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EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS 
SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES

EL ESPACIO DEL GÉNERO Y EL GÉNERO DEL ESPACIO

José Luis Ramírez González

El espacio del género y el género del espacio. Astrágalo - Cultura de la Arquitectura y la Ciudad, núm. 5, noviembre 1996. El texto procede de la Conferencia para el seminario "Espacio y género" Universidad Carlos III de Madrid - 15 de marzo de 1995


El propósito de mi intervención en este seminario es desentrañar la relación existente en nuestra cultura occidental entre el género o sexo humano y la concepción espacial. Y lo haré siguiendo mi inveterada afición al quiasmo, esa figura retórica que consiste en invertir los dos términos de una expresión, en este caso el espacio y el género.

La función del quiasmo en comparación con otras contraposiciones conceptuales

El quiasmo es una figura retórica que consiste en un cruzamiento o repetición de dos conceptos en orden invertido. El quiasmo obliga a los dos conceptos relacionados por una expresión a intercambiar sus papeles, de manera que lo determinante se convierte en determinado y viceversa. Al decir «el espacio del género y el género del espacio», advertimos cómo «espacio» y «género» se determinan alternativamente creando de esa manera una especie de campo magnético semántico que nos descubre algo que cada uno de los conceptos, por sí solo, dejaba oculto.

Un quiasmo tiene así la habilidad de activar las posibilidades significativas de los conceptos relacionados al considerarlos desde dos aspectos contrapuestos. Pues lo interesante de un concepto no es su contenido -que es ficticio, pues un concepto es un instrumento que a lo sumo apunta a algo, no lo encierra- sino la perspectiva que ilumina su sentido. Bien entendía esto Machado cuando recomendaba: «Da doble luz a tu verso, para leído de frente y al sesgo».

Recuerda el quiasmo a las parejas conceptuales que dominan la lógica y el pensamiento, como la dicotomía y la pareja dialéctica. Estos juegos conceptuales están mal estudiados y a veces se confunden las dicotomías con las parejas conceptuales de otra índole. Permítaseme dilucidar someramente esta cuestión.

Todo pensar racional parece tener su origen en una división binaria que organiza los conceptos y hace posible el razonamiento lógico. Tanto el lógos griego como el tao de los chinos hablan de las parejas de contrarios. Hay diferentes maneras de entender esta contraposición conceptual, pero a mi juicio no podríamos pensar sin una distinción primaria que establece un límite entre algo que se considera y lo que queda fuera de ello. No puedo detenerme aquí demasiado en dilucidar esta cuestión exhaustivamente. Permítaseme simplemente postular que la pareja conceptual de la Identidad y la Diferencia constituye, a mi juicio, el paradigma de todas las otras oposiciones conceptuales y el origen de la lógica. Pensar racionalmente es, en su origen, identificar y distinguir.

Quiero ahora distinguir entre las llamadas dicotomías y las parejas dialécticas, por un lado, y las simples oposiciones de conceptos y las oposiciones complementarias, por otro. Son éstas formas de enfrentamiento conceptual diferentes que no obstante suelen confundirse.

La dicotomía es, estrictamente hablando, una pareja que agota la realidad considerada, de tal manera que la mera negación de uno de los conceptos enfrentados define la afirmación del otro, como en la lógica de clases o conjuntos. La expresión formal o matemática de la dicotomía es la de «A o no-A». Todo aquello que no caiga bajo un concepto cae bajo su negación. O se es español o no se es español. La dicotomía se enmascara cuando la negación adquiere un nombre positivo: «el que no es tonto, es listo». De esa manera se ha logrado en muchos países desarrollar una política para extranjeros o inmigrantes, como si la palabra extranjero o inmigrante tuviera otro contenido que la mera negación de la nacionalidad del país en cuestión. En Suecia, por ejemplo, se habla tradicionalmente del problema de los inmigrantes, problema que radica en no ser suecos. La inmigración es un problema para los suecos pero se presenta como si fuera un problema de los inmigrantes. Por supuesto que un inmigrante tiene problemas concretos de carácter económico, social etc. pero esos problemas son comunes a todos, incluso los propios suecos. Que un inmigrante puede acumular un mayor número de esos problemas que un ciudadano sueco con dificultades es cierto, pero eso se debe fundamentalmente a la actuación de los propios suecos hacia los extranjeros. Gran parte del problema de los inmigrantes sólo podría resolverse cambiando la actitud de los suecos. El problema específico de los inmigrantes en Suecia es que los suecos tienen problemas con los inmigrantes. Los demás problemas de los inmigrantes no son específicos de ellos, aun cuando sí lo sea el conjunto de esos problemas.

Las parejas dialécticas, a diferencia de las dicotomías estrictas, constan de conceptos positivos que se determinan mutuamente, sin necesidad de suponer una división dicotómica total. Así, la pareja hegeliana clásica de «el señor y el esclavo» crea una relación dialéctica en la que los dos términos se justifican mutuamente: el señor da sentido al esclavo en la misma medida en que éste da sentido al señor.

Una pareja conceptual puede sin embargo ser dicotómica y dialéctica a la vez. La expresión «hombre y mujer» se halla en este caso. Hombre y mujer agotan la totalidad del género humano y además se dan sentido mutuo. Sin la mujer, el concepto de hombre como sexo determinado carecería de sentido y viceversa. Pero mientras la concepción dicotómica vaciaría la palabra «mujer» de significado propio, reduciéndola a la mera negación de la masculinidad («mujer» = «no-hombre») la pareja dialéctica respeta el valor de ambos y hace a ambos conceptos participar en la creación del sentido del otro. Se me viene a mientes aquél ejercicio de dialéctica poética que Machado atribuyera a la máquina de trovar de Jorge Meneses:

Dicen que el hombre no es hombre
hasta que no oye su nombre
de labios de una mujer.

El problema fundamental del machismo consiste sobre todo en su manía de concebir la relación «hombre-mujer» como una dicotomía pero no como una pareja conceptual dialéctica.

Sin ser ni dicotómicas ni dialécticas, hacemos usos de otras oposiciones conceptuales complementarias o de otra índole, como por ejemplo cuando hablamos de «cielo y tierra», de «espacio y tiempo», de «cuerpo y espíritu», etc. «Espacio» y «género», que es la pareja que nos va a ocupar aquí, son dos conceptos que no establecen una dicotomía, ni siquiera un par dialéctico, sino una simple pareja complementaria.

El quiasmo puede interpretarse como un par dialéctico complejo o como una oposición, no ya entre dos términos, sino entre dos expresiones formadas por los mismos dos términos pero en orden invertido, creando una simetría que por lo general, si se la observa atentamente, no es tal simetría. Normalmente, el quiasmo establece dos relaciones alternativas e invertidas entre dos términos o elementos cualesquiera (como en la frase histórica «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra» o la frase cotidiana «una cosa es comer para vivir y otra vivir para comer»).

Las asimetrías reveladoras de poder en los pares conceptuales

Toda pareja de conceptos, y en especial toda dicotomía, enmascara muy a menudo, como vamos a ver, una relación asimétrica o de dominio. Y el uso del quiasmo, aplicado a una dicotomía o a una pareja conceptual, desenmascara a menudo esa relación de poder, a base de unir los dos extremos dicotómicos por una palabra conectiva (generalmente la preposición de genitivo «de», como en el título de esta disertación). Si en el caso del hombre y la mujer hacemos un juego de quiasmo, utilizando la conectiva preposicional «para», podemos decir: «El hombre no es para la mujer lo que la mujer es para el hombre». La relación asimétrica entre «hombre» y «mujer» queda así desenmascarada.

En las parejas conceptuales de opuestos y especialmente en las dicotomías con que el pensamiento se mueve (p.ej. «espacio y tiempo», «sociedad e individuo», etc.) puede advertirse que uno de los términos es decisivo o domina sobre el otro. No basta con que los dos términos se contrapongan mentalmente uno a otro, siendo indiferente cuál figure en primer lugar, para constituir una dicotomía o una pareja de opuestos. Los dos términos de una oposición conceptual: «señor | esclavo», «hombre | mujer», «identidad | diferencia», «teoría | práctica», «vida | muerte», «esto | lo otro», etc. no mantienen, contra lo que pudiera pensarse, una estructura simétrica. Lo normal es que uno de ellos sea el término dominante, ocupando por lo general el lugar de la izquierda, siendo el término de la derecha subordinado a él. Suena raro decir «esclavo y señor», «mujer y hombre», «diferencia e identidad», »práctica y teoría», «muerte y vida», «lo otro y esto», aun cuando no deje de haber excepciones (decimos indiferentemente «día y noche»  o «noche y día», «sociedad e individuo» o «individuo y sociedad» y decimos «tú y yo» en lugar de «yo y tú» e incluso, cosa extraña, «izquierda y derecha» más bien que «derecha e izquierda», que sería lo culturalmente normal).

También el quiasmo refleja este régimen de dominio. El título de esta conferencia es «el espacio del género y el género del espacio» y sonaría raro si dijéramos «el género del espacio y el espacio del género». Volveré sobre esto.

Hay pues generalmente una asimetría o desequilibrio y, diríamos, un dominio disimulado del término conceptual o de la expresión sometida a quiasmo que se coloca en el lugar de la izquierda, es decir en el primer lugar, sobre el término o expresión invertida que se coloca a la derecha. La relación entre elemento izquierdo y derecho es una relación de dominio. Dicho breve y quiasmáticamente: el espacio del dominio conlleva un dominio del espacio.

Aplicación de lo dicho al espacio y al género

Al confrontar «el espacio del género» con «el género del espacio» se ponen de manifiesto dos cosas importantes para nuestro tema. De un lado que el espacio crea una división localizadora de los dos sexos humanos, de tal manera que hay un espacio para lo masculino y otro para lo femenino, al mismo tiempo que el espacio, mismo en castellano, ostenta uno de los dos géneros, el género masculino. Pues a pesar de lo adventicio del género gramatical castellano de las entidades inanimadas o abstractas, no deja de ser una significativa coincidencia el hecho de que «el espacio» en castellano sea un substantivo de género masculino.

La experiencia de que no todos los espacios son propios de ambos géneros está tan arraigada en nuestra cultura que dirige nuestra conducta sin que siquiera lo advirtamos. Aquella frase paulina que dice mulier tacet in ecclesia («la mujer calla en la asamblea»), no indica, como algunos interpretan, que el hombre es quien habla y la mujer calla, cosa que contradice la opinión de que las mujeres hablan mucho. Lo que dice la frase bíblica es que la mujer ha de callar en el espacio público de la asamblea o ecclesia (especialmente en la asamblea religiosa o iglesia), puesto que este espacio está reservado para el hombre. Que se lo digan a las mujeres suecas, que todavía siguen sin ser aceptadas por gran parte de la masculinidad eclesiástica, a pesar del hecho legislativamente consumado de su elevación al sacerdocio.

El hecho de que el género del espacio sea masculino, no ya gramaticalmente, como es el caso en castellano, sino socialmente, implica también que lo masculino ostenta el dominio de la repartición genérica del espacio. Por eso el orden normal del quiasmo es «el espacio del género y el género del espacio», y sonaría extraño, como dije antes, si invirtiéramos el orden diciendo «el género del espacio y el espacio del género».

También cuando usamos la pareja conceptual de «espacio y tiempo», advertimos que, en nuestra cultura, el espacio domina al tiempo, de tal manera que hasta para concebir el tiempo lo reducimos a la medida del espacio. Nos imaginamos el tiempo como una línea o como un círculo y hablamos de «espacios de tiempo», pero no se nos ocurriría hablar de «tiempos de espacio», pues en nuestra cultura el espacio es la medida y la comprensión de lo temporal, no al revés. Sólo cuando se logró encerrar al tiempo en un movimiento circular uniforme medible, producido mecánicamente por un aparato de relojería -cosa que Foucault ha visto claramente en su libro «Vigilar y castigar»-, se produjo el avance social que conocemos con el nombre de Modernidad. En la lengua griega existían todavía dos palabras para expresar el concepto de «tiempo»: Chrónos y Kairós, que representan respectivamente el tiempo abstracto y físico, espacial, y el tiempo de vida. Se podría hablar de tiempo masculino (Chrónos) y femenino (Kairós). Pero sólo el primero ha sobrevivido a las transformaciones mentales de la cultura tecnológica.

Siendo una categoría totalizadora de la extensión a que los cuerpos se hallan sometidos, el espacio se convierte en una categoría mental clasificadora que establece ámbitos separados para los sexos humanos: el ámbito político del ágora, para el hombre, y el ámbito privado de la oikía, para la mujer. Más lo que a primera vista parece un reparto impenetrable de espacios, semejante a la mutua impenetrabilidad física de los cuerpos, es una impenetrabilidad meramente ficticia y unidireccional.

Sin caer en comparaciones con la penetrabilidad sexual, como hacen Julia Kristeva y otras feministas, no cabe duda de que el espacio masculino se puede a menudo permitir el lujo de invadir el espacio femenino o gineceo, pero no al revés. Hay siempre un espacio exclusivo destinado al hombre o a algunos hombres, al que no tienen acceso todos los hombres ni, genéricamente, ninguna mujer. La exclusión de hombres es individualizada y se debe a motivos de jerarquías sociales. Con ciertas excepciones, como la del antisemitismo o los gitanos, no existen en occidente, por lo general, las castas que se advierten en la India. La separación de clases no es en principio insuperable para los individuos que pertenecen a ellas. En cambio la exclusión de lo femenino es genérica, absoluta e indiferenciada. Toda posible excepción en este caso tiene a menudo el carácter de alibi. Durante mis primeros veinte años, de los treinta que llevo en Suecia, (están cambiando las cosas últimamente aunque no siempre sea para bien) he presenciado con frecuencia el hecho de que, de vez en cuando se elegía a una mujer como rehén, para no dar la impresión de machismo. Pero, llegado ese momento, siempre se elegía a una mujer dócil y manejable, evitando a las que tuvieran demasiadas ideas propias y pudieran crear problemas.

Espacio y poder se presentan pues ligados en nuestra cultura. El dominio del espacio específicamente masculino sobre el femenino halla su correspondencia lingüística en el uso gramatical del masculino como representativo de ambos sexos. «Hombre» significa no sólo el varón, sino también el género humano común al hombre y a la mujer. Y basta que haya un solo hombre en una multitud para que el artículo «las» o el pronombre personal «nosotras» o «ellas» se convierta en «los» y en «nosotros» o «ellos». Nada más lógico en una cultura que piensa de esta manera que un sistema de representación política en el que el hombre representa a la mujer, mientras que ésta sólo se representa a sí misma.

Espacio e Identidad en el paradigma mental de Occidente

La categoría del espacio, que originariamente se presenta como una abstracción de la experiencia corporal de la extensión, viene a constituir un paradigma mental que marca la pauta del pensamiento y la acción en nuestra sociedad y en nuestra cultura. El espacio socio-cultural es un espacio mental. Cuando encima del pórtico de la Academia de Platón aparecía aquel letrero que prohibía la entrada a quien no supiera geometría, se declaraba abiertamente que el camino de la filosofía y de la ciencia, es decir el camino del progreso y del poder, estaba reservado a un pensamiento estructurado por el modelo espacial que sería administrado por un sector dominante representativo de los valores viriles. La identificación entre espacio y civilización y entre éstas y masculinidad es una clave fundamental explicativa del elemento griego identificador de nuestra cultura. Y digo identificador porque el otro elemento: lo judío y lo femenino, como elemento diferencial, actúa como justificador de la identidad dominante. Sin 'el otro' no seríamos nada. El hombre necesita lo femenino como diferencia para confirmar su identidad, lo mismo que la España cristiana necesitaba combatir lo árabe y lo judío, para poder sentirse europea.

Los sistemas de oposición conceptual no son característicos de formas específicas de pensar, de sectores parciales del pensamiento, sino que constituyen el elemento fundamental estructurante de todo pensar conceptual humano. El ser humano lo es, según la expresión de Aristóteles en su Política, por estar dotado de lógos. Y aun cuando la consciencia de este hecho constitutivo se debe a los griegos, el lógos se halla presente doquiera existen seres humanos. Y la presencia del lógos en su forma más general y arquetípica se expresa en el hecho de concebir la oposición entre Identidad y Diferencia. Sin esa encrucijada constitutiva del pensar racional no existiría un mundo concebido humanamente. La pareja de Identidad y Diferencia es el paradigma de todo un inacabable sistema de oposiciones, entre las cuales el pensar y el obrar humanos se mueven como entre Escila y Caribdis. El movimiento del pensamiento al que llamamos discurso o razonamiento, se hace posible gracias a esa oposición conceptual de identidad y diferencia, modelo arquetípico de todas las otras oposiciones conceptuales.

Debemos pues a los griegos el conocimiento del lógos, mas no su existencia. Pues también el pensar oriental se constituye y mueve entre parejas de opuestos, como el Yin/Yang de la filosofía china.

Ahora bien, en la oposición conceptual arquetípica de Identidad y Diferencia, lo interesante, desde el punto de vista que consideramos aquí, no es la oposición como tal, sino el carácter asimétrico que dicha oposición cobra, especialmente en el pensamiento y en la sociedad occidental. Pues hay en principio dos maneras de concebir la relación de oposición entre Identidad y Diferencia, una simétrica e igualatoria y otra asimétrica y dominadora. La identidad siempre necesita de la diferencia para constituirse. Nos identificamos por relación a lo diferente. Mas cuando reina la armonía entre lo idéntico y lo diferente, mi propia identidad arranca de la consideración respetuosa de lo otro, sin destruir sus matices diferenciales, su diferenciada diferencia. Es entonces, de la constatación de que los otros existen y de que yo no soy como ellos, de lo que se nutre mi identificación. Me identifico en ese caso afirmando a los demás. Esta ha sido también, creo yo, la forma típica de autoidentificación femenina en nuestra cultura. La mujer se ha habituado a hallar su propia identidad partiendo de la conciencia de que no es hombre.

Frente a esta relación igualitaria entre los dos opuestos, la oposición dominante en la mentalidad occidental es una total dicotomización en la que la Identidad no distingue más cualidad en los otros que la de ser justamente «otros». Ni siquiera advierte su pluralidad. Todo lo que no somos nosotros se mezcla confusamente en una indiferenciada diferencia. De noche todos los gatos son pardos. Todo lo que no diga sí es un NO. El que no está con nosotros está automáticamente contra nosotros. Los otros se convierten en LO OTRO. Surge así una identificación narcisista en la que lo otro es solamente el espejo en que me veo y reconozco a mi mismo. Esta forma dicotómica y asimétrica de oposición es hija de la voluntad de poder de que hablara Nietzsche y originadora tanto del etnocentrismo como del falocentrismo, pero también del pensamiento abstracto, silenciador de toda pluralidad mediante la mecánica reduccionista de los conceptos universales, como trataré más adelante.

Los dos tipos de oposición, que yo llamaría oposición excluyente o dicotómica (que por ende es asimétrica) y oposición integrante o dialéctica (a lo que se debe añadir simétrica), se expresan en la diferencia entre eros y filía, entre el erotismo y la amistad. Mientras el erotismo es invasor y devorador de lo otro, supone la amistad el respeto, no sólo a la diferencia sino a las diferencias. La amistad une a los diferentes, el erotismo trata de destruir la diferencia. La pasión erótica es hija del poder. El erotismo no permite la competencia, la amistad en cambio se hace más perfecta cuando los amigos son muchos.

El hecho de que el lógos griego esté contaminado por la voluntad de poder explica cuál es la raíz de la racionalidad típica de occidente, una racionalidad cientificista imbuída por la idea de dominio. Esa racionalidad crea una lógica inspirada por lo espacial cuya ciencia es la geometría. Toda lógica formal exige, decía, la creación de conceptos universales abstractos; por ejemplo el concepto de Hombre, que gramaticalmente es singular pero abarca a la totalidad genérica. Ese «hombre» del que hablan la ciencia y la estadística, es un hombre que no somos ni tú ni yo, sino al mismo tiempo todos y ninguno.

En la oposición clásica entre espacio y tiempo, el espacio se convierte en el elemento dominante y creador de todas las fórmulas de explicación científica. Para entender el tiempo hay que reducirlo a la categoría de espacio. Y cualquier fenómeno que busque su explicación científica se ha de someter a la medida, que es una forma espacial.

El espacio y el desarrollo del paradigma falocéntrico

En una mentalidad que no estuviera dominada por el poder, la categoría espacial conviviría con la temporal, constituyendo una lógica de la acción, una lógica no formal, cuya forma de conocimiento sería la interpretación y su ciencia fundamental la historia. De la lógica totalitaria del espacio surge una metafísica ontocéntrica o falocéntrica, en la que solamente lo dado y la presencia cuenta. El principio fundamental de esta lógica, obsesa de la cantidad, es el principio de tercero excluído. En cambio, una lógica articulada por la temporalidad vivida y cualitativa, no por la temporalidad espacial o cronológica, una lógica respetuosa de la pluralidad y de los valores y responsable de la acción, lo único que excluye es el propio principio de tercero excluído. La metafísica del lógos temporal es una metafísica no ontológica sino genealógica. Es significativo que la palabra «hecho», participio del verbo hacer, se haya convertido para occidente en un sinónimo de «lo dado». Esta racionalidad supone, a la larga, una castración de la facultad creadora del ser humano, convirtiéndole en esclavo de sus propios artefactos.

En la Odisea y en el Edipo nos ha dejado la literatura griega dos alegorías de la racionalidad occidental en su época de incubación. La narración de Ulises y Polifemo es el testimonio de una visión cartográfica y tuerta de la realidad y la confusión entre la palabra y la cosa a la que pretende representar. La tragedia de Edipo es como una metáfora de la política moderna en la que las buenas intenciones acaban empedrando el camino del infierno, mientras que los llamados a dar ejemplo, vigilar y hacer justicia resultan ser los culpables del delito. Es el alguacil alguacilado de los andreotis y los roldanes.

La imposición de lo espacial como patrón de lo racional supone una forma de pensar en la que todo lo que no sea palpable, diferenciable y definible se da por no existente. Esta forma de racionalidad sólo puede imponerse cuando el dominio de lo estático y lo visual sobre lo fluyente y auditivo se hace total. El instrumento decisivo de dominio del tiempo y del oído por el espacio y el ojo, es el alfabeto fonético vocálico y la escritura. La invención de la imprenta significó un paso decisivo en la implantación de la racionalidad teórica de los griegos, pero el verdadero invento transformador de la mentalidad occidental no fue la imprenta sino la lengua escrita fijadora de fonemas que Grecia adoptó allá por el siglo VII antes de Cristo. De un golpe se dieron cita la escritura vocálica (que va un paso más allá que la escritura silábica de los pueblos semitas), el pensamiento científico, la concepción abstracta de la moneda, la democracia y la planificación urbana. Con la escritura, todo lo que antes era fluyente e inapresable se hace «concebible», es decir abarcable por los conceptos, palabra que procede del latín «capio» que significa coger con las manos.

El espacio elevado a categoría mental, el dominio del pensamiento y de la palabra por el espacio, se extiende al orden social. Nadie como Michel Foucault ha sabido mostrar cómo esa mentalidad espacio-científica va articulando los quehaceres humanos y la distribución de la justicia. El motor de dicho quehacer y de dicho orden social es la efectividad. Y la efectividad se establece por un cálculo de medios y fines en el que la finalidad reemplaza al sentido y lo destierra. Dos vástagos de esa mentalidad eficacista son (¡quién lo diría!) el existencialismo sartriano y el esteticismo del arte por el arte.

La gramática del espacio: el ojo y el sustantivo

La conciencia del ojo conduce a una gramática en la que, a pesar de ostentar el verbo la denominación antonomásica de la palabra, es el sustantivo quien toma el poder. No es difícil distinguir el lenguaje masculino de la política oficial y de la burocracia del lenguaje usado por una mujer todavía no entrenada en la oratoria pública. La lengua femenina y la lengua cotidiana cultivan el verbo, mientras que la lengua del poder reduce el número de verbos a un mínimo y usa en su lugar el sustantivo, prefiriendo también la interpelación anónima a la mención personal diferenciada. Es mucho más solemne y digno de obediencia decir «Prohibido el paso» que «No deben ustedes entrar aquí». A nadie se le ocurriría grabar la segunda frase en un cartel prohibitivo.

El mundo del poder es el mundo mítico de las personificaciones abstractas. Se achacan los males al Mercado, a la Crisis económica, a la Inflación, etc., del mismo modo en que los antiguos hablaban del Amor y la Justicia como divinidades. Y diciendo que el Poder corrompe, el político corrupto queda reducido a la condición de víctima.

La obsesión substantiva en el lenguaje no es más que un reflejo de una forma de pensar en la que, siendo ciegos para las acciones, éstas se explican y se miden por las reglas a priori o por los resultados obtenidos. Toda ética es o utilitarista, siguiendo el modelo de la economía política, o deontológica, confundiéndose con la legislación. Y mientras proliferan esos engendros llamados «códigos éticos», lo cual es una contradictio in terminis, se obnubila el sentido del obrar reduciéndolo al mero hacer, mientras que la obediencia y la disciplina sustituyen a la ética.

En el terreno de la política se pone esto de manifiesto en la confusión de la democracia, que es una forma de obrar, con el parlamentarismo, que son sus reglas de juego. Hemos llegado a una forma política en la que las reglas de juego rigen la democracia, en vez de lo contrario. Traducimos la civitas romana, designadora de la actividad ciudadana, con la palabra «ciudad», que designa a la estructura física y el ayuntamiento pasa a ser una casa y una institución, en lugar de ser la comunidad de los ciudadanos. Con lo cual la actividad de éstos se deja enmarcar en un escenario construído por obreros y tramoyistas profesionales y aprende su papel memorizando los libretos escritos por el poder público.

Al concebir toda una serie de cualidades adverbiales del obrar como si fueran adjetivos, el reformador social machista confunde la libertad y el igualitarismo con una meta o estado a alcanzar, creando esas entelequias de los procesos de liberación que corrompen a sus actores de tal manera que toda libertad se hace imposible, ya que la libertad no es la meta sino el propio camino y el que ha luchado por la libertad corrompiendo su carácter, jamás dará paso a la libertad cuando las condiciones de ésta teóricamente estén dadas.

La lógica del sustantivo crea una falsa dicotomía entre teoría y práctica y coloca al análisis y a la definición al comienzo de todo proceso discursivo, como si el camino no se hiciera primero al andar.

Las secuelas del pensamiento espacial falocéntrico y los riesgos de un feminismo falocéntrico

En el terreno social, el orden machista no se limita a la segregación del sexo. El dominio mental y físico del espacio origina todo un sistema jerárquico que afecta también a los hombres. El criterio aplicado no es propiamente el género, sino la diferencia. Y la distribución de espacios sociales no se limita a la discriminación de la mujer, sino que establece un modelo masculino arquetípico (el hombre maduro, esbelto y fuerte como el dirigente de empresa de la propaganda medial) que va relegando a niveles sucesivamente inferiores no sólo a la mujer, sino al niño, al anciano, al enfermo, al homosexual, etc. El hecho de que el género sea más visible en esa jerarquía que también subyuga a otras categorías masculinas, se debe al hecho de que en el caso del género se toma la diferencia de un modo indiscriminadamente colectivo, semejante a la aniquilación de los judíos por los nazis. El género se convierte en mera dicotomía, como dije antes. Y en toda dicotomía sólo se afirma lo uno mediante la negación total de lo otro.

El orden falocéntrico se deja así notar, no solamente en la relación entre hombre y mujer, sino en toda relación humana, incluso en la relación entre hombre y hombre. Pues el espacio masculino engendra una mentalidad y un estilo de vida que influye en todo el entorno social y no sólo destruye al otro, sino a la larga es autodestructivo. Por eso dice muy bien el psicoanalista alemán Horst E. Richter que la mujer representa una reserva cultural que puede suponer la salvación de nuestra civilización.

La mentalización del espacio revierte históricamente en el espacio material en forma de expansión y dominio territorial, del que tan claros ejemplos tenemos en nuestros días. La guerra no supone otra cosa sino la implementación total del espacio, en un intento de desterrar de él totalmente lo diferente. Y el trato dado en nuestros días a los exiliados es también una prueba de esa idiosincrasia masculina reacia a compartir su espacio con el extraño.

Estamos viviendo ahora unos tiempos en los que el dominio patriarcal, por primera vez en la historia moderna de Occidente, se está viendo seriamente amenazado. Una prueba de ello es el seminario en que nos encontramos. Tanto en el terreno social como en el terreno de la racionalidad, el feminismo está exigiendo un giro total de la sociedad.

El proceso emancipativo se inició durante la postguerra al comenzar la mujer a reclamar la participación de espacios hasta ahora reservados al sexo masculino. En honor a la verdad hay que decir que el orden falocéntrico contribuyó a cavar su propia fosa, al disolver el orden familiar tradicional para integrar oportunistamente a la mujer en la vida del trabajo asalariado, cosa que era exigida por el incremento indefinido de la producción, que es también una consecuencia de la racionalidad patriarcal en su etapa industrial. En principio, lo que hizo la sociedad machista del pleno empleo fue crear nuevos espacios femeninos de bajos salarios para la atención hospitalaria, el servicio de oficinas, la limpieza, etc. Hoy día reclama la mujer su parte alícuota en la universidad, en la política y en la dirección de las empresas. En Suecia las mujeres pueden hoy ser sacerdotes y ya están exigiendo que se eleve una mujer a la dignidad episcopal. Dentro de algunos partidos políticos se ha impuesto la cuota del 50 % en el parlamento y en el gobierno y el Ministro de Educación propuso no hace mucho tiempo que en la promoción a cátedras se elija a un opositor femenino aun cuando su competencia sea menor que la de los candidatos masculinos. Ese planteamiento, que creó gran revuelo, es sintomático. Lejos de tratar de cambiar la mentalidad discriminatoria en sí, lo que el ministro proponía era la vuelta de la tortilla. Pues una cosa es decir que hay que elegir a aquellas mujeres que son tan competentes o más que los hombres, que las hay, y otra es establecer como principio la elección de un candidato menos competente.

Es de prever que en el término de una o dos décadas, en los países más militantes de la igualdad de sexos, desaparezca el dominio del espacio por el hombre. Pero eso no desarraiga sin más el dominio del hombre por el espacio. El problema que se plantea al movimiento feminista no es sólo la ruptura del dominio masculino, sino la destrucción de la mentalidad que originó ese dominio masculino. En el peor de los casos lo que puede suceder es que el espacio del dominio se reestructure sin alterar el dominio del espacio.

Que conste que no estoy tratando de moralizar ni de defender al género masculino, pues donde las dan las toman y el que siembra vientos recoge tempestades. Si hemos creado un orden social perverso, de poco cabe rasgarse hipócritamente las vestiduras al pasar a ser víctimas de un sistema que hemos venido administrando durante siglos. Pero lo que necesita la humanidad más que nunca, no es que la mujer pase a ocupar el espacio y a imitar la mentalidad falocéntrica que tantos males ha originado tanto para mujeres como para hombres. Lo que está siendo necesario es una nueva pauta del pensamiento y de la acción que las mujeres están capacitadas para crear mejor que nadie. Pero seguir usando el argumento del género en la deconstrucción del orden falocéntrico es dejar las cosas como están. Junto a la alternativa del cambio de jefes tenemos la de suprimir las jefaturas.
 

Conclusión

He tratado de mostrar en mi conferencia que el problema básico de la mentalidad occidental no es el espacio del género, sino el espacio del poder y, sobre todo, el poder del espacio. A mi juicio es la voluntad de poder la que ha originado la asimetría y la postergación del género femenino por el masculino. La voluntad de poder es la causa, no el efecto. El poder, considerado como algo sustantivo y apetecible, es, creo yo, la raíz de los males de nuestra cultura. Mientras sigamos dando culto al poder y creyendo que el poder es un medio utilizable tanto para el bien como para el mal, no saldremos de la caverna en que nos encerró el propio Platón.



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