Menú principal

Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. VI, núm. 119 (106), 1 de agosto de 2002

EL TRABAJO

Número extraordinario dedicado al IV Coloquio Internacional de Geocrítica (Actas del Coloquio)
 

EL DERECHO COLECTIVO DEL TRABAJO EN EL POSTFORDISMO

Miquel Àngel Falguera Baró
Magistrado-Juez
Juzgados de lo Social. Barcelona


La implementación social de las nuevas tecnologías ha ido acompañado de una nueva cultura productiva –la denominada de la flexibilidad- que ha mutado en manera extrema —lo sigue haciendo en la medida en que el fenómeno es incipiente— las viejas instituciones del iuslaboralismo surgidas del pacto social keynesiano y del taylor-fordismo.

Nadie se sorprenderá con dicha afirmación en la medida en que muchas reflexiones se han hecho y se han publicado en los últimos tiempos respecto al enunciado anterior. Con todo, con carácter general, dichos estudios han centrado sus esfuerzos comprensivos de "lo nuevo" en el marco de las relaciones individuales de trabajo, especialmente en los aspectos vinculados con las capacidades organizativas de los empleadores. Por el contrario, el objeto de estas páginas intenta centrarse en el impacto de los nuevos fenómenos productivos y de las nuevas tecnologías en el campo del Derecho del Trabajo.

Y la verdad es que en el terreno aquí limitado los cambios son trascendentes, aunque —a diferencia de los aspectos individuales— difusos: nos hallamos ante una especie de magma que hace temblar instituciones seculares pero que, sin embargo, se mueve bajo tierra, sin aparecer a la superficie. Notamos sus efectos en nuestras legendarias columnas… pero no podemos verlo. Tal vez dicha contradicción no sea tal: en realidad lo que ocurre es que nuestros ojos, nuestra lógica interpretativa, nuestra forma de ver las cosas, están acostumbrados a una realidad atávicamente instaurada que, poco a poco, va mutando. Y dicha mutación no es, como hasta ahora, accesoria o funcional (el Derecho del Trabajo es, por definición mutante), sino que está afectando a la propia ontología de nuestra disciplina.
 

Definiciones

Hemos hablado de "nuevos modelos productivos" —por causa, aunque no únicamente, de las nuevas tecnologías— y de "Derecho Colectivo del Trabajo". Resulta pues evidente que, en aras a la presente exposición es necesario aclarar a qué nos referimos, en forma singularizada, con los mentados conceptos. Así, y en cuanto a los nuevos modelos productivos, ese cambio en la forma de trabajar y producir en las empresas se caracteriza –con un reconocido simplismo, preciso a efectos expositivos- por los siguientes elementos:

a) En primer lugar, la propia crisis del sistema productivo hegemónico hasta hace dos décadas, el taylor-fordismo, singularmente en Estados Unidos, a finales de los setenta ante la entonces pujanza del modelo japonés (y, en menor medida, alemán), basado en la descentralización, el trabajo colectivo y el just in time. La saturación del mercado y la exigencia social de productos con cambios constantes en sus formas, que comporta la generalización de la cultura del consumismo, era difícilmente compatible con la producción en serie tradicional, de neta matriz fordista. De esa crisis de principios de los ochenta aparece, singularmente en las grandes empresas, lo que se conocerá como post-fordismo es decir, una nueva estructuración empresarial, la potenciación de un cierto nivel de participación y una directa vinculación de la demanda con la producción, que permita una realización de productos más flexible.

b) En segundo lugar, y con más directa imbricación con el tema analizado, debe ponderarse el impacto que al respecto tiene la generalización de la informática en la producción, especialmente tras la universalización de los ordenadores personales desde mediados de los ochenta y, en los últimos tiempos, de Internet, como instrumento vinculado con el trabajo. Las formas de producir experimentan un cambio ostensible, visible, en mayor o menor medida, en todos los sectores: los trabajos constantes y repetitivos (propios del taylor-fordismo) empiezan a ser automatizados, la producción en serie es sustituida por una producción a la carta, la capacidad interventiva de los asalariados en la producción se incrementa y a la vez, se abren unas potencialidades desconocidas hasta ahora.

c) En tercer lugar, es apreciable el crecimiento de la división de funciones producciones entre los distintos países, con un sensible incremento de la terciarización en el primer mundo. La globalización, que se ha dado también en la producción, ha significado que una parte significativa de la industria tradicional (en general la sucia, mas no siempre) se halla desplazado fuera de las fronteras de las amuralladas metrópolis, de tal manera que podemos hablar de una nueva división mundial del trabajo.

d) De otra parte, el espectacular crecimiento del sector transportes y telecomunicaciones —al hilo de dicha revolución informática— está significando la posibilidad de la parcelización de la producción a escala planetaria lo que explica, por ejemplo, que los distintos componentes de un producto puedan realizarse en países antípodas –en lugar de en la vieja fábrica fordista omnicomprensiva- o que la catalogación de libros de una biblioteca Europea se realice en Indonesia.

e) No nos resistimos, por otra parte, a resituar como elemento de análisis explicativo de la situación de cambio actual lo que podríamos denominar la crisis de legitimación del Estado capitalista. La victoria en toda regla del neoliberalismo comporta que las clases dominantes ya no necesiten del mismo como garante de la propiedad privada, en la medida en que ésta goza de una amplia legitimación social.

Ese nuevo modelo productivo está comportando, pues, como eje motriz la descentralización de la producción a escala local y planetaria; descentralización que, en síntesis con aquél otro fenómeno en boga —la globalización, entendida ésta desde el punto de vista de la mundial circulación de productos, no en clave especulativa— conlleva la clara posibilidad de que un producto cualquiera tenga sus componentes fabricados en múltiples partes del planeta.

Las nuevas formas y modos de producir, empero, han ido acompañado en los países opulentos de otros fenómenos, no ciertamente inanes a los efectos de esta reflexión. Nos referimos a lo que podríamos denominar como "diversificación del colectivo asalariado". En efecto, bajo el taylor-fordismo el Derecho del Trabajo se ha construido sobre el evidente estereotipo subjetivo de lo que podríamos denominar "trabajador-tipo" (es decir, con todo el necesario simplismo: trabajador manual en la industria, varón, mediana edad, padre de familia que depende de él, formación elemental, con oficio, con un turno y horario de trabajo estáticos, con una previsión de carrera profesional en la misma empresa y la misma profesión...); si se quiere, lo que Romagnoli ha calificado magistralmente como "pobreza laboriosa". Sobre ese paradigma, lo reiteramos, se ha construido nuestra disciplina en todas sus vertientes (una buena prueba de ello la hallaremos en la actual regulación de las prestaciones por muerte y supervivencia en el Derecho de la Seguridad Social).

Sin embargo, en los últimos lustros ese estereotipo se ha visto dinamitado por varios fenómenos sociales convergentes: el progresivo acceso de las mujeres al mercado de trabajo, la mayor formación del colectivo asalariado, el ingreso al mercado de trabajo de las sociedades opulentas de amplias franjas de trabajadores inmigrantes, etc. Elementos sociales a los cuales cabe añadir, finalmente, lo que podríamos denominar como una clara ruptura generacional desde mediados de la década de los ochenta con erráticas y erróneas políticas por parte de los poderes públicos, empresarios y las propias organizaciones sindicales de precarización de las condiciones laborales de los asalariados jóvenes y un ultraproteccionismo de los empleados "provectos" que ha conllevado, entre otros muchos efectos negativos hoy generalmente reconocidos, un alejamiento social evidente de este último colectivo respecto a la flexibilidad. Esta tendencia es apreciable en todos los ordenamientos, pero en nuestra experiencia adquiere niveles notables por las políticas desvertebradoras del colectivo asalariado que empiezan a aplicarse a partir de 1984.

Mas, dicho lo anterior, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a Derecho colectivo de Trabajo?. Uno podría pensar que nos estamos refiriendo a una multiplicidad de aspectos que los distintos ordenamientos han ido creando y recogiendo a lo largo de los decenios y que escapan del sinalagma contractual o de la intervención administrativa en las relaciones laborales. Si bien se mira, ese sujeto indefinido que intentamos acotar haría referencia a lo que conocemos como autonomía colectiva. En efecto, la experiencia secular del Derecho del Trabajo nos muestra que el mismo tiene tres y sólo tres fuentes: es decir, la autonomía individual, la negociación colectiva y la intervención del Estado o heteronomía (discúlpesenos lo inexacto de dichas conceptuaciones). Toda la historia de nuestra disciplina no es más que un constante juego de construcción (cual Penélope, de hacer y rehacer, de búsqueda de equilibrios) con esos —y sólo con esos— tres elementos funcionales. Juego, además, de "suma cero"; es decir, la potenciación legal o social de una de esas fuentes siempre es en detrimento de las restantes. Pese a tan parcos elementos lúdicos, empero, sus reglas no son simples: baste observar la oscilante doctrina de nuestro Tribunal Constitucional en la materia para percibir sus dificultades intrínsecas.

Pues bien, esa autonomía colectiva ha ido creando una serie de instituciones —típicamente iuslaboralistas— como la libertad sindical, la negociación colectiva, el derecho de huelga, los conflictos colectivos, la representación en la empresa, la autocomposición de conflictos... A todo ellos nos referimos al hablar de "Derecho Colectivo del Trabajo".

Vamos, en consecuencia, a analizar cómo está afectando ese terremoto productivo a la regulación de las instituciones surgidas de la autonomía colectiva.
 

Los efectos de los nuevos modelos productivos y las nuevas tecnologías en el Derecho Colectivo del Trabajo

Sería un infantilismo considerar que una transformación de tanta envergadura del mundo de la producción y de las relaciones laborales no afecta a las instituciones iuslaboralistas surgidas a partir de la autonomía colectiva. La realidad, el día a día, nos demuestra como todos los cambios analizados tienen, cada vez más, un real impacto en la organización y la acción sindical, el derecho de huelga o la negociación colectiva. Tanto es así que se ha convertido ya en un tópico recurrente afirmar que el sindicalismo o la negociación colectiva (como, en general, el Derecho del Trabajo) están en crisis. Mas, en todo caso, ese lugar común debe matizarse desde nuestro punto de vista: lo que está en crisis es el modelo de Derecho Colectivo de Trabajo fordista, el que se ha ido conformando a lo largo del período de hegemonía del welfare keynesiano.
 

Los efectos sobre el sindicalismo y el derecho de libertad sindical: la organización interna del sindicato.

En efecto, en tan luengo período (en definitiva, el transcurrido desde el momento de constitucionalización del Derecho Sindical hasta nuestros días: en nuestra experiencia, poco más de dos décadas... mas en el resto de continente, medio siglo) el sindicato se ha ido conformando como algo más que la tradicional unión (ese término tan expresivo de los anglosajones) de trabajadores, entendido ello como mecanismo de suma y plasmación del conflicto, a fin y efecto de lograr mecanismos igualitarios frente a los empresarios. Bajo el welfare, el sindicato ha sido (además de) mucho más que ello. El sindicalismo, en definitiva, se ha constituido en el paradigma taylor-fordista como una figura de múltiples facetas. Veamos cada una de ellas (desde el prisma tradicional) y las repercusiones que en las mismas tienen los nuevos fenómenos productivos.

Así, el sindicalismo ha continuado obedeciendo a aquello que podríamos denominar sus antecedentes más ancestrales, en definitiva, la conformación del interés colectivo de los trabajadores (la unión), es decir, la suma de voluntades e intereses individuales a fin de conformar un colectivo, como sistema igualitario frente al empresario (y, bajo el fordismo, también al Estado), de tal forma que aquellos se someten —por imperativo del propio sistema jurídico— al abstracto e indeterminado "interés colectivo" (¿hay alguna prueba más evidente de ello que la definición de conflicto colectivo contenida en el art. 151.1 LPL y la primacía del mismo sobre la acción individual establecida doctrinalmente establecida o su la eficacia de cosa juzgada de la sentencia de conflicto colectivo contemplada en el art. 158.3 de la misma norma?).

Esa noción de interés colectivo no deja, sin embargo, de tener mucho de nebulosa. Se ha basado, en general, en la consideración de la existencia de un colectivo, los asalariados, más o menos homogéneo, con intereses más o menos concurrentes, de tal manera que el interés de la mayoría (cierto, de una mayoría calificada: la correspondiente al patrón de lo que antes hemos caracterizado como trabajador tipo) se convertía en el interés colectivo. Para el sindicalismo fordista, pues, aquellos intereses plurales (y también colectivos: los de las minorías) que aspiraran a cosas distintas a los generales no existían o eran minimizados; y cualquier expresión del conflicto que expresara esos concretos intereses —alejados de los de la mayoría— eran claramente estigmatizados, al no coincidir con las pretensiones confederales o de clase (en el lenguaje sindical). Es ésa una realidad aún visible hoy.

Nótese (nada descubrimos con dicha afirmación) como ese proceso de determinación del punto de encuentro colectivo de las conveniencias individuales obedecía, en definitiva, a una matriz taylor-fordista. No únicamente era el modus operandi del sindicato (y no sólo eso, se trataba de algo más, en definitiva, la forma de pensar y actuar del sindicalismo ante una realidad que obedecía a parámetros similares): ese paradigma se convertía en la lógica concurrente de la sociedad keynesiana; convenía también al empresario (como contraparte negocial que pretende tener un único interlocutor) y al Estado (también como contraparte y como mecanismo de homogeneización del colectivo asalariado).

Ese modelo, en definitiva, comporta una estructuración centralizante del sindicato y una estructuración del mismo en clave claramente piramidal, pues los intereses defendidos deben ser únicos frente a las posiciones, también únicas, de la empresa, de la patronal y del Estado. La heterodoxia es aceptada únicamente en determinadas ceremonias o en concretos momentos de la vida sindical, mas como elementos de legitimación del discurso mayoritario que como otra cosa.

La mentada tendencia es claramente apreciable en la propia evolución de la organización interna de los sindicatos (al menos, los continentales, no así en los modelos anglosajones): la superación del sindicalismo de oficios (horizontal, en el sentido de abarcar en el seno de cada organización las afinidades específicas en función de la profesión) para posteriormente, en la medida en que el taylorismo se va implementando, las empresas se concentran y se jerarquizan, pasar a una estructura vertical, las federaciones de industria. Este modelo, repetimos, es el propio del fordismo. Algunas reflexiones al respecto cabría hacer respecto al debate en el seno de la CNT, tras el famoso congreso de Sants y su conformación histórica como sindicato de industria y no de oficio (1). La estructuración vertical y piramidal del sindicato, pues, no es un hecho autista: obedece a una determinada forma de producir, a unos concretos valores sociales, a un medio económico.

A todo ello debe añadírsele una consideración que no queremos olvidar aquí: las propias singularidades del sindicalismo en los países del sur de Europa. En los mismos, como se conoce, no existe una única estructura sindical, sino una pluralidad de organizaciones, en parte por motivos históricos, en parte por aspectos de vinculación política: cada una de ellas conforma lo que se conoce como un modelo sindical, una forma de entender y practicar el sindicalismo en buena medida coincidente, más con criterios de conformación del interés colectivo diferenciados. Por su propia inercia ese sistema sindical tiende a ser más centralizante, no operando aquí la confederalidad —bien entendida: el sindicato se construye "desde abajo"— propia de las experiencias septentrionales, cuya jerarquización es más horizontal. Quizás la experiencia del catolicismo —a diferencia del protestantismo— inspire dicho modelo.

Pero volvamos al hilo argumental central: el panorama unitarista de la conformación del interés colectivo, en todos los ordenamientos, empezó a quebrarse en los años setenta con la conocida aparición de movimientos sindicales periféricos, singularmente los protagonizados por las franjas de trabajadores que prestan sus servicios en sectores estratégicos. Esas minorías, conscientes de su fuerza negocial propia, hicieron (hacen) valer en muchos casos su poder para imponer sus concretos y específicos intereses, al margen de los colectivos (es decir, los de la mayoría), sin que, por su parte, el sindicalismo fordista tuviera mecanismos de reestructuración del debate. Entre otras cosas porque no podía: ese fenómeno escapaba de la propia ontología —fordista— del sindicalismo.

Las nuevas tendencias sociales y productivas que ya hemos indicado, especialmente, la disgregación del colectivo asalariado apuntada, han profundizado la crisis del modelo, hasta ahora imperante, de determinación del interés colectivo del sindicato y, en consecuencia, de su organización.

Sin duda, la mayoría sigue siendo, hoy por hoy, la misma, es decir, aquello que antes hemos caracterizado como trabajador-tipo. Lo que ocurre —como es perfectamente conocido— es que esa mayoría es cada vez menos mayoría. Los cambios en curso han afectado a la composición del núcleo esencial del colectivo asalariado, de tal manera que puede hablarse de una auténtica disgregación del mismo, con la consiguiente resituación de intereses, como ya antes se ha apuntado. Aparecen, así, amplias franjas de trabajadores con singularidades (con intereses, con culturas) propios: mujeres, trabajadores jóvenes, inmigrantes, etc., cuyos valores frente al trabajo no son ya idénticos a los de generaciones anteriores, tradicionales. La terciarización y el incremento de los white collars no son, tampoco, fenómenos ajenos a dicha tendencia. Como tampoco lo es el hecho de la mayor formación de los trabajadores jóvenes, por las razones ya explicadas. Por otra parte, en la medida en que los nuevos fenómenos productivos conviven con el taylor-fordismo (como lo seguirán haciendo, tal y como se ha indicado, durante mucho tiempo) están apareciendo dos colectivos de asalariados (con intereses diversos): los flexibles (en crecimiento) y los fordistas (en declive). A la vez, y como quiera que la flexibilidad es, por definición, diversa y halla su epicentro en el propio centro de trabajo, incluso dentro de los trabajadores flexibles es apreciable la existencia de intereses también diversos. Ello comporta, en alguna medida, el fin de lo que podríamos denominar como práctica única del sindicato: la creencia de que pueden defenderse las mismas cosas en todos los ámbitos, independientemente del tipo de empresa o sector en que se produzca del debate sindical.

Práctica única que, en buena medida, sigue siendo el de la cada vez más exigua mayoría, lo que entra en clara contradicción con los otros intereses en juego: un claro ejemplo de ese fenómeno lo hallaremos en el famoso debate de las dobles escalas salariales en función de la fecha de ingreso de los trabajadores y la pérdida de legitimación del sindicato respecto a los colectivos desfavorecidos que, en general, esa práctica comporta. Obsérvese cual es la filosofía de fondo de esas realidades: el sindicalismo acepta (muchas veces acríticamente) la necesidad de reducir costos salariales, más esa subindiciación se reserva sólo para los nuevos -los jóvenes-, no así para los antiguos —los trabajadores tipos— que restan, generalmente, inmunes a la nueva situación. De ahí que con anterioridad hayamos hablado de ruptura generacional.

Nótese, pues, que estamos hablando de dos elementos coincidentes: de una parte, la noción conformadora del interés colectivo tradicional, está en profunda mutación, en la medida en que el colectivo asalariado se disgrega, por motivos sociales o productivos. Por otra parte, es apreciable que el sistema centralizante de organización también se halla en crisis, en la medida en que la empresa piramidal, unitaria y con un poder centralizado ha sido sustituida por la empresa-red o empresa-difusa.

Ello comporta que ese elemento definidor del sindicalismo, de la autonomía colectiva, del propio Derecho sindical, es decir, el interés colectivo, se encuentre en crisis, en función de la nueva situación, lo que conlleva, a su vez, idénticas vicisitudes respecto al modelo de organización del mismo y a la voluntad unificadora del discurso hasta ahora hegemónico en nuestra disciplina

De otra parte, los nuevos sistemas tecnológicos abren puertas insospechadas hasta ahora para la participación de los afiliados (o de los trabajadores, en general) en el devenir diario del sindicalismo directamente implicados —y constituyendo a la vez una— obvio que con el fin del fordismo también debe finalizar el sistema jerarquizado de toma de decisiones, la cultura de la tribuna, la consigna y el megáfono, abriéndose un nuevo terreno para la participación de los trabajadores en el día a día de la vida —y de la toma de decisiones— de los sindicatos. Participación no en el sentido de audiencia, sino de descentralización del poder también en las personas: El afiliado, así, entendido no como un mero cotizante, algo no muy alejado, de otra parte, con el mandato contenido en el art. 7 CE.
 

La intermediación del sindicato en el conflicto social: la crisis de la intervención estatal

Ya apuntábamos antes que el sindicalismo es un sujeto que ostenta atribuciones más amplias que la mera representación del interés colectivo de los asalariados. Como singularidad del keynesianismo es apreciable que una de las acepciones más recurrentes de qué es el sindicalismo es aquello que podríamos definir como su papel de representación de los trabajadores frente al Estado. El modelo sindical taylor-fordista se caracterizaba, en efecto, por una lógica neo-corporativa que atendía a un claro intercambio: moderación salarial y paz social por pleno empleo, cobertura social y participación en la productividad. El Estado del welfare, necesitaba, pues, sindicatos fuertes y altamente centralizados, para poder conseguir dichos fines. Hallaremos ejemplos de ello en toda Europa occidental o en el caso español en el propio contenido de la LET —especialmente, tras la reforma de 1984— o el proceso de concertación de principios de los ochenta. En los últimos cincuenta años —evidentemente, en el contexto europeo— el sindicato no se ha legitimado sólo respecto a sus propios componedores —los trabajadores— y respecto a su contraparte —los empresarios—; los procesos de constitucionalización de aquél han comportado, en función de la dinámica indicada, su legitimación ante el Estado. Era ésa una lógica ciertamente cómoda para el sindicato: en la medida en que el Estado intervenía sensiblemente en la economía, el mismo se convertía, también, en contraparte de aquél, permitiéndole ganar ámbitos de poder.

La actual crisis del pacto social del que surgió el Estado keynesiano, que ya hemos caracterizado, comporta también el fin de ese paradigma. A la vez, incide en ello lo que podríamos denominar como proceso de difuminación del Estado que estamos viviendo y que más arriba se apuntaba; difuminación en base a los procesos de globalización de la economía y a la progresiva puesta en duda de la legitimación del poder público en el terreno económico en el discurso dominante.

La acepción del sindicalismo como instrumento de negociación frente al Estado (la neo-concertación), pues, también ha entrado en crisis en el nuevo panorama: lo ha hecho al ponerse en entredicho el papel del Estado en el pacto social keynesiano por el discurso hegemónico, por la propia difuminación de éste ante las nuevas realidades económico-sociales y porque su papel tradicional de intervención en el marco de las relaciones laborales es difícilmente insertable en las nuevas realidades productivas, como acto seguido se analizará.
 

La crisis del sistema de negociación colectiva

Bajo el fordismo el modelo de negociación colectiva, intrínseco al propio sistema, podía ser definido, también aquí y por las razones más arriba aducidas, como centralizante. A diferencia de las épocas prefordistas, en que dicha determinación colectiva de las condiciones de trabajo tenía un ámbito esencialmente de empresa, en el sistema productivo hasta ahora hegemónico se privilegia —y en toda Europa, incluido España así continua— la sectorialización de la misma. Por su parte, los contenidos de dicha negociación tienen una clara voluntad de pervivencia en el tiempo, situándose en un claro intercambio: productividad por salario (y, evidentemente, la jornada como componente compositivo de éste último). Asimismo, se tiende a la universalización de un único modelo de negociación, de carácter ecuménico, aplicable a todos los sectores y empresas.
 

La crisis del modelo centralizante

La flexibilidad en boga, lógicamente, también rompe toda esa cultura negociadora conformada con el tiempo. El modelo, hasta ahora imperante en la medida en que tiende hacia su consolidación estática, no se corresponde con una realidad en profunda mutación y de naturaleza diversa. Dicha quiebra afecta también a los ámbitos negociales, en la medida en que la flexibilidad, como se ha indicado, tiene su sede privilegiada en el centro de trabajo y -a la práctica nos remitimos- resulta difícil su concreción —al menos con la lógica hasta ahora imperante— en los sectores. Asimismo, se mutan los contenidos: el intercambio —el fiel de la balanza— se está situando hoy ya más en el binomio flexibilidad a cambio de empleo, en función del impacto de los fenómenos sociales más arriba indicados. No se corresponde, tampoco el modelo de negociación colectiva única desde arriba, fuertemente centralizado.
 

La crisis del sindicato como sujeto negocial

La flexibilidad afecta, también, al sindicato como agente principal de la negociación colectiva. Y lo hace en varias formas. En primer lugar en el hecho de que el sindicato de matriz fordista (en su estructura) tiende a situarse fuera de la empresa y, lógicamente, ello comporta también una vertebración del sistema colectivo de determinación de las condiciones de trabajo en ámbitos superiores al centro de trabajo (sectorizalización). Mas ocurre que en la medida en que la flexibilidad tiene, por definición un ámbito empresarial, aquel modelo de negociación también entra en crisis, afectando al propio sindicato en su calidad de agente privilegiado en dicho proceso (respecto a su capacidad de representar los intereses que le son propios). En tanto en cuanto el convenio colectivo, en su configuración tradicional, pierde legitimación como instrumento de determinación de las condiciones de trabajo, también las pierde el sindicato.

Pero hemos indicado que la crisis del modelo fordista de negociación colectiva afectaba al sindicalismo en varios frentes. En efecto, y al margen del reseñado, nos atrevemos a señalar otro: bajo el fordismo -a diferencia de otras formas de producir anteriores- la negociación colectiva se ha convertido también en un mecanismo de homogeneización de las relaciones laborales en la medida en que el sindicato-estructura, fuera de la empresa, pretendía gobernar las relaciones laborales a través de dicho instrumento de la autonomía colectiva. Ello ha comportado que la aspiración del sindicalismo fordista sea la articulación de una práctica única en todos los ámbitos sectoriales y la pretensión de un modelo también único para todos ellos. Está de más constatar que la diversidad y la dinamicidad que caracterizan a la flexibilizan dinamitan también esos viejos afanes de la organización fordista de las relaciones laborales.
 

Crisis de la negociación colectiva y crisis del Estado

La crisis del Estado en el modelo de relaciones laborales, que antes se anunciaba, afecta también a la paralela crisis de la negociación colectiva. En efecto, la intervención heterónoma en la fijación de las condiciones de trabajo y en la composición del conflicto social, tan típica, de los sistemas meridionales europeos y, muy singularmente, de nuestra experiencia, también ha entrado en crisis por un hecho objetivo, éste sí vinculado con la producción: los nuevos sistemas en la medida en que se definen por su diversidad y por su implementación en el centro de trabajo —como hemos reiterado en líneas anteriores— son difícilmente incardinables en los sistemas de intervención tradicionales del Estado, de clara raíz unificadora y generalizante.

El cambio constante en la forma de producir, a su vez, comporta la imposibilidad práctica de que la norma se adecue a la realidad. No es extraño, en ese sentido, que la legislación laboral se halle en la constante modificación a la que estamos asistiendo en los últimos tiempos. Es verdad que —como ya hemos indicado— las microdiscontinuidades (Romagnoli dixit) forman parte de la propia esencia del Derecho del Trabajo; pero no es menos cierto que nunca antes habíamos asistido a tantas modificaciones en tan pequeños lapsos de tiempo (lo que comporta, por ejemplo, que una misma Ley se cambie tres veces a lo largo de un año o que las compilaciones normativas caduquen en muy escaso lapso de tiempo).

Nos encontramos, en consecuencia, ante una retirada —más o menos ordenada— del Estado en la determinación de las fijaciones laborales. Y resulta evidente, a este respecto, que —por la tradicional configuración de las tres fuentes originarias de nuestra disciplina, a la que antes se ha hecho referencia— que el vacío dejado por la heteronomía sólo puede ser cubierto por la autonomía colectiva –léase aquí: negociación colectiva- o por la autonomía individual (la famosa "individualización de las relaciones laborales"). El reciente debate entre los agentes sociales respecto a un posible acuerdo sobre modificación del sistema de negociación colectiva es un buen ejemplo de la dificultad de armonizar las tres fuentes y cubrir el mentado vacío.
 

El impacto de la diversidad laboral en el sistema de negociación colectiva

Es verdad que la enunciada ruptura del carácter homogeneizante del Derecho del Trabajo ha puesto en claro entredicho el modelo de regulación única. Así, cada vez aparece más ejemplos de disintonías del marco colectivo respecto a determinadas situaciones individuales (de ahí, la proliferación del llamado "personal fuera de convenio"). Algo similar está ocurriendo en el proceso laboral, en que —la experiencia foral lo demuestra— en muchas ocasiones los mecanismos tuitivos de la situación de igualdad son utilizados por asalariados que gozan en la práctica de una igualdad sustantiva con su empleador; o, por seguir con la ejemplarificación, el uso y abuso del derecho a la huelga por colectivos privilegiados. Pero no es menos cierto que difícilmente pueden contemplarse dichas singularidades en un convenio que, por definición (más allá del largo e inacabado debate iuslaboralista), es una norma y, por tanto, con un redactado genérico y con unos destinatarios indeterminados. La potenciación de la autonomía individual –recuérdese la teoría de la "suma cero" antes expresada- en los actuales momentos no puede más que ir en detrimento de la autonomía colectiva; y si bien ello puede ser lógico respecto a esos colectivos de asalariados cualificados a los que se acaba de hacer referencia, sus efectos serían perniciosos para la inmensa mayoría de la población asalariada: el cambio en las reglas del juego rompería el actual equilibrio para todos, precisamente porque hablamos de normas y no de mecanismos individualizados "a la carta".

Otra cosa —ciertamente muy distinta— es que dada la hegemonía hoy por hoy imperante en la negociación colectiva del convenio sectorial surjan —precisamente por los indicados caracteres configuradores de una norma— variados problemas adaptativos del acuerdo en una realidad cada vez más diversa, como la del centro de trabajo: ése es, sin duda, un problema imputable –luego nos referiremos a ello- a la concreta realidad práctica de nuestra realidad negocial: Pero el remedio a dicha enfermedad (sin duda real y de efectos graves en múltiples ocasiones) no pasa –a mi juicio- por la modificación de las actuales reglas aplicativas de las fuentes del Derecho del Trabajo, sino por una –necesaria- nueva cultura negocial.
 

Conflicto, huelga y nuevos sistemas organizativos. Nuevos problemas, viejas soluciones

Bajo el fordismo, el sindicato ha dejado de ser el motor el conflicto para pasar a un constituir un instrumento de intervención en el mismo con fines compositivos. Perdónesenos la grosería: la huelga, por ejemplo, deja de ser un fin en si misma para convertirse en un instrumento de exteriorización del conflicto, con el claro objetivo de lograr, luego, un acuerdo. Ello era perfectamente lógico con el status reservado en el pacto social welfariano para el sindicalismo, y que ya más arriba hemos apuntado.

El mentado pacto social, en efecto, se basaba en la paz social por parte de los trabajadores a cambio del reconocimiento de unas ciertas tutelas garantistas y una más o menos tupida red de prestaciones sociales, con el Estado como garante. Por supuesto -como algunas afirmaciones interesadas- que esa lógica no significaba el fin del conflicto social: éste seguía -y sigue, y seguirá- existiendo, en tanto en cuanto tiene su sede en la propia esencia del sistema capitalista; la cuestión era otra: la superación de lo que podríamos denominar como cultura del conflicto prekeynesiana: es decir, la glorificación del mismo para acabar, en definitiva, con la clase contraria. Esa lógica es superada en el taylor-fordismo, en la medida en que el conflicto es aceptado como algo inherente al sistema —se constitucionaliza— y se establecen los sistemas compositivos para evitarlo.

Como quiera que ese pacto social está siendo puesto en entredicho por la derecha social en su discurso neo-liberal nos hallamos ante una evidente paradoja: los elementos positivos para los trabajadores del mismo son cuestionados (y en la práctica, limitados), mientras que las contraprestaciones (las obligaciones, a veces gravosas) que en su día se suscribieron siguen vigentes (no sólo por una estricta bona fides, sino también porque el sistema jurídico imperante las impone coercitivamente), de tal manera que aquel añejo contrato, en dichos nuevos términos sobrevenidos, corre el riesgo en un futuro inmediato de volverse leonino.

Mas no se trata sólo de las cláusulas generales de ese contrato... la nueva situación también está afectando a la letra menuda y su régimen de garantías. Así, la crisis del Estado y sus instituciones afecta a su papel de intervención en el conflicto, en la medida en que la misma está diseñada -aún hoy- en clave fordista. La discreta retirada del poder público del marco de relaciones laborales tiene, también aquí, indudables efectos, al desaparecer parte de la red de seguridad con que antes se saltaba al vacío... sin que hayan desaparecidos, en paralelo, los sistemas coercitivos.
 

La huelga como paradigma

A lo expuesto cabe sumar los indudables efectos que sobre la forma tradicional de ejercicio del conflicto están teniendo las nuevas formas productivas. La desvertebración de la empresa fordista (su horizontalización) y el impacto de las nuevas tecnologías en la producción, así como la traslación de determinados niveles de producción a los propios consumidores están comportando que, en concretos casos, instituciones como la huelga pierdan gran parte de su eficacia como mecanismos de presión y externalización del conflicto, al no afectarse sustancialmente al servicio. Así, hoy, una huelga es fácilmente desvirtuable por un empleador traspasando el proceso productivo afectado por la misma a un país remoto; la negociación colectiva se ve en demasiadas ocasiones fuertemente coartada por la constante amenaza de traspasar producción a otros centros de otros Estados con costes productivos más bajos

Es esa tendencia una buena muestra de la anunciada ruptura del pacto social keynessiano o de la crisis de instituciones iuslaboralistas de matriz fordista, también referenciada. Ejemplo de ello lo hallaremos en la juridificación vigente de las conductas contrarias al derecho de huelga, si se quiere en aquella institución tan típica del esquirolaje. En efecto, nuestro ordenamiento positivo (es decir, en el presente caso, el art. 6.5 del Decreto-Ley 17/1977) contempla la interdicción de las conductas empresariales consistentes en la sustitución de trabajadores huelguista por personal ajeno a la empresa: es ésa –nada descubrimos- una vieja regla aspiración del movimiento obrero organizado (¡no en vano el término "esquirol" viene de dónde viene!), juridificada (en el sentido de dotarla de carta naturaleza en el Derecho, incluso con medidas de carácter punitivo, caso de incumplimiento) bajo el fordismo en aras a aquél añejo pacto social al que antes se hacía referencia e inserta en una serie de mecanismos de regulación limitadores del ejercicio de la propia huelga (se trata, en definitiva, del reconocimiento del derecho de huelga, con unas determinadas reglas tanto garantistas como limitantes). Esa institución, en los términos reflejados en nuestra ordenación –lo reiteramos- se enmarcaba en la lógica del anterior modelo productivo: en la medida en que las empresas eran universos cerrados con voluntad centralizante no era aceptable –en aplicación del mentado pacto- la intromisión de foráneos en el proceso productivo para suplir a los asalariados propios que ejercían un derecho jurídicamente reconocido.

Ese redactado, en esos términos, sigue hoy por hoy en vigor, sin que se hayan producido cambios de envergadura –salvo la prohibición del esquirolaje interno, a partir de la STC 123/1992-. Hoy, empero, aparecen problemas de adaptación importantes en los casos de empresas descentralizadas o con altos niveles de implementación tecnológica. Un buen ejemplo de ello lo hallaremos en las divergencias doctrinales respecto a las capacidades de esos tótems culturales de nuestro días que son las televisiones; han aparecido, así, dudas respecto la posibilidad de que, caso de ejercicio de huelga por parte de los trabajadores de dichos medios coincidentes con determinados eventos –generalmente deportivos- se pueda recurrir a la contratación de otras empresas audiovisuales. Así, hallaremos por ejemplo la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía -Málaga- de 7 de marzo de 1997, que incluía dichas prácticas dentro de las actividades empresariales contrarias al derecho de huelga, mientras existen pronunciamientos distintos (así, las SSTSJ Cataluña de 09.03.1998 y 22.11.1999 –esta último respecto a Cataluña Radio), línea esta última a la que parece apuntarse la STS de 27.09.1999 (Véase el anexo de este documento)

Otro ejemplo destacable lo hallaremos en la posibilidad de instalar aparatos de vídeo en la empresa durante el transcurso de una huelga, práctica considerada como no contraria al ejercicio de dicho derecho por la STSJ Murcia 04.09.2000 (Véase el anexo de dicho documento).

El elenco de nuevas situaciones es, sin duda, más amplio: piénsese en los casos de empresas altamente tecnificadas (por ejemplo, el sector financiero, seguros, energía, etc.) o la desastrosa huelga llevada a término por los trabajadores de la CTNE contra la segregación de dicha empresa, etc.

Por tanto, puede afirmarse que en un futuro inmediato, por no hablar del presente, podemos hallarnos que al albur de la flexibilidad productiva y del impacto de los nuevos sistemas tecnológicos la habitual regulación de la huelga, hoy precariamente desarrollada legislativamente en nuestro ordenamiento en clave taylorista, quede vacía de contenido, de tal forma que en una multiplicidad de empresas o sectores aquélla reste sin sentido efectivo (2).
 

La representación en la empresa

Otras de las instituciones del Derecho Colectivo del Trabajo la constituye, en prácticamente todos los ordenamientos, la defensa de los intereses individuales o plurales de los trabajadores frente al empresario. Se trata aquí, como se habrá reconocido, de lo que podríamos denominar el ejercicio del poder de representación en el seno del centro de trabajo. Como es sabido en nuestro ordenamiento esa vertiente del trabajo sindical ha corrido a cargo de los organismos unitarios de representación, por motivos históricos perfectamente conocidos.

En general, la crisis del sindicalismo -a partir de gran parte de los elementos de incidencia ya enumerados- conlleva también una falta de legitimación de aquél para representar esos intereses individuales en el marco de la empresa. En la medida en que el sindicalismo es reacio a aceptar la flexibilidad —ahí donde efectivamente se produce— los nuevos fenómenos productivos emergentes crean nuevas necesidades a los que aquél, precisamente por su falta de adaptación. Es incapaz de dar una respuesta efectiva. Ello comporta la aparición, en el seno del centro de trabajo, de fenómenos de matriz individualista, como mecanismo de negociación frente al empresario, que profundizan las dificultades prácticas del sujeto colectivo. Nada descubrimos constatando que ello favorece las capacidades de decisión de los empresarios.

En el modelo español ese panorama se complica, por el reparto de competencias legalmente establecido. En efecto, los organismos unitarios de representación, hoy por hoy hegemónicos en la acción sindical de nuestro país, con instrumentos privilegiados de ejercicio de conflicto y de la negociación colectiva en el seno de la empresa, son el paradigma de la defensa del interés de la mayoría (en muchos casos, en ese ámbito, ni calificada): mientras que el sindicato puede ser diverso —máxime en sistemas de división sindical—, los mentados instrumentos, por definición, no pueden serlo. Por otra parte, dichos sujetos tienden —por su propia inercia conformadora— a pensar únicamente en clave centro de trabajo, obviando cualquier referencia que exceda de los muros, reales o virtuales, de ese espacio. Es verdad que, como hemos apuntado, es precisamente en ese terreno en el que se desarrolla la flexibilidad; pero no es menos cierto que la alternatividad a la misma sólo puede surgir de un debate colectivo de ámbito superior, imposible para esos instrumentos. En otra palabras: se tiende a desconocer —por esa autarquía— las experiencias negociales de otras realidades, lo que impide la colectivización del debate.

En general, así pues, bajo el fordismo el sindicalismo se ha convertido también en un sujeto de participación en la empresa, singularmente en el modelo de relaciones laborales continental, pues, por motivos históricos, tras la Segunda Guerra Mundial (y, siempre, con el referente de Weimar) se establecen mecanismos de intervención del aquél en los procesos de toma de decisiones empresariales. Ello, si bien, se mira es perfectamente coherente con el taylor-fordismo: se intenta aislar en la medida de lo posible, así, el centro de trabajo del conflicto social, singularizándolo (desactivándolo, también) en dicho ámbito. Se supera, en consecuencia, la lógica anterior —clase contra clase— a cambio de un cierto nivel de colaboración de los trabajadores en la empresa. No es extraño, en ese sentido, que el artículo 129.2 de la Constitución Española consagre ese derecho.

Ciertamente en los distintos ordenamientos europeos dicha participación alcanza niveles e intensidades muy distintos: desde la mera comunicación formal hasta los impropiamente denominados sistemas de cogestión septentrionales (también, es conocido, son divergentes los diversos posicionamientos sindicales ante dicha cuestión). Con todo, y al margen de concretas excepciones, puede afirmarse que esos niveles de intervención sindical se limitan, en general a: a) aspectos económicos (incluyendo en los mismos la participación en los órganos de dirección de la empresa), b) salud laboral, c) los que podríamos calificar como elementos accesorios (informaciones concretas que la empresa se ve obligada a proporcionar por mandato legal o de la negociación colectiva, sin contenido sustancial) o d) significativamente, en aspectos relacionados con lo que anteriormente hemos caracterizado como modificaciones regladas (modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, movilidad geográfica, etc.) y despidos colectivos. Hallaremos un buen ejemplo de ese standard europeo en la Directiva 94/45/CEE, traspuesta a nuestro ordenamiento en la Ley 104/1997, o la 75/129/CEE, referida a despidos colectivos.

En general, y como es sabido, esos sistemas se articulan a través de mecanismos para-sindicales: en la mayoría de ordenamientos quien tiene esas competencias participativas no es el propio sindicato (mas no siempre, como el derecho comparado nos demuestra), sino organismos unitarios de representación de todos los trabajadores, eso sí, con fuerte control sindical.

Obsérvese, sin embargo, que en buena medida esos niveles de participación —de colaboración, si se prefiere— no suelen afectar a lo que podríamos calificar como el núcleo duro de las competencias del empresario relativas a la producción, es decir, sus atribuciones de organización del trabajo y el ius variandi. En otras palabras, la acción sindical es ajena, en buena medida, a qué se produce y cómo se produce: difícilmente ahí -repetimos, salvo excepciones puntuales- se articulan mecanismos de participación.

Ese panorama es perfectamente coherente con el pacto social implícito del taylor-fordismo que, simplificando, podría resumirse en el hecho de que se pueden negociar las rentas dimanantes del trabajo y su distribución, pero no la organización del sistema productivo. Basta dar una ligera ojeada a los contenidos de los distintos convenios colectivos respecto a dicha cuestión (o al propio redactado del artículo 20 de la vigente LET) para demostrar la afirmación anterior.

Y, sin embargo, la flexibilidad se caracteriza, entre otras cuestiones ya analizadas, porque incrementa los niveles de participación de los trabajadores en las formas de producir. A diferencia del modelo productivo anterior en que el asalariado es un mero apéndice ejecutivo de una máquina, en una cadena, en una empresa piramidal (el gorila amaestrado), la flexibilidad, en la medida en que se descentralizan la toma de decisiones y que los nuevos sistemas productivos dotan de más capacidades decisorias a los productores, comporta una resituación, sin duda en clave positiva, de los instrumentos de participación. En buena medida la información productiva se invierte: ya no va tanto de abajo a arriba, sino que sigue un sentido inverso (esa afirmación es un simplismo: lo sabemos, mas no deja de ser útil desde un punto de vista expositivo). Como acertadamente señala Trentin, si por algo se caracterizan las actuales transformaciones del trabajo es porque están afectando sustancialmente a la socialización del saber y al poder de decisión (3).
 

Notas

(1) Resultan sintomáticas, en este sentido, las palabras de un sindicalista cenetista (de inspiración marxista), Eleuterio Quintanilla, en el Congreso de la Comedia, en diciembre de 1918, inmediatamente después de la huelga de La Canadenca, tras el congreso de Sants. En éste se habían centrado ya las bases para una estructuración de la CNT en sindicatos de industria, y no de oficio como hasta entonces, mas no se había dado el paso para la articulación de las Federaciones de Industria. Quintanilla propugna este último sistema (resultando, por cierto, a la postre derrotadas sus posiciones en aquellos momentos): En todos y cada uno de los ramos de trabajo se operan de continuo transmutaciones decisivas en vistas del objetivo final que las distingue respectivamente. El movimiento obrero sigue como la sombra al cuerpo, a través de la historia, estos cambios de los modos de producción. El medio económico aparece así determinando inflexiblemente las características de la organización proletaria. Algo similar debía pensar en aquellos momentos Joan Peiró.

(2) Véase alguna reflexión reciente respecto al respecto en BAYLOS GRAU, Antonio, Formas nuevas

(3) TRENTIN, B. Lavoro e libertá nel l’Italia che canvia, Donzelli, 1994.
 

© Copyright Miquel Àngel Falguera Baró, 2002
© Copyright Scripta Nova, 2002
 

Ficha bibliográfica

FALGUERA BARÓ, M. A. El derecho colectivo del trabajo en el postfordismo. Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, nº 119 (106), 2002. [ISSN: 1138-9788]  http://www.ub.es/geocrit/sn/sn119106.htm


Menú principal