Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVI, nº 909, 5 de febrero de 2011

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad: ¿De quÉ derechos hablamos… y con quÉ derecho ?

Conferencia pronunciada en el Seminario Habitatge i societat a la Catalunya del segle XXI, Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona, 26 de noviembre de 2010

Jean-Pierre Garnier
Institut de  Parisien de Recherche  sur l’architecture,  l’urbanisme et la société
Centre National de la Recherche  Scientifique
jp.garnier34@dbmail.com

Recibido: 10 de noviembre 2010. Devuelto para revisión: 27 de noviembre 2010. Aceptado: 15 de diciembre de 2010.

Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad: ¿De qué derechos hablamos… y con qué derecho? (Resumen)

Acuñado por el sociólogo francés Henri Lefebvre al final de los años 60, el concepto de « derecho a la ciudad » ha sido el objeto de interpretaciones diversas. Definido al principio como derecho a una apropriación y transformación colectivas de la ciudad en una  perspectiva socialista, este derecho se redujo luego a un acceso igual para todos a la centralidad urbana. Hoy día, convertido en un mero eslogan demagógico, él acompaña la puesta en marcha de mecanismos de «participación ciudadana» para disfrazar con un barniz democrático políticas urbanas fomentadas por y para una oligarquía. Tal vez ha llegado el tiempo de inscribir de nuevo el derecho a la ciudad en el marco de una lucha contra la urbanización capitalista, como lo propone el geógrafo inglès David Harvey, no en nombre de la «justicia espacial», noción moralizante y relativista, sino para acabar con las desigualdades socio-espaciales y el sistema que las genera.

Palabras clave: urbanización capitalista, segregación,  relegacion urbana, elitismo, injusticia, desigualdad, apropriacion colectiva, movimiento popular, autogobierno territorial.

From the right of housing to the right to the city (Abstract)

Coined by the french sociologist Henri Lefebvre at the end of the sixties, the concept of « right to the city » has been subject of different interpretations. Originally defined as a the right to a colective apropriation and transformation of the city in a socialist prospect, this right was then reduced to an equal access for eveybody to urban centrality. To-day, converted into a mere demagogic  slogan,  it accompanies the setting up of «citizen participation» mecanisms  in order to daub with a democatic veneer urban policies led by and for oligarchies. Perhaps the time has come to put the right to the city back within the framework of a fight against the capitalist urbanization, as the english geographer Davis Harvey proposes, no in the name of «spatial justice», a moralizing and relativist notion, but in order to put an end to the socio-spatial inequalities and the sistem which produces them.

Key words: capitalist urbanization, segregation, urban relegation, elitism, injustice, unequality, collective appropriation, popular movement, territorial self-government.


¿A quién pertenece la ciudad? ¿De quién es la ciudad? Whose is the city? se preguntaba la Fundación H. Böll en un largo memorándum para la cumbre de Johannesburgo en 2002[1]. «La ciudad ¿para quién y por quién?», era una pregunta similar que hacía la UNESCO unos años antes, en la preparación de la cumbre de Hábitat II en 1996 en Estambul[2]. El «derecho a la ciudad» fue, en origen, como es sabido, un concepto acuñado por el sociólogo francés Henri Lefebvre: derecho de acceder a todo lo que participa de la calidad de la vida urbana y también derecho a cambiar la ciudad según las necesidades y los deseos de la mayoría de la gente, y no, como hasta hoy, según los intereses de una minoría. «El derecho a la ciudad va mucho más allá - aclara el geógrafo “radical” David Harvey - del derecho de acceso individual a los recursos urbanos: se trata de un derecho a transformarnos a nosotros mismos transformando la ciudad conforme a nuestro deseo más anhelado»[3]. ¿Quiénes son los depositarios de este derecho a la ciudad? En principio, es decir, según el principio de la democracia representativa, los ciudadanos electores. «Todos los habitantes, todos los usuarios», añadirán los «izquierdistas» contemporizadores de esa «democracia formal». Pero habría que especificar las categorías sociales a menudo olvidadas en este inventario: las personas en situación de vulnerabilidad, los pobres, los sin techo, las mujeres a menudo aisladas, las personas mayores, los niños y los jóvenes, las minorías étnicas, los inmigrantes, los desplazados, los refugiados...

A primera vista, la noción de “gobernanza urbana”, muy en boga desde hace algún tiempo entre tecnócratas, expertos, políticos y también, desgraciadamente, entre muchos profesionales de las ciencias sociales, parece ir en esta dirección, con sus tranquilizadoras referencias al empoderamiento — dentro de los márgenes, claro está — de los «actores» de la vida urbana. En adelante, a lo largo de la elaboración de los planes urbanísticos, los poderes públicos deberán, en efecto, «dialogar» con las múltiples partes de la «sociedad civil» implicadas en la urbanización, en particular, con las del sector privado — las llamadas «fuerzas vivas» del mercado- e, incluso, con las asociaciones de ciudadanos. En la literatura oficial, incluida la científica o pseudo científica, dedicada a la promoción de la «democracia local» o «democracia participativa» se habla de «procesos de concienciación», de «toma de palabra» e incluso de «movimientos sociales urbanos» que favorecen la adquisición de «capacidades» (enabling) y de «responsabilización»  de los habitantes a través del ejercicio de cierto poder (empowering). Pero, ¿qué es realmente todo esto?

El primer «derecho a la ciudad» que viene a la mente, un derecho básico, de mínimos, ya que condiciona todos los demás, es el derecho a una vivienda, que no es precisamente, el de dormir en una boca del metro o entre cartones. Varias legislaciones fundamentales mencionan o garantizan un derecho a la vivienda. Éste figura en textos constitucionales o con valor constitucional en Francia, España, Finlandia, Portugal, Grecia, Suiza... Está también recogido en algunos textos internacionales sobre derechos humanos, así como en el Pacto internacional relativo a los derechos económicos, sociales y culturales, y en la Declaración universal de derechos humanos. La «vivienda social» es una de las materializaciones de la noción de derecho a la vivienda. Una cuestión relevante, desde un punto de vista jurídico, es la posibilidad o no de dirigirse a los tribunales para materializar este derecho. En Francia, en 2007, se aprobó una ley que instituía el «derecho oponible» a la vivienda (droit au logement opposable, DALO) en virtud del cual las personas sin vivienda o con una vivienda inadecuada pueden exigir a las autoridades, primero por vía de conciliación  y, si no, por vía judicial, que sea hecho efectivo su derecho a la vivienda. Pero, en la práctica, la oferta de vivienda económicamente accesible para las categorías populares es insuficiente y esto no ha cambiado en nada con la instauración del DALO, así que sólo algunas personas han podido beneficiarse de la nueva ley. En definitiva, en Francia, como en otras partes, el derecho a la vivienda de los llamados “desfavorecidos” —los pobres— sigue sin ser respetado.

Según Habitat International Coalition (HIC), habría en el mundo más de 1200 millones de personas sin un techo adecuado, sin un lugar donde “vivir en paz y con dignidad”. La imprecisión de la cifra importa poco. La llamada “crisis de la vivienda” es un fenómeno más actual que nunca, reconocido por todo el mundo, aunque las interpretaciones que se hagan para explicarlo sean distintas o, incluso, contrapuestas. Para que las cosas fuesen de otra manera, haría falta que los procesos urbanos, y antes que ningún otro la construcción de viviendas, estuviesen orientados y controlados por las clases populares. Ahora bien, sabemos que esto no es así ni mucho menos. Los pseudo-consultas populares sobre este tema son una farsa. No cabe duda que hay ejemplos de autoconstrucción popular más o menos ilegal, según los casos, pero son excepciones que no hacen más que confirmar la regla. Volveré sobre este tema más adelante.

«La ciudad es cosa de todos», proclaman los concejales y los candidatos rivales durante sus campañas electorales, al igual que algunos investigadores que no tienen nada mejor que hacer que ser el eco de aquellos. Este eslogan que, con su permiso, yo considero demagógico, no tiene otro fin que hacer olvidar que —mientras no se demuestre lo contrario— la ciudad es, antes que nada, cosa de unos pocos, a saber: quienes tienen capacidad de decisión en la esfera pública (gobiernos, municipalidades, ejecutivos de alto rango, directores de instituciones públicas, tecnócratas de la planificación y del urbanismo…) o en la privada (managers de empresas transnacionales o de oligopolios de la gran distribución comercial, dirigentes de sociedades, promotores inmobiliarios, constructores y especuladores de toda condición…). Ni que decir tiene que la ciudad es cosa también de los hombres y mujeres de negocios, no solo porque gestionen sus asuntos en ella, sino, muy espacialemente, porque han conseguido convertirla  en un buen negocio… En cuanto a los mecanismos de «democracia participativa» que teóricamente permiten —sería más preciso decir autorizan— que los ciudadanos intervengan activamente en la organización y uso del espacio, no me cabe duda que están establecidos por los poderes públicos para neutralizar las reivindicaciones populares que podrían contravenir los intereses de las clases dominantes, al tiempo que dan la impresión —entiéndase la ilusión—  de favorecer la famosa « participación de los habitantes en la toma de decisiones».

El resultado es bien conocido. Priman los intereses de las clases burguesas y tambien de las neo-pequeño-burguesas que los canalizan. Y esta primacía no sólo está en el origen de las desigualdades territoriales, sino que contribuye también a reproducir las desigualdades sociales en general. «El territorio - plantean tres geógrafos franceses - no es sólo el escenario o el decorado donde se expresan físicamente las desigualdades económicas, sino que tiene un papel relevante en la estructuración y el desarrollo de las injusticias sociales»[4]. No se podría estar en desacuerdo con este juicio si no fuese porque el deslizamiento semántico entre «desigualdades económicas» e «injusticias sociales» supone un problema de orden epistemológico con implicaciones políticas, ya que salta sin previo aviso de la observación al juicio de valor.


¿Desigualdades o injusticias?

La desigualdad social resulta de una constatación, puede ser observada y medida objetivamente, esto es, independientemente de la opinión que tengamos acerca del fenómeno. «Una desigualdad social - recuerdan dos sociólogos franceses - es el resultado de una distribución desigual, en el sentido matemático del término, de los recursos de una sociedad entre los miembros de la misma»[5]. Esos recursos no son solamente materiales: no sólo se trata de haberes, sino también de poderes y de saberes. Sin embargo, las desigualdades tienen también un efecto subjetivo: pueden hacer surgir un sentimiento de injusticia. Así, al contrario de lo que dejan entender los geógrafos antes mencionados, y dejando de lado su referencia exclusiva a la dimensión económica, las injusticias sociales no provienen directamente de las desigualdades sociales ni, más concretamente, de la inscripción espacial de éstas, sino de su percepción y de su interpretación por los miembros de la sociedad o, para ser más exacto, por algunos de ellos. Esto autoriza a muchos investigadores social-liberales a concluir que les desigualdades «son también un hecho subjetivo», ya que «los actores se construyen una representación de las desigualdades, las perciben o no, las cualifican como aceptables o como escandalosas, las dan un sentido»[6]. Esto, a su vez, permite hundir la desigualdad en el pantano de las representaciones y, con ello, relativizar la importancia de la famosa «cuestión social»  o, incluso, negar su existencia[7].

Es evidente que las desigualdades sociales, menos que ningún otro objeto de las ciencias sociales, no son ni pueden ser un objeto de consenso, aunque sólo sea porque hacen nacer un sentimiento de injusticia entre quienes las sufren, claro está, pero también, según la coyuntura, en una parte más o menos importante del resto de la sociedad. Esto explica que el análisis de las desigualdades sociales se presente necesariamente dividido entre la objetividad de la abstracción matemática que permite describirlas y la subjetividad del sentimiento de injusticia que resulta inevitable cuando se trata de comprenderlas. Por supuesto, este sentimiento puede ser más o menos fuerte según las épocas, las circunstancias, los grupos sociales y los individuos. Pero, sin él, sin las protestas y las revueltas que provoca, y sin las críticas y las luchas que suscita, las desigualdades seguirían sin ser puestas en cuestión. Quizás ni se caería en la cuenta de su existencia, como sucedió en el mundo antiguo, luego feudal y finalmente monárquico, o solamente para atribuirlas a un orden divino o natural, o incluso biológico o psicológico, como de nuevo se esfuerzan en hacer ciertas esferas de la clase dirigente con el aval pseudo-científico de investigadores vasallos. Dicho en otras palabras, sin el sentimiento de injusticia, las desigualdades sociales no existirían en la conciencia de los actores sociales o políticos.

La historia europea ofrece numerosos ejemplos a contrario. Es el caso de las huelgas, los motines y las insurrecciones obreras que, durante la primera mitad del siglo XIX, en particular, en Inglaterra y en Francia, desempeñaron un papel catalizador de las primeras investigaciones y estudios sociológicos sobre las condiciones de trabajo, de vivienda, de salud y de alimentación de los proletarios y de sus familias, y también sobre la desigualdad en los ingresos y en las condiciones de vida de la población obrera y la no obrera. Se puede incluso afirmar que la amenaza que hacía pesar el movimiento obrero sobre un orden capitalista percibido, vivido y, cada vez más, denunciado como injusto está en los orígenes tanto de la sociología como de las «políticas sociales» –que no socialistas-, incluida la política de vivienda y, en parte, la política urbana. Todas ellas, orientadas a reducir las desigualdades –a falta de poder eliminarlas—, no tendrían otro fin que asegurar la preservación de aquel orden. Y lo mismo podría decirse de la presión de la rebelión de los «jóvenes de suburbios» y de la llamada «política de la ciudad» desarrollada en Francia desde hace más de treinta años, bajo esa denominación u otras.

Lo anterior permite comprender que cualquier análisis de las desigualdades sociales está necesariamente determinado, directa o indirectamente, por una posición crítica respecto a ellas. Para interesarse por las desigualdades sociales, para estudiarlas de manera metódica, hace falta siempre mantener una relación crítica frente a ellas: considerarlas, por una razón u otra, y en alguna medida, como injustificables, si no intolerables.


Legitimar la desigualdad

Sin embargo, hay mucha gente, por no decir la mayoría entre las clases dominantes y también, en menor medida, entre las capas superiores de las llamadas clases medias, a la que las desigualdades no escandalizan, que las juzgan incluso como «normales» y que, las más de las veces, no se interesan por ellas. Esto también sucede en países donde la igualdad figura entre los principios constitucionales, como Francia, donde incluso aparece en el lema de la República. De todo esto resulta una consecuencia inmediata en el plano ideológico: en el estudio de las desigualdades sociales, no se puede prescindir de la discusión sobre la legitimidad de éstas.

Paradójicamente, la gran mayoría de los discursos contemporáneos sobre la cuestión de las desigualdades entre las personas, ya se trate de ensayos políticos, trabajos de ciencias sociales o discusiones “de bar”, tienden a legitimar la existencia de aquéllas. La legitimidad de las desigualdades de riqueza, de poder o de cultura forma parte de las ideas más extendidas. Y la crítica de esa legitimidad es, de entrada, sospechosa de irrealidad o de utopismo, cuando no de “izquierdismo”. De hecho, la paradoja arriba mencionada es sólo aparente: la valoración oficial de la igualdad en los regímenes que pasan por ser democráticos -aunque sean fundamental e innegablemente oligárquicos- requiere justificar las desigualdades que contradicen la proclamada igualdad entre los seres humanos. Nos contentaremos aquí con recordar los tres argumentos que normalmente se esgrimen a favor de esa justificación.

En contra de la igualdad real, se utiliza con frecuencia un primer argumento: la igualdad sería sinónimo de uniformidad, metería en un mismo molde a todos los individuos, los estereotiparía. De ahí que la desigualdad se defienda en nombre del “derecho a la diferencia”. Esto equivale, en realidad, a confundir, involuntaria o interesadamente, por una parte, igualdad e identidad (en el sentido de ser idéntico), y, por otra, desigualdad y diferencia. Ahora bien, además del hecho de que las personas que son socialmente iguales no son forzosamente idénticas y que, por el contrario, pueden ser muy diferentes unas de otras, la desigualdad no garantiza la diferencia. Las desigualdades de ingresos, por ejemplo, crean estratos o capas sociales en el seno de las cuales los individuos adoptan (o se someten) a un modo o un estilo de vida similar que están, más o menos, obligados a seguir. Y esto vale tanto para los burgueses como para los proletarios, por no mencionar a los pequeños burgueses, tradicionales o nuevos, bobos (burgueses bohemios) incluidos. De la misma manera, las desigualdades de poder crean jerarquías de sitios y de funciones que, desde arriba hasta abajo, exigen de cada individuo que normalice sus comportamientos, sus actitudes y sus pensamientos si aspira a subir los escalones… o a no bajarlos.

El segundo argumento presentado en contra de la igualdad real es que sería sinónimo de ineficiencia. Al garantizar a cada uno una situación social igual, una capacidad igual de acceso a los recursos sociales, se desmotivaría a los individuos, se incitaría a la inercia, incluso a la pereza, arruinaría las bases de la competición (esto es de la «libre competencia») que es el factor primero de cualquier progreso. Así pues, la igualdad sería contra-productiva, esterilizante, tanto para el individuo como para la sociedad. Este argumento presupone « la guerra de todos contra todos», como decía Marx, constituida por la libre competencia comercial, que se presenta como un modelo insuperable de eficiencia económica. Ahora bien, a poco que se analice, esa eficiencia resulta ser un concepto utilitarista que no tiene como condición única la  «competencia libre y no falseada» en el mercado. La prueba es que el fuerte crecimiento económico de los años de postguerra se apoyó en una limitación de la competencia y en la consideración de imperativos sociales de reducción de las desigualdades. Pero, sobre todo, la pretendida eficiencia competitiva tiene su precio, que es cada vez más elevado: el despilfarro de los recursos no solamente naturales, sino también humanos. Las desigualdades que tienen su origen en el «juego libre del mercado» provocan un desgaste generalizado. Esterilizan la iniciativa, la voluntad, la imaginación, la inteligencia de todos los individuos cuya autonomía es enajenada, que están condenados a obedecer y a soportar; y eso cuando no son, simple y llanamente, marginados como “desechables”, sin provecho para el empleo.

El discurso liberal clásico se repliega entonces en su argumento mayor: la igualdad real sería liberticida. Refrenando el espíritu de empresa, dañando el «libre ejercicio del derecho de propiedad», desregulando las autoregulaciones espontáneas del mercado por una reglamentación administrativa siempre reforzada, amplia y complicada, el imperativo de la igualdad real tendría como efecto inmovilizar la economía y la sociedad entera con la red de una burocracia tentacular y, en definitiva, opresiva. Dicho de forma breve: el infierno totalitario sería pavimentado con las mejores intenciones igualitarias. Entre libertad política e igualdad social habría, por tanto, una incompatibilidad e, incluso, un antagonismo: los daños que la segunda debe eventualmente sufrir serían, a la vez, la condición y la garantía de la perennidad de la primera.

No obstante, ¿quién no ve que, en realidad, es la desigualdad lo que oprime a los que la soportan? ¿Cuál es la libertad del desempleado de larga duración, del obrero pegado a la cadena de producción, de la cajera de supermercado, del pobre, del analfabeto, del que se muere a los 30 ó 40 años por un accidente del trabajo o cuya vida es disminuida por el desgaste o la enfermedad profesional? O aún, en el ámbito urbano, ¿cuál es la libertad del habitante al que se le asigna de facto una vivienda en un polígono de viviendas sociales alejado y desbaratado, convertido en una zona de relegación? La única libertad garantizada por la desigualdad social es la del «zorro libre en el gallinero libre», tal y como Marx observaba, es decir, la libertad de explotar y de dominar. Es la facultad para un una minoría de arrogarse los privilegios materiales, institucionales y simbólicos en detrimento de la mayoría.

Desde hace algún tiempo, a falta de poder luchar abiertamente contra el principio de igualdad, los ideólogos del orden establecido han instaurado otro: el de la equidad. Su filosofía la resume bien un dicho antiguo, que se remonta a Aristóteles y que fue transmitido luego por la moralidad cristiana: «A cada cual lo que le es debido». Pero la vara de medir «lo debido»  ha variado en el transcurso de la historia. Fue la cuna y el rango en las sociedades precapitalistas, y, después, hasta hoy, el trabajo, el mérito o las necesidades. Como es bien sabido, éstos son desiguales, tanto en cantidad como en calidad, por lo que se impone la necesidad de «dosificar» lo que cada cual recibe. Está claro, entonces, que, en materia «social», la repartición equitativa no es lo mismo que la igualdad en sentido estricto, por no decir en sentido contable. Se trata de una «medida justa», de un «equilibrio» que permite hacer aceptable una forma de desigualdad cuando la igualdad es juzgada irrealizable o nociva. Aquí, otra vez, se abandona el terreno político por el moral.

En realidad, si se habla de igualdad, no de una forma abstracta e idealista, sino de una manera concreta y materialista, es de la igualdad de las condiciones de lo que se trata. Es ésta la que, resguardando la libertad de cada uno de los daños que puedan infligirle los otros, garantiza la libertad individual y colectiva. Y, en todo caso, éste es el único criterio que puede dar consistencia, en el ámbito que nos interesa, tanto al derecho a la vivienda como al derecho a la ciudad.


Democracia local o autogobierno territorial

Pronto hará medio siglo que, en Francia, miles de artículos, centenares de memorias universitarias y de informes administrativos y decenas de libros – y esto sin hablar de los repetidos coloquios y seminarios —han sido y continúan siendo consagrados a la participación de los habitantes a la política urbana. Esto viene sucediendo desde principios de la década de los 60 del siglo pasado pero, sólo desde algún tiempo, esta verborrea «participacionista» fluye bajo el distintivo pleonástico de «democracia participativa». A pesar de las leyes de descentralización promulgadas por el gobierno “socialista” francés a principios de los años 80 y otras que les siguieron en su pretensión de «devolver el poder» a los ciudadanos en la gestión de los asuntos de la ciudad, lo cierto es que, más de veinte años después, éstos siguen estando claramente dejados al margen de la toma de decisiones, especialmente cuando éstas son importantes.

Todo el mundo sabe que, en efecto, las reuniones de concertación con asociaciones de vecinos, comisiones extra-municipales y comités de barrio, por no hablar de los escasos referéndums, son instrumentalizados, cuando no resueltamente establecidos, por las autoridades locales para dar un toque democrático a una gestión municipal –por no hablar más que de uno de los escalones territoriales posibles— que es hoy más que nunca el coto de una élite aconsejada por expertos y asociada, en nombre del “partenariado público-privado”, a actores económicos capitalistas. De todo ello resulta, a nivel local, una “fractura cívica” entre representantes y representados, que se acrecienta y que redobla la que ya existía a nivel nacional, por más que el propósito de la descentralización fuese compensar ésta con aquélla, mediante la transferencia de un cierto número de competencias y responsabilidades a entes democráticos que estuviesen geográficamente –por no decir físicamente— próximos a los electores.

Y, puesto que este acercamiento espacial no redujo la distancia política entre los poderes públicos y los ciudadanos, se ha hecho el esfuerzo de poner en marcha nuevos mecanismos y procesos de democracia llamada  participativa, en función de los cuales los habitantes de una localidad podrían por fin figurar entre los «actores de pleno derecho» de las políticas que se desarrollan en su nombre. Sin embargo, no es cuestión de dejar la iniciativa a las bases, como querrían los extremistas adeptos de la democracia directa. El «basismo populista» impediría a las altas esferas seguir dirigiendo. Lo que importa es, por tanto, procurar que la «participación ciudadana» no dé lugar a desbordamientos incontrolados: de ahí el recurso a un montón de investigadores en ciencias sociales para que ayuden a quienes toman las decisiones en la tarea de «modernizar la acción del Estado»; es decir, a falta de poner fin a la «crisis de representatividad» que sufre la «democracia de mercado» (o capital-parlamentarismo) hasta la escala local, al menos atenuarla, imaginando o perfeccionando un sistema de democracia local donde la participación no degeneraría en una subversión de las instituciones representativas. Los últimos hallazgos en este campo son, generalmente, importados de afuera (Brasil, Canadá, Alemania, Dinamarca…): foros locales de discusión, presupuestos participativos, jurados de ciudadanos populares, etc.

La noción de «ciudadanía urbana» o «local» que hace las delicias de politólogos, sociólogos, geógrafos urbanos y otros especialistas, además de los politiqueros, es «democratización de las instituciones locales». Nada tiene que ver, sino de modo antitético, con la acepción que el sociólogo Henri Lefebvre había dado inicialmente a este concepto, al menos cuando él aún creía en la capacidad de la clase obrera para derribar el orden burgués. Para los promotores franceses de la «democracia participativa», ésta no debe ser promovida más que hasta donde pueda ser controlada. Se fomentará, pues, la expresión de los habitantes al tiempo que se procurará «encuadrar» sus demandas e implicarles en la elaboración de la respuesta que les será dada bajo la forma de un «proyecto» debidamente visado y timbrado, es decir homologado. Las demandas consideradas «excesivas» y, por tanto, «irrealizables», serán descartadas o aún ignoradas porque la «deliberación democrática» no debe desembocar, como suelen recordar los politiquillos e ideólogos «participativos», en propuestas «irresponsables». Dicho de otra manera, sólo serán seleccionadas las reivindicaciones «realistas», es decir, aquéllas cuya satisfacción es compatible con lo que permiten las relaciones sociales capitalistas. Y se las clasificará como «ciudadanas», apelativo revalorizante aplicado sistemáticamente desde hace una veintena de años a todas las prácticas que complacen a los poderes públicos… cuando no son promovidas por ellos.

Para el sociólogo H. Lefebvre, al contrario, la implicación activa de los ciudadanos en la resolución de los problemas urbanos sólo tenía sentido, en origen, como vamos a ver, en la perspectiva de una transformación radical de la sociedad. En estas condiciones, es lógico que los investigadores que participan hoy en día en la fabricación de la enésima versión de la «participación» se guarden bien, en sus elucubraciones, de referirse a la posición de H. Lefebvre en la materia, salvo para falsificarla. Es por ello que, salvo raras excepciones, su nombre no figura nunca en las bibliografías pletóricas que acompañan sus análisis y recomendaciones.

No faltan los escritos de H. Lefebvre donde explica lo que él entiende por «ciudadanía», en particular, en lo referido al ámbito de la política urbana. Sin embargo, hay que distinguir entre aquellos escritos del periodo en que Lefebvre pensaba que la revolución urbana era indisociable de una revolución socialista y los del periodo posterior a la llegada de la izquierda institucional al poder, cuando el deberá revisar a la baja sus esperanzas de transformación social. Sólo los primeros han sido escogidos aquí en la medida en que contrastan con las innumerables glosas «ciudadanistas», unas más consensuales que otras, que hoy son moneda corriente en los medios franceses especializados en la consolidación o incluso la «refundación» de la democracia local.

Con ocasión de un debate organizado en 1967 sobre El urbanismo hoy, H. Lefebvre recordaba de antemano la perspectiva estratégica en la que se inscribía su reflexión: «un reformismo urbano con propósito revolucionario»[8] o, más explícitamente, la apertura de un nuevo frente anticapitalista para pasar al socialismo sin más espera. Insistía entonces muy especialmente en el lugar y el papel de los habitantes.

«Me parece que lo importante es la intervención de los interesados. No digo “participación”. Hay también un mito de la participación. Pero hasta que no haya en las cuestiones de urbanismo la intervención directa, violenta, si hace falta, de los interesados, y hasta que no haya posibilidad de autogestión a escala de las comunidades locales urbanas, hasta que no haya tendencias a la autogestión, hasta que los interesados no tomen la palabra para decir, no solamente lo que necesitan, sino también lo que desean, lo que quieren, lo que exigen, hasta que ellos no den cuenta permanente de su experiencia del habitar a los que se estiman expertos, nos faltará un dato esencial para la resolución del problema urbano. Y, desgraciadamente, se tiende siempre a prescindir de la intervención de los interesados».[9]

Conviene aclarar que los que H. Lefebvre llamaba «interesados» eran los ciudadanos rasos y no, o no solamente, sus representantes locales electos. Lo mismo regía para los especialistas en planeamiento urbano, quienes, según Lefebvre, debían abandonar sus habitus tecnocráticos y, al tiempo, poner término a su sumisión a los poderes capitalistas.

«Debemos empezar desde este punto de vista: tanto en los problemas de la descentralización como en los del urbanismo, es esencial la intervención de los interesados; y, a este respecto, en la búsqueda de una solución a nuestro problema, podría haber una etapa o ser interesante un cuerpo de urbanistas del Estado, es decir, que tuviesen cierta independencia frente a los intereses privados pero que estuviesen controlados por las bases, es decir, controlados democráticamente en una orientación socialista».

En aquella época, no era todavía efectiva la transferencia a las entidades locales de responsabilidades en materia de política urbana. No obstante, la necesidad de la descentralización estaba ya a la orden del día, y no sólo entre la oposición al poder gaulista, sino también en el seno de este último. Se habían puesto en marcha ya algunas pequeñas reformas para «democratizar» el funcionamiento del aparato estatal. Pero, para éste, sólo se trataba de poder seguir controlando la totalidad de la sociedad sin tener que controlar todo. Una estrategia y también una estratagema en que H. Lefebvre no había dejado de fijarse para criticarla.

«Uno de los problemas más paradójicos y escandalosos de la política actual es hacer una descentralización puramente ficticia, simplemente operada por los órganos del Estado sin que los interesados tengan realmente la posibilidad de expresarse al respecto, cosa de todo punto extraordinaria. So pretexto y bajo apariencia de descentralización, se centraliza un poco más aún, ya que el Estado centralizado se encarga de la descentralización que, por eso, es puramente ficticia»[10].

De hecho, si las soluciones que preconizaba H. Lefebvre no equivalían a instaurar a escala local un «doble poder» ni siquiera un «contra-poder», sin embargo, se ubicaban más allá de lo que será más tarde puesto en marcha bajo el estandarte de la «democracia participativa».

«Insisto mucho — añadía él — en la idea de que pueda existir una participación ilusoria: reunir doscientas personas en una sala y decirles, presentarles sobre un panel, estos son los planes que han sido elaborados. Eso no es siquiera una consulta. Es publicidad, es una seudo-participación. Ahora bien, eso se ha hecho. Yo podría decir dónde y cómo. La participación debe ser una intervención permanente y perpetuada de los interesados, es decir, que se trata, en realidad, de comités de base de usuarios, con una existencia continua. No digo institucional. Por otro lado, esto podría formar parte del nuevo derecho que nosotros reclamamos, de un derecho relativo a las cuestiones de urbanismo. Hace falta que la capacidad de intervención de los interesados sea permanente, sin que se convierta en un mito».

Casi diez años más tarde, en 1976, los partidos de la izquierda institucional (PCF, PS y MRG[11]) llegaron, por fin, y no sin dificultad, a formar una coalición, la «Unión de la Izquierda», y a elaborar un «programa común» para la conquista electoral del poder en la perspectiva de una «transición hacia el socialismo». Como H. Lefebvre había apuntado y subrayado, la reflexión de la izquierda parlamentaria, PCF incluido, sobre el espacio era de las más limitadas en el plano teórico: ningún análisis serio y profundo de la especificidad de la dimensión espacial de la dominación capitalista y casi nada acerca de lo que podría o debería  ser un «espacio socialista». Para contribuir a poner fin a esta carencia teórica y política, H. Lefebvre tomó parte en numerosos debates en el seno o fuera de los partidos de la Unión de la Izquierda. Merece la pena fijarse en uno de estos debates, centrado en torno a la cuestión ¿Hay una teoría socialista del espacio?, porque dio a H. Lefebvre la oportunidad de resumir el estado de desarrollo no sólo de su reflexión teórica sino también política y estratégica acerca del espacio[12].

Para empezar, volvería una vez más a referirse a la « intervención permanente» de los «interesados» en la «apropiación y la gestión colectivas del espacio» como elemento fundamental de la «transformación de la sociedad». Y después, tras haber mencionado sucesivamente «las diferentes funciones del espacio capitalista», sus «contradicciones» y «la fragmentación generalizada de los espacios» que resulta de ellas, H. Lefebvre abordaría los «movimientos que ponen en tela de juicio el uso del espacio».

Comparados con la reivindicaciones obreras relativas al trabajo, las empresas, las fábricas, es decir, a la explotación capitalista, los movimientos que giraban en torno a la «organización del espacio exterior al lugar de trabajo», que, según Lefebvre, parecían entonces «levantarse a escala mundial», son «aun parcelarios, aun incompletos, aun poco concientes de ellos mismos». Sus reivindicaciones no son propiamente de clase, ya que se trata de «movimientos de usuarios». Éstos, muy frecuentes y numerosos, especialmente en Estados Unidos, «plantean un poco por todas partes la cuestión del uso del espacio» y revelan, oponiéndose a ellas, dos características fundamentales propias del espacio capitalista, que Lefebvre había ya apuntado en sus estudios precedentes: 1) «el espacio no es solamente un espacio económico cuyas partes son intercambiables, un espacio convertido en valor de cambio» y 2) «el espacio no es solamente un instrumento de homogeneización política de todas las partes de la sociedad».

“Por el contrario” —encadena Lefebvre— los movimientos de usuarios «ponen de manifiesto» que: 1) «el espacio urbano permanece como un modelo, un prototipo perpetuo del valor de uso» y que «resiste a la generalización del intercambio y del valor de cambio en una economía capitalista, y bajo la autoridad de un Estado homogeneizante»; y 2) «el espacio es un valor de uso, y aun más el tiempo al cual está íntimamente ligado, puesto que el tiempo es nuestra vida, nuestro valor de uso fundamental». Este último punto conduce a Lefebvre a volver sobre el estatuto del tiempo en el espacio social de la modernidad: el «tiempo vivido» desaparece, «pierde forma e interés social, salvo el tiempo de trabajo». Y, mientras que «el espacio económico se subordina al tiempo», el espacio político, o más bien estatal que homogeneiza, fragmenta y jerarquiza, «lo rechaza por amenazante y peligroso para el poder». En otras palabras, los movimientos sociales sobre y en el espacio reintroducen estos dos elementos descartados por la lógica capitalista y estatal: el uso y la historia.

De esto Lefebre extraía un imperativo estratégico para los partidos de la Unión de la Izquierda: «Uno de los puntos más importantes de un poder de izquierda será impulsar todos estos movimientos de usuarios y de ciudadanos, que no han encontrado todavía su expresión ni su lenguaje y que, muy a menudo, se inscriben en marcos extremadamente estrechos, de manera que se les escapa la significación política de su acción»[13]. En otros términos, era de la incumbencia del futuro gobierno de izquierda el «radicalizar y politizar» esas movilizaciones para que contribuyesen, ellas también y en un nuevo terreno, al cambio de sociedad. En la posición de Henri Lefebvre a ese respecto no había ambigüedad: «Uno de los papeles políticos de un poder de izquierda será, por tanto, desplegar la lucha de clase en el espacio» [subrayado por H. L.]. Ni que decir tiene que se trata de una vía exactamente al revés de la, eminentemente apaciguante y estabilizante, que sería emprendida por los dirigentes de la izquierda institucional una vez que alcanzaron responsabilidades gubernamentales.

Sin embargo, en aquella época, a pesar de su escepticismo en cuanto a las intenciones reales de los líderes de la izquierda francesa que eran candidatos a suceder a la derecha en la cima del Estado, Lefebvre no perdía la esperanza de verlos comprometerse en esa «ruptura con el capitalismo, abriendo la vía para una transición democrática, gradual y pacífica hacia el socialismo» que estaba recogida tanto en el Programa común como en los proyectos oficiales respectivos de los partidos socialista y comunista franceses.

Por esta razón, H. Lefebvre consagrará la secunda parte de su intervención en el debate ya mencionado al «espacio socialista»; porque no albergaba duda alguna de que «una sociedad que se transforma hacia el socialismo no puede aceptar (aunque sea en el curso del período transicional) el espacio producido por el capitalismo. Aceptarlo, como aceptar la estructura política y social existente, es correr hacia el fracaso». Después de haber  recordado los rasgos principales del espacio socialista («paso de la dominación a la apropiación», «prioridad del uso sobre el cambio», «espacio de diferencia» y no de repetición y de intercambiabilidad, vuelve al «papel determinante de los movimientos sociales », no sólo en el cuestionamiento del espacio capitalista, sino también en su sustitución por un espacio socialista.

Para Lefebvre, «sólo la convergencia y el encuentro de los movimientos obreros y campesinos, vinculados a la producción de las cosas en el espacio, con los que emanan de la producción del espacio considerado en su totalidad permitirán cambiar el mundo». Cierto es, reitera, que «los movimientos relativos a la posesión y a la gestión del espacio no tienen el carácter continuo y, por consiguiente, fácilmente institucional de los que provienen de la fábricas, de las unidades y ramas de la producción». Sin embargo, «si el empuje de la base (los usuarios) ejerce una fuerza suficiente, no puede dejar de reorientar la producción en general hacia la del espacio, y ésta hacia las necesidades sociales de esta base», que estarán, desde entonces, determinadas por la «acción de los interesados» y ya no más «definidas por “expertos”». Con ello, «las nociones de equipamiento social y de medio ambiente se desligan de su contexto tecnocrático y capitalista» para adquirir nuevas significaciones prácticas. Queda por precisar cuáles. Según Lefebvre, en efecto, «el estallido espontáneo venido de la “base” profundamente revolucionaria, no bastaría para alcanzar una definición eficaz, operativa del espacio en una sociedad socialista». Para llevar «a fin el estallido de cualquier espacio impuesto», «la gestión del espacio, como la de la Naturaleza, no puede ser sino colectiva y práctica, controlada por la base, por lo tanto, democráticamente».

Vemos, pues, que la concepción lefebvriana de la democracia local no tenía nada que ver, en esa época, con aquélla que prevalece hoy día en la mente de quienes hablan de «profundizarla»: se trataba de cuestionar el poder de los gestores «autorizados» para los «asuntos de la Ciudad» y no de consolidarlo con artefactos «participativos». En la sociedad nueva en gestación imaginada por H. Lefebvre,  «los interesados», «los concernidos», como él llamaba a los «ciudadanos rasos», raras veces oídos y nunca escuchados, «no participan»: ellos «intervienen, gestionan y controlan», ya que «la reconstrucción “de abajo hacia arriba”»  de un espacio social hasta ahora «producido “de arriba hacia abajo” implica la autogestión general, es decir, la autogestión territorial en sus distintos niveles, completando la de las unidades e instancias de producción».

Para H. Lefebvre, es obvio que «el empuje de la base y la autogestión no podrán limitarse a un reformismo». No vacilando en apropiarse abiertamente de una fórmula de Marx[14], define el horizonte político inmediato: «invertir el mundo, darle la vuelta, lo que implica cambiar a fondo los espacios dominantes». Porque si «la producción en una sociedad socialista se define como producción de las necesidades sociales […], estas necesidades sociales, en una buena parte, conciernen al espacio: viviendas, equipamientos, transportes, reorganización del espacio urbano, etc., lo que prolonga la tendencia capitalista a producir el espacio modificando radicalmente el producto; lo que contribuye igualmente a transformar la vida cotidiana...». Así, «autogestión general» y «revolución del espacio» van a la par: la primera «se revela a la vez como medio y como fin, fase de la lucha y objetivo», al tiempo que la segunda «amplifica la revolución definida como un cambio de la propiedad de los medios de producción». En efecto, ésta «le confiere una dimensión nueva, a partir de la supresión de una propiedad privada particularmente peligrosa: la del espacio, del subsuelo, del suelo, del espacio terrestre, aéreo, planetario e interplanetario».

De lo anterior, se puede deducir a simple vista que la apropiación colectiva del espacio va mucho más allá de un cambio del estatuto jurídico de éste. « Las llamadas fórmulas transicionales, plantea H. Lefebvre, han fracasado: estatización de los terrenos, nacionalizaciones, municipalizaciones. ¿Cómo limitar y luego suprimir la propiedad privada del espacio? » Una vez más, « rememorando los escritos de K. Marx y de F. Engels: algún día, que no podrá tardar indefinidamente [sic], la propiedad privada del suelo, de la Naturaleza et de sus recursos parecerá tan absurda, tan odiosa, tan irrisoria como la posesión de un ser humano por otro ». La conclusión de H. Lefebvre es, a este respecto, rotunda: «una transformación de la sociedad supone la posesión y la gestión colectivas del espacio por la intervención permanente de los «interesados» con sus intereses múltiples e incluso contradictorios; por lo tanto, la confrontación».

Esta posición «radical» parece hoy, sin duda, anacrónica e irreal, si la confrontamos con las «mutaciones» — concepto biologizante y, por lo tanto, naturalizante — que las sociedades deben sufrir o enfrentar bajo los efectos de las formas nuevas de acumulación del capital. Pero no hay que olvidar lo que la palabra «radical» significa: ir a la raíz de la realidad social que se observa, si se quiere comprenderla y transformarla. Y es precisamente esto lo que no ha dejado de hacer toda una tradición de pensamiento crítico, desde Marx hasta David Harvey pasando por Henri Lefebvre.

Como preámbulo a su intervención, éste último lanzaba una advertencia: «“Cambiar la vida”, “cambiar la sociedad” no quiere decir nada si no hay producción de un espacio apropiado».  H. Lefebvre no había previsto que la burguesía, liberada en su reinado planetario de toda oposición seria, al menos por el momento — un momento que empieza a durar demasiado y que muchos desearían eterno — iba a encargarse ella misma, a su manera, de llevar a cabo este cambio y producir el «espacio apropiado», es decir, adecuado a la extensión y a la continuidad de su dominación, con el apoyo de gobiernos nacionales y locales, de planificadores, de urbanistas y de arquitectos, ellos mismos «apropiados» para este cambio. Y ello, sin olvidar a los investigadores preparados para producir discursos «científicos» de legitimación dirigidos a que todo esto sea aceptado más fácilmente. ¡Es verdad que cambiar la sociedad no es cambiar de sociedad!


Conclusión provisional

El geógrafo David Harvey define el derecho a la ciudad como «el poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización», el cual debería promover el desarrollo de nuevos «lazos sociales» entre ciudadanos, una nueva «relación con la Naturaleza», nuevas «tecnologías», nuevos «estilos de vida» y nuevos «valores estéticos» con el fin de hacernos «mejores»[15]. En suma, el auge de una verdadera civilización urbana radicalmente diferente — por no decir opuesta — de la producida por el modo de producción capitalista. Sin embargo, D. Harvey es impreciso e inseguro acerca de las vías y los medios que permitirían llegar a ese resultado. Se limita a evocar ritualmente a los «movimientos sociales urbanos» que se oponen o reivindican, y los «espacios de esperanza» constituidos por lugares alternativos donde se experimentan otras maneras de practicar el espacio urbano. Sin embargo, ni unos ni otros han logrado, hasta ahora, impedir que se imponga la lógica de clase que orienta la urbanización, salvo, como mucho, de una manera puntual, superficial y temporal, y, lo más a menudo, desde una posición defensiva. Al mismo tiempo, con realismo, el propio D. Harvey reconoce que  «la idea de que la ciudad podría funcionar como un cuerpo político colectivo, un lugar donde y desde donde los movimientos progresistas podrían emanar, no parece plausible».

De hecho, hay que admitir que quien detenta «el poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización» es la burguesía, ahora transnacionalizada, que efectúa una remodelación permanente y a la par de las transformaciones de la dinámica capitalista. Y es poco probable que esta clase acepte dejarse despojar de este poder sin reaccionar, pues eso implicaría que fuese despojada de antemano del poder de actuar sobre las condiciones generales que determinan los procesos urbanos y todos los demás, es decir, que fuese privada de su poder económico y político, y que, en resumen, dejase de ser una clase dirigente. Una hipótesis irreal, por no decir absurda. «Hay una guerra de clase, pero es mi clase, la clase de los ricos, quien  tiene  declarada esta guerra, y estamos a punto de ganarla», se ha felicitado públicamente Warren Buffet, una de las mayores fortunas del planeta[16].

El estado actual de las relaciones de clases es, efectivamente, bastante distinto de la situación a principios del siglo pasado, cuando se podía o… creía poder contar con las organizaciones poderosas de la clase obrera para superar lo que parecía entonces una de las crisis finales del capitalismo y para contribuir a fomentar la creación de un mundo nuevo. Es cierto que D. Harvey habla  de «confrontación» entre poseedores y desposeídos, de «colisión masiva», hasta preconizar una «lucha global, principalmente con el capital financiero, ya que ésta es la escala a la que trabajan en la actualidad los procesos de urbanización», añadiendo una pregunta que puede parecer provocativa en estos tiempos de consenso: «¿nos atrevemos a llamarlo lucha de clases?» Pero yo lo considero más bien prudente, aún si no es la opinión del autor.

Sin duda, las clases existen todavía pero, hoy por hoy, no se sabe exactamente dónde están. Físicamente —geográficamente, si ustedes quieren—, está claro que sus miembros respectivos viven en lugares bien determinados. Pero, políticamente, es otra historia, si se puede decir así. Mientras que, por una parte, la tecnologización, la mundialización, la flexibilización y la financiarización del capital hacen que el enemigo de clase —hablo de Warren Buffet y sus semejantes— sea cada vez mas impalpable; por otra parte, falta un «sujeto de la emancipación» claramente identificado. El proletariado, la unión estadística de obreros y empleados sigue creciendo pero no está unida por organizaciones, líderes, programas, ideales, teorías, utopías, una visión común del mundo. Constituye, como habría dicho el filósofo Jean-Paul Sartre, imitado más tarde por el sociólogo Pierre Bourdieu, una clase en sí pero no para sí, condición sine qua non para retomar de nuevo una lucha ofensiva.

Siguiendo a Henri Lefebvre, David Harvey concluye que «la revolución tiene que ser urbana, en el más amplio sentido del término, o no será». Pero, si estas palabras tuviesen un sentido diferente del retórico, dejarían entender, que la apropiación popular efectiva del espacio urbano no se hará sin violencia, es decir, sin que los poseedores se resistan económica e institucionalmente, a través de los medios de comunicación y, en última instancia, de forma armada por medio de sus llamadas «fuerzas del orden». A este respecto, y aún a riesgo de escandalizar a algunos, no se puede dejar de recordar la advertencia famosa del presidente Mao Ze Dong, a saber que: «la revolución no es una cena de gala ». Igualmente, cabe decir que la «realización de los derechos a través del Derecho», tan querida al profesor Horacio Capel[17], sería plausible y posible solamente si el Derecho no fuese la codificación de una relación de fuerzas. 

Pero le voy a tranquilizar, y también a todos los reformadores aquí presentes. La «revolución urbana» sigue siendo, por el momento, un tema de debate académico, a juzgar por la práctica de los representantes o partidarios de un radicalismo que no sobrepasa todavía los límites de los campus universitarios. Asistimos desde finales del siglo precedente al renacimiento —aun incipiente y más o menos rápido y consolidado según países — de un pensamiento crítico que está viendo la luz, en efecto, en determinados lugares y, más precisamente, en ciertos establecimientos de enseñanza superior prestigiosos que, debido a su carácter cada vez más elitista, tienden a estar desconectados social y físicamente del resto de la sociedad. Esta segregación socio-espacial hace poco probable una interacción entre pensadores críticos  «radicales» y movimientos sociales urbanos, incluso aunque los primeros escojan a los segundos como «objetos de estudio». Dicho de otra manera, si hay una «revolución» en el ámbito urbano, como en otros, está quedará aún, durante bastante tiempo, encerrada en los discursos, sin desembocar en la acción.

Voy a terminar con una última cita de D. Harvey que invita a meditar:

«Globalmente, hemos cedido a los propietarios, a los promotores de vivienda o de suelo, a los capitalistas financieros y al Estado nuestro propio derecho individual a crear una ciudad conforme a nuestros deseos. Esos son los principales actores que, antes que nosotros y en lugar de nosostros, dan forma a nuestras ciudades y, a través de ello, nos dan forma a nosotros mismos. Hemos renunciado a nuestro derecho de darnos forma a nosotros mismos en provecho de los derechos del capital a conformarnos»[18].

Ahora bien, comenta el geógrafo inglés con humor, «los resultados no son muy satisfactorios». Pero no es suficiente, según él, «comprender dónde y cómo hemos sido transformados». So pena de caer en la delectación morosa, antídoto irrisorio y estéril contra el desánimo nacido de la impotencia, habría también que intentar «comprender adónde podríamos ir y a qué podríamos aspirar colectivamente».

Esto lleva a la cuestión eterna de lo que podría ser «el espacio urbano después del capitalismo», por tomar el título de un capítulo de Spaces of hope, un libro de D. Havey[19]. Esta cuestión, como hemos visto, ya fue planteada por H. Lefebvre. Pero la respueta de Lefebvre no satisface a Harvey que intrepreta como una escapatoria el rechazo por Lefebvre de «construir un proyecto utópico explicitamente espacio-temporal», de confrontarse al problema de la materializacion de este espacio alternativo, prefiriendo dejar abierta la posibilidad de exprerimentar una infinidad de formas espaciales. Lefebvre y sus seguidores, afirma Harvey, han «dejado el concepto de utopía en el estado de significante puro, desprovisto de cualquier referente material en el mundo real», a lo que Harvey replica que «sin una visión de la utopía, no hay ningún medio de definir el destino hacia el que nos queremos embarcar».

Pero tampoco Harvey indica el camino a seguir. A lo largo de sus escritos, reitera que «un movimiento que lucha por el socialismo sin plantearse la cuestión de la urbanización del capital está condenado de antemano al fracaso»[20]. Llegará incluso a decir que «la construcción de una forma de urbanización propiamente socialista es tan necesaria a esta transición hacia el socialismo como lo fue la emergencia de la cuidad capitalista para la supervivencia del capitalismo». Sin embargo, Harvey queda mudo respecto a lo que entiende, concretamente y, podemos decir, «en el sitio mismo», por «una forma de urbanización propiamente socialista». Claro que «pensar las vías de la urbanización socialista lleva a enunciar las condiciones de la misma alternativa socialista». Concluir que «eso es el objetivo que debe fijarse la práctica revolucionaria» parece, con todo, un poco limitado, más un eslogan que un eje de investigación.

 

Notas

[1] The Jo’burg-Memo Memorandum for the World Summit on Sustainable Development  2002.

[2] Sachs-Jeantet 1996.

[3] Harvey 2008. Existe una edición española: New Left Review, n° 53, nov - dic 2008.

[4] Musset 2010.

[5] Bihr y Pfefferkorn 2008.

[6] Dubet 2006.

[7] Los geógrafos mencionados más arriba objectán que su concepción de la justicia espacial deriva de un propósito opuesto: se trata de radicalizarla y politizarla para hacer de ella un arma en el combate ideológico. Eso no impide que el deslizamiento semántico ya señalado permanece, con la confusión epistémológica y la ambigüedad política que resultan de esto. Quizás una y otra podrían ser disipadas al sustituir la noción de «injusticia» por aquella de «inicuidad», que, a pesar de ser un poco fuera de moda, parece a la vez más fuere y más… justa si se la relaciona con su etimología latina (inaequalis). Sobre todo si la aplicamos a su referente: el capitalismo no es solamente «injusto» ¡Es un sistema social rotundamente inicuo!

[8] Lefebvre 1967.

[9] Ibid.

[10] Ibid.

[11] MRG: Movimiento de los Radicales de Izquierda, el más derechista de los tres.

[12] Lefebvre 1976.

[13] Reaparece aquí un argumento “vanguardista”, análogo a uno ya hecho por Marx y retomado por Lenin a propósito del movimiento obrero naciente: sólo un partido político puede transformar un movimiento social “espontáneo” en una fuerza consciente y organizada.

[14] Lefebvre había tenido la precaución de poner en guardia a una audiencia «socialista» ya tentada, con la ayuda de las llamadas “nueva filosofía” y “segunda izquierda”, de prestar oído a las sirenas del anticomunismo: «Yo sé que hoy está de moda decir que el marxismo está superado, que se aleja en la historia. Yo apunto a quienes quizás podrían abandonarse a esa deriva que, precisamente, hoy en día, y hoy en día más que nunca, no se puede analizar los fenómenos mundiales sin recurrir a las luces y partiendo de las categorías fundamentales del marxismo, aunque haya que modificarlas o aunque haya que desarrollarlas». Henri Lefebvre, «L’espace: produit social et valeur d’usage», op. Cit.

[15] Harvey 2008.

[16] CNN, 25 de mayo de 2005 y New York Times, 26 de noviembre de  2008

[17] Capel 2010.

[18] Harvey 2006. «Notes pour une théorie du développement géographique inégal», En francés  in Géographie et capital, Syllepse, 2010.

[19] Harvey 2000. En francés in «L’espace urbain après le capitalisme » in Géographie et capital, op. cit.

[20] Harvey 1985. En français in Géographie et capital, op. cit.

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MUSSET, Alain (dir.). Ciudad, sociedad, justicia Un enfoque espacial y cultural. Universidad Nacional de Mar del Plata/Eudem, 2010.

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The Jo’burg-Memo Memorandum for the World Summit on Sustainable Development, Heinrich Böll Foundation, April 2002.

 

© Copyright Jean-Pierre Garnier , 2011. 
© Copyright Biblio3W, 2011.

 

Edición electrónica del texto realizada por Joan Maresma.

 

Ficha bibliográfica:

GARNIER, Jean-Pierre. Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad: ¿De qué derechos hablamos… y con qué derecho?Biblio3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Universidad de Barcelona, Vol. XVI, nº 909, 5 de febrero 2011. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-909.htm>. [ISSN 1138-9796].