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UNIVERSIDAD DE BARCELONA
ISSN:  0210-0754 
Depósito Legal: B. 9.348-1976
Año XVI.   Número: 91
Enero de 1991

LA CIUDAD PERCIBIDA. MURALLAS Y ENSANCHES DESDE LAS GUIAS URBANAS DEL SIGLO XIX

 María del Mar Serrano Segura



ÍNDICE

Nota sobre la autora
LA CIUDAD PERCIBIDA. MURALLAS Y ENSANCHES DESDE LAS GUIAS URBANAS DEL SIGLO XIX
Las murallas: de collar de perlas a cinturón opresor
El camino hacia la uniformidad del plano urbano
Proyectos y realizaciones de ensanches
Los ensanches en las guías
Conclusiones
Bibliografía



Nota sobre la autora

María del Mar Serrano Segura nació en Barcelona donde realizó estudios de geografía en la Facultad Geografía e Historia de la U.B., obteniendo su licenciatura en 1986.

Desde hace algún tiempo se interesa por el campo de la geografía de la percepción relacionada con la literatura viajera. Fruto de ese interés han sido los últimos trabajos sobre el tratamiento dado en este tipo de obras a las cárceles y las murallas, la percepción del desarrollo industrial y los conflictos urbanos que se derivan de mismo.

Colabora desde 1988 en el Departamento de Geografía Humana de la misma Facultad como becaria de investigación y ultima su tesis doctoral que con el título de La percepción del espacio geográfico a través de las guías y los relatos de viaje en la España del XIX está próxima a presentarse.

Este trabajo se publica en el marco del programa de investigación de la CICYT PB87-0462-C05-02.



LA CIUDAD PERCIBIDA. MURALLAS Y ENSANCHES DESDE LAS GUIAS URBANAS DEL SIGLO XIX 

Por María del Mar Serrano Segura

La tradición de los relatos de viaje se remonta muy atrás en el tiempo y la existencia de las guías, ya sean de ciudades, provinciales, de caminos, itinerarias, comerciales, estrictamente monumentales, turísticas y de otros muchos tipos, aunque mucho más reciente, era ya dilatada en el siglo XIX, época en la que centra la atención este trabajo.

Por lo que se refiere a España, si bien escasas, pueden encontrarse guías de caminos en el siglo XVI e incluso antes, y a principios del XVII existía ya una cierta tradición de guías urbanas, por lo menos en lo que hace referencia a la capital y a las grandes ciudades de la época. Sin embargo, fue en el siglo XIX cuando se produjo el incremento en la producción de este tipo de obras.

El aumento en la demanda de la literatura de viajes no fue desde luego casual, sino que guarda una relación muy directa con las transformaciones económicas y sociales de la época, que lograron que una parte cada vez más amplia de la sociedad se convirtiera en viajera, siquiera alguna vez en su vida. También lógicamente se relaciona con las mejoras técnicas introducidas en las comunicaciones y los medios de transporte que posibilitaron este hecho.

Todos esos nuevos viajeros demandaron una ampliación en la oferta de la literatura de viaje. Los que realmente viajaban, guías que les indicaran las cosas más interesantes de las ciudades que estaban interesados en visitar, itinerarios de caminos para llegar hasta ellas, incluso relatos de viajes escritos por autores que habían visitado ya el país que ellos aspiraban a ver. Pero la literatura viajera era consumida también por aquellos lectores que jamás se aventuraron a viajar a esos países y que suplieron su propio viaje con la lectura de los viajes de otros. Manual para viajeros por España y lectores en casa, tituló uno de los más conocidos autores de guías su obra, conocedor del público a la que iba dirigida[1].

La utilidad que podía reportar un relato de viaje o una guía variaba, dependiendo obviamente de su extensión, su rigurosidad, el esfuerzo empleado tanto en recabar los datos como en presentarlos de forma clara y pormenorizada. Toda la literatura viajera puede clasificarse como libro de viaje, como itinerario, como guía, pero con esa clasificación a nadie se le escapa que se mezclan meras obras de entretenimiento elaboradas a ratos perdidos por algún autor, más o menos conocedor del tema, y con una finalidad puramente crematística, con otras obras realizadas a base de esfuerzo y tesón, que van más allá de esa idea.

La diversidad y distinta calidad de las guías tenía que ver con la capacidad y el interés del autor, pero también con los motivos de su publicación y con las fuentes que utilizaban. Muchos de los autores de guías y viajes no dudaron en referirse explícitamente a anteriores autores en los que se habían basado o inspirado, y aun no pocas veces plagiado absolutamente, si bien en estos casos resulta obvio que no hicieran mención de ello, al menos de forma directa.

Pero, tanto en el caso de que la guía incluyera la aportación de nuevos datos, como si no era más que un refrito de obras anteriores, transmitía una imagen de la ciudad que el lector asimilaba. Ese es el aspecto que más puede interesar desde una perspectiva geográfica.

La idea que de un espacio geográfico concreto se posee es, en gran medida, fruto de cómo es descrito en las obras geográficas, puesto que la experiencia personal, salvo que el espacio en cuestión sea aquel en el que nos desenvolvemos cotidianamente, resulta casi siempre mucho más difícil. Pero incluso si la experiencia personal llega a realizarse, estará mediatizada por lo que previamente sabíamos del espacio a conocer.

Este conocimiento nos llega a través de varias fuentes, una de las principales es la literatura viajera en la cual están incluidas las guías de viaje. Guías y relatos de viaje describieron en el pasado al igual que lo siguen haciendo hoy un territorio concreto, España, tanto a los propios habitantes como a los viajeros extranjeros que la visitaban.

La imagen de la ciudad que las guías transmitieron dependió en gran manera de la ideología de su autor. Esta ideología no siempre se manifestaba de forma clara, por lo que el análisis de las guías de ciudades publicadas sólo es fructífero si se realiza con minuciosidad y, muchas veces, leyendo entre líneas. Las ideas de los autores, no sólo sobre la ciudad que estaban describiendo, sino sobre la sociedad que las habitaba, aparecen sutilmente en aspectos como las leyendas sobre el orígen de las ciudades, presentadas éstas no como tales leyendas sino como hechos positivos; la persistencia del cómputo cronológico sagrado para medir el tiempo histórico; el mayor o menor peso de los temas eclesiásticos tratados en este tipo de obras; el tratamiento del pasado histórico remoto o reciente; el determinismo climático, o la propia presentación de la ciudad, paradójicamente descrita a veces como centro de perdición moral, a pesar del tono apologético. Todo pasó por el filtro ideológico del autor.

Los autores de guías pertenecieron a todas las capas de la sociedad, no solamente en lo económico, sino también en lo profesional, desde cesantes a directivos, desde e! párroco conservador y erudito que escribía sobre su pequeña ciudad natal o ei pueblo donde se hallaba enclavada su parroquia, hasta el liberal que escogía la descripción de una gran ciudad y describía sus adelantos; desde el laureado académico que prefería la guía artístico-monumental, hasta el avispado librero que pergeñaba una guía más útil al forastero desplazado, más proclive a visitar los cafés y paseos que las iglesias monumentales.

Cada circunstancia personal, cada manera de percibir la realidad circundante, quedó reflejada en las obras que escribieron, a veces de forma clara, otras de manera mucho más sutil. Dependía, lógicamente de su lugar más o menos asegurado socialmente, tanto como de la época en que escribiera, de si corrían o no aires más o menos tolerantes para manifestar públicamente y por escrito las opiniones contrarias a las imperantes, o las críticas. Pero lo que se pretende resaltar aquí, no es si podían o no hacerlo, sino que realmente lo hicieron, llenando de carga ideológica las guías urbanas, obras que, precisamente porque el modelo que tenemos hoy más inmediato es mucho más neutro en este sentido, acostumbramos a pensar que siempre estuvieron limitadas a describir únicamente la morfología de la ciudad.

El interés por situar el análisis en las obras publicadas durante el siglo XIX radica en que para España esa etapa fue clave en cuanto a transformaciones sociales, económicas y políticas que, a su vez, transformaron las ciudades y pueblos también en su aspecto morfológico.

Relatos y guías se hicieron eco de todas las transformaciones que las ciudades fueron experimentando, de las modificaciones en su trama, de la expansión más allá de las murallas, de ¡os avances técnicos introducidos en los núcleos urbanos como el alumbrado o el agua potable en las fuentes públicas, de las nuevas normativas higiénicas destinadas a mejorar la calidad de vida de los habitantes como el traslado de los cementerios fuera de los núcleos de población, del impacto de la industria, o de la repercusión de las desamortizaciones sobre el plano de la ciudad. A veces se limitaron a señalar sin más los cambios que se estaban produciendo; otras, las más, añadieron comentarios valorativos a sus descripciones. Esos comentarios nos permiten saber hoy cuál era la imagen de la ciudad que estos autores tenían y que transmitieron a los que leían sus obras, un público cada vez más amplio y diversificado.

No ha sido posible contemplar aquí, ni aun de forma resumida, todas las materias que guías y relatos de viaje trataron, ni tampoco todas las derivaciones ideológicas que pueden observarse en ellas desde nuestra perspectiva. El presente trabajo forma parte de otro de mayor envergadura que poco a poco ha ido cobrando forma hasta convertirse en una tesis doctoral que con el título de «Percepción del espacio geográfico a través de las guías turísticas y los relatos de viaje en la España del siglo XIX» está próxima a presentarse. Por otro lado, algunos de los temas han sido tratados ya en otros escritos[2].

He centrado la atención esta vez en sólo dos temas, tal vez los más característicos de las grandes ciudades españolas del siglo XIX: las antiguas murallas y los modernos ensanches. Las primeras, que imprimieron carácter a las viejas ciudades, tuvieron que ceder para dar paso a los segundos, que pasaron pronto a ser el símbolo de los nuevos centros urbanos.

Por lo que respecta a la planificación urbana, el siglo XIX supone la innovación cuando se adoptan los principios racionales del espacio geométrico mediante el sistema de cuadrícula o radial de los ensanches, abandonando la jerarquización en el trazado urbano en favor de la uniformidad sistemática. Paradójicamente, en el siglo del romanticismo, las ciudades se trazaron siguiendo el modelo que la razón dictaba. Los viajeros románticos dejaron escrita su disconformidad en los relatos mientras que las guías, por su parte, estuvieron en cambio del lado de la racionalidad y recibieron con satisfacción las formas rectas de los ensanches.

Antes, no obstante, se hizo necesario destruir las murallas que rodeaban las ciudades en expansión. Pronto los antiguos vestigios de la grandeza de las ciudades, pues a su sombra se habían producido los hechos de armas que les habían otorgado honor, o al menos así es cómo se percibía desde las respectivas guías locales, pasaron a ser sólo un vestigio de la opresión, el símbolo de la falta de libertad. Dejaron de ser monumentos históricos para transformarse, también desde la perspectiva de las guías urbanas, en simples estorbos que impedían la expansión de la ciudad y, por lo tanto, su grandeza.

Obviamente, y aunque deba indicarse el proceso de desarrollo de los ensanches y los hechos concretos que condujeron al derribo de las murallas, se hará aquí más hincapié en las representaciones subjetivas que en la realidad objetiva, puesto que lo que nos interesa ahora no es tanto aquello que realmente estaba cambiando en las ciudades como lo que de estos cambios se percibía y la forma como se transmitieron en la literatura viajera, principalmente en las guías urbanas.

Las murallas: de collar de perlas a cinturón opresor

Si los cambios urbanísticos habían contribuido a transformar la fisonomía de las ciudades españolas durante la primera mitad del siglo XIX, esos mismos cambios se multiplicaron, acelerando además su proceso, en las décadas siguientes. 

Cuando los solares de los antiguos conventos e iglesias afectados por la desamortización de Mendizábal fueron ocupados por nuevas construcciones o por espacios abiertos que paliaran la creciente asfixia de los núcleos urbanos, una vez más se hizo necesario pensar en nuevos espacios, imprescindibles ante la creciente expansión demográfica de algunas ciudades a resultas de la expansión industrial. El derribo de las antiguas murallas que las circundaban apareció como la única vía y la presión demográfica finalizó por derrocarlas, no sin previas e intensas discusiones, como en el caso de Barcelona.

Las guías urbanas fueron cambiando paulatinamente su punto de vista y allí donde apenas unos años antes veían uno de los monumentos que más carácter daba a la ciudad porque recordaba su pasado, poco después no vieron sino un estorbo para que, precisamente este carácter, proporcionado ahora por el futuro que representaba la industria, se expandiera.

Efectivamente, el desarrollo urbano planteó en el siglo XIX un problema añadido en aquellas ciudades que conservaban el recinto amurallado o en las que por su condición de plaza fuerte estaba prohibido edificar fuera de éste. A pesar de que el proceso desamortizador hubiera dejado espacios libres dentro de las murallas de la ciudad, cuando éstos fueron edificados se hicieron inaplazables los proyectos de ensanche y el derrocamiento de las mismas. El tiempo había hecho perder, por otro lado, valor estratégico a los recintos amurallados, ya que las nuevas técnicas de ofensiva bélica con artillería pesada y explosivos de largo alcance hacían ineficaz la defensa que en otro tiempo supusieron las murallas.

Las murallas de las ciudades, no obstante, se derribaron cada una en años diferentes y sin obedecer a un plan conjunto. Las de la ciudad de Burgos no permanecieron en pie más que hasta el primer tercio del siglo XIX, ya que se derribaron en 1831, mientras que las de Pamplona lo hicieron casi cien años más tarde, en 1920. Entre estas dos fechas, casi todas las poblaciones que poseían recinto amurallado lo vieron desaparecer.

Algunas murallas se fueron perdiendo poco a poco por efecto del tiempo, el abandono y, en el caso concreto de Zaragoza, también por la guerra. Zaragoza había visto desaparecer su muralla en el transcurso de los dos sitios de 1808 y 1809, si bien los últimos lienzos se perdieron mucho después, en 1867, cuando se procedió a ampliar la plaza de la Magdalena.

Las murallas exteriores de Granada habían sido derribadas en parte por el general Sebastiani, cuando ocupaba la ciudad bajo el régimen napoleónico. El derribo continuó décadas después cuando se fueron echando abajo varias puertas como la de los Molinos en 1833 o la del Pescado en 1840, junto con lienzos de muralla, hasta quedar en la actualidad sólo restos en la ciudad alta.

El recinto amurallado de Vigo, que databa de 1656, se demolió a mediados del siglo XIX cuando se inició el ensanche de la ciudad. Todavía en una guía de 1840 se indica que «toda ella está rodeada de baluartes y muralla, pero de mala y débil mampostería, cuyo circuito es de unos 2.344 pies, y presenta una figura muy irregular»[3].

En La Coruña, la muralla se había reconstruido a mediados del siglo XVIII «por los fundados temores que hubo de un golpe de mano por parte de los ingleses» y desde entonces «había subsistido con ligeras modificaciones en el mismo estado hasta 1840, en que con motivo de los sucesos políticos de la época, y en virtud de Real orden, se han demolido las dos primeras líneas del recinto de la ciudad por la parte que mira a la Pescadería»[4].

En Barcelona «en junio de 1843, la Junta Suprema Provisional de la Provincia, creada con motivo de los acontecimientos políticos, dispuso que se derribaran las murallas, a excepción de la del Mar; pero terminada la revolución, el gobierno desaprobó el derribo y mandó reparar los trozos de muralla que estaban ya derruidos»[5]. La muralla barcelonesa no sería derribada hasta 1854.

Las murallas de San Sebastián se abatieron por Real orden de 22 de abril de 1863 y poco después se inició el ensanche de la ciudad que hasta entonces se había desarrollado en torno de la fortaleza militar; a partir de ese momento el crecimiento tomó una nueva orientación hacia levante que, ya en el siglo XX, se completaría hasta crecer en todas direcciones.

Valencia comenzó el derribo de su recinto amurallado el 20 de febrero de 1865. La primera muralla valenciana había permanecido en pie hasta mediados del siglo XIV en que se produjo un ensanche de la ciudad. En esa fecha fue levantada la nueva muralla cuyo derribo inició el gobernador civil interino Ciril Amorós (1830-1887) quien, frente a la oposición del ejército, presentó la excusa de que era necesario proporcionar trabajo a los obreros en paro por la crisis que afectaba a la industria sedera en la época[6]. 

Apenas tres años antes, Antoine de Latour, que viajó a !a ciudad desde Aranjuez en 1862, había podido describir el recinto amurallado valenciano:

«Valencia posee todavía bellas murallas almenadas. Su recinto que, parecido a la cintura de una bella matrona se ha ido ensanchando con el progreso de los siglos, bajo los godos, los árabes, los cristianos, data, en su forma y extensión actuales, del reinado de don Pedro IV de Aragón y del año 1356 (...) El muro del recinto está provisto de ocho puertas, de las cuales cuatro son principales y cuatro de menor importancia»[7].

Sevilla, por su parte, vio desaparecer su cinto de murallas casi totalmente tres años después que el de Valencia, en 1868, cuando se derribaron las puertas de la Bargueta, Carmona, San Fernando y Osorio. En 1849, una guía sevillana hacía alarde todavía de su recinto amurallado, ya muy deteriorado, exaltando su valor histórico:

«Sevilla está ceñida (...) de una extensa cadena de muros antiquísimos, que data de diecinueve siglos y se atribuye al inmortal Julio César. En su circuito contábanse algún día hasta 166 torres, esparcidas a trechos, de las cuales se han derribado varias, como también las barbacanas, que por todas partes los ceñía, y de que sólo se conserva un pequeño resto, de inmponencia suma, ante el lienzo de muralla entre las puertas de la Macarena y Córdoba»[8].

Décadas antes de la demolición de la muralla, la población sevillana desbordaba su circuito. Fuera quedaban los arrabales o barrios de la Cestería, Baratillo, Carretería, Resolana, San Bernardo, Calzada de la Cruz del Campo, San Roque, Macarena, Humeros y, el principal de todos, el de Triana, que constituía por sí solo una población regular.

En Palma de Mallorca se procedió al derribo parcial de su recinto en 1873 y ya en el siglo XX, en agosto de 1902, tuvieron lugar grandes fiestas en la ciudad para celebrar el definitivo derribo. Las obras, no obstante, comenzadas por el baluarte de Zanoguera, se prolongaron a lo largo de más de treinta años, ya que hasta 1933 no se alcanzó el lienzo de muralla correspondiente al límite de la Riera.

A Madrid no la rodeaba propiamente una muralla. En el pasado había tenido dos, una interior que protegía la almudena y otra exterior, la primera con dos puertas y dos torreones y la segunda con cuatro puertas[9].

La que comúnmente se denominaba tercera muralla en el siglo XIX no era sino una cerca de mampostería sin torres y con varios portillos construida en el XVI, cuando Felipe II decidió hacer de Madrid la capital de su imperio en 1561 y comenzó a expandirse el caserío hacia el norte y el este. A lo largo del siglo siguiente, cuando las casas rebasaron los límites de este recinto durante el reinado de Felipe IV, éste, por Cédula de 9 de enero de 1625, ordenó al Ayuntamiento que de nuevo se rodease la ciudad con una cerca, una especie de tapia abundante en portillos que delimitaba un territorio más de seis veces mayor que el anterior. En 1827 era descrita así: «Está cercada la Villa de un simple muro de poco espesor, y se entra en ella por cinco puertas principales y varios portillos, sobresaliendo la de Alcalá por su admirable belleza, y después las de San Vicente, Toledo, Recoletos y los Pozos; las demás no ofrecen nada de notable». Para esa fecha Madrid contaba con una población de 180.000 almas y su contorno, comprendiendo el Retiro, abarcaba 47.335 pies y 9 pulgadas[10].

Todavía en 1843, Mendizábal proyectó para Madrid la construcción de una puerta en la carretera de Aragón de la que habría de partir la nueva muralla que dejaría a la fuente Castellana dentro del recinto, cuando en otras ciudades las miras comenzaban a ponerse en la destrucción de las suyas. Cuando finalmente se demolió la última cerca de Madrid nacieron los barrios de Pozas, Arguelles, Vallehermoso, del Indo, del Pacífico y otros.

Las guías urbanas de la época reflejaron la paulatina ruina de las murallas que circundaban algunas ciudades españolas. Si en 1837 una guía urbana de Córdoba podía decir al respecto de la antigua muralla romana que se extendía «largo trecho en las huertas del pago llamado de la Salud», esa misma guía reeditada en 1856 indica, en cambio, que «un gran trozo de este muro y de bastante elevación que aún estaba en pie a la entrada de las huertas se desplomó el 21 de febrero de 1841»[11].

De la muralla se habla en ésta y en otras muchas guías urbanas como de un monumento, de una reliquia del pasado que es necesario conservar, porque el no hacerlo denota ignorancia e insensatez. Las murallas y sus torres eran la demostración de un pasado histórico glorioso en el que muchas veces la ciudad era rica, esplendorosa y fuerte; destruir las murallas significaba olvidar ese pasado y convertirla en una aldea cuyas casas no alcanzan ya el antiguo límite de sus muros. En ese sentido se expresa el autor anterior cuando se duele del mal trato que se le daba a la antigua muralla: 

«En estos tiempos de miseria y destrucción, de insensatez y de mezquinas ideas se van substituyendo a los sillares de piedra por tapias hechas de tierra, con lo que llegará el tiempo necesariamente en que la ciudad de Marcelo y de Julio César, de los Abderramanes y Almanzores, presente un aspecto tan humilde como el de una pobre y oscura aldea. Desde el siglo XVII se están demoliendo torres de piedra o de argamasa, unas por ruinosas, que hubiera sido más acertado reparar, otras por el espíritu de destruir, compañero de la ignorancia, que tanto se ha ejercido siempre, y especialmente en nuestros días.»[12] 

En ocasiones, las guías urbanas presentaban las murallas, no tanto como un monumento histórico sino como lo que realmente eran o habían sido hasta no hacía mucho: un medio de defensa de la ciudad. Así, en la descripción de la muralla de Cádiz, se resaltaba por encima de todo su característica militar.

«Toda la ciudad está circundida por una muralla que en su cimiento tiene 21 pies de espesor, sostenida por un terraplén interior elevado a la altura del muro, excepto una y tres cuartas varas que sirven de antepecho para las gentes y de merlones para la artillería. El ángulo del este que da frente a la bahía, en vez de terraplén, está ocupado con almacenes arrimados al muro, construidos a prueba de bomba, y sobre ellos se forma el paseo llamado de la muralla, con vistas a la bahía y entrada del puerto, debiéndose considerar todo su muro como una batería continuada que admite cañones, obuses y morteros de todo calibre.»[13]

Fue precisamente la pérdida de eficacia como defensa militar, una de las bases que adujeron los detractores de la muralla de Barcelona para su derribo.

En Barcelona, a la edificación del ensanche proyectado por Cerda hubo de preceder, obviamente, el derribo del recinto amurallado de la ciudad. Resulta curioso apreciar cómo a medida que la ciudad, por efecto de la progresiva industrialización, fue creciendo y ocupando los solares sin edificar y los huertos de los antiguos conventos, las murallas, que hasta principios de siglo y aun hasta mediados se presentaban como un rasgo característico de la ciudad, como un collar que rodeaba su interior adornándolo, comenzaron a percibirse como un estorbo al desarrollo; el sentimiento había cambiado y el collar que antes adornaba se sentía ahora como un collar que sujetaba e impedía el movimiento. Las murallas acabaron siendo un signo de opresión política y económica y finalmente, en 1854, se autorizó su derribo.

Todavía en 1840, sin embargo, Barcelona se describe en una guía formando una unidad con sus murallas, como si por cada una de sus puertas pudiera accederse a una ciudad diferente y esta diferencia estuviera enmarcada por ellas, igual que si del marco de un escenario teatral se tratase:

«Entra el viajero y según por qué puerta lo practica, la perspectiva que se le presenta es varia y las ideas que se le ofrecen distintas. Si entra por la puerta de San Antonio le parece que la ciudad ha de ser exclusivamente industriosa y manufacturera; si por la puerta del Ángel, creerá que debe ser esencialmente aristocrática; pero si por la puerta del Mar, todo allí es comercial y al mismo tiempo majestuoso»[14].

Pero la percepción de la muralla fue cambiando paulatinamente en las guías de viaje barcelonesas, y su derribo pasó a verse como un hecho beneficioso, una mejora tras la cual la ciudad admiraría «sin duda alguna, el incremento que en poco tiempo habrá de tomar, pues cual madre aislada tenderá los brazos a esas inmensas poblaciones, hijas suyas que van creciendo y encadenándose a su alrededor»[15].

Uno de los escritos más conocidos en favor del derribo de las murallas barcelonesas es, sin duda, el que el Dr. Pedro Felipe Monlau publicó en noviembre de 1841[16]. En él se dice ya claramente que las murallas, a las cuales llega a calificar de ominosas, constituían un obstáculo al engrandecimiento industrial y la pujanza mercantil de la ciudad[17].

La memoria de Monlau, premiada con una medalla de oro por el ayuntamiento de Barcelona, no hacía sino recoger y desarrollar la idea que este mismo ayuntamiento ofreciera cuando publicó el 31 de diciembre de 1840 un concurso con el objeto de premiar a quien presentara «la mejor memoria acerca de la cuestión siguiente ¿Qué ventajas reportaría Barcelona, y especialmente su industria, de la demolición de las murallas que circuyen la ciudad?».

El ayuntamiento afirmaba que Cataluña era dentro de España «la porción de territorio en que ya sea por la índole de sus habitantes, o por la poca feracidad de su suelo, están en continua acción los establecimientos manufactureros» y, por lo tanto, «cuanto mayor y más espaciosa sea la amplitud de su vecindario, tanto mayor será proporcionalmente el progreso de las especulaciones industriales. Los establecimientos de vapor requieren vastas localidades. Restringidos ahora dentro de un círculo limitado y ya casi demasiado reducido, por el considerable aumento de la población, es indispensable para Barcelona un mayor ensanche, un nuevo campo en que circulen, a la par de aires saludables, activos gérmenes de vida social»[18].

Como fácilmente puede apreciarse, se trata de un claro alegato en favor del crecimiento de la ciudad. Pero, paradójicamente, quien ganó el concurso propuesto por el ayuntamiento barcelonés no fue, como se ha indicado en múltiples ocasiones, un defensor de la ciudad sino, todo lo contrario, alguien que veía en ella, basándose en las ideas de Rousseau, centros antinaturales de habitación, y que como él mantenía que «los hombres no están organizados para vivir en hormigueros»[19]. Monlau, pues, no veía en las murallas tanto un impedimento al desarrollo industrial de la ciudad como un cinturón que constreñía la libertad humana propiamente.

El origen de «esas fajas de piedra que nos estrechan y nos ahogan», «signo de maldición y de inhumanidad»[20], estaba en la guerra, que había obligado a los hombres a levantar los muros para defenderse de los ataques del enemigo. En tiempos de paz, las murallas habían seguido siendo un impedimento a la libertad, pues «se crean los derechos del fisco y se grava todo lo que entra o sale por sus puertas»[21].

Las murallas no tenían, según este autor, el significado glorioso y monumental que algunas guías urbanas seguían dándoles. Por otro lado, y siguiendo la corriente higienista, Monlau veía en las murallas también un impedimento para la salud de los habitantes que se hacinaban en el poco espacio disponible, propagando y sufriendo enfermedades.

En el momento en que Monlau escribe su memoria, Barcelona tenía aproximadamente ciento cuarenta mil habitantes. Para este autor el número era ya muy elevado y se corría el peligro de que se convirtiera en un número mucho mayor, crecimiento que a sus ojos no conllevaría más que desventajas ya que, incapaz en la época de pensar en metrópolis que sobrepasaran los varios millones de habitantes, consideraba que «ciudades de trescientos y cuatrocientos mil hombres son monstruos de la naturaleza. En las poblaciones sumamente numerosas el aire es infecto. Allí se encuentra un foco perenne de enfermedades epidémicas y nerviosas; allí el asilo del crimen y de los vicios. La depravación se halla siempre en razón directa de aquellos enormes y funestos hacinamientos de hombres»[22].

De todo lo anterior se deduce que lo que el médico higienista estaba defendiendo, a pesar de su ataque a las murallas no era el crecimiento de la ciudad en absoluto. En realidad, el derribo de las murallas casi podría afirmarse que era para él precisamente algo así como borrar su imagen de ciudad. No deseaba que tras su derribo la ciudad siguiera creciendo sino, aunque sabe que no es posible, que sus habitantes se expandieran sin hacinarse, sin convivir en proximidad tan siquiera, es decir, que vivieran como en el campo. Así pues, lo que el autor defendía en realidad era, en cierta medida, precisamente todo lo contrario de lo que el ayuntamiento había querido premiar. «Las ciento cuarenta mil almas -afirma Monlau- serían mucho más felices y vivirían más sanas y más tiempo si se hallasen diseminadas por una extensión de terreno mil veces mayor»[23]. Pero esta afirmación lleva en su seno, precisamente, la negación de la ciudad.

El camino hacia la uniformidad del plano urbano

Tras destruir el recinto amurallado que las circundía, el acelerado proceso de urbanización determinó la necesidad de ensanchar muchas de las ciudades españolas.

En 1860 fueron aprobados por fin los proyectos de Carlos María de Castro y de Ildefonso Cerda para Madrid y Barcelona respectivamente, a los que habrían de seguir los de San Sebastián en 1864 y Bilbao en 1876, si nos ceñimos sólo al siglo XIX y a los más importantes.

Si no cronológicamente, todos ellos coincidieron en la forma de organizar el espacio: el plano cuadriculado que permitía un mayor flujo en la creciente circulación de vehículos, una más cómoda limpieza y, en el orden social, un mejor control de las masas urbanas en caso de conflicto.

Pero no todos los observadores veían en las líneas rectas de las calles o de las construcciones un signo inequívoco de mejora. Para algunos, principalmente los viajeros extranjeros de paso por España, era precisamente ese plano uniforme el que quitaba a las ciudades arábigo españolas su peculiaridad.

Cuando el inglés Richard Ford se refiere al Alcázar de la Alhambra, describe las largas líneas de las murallas y de las torres que coronaban la colina y seguían las curvas y hondonadas del terreno. «Como en Jaén, Játiva, etc. -dice- la elegancia y pintoresquismo de estas fortificaciones orientales son la antítesis misma de la recta vulgar y a tiralíneas de las obras de Vauban, tan poco útiles para el artista como admirables para el ingeniero»[24].

Mucho después, en 1871, Edmundo de Amicis pasea por las calles de Granada y se decepciona: «La parte de la ciudad que vi en aquellas pocas horas no respondió a mis esperanzas. Pensaba encontrar callejuelas misteriosas (...) y hallé por el contrario plazas espaciosas (y) algunas grandes calles muy rectas (...)»[25]. El viajero llega a calificar de «odiosa» la regularidad de las calles de la parte nueva de Granada.

Sólo un año más tarde otro viajero, éste francés, paseando por Valencia y comparando sus calles con las de Cádiz que había calificado de «rectas como íes, monótonas y estrechas», dice preferir las de Valencia y lo justifica así: «En las ciudades, como en la vida en general, me gusta lo imprevisto. En realidad, terminamos por llegar a donde nos proponemos; pero llegamos sin darnos cuenta. No es conveniente para el hombre verlo todo en línea recta»[26]. Es el punto de vista de un escritor, no el de un urbanista y, por lo tanto, fue compartido por muchos otros autores pero no por las guías urbanas.

Aquellas ciudades españolas que experimentaron un crecimiento sin precedentes a lo largo del siglo XIX, conocieron al mismo tiempo un sin fin de reformas en su estructura urbana que, lógicamente, debía adecuarse a las nuevas necesidades, antes de pensar en el ensanche definitivo.

En 1846 entró en vigor una «ley de alineaciones» inspirada en la «loi d'alignements» napoleónica del 16 de septiembre de 1807, pero ya mucho antes se había llevado a cabo en algunas ciudades la rectificación a cordel y la ampliación de sus calles. Este era el caso de Barcelona en la que ambas reformas habían dado comienzo en 1802.

El empedrado de esta ciudad, que una guía califica de «suntuoso» había ido renovándose también «con el producto de una rifa semanal que el Excmo. Ayuntamiento de la ciudad obtuvo establecer de la gracia de S.M. y que empezó el 19 de Noviembre de 1827.»[27]

En esa misma guía, publicada en 1833, pueden apreciarse los efectos de las reformas:

«En las calles de mayor anchura las aceras tienen cuatro palmos y dos en las menores. Una de las mejoras de mayor consideración que se han puesto en práctica en esta ciudad, ha sido la rectificación a cordel y ampliación de sus calles, empezada en 1802. El ancho establecido por el nuevo arreglo es de tres dimensiones: calles de primera clase 32 palmos, calles de segunda clase 24 palmos, calles de tercera amplitud, 16 palmos»[28].

Ya Antonio Ponz había dejado escrita en el siglo XVIII su preferencia por las calles rectas, porque creía que a la «belleza y magnificencia de una ciudad» contribuían, además de «las entradas desahogadas y el número de puertas correspondiente a su grandeza», el que «sus calles principales sean anchas, con lo cual son más cómodas y más breves a quien las anda»[29].

Pero no todos los viajeros opinaban así. Hemos visto ya las opiniones de varios visitantes extranjeros; también algunos de los que viajaban por su propio país compartían su punto de vista. Muy a principios de siglo, en 1804, Isidoro Bosarte, contrariamente a lo que acabaría por prevalecer, se expresa en términos rotundos cuando elogia la irregularidad del plano de Valladolid y la existencia de puntos de vista subalternos en la ciudad, lo que contribuía a conferirle una variedad que para el autor era muy positiva.

«Los que pretenden que todas las casas de un pueblo o de cada calle del pueblo se tiren a cordel, y sean ¡guales en altura, que las plazas sean altas y cargadas de habitaciones, y que el aspecto sea muy igual, denotan una inclinación y disposición a la regularidad común; pero en el caso particular de la habitación humana no dudarán con tales principios despojar crudamente a los sentidos de su principal deleite que es la variedad, ni tendrán reparo en fastidiarlos con una pesada monotonía, ni en hacer tolerar el ímpetu de los vientos encañonados por calles rectas, ni en fastidiar con penosas y tristes escaleras a los que usan las habitaciones.»[30]

Y casi a finales de siglo otro autor español se duele del avance de la ciudad nueva en detrimento, a veces, de la vieja ciudad:

«Por donde quiera que voy, veo caerse a pedazos las más antiguas ciudades... El prurito de derribar para ensanchar o reedificar, que se ha apoderado de Madrid, trasciende ya a las más apartadas y sedentarias villas... Mucho ganarán en ello, no la higiene, sino el ornato público; pero mucho perderán el arte, la historia y la poesía...»[31]

Si no de la mayoría de los viajeros españoles y extranjeros por España en la época, el trazado de las calles a cordel y los ensanches, sí solía gozar del beneplácito de los autores de guías urbanas, que lo consideraban un signo indiscutible del progreso. En Barcelona, ya el ensanche de la ciudad que constituía el barrio de la Barceloneta, construido en el siglo anterior, se había realizado siguiendo un trazado rectilíneo y, antes de procederse al ensanche de Cerda, era éste el elogiado ejemplo de modernidad:

«Uno de los primores que da más brillo a su famoso Puerto es la magnífica Barceloneta, fabricadas todas sus calles a cordel, y sus casas con la mayor simetría»[32].

Pronto las guías urbanas podrían insertar también entre sus páginas los elogios sobre los grandes ensanches que se iban a llevar a cabo en algunas ciudades españolas.

Proyectos y realizaciones de ensanches

Los ensanches urbanos no tuvieron tanta importancia en aquellas ciudades que fueron gestándose al amparo de la riqueza mercantil durante los siglos XVII y XVIII en Europa. En éstas, el impacto de la industrialización impulsó más una transformación del núcleo urbano ya existente (es el caso de muchas ciudades anglosajonas y germanas) que la creación de barrios, casi de ciudades enteras por lo extenso de su superficie, ex-novo. 

No es el caso, en cambio, de las ciudades mediterráneas, y en particular de las españolas, en las que el nuevo orden socioeconómico forzó la planificación de nuevas ciudades que rodearan el antiguo núcleo urbano, insuficiente ya a todas luces.

En España, en 1864 una ley declaró de utilidad pública las obras de ensanche de los núcleos urbanos, concediendo subvenciones a los Ayuntamientos que se decidieran a realizarlas. Antes de esa fecha, los ensanches de Madrid y Barcelona habían comenzado a llevarse a la práctica, aunque su construcción seguiría durante años. Junto con los de San Sebastián y Bilbao, constituyen la gran obra urbanística del siglo XIX.

La necesidad de un ensanche en la capital española, no era fruto únicamente del crecimiento demográfico propio. Una gran masa flotante de población se veía forzada a dirigirse a Madrid para gestionar diferentes asuntos en los que sólo era competente la capital. Por otro lado, la ciudad, a mediados del XIX, continuaba creciendo sin orden ni concierto con los nuevos barrios que se iban formando en torno a la misma.

Ya a finales del siglo XVIII se observaban en la capital síntomas de congestión y en el informe que Jovellanos presentó en 1787 a Floridablanca, aquél aconsejaba al rey comprar «todo el cordón de tierras que se extienden desde la puerta de los Pozos a la de Recoletos, hasta el límite que quiera señalar a la extensión de la población de Madrid»[33].

Pero un verdadero ensanche, planificado y llevado a cabo en poco tiempo y de una sola vez, tardaría todavía más de medio siglo en realizarse. 

Mesonero Romanos en 1846, nombrado regidor del Ayuntamiento, presentó un proyecto de ampliación de la capital mediante la creación de cinco grandes arrabales extramuros: el de Chamberí, el de las Ventas, el del Puente de Toledo y el de la Carretera de Extremadura, destinados a acoger a los habitantes sin posibilidad de pagar el elevado precio de los solares situados en el centro de Madrid. No se llevó a cabo, como tampoco prosperó la ampliación decidida en 1846 por Real Orden y encomendada al ingeniero de Caminos Juan Merlo, la cual fue interrumpida por el mismo Mesonero Romanos cuando el Gobierno pidió informes al Ayuntamiento madrileño[34].

En uno de sus artículos, el propio Mesonero Romanos explica su decisión: «Escribí un extenso proyecto de mejoras generales que leí en sesión de la Corporación municipal el día 23 de mayo de 1846. En él, después de las consideraciones que creí oportuno hacer sobre las reformas que hubieran de emprenderse (...) y partiendo de la base de que a la sazón no urgía la necesidad de la ampliación o ensanche de Madrid, proponía aplazarla para más adelante, limitando la tarea a la regularización del espacio entonces ocupado por el caserío, no tan reducido que no pudiera, bien aprovechado, bastar aún por largo tiempo a la comodidad del vecindario»[35].

Por fin, el 8 de abril de 1857, un Real Decreto autorizó al Ministerio de Fomento a iniciar un proyecto de ensanche, en colaboración con la Diputación y el Ayuntamiento de Madrid. Para entonces, Madrid disponía ya del agua necesaria para afrontar una inminente expansión territorial y demográfica, pues las obras del Canal Isabel II iniciadas en 1851 estaban próximas a su fin.

Se encargó al ingeniero Carlos María de Castro la realización del proyecto de ensanche y su Memoria descriptiva del anteproyecto de ensanche de Madrid fue aprobada el 19 de julio de 1860, también por Real Decreto. 

A pesar de que la presión de intereses económicos particulares perjudicó sobremanera los proyectos que como el de Madrid preveían que las manzanas se distribuyeran «de modo que en cada una de ellas ocupen tanto terreno los jardines privados como los edificios, dando a éstos dos fachadas por lo menos»[36], las características generales de los ensanches, (trazado en cuadrícula u ortogonal, vías anchas, emplazamiento de mercados, hospitales y otros centros públicos), proporcionaron una fisonomía completamente diferente a las ciudades españolas, que todavía hoy permanece.

Concretamente el ensanche proyectado por Carlos María de Castro preveía una zonificación social del espacio. Si las viviendas destinadas a las clases más adineradas se localizaban a lo largo del paseo de la Castellana y sus cercanías, aquellas destinadas a la clase media se ubicaban en el barrio de Salamanca[37]. Por último, las viviendas para obreros se situaban tras el Retiro, en un tramo de la calle de Alcalá y alrededores. La zona del puente de Toledo se destinaba a formar un barrio rural, mientras que un barrio industrial se levantaría en Chamberí. Las zonas verdes previstas, también como en el caso del ensanche de Barcelona, fueron recortadas.

El ensanche madrileño fue regulado legislativamente en 1876 pero no acabaron ahí los proyectos para engrandecer la capital. En 1888 fue proclamada una Real orden destinada al estudio de vías para el extrarradio y una ley de 17 de septiembre de 1896 ordenó un plan de urbanización que no excediera un radio de ocho kilómetros desde la Puerta del Sol. Pero el logro de la finosomía definitiva que transformaría a Madrid en una gran capital europea, no fue un hecho hasta el siglo XX. Por esa razón, cuando se le encarga a D. Emilio Castelar que describa en unas páginas Madrid para insertar el artículo en una edición de lujo aparecida en 1893 con el título Las capitales del mundo, todavía dice: «Vamos a describir una ciudad con quinientas mil almas, que no ha pasado de villa»[38]. La razón la encuentra el autor en que «Felipe II, Felipe III, Carlos V mismo, los que habitaron por tanto tiempo Madrid o lo escogieron para presidir a todas las poblaciones patrias, no pensaron jamás en constituir una ciudad; pensaron tan sólo en constituir un sitio real (...) Madrid fue una corte; no fue una capital.»[39]

La situación de Barcelona era similar a la de la capital en lo que hace referencia a su eclosión demográfica, si bien su engrandecimiento se debía al desarrollo alcanzado por el comercio y la industria y no únicamente al sector de servicios como en el caso de Madrid. Barcelona disponía de un sector textil de vanguardia, pionero dentro del contexto nacional, que congregaba mano de obra y capital, pero al que le faltaba suelo urbanizado.

Al igual que en la capital, los derribos de los conventos debidos a la ley de desamortización de Mendizábal, habían retrasado la construcción del ensanche en Barcelona, pues en los espacios vacíos dejados por las posesiones eclesiásticas se fueron edificando mercados, plazas, teatros y sedes de instituciones públicas, que de otro modo no hubieran dispuesto de espacio dentro del recinto amurallado de la ciudad.

Así por ejemplo, sobre el solar dejado por el antiguo convento de los Trinitarios se construyó entre 1844 y 1848 el Gran Teatro del Liceo. Cercano al mismo, entre 1848 y 1859 se realizó la Plaza Real, porticada y de planta rectangular, una de las pocas plazas barcelonesas proyectadas en su totalidad de una sola vez.

Pero los espacios vacíos fueron pronto absorbidos por la ciudad creciente y la planificación del ensanche se hizo indispensable.

«La situación actual de Barcelona reclama el ensanche de la población -indica un informe publicado en 1854, muy poco antes del derribo de la muralla barcelonesa- ¿Cuál es esta situación? -continúa el informe- La de una población aprisionada por un cinto de murallas, en cuyo perímetro de 7.239 varas lineales se albergan 150.000 habitantes, distribuidos en estrechas y tortuosas calles y careciendo de plazas y paseos interiores, con casas de elevadísima altura formando manzanas de numerosos edificios, y en la que en valde se buscarán los establecimientos que las necesidades de la misma población exigen y que reclama la civilización de nuestros tiempos»[40].

Dado el carácter de plaza fuerte de Barcelona, la planificación del ensanche a costa de la desaparición de la muralla, atravesó por muchas dificultades, pues ya en diferentes ocasiones los intentos de realizar una expansión urbana planificada habían abortado en cuanto incluían la demolición de la muralla como una necesidad. 

En la segunda década del siglo anterior, el derribo del barrio de la Ribera y la construcción de la Ciudadela en su lugar había constituido una demostración de fuerza del poder central. La ciudad se refortificó y quedó prohibido expresamente edificar entre sus murallas y los límites de la jurisdicción militar, impidiendo así posibles emboscadas entre esos límites. Extramuros, se construyó sólo el barrio de la Barceloneta en 1753 para dar acogida a la población de pescadores de la zona.

Dependiente ahora la ciudad del proceso industrial, la clase más interesada en el derribo de la muralla que impedía la expansión era la burguesía ligada a los nuevos sistemas de producción. La creciente industrialización de Barcelona fue, pues, una de las causas principales del empeño en la demolición de la muralla y del posterior ensanche.

La Junta de Obras de Utilidad y Ornato de la ciudad de Barcelona había iniciado en 1838 el primer proyecto para el ensanche. En éste, presentado al Capitán General, se preveía únicamente el desplazamiento de las murallas y la ocupación del espacio vacío entre los baluartes de la calle de Talleres y Junqueras. Veinte años después, por una Real orden del 19 de diciembre de 1858, el gobierno permitía que el ensanche fuera ilimitado, si bien a condición de que se mantuviesen las fortificaciones de Montjuïc y de la Ciudadela. Cuatro años antes, también una Real Orden de 1854 había permitido el derribo de las murallas.

El 15 de abril de 1859 el Ayuntamiento barcelonés convocó un concurso para la redacción del Plan de Ensanche de Barcelona, que debía atenerse a unas condiciones básicas entre las que destacaban la de enlazar la ciudad con las poblaciones vecinas de Sants, Las Corts, Sarria, San Gervasio, Gracia, Horta, San Andrés del Palomar y Sant Martí de Provengáis, dejando aparte la zona militar de los fuertes de Montjuïc y de la Ciudadela, aunque previendo una futura prolongación de la ciudad en el caso de que este último desapareciera.

Por su parte, el ingeniero de caminos, canales y puertos Ildefonso Cerda había obtenido en febrero de 1859 una autorización del Gobierno para proyectar el ensanche y la reforma de la ciudad, lo que dio lugar al desacuerdo del Ayuntamiento barcelonés ya que en el concurso que éste había abierto fue premiado el proyecto de ensanche del arquitecto municipal Antonio Rovira i Trias. Una Real orden, sin embargo, aprobó el realizado por Cerda y el Ayuntamiento tuvo que aceptarlo finalmente en julio de 1860. La puesta en práctica fue inmediata desde entonces.

El proyecto de Ildefonso Cerdá, cuyas dimensiones eran diez veces superiores a la ciudad previa existente, se articulaba mediante un rígido sistema cuadriculado en el que cada manzana de casas medía 114 X 114 metros. Todas las calles tendrían la misma anchura, 20 metros, y las zonas verdes, que debían ser abundantes, ocuparían manzanas enteras sin construir. Estas zonas verdes, sin embargo, fueron recortadas y cuando se dio fin al ensanche, era ya deficitario en ellas. 

En 1864 el capital correspondiente a la sociedad anónima El Ensanche y mejora de Barcelona ascendía ya a doce millones de pesetas. Era la principal entre las sociedades de su género y su objeto social se centraba en «adquirir terrenos comprendidos dentro del perímetro de Barcelona y de la zona del ensanche, la venta de los solares que forman los mismos y la construcción de edificios»[41].

El plano del ensanche barcelonés influyó muy directamente en posteriores proyectos, concretamente en el del ensanche de San Sebastián, realizado por el arquitecto Antonio de Cortázar en 1864. El autor, que había ganado el concurso municipal para el proyecto, manifestaba explícitamente en su Memoria que se había basado en el plan del ensanche de Cerdá.

Siguiendo el mismo trazado de cuadrícula que los ensanches de Madrid y Barcelona, el de San Sebastián preveía las manzanas de casas más reducidas, en consonancia con las menores dimensiones de la ciudad.

En el caso de Bilbao, la construcción de su ensanche no estuvo tampoco exenta de problemas. Varias veces había intentado ampliarse el perímetro de la ciudad, pero los intentos fracasaron ante la negativa por parte de los términos de Abando, Begoña y Deusto a depender de la jurisdicción de Bilbao. Aunque de 1867 data el proyecto de reforma interior y de ensanche del ingeniero Amado de Lázaro, el proyecto definitivo no se llevó a cabo hasta 1876, iniciada ya primera fase de anexión del término de Abando que no culminaría hasta 1890.

El Plan de Ensanche de Bilbao, trazado en 1872, se debió a los ingenieros Pablo de Alzola y Minondo y Ernesto Hojmeyer y al arquitecto Severino Achucarro. También en este caso predominó el trazado en cuadrícula, si bien acoplándose a lo ya edificado mediante algunas calles curvas.

Además de los citados, se realizaron otros muchos ensanches en las poblaciones españolas, aunque no de la envergadura de los anteriores.

En la ciudad de Valencia, por ejemplo, al derribo de las murallas en 1865, sucedió casi inmediatamente la remodelación del casco urbano próximo al antiguo recinto. El plano de la primera fase del ensanche valenciano fue aprobado, no obstante, en 1887 y como otros se inspiraba muy directamente en el de Ildefonso Cerda. La disposición, al igual que en éste, era ortogonal, racionalista, con largas calles rectas, anchas (entre 18 y 20 metros), y paralelas. El proyecto, diseñado por el arquitecto Luis Ferreres, preveía la ampliación de la ciudad por la parte de levante, limitado el crecimiento por la Gran Vía, que originariamente se llamó de las Germanías. Como en el caso de los demás ensanches, éste de Valencia fue ocupado por la nueva burguesía que iba surgiendo al calor de la industria, el comercio y los negocios[42].

Lógicamente, una transformación urbanística tan trascendental debía ser recogida en las guías urbanas con profusión de comentarios.

Los ensanches en las guías

Uno de los autores de guías que más comentarios realizó sobre el ensanche de la ciudad descrita, concretamente Madrid, fue Ángel Fernández de los Ríos. A pesar de que las propuestas que este autor presentó como alternativa a lo que se estaba llevando a la práctica en la capital no fueron tomadas en cuenta y que su propuesta quedara en el terreno de lo utópico, no dejan de ser sumamente interesantes sus ideas.

Sus obras escritas, aun aquellas en apariencia tan inocuas como la guía urbana de Madrid que publicó, están completamente vinculadas a su ideología política, desarrollada de forma temprana en su biografía.

Fernández de los Ríos nació en 1821 algunos meses después de la sublevación de Riego, si bien sus primeros estudios los realizó dentro del contexto opresivo de la «década ominosa», una vez restaurado el absolutismo.

El periodo militar lo realizó, en cambio, bajo el signo del liberalismo, cuando la regencia estaba en manos del general Espartero y fue por esos años cuando comenzó a tener contacto con el periodismo, se afilió al partido progresista al que nunca dejó de pertenecer, y se hizo también masón.

Desde la década de los cuarenta hasta la revolución del 68, conspira y se opone a Isabel II, hasta ser condenado al exilio en París. Desde allí, triunfante ya «la Gloriosa», es desde donde envía a los periódicos madrileños «La Época», «El Imparcial» y «El Universal», los artículos sobre las reformas urbanísticas que él creía necesarias en la capital. Estos artículos, Estudios en la emigración, El futuro Madrid y Paseos mentales por la capital de España tal cual es y tal cual debe dejarla transformada la revolución, están incluidos en un volumen publicado el mismo año de 1868 por el Ayuntamiento Popular de Madrid, que es el que aquí se analiza.

Este mismo ayuntamiento, al frente del cual se hallaba el progresista Nicolás María Rivera, llegó a nombrarlo concejal en la Presidencia de Obras, pero su paso por el cargo fue breve, pues de nuevo fue exiliado tras la caída de la I República. A pesar de esa brevedad, hizo que el parque del Retiro pasase de la corona al pueblo madrileño, creó desde el Ayuntamiento el Boletín Municipal en el que se publicaban semanal-mente los proyectos y obras emprendidas, e hizo levantar un minucioso plano topográfico de Madrid y sus cercanías a escala 1:2.500 para conocer de forma exacta el terreno donde debían realizarse las mejoras[43].

Para Ángel Fernández de los Ríos, el ensanche de Madrid era urgente. El autor conocía la oposición de Mesonero Romanos a algún proyecto en este sentido y sabía también que otras personas participaban de esa misma opinión. «Estamos hartos de oír discurrir de esta manera: Madrid no necesita todavía ensanche, porque tiene habitaciones para su población; por consiguiente, es absurdo pensar en extender sus límites, cuando además hay dentro de la villa muchas casas de planta baja que reedificar y muchos terrenos en que construir»[44]. Era cierto, en Madrid existían todavía muchas casas bajas que podían reedificarse, pero eso era lo que el autor temía precisamente: «Madrid se presta aún a fabricar más edificios colmenas».

Efectivamente, las casas, faltas de terreno donde extenderse horizontalmente, se elevaban creciendo como el chocolate en la chocolatera, según la expresión de Larra, en aquellos lugares en que la estrechez de las calles impedía la entrada del sol, mientras que el hacinamiento y la falta de servicios y de higiene, los patios sin ventilación ni luz, propiciaban las enfermedades. «Y ¿podrá leerse con paciencia que haya quien diga que la obra de ensanche proyectada es de puro adorno y de ornato?»[45].

Pero el autor iba más lejos. No sólo la capital necesitaba una ampliación, afirmaba, porque «¡qué ciudad, qué villa de España no está reclamando ensanche de calles y plazas, jardines interiores y paseos, luz y ventilación, aire, agua y arbolado, cuando hasta las mismas catedrales, los edificios de más importancia que tenemos, están, en su mayor parte, oprimidas entre callejuelas, rodeadas de conventos, de cuarteles o de tapias, sin puntos de vista, metidas en barrios fétidos, sin un «square» al frente de sus fachadas principales; cuando la estadística de mortalidad revela las malas condiciones sanitarias de la mayor parte de nuestras poblaciones!»[46].

Volviendo a la capital, el interés principal de Fernández de los Ríos se centraba en apuntar aquellas mejoras urbanísticas que consideraba imprescindibles, no sólo para garantizar la salubridad antes aludida, sino también porque ya entonces la rapidez del ferrocarril y la introducción del telégrafo habían restado importancia a la centralidad geográfica de Madrid. Eran las mejoras de la ciudad las que tenían que garantizar a Madrid «más seguridades de las que tiene, títulos más legítimos que los actuales, de que seguirá siendo la capital de España»[47]. No fue ésta la única ocasión en que se dudaba de lo acertado de la elección de Madrid como capital de España en una guía, lo cual no dejar de sorprender.

Las cercas que rodeaban la capital eran el principal obstáculo para la expansión de la ciudad, «para su ensanche, para una razonable nivelación de capitales y de riqueza, para que se rebajasen las alturas de los edificios del centro que acaban con la salud pública, para el ensanche y rectificación de las calles, para el establecimiento de grandes parques o plazas convertidas en paseos con árboles, fuentes, asientos cómodos, para espaciosos y aseados mercados, etc., etc.»[48]. Es decir, para hacer de Madrid otra ciudad. Y el modelo para llevar la empresa a cabo era el de las capitales europeas. «Desde muy atrás en todas ellas han tenido las casas principales huertas y jardines útiles para dar aire respirable a los barrios en que se encontraban; a medida que estos jardines y estas huertas han ido disminuyendo (...) los propietarios, (...) han tenido el buen sentido de elegir para nuevas construcciones los contornos de las ciudades»[49].

Sin embargo, el ensanche que finalmente se llevó a cabo, el proyectado por Carlos María de Castro, no fue del agrado de Fernández de los Ríos, quien en su Guía de Madrid publicada en 1876, lo ataca por limitado e inadecuado escribiendo que «no se comprende cómo una persona tan competente como el Sr. Castro cayó en el error de cerrar la prolongación natural de las arterias del Madrid actual, dejándolas bruscamente cortadas al llegar a la Ronda, por multiplicadas manzanas de casas, sin más explicación que el capricho pueril de convertir todo el ensanche en un tablero de damas»[50].

No debe verse en estas frases un rechazo de Fernández de los Ríos a la línea recta, pues una y otra vez insistió desde su obra en que la vía recta era condición indiscutible de los pueblos modernos, «sin la cual no hay tráfico fácil, ni comodidad para el vecindario, ni belleza local»[51]. Lo que el autor denunciaba era la falta de previsión con la que se habían trazado las existentes y, sobre todo, el hecho de que la centralización de la ciudad dificultaba las comunicaciones ya que «la defectuosísima estructura general de Madrid, hace que para atravesar de uno a otro hemisferio de la población, casi no haya más recurso que confluir a aquel centro, y aun si se quiere, al centro mismo del centro»[52]. 

Ciertamente, la confluencia del tránsito en la Puerta del Sol era enorme. Estableciendo comparaciones, el autor indica que en París, que por entonces tendría alrededor de dos millones de habitantes, por el punto de más tránsito, el Boulevard des Italiens, pasaban al año 3.560.000 carruajes y que por el Puente de Londres, ciudad que sobrepasaba ya los tres millones de habitantes en la época, alcanzaban a pasar 8.000.000, mientras que en Madrid, donde la población no llegaba a los trescientos mil habitantes, al año pasaban por la Puerta del Sol, según el recuento del propio Carlos María de Castro, casi un millón y medio de carruajes, lo que en términos relativos, hacía que el tránsito en esa zona de Madrid superase al de las ciudades citadas. El hecho de que el ensanche de Carlos María de Castro no hubiese previsto solventar el problema trazando vías alternas de salida era para Fernández Ríos el principal defecto del proyecto.

Por otro lado, la capital estaba recibiendo un tratamiento diferencial según las zonas. En una obra anterior a su guía de Madrid y ya citada en párrafos anteriores, Fernández de los Ríos llegó a insertar incluso las quejas que algunos propietarios de casas habían proferido en 1866, referidas a esa diferencia de tratamiento entre las distintas zonas de la capital. Estos se quejaban de que mientras al barrio de Recoletos se le estaba dando un plano regular y definitivo, construyendo casas parecidas a palacios, «siempre bajo la égida de la corporación municipal», a Chamberí se le estaban variando sus alineaciones, se torcían sus antiguas calles, se formaban nuevas rasantes, nivelaciones y terraplenes, y se impedía mediante el freno de un largo trámite de expedientes que se desarrollara. En la queja se denunciaba que el ayuntamiento concedía un privilegio exclusivo al marqués de Salamanca, a cuyos intereses «que no representan más que una individualidad», se posponían los de infinidad de propietarios, «con olvido e injusticia de la parte alta de Madrid comprendida en la zona de ensanche»[53].

Fernández de los Ríos culpaba de los retrasos y de los errores urbanísticos a los diversos ayuntamientos que se habían ido turnando en el tiempo, ninguno de los cuales creía el autor que había afrontado con valentía las reformas, los derribos, o los planes de ampliación. Una y otra vez insiste ilusionado: «A la revolución toca que empiece a ser otra cosa»[54].

Toda su obra es una propuesta alternativa de lo que la revolución debía hacer en materia urbanística. Tratándose de un progresista, casi un utópico, era lógico que esa materia estuviera vinculada a lo social. Propuestas de escuelas públicas, de salas de conferencias, de parques públicos, de plazas ajardinadas, de casas dignas y económicas... y cada una de las propuestas detallada de forma concreta, comentando los obstáculos y la forma de vencerlos, teniendo en cuenta la carencia de liquidez y cómo subsanarla. En cada página, también, comentarios críticos sobre lo que se había realizado hasta entonces, e incluso sobre lo que se estaba realizando en el momento.

La restauración monárquica hizo caso omiso de las reformas propugnadas de Fernández de los Ríos, acusado por un sector de no poseer título alguno de ingeniero o arquitecto que lo respaldara como urbanista, olvidando que también Haussmann fue un profano y había reconstruido París.

A pesar de que, efectivamente, el ensanche proyectado por Castro era limitado, la crítica que Fernández de los Ríos hacía del mismo desde su guía constituye una excepción, apoyada en los propios conocimientos urbanísticos del autor en este caso. Lo usual era la actitud contraria, la del elogio no sólo del ensanche de Madrid, sino de cualquiera de los que se efectuaron a lo largo de la segunda mitad del siglo. Las quejas, en el caso de Madrid, se referían tan sólo a sus dimensiones, consideradas insuficientes al cabo de poco tiempo.

No mucho después de realizada la primera zona del ensanche una guía madrileña señala que había quedado pequeña ya. La capital seguía extendiéndose.

«En pocos años Madrid ha duplicado sus edificios; ya es pequeña su primera zona de ensanche, y el Ayuntamiento ha resuelto extenderla encerrando dentro de la segunda que proyecta, pueblos hasta hoy alejados del centro de la población. Fuencarral, Hortaleza, Los Carabancheles, Leganés, Vallecas y Vicálvaro, pueden considerarse en adelante como barrios extremos. El árido terreno que antes separaba estos pueblos, y que se hallaba sin caserío, ni árboles, ni nada que lo ligase o uniese con Madrid, va lentamente cubriéndose de algunas casas de campo, hoteles, huertas, viñedos y barriadas de obreros»[55].

La atención debe dirigirse, no obstante, a las guías madrileñas publicadas muy a finales ya del siglo. Sólo en estas se encuentran los comentarios sobre el ensanche con la perspectiva, no exenta de crítica, que da el tiempo. En 1895 el autor de una de ellas deja escrito tras describir la gran importancia que tuvo en su momento la canalización del Lozoya para el crecimiento de la capital, un extenso comentario sobre las sucesivas ampliaciones de Madrid.

Al parecer de este autor, si el crecimiento demográfico de Madrid había sido frenado en parte por la insuficiencia de agua potable para sus habitantes, una vez superado este obstáculo, la población, «contenida por su falta de elementos de vida más que por sus irrisorias puertas y murallas, comenzó a extenderse, con mayor o menor justificación, pero casi de modo simultáneo, por todos sus costados». El industrial Pozas y el banquero Salamanca habían iniciado los barrios que llevaban sus nombres y, como complemento al primero, el barrio de Arguelles, poniéndolo en relación más directa con el antiguo recinto; se unía con Madrid el antiguo suburbio, Chamberí; desaparecía la antigua Montaña del Príncipe Pío, dando origen a nuevas calles de importancia, próximas a la estación del ferrocarril del Norte; se allanaba el antiguo cerro de San Blas para constituir el nuevo barrio de Atocha, y detrás de la estación del ferrocarril del Mediodía, se levantaba otro barrio, «un verdadero y nuevo pueblo», el Pacífico. Finalmente, «el espíritu de especulación, acaso no bien encaminado», había dado origen al nuevo barrio de las Peñuelas, mientras se urbanizaban los antiguos paseos de Recoletos y Fuente Castellana, extendiéndose mediante vías del mayor lujo, hasta buscar por uno de sus costados al barrio de Salamanca, y por otro al antiguo pueblo de Chamberí; se iban formando también lentamente en lo alto del barrio de Salamanca los llamados de la Guindalera y de la Prosperidad, y entre ellos y la carretera de Aragón se alzaba el llamado Madrid Moderno, «formado de hotelitos que levanta, vende y explota un emprendedor industrial». Hecho el ensanche, concluye este autor, «como se ve, sin preconcebido plan general, y obedeciendo unas veces a los arranques de un banquero y otras a las ambiciones de propietarios de grandes terrenos, se ha verificado el fenómeno de levantarse una población mucho mayor que la antigua, sin estudiarse las necesidades a que debería responder el ensanche, sin tenerse en cuenta los elementos de circulación ni otros medios de existencia, y así vemos que aún existen hermosos trozos de caserío sin contar con los necesarios servicios municipales, calles incomunicadas en invierno por los barros o las nieves, y otras muchas deficiencias»[56].

En el caso de Barcelona las guías hicieron mención del ensanche apenas comenzada su construcción. Una publicada en 1861, al no poder incorporar la descripción de lo que todavía no existía, incluyó una nota en un apéndice: «Se están edificando varias casas en el terreno de las afueras de esta capital según el plano aprobado del Sr. Cerda. Se cree que antes de llegar el invierno se abrirán nuevos cimientos para varios edificios que se están proyectando»[57]. 

Cuatro años después, cuando Víctor Balaguer publica su voluminosa obra Las calles de Barcelona, aunque incorpora los nombres de las nuevas calles que se estaban abriendo, tiene que conformarse todavía con referirse al futuro. Sobre la calle Aragón, por ejemplo, indica que «es el nombre que se ha dado a otra de las que formarán parte del ensanche, o sea de la nueva Barcelona», y otro tanto hace con la calle Aribau, «será otra de las que formarán la nueva Barcelona», o con la de Balmes, «será otra de las del ensanche». Prácticamente con todas, tiene que limitarse a indicar el origen histórico de su nombre y, todo lo más, su proyectada ubicación, sin más detalles concretos acerca de la misma que, en realidad, aún no existía[58].

Mucho más adelante, en 1884, otra guía, la primera por cierto que se publicó con ilustraciones fotográficas impresas, incluye ya un plano de Barcelona donde la representación del ensanche es mucho más detallada que la del casco antiguo de la ciudad, en el que únicamente están representadas las arterias principales y, aun éstas, sin nombre[59].

La guía en cuestión se desdobla en dos, describiendo en una parte el casco antiguo de la ciudad y luego el ensanche, incapaz de percibir todavía los dos ámbitos como parte de un todo relacionado.

En la parte dedicada a la parte vieja de la ciudad, se refiere a las reformas proyectadas en este espacio, para el cual las cortes habían votado una ley de expropiación forzosa que permitiría la realización de importantes mejoras, entre las cuales la apertura de tres grandes vías en línea recta, dos paralelas a las Ramblas y la otra transversal, «destinadas a cambiar la faz del casco antiguo de la ciudad»[60]. 

La vía transversal, que debía prolongarse casi dos kilómetros desde la calle de Campo Sagrado hasta el Salón de San Juan no se realizó finalmente, ni tampoco la paralela a la Ramblas que debía partir desde la calle de Muntaner, a la izquierda del ensanche, y terminar en el puerto. Sólo se llevó a cabo la Vía Layetana, más tarde, a la derecha del ensanche.

El ensanche barcelonés, al igual que los demás, se ve en ésta y en prácticamente el resto de las guías como un hecho indiscutiblemente positivo. «Ha merecido justo renombre por la longitud de sus calles rectas y espaciosas y por sus construcciones, donde puede estudiarse el gusto exquisito de su ornamentación (y) constituye la valiosa joya que justifica la fama de la capital de esta provincia», indica una guía de 1888 y es sólo un ejemplo de los muchos que pueden seleccionarse[61].

Cada nueva edición de las guías veía crecer, expectante, una parte del ensanche barcelonés y, a pesar de la vastedad del plan, y de que su adopción databa de no muchos años atrás, casi todas ellas expresaban también su asombro ante el incremento de las edificaciones: «Como por arte de magia surgen por todas partes magníficas casas y edificios de todas clases en los cuales corren parejas la solidez y el buen gusto. Las calles (...) van tomando forma de día en día (...). Estas construcciones se llevan a cabo simultáneamente en diversos puntos del ensanche, con una actividad tan pasmosa, que los espacios que años atrás eran campos de cultivo, contienen hoy populosas barriadas»[62]. 

No obstante, la labor del empedrado de las nuevas calles era a veces muy posterior a su trazado, por lo que alguna guía se queja de que «la lluvia y el polvo las ponen algo incómodas, echándose de menos algún mayor celo en la urbanización de las mismas»[63].

La arteria principal del ensanche barcelonés era el Paseo de Gracia. Empezado a construir en 1821, se inauguró en 1827 y hasta el derribo de las murallas fue un paseo a campo abierto. Inaugurado el ensanche, fue también una de las vías que más rápidamente se construyeron. Para cuando se publicó la guía de referencia, las principales vías no se hallaban todavía terminadas y así el autor tiene que limitarse a indicar que, por ejemplo, estaban ya muy pobladas la Ronda de San Pedro, la calle Diputación o la del Consejo de Ciento, mientras que la de Rosellón o la de Córcega, pertenecientes todavía al término municipal de Gracia, no lo estaban tanto, lo mismo que ocurría a medida que las calles se iban alejando por los lados del Paseo de Gracia, «verdadera médula del ensanche»[64].

La construcción de la izquierda del ensanche, por otro lado, fue entorpecida durante algún tiempo por la línea férrea de Tarragona que corría por la zanja de la calle Aragón, cortando todas las calles perpendiculares al Paseo de Gracia. «No obstante, las edificaciones se llevan a cabo con asombrosa rapidez», insistían las guías[65].

La Plaza de Cataluña era todavía «un espacio informe», semillero de litigios entre la corporación municipal y algunos propietarios que alegaban derechos sobre los terrenos, ahora una «monstruosa confusión de barracones, estorbos y adefesios, espacio que nadie sabe aún si será plaza al fin o si en manos de la especulación particular se destinará a edificaciones como ya se ha principiado»[66].

Efectivamente, por lo céntrico de su situación, se había especulado acerca de la conveniencia de construir en ese espacio unas nuevas casas consistoriales, puesto que las existentes eran ya por entonces insuficientes, a pesar de las reformas que se habían llevado a cabo a mediados del siglo y de que, por otro lado, con la proyección del ensanche quedaban ya lejos del centro geográfico de la ciudad. El espacio fue plaza al fin, pero no antes de 1929 con motivo de la Exposición Universal de ese año.

Por lo que hace referencia a los ensanches de San Sebastián o Bilbao, el tratamiento desde las guías fue prácticamente siempre, favorable. De la misma forma, el recuerdo de las murallas, que solía preceder en las guías a la explicación de la ampliación urbana, se asimilaba también casi siempre al recuerdo de la opresión. «Cuando en 1866 se autorizó el derribo de las murallas que oprimían a San Sebastián e impedían su crecimiento -se lee en una guía dedicada a esta localidad- respiró la ciudad, manifestó su entusiasmo, derribó alegre aquellos fuertes y negros muros, testigos de más desgracias que glorias, empezó a conquistar al Océano parte de sus dominios y edificó sobre ellos una nueva ciudad hermosa.»[67]

En la misma línea, indica una guía de San Sebastián anterior: «San Sebastián, perdiendo el aspecto guerrero y portante lúgubre y triste que le imprimían sus imponentes murallas (...) ofrece hoy al viajero que no la ha visitado en algunos años un espectáculo bellísimo y por demás consolador. (...) En seis años ¡parece mentira! se ha levantado una nueva población mayor y en mejores condiciones que la antigua. »[68]

Finalmente, las guías bilbaínas no constituyeron una excepción en cuanto al tratamiento dado a su ensanche. «Si la posición en que se encuentra lo hubiera permitido, es indudable que, particularmente a fines del siglo pasado y principios del presente -indica una publicada en 1878-habría duplicado la población (...). Desde el establecimiento del ferrocarril y la obtención del ensanche de su término, Bilbao se ha extendido mucho y las nuevas construcciones ocupan ya un espacio tan grande como la antigua población»[69].

En esta misma obra puede observarse, no obstante, un amago de crítica cuando su autor, refiriéndose a que pese al crecimiento de la ciudad, «apenas hay en Bilbao o en sus cercanías una habitación vacante», manifiesta que «la clase pobre es la que tiene más dificultades para alojarse en Bilbao, pues la edificación de su ensanche, espaciosa y lujosa, está destinada a personas regularmente acomodadas»[70]. Pero no se trata en este caso de una guía urbana propiamente dicha, sino de la descripción de un viaje por «el país de los fueros», publicado con el título de El Oasis. Las guías de ciudades, salvo excepciones, no fueron proclives a la crítica urbanística, desde el punto de vista social.

Conclusiones

En los últimos tiempos, y particularmente a partir de la década de los años sesenta de nuestro siglo, algunas de las nuevas tendencias en geografía han propiciado la introducción de estudios sobre diversos aspectos que anteriormente permanecían inexplorados en la geografía humana. Así, la geografía de la percepción ha potenciado la reflexión y el estudio del comportamiento humano sobre el espacio geográfico a partir de cómo éste es percibido, valorando aspectos psicológicos individuales antes olvidados frente a la valoración exclusiva de la objetividad. Los cambios en el paisaje urbano, el rural o el natural, la permanente transformación del espacio geográfico en suma, fue descrita en las guías, los relatos de viaje o los manuales para forasteros de la época y, dado que toda descripción, quiérase o no, lleva implícita una valoración de lo descrito, las descripciones que se encuentran en dichas obras no fueron una excepción. Si el mundo real es aprehendido solamente a través del filtro del sistema de valores que cada individuo posee, en cada época, la percepción del espacio geográfico, natural o humanizado, no es ajena a dicho sistema.

Al amplio abanico de lectores de las guías para viajeros, algunas de las cuales fue editada en varias ocasiones, llegaron las descripciones de ciudades envueltas entre comentarios que subjetivamente incluían sus autores, valorando en uno u otro sentido todas las transformaciones que estaban sucediendo.

El examen de una guía urbana actual, seguramente nos proporciona también una imagen distorsionada de la ciudad que describe. Interesado el actual viajero particularmente por la parte monumental del enclave que visita, las guías se escriben haciendo hincapié en el centro histórico de la ciudad, en su patrimonio artístico y también en aquellos aspectos que puedan parecer curiosos o pintorescos al visitante. Las guías están hoy pensadas para el turista y recogen en sus páginas lo que al hipotético viajero ocioso parece interesarle. No siempre fue así. En el siglo pasado las guías urbanas tenían una visión mucho más amplia de la ciudad. No eran sólo sus iglesias, sus monumentos, sus edificios artísticos y sus centros para el ocio como los paseos y plazas lo que presentaban al lector, porque éste no estaba tampoco sólo representado por el turista en vacaciones sino, en mayor medida incluso, por el forastero que llegaba a la capital para gestionar un asunto administrativo y por resolverlo se veía precisado a pasar unos días en alguna ciudad desconocida de la cual le era necesario saber dónde se hallaban las instituciones civiles, militares, o eclesiásticas que venía buscando, así como su horario de despacho y las personas que se hallaban al frente de las mismas; también el comerciante que deseaba saber dónde se encontraban la industria y el comercio, dónde los centros financieros, y aun el visitante que llegaba a la ciudad con el único propósito de conocerla aspiraba a hacerlo de una manera más completa que en la actualidad. De ahí que se relacionaran junto a los edificios de mérito artístico, también los necesarios como las cárceles, los hospitales, los colegios, los mercados... y se hiciera, cuando la extensión de la guía lo permitía, de forma detallada, indicando la situación de los presos y el orden interior de los recintos penitenciarios, el número total de enfermos y las defunciones habidas en los últimos años en los hospitales, las enseñanzas impartidas en colegios y academias o la situación de los mercados, sus condiciones higiénicas y las remodelaciones que habían experimentado. 

La ciudad se mostró completa en las guías del siglo pasado. En parte porque la figura del turista ocioso que quiere conocer rápida y por lo tanto superficialmente la ciudad no estaba tan definida como hoy, y en parte porque no existían como en la actualidad, o si existían era en menor medida, otras publicaciones como anuarios mercantiles y directorios industriales o comerciales que descargaran a las guías urbanas de contenido.

Por todo ello las guías de ciudades de la época son una fuente de información tan rica como poco utilizada. A través de ellas puede conocerse qué imagen se presentaba al ciudadano de todas las transformaciones urbanas y de las innovaciones a las que ya se ha aludido anteriormente, e incluso, cuando los autores eran más radicales, más locuaces, o menos prudentes, las transformaciones sociales o la ausencia de las mismas. 

 

NOTAS

[1] Se trata de la obra que Richard Ford publicó en Londres en 1845 con el título A Hand-book for Travellers in Spain and Readers at Home.

[2] Así, por ejemplo, el tratamiento dado a las cárceles y las murallas en las guías urbanas de Barcelona en SERRANO SEGURA, M§ del Mar: 1990, pp. 61 -76.

[3] TABOADA Y LEAL. Nicolás: 1840, págs. 11 y 12.

[4] VEDIA Y GOOSSENS, Enrique de: 1845, pág. 275.

[5] J.A.S.:1857, pág. 38.

[6] Al igual que en otras ciudades españolas, las puertas de la muralla se cerraban de noche al sonar el toque «de las ánimas». En el caso de Valencia quedaba abierta sólo la Puerta del Real, aunque nada más que hasta las once. Aquellos viajeros o ciudadanos rezagados se veían obligados a pernoctar en el llano del Real donde existía a tal efecto un hemiciclo formado por varios bancos de piedra, de lo cual proviene el dicho popular de «estar en la luna de Valencia». La Puerta del Real, situada frente al puente del mismo nombre, se construyó precisamente al iniciarse el siglo XIX, en 1801. Se derribó junto con la muralla pero fue reedificada según los antiguos planos en 1946, aunque no en el mismo lugar, sino donde antes estaba emplazada la Puerta del Mar. SANCHIS GUARNER, Manuel: 1976, pág. 481.

[7] LATOUR, Antoine de: 1877, págs. 30 y 31.

[8] ALVAREZ MIRANDA, Vicente et alt.: 1849, pág.6.

[9] El recorrido completo de ambas murallas, con enumeración de sus puertas y torres puede seguirse en SAINZ DE ROBLES, Federico Carlos: 1970, págs. 31 a 37.

[10] VERDEJO PAEZ, Francisco: 1827, Vol. I, pág. 155.

[11] RAMÍREZ Y LAS CASAS-DEZA, Luis María: 1837, pág. 2 y edición de 1856, pág. 8.

[12] RAMÍREZ Y LAS CASAS-DEZA, Luis María: edic. de 1856, págs. 108 y ss.

[13] J.N.E.:1843, pág.8.

[14] Manual del Viajero en Barcelona: 1840, págs. 2 y 3.

[15] BOFARULL Y BROCA, Antonio de: edic. de 1855, pág. XIX.

[16] Este autor, médico higienista, publicó en 1831 una muy breve guía de Barcelona bajo el pseudónimo de Felipe Roca Lavedra que, con adiciones y correcciones, se imprimió de nuevo en 1833 y 1838, si bien bajo la autoría de J. Sola. No existe en ella ningún comentario en contra de la muralla barcelonesa.

[17] MONLAU, Pedro Felipe: 1841, pág. III.

[18] Bases y fallo del concurso del Ayuntamiento de Barcelona incluidas en MONLAU, Pedro Felipe: 1841, pág. IV.

[19] MONLAU, Pedro Felipe: 1841, pág. 12.

[20] MONLAU, Pedro Felipe: 1841, pág. 4.

[21] MONLAU. Pedro Felipe: 1841, pág. 5.

[22] MONLAU, Pedro Felipe: 1841, pág. 12.

[23] MONLAU, Pedro Felipe: 1841, pág. 15. 

[24] FORD Richard (1845): 1988, tomo II, pág. 111. 

[25] AMICIS, Edmondo de: 1883, pág. 410.

[26] TESTE, Louis (1872): 1959, págs. 156 y 157.

[27] SOLA, J.: 1833, pág. 4.

[28] SOLA, J.: 1833, pág. 5. Resulta interesante observar que en Madrid, según se indica a pie de pág. 16 en la obra de Ángel Fernández de los Ríos publicada en 1868, El futuro Madrid, el ancho de las calles era el siguiente: De 1 metro, 1: de 2,7; de 3,18; de 4,46; de 5, 96; de 6,156; de 7, 65; de 8, 29; de 10.11; de 12, 7; de 13,4; de 14,6; de 15,3; de 16,1; de 18,4; de 19,1; de 20,2; de 22,1; de 24,1; de 25,1; de 26,1; de 30, 2; de 36,1; de 50,1; de 52,1. De la relación (en la cual no están expresadas las fracciones de metro), se desprende que el ancho medio de la mayoría de las calles madrileñas se situaba en la época entre 3 y 14 metros, siendo las de 5 metros las más abundantes. Los datos, según expresa el autor, están extraídos de la relación de anchos medios formada por el ayudante de caminos D. Joaquín Montero.

[29] PONZ, Antonio: 1771 -1794, tomo IV, Carta II.

[30] BOSARTE, Isidoro (1804): 1978, págs. 101 y 102.

[31] ALARCON Y ARIZA, Pedro Antonio de: 1883, pág. 274.

[32] A.B.C.E.: 1802, pág. 37. Tampoco la Barceloneta acababa de gustar a los autores de relatos de viaje del siglo pasado. Laborde, que en principio alaba el barrio, acaba diciendo que "la vista de la Barceloneta proporciona placer al primer golpe de vista, pero la excesiva uniformidad de sus calles y de sus casas la hace monótona, y el agrado disminuye". LABORDE, Alexandre de: 1808, vol. I, pág. 68.

[33] Carta al Conde de Floridablanca sobre posadas secretas fechada el 29 de noviembre de 1787 en JOVELLANOS, Gaspar Melchor de: 1859, pp. 143 a 145.

[34] BIGADOR LASARTE, Pedro: 1968, pág. 263.

[35] MESONERO ROMANOS, Ramón de: 1881, capítulo XV.

[36] Artículo 59 del Plan de ensanche de Madrid que Carlos María de Castro incluyó en su Memoria.

[37] Concretamente la construcción de la parte del ensanche del barrio de Salamanca atravesó por un período muy crítico que ocasionó incluso la ruptura del contrato de compra de terrenos entre los banqueros Finat y Salamanca, que daba nombre al barrio. La ruptura se debió a la baja de los precios del suelo tras el despegue a principios de la década de los sesenta. En 1866 se había construido demasiado y los precios de los inmuebles eran excesivamente caros para el poder adquisitivo de la sociedad madrileña de la época. Esto, unido a la especulación de los terrenos del ensanche madrileño conllevó el desplome de los precios del suelo, que de los 172'55 reales el metro cuadrado en 1863, pasaron a 73'5 reales en 1867.

[38] CASTELAR, Emilio: 1893, pág. 251.

[39] CASTELAR, Emilio: 1893, pág. 254. La descripción que Castelar hace de Madrid es la de un republicano acérrimo. "En cuanto entráis por Madrid, veis como su Palacio Real descuella sobre todos los edificios, cosa que no pasa en Londres, dotado con un Parlamento sin igual", dice un párrafo. El político y el ensayista ganaron en esta obra al historiador y no pueden rastrearse en ella las transformaciones urbanísticas realizadas desde treinta años atrás.

[40] Informe sobre la solicitud de varios señores diputados...: 1854, págs. 7 y 8.

[41] ARTOLA, M.:1983, pág.79.

[42] Anteriormente a este primer ensanche efectivo de Valencia, el alcalde José Campo había intentado realizar una ampliación por la parte de la Saidia, con el objeto de que la ciudad creciera por la izquierda del Turia formando un barrio extramuros, pero el proyecto no fue llevado a la práctica.

[43] BONET CORREA, Antonio, en FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, Prólogo.

[44] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 196.

[45] De las Observaciones sobre mejoras de Madrid, por D. Mariano Albo, Madrid, 1857. Citado en FERNANDEZ DE LOS RÍOS. Ángel (1868) 1975: pág. 196.

[46] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 11.

[47] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 14.

[48] De las Observaciones sobre mejoras de Madrid, por D. Mariano Albo, Madrid, 1857. Citado en FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 196.

[49] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 197.

[50] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 730.

[51] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975. pág. 19.

[52] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 19.

[53] Cuatro palabras acerca de la zona de ensanche de Madrid, por varios propietarios. Madrid, 1866. Citado en FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 70.

[54] FERNANDEZ DE LOS RÍOS, Ángel (1868): 1975, pág. 72.

[55] VALVERDE Y ALVAREZ, Emilio: 1885, págs. 29 y 30.

[56] JORRETO Y PANIAGUA, Manuel: 1895, págs. 94 y 95.

[57] MATAS, J. y SAURI, M.: 1860, apéndice.

[58] BALAGUER, Víctor: 1865, Vol. I, págs. 123 y 166.

[59] ROCA Y ROCA, J.: 1884.

[60] ROCA Y ROCA, J.: 1884, pág. 115.

[61] MARTI DE SOLA, Modesto: 1888. pág. 115.

[62] ROCA Y ROCA, J.: 1884, págs. 46 y 47.

[63] ROCA Y ROCA, J.: 1884, pág. 47.

[64] ROCA Y ROCA, J.: 1884, pág. 49.

[65] ROCA Y ROCA, J.: 1884, pág. 50.

[66] ROCA Y ROCA, J.: 1884, pág. 51.

[67] PIRALA, Antonio: 1885, pág. 416.

[68] MANTEROLA, José: 1871, págs. 172 y 175.

[69] MANÉ Y FLAQUER, Juan: 1878, pág. 58 del apartado dedicado a Vizcaya.

[70] MANÉ Y FLAQUER, Juan: 1878, pág. 69 del apartado dedicado a Vizcaya.

 

BIBLIOGRAFÍA 

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