente a lo largo de décadas[27].

Por otra parte, los propietarios particulares estuvieron sometidos también al sistema de regulación de abastecimientos y precios propios de la economía franquista. En los años cuarenta la administración forestal podía obligar a un particular a realizar aprovechamientos leñosos por razones de interés nacional, a destinar cuotas obligatorias al suministro de sectores estratégicos (especialmente a RENFE) y, por supuesto, a vender los productos a los precios de tasa establecidos. Como en otros muchos sectores, este tipo de regulaciones fueron relajándose desde principios de los años cincuenta, pero aún así, la administración estableció un sistema de “precios vigilados” que afectaba también a las ventas de los propietarios privados[28]. A partir de 1957 la Administración se limitó a establecer el precio mínimo para la venta de productos de los montes públicos, sin hacer alusión alguna a los privados[29]. Así pues, parece que desde finales de los cincuenta los particulares debieron tener libertad para el establecimiento de precios de venta. Sin embargo, habida cuenta de la importancia que las maderas procedentes de los montes públicos tenían en los mercados, es de suponer que los precios mínimos establecidos para ellas determinarían en buena medida los precios generales del producto. 

Finalmente, los propietarios de montes tuvieron que ir cumpliendo también, al menos teóricamente, obligaciones que cabría considerar de muevo cuño. Entre ellas destaca la lucha contra las plagas forestales y los incendios. En el primer caso los particulares quedaban obligados a realizar las fumigaciones que la administración determinara, teniendo que afrontar el coste de los insecticidas y de la mano de obra. En el segundo, la Administración se reservaba el derecho de establecer “zonas de peligro” de incendio y de obligar a los propietarios de montes particulares incluidos en ellas a mantener abiertas las fajas cortafuegos que se determinaran. La Administración también se reservaba el derecho a exigir a los propietarios de esos montes la contratación obligatoria de seguros, aunque limitados a la cobertura de las labores de repoblación posteriores al incendio.  

El sistema de obligaciones se complementó con un extenso sistema de sanciones, que quedó reflejado en la Ley del 57 y que se concretó en el reglamento de 1962. Llama la atención el hecho de que en ese reglamento el número de artículos dedicados a la sanción de infracciones en los montes públicos fuera prácticamente el mismo que el de los dedicados a la sanción en los montes de propiedad particular. Un hecho éste que contrasta claramente con el escaso desarrollo sancionador existente antes de la guerra civil. El sistema de vigilancia de los montes privados quedaba en manos de la Guardia civil, del Cuerpo de Guardería Forestal y de la Guarda Rural, pero todas las denuncias debían ser canalizadas a través de las Jefaturas de los Distritos provinciales de montes. De esa forma, la capacidad sancionadora en el ámbito administrativo recaía exclusivamente en la propia Administración encargada de elaborar las regulaciones. Las sanciones hacían una alusión bastante pormenorizada a prácticamente cualquier uso contrario a la regulación, desde la realización de aprovechamientos sin el permiso preceptivo de la Administración, hasta la inobservancia de las labores de repoblación en las zonas de interés forestal, pasando por el incumplimiento sobre la normativa de acotamiento al pastoreo de las zonas repobladas o la falta de labores adecuadas en relación a las plagas forestales o los incendios. Las multas por su parte, podían variar según el carácter de la infracción, pero podían llegar hasta las 100.000 pesetas en los casos más graves. A eso había que añadir, además, el pago de daños y perjuicios y, en su caso, la responsabilidad criminal en que podían incurrir los infractores. La responsabilidad de las infracciones recaía en principio en el propietario del monte a no ser que hubiera cedido la explotación a un comprador con permiso de la Administración, en cuyo caso podía quedar eximido, aunque manteniendo la responsabilidad subsidiaria en caso de insolvencia de dicho comprador. Se trata, en definitiva y al menos sobre el papel, de un endurecimiento evidente del sistema de sanciones que encaja perfectamente con la escalada en la regulación sobre los montes de particulares.

El entramado de obligaciones y sanciones fue acompañado de un sistema de incentivos para la repoblación y la explotación forestal. En primer lugar, desde 1941 el PFE ofreció la posibilidad a los propietarios particulares que estuvieran interesados (y por tanto, no sólo a los que tuvieran montes dentro de zonas de “interés forestal”) a firmar consorcios similares a los que se estaban llevando a cabo con entidades públicas. En ellos, el PFE afrontaba los gastos de repoblar aunque percibía a cambio los derechos de explotación sobre el vuelo creado en el monte, que de hecho debía inscribirse en el Registro de la propiedad a su nombre. El propietario se limitaba así prácticamente a obtener una participación de los beneficios generados por la explotación posterior del monte, cuya cuantía dependía de las disposiciones concretas firmadas en cada convenio. Durante los años cuarenta esta fue la única fórmula desplegada para promover la repoblación de montes privados y, al parecer, afectó a una superficie mínima de los mismos (Rico Boquete, 2000).

Desde principios de los años cincuenta, sin embargo, se fueron sucediendo toda una serie de medidas con la clara intención de potenciar las iniciativas repobladoras de los particulares, concebidas principalmente como paso previo para fomentar la producción de madera o para proteger las obras hidráulicas[30]. Así, en 1952 se aprobaba la Ley de auxilios a las repoblaciones, que establecía la concesión de subvenciones y de adelantos reintegrables a aquellos propietarios dispuestos a repoblar sus predios. Para ello se dotaba al PFE de un presupuesto adicional anual de 100 millones de pesetas. En un principio, la concesión de subvenciones y adelantos quedaba restringida a la repoblación de superficies que superaran un mínimo de 100 has, pero sólo un año después se eliminó esa restricción permitiendo la solicitud de ayudas para cualquier superficie y facilitando las peticiones a los pequeños propietarios a través de las Hermandades sindicales de labradores y ganaderos. Además, se rebajaban también las exigencias sobre el proyecto a presentar, que podía consistir en una simple memoria que indicara la especie a utilizar y las anualidades en que se llevarían a cabo los trabajos. Las prerrogativas del PFE también quedaban reducidas: podía controlar la gestión técnica de la zona repoblada, pero sólo hasta que los anticipos fueran reintegrados. El reintegro se realizaba además en especie con cargo a los aprovechamientos obtenidos tras la repoblación, que eran entregados al PFE como pago de la deuda. Se trataba en definitiva de unas condiciones menos draconianas que las establecidas con anterioridad, que debieron estar detrás del crecimiento registrado desde 1953 por los consorcios entre el PFE y los particulares (Rico Boquete, 2000) y que probablemente influyeron también en el crecimiento de las repoblaciones realizadas al margen del PFE desde las mismas fechas.

En lo que se refiere a las especies de repoblación, en un principio la regulación establecía diferencias entre las de turno largo y corto, ofreciendo unas condiciones más ventajosas para las primeras en función, probablemente, de su menor rentabilidad a corto y medio plazo[31]. Sin embargo, la Ley de montes de 1957 eliminaba esas diferencias y establecía un régimen de ayudas y de intereses para su reintegro iguales para cualquier especie[32]. Una igualación que, sin duda, constituía un premio a las especies de crecimiento rápido, que permitían devolver las deudas contraídas con más celeridad. Por lo demás, esa misma Ley eximía a los propietarios que repoblaran del pago de la “contribución territorial y demás impuestos del Estado y de Entidades locales”. También se creaba la figura de industrias de “preferente interés forestal” a las que se obligaba a controlar una producción directa en los montes que cubriera como mínimo el 30% de sus necesidades de consumo, para lo cual se les instaba también a realizar repoblaciones. En definitiva, desde mediados de los cincuenta asistimos claramente a la configuración de un sistema de incentivos a la repoblación para propietarios privados que parece estar al servicio de un modelo forestal orientado hacia la producción maderera de alto rendimiento y estrechamente ligado a las necesidades de las industrias que utilizaban ese producto como materia prima. Este sistema se mantuvo como tal a lo largo de las dos décadas siguientes, e incluso fue reforzado en 1977, fuera ya del ámbito del franquismo, a través de la Ley de Fomento de la producción forestal, que ratificaba la mayor parte de las medidas y adaptaba los beneficios fiscales para los propietarios a las nuevas regulaciones tributarias[33].    


Discusión

En los apartados anteriores se han sintetizado de forma sumaria las que se han considerado como las principales regulaciones que afectaron a los montes de particulares. A falta de una información que permita valorar de manera exhaustiva el grado de cumplimiento de esas regulaciones y sus efectos concretos sobre la evolución de los montes de particulares, de lo que se trata ahora es simplemente de lanzar algunas hipótesis que sirvan de base para la discusión y para futuros avances en este campo. Para ello, podemos retomar la clasificación realizada por Schneider e Ingram, (1991) y plantear algunas reflexiones sobre los discursos elaborados, sobre las medidas coercitivas (obligaciones y sanciones) y sobre los incentivos ofrecidos a los particulares.

Si comenzamos por los rasgos básicos que fueron configurando los discursos oficiales en torno a los montes de particulares, resulta bastante claro que la idea fuerza que implícitamente dominó los mismos fue que la iniciativa privada por si sola no podía garantizar un sistema de gestión de los montes que compatibilizara producción y conservación. Esa visión sobre las limitaciones de la propiedad privada ha sido resaltada por muchos trabajos a la hora de analizar las actuaciones de la Administración forestal frente a la desamortización o a la hora de explicar el propio proceso de configuración de los montes públicos a mediados del siglo XIX (Jiménez Blanco, 1991 y 2002; Casals Costa, 1996 y 2005). Pero lo que ha pasado prácticamente desapercibido hasta el momento es que esa idea nunca llegó a desaparecer. Por el contrario, tendió a reforzarse y fue la que hizo que desde principios del siglo XX el Estado intentara extender su influencia mucho más allá de los montes públicos, tratando de controlar también de manera creciente los usos realizados sobre los montes de particulares. Esa idea fuerza se solapaba con otra, también inherente a la Administración forestal, que defendía un monte gestionado “científicamente”, del que se obtuviera un rendimiento máximo sostenible (lo cual garantizaría su conservación) y cuya producción se orientara hacia el abastecimiento de los mercados urbanos e industriales. También en este segundo sentido, han sido muchos los trabajos que han analizado el choque entre esta visión “moderna” de los montes y los usos tradicionales de los mismos, resaltando el proceso de descomunalización que fue produciendo y los abundantes conflictos que generó en los montes públicos (Moreno, 1998; Ortega, 2002; Sabio, 2002; Serrano, 2005). Lo que también ha pasado desapercibido es que esa tensión entre gestión moderna y tradicional pudo acabar extendiéndose a muchos montes de particulares, conforme el Estado fue intentando controlar sus usos e ir estableciendo sobre ellos una gestión “científica”.

En este contexto, resulta dudoso que el discurso desplegado en torno a los montes privados tuviera una aceptación social amplia por parte de los propietarios, al menos mientras predominó en el país una sociedad rural de base preferentemente orgánica cuyo funcionamiento estaba ligado a los esquilmos tradicionales obtenidos del monte y cuyo crecimiento dependía en buena medida de la ampliación de las superficies roturadas (González de Molina, 2002). Como contrapunto, a partir de los años cincuenta la asimilación social del discurso pudo ir incrementándose, no sólo porque el propio discurso fuera acompañado de una política autoritaria y tecnocrática, sino también porque desde esa década se fue configurando un nuevo marco socioeconómico muy diferente. Tanto la agricultura como la ganadería se fueron desconectando del uso de los montes, una parte importante de la población emigró del campo a las ciudades y, además, en el marco de una política de industrialización acelerada que implicaba, entre otras cosas, el desarrollo de industrias de transformación ligadas a la madera, las posibilidades para los particulares de obtener beneficios de la explotación forestal maderera en plazos relativamente breves fueron creciendo. La desaparición de muchos de los usos tradicionales realizados en los montes, unida a las nuevas oportunidades económicas abiertas por la demanda de madera para usos industriales, pudieron contribuir a una cierta asimilación del discurso oficial.

Pero la efectividad del discurso dependió también de cómo se fueran estableciendo las medidas coercitivas y de que mecanismos concretos se utilizaran para obligar a los implicados a que las cumplieran. Y también en este sentido se produjeron diferencias marcadas según periodos. Desde mediados del siglo XIX la Administración forestal consiguió imponer sus criterios sobre la mayoría de los montes que permanecieron en manos públicas. Pero por el camino no tuvo otro remedio que aceptar implícitamente un amplio grado de privatización defendido desde otras instancias de poder y apoyado por una parte nada despreciable de la sociedad (como mínimo, todos los compradores de bienes desamortizados). El escenario, por tanto, no parecía ser en el siglo XIX el más apropiado para tratar de imponer criterios sobre el uso de los montes privados. El resultado, como se ha visto, fueron unas regulaciones coercitivas mínimas y además un abandono casi total del diseño de mecanismos para vigilar su cumplimiento. Desde principios del siglo XX, el sistema de coerción cambió conforme lo fue haciendo el discurso y se fue haciendo más duro, especialmente desde la primera guerra mundial. Pero en este periodo, curiosamente, el control de las obligaciones de los propietarios y de la imposición de sanciones, pese a ser supervisado por la Administración forestal, no dependía únicamente de ella. En 1908 ese control recaía en las “Juntas locales de conservación y fomento de los montes protectores”, en 1918 en las “Juntas de conservación de la propiedad forestal privada”, y más adelante en los Gobiernos civiles. Se trataba por tanto de un sistema de coerción que de alguna manera trataba de abrirse al menos a parte de los interesados en el uso de los montes. En cualquier caso, esa apertura no debe confundirse con un sistema de participación democrática. Probablemente los propietarios e industriales forestales que participaron en él fueron precisamente los partidarios del discurso genérico sobre la necesidad de “modernizar” los usos del monte, que estaban interesados en modelar las regulaciones a favor de sus intereses. Las quejas de los mismos a la altura de 1924 cuando las regulaciones se recrudecieron, y la flexibilización aceptada por la Administración tan sólo un año después, pueden ser una muestra de ello. El carácter no demasiado disuasorio que parecen tener las sanciones impuestas durante el primer tercio del siglo, también. Lo que cabe preguntarse es en qué medida esa apertura social relativa fue eficaz a la hora de ir avanzando en los objetivos marcados o sirvió más bien para retardarlos.

En cualquier caso, la llegada del franquismo cambiaría ese estado de cosas a través de un recrudecimiento sin precedentes de las regulaciones de carácter coercitivo, cuya determinación y sanción administrativa quedo además, prácticamente en exclusiva, a cargo de la propia Administración forestal. Desde esta perspectiva cabe decir que entre los años cuarenta y los setenta los técnicos forestales contaron con más poder que nunca para tratar de imponer su modelo forestal, no sólo sobre los montes públicos sino también sobre los privados, o al menos sobre aquellos que se fueron dedicando habitualmente a usos forestales propiamente dichos. Como se ha mostrado, ese modelo forestal consistía básicamente en extender el control administrativo sobre los aprovechamientos realizados por particulares, con el objetivo de ir ampliando la explotación “científica” de los montes, bien para obtener la producción máxima sostenible, bien para ayudar a la fijación de tierras, con especial interés por evitar los problemas de colmatación de los embalses. Desde esta perspectiva, parece claro que el modelo no respondía sólo a criterios técnicos, sino también a fuertes intereses económicos que eran los que estaban orientando en buena medida el diseño de las políticas adoptadas. Frente a algunas visiones recientes que resaltan la importancia de la participación de los propietarios en el diseño de las políticas forestales (Cernea, 1995; Bergseng and Vatn, 2009), el franquismo, como en tantos otros aspectos, optó por un sistema coercitivo impuesto desde arriba. Eso se pudo traducir, al menos en algunas zonas, en resistencias y conflictos en torno a las repoblaciones ligadas al incremento de la producción (Grupo de estudios del mundo rural, 2004; Cabana, 2007). Pero las visiones alternativas al modelo imperante no pudieron expresarse con claridad, ni tener un eco social amplio hasta que no se produjo la apertura política derivada de la Transición a la democracia de finales de los setenta, momento que coincidió con una eclosión de las críticas a la política forestal existente (Groome, 1990; Ortega Hernández-Agüero, 1987).

Otro elemento a tener en cuenta a la hora de valorar la efectividad de las regulaciones coercitivas, es el coste de vigilancia que las mismas llevaban aparejado y las posibilidades reales que tuvo la Administración para afrontarlo. Para analizar esta cuestión sería necesario contar con una estimación de esos gastos de la que por el momento no disponemos. En cualquier caso, puede suponerse que también en este sentido el franquismo pudo marcar una diferencia con las etapas anteriores, al dedicar más medios materiales a monitorizar el uso de los montes de particulares. Sin embargo, incluso si esta hipótesis fuera cierta, es improbable que la Administración contara con los medios necesarios para ejercer una vigilancia efectiva sobre el conjunto de los montes de particulares. Resulta más factible que el acento se pusiera en aquellos que encajaran mejor en el modelo comentado más arriba y que tomara en consideración también de forma simétrica, los intereses económicos que lo respaldaban.

Finalmente, queda hacer alguna alusión a los sistemas de incentivos para promover determinados usos sobre los montes de particulares. En este sentido cabe decir que esos incentivos estuvieron presentes de una u otra manera desde mediados del siglo XIX, y en prácticamente todos los casos se basaron en ayudas más o menos cuantiosas para promover unas repoblaciones que no se presentaban sólo con un carácter protector, sino que se ligaban también a las posibilidades productivas posteriores que podían generar para el propietario. Así pues, en un sentido general cabría interpretar esos incentivos como un reconocimiento implícito por parte del Estado de que el mercado no remuneraba suficientemente las externalidades positivas de las repoblaciones y como un intento de compensar ese fallo de mercado, a través de unas ayudas que normalmente se planteaban para el periodo que iba desde el inicio de la repoblación hasta que el monte pudiera comenzar a ser explotado. Cuestión diferente es que las compensaciones establecidas en cada caso fueran suficientes como para dirigir las actuaciones de los propietarios en la dirección deseada. Que los dueños de los montes particulares se decantaran por la opción forestal en lugar de por otras opciones alternativas (por ejemplo usar el monte para el pastoreo, como complemento de la actividad agrícola o simplemente talarlo y roturarlo) dependía no sólo de las ayudas que el Estado ofreciera para la repoblación, sino también de las características ambientales de cada monte y de las posibilidades reales de negocio que la actividad forestal ofreciera en cada caso. Y esas posibilidades, a su vez, estaban estrechamente relacionadas con la demanda de productos que existiera en los mercados y con la estabilidad de la misma, así como con la tecnología y las infraestructuras disponibles para poner el producto en esos mercados.

Desde esta perspectiva, vuelve a resultar dudoso que durante la segunda mitad del XIX los “premios” establecidos por el Estado a la repoblación fueran un incentivo real para los particulares. El turno de aprovechamiento era largo y la integración de los mercados forestales muy escasa, debido a los problemas de transporte (Iriarte Goñi y Ayuda, 2007). Esa situación pudo cambiar al menos parcialmente durante el primer tercio del siglo XX, no sólo por el incremento de las ayudas ya comentado, sino también por el aumento de la demanda industrial de productos forestales y por la reducción del turno de aprovechamiento que se derivó de los cambios en los usos de la madera (Elorrieta, 1920; Iriarte Goñi, 2010). Pese a ello, los problemas para el transporte forestal seguían siendo abundantes por la falta de caminos y vías de saca dentro de muchos montes, algo en lo que parece que no se avanzó demasiado durante el periodo (Baró, 1920). Por el contrario, a partir de los años cincuenta si pudo darse un cambio mucho más significativo. Como hemos visto, los incentivos a la repoblación aumentaron y tendieron a primar la utilización de especies de turno corto cuya demanda quedaba bastante asegurada por la expansión de las industrias de pasta de madera. Además, la aparición de la motosierra facilitó y abarató las labores de tala y la generalización de los vehículos a motor fue determinante para mejorar el transporte, tanto dentro de los montes (con la ayuda de caminos forestales) como desde ellos hacia los centros de consumo. En este contexto, es posible que muchos propietarios de montes particulares percibieran como más atractivos los incentivos ofrecidos por la Administración, que de esta manera reforzaría aún más la consecución de su modelo productivo para los montes.

En cualquier caso, para valorar la efectividad real de los incentivos más allá de estas hipótesis, sería necesario, también en este caso, contar con una estimación de los gastos de la Administración forestal en esas partidas. Así mismo, sería útil comparar la evolución de los precios forestales (especialmente de la madera) con la de los precios agrarios, tratando de averiguar en que medida discurrieron de forma similar o tuvieron comportamientos distintos que pudieran decantar a los propietarios por una u otra opción productiva. Sea como sea, es posible que los incentivos que se fueron estableciendo en el primer tercio del siglo XX tuvieran ya algunos efectos sobre las repoblaciones en montes particulares, como ha sido constatado para algunas regiones (Uriarte, 2010). Lo que sin duda resulta más evidente es que durante el franquismo la conjunción de factores comentada hizo que resultaran bastante efectivos. El crecimiento constatado de las repoblaciones realizadas en montes de particulares desde mediados de los cincuenta, apuntan desde luego en esa dirección (Rico Boquete, 2000). Pese a ello, hay que tener presente que, en el mejor de los casos, pudo llegar a repoblarse una quinta parte como máximo del total de montes privados existentes en el país. Lo que ocurrió con el resto, es decir, con los millones de hectáreas de montes privados que por sus características físicas, por su situación geográfica o por otros motivos no acabaron encajando en el modelo imperante, sigue quedando en la penumbra. Es posible que, tras el derrumbe de la agricultura tradicional a partir precisamente de finales de los cincuenta, algunos de ellos se dedicaran a usos alternativos. Pero muchos otros pudieron empezar a convertirse, simplemente, en montes abandonados.


A modo de conclusión

En las páginas anteriores se ha realizado un recorrido por las principales regulaciones que fueron afectando a los montes de particulares en España. Ese repaso viene a demostrar que los derechos de propiedad establecidos sobre esos montes no deben identificarse sistemáticamente con una libertad absoluta de los propietarios para utilizarlos a su antojo, sino que deben entenderse más bien como un conjunto de derechos no inamovibles, que de hecho fueron cambiando a lo largo del tiempo y que fueron incorporando también toda una serie de limitaciones al libre uso. Como se ha ido mostrando, las regulaciones en conjunto eran muy exiguas a mediados del siglo XIX, pero con el tiempo fueron creciendo y concretándose, en función de los diversos proyectos políticos, en el sentido amplio del término, que un Estado a su vez cambiante fue configurando para los montes del país. Lo ocurrido con los montes de particulares parece un ejemplo apropiado, por tanto, para ir descubriendo los cambios en la función social atribuida a la propiedad a lo largo del tiempo.

La idea básica que parece planear históricamente sobre el sistema de regulación, es que la iniciativa privada por sí sola no era capaz de desarrollar adecuadamente la doble función de garantizar la conservación de los montes y de incrementar al mismo tiempo su producción para el mercado. Sabíamos que esa idea fue la que se esgrimió en una fecha tan temprana como la década de 1850 para defender que algunos montes no pasaran a manos privadas. Pero lo que había pasado desapercibido es que fue también esa idea la que se utilizó de forma implícita desde principios del siglo XX para ir extendiendo las regulaciones sobre los montes de particulares. Desde esta perspectiva, cabe decir que el proceso de modernización económica, en la medida en que implicó nuevas formas de utilización del territorio y de explotación de los recursos, requirió de un ajuste continuo de los derechos de propiedad, que afectó también a la propiedad privada.

Las regulaciones fueron variando conforme lo hacía el discurso en torno a las funciones básicas que debían desarrollar los montes; se fueron concretando a través de un sistema de coerción (obligaciones y sanciones) que en términos generales tendió a extenderse y a endurecerse; y fueron complementadas a través de un sistema de incentivos con el que se trataba de orientar la actuación de los propietarios en una dirección determinada. En lo básico, lo que se buscó de manera constante a través de esas regulaciones cambiantes fue la preservación de los montes arbolados (bien a través de la prohibición o del establecimiento de normas para el descuaje de los bosques, bien a través del fomento de las repoblaciones), y el incremento de la explotación comercial de los bosques. Ese binomio conservación-producción estuvo presente en todo momento, imbuido por la idea adicional de que la explotación “científica” propugnada por los técnicos forestales era la única vía para incrementar la producción, al tiempo que se garantizaba la conservación.

Estamos aun muy lejos de poder valorar de manera completa los efectos que el sistema de regulaciones descrito pudo tener sobre los montes de particulares. Pese a ello, si combinamos las regulaciones con los cambios socioeconómicos, tecnológicos y políticos por los que atravesó el país, parece que los resultados a largo plazo pudieron tener más éxito en lo que se refiere a los aspectos productivos que a los conservadores. De hecho, sabemos que a lo largo del siglo XX y especialmente desde los años 50, la producción nacional de madera presentó un fortísimo crecimiento, en el que los montes privados tuvieron un importante protagonismo (Iriarte Goñi, 2008), que por lo que parece estuvo respaldado por el sistema de regulación descrito. Sin embargo, es más dudoso que se consiguiera preservar el conjunto de los montes en buenas condiciones. De un lado, no parece que las normas implementadas fueran suficientes para frenar la presión roturadora que se producía en el marco de la agricultura tradicional y el consiguiente descuaje de muchos montes. Aunque los datos al respecto son muy dudosos, si recurrimos a las estadísticas oficiales podemos aventurar que en torno a un 20% de la superficie arbolada del país pudo desaparecer entre 1850 y 1970, a pesar de la intensa labor repobladora que se llevó a cabo desde los años 40. De otro lado, parece que las regulaciones promovieron durante décadas un proceso de repoblación que más que a la creación o regeneración de bosques como ecosistemas complejos, tendió a fomentar plantaciones de especies de crecimiento rápido orientadas en un sentido básicamente productivo, bien para la obtención de madera, bien para garantizar las funciones de las obras hidráulicas. Finalmente, muchos montes que no encajaban en ese modelo pudieron sufrir un proceso paulatino de abandono que puede considerarse negativo para su adecuada conservación en términos socioambientales.  

 

Notas

* Este trabajo se inserta en el marco de los proyectos de investigación ECO2009-07796 y HAR2009-09700, financiados por la Dirección General de Investigación y Gestión del Plan Nacional de I+D+i.

[1] El último estado de la cuestión publicado al respecto es el de Jiménez Blanco (2002) y da una idea cumplida del desarrollo de estas líneas de investigación en España.

[2] Este planteamiento encaja también con la visión neo-institucional que observa los derechos de propiedad fragmentados en manojos o conjuntos de derechos separables cada uno de los cuales puede verse afectado por diversas restricciones impuestas por el Derecho en cada momento histórico. Véase Eggertsson, 1995, p. 45-47.   

[3] Martínez Alcubillas, 1887, p. 451 y 457.

[4] Artículo 14 de la ley y 129 del reglamento.

[5] Artículos 55 al 59 del reglamento.

[6] Artículos 41 y 42 del reglamento.

[7] Artículo 15 de la ley. La exención del pago de la contribución se había establecido en la Ley de 1845 para los particulares que llevaran a cabo labores de desecación de lagunas y pantanos y plantaciones de madera para construcción. En la ley de montes del 63 se hacía extensible a repoblaciones en general.

[8] Artículos 131 a 143 del reglamento de 1865.

[9] Ley, 1908, Preámbulo, p. 124-125.

[10] Ley prusiana de 6 de julio de 1875 y Ley federal suiza de 10 de octubre de 1902. Citado en Ministerio de Fomento, 1908, p. 60 y 79 y ss.

[11] Ley, 1908, Artículo 1, letra g.

[12] Gaceta de Madrid, Nº 265, 22 de septiembre de 1922, p. 1162-1163.

[13] “Instrucciones para la formación del catálogo de montes protectores”, Real orden de 7 de febrero de 1931.

[14] Las declaraciones se llevaron a cabo exclusivamente en Baleares, Granada, Madrid y Málaga, aunque otras muchas provincias fueron investigadas (Rico Boquete, 2001).

[15] Gaceta de Madrid, Nº 209, 28 de julio de 1918, p. 273 y ss. El reglamento para su aplicación en Gaceta de Madrid, Nº 255, 8 de septiembre de 1918, p. 697 y ss.

[16] Gaceta de Madrid, Nº 339, 4 de siembre de 1924, p. 1067 y ss.

[17] “Instrucciones para el cumplimiento del decreto de 3 de diciembre de 1924 que regía las cortas y los descuajes en los predios de propiedad particular”, Gaceta de Madrid, Nº 67, 8 de marzo de 1925, p. 1190 y ss.

[18] De hecho, el articulo 2 decía literalmente: “los particulares que por tener al frente de sus predios personal facultativo, haber empleado en su mejora cantidades de importancia, haber realizado grandes plantaciones o por otra causa consideren que los antecedentes y estado de sus predios son garantía suficiente del cumplimiento de los fines de buena conservación que el Real decreto se propone, aun cuando no se ajusten estrictamente a sus preceptos, podrán solicitar que se les autorice para continuar libremente con la explotación de los mismos, sin intervención alguna de la administración pública”.

[19] Introducción a la Ley de defensa de la propiedad forestal privada de 24 de septiembre de 1938. BOE Nº 97, p. 1528 y ss.

[20] Orden 15 noviembre 1941 dictando normas para la elaboración de la estadística forestal.

[21] Ley10 de marzo de 1941 sobre Patrimonio Forestal y Reglamento, 30 mayo 1941.

[22] Según señala Rico Boquete (2001) entre 1955 y 1957 hubo un intento de avanzar en la declaración de montes protectores, que se saldó con el fracaso. La idea se retomó nuevamente en la segunda mitad de los 70, pero con escaso éxito.

[23] Decreto 16 de junio de 1954 por la que se regula la autorización de cultivo agrícola en montes públicos y de particulares.

[24] Reglamento de montes, 1962, artículos 237 a 241. Se incluya también el aprovechamiento de montes espartizales privados.

[25] Decreto 24 de septiembre de 1938. La autorización de las solicitudes quedaba precisamente sujeta a la realización previa de la declaración jurada.

[26] Decreto 13 de mayo de 1953, artículos 1 y 2.

[27] Reglamento de montes de 1962, artículos 230 y 231.

[28] Decreto ley de 4 de agosto de 1952 sobre “libertad vigilada” en el establecimiento de precios de productos leñosos.

[29] Ley de montes de 1957, artículo 38.

[30] Buena muestra de ello son la ley de 1951 sobre repoblación en las cuencas alimentadoras de pantanos o la creación en 1952 de una comisión interministerial que tenía como objetivo analizar las zonas apropiadas para repoblar con especies de crecimiento rápido y, paralelamente,  el estudio de la promoción de las industrias de celulosa y de papel (Orden 25 de enero de 1952).

[31] Orden 12 de junio de 1952 con normas sobre repoblaciones en terrenos de propiedad particular.

[32] Ley de montes 1957 y Reglamento 1962.

[33] Ley 4 de enero de 1977 sobre fomento de la producción forestal.

 

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Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

 

Ficha bibliográfica:

IRIARTE GOÑI, Iñaki. La regulación de los montes privados españoles, 1855-1977. Hechos e hipótesis. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de junio de 2013, vol. XVII, nº 440. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-440.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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