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Scripta Vetera 
EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS 
SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
 
EL SIGNIFICADO DEL SILENCIO Y EL SILENCIO DEL SIGNIFICADO
 
José Luis Ramírez
 
Ponencia leída ante el Seminario de Antropología de la conducta, Universidad de Verano, San Roque (Cádiz), 1989. Publicado en Castilla del Pino, Carlos (Compilador). El silencio. Madrid: Alianza Editorial, 1992.


Dedicatoria

Al visitar por vez primera esta ilustre provincia andaluza de Cádiz, siendo el motivo de la visita intervenir en este seminario relacionado con el tema del lenguaje, quiero aprovechar la ocasión para honrar la memoria de un ilustre lingüista gaditano, nacido en 1822 y fallecido en 1910, cuya obra, a través de discípulos, contribuyó en mi juventud a cimentar mi interés por la filosofía del lenguaje. Me refiero al autor de la magna Arquitectura de las Lenguas y Del Arte de hablar o Gramática filosófica de la lengua castellana, don Eduardo Benot, cuyas ideas lingüísticas, hoy totalmente ignoradas, adelantan análisis estructuralistas que años después habrían de hacer famosos a otros. Hora sería de que su obra fuera desempolvada y sacada de nuevo a luz en esta universidad gaditana.



Silencio y lingüística. Preámbulo

Nos hemos reunido en este seminario de verano y en este rincón andaluz de España para dedicarnos durante tres días a hurgar en los entresijos de esa realidad enigmática e inaprehensible que llamamos silencio. La tarea que se me ha encomendado con miras a este seminario es la de abordar el problema del silencio como signo, lo que equivale a considerarlo como algo dotado de sentido y, por tanto, portador de esa estructura de significante y significado que va asociada al nombre de Saussure. El gaditano Benot, en su obra póstuma de 1910, escribía: «Para que una cosa sea signo, basta una sola inteligencia que perciba relación entre lo significante y lo significado. Mas para que algo sea signo de lenguaje, se necesitan dos inteligencias: una que expresamente haga aparecer la cosa significante con intención de dar a conocer una relación entre ella y la cosa significada, y otra inteligencia perceptora de esa relacion.» Apuntaba aquí Benot a la diferencia entre lo semiótico y lo estrictamente lingüístico, diferencia que tendrá cierta relevancia para mi consideración del significado del silencio. El fenómeno lingüístico es un caso específico de lo semiótico. Utilizar el lenguaje como modelo general para estudiar fenómenos semióticos, lingüísticos o no lingüísticos, no está exento de confusiones.

El problema del silencio ha sido suscitado, en ocasiones, por el estudio del lenguaje. Algunos investigadores, entre los que se encuentra el ilustre director de este seminario, han advertido la poca atención prestada al problema del silencio en las investigaciones lingüísticas. Parece como si se pretendiera postular una concepción del lenguaje que incluya su propia negación, como una síntesis hegeliana del decir y del no decir. Pues, se piensa, si la función expresiva es característica del lenguaje, el silencio, cuya expresividad es manifiesta, ha de ser de interés para los estudios lingüísticos. No faltan autores que, de la constatación de que el lenguaje es expresivo, concluyen que todo lo expresivo es lenguaje. La palabra «lenguaje» es utilizada entonces en sentido metafórico. A esa primacía absoluta atribuida al lenguaje contribuye, de un lado, el hecho de que el lenguaje, indudablemente, es el instrumento más desarrollado de la expresión humana, y, de otro, su antinómica naturaleza, ya que, siendo el lenguaje una parte de la realidad que entendemos, tiene como función la de representar toda realidad, inclusive la suya propia.

Mi interés personal por el tema del silencio no fue, sin embargo, suscitado por el lenguaje, sino por el contraste entre el ambiente hispano en que crecí y me formé y el contorno social sueco al que emigré ya hace 27 años. Mi adaptación a una sociedad política y culturalmente diferente me hizo advertir la presencia de silencios donde cabía esperar palabras y también, aunque con menos frecuencia, de palabras donde se esperaban silencios. Esto me hizo consciente de que el uso y el sentido del silencio ofrecían matices diferenciales muy reveladores. La comprensión de la realidad del silencio, para la que había sido, si no ciego, sordo en mi propia cultura, mostró ser muy valiosa para entender la cultura nórdica en que me estaba adentrando. Y aun cuando el silencio se manifestaba en la ausencia de palabras, se me hizo evidente que su comprensión no se lograba adecuadamente reduciendo el silencio a la condición de hecho lingüístico, sino entendiendo tanto el silencio como la palabra hablada como el cemento que une a individuo y sociedad. En la expresión «individuo y sociedad» el elemento más importante no viene dado por ninguno de los dos sustantivos, sino por la conjunción «y», que los une por el hecho de separarlos y los separa por el hecho de unirlos. Es importante, pues, colocarse, como el dios Jano, en la frontera marcada por esa conjunción, para contemplar las dos vertientes articuladoras de toda vida humana y social en mutua dependencia e interacción.

El propio Saussure intuyó -como Benot había hecho a su modo- que la estructura de significado y significante, característica del signo, transcendía el ámbito lingüístico, subsumiéndolo dentro del sistema de los signos humanos en general. He ahí el porqué de la aparición de una teoría de los signos o semiología, un saber que, según Barthes (a mi juicio con gran razón) todavía está por construir, por más que su bibliografía resulte ya inabarcable.

Cada vez que hablamos y cada vez que nos negamos a hablar nos vemos implicados en un acto de poder. Al propio tiempo que hacemos uso de competencias en las que somos partícipes, luchamos contra un poder que se erige dentro de nosotros mismos. «Toda palabra -ha dicho Maurice Blanchot- es violencia.» «Y al mismo tiempo -dirá- sabemos bien que los que discuten no se golpean y que el lenguaje es la empresa mediante la cual la violencia renuncia a ser abierta para hacerse secreta.» La relación sociedad/individuo se formaliza, en la obra saussuriana, en la dicotomía de la lengua y el habla. La diferencia entre estos dos niveles del hecho lingüístico es notable. El nivel o espacio de la lengua, que es abstracto y teórico, equivale a una descripción y se halla orientado al pasado, mientras que el ámbito del habla, que es concreto y empíricamente verificable, es creador y está orientado al futuro. La lengua es norma establecida, el habla es acción fluyente e inapresable. La primera es de índole parmenídea, la segunda de carácter heraclíteo.

Las teorías lingüísticas -con excepción quizá de algunas que se ocupan del lenguaje poético- están dominadas por la perspectiva de la lengua y las semiologías al uso manifiestan también un cierto horror por la perspectiva del habla, pues, como dice Umberto Eco «el signo se puede estudiar y definir a nivel de la lengua, en cambio, a nivel del habla, parece escapar a toda determinación». Al eludir el habla y colocarse en el ángulo de visión de la lengua, tanto la lingüística como la semiótica se someten sin saberlo a la perspectiva del poder, contribuyendo así (como ha visto Bourdieu) a su legitimación. Ello conduce a una serie de concepciones equívocas como es la reducción del significante al término aislado, concebido éste, por añadidura, en analogía con el sustantivo designador de cosas físicas discernibles por la vista y el tacto, como si el mundo a que se refieren los signos del lenguaje estuviera totalmente integrado por caballos, árboles, mesas y cosas por el estilo. La ortodoxia lingüística ha logrado también dar por supuesta e indiscutible la tesis de que la conexión entre significante y significado es unívoca y producto de una convención. El convencionalismo de la lengua es, sin embargo, tan ficticio como los supuestos contratos sociales originarios del estado en las filosofías políticas. Con excepción de ciertos términos de jergas especiales y de señales o consignas que son producto de un acuerdo entre individuos, los signos y sus significados establecidos son producto de una invención impuesta, no de una convención. Arbitrariedad del signo lingüístico quizá, convencionalidad jamás. El sentido oficialmente «aceptado» por la lengua y constantemente amenazado por las libertades que el habla se toma, es, en el caso de los signos socialmente establecidos (y el lenguaje es un sistema de signos de esa índole), una imposición sociocultural. En el caso de los signos naturales, en cambio (cuyo ejemplo clásico es el humo como signo del fuego) la imposición es obra de la fuerza de los hechos.

Un estudio del lenguaje como acto de habla presta atención primordial al discurso, al contexto y a la connotación, no a los términos ni a la denotación estricta, y se interesa más por la hermenéutica y los juegos de lenguaje que por los códigos y los mensajes estereotipados. Umberto Eco coincide en esta opinión, diciendo acertadamente que «en la hermenéutica no se construye ninguna teoría de las convenciones sígnicas: se escucha, con espíritu de fidelidad, una voz que habla desde aquel lugar en el que no existen convenciones, porque sigue directamente al hombre». Por eso recomienda, a renglón seguido, a los que estén imbuidos de esa manía hermenéutica, que abandonen la lectura de su libro.

Julia Kristeva abriga el deseo de que se desarrolle una lingüística del habla. No sé si eso es posible, aunque hay que reconocer que ésa es la intención, por lo menos inicial, de Chomsky. A nivel semiótico tenemos la metapsicología lacaniana como, a mi juicio, el mejor de los esfuerzos en ese sentido. Como es sabido, fundamenta Lacan su concepción en la tesis de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Expresión no totalmente carente de equívoco, que yo desearía reformular diciendo que el inconsciente está estructurado semióticamente.

Aunque este preámbulo se dilate un poco, no quiero dejar de nombrar la importancia para una semiótica del habla de ciertas aportaciones de la retórica clásica, tradicionalmente consideradas como cuestiones puramente lingüísticas, que se están sacudiendo esa etiqueta para exhibir su oculto significado psíquico y no sé si incluso biológico, precursor y aun condicionante del lenguaje. Durante estos últimos años he llegado a la conclusión de que la comprensión de lo antropológico ha de comenzar por la de lo tropológico y que una investigación del fenómeno de la metonimia (ese viejo mecanismo de cambios de sentido basado en la contigüidad) considerado no como mero recurso expresivo, sino como la respuesta de la mente humana a una realidad en permanente cambio, puede ayudarnos a comprender qué es eso que llamamos mundo y qué son los signos que lo constituyen, siendo signos y mundo, para mí, dos expresiones que, como el lucero matutino y el vespertino para Frege, poseen idéntica referencia aunque tengan diferente sentido. Lo que Lacan llama deseo, y yo instinto, metonímico, es la fuerza que dirige la construcción del mundo humano y de sus signos. Lo que yo por mi parte (y quizá Lacan por la suya) pretendo, es alcanzar no ya una semiología, sino una semiosofía supletoria de la tradicional filosofía del conocimiento y fundamentadora de una forma de entender la filosofía primera o metafísica.

Silencio y sentido

Al adentrarnos en la problemática del silencio considerado como signo, y de sus significados, sostengo, por tanto, que ese tema, aun en el caso de que interpretáramos el silencio como hecho estrictamente lingüístico, sólo es posible tratarlo desde el punto de vista del habla y no de la lengua. Preguntarse lo que significa el silencio en un caso determinado no equivale a preguntar qué significa una cosa determinada, sino qué significa el hecho de que alguien, en un momento determinado, no diga nada. Qué quiere decir el no decir nada en ese caso concreto. Pues tan difícil sería codificar a priori un significado del no decir nada en general, como saber qué valor concreto van a adoptar los comodines de una baraja antes de comenzar el juego y haber repartido las cartas.

Mientras la lengua tiene como modelo lo visual, siendo su expresión más perfecta el lenguaje escrito, el habla prefiere el oído y gusta del lenguaje oral. Si el silencio es primordialmente algo, es silencio auditivo, no visual.

Considerar al silencio como signo es tratar de discernir la relación entre significado y significante de la famosa fracción Saussuriana. Pero el modo de representar dicha fracción, mediante una «S» (grande) y otra «s» (pequeña), escritas ambas, una sobre la otra, en la misma superficie visible del papel, se presta a equívocos. La «s» del significado no se oculta tras de la «S» del significante, como cabría esperar y la teoría estructuralista promete, sino que ambas se escriben inconsecuentemente en forma visible, una como numerador y otra como denominador. La fracción saussuriana adolece además de la ambigüedad de que el significante tiende a entenderse como una imagen mental en la que se dan cita confusa la palabra y el concepto de una cosa.

Quiero suponer que ninguno de los que me escuchan está esperando de mí una mera elucidación de lo que significa la palabra silencio, sino más bien de lo que significa el silencio mismo, al que a veces damos nombre y otras veces solamente exhibimos, como hecho no nombrado. Esto fortalece mi opinión de que el silencio como signo debe ser considerado semióticamente, más bien que lingüísticamente.

Voy a desarrollar mi consideración del silencio dentro de tres esferas de sentido. Una abarcará el Silencio, en singular, y las otras dos los silencios, en plural. La primera de estas dos últimas incluirá el silencio en sentido propio, como hecho social, comprendiendo la segunda al silencio como lo tácito en el decir. Sólo el hecho social del silencio, pues, que trataré en segundo lugar, lo es en acepción primaria, los otros dos sentidos son figurados, metafórico el uno y metonímico el otro.

Resumiendo el esquema a seguir:

1. El Silencio (acepción metafórica).
2. Los silencios,
a) como hecho social (acepción primaria)
como lo tácito en el decir (acepción metonímica).

Empiezo con una distinción entre el Silencio y los silencios (y escribo el silencio en singular y con mayúscula) porque es necesario que cobremos conciencia de que el paso del plural al singular en la forma determinada de los sustantivos de las gramáticas occidentales, no supone un mero cambio de número gramatical, sino que fundamentalmente encierra una mutación metonímica de sentido. La realidad empíricamente observable de las cosas es siempre plural. Lo que empíricamente observamos son los hombres, los árboles, las casas. Pero cuando de «los hombres» pasamos a «el hombre» (respectivamente «el árbol», «la casa»), nos elevamos de lo concreto a lo abstracto y universal, a la esencia, realizando así una de las metonimias fundamentales del ontocentrismo occidental0.(1). Pues lo mismo que el rey Midas convertía en oro todo cuanto tocaba, nuestro padre Parménides nos enseñó a congelar la realidad cambiante en formas abstractas y sustantivas, en esencias, estableciendo así una forma de pensamiento ontocéntrico, origen remoto de nuestra civilización tecnológica, cuyos cimientos fueran echados por el platonismo y reforzados por el aristotelismo. El concepto de Ente es una operación metonímica originaria, creadora de los signos del mundo sobre los que descansa nuestro conocimiento, ya que conocimiento humano es siempre conocimiento de algo (la realidad) mediante algo distinto (el signo).

El Silencio como entidad es una construcción abstracta con raíces en el pensar mítico, mientras que los silencios son propiamente hechos, acciones, cuya condición queda falseada al someterlos a la forma gramatical del sustantivo.

En consecuencia, con la concepción de Parménides, padre del ontocentrismo occidental (ese coloso cuyos pies de arcilla quedan al descubierto en las aporías de Zenón de Elea), el silencio, como la ausencia, pertenecería al ámbito del no ser. «No se puede pensar ni decir lo que no es», afirmaba Parménides, contradiciéndose al decir lo (según él) indecible. Según eso, del silencio no podría haber discurso ni ciencia alguna. Mas lo que la semiótica puede enseñarnos, poniendo patas arriba al padre Parménides, es que todo aquello que decimos o pensamos, por el hecho de decirlo o pensarlo, ya es. Es decir, que todo aquello a lo que damos sentido pensándolo y diciéndolo, aunque sea el mismísimo No Ser, pasa automáticamente a integrar el reino del ser. Podríamos ilustrarlo de la siguiente manera

SER
SER NO-SER

En el callejón sin salida del ser parmenídeo construyó Aristóteles la salida de emergencia de la analogía del ser, sin renunciar por ello a la herencia ideológica eleática.

Palabras como «caballo», «árbol», «mesa», son signos lingüísticos de otros signos que son la propia idea de caballo, árbol y mesa, construída a su vez a partir de una interpretación de sensaciones que representan objetos bien delimitados. Pues, como dice Vico (De Antiquissima), «así como las palabras son los símbolos y notas de las ideas, las ideas son los símbolos y notas de las cosas». Otros sustantivos de la lengua, que son mayoría (y me limito aquí a la categoría de sustantivo, para simplificar) son signos que, si bien no crean la realidad, sí crean en la realidad aquello que expresan, su sentido. Son signos de razón con fundamento en la realidad. El lenguaje puede tener sentido aun cuando la referencia no exista o sólo lo haga por virtud del lenguaje y el pensamiento. La realidad vivida desborda siempre, sin embargo, el sentido de nuestros signos expresivos, que nunca pueden denotarla exhaustivamente. Podemos expresar una misma experiencia de realidad de muchas maneras diferentes y con palabras diversas, pero siempre quedará un resto de silencio, un algo sentido, inexpresable o inexpresado, quizá connotado pero no denotado. El lenguaje de la poesía lírica constituye la empresa más decidida por dar expresión a una totalidad vivida, a base de quebrantar el sistema de la lengua y sus códigos, liberando los recursos expresivos del significante.

El Silencio como entidad

El silencio que nombramos en singular, concebido como algo abstracto, no se nos muestra, pues es significado y no significante y sólo el significante, por definición, se muestra. Por eso, exige el silencio en singular que lo nombremos para, a través del nombre, evocarlo, hacerlo presente como si se tratara de una entidad mítica. Por eso, lo escribo también con mayúscula. El Silencio es el nombre que damos no a algo que aparece, a un fenómeno, sino a algo que no aparece, a la no aparición o desaparición. Esto otorga automáticamente al Silencio connotaciones metafísicas y existenciales, viniendo así a ser la metáfora de lo inefable o inexpresable.

Encontramos ese silencio nombrado en la poesía y en la religión. Veamos como ejemplo el texto de una canción del indio argentino Atahualpa Yupanqui que dice:

Le tengo rabia al silencio
por lo mucho que perdí.
Que no se quede callado
quien quiera vivir feliz.
Un día monté a caballo
y en la selva me metí
y sentí que un gran silencio
crecía dentro de mí.
Hay silencio en mi guitarra
cuando canto el garabí
y lo mejor de mi canto
se queda dentro de mi.

La sustancial oquedad del silencio se convierte, estrofa tras estrofa, en una especie de fuerza cósmica misteriosa que posee un profundo carácter existencial para la etnia del indio hispano. El silencio humano, la condición taciturna del indio, es utilizada por Yupanqui como significante poético de algo mucho más hondo y arcano. Es sabido que en las concepciones míticas de los indios se habla del Gran Silencio, como algo sobrenatural, a la vez sobrehumano e intrahumano. La palabra «silencio» es usada para movilizar todo el haz de connotaciones que es capaz de sugerir, logrando así esa «honda palpitación del espíritu» que, según Antonio Machado, caracteriza a la poesía. Y hablando de Machado, el poeta sevillano utiliza por su parte, en varias ocasiones, la palabra silencio como significante para dar solidez a la hueca e inadvertida realidad de la ausencia de sonido, como un marco espacio-temporal en el cual, por contraste, el sonido real se haga aún más real. Así en un ejemplo de «Soledades, galerías y otros poemas»:

Rechinó en la vieja cancela mi llave:
con agrio ruido abrióse la puerta
de hierro mohoso, y, al cerrarse, grave,
golpeó el silencio de la tarde muerta.

El silencio, que ya no es un silencio humano, sino el silencio del parque solitario al caer la tarde, sirve de marco y realza el ruido del abrir la verja, a lo cual contribuyen una serie de efectos fonéticos y semánticos, como es la aliteración a base de palabras con sonido de R. El silencio se conecta fácilmente con los adjetivos viejo y grave, con la tarde y con el calificativo de muerta, atribuido a ésta. Silencio y muerte son dos ideas mutuamente connotadoras. En el poema titulado «En el entierro de un amigo», realza Machado el ruido del ataúd depositado en la fosa, diciendo:

Y al reposar sonó con recio golpe,
solemne en el silencio.

Ni una sola vez se utiliza la palabra «muerte» en este poema, cuyos significantes todos están, sin embargo, enlazados por el contenido de esa idea.

Otro ejemplo de la connotación zanática del silencio lo da el otro gran poeta andaluz, García Lorca, en su poema titulado «¡Cigarra!»:

Todo lo vivo que pasa
Por las puertas de la muerte
Va con la cabeza baja
Y un aire blanco durmiente

Con habla de pensamiento
Sin sonidos… tristemente
Cubierto con el silencio
Que es el manto de la muerte

     El uso del contraste entre el sonido y el silencio, permite a Lorca convertir al silencio en protagonista propio del poema. El silencio es, al mismo tiempo, un «habla de pensamiento», el silenciamiento del significante. Mientras Machado utilizaba el silencio como marco para realzar el sonido, García Lorca utiliza el sonido para dar entidad objetiva y aun personal al silencio. Veamos un ejemplo de «Canción primaveral» (1919):

Salen los niños alegres
de la escuela,
poniendo en el aire tibio
del abril canciones tiernas
¡Qué alegria tiene el hondo
silencio de la calleja!
Un silencio hecho pedazos
por risas de plata nueva.

Lorca gusta de utilizar el silencio como fuerza cósmica, a la manera de los mitos del origen del mundo. Así, en «Hora de estrellas» (1920) habla de «El silencio redondo de la noche sobre el pentagrama del infinito». Y en el pequeño poema titulado justamente «El silencio», escribe:

Oye, hijo mío, el silencio.
Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo.

Ese «inclinar de las frentes» recuerda, otra vez, ligeramente, la connotación existencial de la finitud, que es una variante de la idea de muerte. Veamos un último ejemplo de su «Elegía al silencio» en el que éste se hace más sonido que el propio sonido:

Huyendo del sonido
eres sonido mismo,
espectro de armonía,
humo de grito y canto.

Y termina el poema haciendo del silencio el ámbito original anterior al tiempo y a las cosas del mundo:

Vuelve a tu manantial,
donde en la noche eterna
antes que Dios y el tiempo
manabas sosegado.

En la estructura sígnica, el significante se distingue del significado por la presencia empírica del primero y la ausencia del segundo. Por eso, el significante, que en la concepción saussuriana es una representación mental del signo como algo visible, audible o tangible (todos imaginamos oír las mismas palabras y ver o tocar los mismos símbolos), induce a pensar en una univocidad correlativa de significado, que no existe, pero que la autoridad de la lengua, el poder sígnico del discurso oficial, tratan de hacernos creer, imponiéndonos un sentido y obligándonos a silenciar los demás. Todo discurso social es una lucha en la que la tradición lingüística y los detentores del poder significante imponen ciertos sentidos y silencian otros. Un sistema político legítimo se distingue del que no lo es por su poder de imponer, sin violencias físicas, el aparente consenso de los signos. Sólo cuando la legitimidad del poder desaparece se hace corriente «la dialéctica de los puños y de las pistolas», según la expresión de José Antonio Primo de Rivera. De lo que Franco y su prensa dijo durante más de cuarenta años, nadie creyó nada. La respuesta civilizada y lingüística a los puños y las pistolas, expresivos de la impotencia de un poder ilegítimo, son los juegos de sentido del humor y la sátira, género literario favorito de los oprimidos políticos. Por otra parte, el quid del lenguaje de la poesía lírica es justamente romper la univocidad del signo aun en situaciones sociales de paz y legitimidad.

Si la univocidad de términos positivos es engañosa, más aún lo es -contra lo que pudiera parecer- la de los significantes de lo negativo y de la ausencia, como es el silencio. La engañosa unicidad de la palabra «silencio» oculta toda una serie de significados huidizos como los peces en un río. La denominación de «silencio» en los trozos de poemas mencionados es, sin embargo, huidiza de una manera especial. Se utiliza el término silencio para designar, sin duda, algo que carece de término propio, que es de suyo indecible y cuyo sentido se pretende vislumbrar, pero jamás poseer. El Silencio de Yupanqui, Lorca y Machado es una metáfora, pero una metáfora de índole especial. Como Michel Le Guern.(2) afirma en su análisis sobre los motivos de la metáfora, existe una diferencia esencial entre aquella metáfora en la que los dos sentidos o referencias conectados están a nuestro alcance (por ejemplo, cuando hablamos del oro de los cabellos o del corazón de piedra), y la metáfora que utiliza el nombre de algo fácilmente distinguible (en este caso la ausencia de ruido, de sonido y de palabras) para apuntar, más que designar, a algo que desborda al lenguaje, diciendo lo indecible. Ese tipo de metáfora, que funciona como una ventana en la cárcel de la lengua, es característico del lenguaje místico y religioso, pero también de la poesía lírica y de la especulatión metafísica.

Los silencios como hecho

Dejemos ahora la consideración del Silencio sustantivo, singular y con mayúscula, semejante a an ente de la mitología, para adentrarnos en el tema de los silencios, en plural, que aunque gramaticalmente se presentan también como sustantivos, su verdadero significado requeriría la forma verbal. Este es otro efecto de las metonimias del ontocentrismo occidental desarrollado por Platón. El silencio es una acción, no una sustancia o una cosa que se puede coleccionar y etiquetar, como en aquel cuentecillo de Heinrich Böll titulado «La colección de silencios del doctor Murke».

Antes de estudiar cada una de las dos formas de silencio que van a ocupar el resto de mi disertación, permítaseme ejemplificarlas con dos nuevas citas poéticas. Todos ustedes conocen aquel famoso terceto de Quevedo que dice:

No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.

Esto ya es una exhibición de semiótica social: el silencio del significante como hecho impuesto. La otra alusión al silencio la tomaré de un texto del gran poeta sueco Gunnar Ekelöf: en un poema que titula justamente «Poética» nombra Ekelöf al silencio, no como referente poético, sino como elemento fáctico e ingrediente de la propia poesía. Permítaseme presentar aquí una traducción un tanto libre, para que el sentido del texto sueco aflore lo más posible en su réplica castellana:

Es el silencio lo que debes escuchar,
el silencio oculto tras los apóstrofes, tras las alusiones
el silencio de la retórica
o de la llamada forma poética perfecta.
Es decir, la búsqueda del sinsentido de lo significativo
y de lo significativo del sinsentido.
Pues todo lo que yo, con tanto arte, intento escribir
es, por contraste, algo carente de arte,
siendo todo su relleno algo vacío.
Lo que yo he escrito
lo he escrito entre líneas.

Tenemos aquí al silencio entendido como lo tácito, el no decir diciendo y el decir no diciendo. Un silencio relativo pero socialmente muy importante porque regula el sistema de la gravitación social mediante una sutil dialéctica de aproximación y distanciamiento.

El ejemplo de Quevedo y de Ekelöf me llevan a las otras dos consideraciones del silencio que presenté en mi esquema inicial. Dediquemos el apartado siguiente al silencio a que alude Quevedo.

Silencio y acto de poder

En el mundo homérico el skeptron, que nosotros llamamos cetro, no era sólo un símbolo regio, sino el símbolo en general del derecho a hablar, del derecho a hacer callar y del derecho a juzgar. En algunas universidades europeas se exhiben todavía, en los actos solemnes en que está presente el rector magnífico, los llamados skeptra academica, llevados por bedeles, como un símbolo de autoridad científica y pedagógica0.(3). Es posible hallar no pocas expresiones metonímicas del cetro en nuestra cultura occidental. Recuérdese el uso de la vara que algunos maestros sostienen en la mano durante su labor docente. No es simplemente una vara para castigar, ni para señalar en la pizarra, sino la vara que otorga el derecho a hablar. Cuando un alumno es exhortado a hablar, le entregan la vara y le hacen subir al podio. Exactamente igual hacían los heraldos en los poemas homéricos, poniendo el skeptron en manos de los oradores. El feminismo ha puesto al descubierto los aspectos fálicos de los cetros o skeptra del poder, algo que rima perfectamente con la vieja máxima: «Mulier tacet in ecclesia».

En una sociedad iconoclasta como la sueca, una serie de símbolos visibles, de significantes, se han ido destruyendo sistemáticamente, sin por ello lograr anular los viejos significados, soterrados en formas más discretas de prácticas sociales mediante las que se ejerce el poder administrador de la palabra y el silencio. El presidente de una reunión o asamblea, grande o pequeña, se llama en sueco «ordförande», algo así como «dirigente de palabra». Todo el que pide la palabra se dirige a él, llamándole por ese nombre. Todo discurso o argumentación hecho desde la tribuna, finge ser transmitido al auditorio a través del ordförande, al cual, tanto con su forma de expresión como en su actitud corporal, se dirige el orador de turno. Provisto de un mazo, reencarnación del desaparecido cetro, el ordförande administra la palabra y el silencio de una manera extraordinariamente precisa, siguiendo unas técnicas exactas de reunión que merecerían un estudio por parte de las comunidades europeas. Una comparación entre las normas españolas de reunión y las suecas da la impresión de que en Suecia se trata de administrar la palabra y defender su uso, mientras que en España se trataría más bien de impedir su abuso y administrar el silencio. Por algo se denominan en castellano «moderadores» los dirigentes de asamblea. Con esto no he prejuzgado que la sociedad sueca sea más amante del derecho a la palabra que la española. Sólo quiero indicar, sin poder aquí hacer un análisis exhaustivo de un tema sin duda interesante, que la cultura sueca aborda la dicotomía palabra/silencio desde una perspectiva diametralmente opuesta a la española. Dicho de otra manera: el silencio español ha sido tradicionalmente impuesto desde fuera hasta brutalmente (como en la alusión quevediana citada), mientras que en la cultura sueca el silencio es una autoimposición interna del individuo, producto de socialización. La mentalidad hispana es más discursiva, haciendo uso de la palabra a menos que haya motivos para callar. La mentalidad sueca es más pragmática: allí se calla si no hay motivo para hablar. El sueco no siente la misma necesidad de dar su opinión y exponer su YO que el español. El uso del pronombre YO se halla reprimido en la cultura sueca, en la que un observador foráneo atento advierte un patológico uso del pronombre NOSOTROS.

El poder social ha estado tradicionalmente asociado al derecho a hablar, a dejar hablar y a hacer callar. «El uso del poder -escribe Pierre Clastres0.(4)- garantiza el dominio de la palabra(...) La palabra y el poder mantienen tales relaciones que el deseo del uno se realiza en la conquista del otro. El hombre de poder, sea príncipe, déspota o jefe de estado, es no solamente aquel que habla, sino la única fuente de la palabra legítima (...) Siendo cada uno de por sí extremos inertes, poder y palabra no subsisten el uno sin el otro, siendo el uno la sustancia del otro (...) Toda toma de poder es también una conquista de la palabra.»

Instituciones fundamentales de la sociedad de derecho se llaman Parlamento y Audiencia, haciendo con su nombre alusión al hablar y al oír. La legitimación de significantes y de significados se institucionaliza en órganos legislativos y Academias. El poder de los reyes en las monarquías constitucionales se ha transferido a los parlamentos. La reciente constitución sueca es la que va más lejos en ese sentido, otorgando el poder de resolver las crisis de gobierno no al rey, sino al presidente del parlamento, que ya no se llama «ordförande» (dirigente de palabra), como en las asambleas, sino «talman» (el hombre símbolo de la voz pública, de la facultad de hablar).

Toda violencia, como dice Blanchot, tiende a convertirse en violencia simbólica, canalizada por la palabra. A medida que evoluciona la sociedad política y tecnológicamente, a medida que se van instaurando los parlamentos y se desarrollan los medios de comunicación de masas, aumentan en importancia y complejidad los sistemas de regulación de la palabra y del silencio. Bourdieu ha advertido la semejanza entre los micrófonos y los cetros o skeptra antiguos0.(5). Al propio tiempo que los demás elementos técnicos (las cámaras, los operadores, los tableros de mandos) se mantienen al margen de lo visible en la pantalla de televisión o en la escena, es manifiesto el exhibicionismo del micrófono en manos del director de programa y de aquellos a quienes éste otorga el uso de la palabra, poniendo en sus manos (o en sus solapas) el símbolo falo-cétrico del micrófono, como el heraldo homérico hiciera con Telémaco y Ulises en la Ilíada y la Odisea. El skeptron y el micrófono son así dos etapas extremas del proceso metonímico que enhebra históricamente la vida social de occidente.

Todo régimen social, sea descaradamente despótico u oficialmente democrático, desarrolla sus propias técnicas para administrar la palabra, imponer el silencio y regular las relaciones entre significantes y significados. En un régimen se combina la tiranía de los signos con la violencia física, pasando del dicho al hecho; en el otro toda violencia se hace sígnica, pasando de lo hecho a lo dicho.

El silencio utilizado como instrumento de poder es el significante del miedo, de la inseguridad y de la desconfianza, el signo de lo imprevisible y difícil de interpretar, a un tiempo significado de significante inaprehensible y significante de esotérico y fluctuante significado, una especie de fantasma al revés en el cual el sudario es invisible pero el ánima palpable. En su cuadro titulado «El Coloso o El Miedo» ha logrado Goya plasmar algo semejante. Contra lo que a primera vista parece, se teme más al que calla que al que habla, siempre que el que calla lo haga por decisión propia y no por imposición externa. Pues a pesar de todas sus simulaciones y equivocidades de sentido, el que habla descubre siempre huellas de su postura y sus intenciones. Por eso dicen que por la boca muere el pez. Si el habla es polisémica, el silencio es metonimia pura, un camaleón de sentidos.

No es, por tanto, cierto que la conducta característica del poder, ni siquiera el poder despótico (éste menos aún), sea la exigencia de silencio. El dictador teme al silencio más que al mismísimo diablo. Quien cree lo contrario no advierte la relatividad que rige el hablar y el callar. Aunque gramaticalmente se exprese por un sustantivo, el silencio no es un ente sino una acción. La valoración del silencio depende entonces de cuál sea su objeto y quién sea su sujeto, es decir, de quién es el que calla o dice y qué es lo que se calla o se dice. No hay que olvidar que toda relación de poder tiene como paradigma la asimetría, gozando de la irreversibilidad del embudo social.

El poderoso practica a menudo el silencio propio pero exige el habla de los demás. Un dictador que habla o se exhibe demasiado, como hacía el general Primo de Rivera, no se jubila en el poder. Franco entendía esto mejor que nadie.

Que el fin del poder no es sólo hacer callar sino también hacer hablar adquiere su extrema expresión en el uso de la tortura. El torturador que quita la vida a su víctima, sumiéndola en el silencio definitivo, sin arrancarle ninguna confesión, es un torturador fracasado. Otra cosa es que el tirano desee que no haya secretos para él, pero sí para los demás. De ahí la asimetría. El sello, el sigilo, es un símbolo del silencio jánico, que calla con una boca y habla con otra. Es la mano que no sabe del obrar de la otra. Un gobierno, totalitario o democrático, sin policía secreta y espías, jamás ha existido.

Al mismo tiempo que se oculta tras el silencio y las fluctuaciones caprichosas de sentido, que le hacen inaccesible e indescifrable, el Poder exige la transparencia y univocidad de sus subordinados. La semiótica del poder es una semiótica asimétrica. El que manda quiere leer en los que obedecen como en un libro abierto, y quiere estar en posesión del código secreto que le permite descifrar lo más hondo y subversivo de sus intenciones. Lo que no permite es que proliferen significantes prohibidos o metonimias no sancionadas por el sistema oficial de signos. He aquí el punto crucial en el que hablar y silencio se hacen convertibles. El sistema oficial bloquea todo el espacio disponible colonizándolo con signos, si no oficiales, por lo menos inocuos. Ese es el sentido de la conocida diversión de las masas (el circo en Roma y el fútbol en la España franquista). Uno de los papeles de la propaganda es silenciar estrangulando el espacio de los signos disidentes. Aunque no sea exclusivo de éstos, los regímenes totalitarios han gustado siempre de crear escenarios de autobombo y ceremonias ritualizadas para propagar sus signos. Las técnicas de comunicación e información constituyen hoy un poder que deforma el sentido oficial de la democracia bajo la apariencia de ser el garante de la libertad democrática de expresión, convirtiéndose en barberos de un colectivo lavado y peinado de cerebro. En la tribuna, las técnicas de asamblea saben administrar el espacio del habla de tal manera que el uso de la palabra disidente se vea constreñido a unos minutos. Y cuando, a pesar de todo, la palabra disidente se deja ver u oír, en la prensa o en la tribuna, lo importante en la técnica del poder es evitar el error de contradecirla o responderla, pues un príncipe sagaz sabe muy bien que la negación explícita del signo no aniquila a éste, sino que contribuye a reproducirlo y mantenerlo. En sueco se llama a esta técnica «matar a silencio». La persona o el tema disidentes se rodean cuidadosamente de un cinturón inquebrantable de silencio que florece copiosamente abonado por la cobardía y el miedo.

Todo sistema de poder se apoya empero, no solamente en las mordazas del silencio de los disidentes, sino al mismo tiempo en la tarea incansable de todo un gremio de hiladores de signos oficiales. En la sociedad teocrática medieval esa era la función de la teología, al propio tiempo que los místicos siempre eran tratados con recelo. La teología de la sociedad del bienestar es la economía política.

Se hace entonces importante alimentar la moral de los adeptos con sopa de letras cocinadas con los signos del sistema. Es importante que no quede tiempo para pensar en cosas peligrosas. Por eso hay que desarraigar el ocio (esa madre de todos los vicios) y fomentar el lenguaje oficial y el pleno empleo. Por otro lado hay que impedir la tentación de la crítica que siempre encuentra algún resquicio para surgir. Un portavoz del sistema no puede correr el peligro de hacerse recipiente de ideas y palabras subversivas. La compra del silencio de los adeptos se lleva a cabo por la inculcación del sentimiento de lealtad o por la amenaza tácita de la pérdida de los beneficios con que el sistema remunera a sus ortodoxos. El filósofo noruego Skjervheim analizaba ese problema, en relación con el estalinismo, de la siguiente manera: una vez surgido el comunismo se desarrolla como contrapartida el anticomunismo, la crítica en boca de las derechas y la burguesía. Como contraposición al anticomunismo se desarrolla el anti-anticomunismo. Pero éste ya no consiste en decir nada, sino en callarlo todo. La perversión y los crímenes del estalinismo son evidentes también para los comunistas, pero, para evitar el llevar agua al molino del adversario, se aplica la técnica de la vista gorda y del silencio. Más vale -se dirá- el comunismo, aun con crímenes y persecución, que el capitalismo. Atacar al comunismo por sus crímenes es dar la razón al enemigo. Sin necesidad de llegar a situaciones extremas como la del estalinismo, una serie de variantes de esa técnica se deja notar no sólo en los partidos políticos modernos sino en todo tipo de organización ideológica o de defensa de intereses. El silencio adquiere entonces nombres positivos como «solidaridad», «compañerismo», «lealtad a las ideas», etc. Una ética de la discreción, en la que el silencio culpable adopta, metonímicamente, significantes eufemísticos como los mencionados, va invadiendo la sociedad llamada democrática. El viejo lema de que el silencio es oro se aprovecha oportunistamente entendiéndolo como la virtud del no hablar más que en caso de absoluta necesidad, según una máxima semejante a la famosa navaja de afeitar de Ockham que diría: «Verba praeter necessitate non multiplicanda.» Cuando la injusticia y la corrupción pública amenazan al estado de derecho, se hace necesario, sin embargo, romper con esa ética conformista. Lo que la sociedad actual está exigiendo es una máxima de carácter no ockhamista: «Di siempre la verdad que sabes, aunque nadie te pregunte y parezca innecesario hacerlo.» Quevedo iba todavía más lejos, desafiando al miedo y a la cobardía: «No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente, silencio avises o amenaces miedo.»

Todas estas reflexiones sobre el silencio como hecho social no solamente son aplicables al Poder con mayúscula que es el poder público, pues donde quiera que haya una relación de asimetría entre dos personas, existe una situación de poder latente. El individuo se halla expuesto a una serie de micropoderes en su familia, en su grupo, en su trabajo, y por doquier se mueva entre seres humanos. Y todas las relaciones sociales a cualquier nivel están regidas por normas tácitas y leyes de silencio. La sanción social en la familia y en los grupos humanos es, por tácita e internalizada, no menos rigurosa. Los códigos de la vida familiar, organizativa y laboral no siempre coinciden unos con otros y contradicen a veces incluso a las normas del poder público. La lógica social hace que lo no prohibido y lo permitido sean a menudo conceptos diferentes y que hasta lo oficialmente prohibido sea a veces obligatorio, según el código secreto que rige incluso en instituciones oficiales, no digamos en los partidos políticos y otras asociaciones. En un trabajo de hace unos años mostré como el ejercicio de un derecho establecido en las leyes y en la constitución puede ser implacablemente castigado por los códigos y hasta por los rituales internos de los partidos políticos0.(6).

La ley del silencio, sin embargo, no es negativa en todos los aspectos de la vida social. En una infinidad de situaciones contribuye, por el contrario, a hacerla posible. Como Ortega y Gasset señala, si una persona dijera a la otra absolutamente todo lo que piensa y sabe de ella, la convivencia se haría imposible. No se mienta la soga en casa del ahorcado. Hay silencios de tolerancia y amistad de gran valor social. El respeto a los demás exige ocultaciones, disimulos y omisiones perfectamente justificables.

Una forma retórica de silencio semejante a las mencionadas es el llamado eufemismo. El eufemismo es una metonimia del significante que trata de paliar rasgos negativos o desagradables de la realidad, expresándola en tintas más suaves. El eufemismo puede afectar a las personas o a las cosas. Cuando el eufemismo no es voluntariamente elegido, sino producto de la coacción social, estamos en presencia de un tabú. Con la expansión del sector público en la sociedad moderna se han ido también produciendo cambios terminológicos motivados por el deseo de ocultar realidades poco apetecibles. La palabra «pobre» se sustituye por «económicamente débil», se dice «minusválido» por «inválido», «tercera edad» por «vejez», «país en vías de desarrollo» por «subdesarrollado», «drogadicto» por «narcómano», etc. La elección de vocabulario revela generalmente una valoración o actitud positiva o negativa de lo que se menciona. Llamamos a alguien «tonto» o «distraído» según el aprecio que tengamos de él. Un abogado defensor y un fiscal describen los mismos hechos, no sólo subrayando un detalle u otro, sino cargando o aligerando tintas. Donde uno habla de «contrabando» hablará el otro de «importación ilegal». Es preciso aprender a escuchar la manipulación del lenguaje oficial del poder político y administrativo, que siempre envuelve medidas negativas o impopulares en una terminología neutralizante.

Silencio como amenaza y silencio como paz

El silencio no tiene por qué ser un espíritu maléfico del que haya que huir. Dos personas unidas por amor o por amistad entrañable pueden pasar muchos buenos ratos en silencio, mientras que en un matrimonio desavenido el silencio del otro siempre es motivo de irritación. El silencio del amigo nunca asusta, el de un desconocido es, cuando menos, causa de malestar o sospecha. Por eso existen palabras que Jakobson llamaba fáticas cuya única función es llenar un espacio de silencio para deshacer miedos o sospechas. Hablamos del tiempo o preguntamos a la gente cómo les va, simplemente para ahuyentar la desazón que produce el silencio. Esas palabras rituales se asemejan al origen de la costumbre de estrechar la mano, como un signo de no llevar armas.

Pero el silencio, digo, no significa siempre amenaza, sino también tranquilidad, reflexión, armonía. La meditación, la contemplación mística y la vida monástica siempre se consideraron como formas edificantes de silencio. Junto a los espacios del ruido, la biblioteca y la iglesia eran los espacios del buen silencio. Algo hay, sin embargo, de patológico en la actitud de la sociedad moderna frente al silencio. Parece como si la sociedad tecnológica hubiera hecho de él el enemigo que hay que confinar y suprimir. Nuestros espacios público y privado se ven invadidos totalmente por el ruido, el sonido y la palabra. Desde las calles y los medios de transporte hasta la intimidad de la vivienda. El silencio no es una cualidad que los urbanistas y planificadores tengan en cuenta; al contrario, parece como si hubiera una política de colonización del espacio de silencio por el ruido, una conspiración de ruido. La civilización tecnológica puede entenderse así como una exorcización del silencio, en la cual se manifiesta su instinto de dominio y poder. Hay que mantener distraída y ocupada a la gente. El ocio y el silencio del pueblo son una amenaza para el poder. Las nuevas generaciones han sido educadas en el horror al silencio y muchos jóvenes son incapaces de concentrarse en una tarea sin tener la radio puesta o la grabadora en marcha. La radio encendida en el coche o en el local público, la televisión en el café o en medio de la conversación hogareña parecen ser el medio de ahuyentar toda autonomía en el pensar o en el conversar humanos.

La libre opción al silencio es uno de los Derechos Humanos todavía no escritos en las declaraciones oficiales cuya exigencia se está haciendo más urgente.

El silencio como lo tácito

Al tomar en consideración lo que algunos entienden como silencio en sentido lingüístico, es decir, el fenómeno de lo tácito del lenguaje, es mi opinión que este tipo de cuestiones sólo puede ser considerado como silencio en un sentido figurado metonímico. Se trata aquí, no ya de silencios en sí sino de recursos o técnicas usados en las prácticas del silencio como hecho social, a que me he referido en el apartado anterior.

Todo hablar, dijimos, es, en cierto modo, un acto de violencia. Cada vez que me dirijo al otro comunicando, expresando, o preguntando algo, lleva esto implícita una exigencia de respuesta. La salida de escape del silencio es interpretada como una forma de respuesta. La única escapatoria en una situación parecida es la simulación, o sea, el decir evasivo que implica una forma indirecta de silencio. Dar la callada por respuesta supone en cambio un acto de autoviolencia para el que lo realiza. Como el psicosociólogo finlandés Johan Asplund ha mostrado magistralmente0.(7), no es fácil dejar de saludar al vecino con el que uno está enojado. Quizá se logre reprimir la palabra de saludo, pero las cejas, el rostro y otras partes del cuerpo tratarán de rebelarse. Y si, a pesar de todo, se logra llevar a cabo el propósito, será a costa de un irreprimible sentimiento de malestar y asco. Es violento no responder o negar el saludo.

Aun cuando no diga nada, lo que hago revela algo de mí mismo, sea consciente o no de ello. Cada vez que me siento en una silla, muestro, sin decirlo, que entiendo lo que es una silla en sentido corriente. A veces las sillas se convierten en armas de agresión y defensa, lo cual también revela algo de los contendientes. Toda conducta humana es signo de una serie de saberes tácitos, hábitos y disposiciones. En mis movimientos y acciones revelo siempre más de lo que tengo intencion de decir y expresar.

Los saberes tácitos me permiten moverme entre las cosas y entre los demás con soltura y familiaridad, constituyendo un depósito de competencias que he ido acumulando con el tiempo y, en gran manera, con ayuda del lenguaje. El lenguaje es el instrumento humano que nos ha puesto en posesión de los saberes adquiridos y no olvidados por nuestros antecesores, saberes que trascienden lo meramente lingüístico.

Lenguaje y conducta están tan perfectamente conectados que su separación es imposible. El lenguaje como una forma de obrar, como un sistema de signos que construimos para desarrollar nuestra conducta y para suplirla. El ámbito del lenguaje aumenta constantemente en relación con las otras formas de conducta. Toda forma de interacción humana tiende, más y más, como dijimos antes, a transformar las formas de violencia física en acción de lenguaje. Algunos consideran que el lenguaje es una especie de conducta y otros que la conducta es una especie de lenguaje. Todo depende de qué metáfora (conducta o lenguaje) adoptemos como percha para colgar nuestra interpretación racional. De la metáfora que sirve de fundamento dependerán tanto el sistema de conceptos como el método de la investigación.

Aun cuando intentemos distinguir entre actos lingüísticos y conducta, nos será difícil dejar de considerar como conducta lingüística la forma de expresión fonética y estilística reveladora de la procedencia de una persona y su formación. Un campesino no habla igual que un hombre de la ciudad, ni un andaluz igual que un vasco. Oímos la diferencia entre un hombre culto y otro inculto. La forma lingüística se adapta además al contexto de la situación (conversacional, oratoria, solemne, epistolar, íntima, escrita u oral, etc.). El estilo es una conducta lingüística sumamente reveladora.

La consideración del habla como una forma de conducta conecta íntimamente lo tácito, como dije antes, con los hechos sociales de violencia y poder, a que me referí en el apartado anterior. Pues, como dijimos, el poder se manifiesta principalmente en el uso de hablares y silencios. Ese no decir diciendo y ese decir no diciendo, que es la esencia del uso retórico de la lengua en el habla y que constituye el objeto de este apartado, es el instrumento normal humano de ejercicio de poder. Por tanto es un mundo de metonimias, de transformaciones y simulaciones continuas de sentido.

Si es cierto que el hacer o dejar de hacer da a entender mucho que no es necesario decir, cuando lo que hacemos es justamente decir algo, este hacer del decir, como todos los demás haceres, revelará mucho que no se dice. Es ese decir oculto, revelado por el hacer que es el decir, lo que nos interesa ahora primordialmente considerar.

La perplejidad surge cuando nos empecinamos en considerar el lenguaje desde la perspectiva abstracta y cerceadora de lo que Saussure llamaba lengua. Considerado en cambio desde la perspectiva del habla, las palabras se convierten en palabras vivas, abiertas a toda una serie de estratos de sentido, de los cuales lo dicho no es más que la momentánea cumbre del iceberg que emerge por encima del agua, ocultando el resto. «En el principio era el habla», es decir, el mito. La sedimentación del habla en lengua o lógos es un proceso lento y la difusión del lenguaje escrito ha dado a la lengua la hegemonía lingüística sobre el habla. «La imprenta -dice Mc Luhan- hizo estallar en pedazos a la sociedad tribal... Al imponer al hombre occidental el predominio de lo visual sobre los otros sentidos, de lo analítico sobre lo global, engendró el pensamiento abstracto, la ciencia de la naturaleza y la técnica industrial.» La observación es interesante, aunque Mc Luhan confunde el efecto con la causa, pues el dominio de lo visual y lo analítico, la herencia griega, es lo que crea tanto la imprenta como el interés por el lenguaje escrito. «Los pueblos -dice, y a esto no tengo nada que objetar- han tomado la conciencia de su lengua al verla impresa.» La imprenta contribuye a hacer extensiva a todos la racionalidad que anteriormente era patrimonio de unos pocos. La escolaridad obligatoria completará esa obra socializadora.

Empecemos por constatar que el lenguaje engendra un silencio básico al estar formado de conceptos abstractos, pues un concepto abstracto no es otra cosa que un signo que se construye resaltando aspectos escogidos y silenciando los demás. La abstracción es así una forma de silencio y todo ese sedimento que es la lengua se erige sobre una cumbre de despojos conceptuales de lo real. Sin ese silenciamiento fundamental no podría la lengua crear ese almacén finito y limitado de signos, de los cuales nos servimos para referirnos a una infinitud de situaciones concretas, siempre nuevas e imprevistas. «La lengua, dice Ortega, es una amputación del decir.» Pero el decir es siempre una transgresión de la lengua. Cada expresión concreta del habla se forja con materiales de sedimento histórico social, pero también individual. Por eso supone toda expresión hablada enunciados tácitos e ideas preconcebidas que, a mi juicio sólo son silencio en un sentido derivado y metonímico.

Mientras que la abstracción lingüística es el silencio en el mismo seno de la lengua, pone el habla al descubierto, unas veces, toda una larga serie de afirmaciones nunca dichas, pero presupuestas o insinuadas, y otras una serie de opiniones preconcebidas y prejuicios, en frecuente subversión con la norma semántica y lógica. Si pregunto a alguien por qué no vino ayer, estoy afirmando que no vino ayer. Si digo que mi hermano ya no fuma, estoy descubriendo que antes fumaba. Si declaro que un determinado individuo es de fiar a pesar de ser gitano, estoy descubriendo mis prejuicios sobre los gitanos.

Las formas implícitas del decir nos permiten también hacer afirmaciones solapadas, sin tener que hacernos responsables de lo dicho, obteniendo así un arma efectiva de ataque sin respuesta. Conocido es el lenguaje de la insinuación y de las llamadas indirectas. El aludido no puede ni siquiera darse por tal sin exponerse al ridículo o a la vergüenza. Decimos explícitamente que preferimos guardar silencio justamente cuando queremos dar más fuerza a lo que callamos: «No me obligues a decirte la verdad.» «Más vale callar.» «Podría poner muchos ejemplos, pero prefiero no hacerlo», etcétera. Si verdaderamente prefiriera callar, no diría ni siquiera que prefiero callar.

Hay decires tácitos intencionados y los hay involuntarios, pues es sabido que de la abundancia del corazón habla la lengua. Aquel jurista del cuento que dividía a los hombres en dos clases: los criminales y los que todavía no han cometido ningún crimen, mostraba los prejuicios que el ejercicio de una profesión puede engendrar. Creencias e ideologías de toda índole son puestas al descubierto indirectamente en muchos de nuestros enunciados.

La voluntariedad o involuntariedad como tal, de lo que expreso, es un hecho en sí mismo capaz de ser entendido e interpretado por un interlocutor. Esto nos incita a la práctica de la simulación, que consiste en decir algo fingiendo que «se me escapa», es decir, que es involuntario, sin serlo. La estructura de lo tácito y lo expreso se complica así extraor-dinariamente. Podemos incluso simular que simulamos y un interlocutor puede interpretar como simulación lo que no lo es.

Las muletillas suelen tomarse como indicadores de rasgos de carácter y los lapsus como reveladores de convicciones ocultas. Esos repetidos «¿Usted me comprende?» y «¿Verdad?» y «¿No?» revelan matices diversos de indecisión e inseguridad o funcionan como mecanismos persuasivos. Tuve una secretaria que solía repetir a menudo, sin darse cuenta, la frase, «Si le voy a ser a usted sincera...», hasta que un día respondí: «Pues ya es tiempo de que empiece usted a serlo.» En un texto penal sueco se deslizó una vez el siguiente lapsus: «El registro domiciliario está permitido incluso cuando haya sospechas de delito contra el titular del domicilio.» La palabra «incluso» revelaba un sentido tácito en modo alguno voluntariamente expresado. Descubierto por un humorista de la televisión, ese lapsus hizo enrojecerse a los miembros de la Comisión de Leyes, que se apresuraron a introducir una enmienda.

Este último ejemplo saca a colación todo un sistema de sentidos insinuados indirectamente por ciertas palabras, especialmente adverbiales: «Sólo yo estuve allí» (significa que otros no estuvieron), «No lo he visto más» (luego lo he visto anteriormente), etc. Severo Catalina decía graciosamente: «No hay cosa más incierta que la edad de las señoras que se dicen de cierta edad.» Palabras como «cierto», «seguro» y otras por el estilo, tienen la facultad de decir justamente lo contrario de lo que dicen: «Seguro que vendrá» indica que estoy todo menos seguro.

Según un dicho español, hay palabras que a una cosa miran y a otra tiran. Todas las formas de sentidos tácitos e indirectos que acabo de ejemplificar y muchos otros, han sido desde la antigüedad clásica minuciosamente clasificadas y etiquetadas en los manuales de retórica. La realidad lingüistica cotidiana del habla es un lenguaje retórico que nunca puede ser interpretado de la forma directa y descontextualizada en que se presentan los ejemplos contenidos en los manuales de lingüística. Hablan éstos del lenguaje dando por supuesto que los términos conservan alguna de las acepciones recogidas en los diccionarios (lo cual supone no entender lo que es un diccionario) y de que las proposiciones reflejan literalmente situaciones concretas. Sin embargo, los términos e incluso las oraciones de lenguaje, cuando están fuera de contexto carecen de fijeza significativa y cuando están dentro de él presentan polisemias y connotaciones que hacen su sentido sólo parcialmente expresable. «La lengua en su auténtica realidad, dice Ortega, nace y vive y es como un perpetuo combate y compromiso entre el querer decir y el tener que callar. El silencio, la inefabilidad, es un factor positivo e intrínseco del lenguaje.» El sentido de una gran cantidad de términos, incluso en el lenguaje científico, está modificado por transformaciones metafóricas o metonímicas accidentales, muchas de ellas incorporadas a la lengua por catacresis, permaneciendo su carácter de tropo retórico invisible para un hablante normal. Y por lo que afecta a las oraciones del lenguaje corriente, lo característico no es el enunciado directo, sino la elipsis. Bajo la neutral apariencia de descripciones de hechos enmascaramos prescripciones, deseos y preguntas, pues nada resulta más violento e intruso que dar órdenes o hacer preguntas, cuando son preguntas personales. En lugar de exigir, resulta más sagaz informar de lo que exige o de las consecuencias de un incumplimiento: «El viajero que carezca de billete abonará un recargo de X pesetas.» Es más fácil lograr que una persona se quite los pantalones diciéndole que se le ha metido en ellos un alacrán, que ordenándoselo explícitamente. No es socialmente lícito hacer preguntas personales o dar órdenes sin un derecho tácito, consistente en gozar de la confianza del interpelado o contar con su subordinación. La forma de imperativo se evita, empero, ya mediante aparentes descripciones, ya con preguntas inocuas. «Es peligroso asomarse» leemos en el tren. Y para algo tan banal como pedir una cerilla utilizamos el rodeo metonímico a través de la pregunta «¿Tiene usted fuego?», como si la otra persona fuera un estufa.

El uso de lo tácito afecta, pues, en muchos casos, a significados o sentidos diferentes de los que la norma lingüística asignaría a los significantes empleados. Otras veces descubre afirmaciones, órdenes, recommendaciones y preguntas, expresadas como si fueran enunciados de otra índole. Pone también al descubierto creencias o convicciones concretas o incluso sistemas complejos de creencias. Además de eso, pueden desvelar estructuras más profundas del pensamiento, determinantes de su forma lógica, de su forma de categorizar la realidad y de su concepto del mundo. La tarea fundamental de toda hermenéutica consiste en aprender a leer los silencios incluidos en todo texto lingüístico.

Hemos señalado el papel estructuralmente silenciador de la abstracción conceptual. El encadenamiento de los enunciados en el habla descubre también una estructura de normas, no siempre conscientes, que rigen la secuencia lógica de nuestro pensar.

«¿De dónde vienes?», pregunta alguien a una amiga. «Del salón de belleza», responde la interpelada. «Y estaba cerrado, ¿verdad?» Aparte de varios juegos de sentido que intervienen en la producción del efecto cómico de este chiste de Eugenio, el que lo escucha se ríe porque es capaz de entender una afirmación tácita: «La amiga en cuestión es fea.»

Los razonamientos conversacionales están llenos de este tipo de huecos o silencios que dan colorido al lenguaje. Pero también en el lenguaje oficial y aun científico se silencian premisas o conclusiones, que sin embargo se captan por deducción a partir de los elementos expresa-dos. «Mañana no se trabaja porque es fiesta» presupone «Los días de fiesta no se trabaja». «El agua no hierve porque no ha alcanzado los 100 grados» presupone «El agua hierve a los 100 grados». Lo tácito que estos ejemplos descubren no es sólo las afirmaciones presupuestas por inferencia, sino el hecho mismo de la inferencia, como sistema de conexión y deducción de proposiciones.

Este juego de silencios, mediante el cual transmito a un interlocutor lo que tengo en la mente sin necesidad de enunciarlo directamente y a veces hasta sin darme cuenta ni quererlo, es posible porque cuento con la existencia en él de determinadas normas de conexión y deducción. Lo que digo es el indicio que lleva al otro a entender lo no dicho. «A buen entendedor, con pocas palabras basta» dice el refrán.

Lo mismo que la lengua oculta, en su propia estructura, el silencio presupuesto por la abstracción de los conceptos, toda construcción científica y racional está también basada en silenciamientos impuestos por la propia lógica y el propio método científico. El principio de causalidad, por ejemplo, es también una abstracción, un acto de silenciamiento. Pues A es causa de B sólo con la condición de que el resto de los factores que pueden afectar a este hecho, permanezcan constantes e inmutables. Este silenciamiento se expresa en el principio llamado ceteris paribus, sin el cual las verdades científicas se hundirían. Se habla a veces, a este respecto, de lo contrafáctico: A es causa de B a menos que algo lo impida. Pero la serie de presupuestos tácitos de un hecho es infinita. Como experimento, tratemos de enumerar hechos que presuponen lo que estamos haciendo en estos momentos. Podemos estar aquí celebrando un seminario porque la Universidad lo ha organizado, porque nos da la gana de participar, porque somos seres humanos y nos podemos entender en una lengua común, porque entendemos el calendario gregoriano y la hora del reloj, porque hay medios de comunicación para llegar aquí y no han sido entorpecidos, porque no nos hemos muerto, porque la sala existe, porque no está ocupada por otro acto académico o de otra índole, porque no hay un tigre salvaje en ella, porque no está inundada de agua, porque la tierra tiene atmósfera, porque rige la ley de la gravedad, y así sucesivamente. Los presupuestos fácticos de un hecho son siempre incontables. Con razón decía Pascal que la nariz de Cleopatra era culpable de la evolución sufrida por el imperio romano.

Los enunciados de la lengua ocultan, por su parte, otros enunciados que les dan sentido. Cabe preguntarse si también éstos son en número infinito. Noam Chomsky, en su gramática generativa, ha distinguido entre estructura superficial y estructura profunda de los enunciados, desarrollando una forma de análisis para desmontar los elementos de un enun-ciado de partida, descubriendo así otros enunciados implícitos, más simples. Siguiendo un modo de ver inspirado por Lacan, diríamos que cada vez que queremos explicar con palabras el significado que da sentido a un significante, lo que hacemos es crear un nuevo significante (nuevas palabras), que automáticamente encierra un nuevo significado, que puede ser expresado a su vez en nuevos términos, y así indefinidamente. Eso muestra el deseo metonímico, según el cuál el significado nunca se deja apresar totalmente. Por eso dice Lacan que hay que doblar la barra que separa significante y significado. Esto revela que la llamada cárcel del lenguaje es cárcel de la comunicación, pero no del pensamiento, pues entendemos e intuimos siempre mucho más de lo que decimos.

Chomsky cree en una gramática de validez universal, condición previa de todo hablar humano. Otros se han preguntado si el hablar una lengua no presupone una visión del mundo. Por supuesto que heredamos con la lengua materna formas de distinguir aspectos de la realidad que varían de una lengua a otra. Mi pregunta es si la gramática no encierra una concepción metafísica determinada y si podría haber otras lenguas y otras gramáticas basadas en metafísicas diferentes. Conocidas son las hipótesis de Sapir y Whorf y su estudio de lenguas indianas, diferentes de las occidentales.

Fritz Mauthner ha puesto de manifiesto que las tres categorías de sustantivo, adjetivo y verbo fundamentan tres modos diferentes de entender el mundo y que una misma realidad puede contemplarse de esas tres maneras0.(8). Mi opinión es que las lenguas occidentales han sido conformadas por una gramática basada en una metonimia fundamental entre la acción y la sustancia, observable continuamente en el uso del lenguaje, otorgando a la sustancia la función fundamentadora de todas las demás y originando así una gramática del sustantivo. El Ente parmenídeo no es más que el gran Signo arquetípico de Occidente, el perchero de todo nuestro pensar y nuestro obrar. Esta forma de pensar, desarrollada por Platón y Aristóteles y transmitida al resto de Occidente, tiene como modelo lo tacto-visual y lo espacial y como paradigma la geometría y la geografía, relativizando lo temporal y lo auditivo. El tiempo se mide por el espacio: ése es el principio del reloj, sin el cual nuestra cultura moderna no existiría. El nominalismo vio claramente la discrepancia entre lenguaje y realidlad. Pero ¿de qué servía esa convicción si el uso del lenguaje suponía lo mismo que negaban? Lo único que hemos ganado con ello es que de un mentir sin saber, que es el uso ingenuo del lenguaje, pasamos al saber mentir.

¿Es esa forma de pensar y hablar racional la única posible a los humanos, como consecuencia de nuestra constitución psicosomática? ¿Estamos realmente presos en la cárcel del lenguaje? A la primera pregunta no sabría responder. A la segunda hay que replicar que el que es capaz de pensar la cárcel, ya está mentalmente fuera de ella y que toda huida de la cárcel exige la utilización de los propios muros y las propias sábanas de ella.

Lo que desde luego sí podemos afirmar es que hay que desconfiar del lenguaje oficial de la ciencia y de la política, si no queremos hacernos cómplices del silencio que esos lenguajes encierran con respecto a muchos aspectos de la realidad humana que son quizá los que le otorgan su sentido más profundo.

NOTAS

1. Hago aquí una afirmación de carácter general acerca del significado de la forma determinada del sustantivo singular. Naturalmente, en contextos determinados, puede darse algún ejemplo que no siga esta regla.

2. Le Guern, Michel La metáfora y löa metonimia, Cátedra, Madrid, 1985.

3. Broady, Donald Rätten att tala, i Skeptron, Texter om läroplansteori och kulturreproduktion, 1, Symposion, 1984.

4. Clastres, Pierra La société contre l'État, Éd. de Minuit, Paris, 1974.

5. Véase Broady, op. cit. & Bourdieu, Pierre Ce que parle veut dire. L'économie des échanges linguistiques, Libr. A. Fayard, Paris, 1982.

6. Ramírez, José Luis Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la transformación histórica del sistema local de autogobierno (En »Ética día tras día» Homenaje al profesor Aranguren en sus ochenta años, Ed. Trotta, Madrid, 1991) [Es un texto resumido del original sueco].

7. Asplund, Johan Om hälsningsceremonier, mikromakt och asocial pratsamhet, Korpen, Göteborg, 1987.

8. Mauthner, Fritz Die drei Bilder der Welt, Verlag der philosophischen Akademie, Erlangen, 1925.



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