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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. VI, núm. 119 (3), 1 de agosto de 2002

EL TRABAJO

Número extraordinario dedicado al IV Coloquio Internacional de Geocrítica (Actas del Coloquio)

EL DEBATE SOBRE EL TRABAJO EN LOS ORÍGENES DEL CAPITALISMO

Pedro Fraile
Universidad de Lérida


El debate sobre el trabajo en los orígenes del capitalismo (Resumen)

A finales del cuatrocientos y principios de la centuria siguiente Europa sufrió grandes convulsiones, desde el descubrimiento de un continente hasta el cisma de la principal red de difusión ideológica y de configuración de mentalidades: la Iglesia. Todo ello estaba relacionado con la eclosión de un nuevo modo de desarrollo y la emergencia de unas clases sociales que pugnaban por sus cotas de poder. En esas circunstancias, lógicamente, se produjo un debate intenso sobre algunas cuestiones, y el trabajo estaba en el centro de aquel discurso. A analizarlo dedicaremos las siguiente páginas, abordándolo desde una doble perspectiva: la relación que se establece entre los conceptos de valor y trabajo y, por otro lado, la capacidad disciplinadora que se le supone a la laboriosidad. Para ello procederemos del siguiente modo. Primeramente presentaremos a los colectivos que intervinieron en este debate: los escolásticos y los economistas políticos. A continuación abordaremos las aportaciones de cada uno de ellos en este terreno.

Palabras clave: Trabajo, regulación social, siglos XVI y XVII


The debate on the work in the origins of capitalism (Abstract)

At the end of XV century and beginnings of the next one, Europe suffered great convulsions since the discovery of a continent up to the schism of the principal net of ideological diffusion and configuration of mentalities: the Church. All of these were related with the appearance of one new way of development and the emergency of some social class that struggled for their shares of power. In these circumstances, obviously, it produced an intensive debate about some issues, and the labour was in the centre of that discourse. To analyse it, we are going to dedicate the next pages, by entering upon an double point of view: the relation that it establish between the idea of value and labour and, in the other hand, the disciplinary ability that is understood to the laboriousness. For that we are going to proceed in this way. First, we are going to present the groups that mediate in that debate: the scholastic and the political economists. Afterwards, we are going to enter upon the contribution of each of ones in this field.

Key words: Labour, social regulation, centuries XVI & XVII


Durante la primera mitad del quinientos, en una buena parte de las ciudades manufactureras o comerciales españolas escaseaba la mano de obra (1) y se difundía la opinión de que, en un alto porcentaje, la solución pasaba por reducir al trabajo a la patulea de ociosos y vagabundos que pululaba por todas partes. Pero en la segunda mitad de la centuria la situación fue cambiando, comenzó la carestía, la crisis manufacturera, el desempleo y el estancamiento demográfico. Esta situación, que cada vez se percibía más como crítica, forzó un intenso debate sobre la laboriosidad desde diferentes perspectivas
 

Escolásticos y economistas políticos

Es bien sabido que si, de alguna manera, buscásemos libros de economía en el quinientos nos encontraríamos con algo bien distinto de lo que esperaríamos bajo tal denominación en el siglo XXI (2), ya que la mayoría de los documentos serán tratados de organización, gobierno y gestión doméstica, de donde, también es cierto, se podrían extrapolar consideraciones sobre el conjunto de la sociedad pero que, en lo sustancial, se restringen a esos temas.

Por el contrario, podríamos encontrar algo parecido a lo que buscamos, por un lado, en Memoriales, Cartas o Discursos que individuos de profesiones diferentes, y con preocupaciones variadas, dirigen al Rey, al Presidente del Consejo de Castilla o a alguna instancia que consideran capacitada para tomar decisiones en ese terreno.

Otro lugar bien distinto donde hay sabrosas reflexiones sobre estos temas es en algunos tratados sobre "filosofía moral" o "derecho natural" que, a su vez, orientan escritos más concretos, como los manuales de confesores, destinados a adiestrar a sacerdotes, con escasa formación en ese terreno, para que resuelvan las dudas de conciencia que les puedan plantear comerciantes, cambistas o fabricantes, y desenvolverse con soltura en la prolija casuística que genera la práctica cotidiana de estos profesionales.

Estamos por tanto ante un panorama bien distinto al que nos haría suponer la lógica de nuestros días, en el que vamos a intentar poner un cierto orden. Schumpeter o Grace-Hutchinson utilizan criterios parecidos para clasificar esta literatura económica del Siglo de Oro español. Ambos hablan, por un lado, del escolasticismo como una corriente determinante en la configuración del pensamiento económico español y europeo durante el quinientos, pero que, en muchos aspectos, perdura hasta el siglo XVIII y Adam Smith. Schumpeter, en su Historia del análisis económico, insiste en la relevancia de la reflexión económica del renacimiento español y señala que su alto nivel se debe más a los escolásticos (3) que al discurso mercantilista, estableciendo una larga cadena, en la construcción de instrumentos de análisis económico, que le lleva hasta el Ensayo sobre la riqueza de las Naciones.

Nos interesa resaltar aquí esta concepción continuista, pues coincide con nuestro planteamiento, según el cual el capitalismo temprano generó problemas de organización social, creación y gestión de la mano de obra, regulación de la colectividad etc. para los que se fueron tanteando soluciones y perfeccionándolas en un largo camino de ensayo-error-corrección que dio lugar a formulaciones cambiantes en las que no cabría hablar de soluciones definitivas o completas. Así, se esboza un panorama en el que se puede seguir un hilo conductor que, obviamente, tiene altibajos y algunas ocultaciones, pero escasas rupturas, desde, por ejemplo, las Casas de Misericordia de Giginta hasta el panóptico de Bentham.

La reflexión de los escolásticos tardíos es la del iusnaturalismo y eso condiciona un método y una problemática que, ciertamente, es muy amplia, pero en el terreno económico Sánchez Albornoz ha delimitado con precisión cuáles eran sus interrogantes:

"En materia económica, los escolásticos nunca se propusieron analizar el funcionamiento del sistema. Su preocupación primordial consistió en determinar si las relaciones económicas eran o no justas. Así pues, los problemas planteados, en una secuencia lógica, fueron los de la propiedad, el intercambio, la teoría del valor, el precio justo, la cuestión del crédito –cambio o usura- y, para remate, la debida corrección de las transgresiones incurridas, o sea, la restitución"(4)

Pero, ¿quiénes eran los escolásticos? Pues bien, al hablar de los escolásticos tardíos nos estamos refiriendo, fundamentalmente, a lo que se ha dado en denominar Escuela de Salamanca. Si hiciéramos una definición restrictiva deberíamos atender exclusivamente a los profesores de teología de aquella Universidad, pero un planteamiento más amplio nos permitirá incluir a otros pensadores que, desde otros lugares, continuarán su línea discursiva.

Si el intentar hacer una lista resultaría complejo, si no imposible, las cosas son más fáciles al delimitar el grupo fundacional. Sin ninguna duda todos los expertos se remiten a Francisco de Vitoria (1483-1546), catedrático de Prima en Salamanca desde 1526, quien con sus lecciones y comentarios a la Summa de Santo Tomás se esforzaba en acercar la teología a los problemas reales de su momento, creando un estilo discursivo y una escuela de una enorme influencia en la reflexión económica.

El otro pilar importante de aquellos comienzos fue Domingo de Soto (1495-1570), quien con su monumental tratado De iustitia et iure (5), publicado inicialmente en Salamanca entre 1553 y 1554, consolida el pensamiento escolástico sobre los temas que nos ocupan. Hay que considerar que ambos autores convivieron veinte años (de 1526 a 1546) en el convento de los dominicos de aquella ciudad. De este grupo inicial no debemos olvidar a Melchor Cano, que hizo de puente entre los dos, ya que ocupó la cátedra de Prima a la muerte de Francisco de Vitoria (entre 1546 y 1551) pasando luego el testigo a Domingo de Soto. Siguiendo la periodificación de Luis Frayle (6), situaríamos esta época fundacional entre 1526 y 1560, lógicamente, en ese lapso, y más tardíamente, hubo otros pensadores instalados en la misma línea discursiva, a los que haremos referencia a lo largo de estas páginas. De todos modos, recordemos que este autor nos habla de tres grandes fases de desarrollo (7). Una primera, que denomina fundacional, en la que incluye a autores como Vitoria o Soto. Una segunda, calificada de "expansión cultural" entre 1560 y 1584 y, finalmente, el periodo de "sistematización doctrinal" desde aquel año hasta 1617.

Tal como dijimos, cabría distinguir a lo largo de los siglos XVI y XVII diferentes observatorios desde los que analizar la compleja y cambiante realidad económica. Si hasta ahora nos hemos referido al escolasticismo tardío, la otra posición doctrinal podríamos englobarla dentro de la denominación genérica de mercantilismo. Schumpeter, al referirse a ellos habla de "políticos y panfletistas"(8), los primeros, quizás con mayor rigor analítico, prácticamente se identifican con lo que conocemos con el nombre de "cameralismo".

Bajo la denominación de panfletistas recoge a una multicolor patulea, más ocupada en defender sus intereses particulares o medidas concretas, que presumen con unas repercusiones enormes y casi mágicas para el bien propio o del país, que en discurrir sistemáticamente sobre el funcionamiento económico. Aunque Schumpeter probablemente está pensando en Inglaterra al escribir esas líneas, describe una realidad también española, próxima a lo que aquí se denominó, con una cierta ironía, "arbitrismo". Sigamos sus palabras:

"Los panfletistas son una muchedumbre variopinta; proyectistas de bancos, de canales, de empresas industriales y coloniales; abogados de tal o contra tal interés particular (...); defensores o enemigos de determinadas medidas políticas; planificadores, a menudo chiflados, con manías fijas; y hombres que no entran en ninguna de estas categorías, sino que simplemente deseaban aclarar alguna cuestión o presentar algún ensayo analítico. Todas las categorías florecieron en todos los países, a causa del rápido aumento de las posibilidades de imprimir y publicar"(9)

Pero ese tono no nos debe llevar a minusvalorar sus aportaciones, aunque en algunos casos rayen en lo cómico, ya que a menudo ofrecen propuestas y análisis de una gran agudeza e intuición. El mismo Scumpeter insiste en su importancia a la hora de intentar hacer una historia del pensamiento económico, en lo certero de muchas de sus afirmaciones y en que la frontera entre ambos colectivos, políticos y panfletistas, no era tan clara, dada la envergadura intelectual de algunos de estos últimos.

Finalmente, los economistas políticos, como los llamaría Grice-Hutchinson (10), son un colectivo distinto de los escolásticos, aunque la línea divisoria es bastante confusa y permeable. Lo que sucede es que sus preocupaciones, por definirlo de alguna manera, son diferentes. Mientras aquellos se marcaban como objetivo la salvación del alma, lo que suponía la consecución de la justicia en la tierra, estos se proponen salvar a España de una situación que perciben como crítica. Por eso el discurso escolástico suele ser más teórico, más abstracto, mientras que los economistas políticos suelen tener los pies en la tierra y continuamente se remiten a los hechos. Del mismo modo, en la reflexión de los primeros hay una cierta escora hacia el subjetivismo y los segundos, en cambio, se centran en aspectos como el comercio internacional o la balanza de pagos. Además, tampoco tienen la raigambre disciplinar de los escolásticos, por lo que la homogeneidad, respecto al método o a las autoridades que sustentan, o de las que emana su discurso, es menor.

Podríamos anunciar ya algunos de los nombres que cabría incluir en esta categoría. Un buen punto de arranque para nuestro plan es el Contador Luis Ortiz, que presenta un Memorial a Felipe II en 1558 donde prescribe una serie de remedios para paliar o solventar los problemas de España. No podría faltar tampoco el otro Memorial que Martín González de Cellórigo envió a Felipe III en 1600 o los discursos de Sancho de Moncada, publicados en 1619 bajo el título de Restauración política de España.

Antes de adentrarnos en su pensamiento convendría señalar algunas categorías metodológicas que subyacen en toda la reflexión posterior. Foucault ha hablado reiteradamente, en lugares muy variados de su obra, de los valores o los criterios que traspasan todo el tejido social, de los cuales no cabría decir que se localizan en un punto concreto. Por eso, al referirse al poder decía:

"Lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado, es sencillamente que no pesa sólo como potencia que dice no, sino que cala de hecho, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de todo el cuerpo social en lugar de como una instancia negativa que tiene por función reprimir"(11)

Algo muy parecido había planteado tiempo atrás Schumpeter al explicar cómo el ascenso de una determinada clase o grupo social conlleva la difusión de unos criterios, de una mentalidad que todo lo empapa, y eso es algo más complejo y más eficiente que la miope defensa de intereses particulares. Leámosle una vez más:

"lo que más importa es darse cuenta de que, independientemente de la defensa de sus intereses, el negociante, a medida que aumentó su peso en la estructura social, infundió a la sociedad una dosis creciente de su mentalidad, tal como lo había hecho, antes que él, el caballero. Los hábitos mentales particulares producidos por la dedicación a los negocios, el esquema de valores que arraiga en ella y la actitud respecto de la vida pública y privada que le es característica se difunden lentamente por todas las clases sociales y todos los campos del pensamiento y de la acción humanos"(12)

Probablemente esta generalización de la mentalidad burguesa tuvo más que ver con la construcción del discurso teórico de la economía política que con el de la escolástica, aunque, como ya dijimos, en multitud de aspectos están estrechamente emparentados. Pero lo relevante es tomar conciencia de que los valores que se van construyendo en esta reflexión están destinados a atravesar todo el tejido social, a construir una mentalidad colectiva que afectará a todas las clases y grupos sociales y, quizás también, a generar un discurso en negativo que, como un espejo, devuelva los valores invertidos
 

Escolástica, valor y trabajo

El discurso escolástico arraiga en la Edad Media y el siglo XIII suele considerarse como su era clásica, entonces ya podríamos distinguir dos vías, con sus maestros, y en proceso de consolidar su propia tradición. Por un lado estaría la escuela franciscana, con figuras como Grosseteste, Alejandro de Hales, San Buenaventura y Duns Escoto. La otra sería la dominica, con dos puntales indiscutibles, San Alberto Magno y, muy significativamente, Santo Tomás de Aquino.

La Escuela de Salamanca crecerá de la mano de los dominicos, por lo que el punto de referencia constante será la Summa Teológica de Santo Tomás y una buena parte de los escritos, lecciones o relecciones de Vitoria o Soto serán comentarios de la misma. Probablemente la posición relativamente marginal que ocupará Duns Escoto en su discurso tuvo una relación considerable con su concepción del valor y su vínculo con el trabajo productivo que, según este último, era su fundamento, es decir: el valor de las cosas dependía, en gran medida, de la cantidad de trabajo que incorporaban.

La Escuela de Salamanca se desarrolló en un mundo, Castilla, relativamente pobre, con una economía basada en una agricultura prácticamente de subsistencia y que, además, se acababa de vincular con el más próspero reino de Aragón.

Por otra parte la llegada de los metales de América, que empezó a ser considerable a partir de 1535, comportó un proceso inflacionista que tuvo como consecuencia la subida de precios, la escasez de bienes en el interior y una progresiva salida de moneda hacia el exterior. Esta dinámica, además, se complicaba con la creciente demanda americana de determinados productos como cereales, vino, aceite, hilados o paño. Como muy bien apuntó Schumpeter: "la consecuente revolución en los precios significó desorganización social, y fue, por lo tanto, un factor deformador, no sólo motor"(13). Además de todo ello no deberíamos olvidar las guerras que los Habsburgo mantenían en el exterior, con el consiguiente gasto, que se acabó convirtiendo en endeudamiento y en las inevitables bancarrotas de la Corona.

Este ambiente, sin duda, influyó en el discurso escolástico, en el que subyace una clara desconfianza del comerciante, siempre al borde de la usura, poco productivo y muy proclive a aprovecharse de las necesidades de sus semejantes. En el fondo, aunque no todos coinciden en ello plenamente, hay una cierta valoración general de la agricultura como el sector realmente productivo y como actividad que ennoblece al hombre, al tiempo que lo hace sano y sumiso. De alguna manera, la tierra se consideraba la base de la economía.

La tendencia alcista, así como sus negativas consecuencias sobre el conjunto, también les llevó a depositar ciertas esperanzas en la intervención de la autoridad regulando los precios, de manera que debía desempeñar una cierta labor de contención, de tal modo que los precios bajos permitiesen una mejores condiciones de vida para la mayoría y, quizás, un cierto incremento de la demanda que induciría un despegue productivo.

Probablemente una de las ideas reiterada con mayor regularidad en todos estos pensadores es su desconfianza hacia el mercado y los mercaderes, a quienes, en parte, se responsabiliza de arrastrar al país hacia la crisis por su desordenado afán de lucro. Tal crítica está ya presente en el discurso de Francisco de Vitoria y se repite en la obra de Soto cuando dice: "Aunque se ha demostrado que es necesaria a la sociedad la simple compra y venta de las cosas, para que cada uno pueda proveer a su familia, no por esto aparece claro que sea lícito el comercio, que consiste en comprar para vender"(14)

Por otro lado, estos autores se percataron del carácter cíclico de los negocios mercantiles y de los riesgos que ello implicaba, especialmente al complicarse con la economía monetaria y el sistema crediticio-financiero que estaba organizado a través de las ferias y que podía comportar un incremento considerable de los compromisos de los comerciantes. Tomás de Mercado, que vivía en Sevilla y era testigo presencial de tales avatares, escribía preocupado por esa dinámica:"los mercaderes son como el gusano de seda, que se enreda y encarcela en su misma trama de negocios, entrando, para salir de una obligación, en otra mayor, hasta hallarse en todas partes rodeado de obligaciones, de las cuales no pueden salir sino muertos en la bolsa o flaquísimos y desfigurados"(15).

Pero no es tanto la preocupación por las tribulaciones del mercader lo que anima semejante reflexión sino el temor de que, finalmente, la manera de salir de ese endeudamiento creciente no será otro sino repercutirlo en los precios, alegando el riesgo, el esfuerzo y los costes que comporta su actividad. Eso es, en último término, lo que pretenden evitar los seguidores de la Escuela de Salamanca. Volveremos sobre el asunto más adelante.

En general, a lo largo de sus textos se trasluce una cierta preferencia por una comunidad, básicamente, agraria y, quizás en segundo plano, de productores transformadores. Al tiempo, tienen una cierta conciencia de que una parte de los problemas –otra cosa distinta sería determinar cuál- proviene del exceso de cargas que los campesinos se ven obligados a soportar.

Esta desconfianza del mercado, unida al temor del incremento de los precios –a la inflación en términos contemporáneos- condicionó su definición del valor, que no puede medirse, de ninguna de las maneras, en función del trabajo que incorpora ni, por consiguiente, de los costes, ya que ello abriría la puerta a los comerciantes para que los repercutiesen en el precio final. Tal planteamiento está presente en todos los autores y, quizás, Saravia de la Calle sea de los más explícitos a este respecto:

"Los que miden el justo precio de la cosa según el trabajo, costas y peligros del que tracta la mercadería o la hace, o lo que cuesta en ir y venir a la feria y el porte; lo que cuestan los factores; lo que valen sus industrias, peligros y trabajos, yerran mucho: y más los que les dan cierta ganancia del quinto o del diezmo; porque el justo precio nasce de la abundancia o falta de mercaderías, de mercaderes y dineros, como dicho es, y no de las costas, trabajos y peligros; porque si con estos trabajos y peligros se hobiese de mirar para tasar el justo precio, nunca se daría el caso que el mercader perdiese"(16)

Semejante planteamiento es prácticamente unánime entre los escolásticos y la frase final resume con claridad sus miedos: que al hablar de costes (incluido el trabajo) el comerciante los acabe cargando en el precio final para, así, mantener incólume su tasa de beneficios. No debemos olvidar que, al tiempo, el otro frente de la Escuela de Salamanca, era la lucha contra la usura, que, en términos económicos comprensibles desde el siglo XXI, se traduciría en la defensa de unas bajas tasas de interés. La combinación de estos factores: contención de la inflación, control del crédito (y por lo tanto de la creación de dinero bancario), y bajas tasas de interés; sería la fórmula para sacar al país de la crítica situación en que se encontraba. Toda una política coherente, sin duda, desde su punto de vista, pensando en una autoridad con una fuerte capacidad de regulación e intervención en la economía.

Todo ello propicia lo que podríamos denominar una "teoría subjetiva del valor" de marcado corte aristotélico. Si soslayamos los matices, podríamos afirmar que la mayoría de los escolásticos coinciden en que el precio justo de un producto se puede determinar de dos maneras. O bien es el que viene marcado por la autoridad competente, como por ejemplo cuando se regula normativamente el precio del pan. O bien es el precio corriente en una determinada plaza, en un tiempo preciso, es decir el que se ha fijado a través de la oferta y la demanda, sin que existan condiciones externas que violenten el juego del mercado. Casi podríamos decir que en condiciones de perfecta competencia. Suelen hablar de la "estimación común" de las mercancías.

Aunque no entremos aquí en ello, también conviene señalar que, en ocasiones, se ha intentado ver una teoría del valor-trabajo entre estos pensadores, para refutar tal hipótesis se pueden consultar las obras de Grice-Hutchinson o de Schumpeter que ya se han citado. Este último dice a este respecto: "habría que tener presente que la mera acentuación de la importancia del elemento trabajo o esfuerzo en el proceso económico no equivale a la postulación de la tesis según la cual el gasto de trabajo explica o causa el valor"(17)

Abordaremos, por fin, otro aspecto que está estrechamente relacionado con nuestras preocupaciones: el poder, la norma o el castigo. Maravall ha explicado reiteradamente que el Renacimiento estuvo caracterizado por el esfuerzo por edificar un Estado que cada vez fuese asumiendo y centralizando más competencias en ámbitos distintos como la asistencia, la educación o los sistemas de control y represión. Es en este entorno en el que escribieron nuestros autores, en ese proceso de construcción, cuando aún el Estado no llegaba a todas partes y había una clara conciencia de las lagunas existentes en su soberanía.

El discurso iusnaturalista propio de la Escuela de Salamanca es el otro elemento que no debemos perder de vista para entender sus afirmaciones. Francisco de Vitoria, como fundador, sitúa con precisión estas cuestiones, que son la base de la reflexión posterior. La propia existencia de la sociedad dimana de un proceso natural. Así lo explica en su relección sobre el poder civil:

"Queda claro, por consiguiente, que el origen de las ciudades y de las repúblicas no es una invención de los hombres, y que no hay que considerarlo algo artificial, sino como algo que brota de la naturaleza que sugirió este modo de vida a los mortales para su defensa y conservación. De este mismo capítulo se infiere enseguida que los poderes públicos tienen ese mismo fin y esa misma necesidad (...)

Pues, si hemos demostrado que el poder público se constituye por derecho natural, y el derecho natural reconoce por autor sólo a Dios, queda claro que el poder público tiene su origen en Dios y que no se contiene en la condición humana ni en ningún derecho positivo (...) Por lo cual también Pablo aconseja: Quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios"(18)

Ya está construido el argumento por el cual la sumisión a la autoridad está vinculada a la sumisión a Dios. Si el poder temporal no llega a todas partes el divino sí, con lo que se dispone, al menos, de un elemento de presión, a través de la conciencia, para doblegar la voluntad de los individuos. Sin entrar en disquisiciones sobre los diferentes tipos de normas, podemos afirmar que la Escuela de Salamanca se empeñó en demostrar que las leyes civiles obligaban moralmente y no sólo por el castigo que los hombres pudiesen imponer. Así lo afirmaba Vitoria: "Tercera conclusión: Las leyes y las constituciones de los príncipes obligan de tal manera que los transgresores son reos de culpa en el fuero de la conciencia; y esta misma fuerza obligatoria tienen los preceptos de los padres a los hijos y de los maridos a sus esposas"(19).

En último término, la obligatoriedad moral de las leyes depende de que vayan encaminadas a lograr la "quietud, tranquilidad y paz de la sociedad"(20). Todo el discurso escolástico tardío, de una u otra manera, refuerza el cumplimiento de la norma en un ámbito en el que el Estado es incapaz de llegar a todas partes y garantizar que será respetada. De esta obligatoriedad moral, complemento del poder punitivo civil, extrae su fuerza, como instrumento de regulación social, la confesión. Mercado lo plantea claramente: Es la confesión podadera y hoz con que se cortan los vicios y crecen las virtudes; es un freno del alma y apetito (...) Así que les es a los gobernadores del pueblo importante este sacramento para conseguir su fin e intento, que es la obediencia y vida pacífica de los ciudadanos"(21)

Si seguimos a Soto al referirnos al castigo, su discurso no puede ser más explícito, ya que parte de la idea de que: "no es, efectivamente, necesario que no quede impune ningún crimen"(22). Esto sería hacer, como dice el refrán, de la necesidad virtud. Ante la evidencia de las limitaciones institucionales e instrumentales existentes se reafirma que no es imprescindible la inexorabilidad, lo que prueba, en cierta medida, que la cuestión ya estaba planteada.

Su formulación de la funcionalidad del castigo, cuando escribe sobre la pena de muerte, es clara y coherente con lo anterior: "porque el castigo público no se ordena ni a la enmienda ni al bien del mismo que es castigado, sino al bien público, a fin de que los demás entren en temor"(23).

Nos encontramos frente a dos formulaciones que componen unidad como las caras de una moneda: la importancia del espectáculo de la pobreza y el convencimiento de la utilidad del castigo público y amedrentador. Ambos son instrumentos de regulación de un estado que no cubre todo el tejido social ni territorial, por lo que ha de concentrar su poder en un punto, de manera que la localización y la intensidad sean capaces de disuadir de aquellos comportamientos que se pretenden evitar. Eso se logra descuartizando al reo en la plaza pública, un día en que se ha garantizado la concurrencia, para que el horror desaliente a los espectadores (24). Y el espectáculo de la pobreza consuela al trabajador de escasos recursos, y con una vida de penurias, recordándole que sólo la sumisión y el esfuerzo le pueden librar, aunque sea temporalmente, de caer en tan lamentable estado. A la par, le evidencia al rico que el peligro de la revuelta es constante y omnipresente y que debe ser generoso para evitarlo. A modo de resumen, y para engarzar con el siguiente epígrafe, deberíamos recordar que los escolásticos tardíos y, más en particular, la Escuela de Salamanca, desarrollaron una teoría subjetiva del valor–precio, concordante con su percepción del mundo económico y de las dificultades por las que pasaba la Monarquía española, que, además, era coherente con una estrategia de intervención que pretendía hacer frente a tales vicisitudes.

Desde tal posición se formula una práctica intervencionista en lo económico y amedrentadora en lo penal, en la que ideas como la de la disciplina social todavía no acaban de perfilarse con precisión. El trabajo es, desde esta óptica, un factor de desarrollo importante, pero ni es aquello que justifica (o causa) el valor-precio de las cosas ni, apenas, se reconocen sus cualidades disciplinadoras. Al tiempo, había otros modos de enfocar la cuestión.
 

El discurso de los "economistas políticos"

Realmente, cualquier esfuerzo clasificatorio supone siempre, en mayor o menor medida, forzar la realidad para acomodarla a un esquema interpretativo que, al fin y al cabo, es una construcción teórica del investigador. En este segundo grupo la heterogeneidad es mayor que en la Escuela de Salamanca. En primer lugar porque les falta la coherencia metodológica que, en los otros, provenía de su actividad universitaria, así como del uso común de la escolástica. Por otro lado, entre ellos encontramos desde contadores, como Luis Ortiz, hasta individuos que defienden posiciones particulares, o que pretenden remediar los males que acosan a España, a partir de formulas casi mágicas y que, a menudo, fueron descalificados y ridiculizados con el nombre de "arbitristas". Pero tampoco debemos olvidar que las fronteras entre ambos colectivos eran frecuentemente borrosas, aunque el discurso de estos últimos, enraizado en la realidad, era más sensible a los cambios de coyuntura económica que el de los escolásticos que, al fin y al cabo, pretendían formular verdades generales de carácter universal.

Pensemos que durante una buena parte del siglo XVI, el problema fue la escasez de mano de obra, al punto que, como explicaba Bennassar, España era un país de inmigrantes. Mientras que, progresivamente, el estancamiento demográfico y la competencia de los productos extranjeros, unida a la intensa inflación, más bien planteaba la situación contraria: el paro. Esta nueva situación, relativamente distinta de la del siglo precedente, le hacía clamar a Sancho de Moncada, ante la realidad que le rodeaba:

"Y lo que más lástima da es en tan grande soledad ver poblar los lugares de los vicios, como garitos, corrales de comedias, tabernas y los de la vanidad, como las tiendas de los sastres que no caben de oficiales, y de obra (que como está el reino a la muerte, todo es ansias mortales por vestirse) y los de la pobreza, como hospitales, cárceles y semejantes, adonde se retiran todos a comer. De lo cual importaría un alarde o reseña general al año, siquiera por las matrículas, en que V. M. echaría de ver la soledad de España, que es muy bien que el pastor conozca su ganado"(25).

Nuestro autor, como es sabido, es de la opinión que en España la población había menguado de unos seis millones de habitantes a cuatro.

Pero no sólo estaba cambiando la coyuntura económica en el tránsito del siglo, sino que, como ha explicado Maravall, se estaba consolidando la cultura del barroco que imponía una nueva percepción de la ociosidad. Sigamos sus palabras:

"Es así como se va formulando una cultura del barroco que impregna a todos los sectores de la sociedad, a unos buscando en los resortes de la contención un instrumento para mantener el orden, integrados en él, y a otros para retorcer aquellos y aprovechándolos en crítica erosionante y en deterioro del sistema establecido, desde posiciones de marginación"(26).

En esta ambivalencia es preciso reforzar la posición del poder, medra la ostentación y, así, se van consolidando formas de vida, categorías y percepciones sociales:

"Vivir noblemente es tener casa de lujosa instalación, disponer de criados, gozar de costosas comidas, vestir ricas telas y adornos, andar en coche, etc. Son estas y alguna otra semejante, las maneras de vida que desenvuelven la ostentación ante los ciudadanos y el bajo pueblo (...)

Las fuerzas en que esta última se apoyaba podían reflejarse muy bien en una característica que antes he dejado de mencionar adrede, para resaltarla ahora. En ella, los modos de "vivir noblemente" se podían constatar, incluso sensiblemente; los traducían al exterior y permitían su comprobación a los ojos. Me refiero a la "ociosidad""(27).

De esta manera, el no trabajar, en el mundo del barroco, era algo que se mostraba, era un signo de estatus y un instrumento que algunos utilizaban para aparentar lo que no eran y, de ese modo, conseguir prebendas y favores o engañar a algún incauto.

El tránsito de la falta de mano de obra a la de empleo, unido a una nueva consideración de una ociosidad que se muestra arrogantemente, influyó en el discurso de los "economista políticos" y en su valoración del trabajo.

Foucault, discurriendo sobre las Meninas, hace hincapié en este rito de la representación como uno de los ejes vertebradores de esta nueva forma de vida. Veamos cómo lo plantea:

"Quizás haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los rostros que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquella recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta –de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo –que es el mismo- ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación"(28)

La representación, roto el vínculo con la realidad, se convierte en pura representación y, de este modo, la ociosidad puede convertirse en símbolo de nobleza. Lo que había sido preocupación por crear y gestionar mano de obra en un capitalismo incipiente, se torna una lucha cada vez más compleja, pues ha de enfrentarse a mitos que tienen vida por sí mismos, sin refutación ni cotejo material posible.

Por eso, progresivamente el discurso cambia, y ya no es sólo la censura al indolente y a la vagancia como madre de todos los vicios sino que, cada vez más, se dirige contra las apariencias, contra el lujo superfluo y engañador.

La crítica contra la ociosidad recorre los siglos XVI y XVII, pero casi imperceptiblemente va cambiando su orientación, aunque manteniendo un común denominador importante. Encontraremos manifestaciones tempranas en el primer cuarto del quinientos, cuando Gabriel Alonso de Herrera publica, en 1524, su Obra de Agricultura (29) que, al fin y al cabo, es una reedición ampliada de la de 1513. Ya se mantenían en ella las más duras diatribas contra la vagancia y se presentaba la vida rural como un ideal y la actividad agraria como aquella óptima, que reunía la triple virtud del provecho, el placer y la honra.

Luis Ortiz, en el Memorial que envía a Felipe II en 1558, todavía cree en la posibilidad de un plan nacional para fomentar el trabajo, por eso escribe: "lo primero que se deroguen las leyes del Reino por las cuales están los oficiales mecánicos aniquilados y despreciados y se promulguen otras en favor dellos dándoles honras y oficios como se hace en Flandes y en otros reinos..."(30)

De esta manera un tanto ingenua, y quizás contradictoria, propone que todo el mundo debería aprender "Letras, Artes u oficios", aunque fuesen hijos de nobles o de Grandes, dando un plazo de cuatro años para su cumplimiento, en el cual estaría permitido traer oficiales de fuera para el adiestramiento de los autóctonos. Pero, al mismo tiempo, se queja de que las únicas profesiones que medran son las relacionadas con el lujo, como los sastres, lo que considera una de las razones del declive de España, a la par que aconseja la moderación.

Ortiz ya intuye la cultura de la representación, que está en ciernes, y que acabará exaltando la ociosidad, pero aún no se percata de sus dimensiones y aconseja a los mismo nobles que instruyan a sus hijos en la laboriosidad.

Martín González de Cellórigo en su Memorial de la política necesaria, y útil restauración de la República de España (31) da muestras ya de una clara conciencia de la crisis, que enseña su cara más terrible en la despoblación de España y tiene intuiciones realmente lúcidas de lo que está sucediendo. El metal precioso y, de alguna manera, las profundas transformaciones económicas vinculadas a su profusión en la España del quinientos y de la siguiente centuria están en la base del empobrecimiento, de la despoblación y del desarrollo de esa nueva mentalidad que está llevando al país a tan crítica situación.

El transcurso del tiempo evidenciaba la lógica de tal evolución, que no escapó a la agudeza de Pedro de Valencia, quien penetraba en aquellos años en la esencia misma del problema. En su Discurso contra la ociosidad, escrito en 1608, empieza a relacionar ocio y desorden cuando dice:

"no ganado con trabajo y buenas artes lo que han menester, lo procuran con malas artes, con hurto, con juego, con falsos testimonios, con sediciones y alborotos, rebeliones y traiciones, que estos y otros vicios nacen de la ociosidad, que es la madre de todos los males"(32)

Y continúa más adelante con el peligro que implica la fantasía de la asimilación con la nobleza que, en ese juego de pura representación, pasa por la ociosidad, que es el único rasgo del "vivir noblemente" que se adquiere sin dispendios ni complicaciones.

Aproximadamente por la misma época, en el filo entre las dos centurias, Pérez de Herrera, conocido por sus Discursos del amparo de pobres, empezaba a señalar lo que sería la otra piedra angular de esa reflexión sobre la laboriosidad: el paro. En sus escritos se esboza la idea de que quizás no todo aquel que desee trabajar pueda hacerlo, lo que, en cierto sentido, reconduce la reflexión y exige un cambio de planteamientos.

Tal como hemos dicho, el paso del tiempo fue poniendo de manifiesto problemas que, al principio, pasaron casi desapercibidos a los más finos observadores, de manera que, según avanzaba el seiscientos, se hacía más notoria esa posibilidad de la inactividad forzosa.

Como es bien sabido, Sancho de Moncada, en su Restauración política de España (33), publicada en 1619, sitúa el problema de la balanza comercial en el centro del discurso. Planteamiento en el que, en parte, sigue a Luis Ortiz del que copia indignadas frases casi textualmente, tales como "nos tratan como a Indios". Pero en la Restauración... se radicaliza el planteamiento en la medida en que se convierte en el eje articulador de la reflexión. El problema está en que exportamos, a precios baratos, materia prima e importamos, a precios excesivos, la mercadería "labrada" con lo que no hacemos otra cosa que dar beneficio a los extranjeros y arruinar la industria nacional. Una de las consecuencias más graves de tal situación es el desempleo que genera. En último término, la saca de metales y el paro son las dos caras de la misma moneda. Para él la solución pasaba por una estricta política proteccionista que debía ir acompañada de una dura represión de la vagancia, así como de un cierto programa de relanzamiento de la industria y el trabajo nacionales. Pero, a la postre, prácticamente seguía las propuestas que ya había sugerido, más de medio siglo antes, el contador Ortiz. Probablemente la diferencia fundamental estriba en la conciencia de Moncada, espoleada por la crudeza de la realidad que le rodea, de que la inactividad está impuesta por una dinámica económica cuya modificación requiere la adopción de medidas estatales, y que cualquier intervención en niveles inferiores tendrá escasos resultados.

Tal como dijimos, este complejo debate contra la representación de la ociosidad, que algunos reconocen a su vez como forzosa, fue cambiando con el paso del tiempo, en la medida en que se consolidaba precisamente su teatralidad y su utilización como símbolo de estatus. A lo largo de las páginas de los autores que hemos citado, y de otros que se podrían traer a colación, encontramos una crítica, en ocasiones airada, contra el lujo y la ostentación. Para resumirla nos remitimos a las palabras de Sancho de Moncada, ya que tienen un valor especial, precisamente por su conciencia de lo inevitable que era en muchas ocasiones tal situación: "gran lástima es ver que hay pocos que no tengan todas sus haciendas encima de sí en un vestido, y no es mucho, pues suele uno ordinario costar cuatrocientos o quinientos ducados"(34).

Este panorama empieza a sugerir un horizonte, un nuevo escenario, en el que la buena marcha, tanto social como económica, estaría propiciada por la abundancia de clases medias y laboriosas, lo que otros tratadistas calificaron de "próspera medianía"(35). Ya hemos visto cómo la España de finales del Renacimiento era una colectividad marcada por la intensidad de los contrastes, ya sea de riqueza, de cargas impositivas o de formas de vida. Probablemente por eso advertía, en el cambio de centuria, González de Cellórigo que: "no hay cosa más perniciosa, que la extrema riqueza de unos, y la extrema pobreza de otros, en que está descompensada nuestra república"(36).

La búsqueda de este reequilibrio era uno de los puntos inexcusables para acometer la reforma y sacar al país de la situación de postración en que se encontraba, tarea en la que se había de implicar la propia Corona. Las referencias a la necesidad de semejante estructura social son abundantes en este tipo de literatura y están ya perfilando un nuevo modelo de organización que, a su vez, requerirá el diseño de otros mecanismos de control.

Igualmente, este modelo también requiere una regulación normativa distinta. Sancho de Moncada ya advertía del riesgo de las Recopilaciones y en sus propuestas se ven claras premoniciones de lo que más adelante será el movimiento codificador que caracterizó la consolidación de la sociedad burguesa y de sus instrumento de regulación. Sigamos sus palabras.

"Los daños de tantas leyes son muchos. El primero, que oprimen el Reino (...) y no hay en el reino persona que las sepa todas, ¿cómo las ha de saber el labrador, y el ignorante, para guardarlas (...)? El segundo daño es que muchas de ellas no se usan, y dejan la puerta abierta a jueces para que aprieten a quien quisieren (...) El último y principal daño es que no se guardan, en desprecio de la autoridad de los legisladores, y gran perjuicio de la república"(37).

Sus propuestas para remediar estos males son las que nos resulta fácil imaginar desde la perspectiva del siglo XXI: reducción del número, derogación de las que están fuera de uso, redacción clara y concisa y, finalmente, su inexorabilidad. Dice textualmente: "que se guarden sin excepción, ni dispensación las leyes que quedaren"(38).Como podemos comprobar fácilmente, su discurso discrepa abiertamente del de Soto (y del de una buena parte de los escoláticos tardíos) al hacer hincapié, precisamente, en la inexorabilidad y universalidad de la norma. Sin duda, detrás encontramos una idea diferente del castigo.

Vemos cómo en torno a las ideas de trabajo y laboriosidad, por la propia complejidad del asunto, se comienza a articular un proyecto social globalizador, que permitiría reorganizar la colectividad con nuevos criterios, para lograr un funcionamiento más eficaz en la situación emergente.

Lógicamente, semejante proyecto requiere la creación y articulación de mecanismos de control que ya empiezan a esbozarse en la páginas de "economistas políticos" como Sancho de Moncada y que tuvieron un desarrollo posterior en saberes como la Ciencia de Policía.

Deberíamos, por fin, ocuparnos de la relación que se establece entre el trabajo incorporado y el valor-precio de las mercaderías. Tal como hemos visto, la Escuela de Salamanca, a grandes rasgos, se decantó por una teoría subjetiva de los precios de sesgo aristotélico que, probablemente, era útil para el diseño de sus estrategias de intervención, al tiempo que coherente con el conjunto de su discurso, así como con su desconfianza de los mercaderes. Pero de ahí la idea misma del trabajo no salía especialmente reforzada sino, en todo caso, lo contrario y, fundamentalmente, se le prestaba atención como antídoto de la ociosidad y de todos los males que ésta acarreaba.

Por otro lado, los "economistas políticos" estaban guiados por un afán práctico, por lo que fueron relativamente remisos a las elucubraciones teóricas, atando su discurso a las exigencias de la realidad.

En esta línea, convendría señalar el caso de Pedro de Valencia por una doble razón. Primeramente, porque en sus escritos se empieza a perfilar la idea de que la cantidad de trabajo incorporado es lo que da la medida del valor de las cosas. Así, tras negar que la utilidad sea la medida del valor dice:

"Haciendo medida del precio del trigo el sudor de los hombres, que es el precio a que Dios los condenó que comprasen su pan (y su pan quiere decir el que cada uno ha menester para sustentarse), bien me parece a mí que tengo probado que no es el precio justo del trigo el corriente, sino que tiene precio naturalmente justo"(39).

Desestima, por tanto, la oferta y la demanda como único mecanismo regulador y coloca en su lugar el factor mano de obra.

Por otra parte, aparece en su reflexión la preocupación por lo que, más adelante, algunos economistas llamarán "la reproducción ampliada de la fuerza de trabajo", ya que cuando se ocupa del salario insiste en que éste no es el de subsistencia, sino el que posibilita esta "reproducción ampliada", de manera que inaugura el análisis de uno de los mecanismos fundamentales del nuevo sistema que se está configurando en su época:

"Presupuesto, pues, que es digno el mercenario y obrero de su paga y jornal, y que este jornal no ha de ser de menor valor que lo que baste para que aquel hombre se sustente de mantenimiento y pueda vivir en pueblo, debajo de techo, en una mala cama y casa, y renovar el vestido que en aquel trabajo va gastando, y advirtiendo también que este hombre ha de ser casado y tener tres o cuatro o más hijos (...) añadiendo a las consideraciones ya dichas que no ha de vivir del solo pan (...) y que hay días de fiesta y enfermedad en que no puede trabajar, y otros lluviosos y tempestuosos, y muchos que le es forzoso estarse ocioso. Porque no hay quien lo alquile (...)

Y esta cuenta es la que de antigüedad prudentísimamente se ha seguido en estos Reinos, y yo la comencé a advertir refiriendo la tasa del ordenamiento del señor rey don Enrique II, en que habiendo tasado la fanega de trigo en la Corte a 18 y en el Reino a 15 maravedíes, el jornal de un trabajador de un día de invierno a tres maravedíes, y de verano a cuatro y medio"(40).

La cita es necesariamente larga porque resume el planteamiento que está en la base del posterior desarrollo capitalista. El salario debe ser el necesario para la reproducción ampliada de la fuerza de trabajo, de manera que se garantice la expansión del modelo con la consiguiente disponibilidad de mano de obra, y este coste ha de ser uno de los elementos a la hora de determinar el precio del producto final.

Lo importante de semejante aseveración –aunque relativamente marginal en el conjunto- es que, por un lado, se están construyendo las herramientas teóricas necesarias para comprender, y ajustar, la nueva maquinaria económica que se está poniendo en marcha y, por otro, al hacerlo se está colocando al trabajo en el centro del discurso, por lo que su relevancia es doble.

Se convierte, así, en uno de los factores, junto con el capital, sobre los que se asienta la sociedad que despunta, lo que obligará a resituarlo en la vida y en la percepción del mundo de los individuos.

Pero también, continúa siendo uno de los instrumentos más eficaces para doblegar voluntades y, por tanto, pieza básica en toda estrategia de regulación social. Desde Giginta a Pedro de Guzmán se está tomando conciencia de las virtudes de esta medicina, por eso este último afirma que es el mejor antídoto contra las sublevaciones: Dice Aristóteles, que para desterrar el ocio de la república, y ocupar a los ciudadanos, de manera que no tengan lugar de rebelarse, ni tratar ente sí desto, es bien comenzar grandes y soberbios edificios"(41)

Y continúa poniendo como ejemplo de tal política la construcción de las pirámides. El trabajo casi adquiere sentido en sí mismo, con independencia del producto generado, por sus cualidades de pacificación social.

Dos debates, en fin, el de la pobreza y el de la laboriosidad, no siempre coincidentes, pero que se entrecruzan en la formación del capitalismo y sobre los que se elevaron los mecanismos de regulación social que caracterizaron a este modo de desarrollo entonces emergente.
 

Notas

(1) Bennassar. 2001, p. 205-206.
(2) Lo han explicado reiteradamente autores como Sánchez Albornoz. 1977; Grice-Hutchinson. 1982; Schumpeter. 1995.
(3) Schumpeter los denomina "escolásticos tardíos" en relación con esa tradición que se enraíza en la Edad Media. Schumpeter. 1995, p. 136.
(4) Sánchez Albornoz. 1977, p. XIX.
(5) La primera edición es de 1553-54, hay una segunda edición, revisada y ampliada por el propio autor, dos años más tarde y que es la que se ha utilizado para reediciones posteriores: SOTO, D. de: De iustitia et iure, Salamanca, Portinariis, 1554-56. Esta versión tuvo más de veinte reediciones a lo largo del siglo XVI.
(6) Frayle. 1998, p. XIV-XV.
(7) Ibidem.
(8) Schumpeter. 1995, capítulo 3 de la Parte III.
(9) Ibid., p. 202.
(10) El término de economía política no se utilizó hasta 1615, momento en el que lo puso en circulación Antoine de MONTCHRÉTIEN con su Traicté de l’oeconomie politique, lo cual no quiere decir que no sea legítimo usarlo para pensadores del quinientos, ya que define con precisión al colectivo a que nos referimos. Grice-Hutchinson. 1982, p. 162 y ss.
(11) Foucault. 1981, p. 137.
(12) Schumpeter. 1995, p. 117. Cursiva del autor.
(13) Ibid., p. 186.
(14) Soto.1967, vol. III, p. 543.
(15) Mercado. 1977, vol. II, p. 491.
(16) Saravia. 1949, p. 53.
(17) Schumpeter. 1995, p. 137, nota 34.
(18) Utilizamos una edición contemporánea en la que se recopilan tres relecciones De potestate civili (1528); De indis prior (1538-9); De indis posterior seu de iure belli (1539). Vitoria, 1998, p. 13-15.
(19) Ibid., p. 41.
(20) Estos son los términos en los que lo plantea Soto.
(21) Mercado.1977, vol. I, p. 112.
(22) Soto.1967, vol. III, p. 463.
(23) Ibid., vol. III, p. 388.
(24) La literatura a este respecto es abundante. Se puede encontrar un buen resumen en Fraile. 1897.
(25) MONCADA, S. de: Restauración política de España. Madrid, Luis Sánchez, 1619. Utilizamos una reedición contemporánea Moncada. 1973. Está a cargo, y tiene un estudio preliminar, de Jean Vilar Berrogain. Esta cita en concreto está en la página 134.
(26) Maravall. 1986, p. 521.
(27) Ibid., p. 522.
(28) Foucault. 1979, p. 25.
(29) Herrera. 1524.
(30) ORTIZ, L.: Memorial del Contador Luis Ortiz a Felipe II. Valladolid, 1558. Está en la Biblioteca Nacional, en la sección de manuscritos bajo la signatura Ms. 6487. Utilizamos la siguiente redición contemporánea Ortiz. 1970, p. 34.
(31) González de Cellórigo. 1600.
(32) VALENCIA, P.: Discurso contra la ociosidad (1608). Utilizamos una reedición contemporánea de sus obras completas. Valencia. 1994, p. 161.
(33) Moncada. 1974.
(34) Ibid., p. 195.
(35) Este término, y estos objetivos, se reiteraron abundantemente en la Ciencia de Policía.
(36) González de Cellórigo. 1600, p. 15-revés.
(37) Moncada. 1973, p. 201-202.
(38) Ibid., p. 203.
(39) Valencia. 1994, p. 97.
(40) Ibid., p. 91-92.
(41) Guzmán. 1614, p. 15.
 

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Ficha bibliográfica

FRAILE, P. El debate sobre el trabajo en los orígenes del capitalismo. Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, nº 119 (3), 2002. [ISSN: 1138-9788]  http://www.ub.es/geocrit/sn/sn119-3.htm


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