Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XVI, nº 929, 30 de junio de 2011

[Serie  documental de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

LA GEOGRAFÍA DE LA INSEGURIDAD EN LA CIUDAD

Jesús Requena
Licenciado en geografía y sociología
Inspector de la Policia de la Generalitat de Catalunya (Mossos d’Esquadra)


Recibido: 20 de junio de 2010. Devuelto para revisión: 1 de julio de 2010. Aceptado: 12 de noviembre de 2010.


La geografía de la inseguridad en la ciudad (Resumen)

La relación entre la delincuencia y la inseguridad no es tan directa ni tan inmediata como suele presentarse. La inseguridad se relaciona más con los conflictos urbanos que con los delitos que realmente ocurren en la ciudad y su gestión, dominada actualmente por una lógica actuarial, no tiene en cuenta ni sus causas ni su relación con otros problemas, relación que constituye la malla sobre la que prosperan miedos e inseguridades. Esta la tesis central de Seguridad, temores y paisaje urbano, un libro que da cuenta de una investigación empírica sobre esta cuestión en la ciudad de Lérida. Sus conclusiones apuntan en la dirección de que la inseguridad, y las exigencias de seguridad, no se corresponden con un aumento de las amenazas objetivas sino con la forma que ha tomado el mundo actual y con la constitución con la individualidad en él, con los riesgos que produce la propia civilización, riesgos que constituyen un panorama general de incertidumbre que se ha extendido con la globalización y que parecemos no saber gestionar.

Palabras clave: Inseguridad, delincuencia, conflicto urbano, Lérida


The Geography of unsafety in the City (Abstract)

The relationship between crime and unsafety is not as direct or as immediate as usually occurs. Unsafety is more related with urban conflicts than linked to the crimes actually happened in the city. Their management, currently dominated by actuarial logic, is unaware of causes and relationship with other problems. This relationship is the network upon the fears and insecurities flourish. This is the central thesis of Seguridad, temores y paisaje urbano, a book that point out the empirical research based on the city of Lérida (Spain). Their conclusions draw that insecurity, and its safety requirements, not are belonging with an increased objective threats, but with the way that today has taken the world and with the construction of individuality; with the risks produced by the civilization itself. These risks make an uncertainity overview that has spread with the globalization, which it seems we don’t know to manage.

Key words: unsafety, crime, urban conflict, Lérida


Ya hace tiempo que venimos constatando que la seguridad se está situando en el centro de buena parte de los debates públicos, debates en los que términos como miedo, temores, conflicto, delincuencia o inseguridad se utilizan, generalmente, con más oportunismo que oportunidad[1]. Creo que no es casual está insistencia en la seguridad y todo lo que tiene que ver con ella. Este interés coincide con las críticas y los retrocesos que está sufriendo el Estado del Bienestar. Es por ello que parece necesario buscar soluciones y ofrecer respuestas a los problemas de inseguridad y a las demandas de seguridad que vayan mucho más allá de las cansinas exigencias de más policía, juicios más rápidos y penas más duras. Precisamente, el libro Seguridad, temores y paisaje urbano, que acaba de publicar Ediciones del Serbal, es una aportación valiosa en la búsqueda de respuestas de ese tipo[2]

Que los temas de la seguridad e inseguridad no dejen de estar de moda tiene que ver, seguramente, con el hecho de que las demandas de seguridad, que generalmente aparecen cuando han fallado los sistemas tradicionales de protección,  son bastante más difíciles de satisfacer que cualesquiera otras que se planteen, lo cual facilita, a su vez, poner en aprietos al poder público a partir de su formulación. Como bien señalan los autores, hace tiempo que las amenazas y la seguridad han dejado de ser asuntos territoriales en el sentido estricto del término y ante esta realidad, los Estados, que siguen funcionando en base a lógicas territoriales, se muestran perplejos y desbordados. Es decir, que estas demandas se dirigen a los Estados en un momento histórico en el que éstos experimentan si no la total incapacidad, sí la pérdida de capacidad de gestionar muchos aspectos de la vida social. Quizás, esta “moda de la seguridad” tenga que ver con esto: en un momento en el que el Estado se muestra cada vez más frágil en lo económico y en lo social, la oportunidad está en campos como la seguridad, un tema convertido en nuevo aglutinante ideológico de nuestro tiempo.

Seguridad, temores y paisaje urbano se hace eco y responde a ese interés inusitado por la seguridad y la inseguridad en las ciudades. En él, sus autores se muestran críticos con la habitual identificación entre delincuencia e inseguridad y con la lógica actuarial que dirige la actuación de los poderes públicos en materia de seguridad, que parecen haber renunciado a la vieja pretensión de la rehabilitación social para gestionar el problema de la inseguridad como una mera gestión de riesgos. El estudio geográfico de Pedro Fraile, Quim Bonastra, Gabriela Rodríguez y Celeste Arella, centrado en una ciudad mediana como Lérida, va a ser una referencia necesaria para los interesados en el fenómeno de la inseguridad, tanto para los estudiosos como para los profesionales que, de una manera u otra, se interesan por esta cuestión, especialmente para los policías, por la dimensión geográfica que  tiene el ejercicio de su profesión. La obra está en la línea de otras anteriores de los mismos autores, sobre el mismo tema, igualmente recientes[3].

Voy a hacer un comentario extenso de este libro para plantear algunas cuestiones que creo relevantes en relación con las tesis que sostiene y hacer algunas aportaciones al respecto.

El libro se divide en dos partes, de tres capítulos cada una. En la primera, los autores establecen el marco general de la obra, en el que después sitúan la investigación empírica de la que dan cuenta en la segunda, centrada en la ciudad de Lérida.

La percepción de la seguridad en la ciudad: el delito, el conflicto y el paradigma actuarial de la gestión del riesgo en la sociedad postindustrial

El primer capítulo presenta el debate actual sobre la seguridad en las ciudades. Los autores quieren fijar su posición en dicho debate, en el que denuncian la falta de reflexión y análisis, y la precipitación en base a soluciones fáciles que tienen escaso sentido al margen de la disputa electoral. Rápidamente adelantan el objetivo de su libro: demostrar que la relación entre la delincuencia y la inseguridad no es tan directa e inmediata como suele pensarse y presentarse. Para intentar responder a la pregunta inicial de por qué la seguridad urbana se ha convertido en una cuestión central que genera discursos y moviliza recursos, los autores hacen un breve repaso de los profundos cambios sociales y económicos que han afectado a la idea que se tiene sobre la delincuencia y sobre las formas que ésta ha tomado, y al papel del Estado en la regulación social.

A partir de las aportaciones de la sociología de la modernidad y del riesgo, hacen un repaso sucinto de las consecuencias de la globalización. Destacan, siguiendo a Manuel Castells[4], las características informacionales del nuevo sistema de producción y el hecho de que, en él, lo que prima es la constante adaptación a la demanda, una exigencia a la que se responde desde la economía sumergida y en el conocimiento de los potenciales consumidores. Así, pues flexibilidad y economía sumergida aparecen como dos elementos consustanciales del nuevo orden de cosas, y no como simples efectos colaterales más o menos indeseados.

Junto a esto, los autores destacan la reformulación del Estado y llaman la atención sobre el desplazamiento de su legitimidad, cada vez más basada ahora en la de proveer seguridad que en la de proveer bienestar. Ciertamente, respecto de esto último, parece incuestionable que el Estado ha venido haciendo esfuerzos crecientes en las últimas dos décadas para garantizar la seguridad de la ciudadanía tanto frente a los llamados riesgos tradicionales como a los denominados nuevos riesgos, no sólo los asociados al desarrollo tecnológico sino también a los denominados riesgos biográficos, vinculados a la precariedad de las trayectorias personales motivada por los cambios introducidos por el neoliberalismo en los mercados de trabajo. En estos años, la seguridad se ha ido constituyendo en un ámbito mucho más amplio que lo estrictamente relacionado con la prevención y la represión de la delincuencia. Hoy día, las nociones de seguridad e inseguridad aparecen en relación con multitud de aspectos de la vida cotidiana que van desde lo doméstico a lo laboral, pasando por el medio ambiente, la alimentación o el diseño de instalaciones de todo tipo o la construcción de edificios. En la medida que esto es así, sí que podría afirmarse que la legitimidad del Estado se fundaría cada vez más en el ejercicio de dicha función. Ahora bien, no parece que la seguridad sea una dimensión de la dinámica social y de las competencias del Estado que pueda considerarse al margen del bienestar. Creo que, de cualquier modo, aún suscribiendo esas observaciones sobre el creciente peso que tiene la seguridad en el conjunto de preocupaciones del Estado, producto de la demanda creciente que recibe al respecto, la provisión de bienestar continúa dando sentido a su existencia y a su continuidad.

En todo caso, en este nuevo escenario de relación entre el capital y el trabajo --en el que crece una espiral alimentada por la inseguridad en la propia biografía que va desde la precarización laboral a la economía informal y vuelta a empezar--, pobreza y marginación, por un lado, y riqueza y ostentación por otro, coinciden en ese paisaje que Manuel Castells denomina la ciudad dual.

Por otro lado, siguiendo a Maillard[5], hacen referencia a la creciente autonomía que ha cobrado el sistema financiero respecto de los estados a partir del desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación. La necesidad constante de cantidades ingentes de dinero explican la conexión ya indudable entre la economía financiera y la economía criminal, ambas trabajando en red y a escala planetaria, en una sintonía tal que la criminalidad ha dejado de ser una anomalía del sistema para pasar a ser absolutamente funcional al actual modo de desarrollo. Y en relación con este nuevo atributo de la actividad criminal, el capítulo introduce una interesante referencia a los cambios en la criminalidad más próxima y cotidiana, cambios que apuntan en el sentido de la imbricación de lo global y lo local: la nueva delincuencia es una delincuencia glocal porque generalmente su estructura y su actividad se explican a partir de la de complejas redes internacionales en la que organizaciones y vínculos aparecen enmarañados.

En este primer capítulo hay un apartado dedicado a las bases conceptuales de la denominada sociedad del riesgo. En concreto, a la diferenciación de los conceptos de peligro y riesgo, y a la lógica actuarial que dirige la gestión neoliberal de los riesgos asociados al desarrollo de la denominada segunda modernidad, caracterizada, precisamente, por el hecho de que la producción social de riqueza conlleva la producción social de riesgos.

Desde esta óptica, la delincuencia no es un factor exógeno, un efecto colateral no deseado que puede ser corregido a media que mejore el funcionamiento del conjunto. Es un elemento consustancial a las dinámicas de la globalización porque ésta genera precariedad y marginación, acrecienta la desigualdad y la confrontación. En definitiva, la delincuencia sería uno de esos nuevos riesgos asociados al nuevo sistema productivo y este reconocimiento daría lugar a estrategias de prevención distintas en un caso u otro. Según la teoría neoliberal, la gestión de la seguridad debe reducirse a una gestión de riesgos dirigida desde la lógica propia de los actuarios, los técnicos en seguros. Así, desde mediados de los años 1980, se desarrollan una criminología y una política criminal actuarial que abordan el problema desde una perspectiva según la cual la delincuencia es un riesgo predecible estadísticamente ante el que hay que reaccionar para evitarlo, y se renuncia a la reflexión sobre sus causas y a la vieja pretensión de la rehabilitación social de las personas que delinquen.

Los autores señalan dos cuestiones claves de esta lógica actuarial. Por un lado, la definición de determinados colectivos sociales para actuar sobre ellos, la discriminación selectiva de posibles infractores para someterlos a un control más estricto, la estigmatización -especialmente si son diferentes. Denuncian que esa práctica de identificación de los “peligrosos” impulsa una “dinámica social” que en nada ayuda a resolver los conflictos y que dificulta la cohesión social, al tiempo que  sirve para reforzar temores en vez de propiciar un entorno más seguro. Muchos temores se vinculan a espacios en los que los niveles de delincuencia son bajos, pero afectados por dinámicas de degradación física y social importantes. Los rumores marcan negativamente ciertos enclaves y los autores recuerdan con acierto que un lugar que se percibe como peligroso lo acaba siendo.

Por otro lado, estas políticas pretenden desplazar las responsabilidades a las víctimas potenciales. Se explica a la ciudadanía cómo ha de actuar, cómo debe protegerse, qué lugares debe evitar. Y se hacen campañas que, en la práctica, no hacen sino alimentar la sensación de inseguridad y desconfianza, sin profundizar en las causas que generan esta situación. Las numerosas páginas web que cartografían inseguridades serían un ejemplo de la expresión de esta lógica actuarial en la medida que intentan inducir comportamientos en las potenciales víctimas[6]. El Estado neoliberal, garante de la seguridad, se ha impregnado de otro rasgo de la economía de los seguros: transfiere los costes del producto a los individuos, a los cuales, después de facilitarles una costosa información sobre los riesgos al acecho, les conmina a que, en función de sus posibilidades, desarrollen sus propias estrategias de seguridad para protegerse... un paso más hacia la ciudad dual que señala Castells.

Coincido con los autores en que esto es, efectivamente, así. Pero al mismo tiempo opino que debe tenerse en cuenta la importancia de que las personas estén informadas, de manera rigurosa y responsable, de ciertos riesgos y amenazas con las que deben convivir cotidianamente. Al menos, esto debe ser objeto de un debate más profundo. Las experiencias en las que sectores afectados por problemas de inseguridad han podido participar en la definición de esos mismos problemas y en el diseño, el seguimiento y la evaluación de las acciones que se han puesto en marcha para hacerles frente ponen en evidencia que, sin tener que asumir las funciones y responsabilidades que les corresponden a políticos y técnicos, el hecho de tener acceso a la información y participar en la gestión de los conflictos que les afectan tiene efectos positivos sobre el resultado de las acciones puestas en marcha y sobre la sensación de seguridad.

Según los autores, que afirman que la inseguridad se relaciona más con los conflictos que con los delitos que realmente ocurren en la ciudad, todo apunta en la dirección de la polarización social en las ciudades; de ahí su actitud crítica respecto de esta lógica actuarial antes señalada. Aseguran, de manera razonable, que no se puede despreciar la información sobre la incidencia delincuencial pero que el problema radica en el enfoque monolítico que hay detrás de este discurso neoliberal que trata únicamente de gestionar riesgos y deja de lado sus causas y su relación con otros problemas que, en conjunto, crean la malla sobre que prosperan miedos e inseguridades.

Si seguimos por esa senda, el horizonte es esta ciudad dual en la que cualquier aproximación a los miedos y la inseguridad debería hacerse reconociendo su complejidad. Proponen ir más allá del mero análisis e interpretación de riesgos, para  ponerlos en contacto con lo global y entender qué sucede, cuáles son las causas. Con este propósito ofrecen sus claves, además de una metodología útil para investigar: engarzar lo próximo y cotidiano con el marco general para lograr un aumento de la cohesión social y de políticas preventivas y paliativas (...)” y contribuir a una prevención que no se base en la gestión del riesgo sino cotejar esa información (la relacionada con los delitos registrados) con otras como los temores subjetivos a los conflictos, prestando atención a voces silenciadas y otros factores que han permitido una aproximación compleja al fenómeno.

El segundo capítulo (“Conflicto, delito y percepción de seguridad”) está dedicado a aspectos más concretos. Empieza con la definición del ámbito de estudio, las ciudades intermedias; en segundo lugar, los autores expresan su punto de vista respecto del fenómeno de la delincuencia, situado en la tradición del socio-construccionismo, y definen “delincuencia” y “seguridad”; finalmente, explican la metodología que han seguido en su investigación.

Caracterizan las ciudades intermedias a partir de las características que las diferencian respecto de las de mayor tamaño. Se trata de “asentamientos que se gobiernan, se gestionan y se controlan con más facilidad y, a la vez, permiten un alto grado de participación de la ciudadanía en estas tareas”. Mayor identificación del ciudadano con la ciudad que, a priori, redunda en menos conflictividad y costos sociales.

En relación con el complejo concepto de “sensación de seguridad”, los autores se hacen eco de Anthony Giddens[7] cuando relacionan dicha sensación --se entiende que la de falta de seguridad-- con un estado de permanente temor en el que vivimos, temor que nace de la pérdida de “seguridad ontológica”. Se trataría de un temor relacionado con la vulnerabilidad y el riesgo en el que ya está inmersa nuestra sociedad, no tanto con la probabilidad de sufrir un delito. La fragmentación social, contra la que luchó el Estado del Bienestar, es ahora la justificación de las políticas de seguridad, que deben controlar y reprimir a los señalados como peligrosos, sometiendo a control, de paso, a todo el conjunto social.

¿Cómo aceptan las ciudades intermedias este nuevo escenario de cambio constante?  ¿Cómo afecta esto en la sensación de seguridad en ellas? La falsa e idealizada sensación de paz propia de las comunidades pequeñas se ha disipado. Aún así, contra la sensación de inseguridad que eventualmente pueden experimentar sus habitantes, hay algunos factores que pueden suponer cierta ventaja: hay oportunidad para un mayor sentimiento de pertenencia; más seguridad porque se conoce mejor el ámbito que se habita y los mecanismos de control social que funcionan. Aún así, esta relación con el medio urbano mediano, más estrecha, también tiene sus inconvenientes: los cambios se viven más; también existen más dificultades para mantener el comercio de barrio y los antiguos usos. 

En lo referente al fenómeno de la delincuencia, las categorías que lo delimitan se entienden como construcciones sociales, “maneras de denominar realidades cambiantes y polisémicas”. Desde una reconocida posición socio-construccionista, se desmarcan de los planteamientos positivistas que conciben la delincuencia como un objeto cognoscible, delimitable desde un punto de vista externo. Lo que se denomina delincuencia es el resultado de una construcción social, de la misma manera que lo que sea delito es el resultado de un conjunto de operaciones de atribución de significados que se dan en el seno de lo social y guían la actuación de las personas en tanto que miembros de un determinado colectivo, las cuales, con sus acciones, reproducen, crean y recrean el fenómeno.

Para los autores, la inseguridad es una cuestión de percepción, y las percepciones gobiernan las acciones y configuran el entorno, los objetos y los sujetos con los que convivimos. Ofrecen un paradigma interpretativo para analizar las relaciones entre la seguridad y la inseguridad a partir de las informaciones que se desprenden de las intervenciones policiales, de las encuestas de victimización y de las entrevistas, datos que sirven para observar el imaginario del delito, un imaginario que produce efectos en la vida y los quehaceres de la población de la ciudad estudiada.

Los principales elementos a partir de los que se explica la construcción de los miedos y la inseguridad en Lérida son las estadísticas policiales, el discurso ciudadano y de las víctimas, recogido en entrevistas, y el tratamiento mediático del delito y del conflicto en la ciudad.

La finalidad última de la investigación es diseñar un modelo con capacidad interpretativa aplicable a ciudades intermedias de Cataluña, en el que se relacionan variables referidas a la seguridad ciudadana, ligadas a la delincuencia, con otras de carácter morfológico-territorial.

Cuando empezaban la investigación (2005), los autores pensaban que el delito era el fenómeno que explicaba la inseguridad. Luego (2006) dicen que esto no es así. En el discurso común ordinario, las categorías de delito y conflicto aparecen como intercambiables. Cuando las personas explican qué conductas les generan temor, por qué cambian sus hábitos de uso del espacio público o qué delitos se producen donde viven, responden aludiendo tanto a acciones prohibidas por la ley penal como a otras perfectamente legales.

En este sentido, la investigación se amplia a “situaciones  de conflicto”, situaciones que generan cambios en la percepción del espacio y  modificaciones en la conducta de uso del espacio. Todo aquello que las personas definen como conflicto es pieza clave en la formación de la sensación de “inseguridad pública”.

El estudio geográfico de la ciudad y la seguridad

El tercer capítulo (“Espacio urbano, percepción de seguridad y vida cotidiana”) es una perspectiva geográfica sobre el objeto de estudio, centrada en el desarrollo de la geografía radical y de los planteamientos humanistas, desde las últimas décadas del siglo pasado. En él, los autores empiezan haciéndose eco del interés creciente por los mapas delincuenciales y su difusión en Internet, reflejo de la preocupación por la seguridad y por sus implicaciones y de terminaciones territoriales, y sobre ellos plantean muchos interrogantes, sobre todo relacionados con su instrumentalización desde sectores diferentes. A continuación, repasan los diferentes enfoques geográficos desde los que se han abordado los temas relacionados en la seguridad. Finalmente, se exponen brevemente los rasgos principales de las líneas de investigación geográfica que se están desarrollando en España.

Hoy Internet permite un acceso fácil a gran cantidad de datos georeferenciados sobre multitud de aspectos de la actividad humana. También, obviamente, en relación con la inseguridad y la delincuencia. La proliferación de mapas delincuenciales en Internet obedece a la preocupación que hay por la seguridad en la ciudad, que se presenta y se percibe como un referente del miedo y del peligro[8], a pesar de que vivimos en las sociedades más seguras que se han conocido jamás. Según los autores, estos mapas serían una de las consecuencias, junto a otras como determinadas políticas públicas orientadas por el principio de “tolerancia cero”, de una sensación generalizada de inseguridad. Al respecto, sin embargo, conviene tener bien presente el antiguo aunque siempre actual debate acerca de las imágenes sobre la ciudad y los clásicos gritos amargos que trasladan una percepción negativa de ella, centrada en riesgos y amenazas. Hoy, ante el avance de la urbanización, esa tradición pesimista se ha vigorizado y conviene estar prevenido ante ella distinguiendo entre los problemas en las ciudades --muchos de los cuales, como la pobreza, la exclusión social o la injusticia, son de la sociedad en general-- de los problemas de las ciudades[9].

Para los autores, estos mapas serían un exponente más de una nueva “estética del peligro” y, junto con el tremendismo exagerado por la sobrerrepresentación de los delitos más violentos, ignoran muchas infracciones penales menores pero relevantes. No todos son iguales ni están construidos del mismo modo. Su titularidad es diversa, así como el origen de las fuentes que utilizan. Sobre éstas –estadísticas policiales, noticias de prensa o denuncias de los mismos usuarios en el sitio--, se llama la atención acerca del hecho de que todas presentan algún tipo de limitación. Especial mención hacen de aquellas en las que la información cartografiada procede de los propios ciudadanos; éstas serían, a juicio de los autores, “las que pueden producir efectos más perversos”, porque “los propósitos pueden ser muy variados pero, en casi todos los casos, nada inocentes”.

Llama la atención este juicio, por cuanto no parece que pueda haber ninguno inocente, carente de intención. De cualquier modo, en el sentido apuntado anteriormente, coincido en que esto puede tener consecuencias nefastas sobre la percepción de la inseguridad y sobre las condiciones efectivas de seguridad, hasta el punto que determinadas páginas pueden contribuir más a configurar espacios peligrosos e inseguros que lo contrario. Sin embargo, no me parece descabellado pensar que los desarrollos como la tecnología de la web 2.0 puedan llegar a ser herramientas útiles que, utilizadas de manera responsable, puedan contribuir a mejorar los niveles de seguridad mediante la participación ciudadana. Pienso que es absolutamente necesaria y hasta urgente la reflexión sobre la relativa falta de transparencia de las informaciones acerca de la seguridad en nuestro entorno sociocultural. Creo que, en buena parte, este rasgo tiene que ver con la cultura profesional en la policía y, más concretamente, con todo lo que en ella tiene ver con la relación con el “otro”, con el no policía y, en particular, con el ciudadano. La ciencia social en nuestro país no ha dedicado atención a este asunto por más que los principales retos que deben enfrentar las políticas públicas de seguridad tengan que ver, precisamente, con la mejora de la atención a la ciudadanía y con la incorporación decidida de la participación ciudadana en la definición y en la gestión de los problemas de inseguridad que están en el origen de sus demandas.           

Este interés expresado en la proliferación de mapas delincuenciales es situado por los autores en el contexto de la sociedad del riesgo, “una fase del desarrollo de la sociedad moderna en la que, a través de la dinámica de cambio, la producción de riesgos escapa, cada vez en mayor proporción, a las instituciones de control y protección de la mentada sociedad industrial”. Con el afianzamiento de los postulados de la liberalización, estos mapas contribuyen a reforzar el convencimiento en los ciudadanos de que, en último término, tienen la responsabilidad sobre su propia seguridad. El Estado se hace más pequeño y, apoyándose en la lógica actuarial, traspasa la responsabilidad a la ciudadanía: una transferencia del coste de los riesgos a la comunidad cuando no pueden ser evitados o controlados.

 Como bien muestran los autores, el auge del estudio geográfico de estas cuestiones llegó con el de las geografías radicales, que abrían puertas al subjetivismo y al estudio de la experiencia personal en su rechazo al positivismo. Desde la obra de autores como Richard Peet, se empezó a denunciar que los geógrafos liberales y sus geografías del crimen servían a los intereses del capitalismo monopolista puesto que sus propuestas no estaban orientadas a la solución de los problemas sino a la gestión de los mismos; se trataba, según la crítica radical, de geografías de los delitos de las clases bajas que ignoraban los llamados delitos de “cuello blanco”.

De la crítica radical al positivismo deudor de la Escuela de Chicago, surgió  el cuestionamiento de la validez absoluta y objetiva de las estadísticas oficiales y el convencimiento de que el delito, como las fuentes positivistas que habían servido hasta entonces para su estudio, se concibe como una construcción social.  También surge la idea de que la conducta humana no sigue siempre el patrón del Homo Economicus, que servirá de base a posteriores en enfoques behaviouristas según los cuales, para entender el comportamiento hay que estudiar las percepciones que, en última instancia, determinan las decisiones.

En los años 80, aparecen nuevos temas en las investigaciones geográficas de los liberales, en parte inducidos por la crítica radical: crimen y delincuencia, policía y mecanismos de control social; impacto de la delincuencia en la estructura social y la composición étnica de los grupos. En los últimos años, parece que el eclecticismo domina la situación de los estudios territoriales relacionados con la delincuencia y la sensación de seguridad, consolidados sobre todo en Estados Unidos e Inglaterra.

En España, las líneas de investigación geográfica sobre el delito y la percepción de seguridad más destacadas serian las desarrolladas a partir de las obras de Per Stangeland, de la Universidad de Málaga, o Felipe Hernando, en la Universidad Complutense de Madrid, a las que ahora cabría añadir las de Pedro Fraile y sus colaboradores en la Universidad de Lérida.

La de Per Stangeland (Málaga), alineada en la corriente ecológica o ambiental, se basa en la teoría situacional del delito, según la cual el medio físico o la pertenencia social de los agresores o las víctimas crearían oportunidades para la comisión del delito. Siguiendo una metodología cuantitativa –lo que según los autores restaría profundidad a este tipo de estudios—, la propuesta de Stangeland respondería a la lógica actuarial a partir de la cual lo más importante no sería comprender el problema sino gestionarlo a través de la prevención (management approach).

La de Felipe Hernando se inscribiría en el llamado enfoque de la geoprevención, que vincula el concepto de seguridad al territorio siguiendo los postulados de los teóricos de la prevención del delito a través del diseño urbano, como Jane Jacobs (control a través de la diversificación de usos), Oscar Newman (espacio defendible) o Clarence R. Jeffery, impulsor de la metodología de la prevención de la delincuencia a través del diseño ambiental. Este enfoque pone el énfasis en el desarrollo de instrumentos de prevención, sin despreciar la acción represora y contemplaría la posibilidad de poner en marcha mecanismos organizativos para facilitar la intervención de todos los actores involucrados en la dialéctica seguridad-violencia y en el análisis de sus implicaciones, insistiendo en el desarrollo de redes de control informal que descentralicen la gestión de los pequeños conflictos a escala de barrio.

Desde el punto de vista de los autores, el de la geoprevención, aún siendo un enfoque “más complejo” que el de Stangeland, seguiría muy próximo al del management approach e igualmente adolecería de la falta de uso de metodologías cualitativas, reclamadas por la riqueza que podrían aportar a la reflexión geográfica sobre estos temas, pero sobre las que los mismos autores advierten de algunos peligros, concretamente sobre “los peligros que entraña la participación ciudadana”, un tema de moda, aseguran, y del que ponen en duda su carácter siempre positivo en materia de seguridad.

En este panorama, Pedro Fraile, Quim Bonastra, Gabriela Rodríguez y Celeste Arella pretenden contribuir a la formación de una metodología y de un modelo interpretativo que sirvan para hacer aproximaciones a la percepción de la seguridad ciudadana y sus implicaciones territoriales, que superen el enfoque actuarial propio de este momento histórico en el que el Estado se justifica menos como proveedor de bienestar que como garante de la seguridad. Desde el reconocimiento de que es necesario para acometer el objeto de estudio en toda su complejidad y de que resulta insuficiente la mera descripción de lo que ocurre, aparece como imprescindible la incorporación de elementos subjetivos y de percepción, lo que obliga a echar mano de metodologías cualitativas y llevar a cabo una utilización complementaria de ambas aproximaciones para detectar todos los elementos que determinan la sensación de seguridad en la ciudadanía. No se trataría, por tanto, sólo de desentrañar la lógica locacional del delito sino de averiguar qué relación hay entre éste y otros factores que participan en la formación de los temores. Y éste ha sido el propósito del proyecto de investigación desarrollado en Lérida.

La investigación empírica en Lérida

La segunda parte del libro está centrada, como se ha dicho, en la investigación empírica realizada en la ciudad de Lérida.

Aún admitiendo que “el estereotipo que vincula la sensación de seguridad con una hipotética delincuencia objetivable (…) suele conducir a equivocaciones importantes en la interpretación del entorno” y a diseño de estrategias de intervención  poco eficaces, los autores estudian la territorialidad del delito a través de la cartografía de las localizaciones de los hechos denunciados y de las intervenciones policiales (capítulo 4).

Esta cartografía ha sido realizada a partir de los datos contendidos en las denuncias recogidas por la Policía de la Generalidad de Cataluña (Mossos d’Esquadra) para el período 2005-2007. Sin duda, estos datos tienen limitaciones importantes que son reveladas y que básicamente tienen que ver con la inexactitud de las localizaciones. Obviamente, por otro lado, en esta cartografía no se recoge ni la llamada “cifra negra del delito”, las infracciones penales que no se denuncian, ni se depuran las denuncias falsas.

La cartografía permite ver cómo evolucionan las diferentes tipologías penales, cómo reaccionan a estrategias represivas que, dicho sea de paso, no se mencionan, o cómo se adecuan a los nuevos escenarios. En este sentido, el estudio de esta evolución de la lógica locacional da valor a la investigación.

Muy pronto los autores confirman la hipótesis según la cual algunas tipologías delictivas tienen una lógica locacional que puede ser desvelada. Distinguen, en este sentido, tres categorías: las infracciones que tienen una lógica locacional estructural, aquéllas que la tienen de tipo coyuntural y las que parecen distribuirse territorialmente sin una lógica espacial aparente.

Entre las primeras estarían los hurtos y los robos con violencia t/o intimidación. Se trata de infracciones que se producen en lugares que, por su estructura urbanística, por sus funciones urbanas predominantes o por sus condicionamientos socioeconómicos, favorecen de algún modo el hecho de que ocurran. En relación con su incidencia, hay cierta estabilidad y permanencia. En este sentido, las estrategias de prevención que deberían ponerse en marcha para hacerles frente deberían ser necesariamente complejas y costosas, por la cantidad de recursos que seria necesario movilizar.

En relación con los hurtos, aunque se diseminan por toda la trama urbana, la cartografía revela la existencia de ciertos puntos de permanencia. Se trata de lugares concurridos, de zonas más o menos circunscritas en un punto donde se localizan determinados establecimientos comerciales, o de áreas más extensas en las que coinciden ciertos rasgos de funcionalidad urbana o ciertos aspectos estructurales. Por ejemplo, entre las primeras estaría la que hay en torno al centro comercial donde se encuentra el Carrefour, o la que hay alrededor del Hospital Arnau de Vilanova, o la estación de autobuses o trenes. Entre las segundas estaría la zona conocida como “eje comercial”, un continuo urbano de varios kilómetros de calles dedicadas al comercio, que históricamente ha servido como lugar de paseo y ámbito de sociabilidad; también estaría en esta categoría la zona de ocio que tiene como centro la plaza Ricardo Viñes, donde la oferta de servicios parece explicar la concentración permanente de hurtos.

Respecto de los robos violentos, los autores afirman que son, “en cierta medida, la otra cara de la moneda de los hurtos” ya que si éstos precisan de la aglomeración y el despiste de las víctimas, los robos se dan en lugares poco transitados y con posibilidades de huída. Aún así, ambos tipos de infracciones se dan, en ocasiones, en las mismas zonas. Generalmente, los hurtos y los robos se dan en horario diurno y se distribuyen de manera más o menos homogénea a lo largo de todos los días de la semana. Si acaso, se aprecia cierta “coexistencia no competitiva” ya que mientras que los robos se producen en los momentos de menos afluencia de público, los hurtos se dan en el resto de la jornada.  Ambos coinciden en el eje comercial de la ciudad, o en las estaciones de autobuses y tren. Especial mención merece el casco antiguo de la ciudad, afectado de los males habituales en este sector de la trama urbana, entre ellos el del estigma que recae sobre él, “mayor que la criminalidad que registra”. Resulta interesante, en este punto, la excursión que los autores realizan sobre las descripciones que se hacían de la delincuencia urbana en ciudades como Barcelona del siglo XIX, a partir de las que se pueden establecer similitudes significativas con la situación de esta ciudad intermedia del siglo XXI.

Los delitos con lógica locacional coyuntural serían aquellos que cambian de localización cuando la policía intensifica la vigilancia en los lugares en los que se producen. Se trataría de los robos en el interior de vehículos y los delitos contra la salud pública, es decir el tráfico de drogas.

En relación con los primeros, los mapas de la serie 2005-2007 revelan que se producen por todo el conjunto de la trama urbana, aunque hay una serie de lugares en los que, con cierta alternancia, se repiten. Generalmente, estos lugares coinciden con los grandes aparcamientos de la ciudad. Al contrario de lo que sucedía con las infracciones que presentan una lógica locacional estructural, este tipo de robos se produce mayoritariamente ciertos días, cuando aumenta la actividad en determinados lugares: en horario nocturno, entre el viernes y el domingo, en los aparcamientos que hay en las zonas de ocio, o en horario diurno, los sábados y domingos, en los aparcamientos que hay alrededor de la zona del mercado y las instalaciones deportivas de Barris Nord.

En lo tocante a los delitos relacionados con el tráfico de drogas, la cartografía elaborada muestra cómo se produce cierto desplazamiento desde el caso antiguo a la zona de la plaza Cervantes y otras, por la presión policial, y cómo no hay puntos claros en los que se realiza la compra-venta de estupefacientes al margen de las inmediaciones del Centro Penitenciario Ponent, un lugar en el que siempre se registra este tipo delictivo.

Finalmente, se abordan los delitos que presentan una lógica locacional difusa o dudosa. Se trataría de delitos como las lesiones, los que atentan contra la libertad sexual o el orden público, o los robos con fuerza en locales y domicilios.

El quinto (“La inseguridad: ¿son los delitos, los conflictos o ambos?”) es un capítulo central en el plan de la obra dado que en él se recogen los principales resultados de la investigación empírica, en especial la confirmación de que, desde el punto de vista de la ciudadanía, el hecho de que una conducta sea tipificada como delictiva no es un elemento decisivo para que genere miedo. Además, la investigación revela otros aspectos: que la distinción entre delito y conflicto no es relevante en la constitución del miedo en la ciudadanía; que lo que separa lo correcto de lo incorrecto es “la cultura”; que la presencia o ausencia de personas en el espacio público es un factor determinante en la aparición de temores; o que los conflictos por la utilización del espacio son responsables de buena parte de la sensación de inseguridad.

Los autores, a la luz de los resultados de la investigación, definen el conflicto como una situación en la que la presencia de determinadas personas en el espacio público genera molestias y “autorrestricción del uso”. La representación de los conflictos revela que un buen número de ellos está localizado en el centro de la ciudad y que se relacionan con sucesos relativamente estáticos, mientras que los ensanches y la periferia son el escenario de conflictos causados por “actividades en movimiento”, por conflictos relacionados con el ocio juvenil o por los motivados por el desplazamiento de personas que pasan el tiempo paseando por determinadas zonas. En todos los casos, la autorrestricción en el uso del espacio público sobreviene cuando los vecinos perciben que éste ha sido “ocupado por otros” --los de afuera--, que se lo apropian a través de la práctica de conductas que se entienden como excluyentes; a partir de esta asignación de significado, el espacio se volvería “ajeno” y los vecinos se sentirían desposeídos por los “invasores”, a los que acusan y para los que demandan la intervención de la policía.

Los “otros” son, según las conclusiones de los autores, los protagonistas de los conflictos referidos por los vecinos de Lérida, y los “otros” son los jóvenes, las personas gitanas y las inmigradas; su presencia en un lugar, los usos que hacen de los espacios urbanos, son traducidos en términos de miedo, de desestabilización, de desorden, y despertarían el temor de la ciudadanía que se cree integrada.

En Lérida, los espacios estigmatizados son el barrio de La Mariola, el Casco Antiguo y algunas zonas del barrio de la Universidad, sectores que en el discurso de los entrevistados aparecen como “gueto”, gitano o inmigrante, o como espacios afectados por la especulación inmobiliaria o “problemas” como el comercio de inmigrantes. Todos estos espacios habrían perdido, en el imaginario autóctono, el carácter de “lugar compartido” y, en este sentido aparece enunciado el término “gueto”, entendido como enclave peligroso porque es habitado por gentes con costumbres diferentes. Desde luego, esta definición difiere del planteamiento de la literatura especializada que sostiene que este tipo de formaciones socioespaciales se caracterizan fundamentalmente por la existencia de una institucionalidad propia y de cierta autonomía respecto del entorno urbano en el que se encuentran. En este punto, en función de los resultados de la investigación, se propone que las políticas y las prácticas sociales encaminadas a hacer frente a la inseguridad en Lérida deberían partir del cuestionamiento de “las ideas de cultura e identidad cerradas, y de barrios y comercios exclusivos (y, por lo tanto, excluyentes).”

Desde luego, coincido en que es necesario que cualquier estrategia de seguridad debe poner en cuestión los prejuicios acerca de la inmigración y, en particular, el que relaciona la inmigración y la delincuencia. Ahora bien, al mismo tiempo, las políticas y las prácticas sociales que deben ocuparse de la inseguridad han de partir del hecho de que la experiencia que se tiene de la inmigración en muchos barrios en los que las personas recién llegadas a la ciudad encuentran domicilio es problemática. He escrito sobre esta cuestión anteriormente[10]. Seguramente esto sea así por razones diferentes a las que incorpora el discurso racista y xenófobo de sectores políticos de la derecha, más explícito a medida que “la corteza de la prosperidad” se resquebraja con cada crisis económica[11]. Los espacios urbanos en los que se concentra la población inmigrada son espacios afectados por dinámicas de exclusión social y degradación de largo recorrido, al menos anteriores a la llegada de la población extracomunitaria que ahora vive entre nosotros.

Los barrios en los que fijaron su residencia las personas inmigradas que procedían de otras regiones españolas a partir de mediados del siglo XX son los mismos en los que hoy recalan la mayor parte de los inmigrantes extracomunitarios, ocupando los espacios que en muchos casos dejaron aquéllos al abandonar el barrio para desplazarse hacia otros puntos de la ciudad. En paralelo a este proceso de sustitución, se ha conformado un discurso autóctono que denuncia la degradación de estos espacios urbanos, sentidos como espacios violentos, de confinamiento, estigma y desorganización social.

En ellos, una serie de factores físicos, económicos, políticos y sociales se entrecruzan en una dinámica de vulnerabilidad y exclusión que apunta en el sentido de una nueva pobreza urbana, una pobreza concentrada espacialmente y descolgada de la dinámica social y macroeconómica del resto de la ciudad. La degradación de los espacios públicos y privados en estos barrios es un hecho incontestable. Sin embargo, como digo, su configuración como espacios degradados tiene una inercia cuyos orígenes son muy anteriores a la llegada de la inmigración extracomunitaria, verdaderamente significativa sólo a partir de la segunda mitad de la década de 1990.

Infravivienda, precariedad, delincuencia, economía informal-ilegal. Confinamiento, estigmatización, desorganización, violencia. Todos estos términos remiten a la sensación de degradación, de retroceso y de inseguridad que rezuma del discurso de los habitantes de estos espacios urbanos que, si bien no responden al modelo ideal de gueto definido a propósito de otras realidades socio-espaciales en las periferias urbanas de Norteamérica o Europa, en las que sí se observa la existencia de formaciones uniformes desde el punto de vista racial y/o cultural, relegadas como poblaciones negativamente tipificadas en territorios concretos en los que desarrollan instituciones específicas que actúan como sustituto funcional y protección de las instituciones dominantes de la sociedad general, sí que conectan con ellas en la sintonía de un proceso que ha sido definido como de modernización de la miseria[12].

Medios de comunicación y miedos sociales. El secuestro del discurso a propósito de tratamiento en la prensa de la inmigración

La prensa, como dimensión fundamental de la experiencia y el conocimiento de la realidad por parte de los vecinos,  también reproduce este estigma espacial y alimenta el miedo ciudadano a partir del tratamiento que hace de los sucesos y de los conflictos en la ciudad ilerdense. En la investigación aparece como ese escaparate público que otorga carta de naturaleza, “entidad y presencia”, a cuanto existe y, en este sentido, da visibilidad a ciertos conflictos sociales. Los barrios que aparecen más veces en la sección de sucesos de las publicaciones consultadas son Cappont y la Ciutat Vella. Éste, que se extendería hacia el Eje Comercial y la estación de RENFE, es el sector en el que se localizan los delitos contra la seguridad del tráfico, el robo, la venta de drogas y las lesiones; en el barrio de Cappont destacan también los robos y los delitos viarios.

La prensa es, igualmente, el medio por el cual los diferentes actores se comunican. En ella, los afectados por problemas de inseguridad exponen sus quejas y sus demandas, mientras que la Administración la aprovecha para contestar y manifestar sus puntos de vista. Obviamente, esta “amplificación del conflicto”, extendiéndolo desde el ámbito más concreto de los afectados al más general de la sociedad leridana, tiene efectos sobre el imaginario colectivo.

De alguna manera, más allá de su papel de estricto intermediario entre afectados y la Administración, la prensa también influye en el desarrollo del conflicto, desde la misma selección de unos asuntos en detrimento de otros, que resultan silenciados, y en el tratamiento que se hace de ellos.

En la prensa leridana, los conflictos relacionados con el uso del espacio público son los más habituales y, en relación con las noticias sobre delincuencia, reciben un  tratamiento más extenso. En las referencias a conflictos en el espacio público, determinados colectivos que representarían la “diversidad cultural” aparecen como protagonistas. Según los resultados de la investigación centrada en la prensa, colectivos de inmigrantes, gitanos, pero también jóvenes, son grupos cuya mera presencia en determinadas zonas generaría miedo y haría que dichas zonas dejasen de ser utilizadas por los autóctonos.

La evolución de la presencia de estos conflictos en la prensa es seguida de cerca por el poder político local con el fin de dirigir su política de seguridad, sobre todo mediante los cuerpos de seguridad a su disposición. Lo cierto es que los medios tienen a los cuerpos policiales como fuentes privilegiadas de información, los cuales, a su vez, obtienen información de la ciudadanía. En este sentido, la dinámica de la información genera “un bucle que parece no tener fin” en el que la visualización amplificada de los conflictos en  la ciudad, generaría más presencia policial, la cual generaría más inseguridad, que daría paso a más atención de los medios, y así sucesivamente, de manera que determinadas zonas, como Cappont y Ciutat Vella, se verían sometidas a “estigmatización mediática, policial y ciudadana”.

Los conflictos que tienen más peso en el discurso de las personas entrevistadas son los que los autores denominan “conflictos difusos”, aquellos en los que no se identifica a la persona o personas responsables sino que se refieren a colectivos a los que se les atribuyen ciertos patrones de conducta. Generalmente, estos conflictos son el contexto en los que se sitúan las referencias al miedo, al cambio en los usos de la ciudad y las demandas de intervención de la Administración .  Sin embargo, a pesar de ello, los autores afirman que Lérida es una ciudad tranquila, en la que hay “la sensación, bastante extendida, de que (...) es una ciudad con un nivel de conflicto relativamente bajo y con un grado de seguridad medio-alto”, lo cual no es óbice para descartar la materialización de situaciones temidas, con el desarrollo de las consiguientes dinámicas violentas que degradan la convivencia.

Sobre la prensa, los medios de comunicación en general, y su papel en el desarrollo de los conflictos urbanos que generan inseguridad, situado más allá del de meros intermediarios entre la ciudadanía y la Administración, me gustaría hacer algunas puntualizaciones a propósito de la inmigración.

Al margen de la consistencia de la base objetiva que tenga esta sensación de inseguridad a la que se ha hecho referencia anteriormente para el caso de algunos barrios de Lérida, lo cierto es que la inmigración, la presencia entre nosotros de personas que provienen de países del considerado Tercer Mundo, genera inseguridad. Desde luego, las opiniones y las actitudes de quienes integramos la sociedad receptora ante las diversas manifestaciones de la alteridad son variadas pero pienso que no es razonable ignorar que, en el caso de un segmento no despreciable de esta sociedad, se podrían alinear entre el miedo, el sentimiento de angustia ante la proximidad de algún daño real o imaginario y la inquietud por la incapacidad no ya de prever las consecuencias reales que para nuestras vidas cotidianas va a tener este flujo creciente de personas, sino de llegar siquiera a vislumbrar sus contornos[13]. En este sentido, sostener públicamente que la inseguridad obedece a la presencia de extranjeros entre nosotros además de ser un error puede ser hasta peligroso, pero no lo será menos negar la experiencia y las percepciones de quienes de una u otra manera se ven inquietados por la vecindad de determinados colectivos de personas inmigradas, porque además de improductivo --no se consigue atenuar la sensación de inseguridad-- genera más tensión y amplifica los contornos del conflicto que la convivencia pueda expresar, a base de incomprensión y frustración. 

Pienso que los medios de comunicación tienen cierta responsabilidad en el hecho de que la inmigración sea un fenómeno que se vive si no con miedo, sí con cierta inquietud por parte de la sociedad que la recibe. Yendo más allá del vocabulario más o menos alarmista que suele utilizarse en la publicación de noticias referentes a la inmigración y a su integración en nuestra sociedad, puede pensarse que hay un mecanismo más sutil pero mucho más potente que podría explicar ese miedo a la inmigración. Me refiero a lo que llamo “el secuestro del discurso”. Consiste, según creo, en la imposición de ciertas formas de expresión, de ciertas maneras de pensar incluso, que provocan, en última instancia, la negación de la experiencia que la gente tiene de la realidad que vive cotidianamente, en este caso la experiencia cotidiana de la inmigración. La imposición de una determinada visión de las cosas y de un lenguaje “políticamente correcto” para referirse a ellas ahoga el discurso común ordinario, que no puede ordenar la experiencia cotidiana de la inmigración. Al final, el conflicto no puede expresarse, se reprime y, como no se puede hablar de él, puede acabar por explotar violentamente.

La base de esta imposición de la que participan los medios de comunicación estaría constituida por sus conexiones con otros campos que deben buena parte de su potencia y hasta de su existencia al campo periodístico, principalmente por sus conexiones con la ciencia y la política[14]. 

Creo que, tal y como he dicho anteriormente, la inmigración se manifiesta de forma problemática en la vida cotidiana. Su encaje fricciona en una línea de tensión que se extiende entre el derecho de todo individuo a cambiar de vida para mejorarla y el derecho de las sociedades organizadas políticamente a regular su entrada y su asentamiento. Hasta que la crisis económica ha llegado, en barrios como los de la capital ilerdense, los vecinos de determinadas zonas han visto cómo el componente inmigrado ha ido creciendo día a día; que en algunas calles, la mayor parte de los comercios han sido alquilados o comprados por extranjeros; que cada vez más sectores de empleo se están orientando, casi de forma exclusiva, hacia colectivos inmigrados; que sus solicitudes de subvención para el comedor escolar de sus hijos han sido rechazadas cuando los hijos de sus vecinos marroquíes, pakistaníes o senegaleses se benefician de tales ayudas[15]. Sin embargo, no pueden expresar la experiencia de esta realidad más allá de los límites del barrio, fuera de sus parques o de sus bares; no pueden hablar de ella con nadie que no sea de los suyos.

En muchas ocasiones, el discurso científico, que alimenta el político y junto a él ostenta carta de garantía para circular por los canales de expresión institucionales y públicos, niega esa experiencia cotidiana a la que me refiero:  los inmigrantes no son muchos, no nos están quitando el trabajo y el Estado del bienestar nos acomoda a todos... En el extremo, como algún representante de este discurso ha sostenido, la inmigración no existe[16]. Y parece que la verdad de las cosas, entre ellas la verdad sobre la inmigración, no puede estar sino de parte de quien está en disposición de generar verdad, investido de esa autoridad por el conjunto de la sociedad. Hay cosas que no pueden ser dichas y quien las diga, quien las piense incluso, por mucho que las viva, se equivoca peligrosamente. En cualquier caso, difícilmente podrán expresarse públicamente sin sufrir censura y corrección.

Es cuando alguien autorizado opina al margen de este discurso dominante cuando esta represión, que entonces se deshace de la condescendencia que merece el ciudadano de a pie, se torna mucho más violenta. Entonces, los medios de comunicación, presididos por ese discurso, se manifiestan como centinelas de la corrección política, como auténticos policías de esa opinión minoritaria impuesta a la mayoría con la etiqueta de "progresista". Quizás queden ya lejos los tiempos en que Heribert Barrera opinó sobre las consecuencias de la inmigración en la nación y en la lengua catalanas[17]. Aún así, por tratarse de quien se trata, el ejemplo es paradigmático y es perfectamente válido para el tiempo actual. La reacción inmediata que merecieron aquellas opiniones, conformada en prensa, radio y televisión desde diferentes sectores del espectro político y cultural, es una muestra de lo que digo. No pretendo discutir la bondad o el acierto de esas opiniones, llamo la atención sobre la reacción que propició y sobre lo que puso al descubierto: el total desencuentro que hay entre la expresión inmediata de la experiencia de una convivencia no siempre fácil y el discurso políticamente correcto de una minoría organizada que, aún arrogándose la representatividad del conjunto de la sociedad, suele mantener una distancia física y social considerable respecto de esa realidad. 

El secuestro del discurso es la consecuencia de la imposición que supone la corrección política, imposición que sobrepasa la mera expresión de las ideas y que ejerce un férreo control sobre la mismísima libertad de pensamiento, un control tan estrecho que no sólo impide discutir abiertamente un verdadero pensamiento único sobre determinadas cuestiones, en este caso sobre la inmigración, sino que llega a provocar que hasta el más íntimo disentimiento incomode. Esta imposición, de reminiscencias construccionistas llevadas al límite, se basa en la idea de que las cosas son tal y como se dicen y que, por lo tanto, si se sigue hablando de ellas de una determinada manera, se perpetúan así en el tiempo, o si se habla de ellas en términos nuevos, se pueden provocar cambios en ellas en el sentido deseado. En esta línea, la realidad social sería poco más que un artificio del lenguaje con escasa sustancia material.

Pero, ¿qué consigue ese autoritarismo bienpensante sino imponer una auténtica pedagogía del silencio? Secuestrando el discurso que surge de la experiencia  conflictiva de la inmigración y pretendiendo su sustitución por otro políticamente correcto no enseña más que a callar lo que no se quiere oír pero, ¿le importa de verdad cómo se continúa viviendo la experiencia de la inmigración? ¿Cuántos críticos de Barrera entraron a fondo en sus opiniones? ¿Dónde estuvo el debate de las ideas? Sencillamente, bastó con la denuncia y el atropello del que pensó diferente. Dio la impresión de que, con una ligereza espeluznante por su semblanza a los juicios sumarísimos, se pensó que ni merecían el esfuerzo de debatirlas. Elisabeth Noelle-Neumann ha desarrollado una teoría para el análisis de la opinión pública que, hasta cierto punto, permitiría abordar formalmente este secuestro del discurso[18]. Según esta teoría, "la opinión pública son las opiniones y comportamientos que hay que expresar o adoptar si uno no quiere aislarse. El orden vigente es mantenido, por una parte, por el miedo individual al aislamiento y la necesidad de aceptación; por la otra, por la exigencia pública, que tiene el peso de la sentencia de un tribunal, de que nos amoldemos a las opiniones y a los comportamientos establecidos."[19]. A medida que se va conformando una determinada opinión pública, un determinado discurso público sobre algún tema concreto, se eleva una auténtica "espiral de silencio" que arrastra cualquier expresión que lo contradiga o lo ponga en cuestión. Según Noelle-Neumann, es nuestra naturaleza social la que alimenta esta espiral, es nuestra naturaleza social la que nos hace temer la separación y el aislamiento de los demás en una estrategia de búsqueda del éxito social. Para mí, es esta espiral la que secuestraría el discurso común ordinario. 

Pero como he dicho antes, sólo hasta cierto punto la teoría de la espiral del silencio me sirve para provocar la realidad en el asunto que centra esta reflexión porque considera que la opinión pública, como mecanismo de control social que se extiende sobre la sociedad entera, genera integración[20]. Al menos en este asunto de la inmigración, tengo mis dudas sobre esto. ¿Hasta qué punto esa distancia entre el discurso políticamente correcto de unas minorías ilustradas y organizadas y la opinión popular que nace de las dificultades propias de la convivencia cotidiana permite la cohesión social? La opinión pública no puede ser considerada como flotando sobre todos y cada uno de los ámbitos de la existencia de los individuos. Podría aceptarse que presidiese el ámbito más público pero ¿qué hay de aquellos otros en los que predominan las relaciones menos genéricas, las relaciones cara-a-cara como las que se dan en los círculos familiares o de amigos? En éstos, ese discurso de ascendencia científica no puede coartar la expresión de una experiencia directa de la inmigración, una experiencia que, conviene decirlo otra vez, se apoya sobre prejuicios muy extendidos que tampoco es ahora momento de analizar pero que están en la base de ese temor y de ese rechazo de la inmigración que, a pesar de la presión de la corrección política, no remiten. 

Y esto es, a mi juicio, lo verdaderamente preocupante. Pienso que el resultado de este auténtico secuestro del discurso es mucho más peligroso que el mal que intenta conjurar. En lugar de corregir la percepción que se tiene de la realidad y, por ende, la realidad misma, reprime la experiencia del conflicto y éste, que queda latente alimentando desconfianzas y temores, puede acabar, como decía al inicio, por explotar violentamente. Volviendo al caso que he citado como referencia, en los días que siguieron a la publicación de los comentarios de Heribert Barrera, algunas fachadas de mi ciudad, otra ciudad mediana como Lérida situada en el entorno metropolitano de Barcelona, fueron emborronadas con furtivas pintadas como aquella que decía "Barrera té raó", y en las tertulias radiofónicas sobre el asunto, los exabruptos y hasta las descalificaciones dieron cuenta tanto del carácter ahogado de ese conflicto como de la falta de oportunidad y de espacios para un debate más abierto y sereno entre esos discursos que, en ocasiones, se oponen frontalmente[21]. 

Conclusiones y sugerencias para el desarrollo de la investigación 

Finalmente, el sexto capítulo del libro está dedicado al análisis de algunos lugares concretos de esa ciudad tranquila que es Lérida, con niveles de delincuencia y victimización parecidos a los del conjunto de Cataluña, España y Europa, en la que su población hace una valoración bastante positiva de su policía y para la que la seguridad, según datos recientes elaborados en el marco de la investigación, es un problema valorado por detrás de otros como la vivienda, el incivismo o la inmigración.

Los lugares conflictivos identificados, o hotspots, son el centro histórico, la zona de la Universidad y el eje comercial y las estaciones de autobuses y ferrocarril. Se trata de lugares que se han revelado como escenarios habituales de conflictos y de actividad delincuencial referidos por los usuarios cuando hablan de inseguridad.

El capítulo -y el libro- acaba con unas conclusiones que quieren ser “unas directrices que (...) deberían guiar una política para mejorar la convivencia y la cohesión social y para reforzar la sensación de seguridad”. Algunas son de carácter más concreto y hacen referencia, por ejemplo, a la necesidad de que la Administración potencie que organismos independientes realicen estudios sobre la inseguridad y los conflictos urbanos, que puedan servir de base a las intervenciones públicas en el marco necesario de colaboración entre actores implicados e interesados en la gestión de la ciudad. O a la importancia que tienen los mecanismos de monitorización constante de las dinámicas conflictivas que se van manifestando, y los instrumentos de mediación.

Hay otras directrices de carácter más político, que van en la línea de reconocer la ineficacia de las intervenciones unidireccionales, parciales, centradas en aspectos concretos de los problemas de inseguridad, o la necesidad de fomentar una sensibilidad política que se preocupe y se ocupe de reforzar la cohesión social, así como de la promoción de un uso amplio y socializador del espacio público.

Para acabar, los autores ofrecen algunas propuestas sobre intervenciones estrictamente espaciales que hacen referencia a la degradación social, urbanística y territorial, y a la uniformidad funcional, como fenómenos directamente relacionados con los problemas que han centrado la investigación. También destacan la importancia que tiene, más allá de las realizaciones concretas resultado de las políticas públicas, el carácter participativo de las mismas, y la ineludible exigencia de eficiencia en su implementación.

Sin duda, este trabajo tiene un gran interés y debe ser una referencia para los estudios geográficos de estas características, así como para el conjunto de las personas interesadas en el fenómeno de la inseguridad, entre ellas los profesionales que se dedican a la seguridad pública.

Precisamente, en relación con estos últimos quiero hacer una sugerencia para los autores --que no un reproche-- en su proyecto de aplicar la metodología seguida en la investigación al caso de otras ciudades medias de Cataluña. Creo que sería de muchísimo interés incorporar la perspectiva y el discurso de los mismos policías. Sería un interesante complemento. No debe pensarse que hay una sintonía perfecta entre las imágenes que revela la cartografía de los datos policiales y el discurso de los policías, generado a partir de representaciones sociales sobre la ciudad, sobre la profesión y su ejercicio en ella y sobre la inseguridad. Desde luego, esta incorporación vendría a abrir una línea de trabajo hasta ahora inédita en nuestro país.

Por último, un comentario sobre aspectos puramente formales y algunas sugerencias para el futuro desarrollo de la investigación. Da la impresión de cierta falta de orden y de concisión en la exposición del mapa conceptual que ha dirigido la investigación. Las alusiones a los presupuestos conceptuales y metodológicos aparecen en diversas ocasiones, en diferentes capítulos. Por otra parte, creo que la claridad con la que se expone la hipótesis de trabajo, a saber que la inseguridad se manifiesta más a propósito de conflictos de convivencia en el espacio público que en relación con la ocurrencia de hechos delictivos, no se ha visto acompañada de una reflexión sobre el espacio público y los conflictos en él, o sobre las demandas de seguridad en la sociedad actual y, en particular, de la población leridana, la cual hubiese contribuido a reforzar algunas ideas que, en algunos casos, como la idea misma de conflicto, son enunciadas demasiado brevemente a pesar de su centralidad.

Aunque implícitamente puede entreverse en diversos pasajes de la obra, una reflexión como la que se menciona puede servir para caracterizar la búsqueda y las demandas de seguridad en la sociedad actual a partir del caso de Lérida. En general, en mi opinión, podría decirse que esta búsqueda no está dando los resultados esperados, en el sentido que genera frustración y más inseguridad. Actualmente, como señalan los autores, la búsqueda de la seguridad no encuentra causas objetivas sobre las que operar, medibles y tratables mediante la estadística. El miedo y las demandas de seguridad tienen más que ver con la forma que ha adoptado el mundo actual y con la constitución de la individualidad en él, con las amenazas y los riesgos que produce la propia civilización, con un panorama general de incertidumbre que se ha ido extendiendo con la globalización y que parecemos no saber gestionar[22].

Parece que las exigencias de seguridad no se corresponden con un aumento de las amenazas objetivas de modo que crece la inseguridad sin que hayan aumentado el número y la gravedad de los peligros. Nunca hemos vivido en una sociedad tan segura y sin embargo seguimos queriendo más seguridad, afectados por una incómoda mezcla de seguridad e inseguridad, por un malestar complejo que incluye incertidumbre y peligro, responsable de que soportemos cada vez menos y peor aquello gracias a lo cual nos va bien[23].

En la sociedad actual, los riesgos ocupan el lugar que en las anteriores correspondía a la producción de bienes materiales[24]. Mediante la producción de riesgos, hemos abandonado la seguridad de las necesidades, fijada por su finitud y por las posibilidades de su satisfacción. Porque mientras que éstas pueden ser satisfechas, los riesgos son maleables indefinidamente[25]. Los riesgos difusos han ocupado el espacio de las carencias visibles. Si las sociedades industriales estaban interesadas en la igualdad, las actuales se deshacen buscando la seguridad. Hoy, el vínculo del miedo ha sustituido al vínculo de la necesidad, y los riesgos invisibles a los peligros visibles, de manera que las pasiones que antaño se movilizaban para cambiar el mundo en clave de más igualdad, ahora lo hacen para asegurar lo que tenemos, lo que cada uno tiene o considera que tiene. Así las cosas, pienso que nuestra disposición a aceptar el riesgo ha disminuido considerablemente debido a ciertas peculiaridades de la sociedad actual. Destacaré, entre las que puedan haber, dos de ellas: la fragilidad biográfica de los individuos y la inseguridad que resulta de una forma de vida desterritorializada.

En primer lugar está el hecho de que los sentimientos de incertidumbre, vulnerabilidad e inseguridad que se inscriben en las biografías como resultado del proceso de individualización  son un rasgo distintivo de nuestra sociedad postindustrial[26]. La búsqueda de seguridad es una respuesta a la experiencia del aislamiento social, la responsable, más que el miedo a los desmanes de la tecnología o a la delincuencia, de nuestra preocupación por la seguridad personal. Sabemos de la volatilidad de las posiciones y del estatus social, y nos sentimos inseguros, y nos hacemos precavidos. Las trayectorias vitales serían “soluciones biográficas a contradicciones sistémicas”: mientras que se siguen produciendo riesgos sociales, el deber y la necesidad de hacerles frente van siendo individualizados. Lo que ocurre es que los problemas de cada uno de nosotros no se suman en una causa común; individualmente, es como si no pudiesen ser encajados con los de los demás. Los reality shows de todo tipo se encargan de demostrarnos que cada cual arrastra sus problemas y se las arregla para salir adelante solo; su éxito radica en que nos tranquiliza ver cómo todo el mundo lucha diariamente con ellos, animándonos –cuando nadie más lo hace de manera tan cercana— a seguir haciéndolo, a luchar solos, libres de las ataduras de nada ni de nadie.

Precisamente, nuestra fragilidad individual se agudiza cuando la libertad se entiende, básicamente, como emancipación respecto de las dependencias sociales y culturales, cuando la autorrealización pasa necesariamente por la desvinculación; cuando todo lo externo –los lugares comunes, los lazos sociales o las instituciones— es represión y alienación. Dicha concepción de la libertad también actúa como resorte de esa denodada búsqueda de seguridad pues nos impide contar con la seguridad que se deriva de la estabilidad de los orígenes, de las tradiciones y de las instituciones.

Finalmente, creo que hay toda una dimensión de la búsqueda de seguridad en la sociedad actual que tiene que ver con los espacios que ésta ha constituido. Hay una vulnerabilidad propia de las actuales estructuras urbanas y hay una inseguridad distintiva de los nuevos espacios globalizados. La inseguridad no es una anomalía corregible mediante seguridad y buena voluntad: es una consecuencia lógica de determinados procesos sociales, algunos de naturaleza claramente territorial.            

Hasta mediado el siglo XX, las formas de vida estaban fuertemente vinculadas al territorio y esta territorialización se concretaba en cosas como la estabilidad del domicilio, la memoria colectiva del barrio, lugares sociales apenas especializados en nada, una gran permeabilidad de lo público y lo privado, o la conciencia compartida de pertenecer a algún sitio. Hoy, una vida social menos territorializada debilita las formas de vigilancia y solidaridad locales, y agudiza la vulnerabilidad de personas cada vez más inseguras. En no poca medida, la búsqueda actual de la seguridad tiene que ver con la necesidad de sustituir activamente formas sociales de control que tanto se han debilitado en la actual sociedad.

Hasta aquel momento, la clara delimitación de los espacios de representación nos había dado cierta seguridad pero, como sabemos, la globalización los ha ido desordenando poco a poco, debilitando y disolviendo sus límites, dejándonos así en un estado de permanente inseguridad, desprovistos de la certeza, la orientación y la estabilidad que los límites ofrecen. En este mundo de territorialidad difusa, no hay límites: ni para la información, ni para el poder, pero tampoco para el terror o para la destrucción ambiental. Y la caída de los límites, tan celebrada a veces, ha generado otros espacios tan poco seguros y muchas veces tan poco dignos como los que corresponden a la inmigración, a los refugiados o a los llamados ilegales; espacios como Guantánamo, que albergan a personas a las que todavía no sabemos cómo tratar o qué derecho aplicar.

Ciertamente, la búsqueda o la gestión de la seguridad en una sociedad como la actual es cualquier cosa menos una tarea sencilla. Los ámbitos de decisión y responsabilidad no son claros por lo que protestar es difícil y se abusa de la disculpa. Las amenazas ya no provienen de un lugar determinado. Son tan difusas como los flujos que las dirigen y, así, nos mantienen en un estado de inseguridad latente, siempre en busca de más seguridad. En todo caso, no vienen de afuera porque sabemos que la globalización, más que una mera ampliación del espacio, supone una nueva comprensión del mundo bajo la forma de un mundo sin alrededores en el que nuestra seguridad ya no depende de que las cosas pasen en otros lugares. No hay nada ni nadie afuera. Los excluidos y las amenazas a nuestra seguridad pueden estar –y de hecho están— en el mismo núcleo de nuestra sociedad, de ahí que el reto sea constituir un mundo verdaderamente seguro, sin alrededores en su interior, y sobre la base de una ciudadanía activa y responsable que deje atrás los despojos de la individualización antes mencionada. La seguridad, también en Lérida, depende de tomar conciencia de ello, de acuerdo con las propuestas que Pedro Fraile, Quim Bonastra, Gabriela Rodríguez y Celeste Arella ofrecen en su libro.


Notas

[1] Innerarity, 2004, p. 166.

[2] Fraile et al. 2010.

[3] Fraile, 2008 o Fraile y Bonastra, 2009

[4] Castells, 1995

[5] Maillard, 2002

[6] Sobre esta cuestión, véase también Fraile y Bonastra, 2010

[7] Giddens, 1999.

[8] Castel, 2003

[9] Capel, 2001, p. 115-147.

[10] Requena, 2010

[11] La expresión es de Almudena Grandes, 2010.

[12] Wacquant, 2001.

[13] Buenos ejemplos de estas opiniones y actitudes están recogidos en un estudio ya clásico realizado por el Colectivo IOÉ que, aunque de 1995, todavía sirve para ilustrar lo que digo.

[14] Cabe preguntarse si en sociedades complejas como las nuestras existiría la política si no tuviese un campo como el que constituyen los medios de comunicación.

[15] Quizás sólo conozcan a uno pero la referencia puede resultar suficiente para sentir el agravio comparativo.

[16] Me refiero al antropólogo Manuel Delgado.

[17] Febrero-marzo de 2001

[18] Noelle-Neumann, 1995 (1984).

[19] Noelle-Neumann, op. cit., p. 89.

[20] Noelle-Neumann, op. cit., p. 177-182.

[21] "No somos racistas pero tampoco gilipollas". De este modo, en ese tono ciertamente crispado y pienso que reclamando por adelantado el reconocimiento del propio discurso, un representante político y vecinal (Julio Molina, exconcejal del Ayuntamiento de Badalona por Iniciativa de Catalunya-Verds y presidente de la Asociación de Vecinos del Barrio de La Pau y de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Badalona) exigía públicamente de la Administración, en unas manifestaciones registradas y reproducidas por la emisora Catalunya Radio, ese debate al que me refiero después de que gravísimos disturbios en un barrio marginal de una de nuestras ciudades culminaran, aquel verano de 2001, meses de convivencia difícil entre autóctonos y diferentes colectivos inmigrados. Se exigía, ni más ni menos, que la intervención sobre una realidad manifiestamente conflictiva desde el encuentro entre un proyecto de sociedad y la experiencia cotidiana.

[22] Innerarity, opus cit.

[23] Bauman, 2001, p. 53-70.

[24] Beck, 1988.

[25] Innerarity, op. cit., p. 153.

[26] Bauman, op. cit.

 

Bibliografía

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Ficha bibliográfica:

REQUENA, J. La geografía de la inseguridad en la ciudad. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 30 de junio de 2011, Vol. XV, nº 929.<http://www.ub.es/geocrit/b3w-929.htm>. [ISSN 1138-9796].