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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol VI, nº 107, 1 de febrero de 2002



TECNOLOGÍAS INFORMÁTICAS, NUEVAS FORMAS DE CAPITAL CULTURAL E INNOVACIÓN EN LA ENSEÑANZA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

Jesús Romero Morante (*)


Tecnologías informáticas, nuevas formas de capital cultural e innovación en la enseñanza de las ciencias sociales (Resumen)

Utilizando como apoyatura conceptual y empírica varias investigaciones, entre ellas la del propio autor, en estas líneas se argumentará que la relación, aparentemente incontrovertible, entre tecnologías informáticas e innovación educativa no es ni evidente en sí misma ni necesaria. La pretensión no es otra que ofrecer cierta luz sobre los problemas a los que se enfrenta esta última y sobre algunas de las condiciones que deberían concurrir para tornarla posible.

Palabras clave: Innovación didáctica, tecnologías de la información, modernización simbólica, enseñanza de las Ciencias Sociales, doble contextualización.


Information technology, new forms of cultural capital and innovation in the teaching of the social sciences (Abstract)

In this article I will argue that the apparently indisputable connection between information technology and educational innovation is not either obvious or necessary. I will use several pieces of research, included the one I have carried out, as conceptual and empirical support. My purpose is to shed some light on problems that the innovation is faced with, and on some of its conditions.

Key Words: Educational innovation, informatión technology, symbolic modernization, teaching of the Social Sciences, double contextualization.


A nadie sorprende encontrar reunidas en la misma frase las expresiones "nuevas tecnologías de la información" e "innovación didáctica". Después de todo, la interminable lista de proclamas y discursos que, desde hace aproximadamente dos décadas, vienen urgiendo la introducción de los ordenadores en el currículum, y más recientemente la conexión de los centros escolares a Internet, no han dudado por lo general en levantar grandes expectativas de "cambio". La utilización de los recursos informáticos como herramienta de enseñanza y aprendizaje —se nos dice— brinda el potencial necesario para perfeccionar los métodos instructivos y revolucionar cualitativamente las prácticas de aula.

Estoy plenamente convencido de que los ordenadores y las redes electrónicas consienten usos muy provechosos para los y las estudiantes y sus profesores, que sería acertado rentabilizar. Lo que ocurre es que la innovación educativa es siempre un proceso complejo, incierto, dependiente de múltiples factores, y sin resultados garantizados de antemano. Añádase a ello que las propias prioridades sustantivas de las iniciativas encaminadas a alterar o enmendar una situación difícilmente escapan a la controversia. Nunca es conveniente identificar a priori movimiento con mejora, sin mediar un debate democrático sobre la relevancia, el mérito y la consistencia de las propuestas; y menos aún en estos tiempos, en los que el neoliberalismo educativo —esa curiosa mixtura de espíritu de mercado, eficientismo y rancia tradición— no vacila en cubrir sus intenciones y planes con la retórica del progreso. A pesar de todo ello, he aquí que muchos abogados de la informatización creen haber hallado en ella un "motor para acelerar la reforma educativa" (Hamm, 1996: 93), un atajo directo y seguro hacia una nueva y virtuosa pedagogía.

En otras circunstancias, y con otro protagonista, el escepticismo que surge dentro de las propias filas docentes ante promesas de esta índole sería general. Pero el ordenador no es un medio cualquiera. Estas tecnologías han llamado imperiosamente a la puerta de nuestros centros revestidas con un poderoso halo simbólico que pretende convertirlas, a los ojos de la opinión pública, poco menos que en el determinante último de la mudanza social en su sentido más amplio. Por tanto, en una necesidad apremiante y, a la par, en la llave por antonomasia del avance en todos los campos, incluido el nuestro. La simplicidad de muchas de estas afirmaciones no quiere decir que su propagación sea ingenua. Por detrás de las mismas se están promoviendo e imponiendo ciertos intereses, valores, y hasta agendas políticas de reestructuración de los sistemas escolares. En consecuencia, cuando mayor sea su eco tanto mayor es el riesgo de que la discusión sobre los problemas que aquejan a la enseñanza se vea tendenciosamente tergiversada. En el ámbito más limitado que nos preocupa aquí, ello no puede sino contribuir a enturbiar la comprensión de la dinámica innovadora y de sus condiciones. Lo que me propongo en este escrito es, precisamente, argumentar que la supuesta relación entre recursos informáticos e innovación didáctica no es ni evidente en sí misma ni necesaria. Al hacerlo, espero poder ofrecer cierta luz sobre algunas de las condiciones (no todas) que deberían concurrir para tornarla posible.



El trasfondo de la modernización tecnológica de las escuelas

Como punto de partida voy a utilizar las conclusiones de dos investigaciones llevadas a cabo en Estados Unidos y en Canadá en los años 80 y 90 respectivamente. Es obvio que los hallazgos de unos estudios de caso o de unos análisis centrados en unos contextos sociales, espaciales y temporales específicos no son generalizables. Olvidar esta precaución elemental suele conducir a errores gruesos. Ahora bien, una indagación en profundidad puede llamar la atención sobre ciertas dimensiones de la realidad sobre las que sería menester interrogarse, y proporcionar asimismo herramientas conceptuales con las que afinar la mirada. Las dos a las que haré mención son de distinta naturaleza, pero en ambas encuentro hilos para comenzar a tejer mi argumentación.

En un artículo publicado en la revista de la American Sociological Association, Persell y Cookson (1987) daban cuenta del proceso y resultados de las pesquisas emprendidas por ellos a mediados de los 80, con el fin de averiguar cómo habían adoptado los ordenadores los internados privados de secundaria a los que asisten los vástagos de las clases alta y media alta estadounidenses. Sirviéndose de los trabajos de Pierre Bourdieu como referente teórico, los autores consideraban la introducción de estos dispositivos informáticos como una buena oportunidad para examinar el modo en que opera la acumulación de capital cultural en un escenario educativo, y su relación con las estrategias de los alumnos y sus familias encaminadas a mantener posiciones en la estructura social o a ascender peldaños a través de ella.

Recuérdese que, en palabras de Bourdieu (1997: 18), los individuos y los grupos se distribuyen en el espacio social según diferentes principios de diferenciación, de entre los cuales el capital económico y el capital cultural serían los más eficaces en las sociedades avanzadas. Por capital cultural entiende "los instrumentos para la apropiación de la riqueza simbólica socialmente designada como algo que merece ser perseguido y poseído" (citado en Persell-Cookson, 1987: 123). Bien advertido que el término no engloba únicamente conocimientos sustantivos, sino también las técnicas para producir nuevo conocimiento o presentar de nuevas maneras el ya existente. Y no hay duda, a este respecto, de que las tecnologías computarizadas se han labrado una excelente reputación al convertirse en un elemento clave para el tratamiento y el control de la información. Recuérdese asimismo que, según este sociólogo francés, la institución escolar contribuye a reproducir la desigual distribución del capital cultural (y de esta suerte la estructura del espacio social) mediante los distintos mecanismos, supuestamente asépticos, con los que clasifica, separa y selecciona a un alumnado que llega a las aulas con bagajes culturales heredados, expectativas vitales y, por consiguiente, actitudes respecto a la inversión de esfuerzo en educación muy diferentes.

Persell y Cookson pretendían explorar, en definitiva, cómo respondían estas escuelas de élite y su clientela al desafío informático con vistas a mantener el control sobre estas formas emergentes de capital cultural. Su aproximación, en todo caso, buscaba detectar líneas de segmentación no sólo en función de la clase de procedencia de los discentes, sino también de su etnia y género.

Con ese fin hicieron visitas de campo intensivas a una muestra representativa de 48 internados privados de secundaria durante el curso 1982-83, realizaron entrevistas a directores, profesores y alumnos, y pasaron un cuestionario a 2.475 estudiantes en 19 de ellos. La condición de élite de estos centros queda reflejada en los siguientes datos: el 50% de los padres de los alumnos eran profesionales, y el 40% ejecutivos o directores de empresas. El 56% de las familias de procedencia tenía unos ingresos anuales superiores a los $100.000, y otro 20% entre $75.000 y $100.000. Piénsese que los gastos anuales en estos colegios sobrepasaban los $10.000. Por aquellas fechas sólo el 13,5% de las familias norteamericanas ganaba más de $50.000 al año, y el ingreso familiar medio era de $25.216. En otro orden de cosas, únicamente el 4% de los alumnos de la muestra eran afroamericanos, cuando el porcentaje se elevaba al 19% en las high schools públicas. El 87% eran blancos. En lo concerniente a la distribución por sexo, el 60% eran chicos y el 40% chicas, mientras la media nacional en las high schools se situaba alrededor del 50%.

En una fecha tan temprana como 1982-83, la mitad de los internados objeto de su encuesta habían construido amplias instalaciones informáticas, y muchos otros tenían planeado hacerlo. Varios disponían incluso de un edificio nuevo, moderno y separado para el computer center, y por lo general las dotaciones eran impresionantes. Puesto que estas escuelas competían en un mercado por alumnos de familias acomodadas, y puesto que los padres esperaban de ellas que incluyesen tales facilidades en su oferta docente, no resultan sorprendentes dichas inversiones y la necesidad sentida de acometerlas. Más llamativo era que se hubiesen levantado edificios singulares para alojar los ordenadores. Las observaciones de campo llevaron a los autores a la conclusión de que el motivo no tenía que ver tanto con la seguridad o la instrucción como con el márketing. Los progenitores que buscan un internado para sus hijos suelen dedicar unas pocas horas a inspeccionar su campus. De ahí la relevancia de tener unas instalaciones muy visibles que puedan destacar en una visita breve, al igual que lo hacen una gran biblioteca, una piscina olímpica o los campos de deportes. De suerte que pueda venderse, de manera harto expresiva, la idea de que los centros "poseen las nuevas herramientas de capital cultural y comprenden su importancia" (ibidem: 126).

Al analizar el aprovechamiento que se hacía de estos dispositivos, Persell y Cookson descubrieron variaciones en la frecuencia de uso en función del origen familiar, la etnia, el sexo y las expectativas profesionales de los discentes. Pero lo que me interesa destacar ahora es su sorpresa por el escaso empleo de los ordenadores. Incluso donde se toparon con las mejores instalaciones, la proporción de alumnos que afirmaba utilizarlos frecuentemente en sus cursos oscilaba entre el 5% y el 32%. Donde las dotaciones eran comparativamente más modestas, los porcentajes se situaban entre el 0 y el 18%. Al discutir estos resultados, nuestros autores los vieron coherentes con la opinión de Bourdieu de que la posesión de capital cultural es más importante que su uso. De hecho, hicieron descansar su interpretación en la distinción entre adquisición simbólica y adquisición instrumental de capital cultural. La primera sugiere apropiación sin implicar necesariamente su manejo, en tanto que la segunda sí satisface también esa condición. A su juicio, al menos en las primeras fases de acumulación de este capital cultural emergente, su adquisición simbólica podía ser suficiente para que tales centros hiciesen saber que otorgaban a sus alumnos ventajas competitivas en una carrera formalmente "meritocrática", y para que ciertos segmentos de las clases elevadas se enfrentasen a los cambios tecnológicos sin poner en peligro sus estrategias de reproducción social.

Como toda investigación, la glosada tiene una historicidad, y el paso del tiempo aconseja sin duda actualizar o revisar sus conclusiones. Pero ese no es el problema que inquieta a este escrito. Por contra, la distinción conceptual entre adquisición simbólica e instrumental se me antoja muy útil y susceptible de ser aplicada a otros contextos, aunque sea a costa de modificar parcialmente su sentido primigenio.

Después de todo, si ampliamos la escala institucional, espacial y temporal, parece que las inversiones multimillonarias en equipamiento de las administraciones educativas de todos aquellos países atentos a no perder el tren del futuro han tenido, hasta la fecha, una repercusión real bastante exigua de uno a otro confín. Según un estudio de amplia cobertura sobre la etapa de secundaria impulsado por la International Association for the Evaluation of Educational Achievement (IEA), que recopiló en 1989 información de 19 países1, en todos ellos, excepto en Nueva Zelanda y Estados Unidos, menos del 20% de los docentes de matemáticas, ciencias y lengua materna empleaba el ordenador en sus lecciones, e incluso dentro de tal grupo el 75% lo hacía con muy poca frecuencia (Pelgrum-Schipper, 1993). Un ulterior rastreo de la IEA en 38 países o enclaves, acometido en 1994-95, no atisbó demasiados signos de enderezamiento: sólo en Dinamarca, Inglaterra, Escocia y Estados Unidos subía a un tercio la fracción de alumnos de catorce años que manifestaba haberse sentado ante una pantalla en ciencias naturales, "al menos de vez en cuando" (cfr. Unesco, 1998: 85).

En España no contamos con base empírica abundante para extraer una imagen nítida, pero los datos publicados se ajustan a esa tendencia. Así, por ejemplo, una evaluación realizada en 123 centros públicos sevillanos adscritos al Plan Alhambra de la Junta de Andalucía encontró que sólo el 18,8% de los profesores encuestados había recurrido en alguna ocasión a este medio (Cabero et al., 1993: 141). Cuando nos centramos en quienes imparten Historia y otras Ciencias Sociales, las cifras se mueven a la baja. Si los 114 sujetos que se avinieron a cumplimentar los cuestionarios de los que se sirvió Carmen Guimerà en su tesis doctoral (vid. Guimerà, 1993), los 55 interlocutores de Enric Ramiro (1998), o los 64 informantes de Javier Merchán (2001) tienen alguna representatividad estadística, podría aseverarse que el colectivo hispano apenas transgrede el voto de abstinencia computacional.

La informática se ha convertido en una asignatura presente en la mayoría de los lugares, pero, desde el punto de vista de su utilización como recurso didáctico en las restantes asignaturas del mosaico curricular, cabría decir, en términos generales y haciendo abstracción de notables excepciones, que los centros no han ido todavía mucho más allá de su posesión simbólica. Por supuesto, también este tipo de riqueza emblemática se reparte de manera desigual y es susceptible de ser explotada para marcar distancias, especialmente cuando las administraciones occidentales parecen empeñadas en introducir mecanismos de competencia entre escuelas o institutos, a la par que consagran los ordenadores como uno de los principales indicadores de calidad.

Para explicar este panorama hay que poner en juego un amplio abanico de variables, pero ya de salida hubo un pecado original. En cierto modo, y a poco que se reflexione, lo comentado más atrás basta para sospechar que estos dispositivos entraron en las aulas fundamentalmente por motivos extrapedagógicos, sin que estuviese muy claro de qué manera redundarían en favor de la enseñanza.

El arduo devenir de la institución escolar está marcado por prioridades en conflicto de equilibrio inestable, y las presiones para su "modernización tecnológica" deberían ser contempladas sobre ese telón de fondo. De entre las distintas visiones o discursos acerca de su función y propósito, Goodson y Mangan (1998a: 123) destacan tres como los históricamente predominantes. En primer lugar, la tradición liberal o académica ha definido varios "cuerpos de conocimiento" que representarían lo más destacado de nuestro patrimonio intelectual: su legado académico. La escuela debe transmitir ese legado disciplinar porque es valioso por sí mismo, porque enriquece la vida mental y sirve de introducción a la cultura. En segundo lugar, para la tradición pedagógica o progresiva son las necesidades e intereses del aprendiz los que habrían de convertirse en el objetivo principal, de tal guisa que se eligiese aquel conocimiento que facilite su desarrollo cognitivo y afectivo. Por último, la tradición económico-vocacional hace hincapié en los requerimientos y destinos laborales o profesionales de los estudiantes. Desde esta óptica, los saberes valiosos a impartir serían aquellos que garanticen al sector productivo una fuerza de trabajo cualificada y que ayuden al alumno o alumna a obtener el conocimiento y las habilidades que le permitirán maximizar su potencial en su futura ocupación.

La retórica y la realidad de la informática educativa no han dejado de reflejar las tensiones entre estas visiones (y alguna más que cabría añadir a la lista), pero durante el proceso de introducción de los ordenadores en las aulas una de ellas ha sido fomentada con especial fuerza. Aunque una abundante literatura se ha aprestado a cantar alabanzas sobre los "beneficios cognitivos" que promueven estas herramientas, semejantes afirmaciones —de dudosa consistencia en ocasiones— acostumbran a ser más rotundas que las evidencias empíricas que deberían corroborarlas (cfr. Romero, 1997, 1999). Por añadidura, a menudo no suele quedar muy claro cómo integrar esa supuesta riqueza intelectual en las prácticas cotidianas. Este "detalle" no ha impedido, sin embargo, la difusión generalizada de una cultura de la inevitabilidad (Goodson-Mangan, 1998a: 129) acerca de la ineluctable apertura de los centros escolares a la Era de la Información. La justificación común gira en torno a la necesidad de adaptarse a las grandes transformaciones económicas y sociales impulsadas por las nuevas tecnologías en todos los ámbitos, de proporcionar las cualificaciones que demanda el mundo laboral, de adquirir las destrezas y actitudes que permitan a las empresas rentabilizar las ganancias de productividad que los insumos de última generación hacen posible, de asegurar, en suma, la competitividad del país en el mercado internacional. Es obvio a cuál de las visiones estoy aludiendo. A su vera, insignes creadores de opinión identifican unidimensionalmente los intereses de la escuela con los intereses de la economía, relegando a un segundo plano u olvidando otras finalidades esenciales. Más aún, haciendo una lectura simplista de las relaciones entre producción, formación y empleo, no sólo subordinan la instrucción formal a los requerimientos de la empresa privada sino que desvían asimismo a través de ella la responsabilidad de las situaciones de inactividad forzada, o de actividad alienante y precaria, que asoman tras la bruñida superficie de la "nueva economía" (véase una discusión amplia sobre este asunto en Romero, 1999).

En el pasado, recuerdan con perspicacia Goodson y Mangan (1998a: 132-133), muchas de las reformas escolares lanzadas en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial se vieron enérgicamente contestadas y su implantación fue muy irregular, incluso cuando contaban con sólidos fundamentos socio-pedagógicos y evidencias de su bondad para enriquecer la enseñanza y el aprendizaje. No es gran cosa lo que ahora se aporta en este sentido, pero esa cultura de la inevitabilidad ha ahogado el debate sobre los fines y los medios educativos, cediendo protagonismo a otras fuerzas que han convertido este episodio en un intento más por inscribir en el imaginario colectivo la noción de que el norte primordial de la escolaridad es la preparación laboral.

En tanto que acción simbólica, estas presiones han tenido éxito pues han hecho del ordenador un recurso disponible, grosso modo, en los centros. Ahora bien, su advenimiento puede contemplarse como otra "reforma desde arriba", con el agravante de que el diálogo con las grandes tradiciones curriculares ha brillado esta vez por su ausencia. Desde luego, no es éste el mejor escenario imaginable para soñar con una innovación didáctica masiva.



Recursos informáticos y culturas profesionales

Lo señalado en el apartado anterior no es óbice para reconocer que algunos profesores han incorporado ya los ordenadores y las redes telemáticas a la lista de medios que emplean en sus clases. Por lo tanto, y a pesar de que este club de iniciados no sea tan numeroso como se esperaba, debemos preguntarnos si tal fichaje ha supuesto la anunciada oportunidad para renovar su docencia.

Antes de intentar una respuesta, bueno será aclarar qué entiendo por innovación didáctica. A menudo el vocablo se empareja con la introducción de algo percibido como nuevo por los destinatarios. Por ejemplo, un recurso inédito hasta ese momento en el aula. Sin embargo, son legión los pedagogos que reputan inmerecida la dignidad de no concurrir el ánimo de producir una transformación cualitativa de las prácticas educativas, en alguna dirección tenida por deseable. Yo me sumo a su criterio. Por descontado, no pretendo sugerir en absoluto que los problemas de definición quedan así zanjados. "Innovación" es un concepto controvertible, como todos los que aluden a asuntos complejos, al igual que lo es la elucidación de lo "deseable". No obstante, me contentaré con enunciar este principio discriminante elemental, pues resulta útil para no confundir por tal cualquier mudanza trivial o marginal desde el punto de vista de la enseñanza y el aprendizaje.

Tras la puntualización, mostraré unos primeros indicios extraídos de los hallazgos de una indagación llevada a cabo en Canadá. Entre 1989 y 1992, el Ministerio de Educación de la provincia de Ontario financió un proyecto denominado "Curriculum and context in the use of computers for classroom learning", que fue encomendado a un grupo de investigadores de la Universidad Western Ontario. Su objetivo era examinar la repercusión que tenía el uso de ordenadores y redes en distintas asignaturas del currículum de secundaria vigente en aquella provincia, a saber: Estudios Sociales (Historia, Geografía, Sociología), Arte, Estudios Familiares y Tecnología. Más en concreto, se pretendía comprobar los efectos de esa utilización sobre la enseñanza y el aprendizaje, sobre la estructura y presentación de los materiales curriculares y sobre la gestión de las clases por parte de los profesores. Se optó por un estudio intensivo, fundamentalmente cualitativo, que tuvo como escenario dos institutos debidamente equipados para la ocasión, y que implicó observaciones de campo regulares a lo largo de dos años. El proyecto ha generado varios informes y publicaciones. Yo me apoyaré en la firmada por Goodson y Mangan (1998b), muy pertinente para nuestra discusión.

Puesto que el foco era la etapa de secundaria, se tuvo muy presente una línea de investigación que ha confirmado el papel central de las sub-culturas de asignatura en la preparación y socialización profesional de los docentes, y por ende en la conformación de los supuestos explícitos y las convenciones tácitas que guían sus actuaciones cotidianas en las aulas. Sobre un substrato cultural compartido de estructuras, esquemas de percepción, categorías, distinciones y hábitos articuladores de una "gramática básica de la escuela" (Tyack-Tobin, 1994) que remite a los condicionantes institucionales de este campo social a la vez que contribuye a recrearlos (o en su caso reorientarlos) a lo largo del tiempo, las disciplinas escolares se singularizan hasta cierto punto como microcosmos distintivos con sus propias tradiciones y valores. Por sub-culturas de asignatura entendían, entonces, el conjunto de prácticas, presuposiciones y expectativas que han crecido alrededor de un área de estudio particular, y que dibujan los contornos selectivos de lo que cabe concebir como una enseñanza, un contenido, una organización de las clases o un estilo pedagógico posibles y razonables, amén de legítimos. Tales axiomas evocan en parte la naturaleza del cuerpo referencial de saberes, pero sobre todo el proceso de su construcción histórica como materia curricular y su conversión en tradición duradera, ambos inseparables de las funciones sociales dadas a ese conocimiento en el seno de una institución específica de socialización. Un atributo característico de estas subculturas suele ser su durabilidad, reforzada generación a generación por los desempeños de los agentes educativos. Lo cual no equivale a decir que sean monolíticas o inmutables. Por el contrario, su reproducción ritual no está libre de contestación, y la consagración de algunos rasgos puede convivir con la crisis y la metamorfosis de otros. Como se apreciará, esta noción viene a coincidir, a grandes trazos, con el rico y potente utillaje analítico del código disciplinar forjado por Raimundo Cuesta (1997, 1998) para abordar la génesis y evolución de la Historia escolar en España.

El proyecto canadiense adoptó, por consiguiente, como hipótesis de trabajo que las subculturas de asignatura preceden a la introducción de los ordenadores y son el trasfondo sobre el que ésta acontece. De ahí que se propusiese comprobar, en primer lugar, si esos patrones bien establecidos de actividad docente disciplinar eran realmente un elemento activo relevante en la implementación de los recursos informáticos. En segundo lugar, y siempre que aquella relación fuese corroborada, cómo se veían influidas por —y cuál era su reacción a— la presencia de estos "intrusos" (cfr. Goodson-Mangan, 1998b: 106, 114).

Para adentrarse por la primera senda, colocaron el foco de sus pesquisas sobre las diferencias apreciables entre las distintas asignaturas en el momento de utilizar estos medios. Con ese fin exploraron algunas variables (tales como el porcentaje de tiempo gastado por el profesor en sus exposiciones y explicaciones, la proporción dedicada a preguntar a los alumnos y a sus actividades, o el reparto temporal entre el trabajo en pequeño grupo y en gran grupo) expresivas, a su juicio, de las variaciones entre asignaturas en lo concerniente a los estilos paradigmáticos de enseñanza y de organización del aula. Como horizonte de referencia habían definido previamente las características arquetípicas a las que propenden sus clases "normales". Así, por ejemplo, retrataron los Estudios Sociales (Historia, Geografía, Sociología) por el predominio de un enfoque centrado en el contenido impartido y una pedagogía que gira en gran medida alrededor del protagonismo directivo del profesor: en un espacio que generalmente se ajusta a un modelo muy formal, con los alumnos sentados en filas mirando al frente del aula, el profesor procura mantener una atmósfera de silencio dominada por su voz y ocupar la atención de todo el grupo en la misma labor, que suele consistir en atender a su "lección" —acompañada de preguntas de comprobación a los estudiantes y lectura de ejercicios o trabajos— y emprender a continuación, de manera individual, las tareas de refuerzo encomendadas.

Como contraste, las enseñanzas artísticas ponen menos énfasis en el contenido y la lección magistral (con la excepción, al menos parcial, de la Historia del Arte): la actividad creativa del alumno goza de mayor cancha; el papel del maestro se orienta más a realizar demostraciones, atender consultas y resolver dificultades; la atmósfera acostumbra a ser menos formal, con más ruido y movimiento, con conversaciones más improvisadas entre tutor y pupilos, con una mayor tolerancia a ese murmullo de fondo y, ocasionalmente, con una vigilancia menos estricta.

Las evidencias que obtuvieron ratifican la importancia de las subculturas de asignatura para comprender la dinámica de la inserción curricular de los ordenadores. Valga anotar como botón de muestra que las diferencias previas entre ellas en cuanto a esquemas de interacción o gestión de tiempos y agrupamientos volvían a manifestarse de nuevo, a pesar de que la intermediación de estas máquinas (y su número) parecía demandar en general un tipo de actividad más individual y en pequeños grupos. En aquellas clases, como las de Estudios Familiares o Arte, en las que existía ya un entorno individualizado y no era inusual que distintos estudiantes estuviesen afanados en distintas tareas, los modernos dispositivos fueron incorporados a dicha dinámica sin grandes trastornos. En otras, sin embargo, como las de Historia y Geografía, su desembarco fue más problemático. La frecuente inclinación por el estilo docente y de relación descrito atrás tiene que ver con asunciones muy enraizadas acerca de lo que es el conocimiento valioso, un buen estudiante o una instrucción eficaz, pero también —y de manera notoria— con el control del aula. Algunos profesores mostraron más reservas sobre la pertinencia de ciertas alternativas y percibieron en el nuevo contexto el riesgo potencial de una exacerbación de sus problemas con el control, por lo que trataron con gran esfuerzo de acomodarlo a sus anteriores estrategias regulativas y de enseñanza. En la comparativa entre las asignaturas mentadas, los porcentajes más altos de tiempo monopolizado por el maestro y la menor preferencia por la división en pequeños grupos coincidieron con los de este área.

La inferencia de los autores es que la adopción es más sencilla y probable donde encaja con las prácticas existentes. En cambio, no es de extrañar que un sector del gremio se muestre reacio a una tecnología que no parece muy compatible con su proceder profesional y que además exige un gasto adicional de energía y siembra dudas sobre sus habilidades técnicas.

En lo concerniente al segundo interés de la investigación (calibrar el impacto del ordenador sobre estas subculturas), se encontró un patrón común a todas ellas en el modo de adherir estos artilugios a las clases. Hubo algún caso excepcional de rendición absoluta, reflejado en la sustitución del aprendizaje de la geografía por la alfabetización informática con pinceladas geográficas. Pero muy pocos docentes, con independencia de sus adscripciones disciplinares, se replantearon profundamente su planificación y sus rutinas: "Pequeñas partes de sus lecciones se reemplazan por partes computarizadas, pero los objetivos básicos y la estructura siguen siendo los mismos" (ibidem: 117). Al igual que en otras iniciativas "desde arriba" (o desde el centro a la periferia), y sobre el telón de fondo de la presión sentida para sumarse a ésta, la respuesta pragmática consistió en traducirla a sus códigos corrientes y continuar más o menos como hasta entonces. Según la valoración de nuestros autores, "es posible que la cultura informática colonice completamente algunas áreas del currículo. En la mayoría de ellas, sin embargo, la subcultura de asignatura ya asentada coloniza en realidad el ordenador y lo usa para enseñar los temas habituales de la manera habitual" (ibidem: 119-120). De esta guisa puede convertirse en un mero "barniz para cumplir con la modernidad", sin menoscabo de la lealtad al conocimiento y la pedagogía tradicionales (Goodson, 2000: 175).

Esta conclusión tiene una trascendencia muy grande, y sirve de pórtico perfecto a mi propia aproximación analítica a esta cuestión.



La "doble contextualización" de los medios educativos

¿Cómo adquiere un medio su significación didáctica? En un apartado anterior defendía que no es la novedad sino el empeño en mejorar la racionalidad y la justicia de unas prácticas lo que otorga carta de naturaleza a una innovación. Las vicisitudes comentadas hace un instante son, sin duda, un buen argumento de autoridad. Si partimos de esta premisa, parece evidente que sería esa significación, y no la simple disponibilidad de ordenadores o de Internet, lo hipotéticamente innovador. De ahí la centralidad del interrogante. En otros trabajos (Romero, 2000, 2001) he intentado darle una respuesta, sirviéndome con ese ánimo de una categoría teórica y heurística original, a la que llamé el principio de la doble contextualización. Con ella postulaba que el valor didáctico de un recurso no es un dato apriorístico, sino que se construye.

En efecto, ningún medio es educativo hasta que no se "construye" pedagógicamente. No lo es el ordenador, ni la televisión, ni un reproductor de videocintas, ni un mapa, ni un libro... sin su recolocación en nuevas coordenadas, con arreglo a pautas reguladoras que inscriben en ellos una intencionalidad y una modalidad de aprovechamiento instructivas. La recolocación supone, bien elaborar materiales ad hoc (software para aprender un contenido curricular, un programa televisivo para ejercitar algún idioma extranjero, un manual para primaria, etc.), bien idear una guía que permita insertar en una estrategia didáctica, al servicio de objetivos concretos, productos de procedencia extraescolar (un gestor de bases de datos para apoyar pequeñas indagaciones, o registrar información de personajes históricos; una antología poética para estimular el gusto por la lectura de este género y apreciarlo como manifestación de un clima cultural, o para medir la métrica, etc.). Esta impronta es necesaria y no arbitraria. Confiere viabilidad educativa al medio y, por tanto, es una precondición de uso. Yo la he denominado contextualización genético-constitutiva.

Todo material curricular, toda propuesta de utilización de un recurso, por el mero hecho de estar disponible, la ha experimentado. La consecuencia es su impregnación por tradiciones y maneras de entender lo que es y debe ser la enseñanza de la Historia, la Geografía o la disciplina que fuere, aunque el "diseñador" no sea muy consciente de sus filias, o exhiba el fruto de su esfuerzo como si estuviese libre de cualquier atadura ajena al dictamen de la psicología cognitiva, pongamos por caso. Así, por ejemplo, las posibilidades simbólicas y operativas de acceso a (o expresión de) un mensaje ofrecidas por el medio se subordinan a la transmisión de ciertos contenidos y no de otros. Es más, la concepción que se tiene de los saberes escolares, el tratamiento que reciben, o el modo a través del cual se pretende facilitar y organizar el acercamiento de los alumnos a los mismos, llevan a una explotación selectiva de tales posibilidades, y a infundirles una dirección peculiar. El resultado de esta contextualización genético-constitutiva son herramientas específicas para una institución de socialización, en último término incomprensibles al margen de los complejos y conflictivos procesos de control cultural soterrados en ella. Si se excava por debajo de su superficie aflorarán posturas distintas, antagónicas incluso, acerca de cuál es el conocimiento legítimo a impartir (que conllevan representaciones de la sociedad y de los valores deseables para la ciudadanía del futuro), cuál su índole y papel (de los que, entre otras cosas, rezuman imágenes disímiles de las personas en cuanto agentes), o asimismo, dependiendo del modelo de desarrollo curricular subyacente, cuál es el tipo de profesionalidad docente por el que se aboga. En definitiva, no existen materiales neutrales.

Ahora bien, el "carácter" insuflado de esta forma en ellos no es el determinante postrero del empleo, la función ni el protagonismo que tendrán en una clase. Lejos de ser usuarios pasivos, los profesores interpretan, filtran y reconducen tal carácter de acuerdo con sus preferencias, necesidades o sensibilidades, a su vez ligadas íntimamente a un sistema de creencias, convenciones, hábitos y normas relativos a la escuela, la propia asignatura, el aprendizaje, la inteligencia y "diversidad" de los estudiantes, el rendimiento académico, la metodología factible, los mecanismos de control y gestión de las clases, etc. Por esa razón parece atinado ver en el medio, como hace Ben-Peretz (1990), un potencial curricular susceptible de ser rehecho, alterado o ajustado en cada aula, de conformidad con los esquemas (explícitos e implícitos) de pensamiento y acción de su responsable. En otras palabras, la aplicación del recurso configura igualmente su significación didáctica, toda vez que al decidir por qué, para qué o cómo utilizarlo (o por qué rechazarlo), el profesor lo "acomoda" a su cultura profesional, sus rutinas y circunstancias ambientales. Esta sería la segunda instancia contextualizadora, a la que he llamado contextualización práxica. A su través el medio se empapa asimismo en gramáticas, códigos y tradiciones pedagógicas, pues la práctica no es sólo una manifestación de estados subjetivos individuales sino también una creación socio-histórica: construimos nuestra práctica tanto como esa práctica es construida por la institución que la enmarca.

Un material curricular admite diversas "lecturas", algunas incluso contradictorias con las intenciones de su autor. Pero ese material es el fruto de una regulación selectiva, con lo cual su "lectura" no puede ser abierta desde el principio. Como se observa, se trata de una dialéctica compleja en la que desempeñan un papel ambas contextualizaciones. Las dos suponen la acomodación del medio a planteamientos de enseñanza preexistentes. Por consiguiente, es en ellos donde hay que buscar la matriz didáctica de los cambios (y la de las permanencias). El medio no determina el planteamiento de enseñanza, lo plasma.

Cierto es que los atributos técnicos y simbólicos de ese medio son independientes del uso que se hará de los mismos. Quien contextualiza el recurso no se inventa sus propiedades internas, las aprovecha. Quiere ello decir que su concurso puede introducir variaciones significativas en el ambiente en el que adquiere cuerpo un estilo docente, como patentiza el ordenador. Pero a mi juicio cabe interpretar mejor esas variaciones como elemento potenciador (o restrictivo) de un patrón de actuación educativa, antes que de transformación de aquél en uno nuevo. En el mejor de los casos las tecnologías de la información favorecerán instrumentalmente, enriquecerán o amplificarán un hipotético cambio no gestado en su seno sino en su entorno (lo que no sería poco).

En definitiva, el germen renovador (de existir, lo que no es seguro) se halla en ambas contextualizaciones. Repárese en que, según esta tesis, las inercias y resistencias a las mudanzas no son privativas en absoluto de los ámbitos de adopción. Aunque incorpore los últimos adelantos de la ingeniería informática, quien diseña un programa puede imbuir en él un espíritu formativo ostensiblemente conservador e incluso reaccionario. Es decir, la mera informatización de unas situaciones instructivas no eleva necesariamente sus virtudes, dado que la multifuncionalidad de estas tecnologías las habilita tanto para apoyar enfoques de calidad como para apuntalar querencias de dudosa justificación. El segundo corolario es el siguiente: aun cuando haya buenos materiales alternativos a mano, su mera presencia no garantiza ni una utilización amplia ni una utilización alentada por el mismo afán de mejora que empujó a sus patrocinadores. Cuando una propuesta desafía cánones y asunciones colectivas firmes sus expectativas de éxito menguan. En consecuencia, su incidencia será previsiblemente limitada si no se genera una dinámica de desarrollo profesional que comience a poner en cuestión, a impugnar y desestabilizar en algún grado ciertas "certezas" dadas por sentado. No es nada sencillo poner en marcha una dinámica tal, pero lo es siempre muchísimo menos en ausencia de condiciones propiciatorias. En resumen, la irrupción del ordenador y de Internet no es aval —desde una óptica pedagógica— más que de sí misma, a no ser que las contextualizaciones que les dan valor educativo se inscriban en una apuesta innovadora más amplia.

Así lo he podido comprobar al seguir el rastro de esa doble impronta, por un lado en el software educativo auspiciado por el M.E.C. y en algunos paquetes multimedia comerciales; y por otro en las descripciones de experiencias con ordenador a cargo de docentes de Historia y Geografía adscritos al Proyecto Atenea, recogidas en la base de datos EXPER confeccionada en su momento a instancia de los servicios centrales de dicho proyecto. En lo atinente a los programas, la mayoría de los que han pasado por mis manos se me antojan —más allá de sus mayores o menores aciertos expresivos— difícilmente defendibles como un "progreso", toda vez que se adaptan como la seda a una filosofía de muy rancio sabor (el lector o la lectora encontrará en Romero 1996 y 2001 una glosa detallada de varios títulos). El examen de las segundas tampoco deparó sorpresas. Como no podía ser de otro modo, las decisiones relacionadas con este recurso son subsidiarias de los presupuestos instructivos, y éstos se identifican con nitidez al contar con arraigados referentes. Por añadidura, las pautas estadísticamente dominantes demostraron (cfr. Romero, 2001) la avenencia de los modernos dispositivos con liturgias de larga duración, tanto si nos fijamos en las temáticas trabajadas como en las actividades realizadas con su auxilio. Véase:

El 70,8% de los registros considerados denota adhesión inquebrantable al acostumbrado patrón de selección y organización academicista de los contenidos, simétrico a los capítulos del catálogo virtual que supuestamente compendia las producciones disciplinares. Los "temas" son bastante expresivos por sí mismos: "geografía de la población mundial", "geografía física de los países del mundo", "geografía humana y económica", "climas de España", "historia de las civilizaciones y del arte", "los reyes y los hechos de la Reconquista", "economía y demografía en el siglo XIX", etc. A enorme distancia, el segundo de los bloques por orden de importancia cuantitativa (18,5%) atestigua el cierto eco alcanzado por la "didáctica del entorno", traducida en la relevancia concedida a los motivos locales: "mi ciudad", "estudios demográficos del distrito de La Latina", "estudio del entorno social del instituto", "estudio sobre la utilización del tiempo libre en dos distritos de Zaragoza", "el petróleo de la Lora en Burgos", "la cabaña de ganado frisón en Cantabria", etc. Sólo una ficha (1,5%) encaja dentro de la orientación hacia problemas sociales, al ocuparse del desempleo en los países comunitarios. El resto (9,2%) rememoran tareas meramente instrumentales.

A mayor abundamiento, en el 44% de las experiencias escrutadas, las actividades constituyen meros apéndices de los contenidos en lugar de vías para la edificación de los aprendizajes. El añejo esquema es el consagrado por una miríada de manuales: el grueso de la labor discente consiste en recibir un saber "terminado", de tal guisa que los "ejercicios" no tienen otra misión que reforzar su adquisición, subrayando con sus solicitudes frases o eventos merecedores de especial miramiento a juicio del formulador. En otro 23% se recurre a esta máquina para resolver las clásicas "prácticas" de adiestramiento en una serie de técnicas, como la confección de una pirámide de edades o un climograma. En realidad comparten el mismo talante apendicular de las precedentes, por lo cual bien pudieran sumarse sus porcentajes. Únicamente en un tercio se ha exigido el concurso intelectualmente creativo del estudiante, a través de tareas heurísticas que piden elaborar respuestas en vez de reproducirlas. Frente a lo que pudiera sospecharse, no hay una correlación diáfana entre tipo de software y de actividad. En todas las indagativas y de solución de problemas se emplearon programas de propósito general (fundamentalmente gestores de bases de datos y hojas de cálculo), pero también se hizo lo propio en la mitad de las etiquetadas como de refuerzo. Y es que han servido tanto para clasificar las evidencias recopiladas por los adolescentes e interrogarlas con el fin de redactar un informe personal, como para transportar los apuntes del maestro, transcribir entradas de una enciclopedia, extractar el libro de texto, o buscar la longitud y la latitud de las capitales de varios países.

Criticando el predominio de la ejercitación informática frente a la reflexión sobre la práctica en los cursos de formación arbitrados por el citado programa ministerial, Escudero (1992: 24) sostenía en uno de sus artículos que "un determinado modo de pensar en la educación y su mejora (...) representa, probablemente, una condición más verosímil para sacar partido a las posibilidades que ofrece el ordenador que, por contra, esperar que de una buena familiarización técnica puedan emanar integraciones o innovaciones pedagógicas". Tras lo visto no me resta sino proclamar mi pleno acuerdo.



Las "estructuras de oportunidad" de la innovación

La categoría dual que he manejado permite inferir los requisitos didácticos que deben cumplirse para la promoción de una innovación, pero esos requisitos son sólo uno de los planos en cuya intersección se juega la posibilidad misma de una mejora. La persistencia o la inflexión curriculares suscitan algunas cuestiones que la didáctica no puede resolver per se, aunque de no atenderlas su aportación quedará frenada por el déficit de perspectiva. En efecto, el campo de posiciones contextualizadoras no opera en un horizonte inerte, sino que expresa también los vectores dominantes que atraviesan el sistema escolar: las definiciones sociales hegemónicas del conocimiento valioso y legítimo, la dirección de las políticas gubernamentales así como la amplitud de las alianzas y los apoyos (sociales, mediáticos, académicos, corporativos...) movilizados en su favor, las condiciones laborales y los parámetros organizativos de los centros, el tipo de formación recibido por los profesores, el equipamiento disponible, etc. Todos ellos producen una peculiar y variable combinación de restricciones y oportunidades.

Ciertamente esas restricciones suelen manifestarse arropadas con un manto de ritos y mitos socialmente inventados, que a través de los procesos de subjetivación convierten los controles externos de las conductas asimismo en internos. De esta suerte, las culturas del gremio, al tiempo de remitir a unas determinaciones, pueden contribuir a su reproducción, aun de modo no intencional. Como diría Bernstein (1993, 1998), los códigos pedagógicos no son sólo un portador de voces ajenas y vínculos dominativos externos a ellos. No son un mero reflejo de algo distinto de sí mismos. Hondamente estructurados, también estructuran, pues generan maneras de pensar, ver y actuar.

No obstante, tal constatación no da bula para soslayar las diversas circunstancias, tanto internas como externas a los centros escolares, que condicionan la acción de los agentes educativos, propiciando opciones o recortándolas (dramáticamente incluso). Pensemos sin ir más lejos en los Reales Decretos 3473 y 3474 de 29 de diciembre de 2000 (BOE, 16 de enero de 2001), que establecen las nuevas «enseñanzas mínimas» para la secundaria obligatoria y post-obligatoria preceptivas en todo el estado español. Esta versión hispana del back to basics —impulsado por la restauración educativa conservadora triunfante en otros países avanzados desde los años ochenta— consagra, en el área del aprendizaje de lo social, un esencialismo cultural re-nacionalizado y más nítidamente re-disciplinado que se sostiene en la tradicional pareja Historia de España e Historia Universal, obedientes ambas a un estricto orden cronológico, y en su sempiterna compañera la Geografía. Vetusto y obsoleto canon curricular que, de facto, ha sustituido la idea de los "contenidos mínimos" por unos temarios muy densos, minuciosamente prescritos y rígidamente secuenciados2. Junto con un sesgo cultural, lo que tenemos aquí es —consiéntaseme recurrir a la clásica terminología de Bernstein (1971)— un reforzamiento de la clasificación del conocimiento (la acentuación de las fronteras entre unos contenidos y otros, entre los saberes escolares y los no escolares) y de su encuadramiento (la acentuación de las fronteras entre lo que puede y no puede ser transmitido en la relación pedagógica). Obviamente, esto tiene su repercusión en la distribución del poder dentro del sistema escolar, toda vez que supone consolidar o incrementar por decreto el control vertical y jerárquico sobre el currículum. Con la consiguiente merma severa del margen de autonomía y de maniobra profesional docente, el delgado sustrato de la innovación se volatiliza.

Mientras tanto, la informática y la telemática continúan siendo emblemas de la política de "calidad" que afirma perseguir la Administración. A la vista del nuevo marco legal, quizá su inserción curricular deje de ser anunciada como una vía hacia la innovación didáctica y se presente retóricamente como su sucedáneo simbólico. Pero eso sería un abuso ideológico a todas luces mistificador.



Notas

(*) Miembro del grupo Asklepios y de la Federación Icaria. Departamento de Educación de la Universidad de Cantabria, Edificio Interfacultativo, Avda. de los Castros s/n, E-39005 Santander; teléfono 942 201 175; e-mail: romeroj@unican.es.

1.Por orden alfabético: Alemania, Austria, Bélgica, Canadá, China, Estados Unidos, Francia, Grecia, Holanda, Hungría, India, Israel, Italia, Japón, Luxemburgo, Nueva Zelanda, Polonia, Portugal y Suiza.

2. Para profundizar en esta crítica remitimos al Editorial que abre el nº 5 del anuario Con-Ciencia Social y a los documentos elaborados por distintos miembros o grupos de la Federación Icaria, recogidos en su página Web ( http://www.fedicaria.org ).



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© Copyright Jesús Romero Morante, 2002
© Copyright Scripta Nova, 2002


Ficha bibliográfica:

ROMERO MORANTE, J. Tecnologías informáticas, nuevas formas de capital cultural e innovación en la enseñanza de las ciencias sociales. Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, núm. 107, 1 de febrero de 2002. www.ub.es/geocrit/sn/sn-107.htm [ ISSN: 1138-9788]


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