Menú principal de Geo Crítica


Scripta Vetera

EDICIÓN  ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS 

SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES

LA HISTORIA DEL CURRÍCULUM Y LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO COMO ENCRUCIJADA: POR UNA
COLABORACIÓN ENTRE LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN Y UNA DIDÁCTICA CRÍTICA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

Jesús Romero Morante
Alberto Luis Gómez[1]

Publicado en: JIMÉNEZ EGUIZÁBAL, A. et al. (Coords.). Etnohistoria de la escuela. XII Coloquio Nacional de Historia de la Educación. Burgos: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Burgos / Sociedad Española de Historia de la Educación, 2003, p. 1009-1020 [ISBN: 84-95211-79-3].


A raíz de la publicación en 1999 de un artículo de Jurgen Herbst y en 2001 de las posteriores réplicas al mismo, la revista Paedagogica Historica se convertía en el locus de un debate sobre el pasado, presente y futuro de la historiografía educativa. Como era previsible, el diálogo suscitado hizo aflorar discrepancias interpretativas y valorativas sobre el decurso teórico-metodológico seguido por esta disciplina. Pero también alguno de los dilemas estratégicos básicos a los que se enfrentan sus practicantes. Dilemas que, inevitablemente, remitían de nuevo a varias cuestiones fundamentales, entre ellas la causante última de este escrito: la relevancia de la Historia de la Educación para la formación del profesorado.

Los pronunciamientos de cualquier corporación académica acerca de la significación o utilidad atribuida al conocimiento generado en su seno arrastran, en ocasiones, una carga retórica más relacionada a la postre con sus intereses o desvelos pragmáticos y con sus mecanismos de identificación colectiva que con un decálogo intelectual efectivo. Pero esta circunstancia, lejos de excusarla, torna si cabe más perentoria una discusión genuina al respecto, habida cuenta de que lo dirimido aquí es algo tan capital como el propósito, la dirección y la trascendencia social de la labor realizada. Temas, por cierto, que no se solventan de una vez para siempre, sino que reclaman la permanente vigilia de la reflexión crítica y auto-crítica. De ahí que para retomarlos cualquier oportunidad sea buena. La presentada en este caso concreto no deja de atraer la atención de personas ajenas al campo citado, pero que trabajan por igual en la formación del profesorado. Así ha ocurrido con los firmantes de esta comunicación: aunque su adscripción a una didáctica específica les empuja a acercarse a las maestras y maestros antes como artífices del porvenir que como protagonistas del pasado, saben que las propuestas de mejora no pueden plantearse desprovistas de sentido de la realidad ni, consecuentemente, de memoria. Pues, según la aguda sentencia de Carlos Lerena, la historia no es sólo eso que pasa, sino también eso que pesa sobre nuestras instituciones, nuestros comportamientos y nuestras conciencias, condicionando las posibilidades de cambio. Razón por la cual se han embarcado asimismo en viajes retrospectivos para poder mirar hacia delante con más y mejor perspectiva.

El equipaje acopiado nos anima a intercambiar puntos de vista con los historiadores de la educación. Quizá estos colegas hallen algún elemento de juicio adicional para sus deliberaciones sobre la relevancia de sus empeños en las cartas náuticas que guían nuestras atrevidas correrías por los mares de Clío. Con esa expectativa intentaremos mostrar en los párrafos siguientes por qué y cómo utilizamos su disciplina a modo de “fuente” para la Didáctica de las Ciencias Sociales (DCS), con qué interés llamamos a su puerta, qué preguntas le formulamos e, incluso, cómo oficiamos de historiadores a tiempo parcial cuando no encontramos respuestas.

1.- Una aproximación a la Historia de la Educación desde el currículum

Uno de los problemas a los que se enfrenta la DCS a la hora de concebir alternativas educativas reales radica en que muchas suposiciones y convenciones sobre el currículum suelen formar parte de lo que acostumbra a darse por sentado, al igual que muchas rutinas, patrones afianzados de conducta y otras estructuras y dinámicas asociadas, constitutivas de lo que Tyack-Tobin (1994) y Tyack-Cuban (1995) han denominado la “gramática básica de la instrucción”. Por tanto, la viabilidad de aquellas se nos antoja muy difícil sin poner éstas en cuestión mediante –por decirlo en palabras de Bourdieu asumidas por el historiador Peter Burke (2002: 12)– algún “tipo de distanciamiento que haga que lo familiar parezca extraño y lo natural arbitrario”. Esto es, sin objetivar nuestra propia socialización en las reglas no escritas que gobiernan la cultura escolar en general, y las subculturas de asignatura (o, si se prefiere, los códigos del conocimiento escolar) en particular.

A tal fin, algunos pedagogos y didactas se han esforzado por incitar a los maestros en formación o en ejercicio a la observación interior de sus propios actos o estados de conciencia, con la esperanza de facilitar una aprehensión de los condicionantes subjetivos de sus credos y de su praxis que permita incrementar progresivamente su capacidad de autorregulación metacognitiva, en aras de una elección más racional de los principios y procedimientos de actuación profesional. Estos encomiables intentos de ganar en autonomía pasan a veces por alto, sin embargo, que la recapacitación introspectiva, aun siendo absolutamente necesaria, no es suficiente. La descripción fenoménica que emerge de la sola mirada hacia dentro de uno tiende a axiomatizar el “régimen de verdad” en que estamos instalados a consecuencia de los procesos de enculturación vividos. Aunque nos acerque a lo real en tanto en cuanto confiere un sentido a nuestra experiencia, una rememoración privada tal no basta para explicar en profundidad las raíces sociales de la misma, porque ello exige un descentramiento, una “historización” de nuestra presencia en el mundo que nos ilustre sobre las bases institucionales de la actividad pensante. Como señaló con perspicacia el malogrado Bourdieu (1999: 23; cursivas nuestras) en sus Meditaciones pascalianas, “sólo la ilusión de la omnipotencia del pensamiento puede hacer creer que la duda más radical tenga la virtud de dejar en suspenso los presupuestos, relacionados con nuestras diferentes filiaciones, pertenencias, implicaciones, que influyen en nuestros pensamientos. Lo inconsciente es la historia: la historia colectiva, que ha producido nuestras categorías de pensamiento, y la historia individual, por medio de la cual nos han sido inculcadas”.

En otras palabras, la “deconstrucción” de lo considerado “normal” y “posible” en la enseñanza y el aprendizaje –imprescindible para que se conceda al menos alguna plausibilidad a la demanda de alternativas más relevante desde el punto de vista del desarrollo de la inteligencia cívica de los alumnos y alumnas– precisa, entre otras herramientas, de la mirada genealógica, sin la cual se nos antoja más difícil alcanzar el origen social de lo previamente interiorizado como obvio, su lógica estructural o su complexión política. Como puede advertirse, en este punto se crea una intersección entre las preocupaciones de la DCS y las de la Historia de la Educación. Desde nuestras peculiares inquietudes, son varios los motivos que nos impulsan a acudir a su encuentro: en la historia de los sistemas escolares, de sus ordenamientos “gramaticales”, de los modos de educación y gobernación de niños/ adolescentes buscamos ayuda para desvelar las funciones sociales y las dinámicas institucionales subyacentes a la recontextualización o transmutación sufrida por unos conocimientos en el trance de convertirse en materia instructiva; en la historia de la corporación docente una referencia para una autocrítica profesional no psicoanalítica; en la historia de la infancia algunas pistas para entender al alumnado actual al que destinamos nuestras propuestas; en la historia de las asignaturas y de sus distintos agentes cómo se han ido configurando las tradiciones, innovaciones, mitos y ritos que sancionan determinados criterios de selección y organización de los contenidos, amén de estilos arquetípicos de impartirlos... En cualquier caso, al ocuparnos de la enseñanza-aprendizaje de una parcela del currículum, nuestro tránsito por tales heredades toma preferentemente como punto de partida y de llegada el mismo currículum. Bien advertido que por tal no se entiende únicamente el curso de estudios o el contenido de la escolaridad, ni tampoco las decisiones de diversa índole que convergen en la planificación de la intervención didáctica. La acepción que manejamos aquí apunta, además de a lo prescrito, escrito, diseñado o deseado, a la ardua dialéctica entre intenciones y realidades. Esto es, en el término englobamos también el currículum “abrazado” en la práctica, el representado o llevado a cabo en las interacciones entre profesores y alumnos a través de un incierto juego de interpretaciones, negociaciones, actuaciones, rituales, controles, acomodaciones, omisiones, resistencias o rechazos que lo reconstruyen en el espacio físico e institucionalmente estructurado de las aulas, modelando el tipo de experiencias “educativas” –expresas y tácitas– ofrecidas o negadas de facto a los discentes.

Como gusta de repetirse en la Federación Icaria a la que pertenecemos (vg. Cuesta, 1999), una “didáctica crítica” de las ciencias sociales volcada sobre el estudio de problemas sociales relevantes –una apuesta característica de los proyectos fedicarianos– precisa, entre otros muchos nutrientes, de una “crítica de la didáctica” que impugne los códigos pedagógicos y profesionales dominantes, “desnaturalizándolos” mediante su disección sociogenética. Sumándose a ese esfuerzo común, más general y plural, quienes firman estas páginas no han dudado en asomarse a los predios de la historiografía educativa por la ventana de la historia del currículum. Por supuesto, no hay nada nuevo en la mención a un interés por la historia del currículum, aunque no sea uno de los caminos más trillados en España. Es más, dicha alusión genérica es poco discriminante, al no aclarar lo suficiente el género de incursión que, desde nuestra óptica, reputamos de especial relevancia. Para precisar estos extremos y las preguntas que se nos antojan significativas conviene exponer previamente cómo conceptuamos ese ente multifacético y escurridizo que es el currículum.

2.- El currículum como hecho, como práctica y como construcción sociohistórica

Al igual que otras realidades, la que ahora nos incumbe ha sido roturada a distintos niveles y con distintas trayectorias, que no cabe homologar sin más porque a menudo responden a lógicas analíticas y designios no equiparables. No obstante, en el corazón de todos ellos, así como en las entrañas de los discursos y prácticas de los agentes relacionados directa o indirectamente con el currículum, laten algunas presuposiciones básicas, habitualmente no pronunciadas, acerca de su naturaleza y dinámica. Sacarlas a la superficie y someterlas a crítica metódica es una labor indispensable, pues de tales presuposiciones dependen no sólo el entendimiento de nuestro objeto y, por ende, los focos preferentes de las investigaciones que lo abordan, sino también las definiciones sociales del conocimiento escolar “legítimo”, el modo en que los profesores ven su papel y el de sus pupilos, la amplitud con que se erigen las didácticas específicas, el tipo de formación predicado para los docentes o, por cerrar la lista, la manera en que se encara la innovación.

A fin de proyectar alguna luz sobre tales asunciones soterradas o latentes, en otro lugar[2] nos hemos servido de una útil clasificación de Young (1998). Este ilustre catedrático londinense las ha tipificado en dos variantes (que denomina “currículum como hecho” y “currículum como práctica”), a las cuales contrapone un acercamiento al currículum como construcción sociohistórica. Sobre este esquema nos apoyaremos a continuación.

La presuposición subyacente más arraigada y extendida con diferencia es la que se corresponde con la visión del “currículum como hecho”. Una visión que presenta implícitamente el conocimiento a impartir en las escuelas como una cosa dada y configurada de antemano, externa a los sujetos, que ha de ser transferida desde el profesor que la “posee” (tras haberla “recibido” durante su capacitación laboral) al alumnado huérfano de ella, ya sea utilizando estrategias memorísticas y exámenes o proyectos e indagaciones “activas”. El aprendizaje consistiría, entonces, en una “iniciación” de los discentes en formas de conocimiento consagradas e intrínsecamente preciadas, canalizada a través de asignaturas que remiten a unos referentes disciplinares (aun si se aboga por algún grado de integración entre varios). El maestro/a actúa de oficiante por delegación en el aula, y el estudiante de persona que no sabe, al menos hasta que el docente certifique lo contrario tras la superación de los oportunos ritos de paso. En suma, puesto que las excelencias culturales habitan en disciplinas universitarias con una estructura epistemológica objetiva, irreductible e idiosincrásica, de lo que se trata es de introducir progresivamente a los pequeños profanos en sus misterios esenciales, con independencia de que el énfasis recaiga en el plano sustantivo (lo más usual) o en el sintáctico, con independencia de que se reclame una cuidada mediación didáctica o se recele de tales “artificios”. Puesto que la misión de la escuela sería transmitir lo generado por otros en otras esferas, reproduciendo de esta guisa unas divisiones y jerarquías académicas, no sorprende que desde esta atalaya las asignaturas se hayan entendido habitualmente como un proceso iniciático disciplinar. Pero se pueden patrocinar (como así ha sucedido) aproximaciones globalizadoras sin poner en cuestión esa reificación gnoseológica que se imagina un depósito "dado" de saberes letrados, disponible para ser asignaturizado en la escuela con la única exigencia de adaptarlo a las edades y capacidades de los destinatarios.

Como el centro de atención suelen ser los currícula en tanto que productos, en lugar de su producción y reproducción a través de las intervenciones de distintos actores no reducibles a la voz de la ciencia (por destacada que esta pueda ser), aquellos se ven de un modo muy mecanicista como algo a entregar y sobre lo que evaluar, soslayando el carácter político de su parto y de su funcionamiento, los contextos sociales que lo generan y en los que se encarna, el rol de las profesiones o el papel activo de maestros y alumnos (dentro del marco institucionalmente limitado de sus cometidos) en su conformación y desarrollo. Por añadidura, la organización de los contenidos sería poco menos que necesaria. Bien porque se juzgue la destilación auto-evidente de una matriz disciplinar y/o de sus avances internos. Bien porque se abrace alguna suerte de argumento "fin-de-la historia" que oculta las acciones, procesos e intereses entreverados en su genealogía, e iguala sus posibilidades futuras con la iteración de ese espíritu trans-temporal.

Esta visión del “currículum como hecho” se halla incrustada por doquier: abunda entre los hacedores de políticas educativas, entre los gremios universitarios que constituyen la referencia de las asignaturas escolares, en los medios de comunicación y en la opinión pública. Retrata también el habitus profesional de muchos enseñantes, y conserva gran fuerza dentro de las ciencias pedagógicas, de la mano de quienes ven la solución a todos los quebrantos didácticos en la actualización científica de los temarios y la modernización de los métodos de enseñanza en sintonía con la teoría del aprendizaje en boga.

Pese a lo que pudiera parecer por lo dicho hace un instante, esta presuposición no conlleva necesariamente rehuir el análisis socio-histórico del conocimiento. Lo que ocurre es que ese análisis se vuelca sobre los saberes referenciales, dando por sentado que los currícula son un simple derivado de su evolución y/o de sus disputas de familia. Después de todo, y dejando de momento al margen algunas notables excepciones recientes, una buena parte de las historias de asignaturas consumadas en este país ha orbitado en torno a esa presuposición. Así acontece con las investigaciones que han venido amoldándose al canon consagrado por la clásica historia de la difusión de las ideas científicas o educativas: utilizando las regulaciones administrativas y los manuales como fuentes primordiales, se ha procurado detectar los ritmos de diseminación de los paradigmas académicos en secundaria (y en menor medida en primaria o Magisterio), amén de las influencias ideológicas y pedagógicas latentes en eso que Cuesta Fernández ha llamado los “textos visibles” de la instrucción. En tales casos se ha asumido implícitamente que las asignaturas y el conocimiento escolar son meros vehículos de algo externo a la escuela, ya sean unas determinadas corrientes científicas –aunque adolezcan de un mayor o menor desfase con respecto a las postuladas por las vanguardias universitarias–, ya sean ciertos idearios sociales, algunos claramente impugnables. Como si esa institución fuese un recipiente vacío, un espacio social inerte rellenado de tal guisa. Como si la lógica inherente de aquel vehículo careciese de repercusión alguna, cuando en realidad posee una función reguladora que es condición de la creación y recreación de la cultura en las aulas. Contemplarlo como simple portador (rezagado) de la ciencia o de unos valores supone en cierto sentido una cuasi-redundancia que nos deja en la superficie del currículum sin informar demasiado sobre su naturaleza, cuya especificidad es inseparable de los intrincados procesos de clasificación y control soterrados en esta instancia de socialización.

Las premisas básicas de la concepción del "currículum como práctica" invierten en cierto modo las inclinaciones anteriores. Reemplazan una noción de currículum localizada en las estructuras del conocimiento, separadas de los sujetos, por una ubicada en las vicisitudes del aula. Los fenómenos educativos, tales como las asignaturas o la distribución de las capacidades de los alumnos, no serían cosas externas dadas o atributos fijos sino  construcciones sociales situadas, es decir, el producto de las prácticas de los docentes y los discentes en el ámbito de las contingencias singulares que rodean sus interacciones y transacciones cotidianas, así como de las asunciones acerca de la enseñanza, el aprendizaje, los saberes valiosos, las diferencias individuales, los patrones de conducta arquetípicos, la autoridad y el orden, la resistencia o la trasgresión a la autoridad, la rentabilidad aceptable de los esfuerzos invertidos, las posibles consecuencias de ciertos actos, etc., incrustadas en ellas.

El currículum real no es un ente prefabricado, pasivamente impartido o recibido por los destinatarios en los escenarios de su aplicación. Por el contrario, es conformado por los propios protagonistas de tales escenarios a través de las actuaciones con que lo dotan de sentido. De esta guisa, el currículum deja de separarse de las diligencias mediante las cuales los maestros pergeñan actividades, trazan fronteras entre contenidos, identifican los logros de sus pupilos, clasifican a éstos o tratan de controlar la atmósfera de sus clases; ni tampoco de las variadas y variables actitudes y respuestas de los chicos. De hecho, lo que lo configura no son sólo las preocupaciones y acciones estrictamente "formativo cognitivas", sino también las estrategias de supervivencia-adaptación de unos y otros, determinadas por las circunstancias concurrentes y las exigencias del yo. En definitiva, la clave está en las respectivas culturas, creencias, experiencias, hábitos, normas y expectativas, entendidas con amplitud. Por la misma razón, el conocimiento ya no se ve como una suerte de propiedad privada que sus "descubridores" académicos distribuyen a los profesores para su redistribución en las aulas. El conocimiento sería lo conseguido en el trabajo entre docentes y alumnos.

Semejantes planteamientos comenzaron a ganar cierta audiencia desde finales de la década de 1960 y principios de los 70, a raíz de la “revuelta” de algunos núcleos universitarios contra el pensamiento dominante en sus departamentos y en los organismos encargados de las grandes reformas de aquellos años. Frente a la visión tácita del currículum como algo distanciado de la acción histórica de los individuos, y especialmente de profesores y alumnos, con la consiguiente relegación de estos al papel de correa de transmisión de lo ya ventilado en otros lares, un sector del movimiento reconceptualista norteamericano, de la nueva sociología de la educación británica y otros frentes similares buscaron inspiración en el interaccionismo simbólico, la fenomenología o la etnometodología para enfatizar el alma procesual, personal y social de la enseñanza y el aprendizaje. El desplazamiento supuso poner el foco en los esquemas de significado con los que la gente experimenta e interpreta el currículum, así como en los marcos prácticos de deliberación y toma de decisiones que lo perfilaban, no de acuerdo con principios y planes generales, sino con juicios circunstanciales privativos. Dado el interés por realzar la acción humana, se hizo especial hincapié en la contingencia de significados y situaciones, en su índole emergente y negociada. En resumen, la praxis de los docentes se reputaba crucial tanto para el mantenimiento como para la impugnación de hábitos y rutinas, confiándose en que un examen crítico de las asunciones enquistadas en ella pondría a los maestros en disposición de transformar las escuelas.

Esta visión del "currículum como práctica" ha tenido la virtud de cuestionar las concepciones más extendidas acerca de este artefacto cultural, además de restituir a profesores y estudiantes a la dignidad de sujetos activos del mismo. Su crítica de la noción del conocimiento como una "propiedad privada" académica que simplemente se derrama en los colegios e institutos tiene igualmente profundas implicaciones para las jerarquías escolares existentes y para la organización de la educación. Sin embargo, la potente, perspicaz y válida idea de que el currículum es construido socialmente se interpreta aquí de una manera en exceso simplificada. Con lo cual, al intentar refutar una mistificación se incurre en otra.

Al aceptar como presupuesto que la instrucción y el currículum se edifican sobre la base de las transacciones e interacciones de los habitantes del aula, quienes, a través de sus encuentros diarios, producirían las reglas, normas y hábitos que los rigen, su explicación tiende irremediablemente a concentrarse en las motivaciones subjetivas y en las conductas de estos agentes, a menudo en términos individualistas y autoindicativos. Se pasa por alto que los docentes y los discentes se constituyen como tales en escenarios atravesados por pautas institucionalizadas de comportamiento históricamente asentadas que, de manera ambivalente, habilitan su participación a la par que restringen el abanico de opciones. No es de extrañar (cfr. Giddens, 1995) que una porción de la sapiencia con que resuelven los avatares del día a día se alimente de convenciones colectivas aprehendidas tácitamente. Por añadidura, la equiparación estrecha de sus acciones con la intención de conducirse así torna complicado percatarse de algunas dinámicas sustanciales: aunque los humanos somos seres activos, entendidos e intencionales, las condiciones inadvertidas de nuestro obrar pueden enredarlo en una realimentación no deliberada ni voluntaria de patrones de estructuración implícitos. Por tanto, la mirada no puede circunscribirse a estas situaciones localizadas de co-presencia, como si el currículum fuese simplemente un producto de usanzas singulares. El currículum está lejos de ser únicamente eso. Una caracterización de este tenor no proporciona elementos para comprender la emergencia y la persistencia históricas de formas particulares de articularlo. Aquellos desempeños son, ciertamente, el medium a través del cual se recrea y se modifica el currículum, pero éste los precede, los sobrepasa y, en parte, es externo a ellos.

Por semejantes razones, esta visión resulta engañosa. Al emplazar las posibilidades de cambio curricular en un maestro cuasi-demiurgo, da a éste un sentido falso de su poder y autonomía, sin proporcionarle criterios para comprender los previsibles obstáculos de todo orden –intra y extraescolares– que se cernirán sobre ellos, excepto en términos de carencias personales. Esto es, se obvian, que diría Goodson (1995: 25), “las limitaciones existentes más allá del acontecimiento, la escuela, la clase y el participante”.

Se habrá constatado que a la vera de las críticas vertidas contra ambas presuposiciones se ha ido esbozando el contorno de una concepción alternativa, a la que podemos apellidar –a falta de una etiqueta más discriminante– “currículum como construcción sociohistórica”. Una concepción que comparte con la segunda el rechazo a la cosificación mistificadora del currículum, pero cuya lectura sociogenética desborda ampliamente los estrechos márgenes en que aquella se mueve, al extender su foco a las complejas relaciones (en absoluto unívocas ni mecánicas) entre el macro-nivel de la sociedad y los sistemas educativos, el meso-nivel de las asignaturas escolares y el micro-nivel de su desenvolvimiento en las aulas.

El primer gran impulso para dotarla de un sustrato teórico consistente surgió también dentro de las abigarradas filas del reconceptualismo norteamericano y la nueva sociología de la educación británica, merced a otros programas indagadores diferentes a los comentados. Quizá su denominador común fue la utilización de esquemas de la sociología del conocimiento para abrir la “caja negra” del currículum con vistas a explorar los vínculos entre su contenido y su forma de un lado, y las fracturas sociales de otro. A pesar de que el recientemente fallecido Basil Bernstein imprimió un sello original a su labor intelectual que le singularizó frente a ambos movimientos, la alocución con la que abrió su contribución al famoso Knowledge and Control editado por Michael Young en 1971 compendia a la perfección el espíritu de estos enfoques: "El modo en que una sociedad selecciona, clasifica, distribuye, transmite y evalúa el conocimiento educativo que se considera público, refleja tanto la distribución de poder como los principios del control social. Desde este punto de vista, las diferencias y el cambio en la organización, transmisión y evaluación del conocimiento educativo deberían ser un área importante de interés sociológico" (Bernstein, 1971: 47). Los estudios del mismo Bernstein sobre el modo en que esos principios de poder y control se insertan en lo que llamó códigos del conocimiento escolar a través de una gramática recontextualizadora que instila un genio peculiar a la cultura destinada a las aulas en el trance de separarla de sus fuentes originales y recolocarla en el seno de una institución especifica de socialización; los análisis paralelos de Young sobre la estratificación de los saberes “curricularizados”; o las pesquisas iniciales de Michael Apple en la otra orilla del Atlántico sobre su impregnación ideológica, sentaron algunas bases fundamentales para la comprensión del carácter sui géneris de las asignaturas frente a las disciplinas académicas que les prestan su nombre. Su estatuto no es el de mero subproducto. Poseen, por el contrario, sus propias reglas de gestación y transformación, traspasadas por todo un abanico de intereses y relaciones sociales, de las cuales emergen como convenciones culturales selectivas.

El enorme atractivo y repercusión de estos planteamientos pioneros no impidió que les lloviese un caudal de enmiendas digno de estima, sintomático del florecimiento de nuevas líneas de investigación –en plena vigencia– que han enriquecido, sin duda, esta noción del “currículum como construcción sociohistórica”, limando algunas de sus primitivas asperezas. Haciendo un apresurado y nada sistemático repaso, podemos recordar una temprana imputación relativa a la omisión de las problemáticas referidas al género y a la etnia en aquellos primeros análisis. Aunque uno de sus ejes era el acceso diferencial de las clientelas escolares al conocimiento, dicha segmentación se contempló preferentemente desde la óptica de la clase social. En respuesta a semejante elusión ha ido creciendo una frondosa rama de estudio preocupada por cubrir ese vacío. Desde posiciones postestructuralistas se han reprobado asimismo las lagunas teóricas de que adolecía la noción de “poder” en aquellos trabajos, a pesar de que explicaban las disposiciones y las luchas curriculares como efectos del mismo. En esta onda, una corriente de inspiración foucaultiana (Cherryholmes, Popkewitz, etc.) ha procurado tejer unas redes heurísticas más finas para captar las sutilidades de unos sistemas de gobernación que se despliegan a través de las rutinas institucionales y las prácticas discursivas que normalizan un estado de cosas, forjan identidades, modelan subjetividades y disciplinan a los individuos al regular el modo en que contemplan la sociedad, se auto-contemplan en ella, piensan y actúan. Unos sistemas de gobernación que penetran asimismo en el currículum, actuando de catalizadores de esa curiosa “alquimia” que transforma el saber historiográfico, geográfico... en asignatura escolar (cfr. Popkewitz, 2001).

El último y crucial aporte a esta empresa que queremos resaltar aquí procede precisamente de la historia social y cultural del currículum. Este área de investigación relativamente novedosa –sin menoscabo del mérito de sus pioneros– ha germinado en un humus fertilizado por varios sedimentos, entre ellos y notoriamente el de la propia sociología del conocimiento educativo, a la que sin embargo acusó de estatismo en su enfoque, debido al insuficiente miramiento “procesual” de los fenómenos curriculares que erigió como su objeto. La figura de Ivor Goodson ejemplifica bien la recepción de aquella herencia y su reorientación histórica. En multitud de publicaciones –véase una introducción a su obra en Luis Gómez (1997, 2001)– ha insistido en que no basta con postular que las ramificaciones de las estructuras de poder y control social se insertan en los criterios rectores de la selección y organización del contenido escolar. Es menester precisar cómo se ejercen dichas influencias y constricciones a lo largo del tiempo. Es menester explicar la evolución de los artificios mediante los cuales se ha designado y diferenciado a los/as alumnos/as. Es menester un modelo dinámico de las complejas relaciones entre escuela y sociedad que permita vislumbrar qué fuerzas colectivas coadyuvan en cada momento, y de qué manera, a la definición de la cultura legítima, amén de cómo reciben o refractan los centros dichas definiciones. Es menester indagar la génesis y desarrollo de las convenciones curriculares, a cuya cabeza desfilan destacadas las "asignaturas", como procesos que son de invención de tradiciones selectivas, creadas y recreadas con el transcurso de los años. Es menester trazar su estela sobre el trasfondo de los movimientos socio-económicos más generales, la lógica de funcionamiento del Estado y las batallas políticas coetáneas, pero comprendiendo la singular naturaleza de estas convenciones, que distan de ser un mero trasunto aséptico de las disciplinas académicas o un simple reflejo mecánico de las olas que surcan la sociedad: su condición social y políticamente construida no obsta para que posean una particular cadencia evolutiva que camina al compás de la conversión de algunos rasgos en ritual duradero y de la crisis y mutación de otros. Es menester advertir esta relativa autonomía constitutiva para entender el peso del pasado en los cambios y permanencias del currículum. Es menester, por cerrar la enumeración, determinar el papel de las profesiones en dichos enredos. Ocupándose de estos asuntos, la historia del currículum se pondría en disposición de proporcionar análisis sobre los procesos de estructuración que han cimentado el presente, además de sobre las causas de la pervivencia de lo "tradicional" y los frenos a la innovación.

3.- Buscando vías de colaboración entre la Historia de la Educación y la DCS

Desde la DCS perseguimos profesores copartícipes de la historia del currículum y no meros sujetos pacientes arrastrados por ella. De ahí que aspiremos a potenciar el desarrollo de su autonomía racional, en la dirección de una profesionalidad agrandada. Un programa tal encierra múltiples y estimulantes retos, amén de indudables dificultades y riesgos que no cabe esquivar o agravar con planes formativos asentados en una ingenuidad ilusa. El crecimiento en autonomía requiere aguzar al máximo la conciencia de “las circunstancias no elegidas” que mediatizan la acción, y de cómo los propios hábitos y suposiciones colaboran eventualmente, aun sin pretenderlo, con tales circunstancias en la reproducción de inercias. En la medida en que la Historia de la Educación contribuya a desentrañar los entresijos de la “construcción sociohistórica” del currículum, incrementando la capacidad de identificar las potencialidades a nuestro alcance, así como las resistencias, bloqueos (objetivos y subjetivos), consecuencias no deseadas, etc. que se oponen a una voluntad productiva y no simplemente reproductiva, constituirá una valiosa ayuda para nosotros con vistas a la formación reflexiva de esa voluntad, y a la instilación en ella de la imprescindible “sabiduría contextual”. Planteados así los términos, estimamos que sería harto oportuno arbitrar vías efectivas de encuentro entre la Historia de la Educación y la DCS. A nuestro juicio, existen razones intelectuales para conjeturar que un diálogo mutuo redundaría en beneficio de ambas partes. Repasémoslas.

Una preocupación axial de la DCS son las tradiciones e ideologías educativas en conflicto que han subyacido a los ordenamientos y prácticas curriculares. Por la propia vocación de nuestro área, parece esencial trazar su genealogía, escrutar las fuentes de la discrepancia entre unas y otras, rastrear las estrategias seguidas por sus abogados para ganar en cuotas de influencia e imponerse a los competidores, aquilatar el peso de estas herencias en la conformación de las circunstancias actuales, o esclarecer las implicaciones de toda índole (políticas, sociales, culturales, pedagógicas, etc.) que se derivan de cada una. Todo ello se nos antoja esencial para entender “sociohistóricamente” nuestras asignaturas escolares, seguir la evolución de los planteamientos instructivos y de las mismas didácticas específicas. Siempre y cuando el empeño no quede limitado a una suerte de historia de las ideas con propensión explicativa internalista. Necesitamos descifrar las conexiones, seguramente no unívocas y mudables, entre dichas tradiciones y las luchas contemporáneas más globales por lo que Bourdieu llamaba el poder de crear e imponer principios de visión y división de la realidad social. Lo cual aconseja a su vez excavar hasta el substrato de los estilos de gobernación de niños y adolescentes fomentados expresa o tácitamente por tales ideologías educativas. Necesitamos desenmarañar los hilos que enlazan las inflexiones discursivas, los momentos álgidos del debate y la alteración de los equilibrios relativos entre ellas, en lo concerniente al eco conseguido, con los cambios en los modos de socialización escolar, y con las fuerzas y grupos sociales que promueven tales cambios. Necesitamos comprender mejor las causas de su muy dispar penetración en la vida de las aulas, en relación, por supuesto, con la notoria asimetría que preside el reparto colectivo de los recursos de autoridad, y a la luz de la peculiar combinación de restricciones y oportunidades presente a la sazón en los centros. Pero también en función de su mayor o menor sintonía con los rasgos estructurales que articulan la “gramática básica” de la escuela en una sociedad desigual, y del alcance de su solapamiento/repelencia con los códigos pedagógicos que van modelando la cultura docente en general, y las subculturas de asignatura en particular.

Varias ramas de la “nueva” historia del currículum tienen mucho que ofrecer a este respecto. En primer lugar, esa historia de los movimientos, ideas y teorías curriculares que emparienta con la clásica historia del pensamiento educativo, pero que ha ensanchado su alcance y substrato paradigmático en paralelo a la difusión de las aproximaciones sociogenéticas, con floraciones tan notables como el magnífico trabajo de Kliebard (1986).  En segundo lugar, la historia de los códigos curriculares, siga o no el rastro de Lundgren. En tercer lugar, y de manera muy destacada, la historia social y cultural de las asignaturas escolares. Dos botones de muestra bastarán para constatar su relevancia. Las investigaciones de Goodson (vg. 1983, 1995) sobre la morfología evolutiva de las asignaturas en la tesitura de abrirse un hueco en el currículum, consolidarse en él y acrecentar su estatus; o las de la reciente historiografía francesa acerca de los procesos relativamente autónomos de creación cultural que ocurren dentro del sistema educativo y de sus materias de enseñanza (vid. Chervel, 1998), nos brindan iluminaciones ciertamente perspicaces. En cuarto lugar, una historia del trasfondo de las directrices administrativas. O, por finalizar, la historia de las reformas y de las prácticas curriculares de aula, merecedoras de una creciente consideración, de las que Cuban, Popkewitz o Depaepe son cualificados abanderados.

En justa correspondencia, nuestro campo puede exhibir algunos atractivos para tentar a los historiadores de la educación. Por una parte, contamos ya con una producción nada desdeñable sobre el decurso de ciertas asignaturas, que, por añadidura, ha acusado recibo en los últimos años de los enfoques de la historia sociocultural del currículum, tal como reflejan los muy sabrosos frutos cosechados por Cuesta (1997, 1998) y Luis Gómez (2000), o los que están madurando al calor del Proyecto Nebraska (cfr. Cuesta et al., 2003) y de las líneas abiertas por Luis Gómez y Romero Morante en la Universidad de Cantabria. Por otra parte, los historiadores de la educación que, al referirse al currículum, acostumbran a manejar categorías formales generales más útiles para los vuelos panorámicos que para desenvolverse en profundidad con su fondo y con su forma, pueden hallar aquí un utillaje conceptual presto para tales lances. Tampoco deberían pasar por alto otra cuestión. Los significados culturales por los que manifiestan ahora tanta querencia se gestan, en efecto, en el dominio público, en el seno de actividades colectivas y relaciones sociales. Pero esos significados alcanzan su operatividad al ser internalizados por los sujetos en los procesos de asimilación del lenguaje y de los mensajes explícitos o implícitos que transporta. De donde se sigue que el estudio del currículum no puede disociarse del estudio del aprendizaje y la didáctica que lo encauza.

En suma, las encrucijadas comunes incitan a la cooperación. Y nada prueba mejor nuestra apetencia que concluir estas páginas con una invitación para constituir grupos de trabajo conjunto animados por la SEDHE.
 

Notas  

[1]  Jesús Romero Morante (romeroj@unican.es) y Alberto Luis Gómez (luisal@unican.es) trabajan en el área de  Didáctica de las Ciencias Sociales del Departamento de Educación de la Universidad de Cantabria y son miembros de Asklepios-Fedicaria.
[2] Nos referimos al Proyecto Docente que está confeccionando Jesús Romero para concursar a una titularidad de Universidad en el área de Didáctica de las Ciencias Sociales.

 

Bibliografía citada

BERNSTEIN, B. (1971). On the Classification and Framing of Educational Knowledge. En YOUNG, M.F.D. (ed.). Knowledge and Control. New Directions for the Sociology of Education. London: Collier-Macmillan, pp. 47-69.

BOURDIEU, P. (1999). Meditaciones pascalianas. Barcelona: Anagrama, 365 pp.

CUESTA, R. (1997). Sociogénesis de una disciplina escolar: la Historia. Barcelona: Ediciones Pomares?Corredor, 384 pp.

CUESTA, R. (1998). Clío en las aulas. La enseñanza de la Historia en España entre reformas, ilusiones y rutinas. Madrid: Akal, 260 pp.

CUESTA, R. (1999). La educación histórica del deseo. La didáctica de la crítica y el futuro del viaje a Fedicaria. Con?Ciencia Social. Anuario de didáctica de la geografía, la historia y otras ciencias sociales, nº 3, Madrid, pp. 70-97.

CUESTA, R. et al. (2003). Presentación del proyecto Nebraska. Fundamentos de una didáctica crítica: sociogénesis de los códigos disciplinares y los usos pedagógicos en los modos de educación de la era del capitalismo. En ROZADA, J. Mª. (Coord.). Las reformas escolares de la democracia. Oviedo: Federación Icaria, Plataforma Asturiana de Educación Crítica y KRK Ediciones, pp.189-195.

CHERVEL, A. (1998). La culture scolaire. Une approche historique. Paris: Éditions Belin, 239 pp.

GIDDENS, A. (1995). La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración. Buenos Aires: Amorrortu,  412 pp.

GOODSON, I. F. (1983). School Subjects and Curriculum Change. Case Studies in Curriculum History. London: Croom Helm, 212 pp.

GOODSON, I. F. (1995). Historia del currículum. La construcción social de las disciplinas escolares. Traducción de de Joseph M. Apfelbäume. Barcelona: Pomares-Corredor, 239 pp.

KLIEBARD, H. M. (1986). The Struggle for the American Curriculum 1893-1958. Boston, London, Henley: Routledge & Kegan Paul, 300 pp.

LUIS GÓMEZ, A. (1997). GOODSON, I. F.: Historia del Currículum. La construcción
social de las disciplinas escolares. Con-Ciencia Social, nº 1, Madrid, pp. 259-265.

LUIS GÓMEZ, A. (2000). La enseñanza de la Historia ayer y hoy. Entre la continuidad y el cambio. Sevilla: Díada, 192 pp.

LUIS GÓMEZ, A. (2001). Tradiciones curriculares, innovaciones educativas y función social conservadora del conocimiento escolar: la primacía de los temas sobre los problemas. Biblio 3W. Revista bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, nº 337, Barcelona, 30 de diciembre, 11 pp. [URL: http://www.ub.es/geocrit/b3w-337.htm]

POPKEWITZ, T. S. (2001). The Production of Reason and Power. Curriculum History and Intellectual Traditions. En POPKEWITZ, T. S.; FRANKLIN, B. M.; PEREYRA, M. A. (eds.). Cultural History and Education. Critical Essays on Knowledge and Schooling. New York: Routledge Falmer,  pp. 151-183.

TYACK, D.; CUBAN, L. (1995). Tinkering Toward Utopia. A Century of Public School Reform. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 184 pp.

TYACK, D.; TOBIN, W. (1994). The «grammar» of schooling: why has it been so hard to change?. American Educational Research Journal, 31 (3), pp. 453-479.

YOUNG, M. F. D. (1998). The Curriculum of the Future. From the «New Sociology of Education» to a Critical Theory of Learning. London: Falmer Press, 204 pp.


Volver al principio de la página
  Volver al menú principal